metafo´ rica en Diario de un testigo de la guerra

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D e l a t r o p a al tr o p o : co l o n i a l i s m o ,
escritura de g uerra y enunciación
metafó rica en Diario de un testigo de
la guerra de África
Nil Santiáñez
Saint Louis University
La guerra de Tetuán (1859–1860) significó el inicio de una nueva dirección
del colonialismo español. Mientras el paı́s asistı́a a la desintegración del escuálido imperio de Ultramar, surgió en la Penı́nsula una mentalidad colonialista netamente moderna orientada al Magreb.1 En 1876 se fundó la Real
Sociedad Geográfica de Madrid, desde la que se organizaron expediciones a
diversas zonas del territorio marroquı́, y ocho años más tarde, en 1884, se
creó, a raı́z del Congreso de Geografı́a Colonial y Mercantil celebrado en
Madrid en 1883, la Sociedad Española de Africanistas y Colonialistas; desde
esta asociación se instaba a la clase polı́tica y al gobierno a llevar adelante,
por razones supuestamente regeneracionistas, una polı́tica de intervención
en Marruecos, territorio en el que España habı́a mantenido, desde finales
del siglo XV, varias plazas costeras. No fueron éstas las únicas asociaciones
geográficas interesadas en el norte de África: en 1877 se fundó la Asociación
Española para la Exploración del África y, en 1885, la Sociedad de Africanistas
1. Información detallada sobre el africanismo español del siglo XIX en Lécuyer y Serrano 229–92;
Madariaga 104–12; Martı́n Corrales; Morales Lezcano, Historia 181–201. Todo estudio del africanismo español ha de tener presente la relación de longue durée entre España y el Magreb, fenómeno
en el que no me puedo detener aquı́ por razones obvias; el lector puede consultar al respecto
Morales Lezcano, Historia; Moha; Serna.
Hispanic Review (winter 2008)
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de Sevilla. La publicación de novelas como Los moros del Riff o el presidiario
de Alhucemas (1856), de Pedro Mata, en cuyo prólogo el autor se anticipa a
toda una generación de africanistas al sostener que el norte de Marruecos
‘‘nos pertenece’’ y que por ello ‘‘conquistar el Riff es justo’’ (Mata 3); la
aparición de ensayos sobre Marruecos (v. g. Descripción histórica de Marruecos y breve reseña de sus dinastı́as, o apuntes para servir a la historia del Magreb, 1878, de Manuel Pablo Castellanos; El Imperio de Marruecos, 1879, de
Manuel González Llana y Tirso Rodrigáñez; Expedición geográfico-militar al
interior y costas de Marruecos, 1885, de Julio Cervera Baviera); los trabajos
topográficos y cartográficos realizados por la Comisión del Estado Mayor del
Ejército en Marruecos a partir de 1881; el desarrollo de los estudios árabes en
la Universidad de Madrid entre 1843 y 1868 vis-à-vis la ‘‘misión civilizadora’’
de España (Rivière Gómez 19–105); el mudejarismo de la arquitectura peninsular desde finales de la época isabelina en adelante (Litvak, El jardı́n
30–34); y, por último, el exotismo orientalista en la literatura del cambio de
siglo (Litvak, El jardı́n, passim) dieron forma a esta incipiente, vacilante pero
duradera órbita africanista.
El presente trabajo explora uno de los textos fundacionales del africanismo
español: Diario de un testigo de la guerra de África (1860), de Pedro Antonio
de Alarcón. Publicado inicialmente por entregas por la casa editorial Gaspar
Roig entre diciembre de 1859 y finales de marzo de 1860, este libro, basado
en las experiencias y observaciones de su autor durante la guerra de Tetuán—
popularmente conocida como ‘‘guerra de África’’—y la ocupación de esa ciudad marroquı́, logró un éxito enorme y supuso la consagración literaria de
Alarcón.2 Cierto: Diario de un testigo de la guerra de África no fue la única
obra escrita a raı́z de este enfrentamiento militar; la declaración de guerra
en octubre de 1859, la campaña militar y la entrada triunfal de las tropas
expedicionarias en Tetuán el 6 de febrero de 1860 despertaron un inusitado
furor patriótico y dieron pie a un sinfı́n de poemas (Garcı́a Figueras 7–9;
Lécuyer y Serrano 135–64; Palomo xxvii–xxxiii), piezas musicales (Garcı́a Figueras 73–76; Palomo xxxv–xxxvi) y obras teatrales (Garcı́a Figueras 66–72;
Palomo xxxiii–xxxv), por no hablar de la amplia cobertura informativa,
tanto escrita (Correa Ramón 86; Garcı́a Figueras 33–39, 47–52; Lécuyer y
2. Sobre el Diario de un testigo de la guerra de África, véase Bauló Doménech 165–68; Lécuyer y
Serrano 181–209; los ensayos de Correa Ramón, Morales Lezcano, Viñes Millet y González Alcantud recogidos por González Alcantud; Garcı́a Figueras 1–6, 53–58; Palomo vii–lxxxv; Morales
Oliver 16–18; Schraibman 539–47; Soria Ortega 251–63; Fernández Cifuentes 16–17.
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Serrano 35–92) como gráfica del conflicto (Garcı́a Figueras 53–58; Ortega
361–94, Palomo lii, liv–lvi).3 Pero no es menos cierto que Diario de un testigo
de la guerra de África, aparte de ser la obra literaria más lograda sobre la
guerra de Tetuán, articula una compleja retórica africanista cuyo conocimiento ayuda a entender mejor el nuevo colonialismo español.4 Hasta la fecha,
los estudios dedicados a esta obra de Alarcón se han centrado especialmente
en cuestiones de contenido. Sin desconsiderar en absoluto la información
factual de Diario de un testigo de la guerra de África, este trabajo analiza las
estrategias retóricas empleadas para articular el discurso africanista del libro
y su carga ilocutoria. Parto de la tesis defendida por Edward Said según la
cual todo colonialismo requiere una ‘‘narrativa’’: ‘‘stories’’, arguye Said, ‘‘are
at the heart of what explorers and novelists say about strange regions of the
world’’ y son empleadas por los colonos para reafirmar su identidad y la
existencia de su propia historia (Said, Culture xii). Para Said, ‘‘when it came
to who owned the land, who had the right to settle and work on it, who kept
it going, who won it back, and who now plans the future—these issues were
reflected, contested, and even for a time decided in narrative’’ (Culture xiii).
Diario de un testigo de la guerra de África constituyó, precisamente, una de
las primeras manifestaciones de ese tipo de ‘‘narrativa’’ colonial en España
en el marco del incipiente africanismo español. Como espero demostrar, en
el texto alarconiano hay un fuerte componente ilocutorio, ya que Alarcón
realiza una conquista literaria que duplica la llevada a cabo por el ejército.
Dicha conquista consiste en la apropiación simbólica de un espacio, unas
gentes y una cultura mediante el despliegue de modelos literarios, culturales
y epistemológicos europeos. La narración de la victoriosa campaña militar
(nivel locutorio) y la conquista literaria (nivel ilocutorio) conforman la columna vertebral de Diario de un testigo de la guerra de África. Téngase en
cuenta que obras como la de Alarcón, como nos recuerda oportunamente
Josefa Bauló Doménech (175), modelaron la imagen que los españoles tuvieron de Marruecos y establecieron una ‘‘geografı́a imaginaria’’ (Said, Orienta-
3. Dos buenas visiones panorámicas de la guerra de Tetuán se encuentran en Serrallonga Urquidi
139–59; Madariaga 67–84.
4. Acerca del africanismo de Alarcón han escrito Garcı́a Figueras 129–33; González Alcantud,
‘‘Poética’’ 25–26; Viñes Millet 45–60. Alarcón manifestó una actitud ambivalente respecto a Marruecos; aunque apoyó su colonización, sintió a la vez cierta empatı́a con el paı́s y sus habitantes,
en parte debido a su aprecio de la cultura musulmana peninsular, muy presente en su Andalucı́a
nativa; véase al respecto Bauló Doménech 165–66; González Alcantud, ‘‘Poética’’ 22, 25; Palomo
xliii–lxvi, lxx; DeCoster 60; Moreno 31–32, 36.
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lism 49–73) del Magreb y sus habitantes. La conquista literaria llevada a cabo
por Diario de un testigo de la guerra de África se fundamenta en la práctica
de lo que aquı́ llamaré ‘‘escritura de guerra’’ y en la estriación simbólica de
Marruecos.
Diario de un testigo de la guerra de África es la puesta en práctica de una
escritura de guerra.5 Su contenido no es otro que la relación detallada de la
campaña, desde el 11 de diciembre de 1859—dı́a del embarque de Alarcón en
Málaga con destino a Ceuta—hasta la entrada de las tropas en Tetuán. El
escritor nos narra con minucia el avance del ejército expedicionario, la vida
de campamento y en la retaguardia (63–69), las batallas de Castillejos (128–
49), Guad-el-Gelú (309–34) y Tetuán (345–65), además de escaramuzas y
combates de menor envergadura (v. g. 27–31). La perspectiva adoptada por
Alarcón es la del testigo presencial, ángulo de visión indicado en el tı́tulo del
libro y resaltado repetidamente a lo largo de su Diario. Naturalmente, esa
inmediatez de la experiencia confiere autenticidad a su relato, pero supone
también una limitación, caracterı́stica por lo demás del soldier’s tale, por
parafrasear el tı́tulo del excelente libro de Samuel Hynes dedicado a este tipo
de obras. Los ‘‘relatos de soldados’’ contienen una dimensión paradójica: su
veracidad es directamente proporcional a la limitación de la perspectiva, pues
el soldado sólo puede contar con fidelidad su propia experiencia bélica. Por
un lado, la vivencia es un garante de la verdad del relato; por otro, reduce el
conocimiento histórico de lo sucedido. Alarcón alude a esta paradoja antes
de narrar su bautismo de fuego cuando confiesa que sólo escribirá ‘‘de lo que
presencie y entienda, y como me será imposible hallarme en todas partes a
un mismo tiempo, naturalmente he de omitir muchos hechos dignos de
mención. Lo sentiré de veras, pero a bien que este libro no es la Historia de
la campaña sino el Diario de un testigo’’ (55). Su condición de testigo y partı́cipe, arguye Alarcón, le permitirá dar al lector una idea más exacta que la
que pueda ofrecerle un historiador. El autor destaca en varias ocasiones este
topos de la escritura de guerra, que resume con estas palabras: ‘‘tengo la
seguridad de que mis apuntes individuales han de hacerte ver más claro el
conjunto de los sucesos y más de cerca ciertos pormenores que los boletines
militares del gobierno’’ (55). En ocasiones, Alarcón recoge impresiones y vivencias de los soldados que regresan de la batalla, alegando que ‘‘semejantes
5. Contextualı́cese con Litvak, El ajedrez 207–11, páginas dedicadas a la literatura militar escrita a
propósito de la guerra de Tetuán.
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datos son los más precisos y fidedignos (como que son auténticos) que puedan tomarse acerca de unas luchas tan confusas y complicadas’’ (131). En
otras, lo vemos escribiendo en su tienda o tomando notas en plena batalla
‘‘sobre el arzón del caballo’’ (213). Las notas de su ‘‘álbum aventurero’’ han
sido trazadas ‘‘incoherentemente a grandes intervalos y en diversos sitios’’
(384). Con el fin de proporcionar una idea más general, Alarcón adopta a
veces una perspectiva panorámica, lograda al subir a una elevación del terreno (29–31, 396–98), entrevista a habitantes de la zona (v. g. 253-ss.) e incluso pide a sus superiores abandonar el tercer cuerpo del ejército y pasar al
cuartel del general en jefe: este cambio ‘‘me ha parecido indispensable’’ pues
‘‘sólo ası́ podré ver y apreciar las cosas desde su verdadero punto de vista;
abarcar el conjunto de las operaciones; comprender el plan y desarrollo de
los combates y dominar, por decirlo ası́, desde una cumbre, todos los accidentes y movimientos de la campaña’’ (255–56).
El segundo rasgo de la escritura de guerra del Diario es su imitación estilı́stica de la vida militar y de los combates. Alarcón establece, de manera consciente, una estrecha correspondencia entre escritura y guerra. En el tercer
capı́tulo del Diario, afirma que la variedad de estilos, tonos y géneros de sus
crónicas les dará a éstas ‘‘alguna semejanza con la vida militar, llena de contrastes, de inconsecuencias, de accidentes inesperados y de peripecias imprevistas’’ (25). Lo ejemplifica en el siguiente capı́tulo con su descripción del
abigarrado y caótico aspecto de Ceuta tras la llegada de los soldados (25–27).
El desorden formal y la mencionada variedad del libro refractan el ‘‘desorden
armonioso’’ (27) y los contrastes de la vida militar. Las enumeraciones caóticas, la parataxis y la anáfora son algunos de los recursos estilı́sticos empleados por Alarcón para representar la confusión caracterı́stica de los combates
(v. g. la batalla de Castillejos, sobre todo 128-ss., y la de Guad-el-Gelú, en
particular 321). Cabe añadir que la imitación literaria de la guerra está en
parte condicionada por el lugar de la enunciación—la tienda de campaña o
el campo de batalla—: ‘‘perdóname de una vez para siempre su desaliño [el
de sus ‘‘apuntes’’] y bárbaro lenguaje, en gracia de la precipitación, de la
fatiga y del incómodo ajuar con que los escribo’’ (54). La mimesis estilı́stica
de la guerra es un indicio, entre otros, de la vocación literaria del Diario,
patente en su carácter narrativo y en la percepción literaria y artı́stica de los
combates. En cuanto a lo primero, Alarcón advierte al lector que sus crónicas
no son las de un historiador, sino más bien las de un narrador: ‘‘Careciendo
de dotes de historiador’’, aclara en las páginas liminares, ‘‘me contentaré con
ser narrador exacto’’ (7); la primacı́a del narrador sobre el historiador es, por
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lo demás, una ventaja, pues le va a permitir un acceso más directo a la realidad de la guerra: ‘‘lo que no dice la historia, ni refieren las partes, ni adivinan
los periódicos; la historia privada profana, particular de la guerra, todo esto
comprenderá el libro’’ (8). No nos debe extrañar, en consecuencia, que Alarcón perciba y presente la guerra en términos artı́sticos y literarios: califica
los combates de ‘‘poemas animados’’ (203); se extası́a ante el ‘‘espectáculo
verdaderamente soberbio’’ que presenta la caballerı́a marroquı́ (244); describe el llano donde se desarrolla el combate de Guad-el-Gelú como ‘‘un
vasto lienzo’’ (330); en esa misma batalla, la aparición en el campo de las
fuerzas comandadas por el general Prim constituye un ‘‘imponente y magnı́fico espectáculo’’ (330); tras la batalla de Guad-el-Gelú, los heridos y agonizantes forman cuadros de ‘‘lúgubre poesı́a’’ (332); al pasearse entre cadáveres
de combatientes marroquı́es, escribe que procuró ‘‘grabar en mi imaginación
todos los accidentes de aquel patético cuadro, no viendo ya en él una catástrofe natural, sino un bello asunto para la pintura o para la estatuaria’’ (103);
la campaña militar es un ‘‘poético torneo’’, una ‘‘epopeya viviente’’ (287) o,
como exclama más adelante: ‘‘¡la guerra tiene una poesı́a particular, una
poesı́a que sobrepuja en ciertos momentos a todas las inspiraciones del arte
y de la naturaleza!’’ (320). En resumen: la guerra ofrece rasgos de distintos
géneros artı́sticos y literarios: el teatro (‘‘espectáculo’’), la epopeya (‘‘epopeya
viviente’’, ‘‘poemas animados’’), la lı́rica (‘‘lúgubre poesı́a’’), la pintura
(‘‘cuadros’’) y la escultura (‘‘estatuaria’’).
El último elemento de la escritura de guerra que merece resaltarse es acaso
el más importante, pues organiza los anteriores a la vez que constituye el
soporte de la tropologı́a que se analizará a continuación. Me refiero a la
percepción de la guerra como actividad desarrollada según las convenciones
genéricas del drama. Según acabamos de ver, la escritura remeda estilı́sticamente la vida militar y los combates. Sin embargo, lo realmente singular del
Diario no es esa mimesis de lo real, sino lo inverso: en este libro, la realidad
extradiscursiva parece imitar la literatura. Para Alarcón, la campaña militar
es un ‘‘drama’’ dividido en varios ‘‘actos’’. Nos lo dice después de narrar la
llegada del ejército al valle de Tetuán. El escritor agrupa los distintos hechos
de guerra en tres actos con sus respectivos tı́tulos. El primer acto, que titula
‘‘el Serrallo’’,6 comprende ‘‘todas las acciones reñidas en Sierra Bullones hasta
6. Palacio abandonado en las afueras de Ceuta ocupado por el ejército el 19 de noviembre de 1859;
en sus alrededores se acantonó durante cuarenta dı́as el segundo cuerpo del ejército expedicionario español. En la siguiente cita, Alarcón se refiere al campamento de la Concepción, levantado el
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el establecimiento de los reductos que guarnece todavı́a el heroico primer
cuerpo’’ (252); el segundo, titulado ‘‘la Concepción’’, ‘‘abarca los ocho combates sostenidos por las tropas del general Ros de Olano y parte de la división
de reserva durante la construcción del camino de Tetuán’’, mientras que el
tercero, ‘‘la Marcha’’, empieza con la batalla de Castillejos y llega hasta el
presente de la enunciación (252). Los tres actos componen, concluye Alarcón,
‘‘[l]a exposición y el argumento’’ del drama (252). ‘‘El público’’, agrega, ‘‘conoce a todos los personajes . . . La intención de la obra se marca cada vez
más; el desenlace se ve venir y la catástrofe se prevé, aunque nadie pudiera
formularla todavı́a’’ (252). Los acontecimientos bélicos siguen, pues, las convenciones del género dramático. El escritor ha hecho literatura sobre la guerra, pero ésta es, en sı́ misma, escritura literaria. Bajo esta perspectiva, los
tres ‘‘actos’’ lo son tanto del Diario como de la campaña (la expresión militar
‘‘teatro de operaciones’’, dicho sea de paso, cobra de este modo un sentido
literal). En consecuencia, los lı́mites entre representación literaria y combates
reales se erosionan. Alarcón revela ası́ la autorreferencialidad de toda escritura de guerra: el escritor, al intentar representar mediante el lenguaje el
horror de la guerra, no puede ir más allá de las convenciones retóricas y
lingüı́sticas de un repertorio constituido por su tradición cultural. Esto no
significa ignorar la diferencia entre escritura y guerra: ambas son acciones
pertenecientes a ámbitos distintos. Lo que Alarcón nos transmite es que todo
conocimiento de la empiria se filtra y estructura con un repertorio de convenciones retóricas, lingüı́sticas y genéricas, prefigurando de esta manera las
tesis sobre la escritura historiográfica planteadas por Hayden White en Metahistory. La tropa se convierte en un tropo tan pronto se inserta en un discurso.
En el Diario, la tropa y el tropo, articulados en la retórica de una escritura
de guerra, guardan objetivos paralelos: la tropa pretende la conquista de un
territorio real, mientras que el tropo forma parte de una toma de posesión
simbólica del mismo territorio. Estos dos tipos de conquista son complementarios y, de hecho, se necesitan mutuamente: la conquista bélica de un espacio colonial se apoya en una narrativa cultural, y el dominio simbólico del
espacio colonial es indisociable de las estructuras de poder (administrativas,
militares, económicas) que lo controlan. El Diario procede a la conquista
14 de diciembre por el tercer cuerpo del ejército, en cuyo Batallón Cazadores de Ciudad Rodrigo
número 9 el escritor habı́a sentado plaza de soldado.
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tropológica del territorio. La escritura de guerra de Alarcón es, por ende, una
escritura belicosa que reduplica la agresividad y los objetivos bélicos y polı́ticos del ejército expedicionario español. Al hablar de la ‘‘tropologı́a’’ que articula la fuerza ilocutoria de la escritura de guerra no me refiero al empleo
de tropos concretos, sino más bien a la ‘‘enunciación metafórica’’ de la que
nos ha hablado Paul Ricœur en su libro La Metaphore vive. En esta obra,
Ricœur va más allá de los habituales planteamientos teóricos sobre la metáfora, que toman como unidad de referencia la palabra o la frase; en el
primer caso se puede hablar de una teorı́a de la palabra-metáfora centrada en
la denominación ‘‘desviada’’, y en el segundo, de una teorı́a del enunciadometáfora en la cual se considera la metáfora como un ‘‘enunciado impertinente’’. Ricœur propone pasar de la frase al discurso. Emerge de este modo una
nueva problemática, que no concierne ni a la forma de la metáfora como
figura del discurso focalizada en la palabra ni al sentido de la metáfora, sino
a la ‘‘référence de l’énoncé metaphorique en tant que pouvoir de ‘redécrire’
la réalité’’ (10). A esa capacidad de reescritura, dotada de una intención realista, la denomina ‘‘verdad metafórica’’ (310–21). El enunciado metafórico, basado en una ‘‘referencia desdoblada’’ y presente no solamente en el discurso
poético, sino también en el filosófico (y, podrı́amos añadir, en la historiografı́a y en la crı́tica literaria), es una forma de acceder a la realidad empı́rica
que excede los patrones lingüı́sticos, retóricos y epistemológicos subyacentes
en las representaciones miméticas del mundo. La teorı́a de la metáfora desarrollada por Ricœur es de gran utilidad para comprender obras como el Diario de Alarcón, obra construida, como han visto otros estudiosos, mediante la
alternancia de un romanticismo residual, abundante en metáforas y descripciones lı́ricas, y una escritura periodı́stica basada en la neutralidad expositiva
y en la previa búsqueda de información fehaciente (v. g. Lécuyer y Serrano
184–96; Soria Ortega 257–61). En las páginas que siguen voy a detenerme en
dos de los elementos que configuran la enunciación metafórica del Diario: la
función metafórica del espacio vacı́o y la constelación de intertextos procedentes de la tradición europea como técnica de sustitución paradigmática y
como mecanismo de conquista cultural. Estos elementos nos invitarán a reflexionar sobre el papel desempeñado por la enunciación metafórica en la
configuración de una ‘‘narrativa’’ colonial.
Para empezar, el Diario puede leerse como el mapa de un territorio. Las
descripciones de lugar desempeñan un gran protagonismo en la obra: Alarcón nos describe Ceuta y sus alrededores (21–22), el interior de Marruecos
(v. g. 49), los campos de batalla (v. g. la batalla de Castillejos, 132), Tetuán
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(todo el capı́tulo 48) y los poblados por donde pasan las tropas (218–20);
también se detiene en la descripción de edificios y de interiores domésticos
(413–16, 463–68). La escritura de guerra alarconiana contiene una escritura
topográfica. No es algo que nos deba sorprender: en muchas actualizaciones
de la escritura de guerra, el espacio, y no el tiempo, constituye el principio
rector. En la literatura de guerra se presenta al soldado en una constante
dialéctica espacial entre posiciones de vanguardia y retaguardia, entre el
frente y el hogar que deja. Alarcón reconoce esa dimensión espacial cuando
sentencia: ‘‘Y he aquı́ todo lo que un pintor de batallas puede trasladar al
lienzo en esta clase de acciones: un croquis topográfico y más o menos humareda’’ (57). Teniendo en cuenta el contexto militar y cultural de la época,
dicho ‘‘croquis topográfico’’ desempeña una función cognitiva. El ejército
español se adentró por un territorio del que habı́a muy pocos mapas,7
y esa escasez cartográfica reflejaba, en rigor, el limitado conocimiento—
deformado además por prejuicios exotistas—que habı́a en España acerca de
las costumbres, la historia y la cultura de Marruecos (Garcı́a Figueras 8, 66).
En la primera mitad del siglo XIX aparecieron libros sobre el Magreb con los
que se intentó paliar la escasa información de la que disponı́an los españoles
al respecto; entre ellos, merecen destacarse el libro pionero de Domingo
Badı́a y Leblich, Viaje de Ali Beyu-el-Abbasi (1836); Los cristianos de Calomarde o el renegado por fuerza (1835), de León López y Espila; Manual del
oficial en Marruecos o cuadro geográfico, estadı́stico, histórico, polı́tico y militar
de aquel imperio (1844), de Serafı́n Estébanez Calderón; y Apuntes para la
historia de Marruecos (1851), de Antonio Cánovas del Castillo.8 La recepción
de estos libros fue, sin embargo, desigual y de ese modo persistió la relativa
ignorancia acerca de Marruecos. Con el fin de orientar a sus lectores, Alarcón
describe con detalle en su Diario una topografı́a prácticamente desconocida.9
7. La victoria militar y la ocupación de Tetuán hasta 1862 apenas alteraron esa carencia de mapas.
El Atlas histórico y topográfico de la Guerra de África, publicado por el Depósito de la Guerra en
1861, contiene solamente 20 mapas, que se sumaron a los dos de la Descripción y mapas de Marruecos (1859), de Francisco Coello y José Gómez de Arteche. Por su parte, Evaristo Ventosa incluyó,
en Españoles y marroquı́es: historia de la guerra de África (1859–1860), un ‘‘Plano topográfico del
campamento de las tropas en África’’ (sic) y un ‘‘Mapa del terreno comprendido entre el Boquete
de Anghera y Tetuán, con los campamentos español y marroquı́’’. Véase al respecto el trabajo de
Urteaga, Nadal y Muro.
8. En Gil Grimau (147–74) se ofrece una bibliografı́a exhaustiva de las obras sobre el norte de
África publicadas antes de 1850.
9. La guerra de Tetuán generó un número considerable de crónicas periodı́sticas y libros que
familiarizaron a los españoles con aspectos de la cultura y la vida de Marruecos. Destacan, entre
otros, Recuerdos de la campaña de África (1860), de Gaspar Núñez de Arce; el ya citado Españoles
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El escritor andaluz racionaliza discursivamente un espacio al articularlo en
un sistema semiótico, pero al hacerlo, lleva a cabo también una operación
epistemológica con la que se apropia de un topos amorfo, de una terra incognita. Evidentemente, se trata de un fenómeno bien conocido, a saber: la estrecha conexión entre escritura, cartografı́a, geografı́a, conquista guerrera y
control colonial, estudiada, entre otros, por Livingstone (216–59), Pratt (1–85,
146–55, 201–27) y Said (Orientalism 210–22). La escritura topográfica de Alarcón llega incluso al extremo de refinar la cartografı́a de Marruecos manejada
por el ejército expedicionario español al corregir información errónea sobre
la topografı́a del paı́s: en el barco que lo conduce de regreso al frente, Alarcón
le pide al lector que no confunda ‘‘a Monte Negrón con Cabo Negro, como
acontece a muchas personas y hasta a los mejores geógrafos. ¡Bien que en
esto de geografı́a nos hallamos completamente a oscuras desde que salimos
de Ceuta! Las cartas marı́timas de esta costa han sido hechas del modo más
gratuito y ateniéndose tan sólo a conjeturas’’ (176). En el Diario de Alarcón
se ofrece al lector de la época un mapa discursivo. La cartografı́a literaria
de un espacio relativamente desconocido implica, a su vez, un proceso de
nominación de lugares. Nominar es, en términos generales, un modo de
apropiación y control con el que se clasifican y organizan las diferencias
según una jerarquı́a de relaciones.10 El ‘‘nombre propio’’, ha escrito Jacques
Derrida, constituye la ‘‘archi-violencia’’, es decir, la ‘‘violencia originaria que
ha privado a lo propio de su propiedad’’ (147; veáse también 140–54). La
nominación de un lugar, uno de los actos de habla performativos más importantes según J. Hillis Miller (150), forma parte de la producción de espacio
estudiada magistralmente por Henri Lefebvre en La Production de l’espace.
En el Diario, el acto de nombrar se hace visible, por ejemplo, cuando se relata
la llegada de los españoles al rı́o Azmir: ‘‘Rı́o Azmir . . . Ası́ se llama y dicen
que se llamaba cuando nuestras tropas lo descubrieron, el pantanoso valle
que dominan nuestros reales’’ (194). En este caso el nombre preexiste, pero
Alarcón se lo apropia al reinscribirlo en un mapa discursivo que contribuye
a la creación de una geografı́a imaginaria.
y marroquı́es: historia de la guerra de África (1859–1860), de Evaristo Ventosa; Leyendas de África
(1860; libro incluido en 1884 en Episodios militares), de Antonio Ros de Olano; y Jornadas de gloria
o los españoles en África (1860), de Vı́ctor Balagué. Acerca de los cronistas de la guerra, véase
Correa Ramón 90–99; Garcı́a Figueras 40–46; Palomo xxvi–xxviii, xxxviii–xxxix.
10. Compárese con las tesis de Michel de Certeau acerca del sentido y la función de los topónimos
(103–05).
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La racionalización del espacio en un mapa discursivo es una ‘‘estriación’’—empleamos la terminologı́a consagrada por Gilles Deleuze y Félix
Guattari en Mille plateaux—del ‘‘espacio liso’’ propio de los nómadas.
Para Deleuze y Guattari, el espacio liso carece de homogeneidad; es un
campo heterogéneo, ligado a multiplicidades ‘‘rizomáticas’’, sin centro, sin
conductos ni canales (Deleuze y Guattari 371). Una de las misiones del Estado, arguyen ambos pensadores, consiste en estriar el espacio bajo su control (384). El Estado necesita fijar senderos, establecer direcciones bien
definidas, regular la circulación, medir detalladamente los movimientos de
sujetos y objetos (386). El espacio estriado e instituido por el aparato del
Estado (474) produce un orden y una sucesión de formas (478). La ciudad es
el espacio estriado por excelencia, mientras que el desierto es el ejemplo más
claro de un espacio liso. No se trata, sin embargo, de dos espacios separados;
el espacio liso, escriben Deleuze y Guattari, es constantemente traducido,
convertido en espacio estriado, y el espacio estriado es revertido, devuelto a
la condición de espacio liso (474). En el caso concreto de Marruecos, cuya
población rural estaba compuesta por pastores nómadas y por agricultores,
el espacio liso no es el espacio del nómada strictu senso; más bien, es un espacio
mixto de población nómada y sedentaria articulado por una constelación de
reglas fluidas y carentes de un principio regulador común. Alarcón describe
en sus crónicas el proceso de estriación de ese espacio por el ejército durante
la campaña y en su ocupación de Tetuán. La formación de los campamentos,
por ejemplo, debe considerarse como una forma de estriación; a propósito
del campamento de la Concepción, Alarcón cuenta que ‘‘Hace tres horas,
este valle . . . y los dos montes que lo sombrean, eran una selva cerrada,
silenciosa, perteneciente a la morisma, pero donde apenas se veı́a la huella
de un pie humano. En este momento es una colonia española, una ciudad
cristiana; deslindada y fortificada completamente’’ (45). El ejército ha estriado, pues, un espacio supuestamente salvaje imponiéndole un tipo de estructura, descrita como si de una ciudad se tratara y calificada de ‘‘urbana’’
por el escritor (45–46). A Alarcón le entusiasma—nos lo dice más adelante:
el ver que los españoles hemos traı́do a este caduco y estacionario imperio
los más óptimos frutos de la civilización . . . Ayer quedó establecido un
telégrafo eléctrico entre Fuerte Martı́n y la Aduana . . . Mañana quedará
tendida una vı́a de hierro sobre esta tierra, independiente hasta ahora como
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las panteras del Atlas y será también España la que dé su nombre a ese
camino. (300)11
No fueron éstas las únicas prácticas estriadoras del ejército español, dicho
sea de paso: los españoles también construyeron una carretera, restablecieron
las misiones franciscanas y organizaron el servicio de correo; en Tetuán, dividieron la ciudad en cuatro distritos militares, convirtieron la mezquita principal en una iglesia católica, numeraron las casas, organizaron un servicio de
limpieza, establecieron el cuerpo de policı́a, ensancharon la ciudad demoliendo edificios—‘‘con lo cual se facilitaban’’, según Garcı́a Figueras, ‘‘los movimientos militares’’ (125)—y, por último, bautizaron las calles, las plazas y las
puertas de la ciudad con nombres españoles; por lo que cumple a las puertas
de entrada, los nuevos nombres mentaban la apropiación de Tetuán por un
Estado extranjero (‘‘Puerta de la Reina’’), la victoria del ejército expedicionario sobre las fuerzas marroquı́es (‘‘Puerta de la Victoria’’) y la relación de esa
victoria y ocupación militar con la Reconquista (‘‘Puerta de Alfonso VIII’’,
‘‘Puerta del Cid’’, ‘‘Puerta de San Fernando’’, ‘‘Puerta de los Reyes Católicos’’). En su Diario, Alarcón hizo algo más que constatar la estriación espacial del ejército; también procedió a estriar discursivamente el espacio
marroquı́. Acabamos de ver dos estrategias discursivas estriadoras: la imposición autoconsciente, en la representación de la guerra, de convenciones literarias y retóricas, y la cartografı́a discursiva del territorio marroquı́. No
son, sin embargo, las únicas.
La paulatina estriación militar y discursiva del paisaje contiene una dimensión paradójica al expulsar del espacio a sus habitantes nativos. Como se dijo
antes, la tropa y el tropo se proponen conquistar un espacio y dominar al
‘‘otro’’ que lo habita. Pero ese ‘‘otro’’ desaparece tan pronto se intenta
aprehenderlo: antes de la llegada de los españoles, los marroquı́es abandonan
sus poblados y campamentos. La estriación del espacio va a carecer, consecuentemente, de contenido humano. La despoblación de la zona es una
11. Se trata de un lugar común en la nueva ‘‘narrativa’’ colonial española. Núñez de Arce, por
poner un ejemplo ilustre, lo expresa ası́: ‘‘Nunca aquellas desiertas playas, no holladas por la
civilización vigorosa de Europa, hubieran podido esperar que los ecos de las montañas próximas
repitiesen las delicadas melodı́as de Bellini y Donizzeti, ni que surcara las olas del mar que inunda
sus arenas abrasadoras de conchas y algas, la multitud de naves que entonces recorrı́an aquellas
inhospitalarias costas, espanto muchos siglos ha del comercio y de la industria. Estaba escrito . . .
que la guerra abriese a la civilización, a pesar de los hombres que la habitaban, aquella tierra’’
(81).
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constante en el avance militar y en las crónicas de Alarcón, desde los primeros dı́as de la campaña (v. g. 37) hasta la entrada de las tropas en Tetuán
(v. g. 401).12 Al principio, Alarcón piensa que tal despoblación es un hecho
circunstancial, y que más adelante encontrará espacios habitados. En los primeros capı́tulos del Diario, las tropas españolas—y, en consecuencia, los tropos—todavı́a no han penetrado en el interior. El ‘‘verdadero drama’’, escribe,
‘‘no ha principiado todavı́a’’ (195). No ha empezado sobre todo para Alarcón,
ya que, aparte de los combatientes marroquı́es, los españoles solamente han
encontrado ‘‘montes desiertos y alguno que otro morabito arruinado’’ (195).
La desaparición de los nativos condiciona la escritura de Alarcón al impedirle
la descripción de las costumbres y gentes locales; lo único que puede hacer
es relatar los combates y la vida regimental, y evocar aquı́ y allá un Marruecos
literario, estereotı́pico, construido, que poco tiene que ver con la realidad.
Con estas palabras reconoce el escritor las limitaciones impuestas por la despoblación: ‘‘El hogar, los muebles, las costumbres, los niños, las mujeres, las
tierras cultivadas, la religión, la industria, la mayor o menor civilización de
estas gentes, su vida, en fin, es aún para nosotros un secreto’’ (195). El ‘‘secreto’’ aludido por Alarcón no se revela en el primer poblado, completamente desierto, en el que entran las tropas españolas. No hay nadie en el aduar:
‘‘Las hembras y los niños, con los ganados y lo más indispensable del ajuar,
emigrarı́an a las fragosidades de Sierra Bullones desde que el ejército cristiano asomó por encima del rı́o Azmir’’ (219). Los marroquı́es de ese aduar
resisten de la única manera que pueden hacerlo: yéndose a otra parte. Que
su huida es una forma de resistencia lo confirman los interiores domésticos,
completamente vacı́os; los marroquı́es se lo han llevado todo con el fin de
que los españoles no puedan apropiarse de sus pertenencias: ‘‘Dentro de las
chozas no ha quedado ningún objeto que responda a la curiosidad que me
mueve de ver o adivinar la vida doméstica de los moros’’ (219).
Alarcón acudió a Marruecos, según confiesa, con la esperanza de desvelar
el ‘‘misterio’’ de lo árabe y crear un nuevo tipo de literatura en España (passim). Por lo que cumple al primer objetivo, el ejército le abre el camino para
su conocimiento de ese supuesto misterio. El avance de las tropas por territo-
12. Contrástese mi lectura con la ofrecida por Pratt (51–52, 59–61) en su análisis de la invisibilidad
o marginalidad de la población nativa en los libros de viaje de Anders Sparrman (Voyage to the
Cape of Good Hope, 1785, cuya versión original sueca es de 1783), William Paterson (Narrative of
Four Voyages in the Land of the Hottentots and the Kaffirs, 1789) y John Barrow (Travels into the
Interior of Southern Africa in the Years 1797 and 1798, 1801).
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rio marroquı́ en dirección a Tetuán corre paralelo, pues, al avance de la escritura de Alarcón. Al describir el Boquete de Anghera (42–43), sentencia
que éste es ‘‘la esfinge que guarda el enigma de la verdadera África, del África
misteriosa e independiente, que empieza en él y no en las costas’’ (42). Más
adelante el autor, que ha llegado con el resto de las tropas al rı́o Azmir,
reconoce que ‘‘El misterio musulmán subsiste todavı́a’’, si bien confı́a en que
‘‘al dar vista al valle de Tetuán, empezará a despojarse de sus velos la Isis
sarracena’’ (196–97). Para escribir lo que Alarcón llama ‘‘la epopeya viviente
que entreviera mi fantası́a’’ (197) se necesitan, obviamente, personajes; pero
por desgracia para él, los posibles personajes de su obra lo eluden una y otra
vez. El Diario no puede hablar de los marroquı́es simplemente porque
muchos de ellos se han ido a causa de la presencia de tropas extranjeras. La
guerra despuebla los aduares, y la despoblación del espacio vacı́a de contenido la obra de Alarcón. Consciente del problema que ello le supone, Alarcón
expresa su preocupación ante la inminente toma de Tetuán: ‘‘La expectativa
de una toma a viva fuerza no me aterra tanto como la de encontrar desiertas
sus calles y sus casas’’ (296). Apenas terminada la batalla de Tetuán, el escritor vuelve a manifestar su temor: ‘‘¡Yo no quisiera que entrásemos en Tetuán
a sangre y fuego! . . . Yo tiemblo a la idea de que todos sus habitantes tomen
el camino de la montaña. Para monumentos árabes, bastantes he visto en
Andalucı́a. Yo quiero ver la población, las costumbres, los trajes, los ritos, las
fisonomı́as de los moros’’ (364). La polı́tica de tierra quemada dificulta la
apropiación literaria por parte de un escritor que ve defraudada su voluntad
de describir un mundo exótico. Al encontrarse con un espacio vacı́o, a Alarcón se le escapa la posibilidad de hacer un nuevo tipo de literatura.
En el capı́tulo 47 se muestra con claridad esa dislocación entre la escritura
y la realidad extradiscursiva. Desde un cementerio situado en un monte próximo a Tetuán, Alarcón contempla, extasiado, la ciudad rendida (396–98). Lo
que contempla con avidez no es, sin embargo, el conjunto de edificios y
calles que se extiende bajo sus pies, sino ‘‘la ciudad de mis recuerdos, la de
mi soñadora fantası́a, la de mis amores de poeta. Era la ciudad oriental, la
ciudad árabe, cualquiera que ella fuese . . . Era el misterioso albergue de una
raza apartada del mundo . . . era la realidad de mis ilusiones de niño; era la
Granada del siglo XVI’’ (397).13 El escritor cree haber tocado la ‘‘verdad’’, la
13. Compárese con la descripción de Tetuán realizada por Ros de Olano: ‘‘Mi vista . . . se volvió
hacia Tetuán, y allı́ contemplé en la mudez de su dolor a la huérfana que unos poetas transeúntes
han motejado, y otros la han llamado . . . paloma dormida; no, no duerme tranquila como la
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‘‘presencia’’, el ‘‘ser’’ del Oriente (397). Ahora bien: esa ‘‘presencia’’ del ‘‘ser’’
es elusiva. Alarcón se topa siempre con ‘‘huellas’’ (por decirlo con Jacques
Derrida) de una presencia imposible. De Tetuán se ha ido buena parte de la
población musulmana. ‘‘Era evidente’’, escribe Alarcón, ‘‘que aquella calle
habı́a estado ocupada por el comercio, y conocı́ase esto en los miles de armarios, escaparates y cajones destrozados que se veı́an por el suelo, entre los
restos destruidos de muchas clases de mercancı́as’’ (401). La guerra ha modificado la gramática urbana. Tetuán no se puede conocer como tal porque
ha sido devastada. ‘‘Causaba pena efectivamente contribuir a rematar tanto
estrago, tanta destrucción. Nosotros habı́amos sido en cierto modo la causa
de aquellos desastres, y lejos de condolernos de ellos . . . los aumentábamos
con nuestra marcha devastadora. Cada una de aquellas pilas de escombros
representaba la fortuna de una familia’’ (401); en definitiva: ‘‘Para sus mı́seros dueños, Tetuán ha dejado ya de existir’’ (401; véase también la descripción de las calles de Tetuán realizada por Núñez de Arce en sus Recuerdos de
la campaña de África 81). Parte del carácter marroquı́ de la ciudad ha desaparecido a causa de la guerra iniciada por los españoles, quienes no pueden
conquistar ni dominar completamente a los pobladores, ya que muchos de
ellos se han exiliado de Tetuán. El enemigo rehúsa el combate y, de ese modo,
se resiste a la conquista militar y simbólica. No debe olvidarse que todo
poder colonial imposibilita, por definición, la presencia de los nativos en
cuanto tales: el dominio administrativo, militar y cultural de un territorio
extranjero por una potencia colonial convierte a los indı́genas, inevitablemente, en indı́genas colonizados. De ahı́ que la escritura colonial sólo pueda
producir una imagen distorsionada del ‘‘otro’’. Al entrar en Tetuán, Alarcón
se encuentra ante una situación similar a la vivida al entrar en los poblados
moros: la ciudad es un lugar semivacı́o. Lo árabe, que Alarcón quiere conocer/conquistar, es en buena medida inasible. Los tetuanı́es, al igual que los
marroquı́es del interior del paı́s, han retornado, según entiende Alarcón, a
su vida nómada. Al contemplar a la ‘‘emigración tetuanı́’’ que huı́a espantada
‘‘ante nuestros pasos’’ (399), Alarcón exclama: ‘‘¡Qué interesante, qué pa-
paloma . . . es la ciudad del árabe sin el árabe; es el hogar de diez mil familias sin el fuego de la
familia . . . la cautividad sin el quejido, porque las lágrimas de sus mujeres, de sus niños y de sus
ancianos riegan suelo extraño, y sus fuertes varones coronan las crestas de los montes aferrando
las armas muy callados. La pisan los europeos y no aciertan a comprenderla; la comparan y la
desprecian’’ (105). Acerca de las distintas impresiones, observaciones y reacciones de los españoles
con respecto a Tetuán, véase Garcı́a Figueras 39, 115–19.
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tético, qué conmovedor era el lejano aspecto de aquella población que volvı́a
a la vida nómada que fue su origen!’’ (399–400). En ese nomadismo, como
plantea agudamente en varios pasajes del Diario, se incuba la resistencia marroquı́. Alarcón comprende que, dado ese nomadismo, el ejército español sólo
podrá imponerse definitivamente si ataca los campamentos y aduares, y no
solamente las grandes ciudades:
En Europa se darı́a más importancia a la pérdida de una capital que a la de
unas tiendas de lona . . . En África, la tienda es la verdadera casa, el verdadero hogar de los que luchan . . . Lo trascendental para ellos, lo honroso
para nosotros; lo que afectarı́a directamente al ejército marroquı́ fuera
arrebatarles sus propios bienes, su propia fuerza, su aduar de peregrinos,
su vivac de pastores y guerreros, sus tiendas y municiones, sus vı́veres y sus
ganados. (283)
Para decirlo nuevamente según el marco teórico desarrollado por Deleuze y
Guattari en Mille plateaux: la máquina de guerra del nómada se enfrentará a
la máquina de guerra apropiada por el Estado español, y en ese enfrentamiento, como augura proféticamente Alarcón, saldrán ganando, a la larga,
los marroquı́es.
El espacio vacı́o hay que entenderlo en términos tropológicos. No puede
considerarse como una metonimia de sus ocupantes, ya que, al irse, los magrebı́es se han llevado toda seña de identidad: los españoles no pueden deducir el carácter ni la vida cotidiana de los marroquı́es porque éstos han
eliminado todo indicio; tampoco es una sinécdoque, pues el espacio vacı́o no
representa una totalidad, ni mucho menos una de sus partes. Se trata, más
bien, de una metáfora de la resistencia de un pueblo contra la invasión de un
ejército extranjero. El espacio vacı́o sustituye, en el eje paradigmático, los
lugares cotidianos que contienen un modo de vida. Dirı́ase que los marroquı́es han comprendido que, para resistir efectivamente la ocupación, es
importante borrar todo indicio que los delate; la metonimia y la sinécdoque
son dos figuras retóricas que permitirı́an a los españoles acceder y controlar
simbólicamente el territorio marroquı́. Alarcón dota al espacio vacı́o de una
doble función denotativa y metafórica; en uno y otro caso, el dominio simbólico es precario. La metaforización del espacio dificulta el acceso directo a
él. La topografı́a, esto es, la descripción detallada de un terreno, encierra
una tropologı́a de orden metafórico. La despoblación del espacio resulta, por
decirlo de otro modo, una resistencia semántica: los marroquı́es, al abando-
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nar sus poblados y ciudades, no solamente eluden su sometimiento al ejército
y a la administración de los invasores; también dificultan su conquista discursiva por parte de los españoles que, como el propio Alarcón, escriben la
crónica de la guerra. El autor todavı́a no ha penetrado en el secreto del otro
y revela, de manera indirecta, uno de los rasgos esenciales del discurso colonial, a saber: la dislocación entre los modelos epistemológicos europeos en
los que se sustenta la presencia colonial y el otro al que pretenden conocer.
Un episodio del Diario escenifica dicha dislocación. En él, Alarcón nos relata
su visita furtiva al gineceo del palacio de Erzini (465–68), impulsado por el
deseo de ‘‘ ‘ver’ el cuadro que se ocultaba detrás del velo’’ (465). Una vez
dentro, se desilusiona al encontrarse con una realidad muy distinta de la que
habı́a anticipado a partir de sus lecturas de textos literarios orientalistas.
Ahora ve la realidad tal cual, sin mediación alguna: ‘‘¡Qué desencanto! ¡La
odalisca es negra! ¡No podı́a darse mayor desgracia . . . Yo contaba que al
verme darı́a un grito, huirı́a o, al menos, se llenarı́a de terror . . . Nada de
eso’’ (466). El desengaño y el lamento de Alarcón constituyen un lugar
común de la literatura romántica ambientada en el Oriente; en la obra de
Gérard de Nerval y de Chateaubriand es posible espigar pasajes similares al
citado. En el libro de Alarcón, el impulso militar ha despoblado el espacio.
El ‘‘otro’’ ha retornado a un espacio nómada amenazante más allá de la
conquista y del conocimiento. La ‘‘otredad del otro’’ (dirı́a Emmanuel Levinas) es inalcanzable para Alarcón porque su escritura tiene como condición
de posibilidad un acto violento, la invasión militar. Una escritura de guerra
colonial como la suya imposibilita la comprensión de la alteridad: en su pretensión de conocer al ‘‘otro’’, lo único que consigue Alarcón es expulsarlo de
su escritura. Simplemente, no utiliza las herramientas adecuadas para realizar
de manera plena su proyecto literario. Su obra es, en este sentido, una obra
manquée.
La desaparición de los marroquı́es de sus lugares habituales refuerza la
tendencia de Alarcón al empleo de tropos, a la que se refiere en más de una
ocasión (v. g. 45–48). Esta propensión está justificada por el ámbito en que
transcurre la acción: Marruecos. La figuración metafórica—nos lo ha enseñado Ricœur en La Metaphore vive—constituye una heurı́stica de primer
orden para aprehender espacios desconocidos, ya que opera sobre dos campos de referencia condensados en signos dotados de una doble significación.
La primera significación ‘‘est relative à un champ de référence connu’’, mientras que la segunda ‘‘est relative à un champ de référence pour lequel il n’est
pas de caractérisation directe, pour lequel, par conséquent, on ne peut pro-
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céder à une description identifiante au moyen de prédicats appropiés’’
(Ricœur 378). Las metáforas desempeñan por lo tanto un papel cognitivo al
expresar lo desconocido gracias a su superposición de esos dos niveles de
significación. Por lo que cumple al Diario de Alarcón, el valor cognitivo de
la enunciación metafórica contiene una fuerza ilocutoria: además de describir una terra incognita, los tropos producen el territorio descrito. Con el
objetivo de comunicar al lector sus vivencias en un paı́s africano, del que,
como se dijo antes, ni siquiera habı́a mapas fiables, Alarcón recurre al archivo cultural europeo. Las metáforas orientalistas del Diario y el tropo del
espacio vacı́o recién analizados son dos recursos dotados de una función
epistemológica y de una dirección—por decirlo ası́—colonialista. Desde esta
perspectiva, la enunciación metafórica supone una estriación simbólica del
espacio empı́rico estriado por el ejército español. La recursiva presencia de
intertextos y de alusiones al arte europeo en el Diario es otro componente
decisivo de la enunciación metafórica: los textos citados o aludidos por Alarcón operan una sustitución paradigmática de los lugares, objetos, individuos
y costumbres. El escritor impone, de este modo, un nuevo significado a esos
elementos pertenecientes al espacio y a la vida cotidiana de la zona de Marruecos ocupada por los españoles.
En efecto: Alarcón confiere sentido al territorio marroquı́ al percibirlo y
describirlo a través de la casi obsesiva mención o cita literal de otros textos.
La intertextualidad es una estriación literaria, como lo son también la imposición del género dramático a la campaña militar y el tropo del espacio vacı́o.
Son dos las funciones básicas de la intertextualidad en el Diario: comunicar
información de un mundo exótico y ocupar simbólicamente el territorio marroquı́. Esta doble función de los intertextos es indisociable del poder colonial. Del mismo modo que el ejército establece nuevas relaciones espaciales,
la escritura de guerra de Alarcón impone su propio sistema de figuras retóricas e intertextos para conocer y controlar al otro. El conocimiento de lo real
es un conocimiento mediado por la tradición literaria y cultural europea;
de esta manera, lo imaginario sustituye lo empı́rico. Alarcón ‘‘puebla’’ con
intertextos los espacios vacı́os. Ası́ sucede con el primer poblado descrito en
el Diario: ‘‘Yo . . . no puedo menos de recordar mil solemnes escenas del
Antiguo Testamento, los viajes extraordinarios por olvidadas regiones que
leı́a o proyectaba en mi niñez, las mágicas leyendas de nuestro inmortal Zorrilla, y—seré franco—hasta aquel verso de Espronceda que tanto ha hecho
soñar a los adolescentes de mi tiempo’’ (220). La escritura de Alarcón ‘‘conquista’’ el espacio vacı́o del aduar al ‘‘poblarlo’’ de palabras e intertextos de
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la tradición literaria europea. La abundancia de intertextos épicos no es una
casualidad. Ası́, en medio de su narración de un combate, el autor exclama:
‘‘¿Qué dicha mayor para el que leyó palpitante y enternecido la Ilı́ada y la
Jerusalem, el Robinson y la Araucana, las Luisı́adas y hasta la Matilde de Mad.
Cottin . . . ?’’ (203); durante su narración de la batalla de Guad-el-Gelú,
Alarcón interrumpe el relato del siguiente modo: ‘‘Nada faltaba para completar mi ilusión . . . todo, todo era artı́stico, monumental, heroico, semidivino,
como la Ilı́ada y la Eneida, como Jenofonte y Josefo, como Tito Livio y Quinto Curcio’’ (320). La escritura de guerra del Diario está dotada de una fuerza
ilocutoria, pues incorpora la intertextualidad con el fin de realizar discursivamente las acciones bélicas en ella descritas. Algo parecido sucede con los
intertextos relacionados directamente con la conquista colonial. Al evocar la
emoción sentida al contemplar Tetuán por primera vez, Alarcón confiesa que
‘‘la verdadera imagen de mi gozo, de mi entusiasmo y alegrı́a no debe buscarse en ninguna de esas regiones. Un gran poeta, Torcuato Tasso, la ha
descrito inmejorablemente en su Jerusalén liberada, cuando los cruzados dan
vista a la ciudad sacrosanta’’ (224). Tetuán ni siquiera es una ciudad marroquı́: ‘‘¿Viste a Granada desde las alturas de Fajalanza? ¿Leı́ste al menos la
descripción que hace allı́ Chateaubriand de la Damasco de Occidente? ¡Pues
Tetuán es Granada!’’ (224). También narra la entrada en Tetuán con intertextos y alusiones históricas; ası́, compara la entrada de las tropas españolas con
la del ejército de Carlos V en Roma, con la de los Reyes Católicos en Granada
y con la de Tito en Jerusalén (405). La recepción de los tetuanı́es durante la
entrada de las tropas españolas es un espectáculo, asegura
que pertenece a aquella gran pintura mural en que solemos ver representados asuntos como la Degollación de los Inocentes, el Paso del Mar Rojo, el
Diluvio Universal, las Plagas de Faraón o el Escándalo de Babilonia; a la
pintura de los tapices célebres; a la familia de frescos de Miguel Ángel o al
linaje de los grandes lienzos históricos de Rubens y Poussin. (406)
La huida de los habitantes musulmanes de Tetuán tampoco escapa de esa
apropiación simbólica; tal como la ve Alarcón, esa huida trae
a mi imaginación mil recuerdos de escenas semejantes, consignadas en la
historia o en la poesı́a, pero de todas ellas, las que más vivamente veı́a
representadas, eran el abandono de Troya, la huida de la familia de Lot, el
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desamparo de los moriscos y judı́os cuando fueron expulsados de España
y, por supuesto, la larga peregrinación del pueblo de Israel. (400)
Como se puede comprobar, todas estas alusiones culturales subrayan la estrecha relación entre intertextualidad y conquista. La conquista militar se
complementa aquı́, como en las citas anteriores, con la conquista literaria:
Alarcón recurre a la cultura occidental para representar la otredad marroquı́.
En conclusión: el colonialismo del Diario se entiende mejor si se consideran sus estrategias discursivas. Dado que el espacio ha sido despoblado deliberadamente por sus propios habitantes, el escritor echa mano en muchas
ocasiones de la figuración metafórica. El protagonismo del espacio vacı́o nos
revela que es precisamente allı́, en la imposibilidad de acceder al otro qua
otro, donde reside el eje del saber histórico que podemos extraer del Diario.
La enunciación metafórica expresa el desplazamiento operado por el sujeto
cognoscente en el objeto de su mirada, ası́ como las estrategias de sustitución
simbólica inherentes a un proceso colonial. En otras palabras: el africanismo
de la escritura de Alarcón se encuentra no tanto en la relación partidista
de unos hechos reales como en la representación metafórica de un espacio
deshabitado y en su ‘‘repoblación’’ mediante el repertorio literario europeo.
Los tropos revelan una verdad histórica y vehiculan una narrativa colonial.
Con su articulación de figuras retóricas en una escritura de guerra, la obra
de Alarcón presenta tres rasgos fundamentales del colonialismo moderno: el
despliegue y la imposición de lo que podrı́amos llamar una tecnologı́a de
la estriación; la consiguiente dislocación entre los modelos epistemológicos
europeos implı́citos en esa tecnologı́a de la estriación y el espacio colonizado;
y, finalmente, la estrecha conexión entre violencia colonial y escritura de
guerra.
La conquista simbólica de Marruecos supuso para Alarcón una conquista
efectiva del campo literario. Además de fama, el enorme éxito de ventas (se
vendieron 50.000 ejemplares de la obra, una cifra extraordinaria para la
época) le reportó al escritor nada menos que dos millones y medio de reales.
La recepción del Diario significó, también, la consolidación de la empresa
colonial en el campo literario español. Aunque la nueva dirección del colonialismo peninsular se integró en el campo literario durante los años 1859–1860
gracias a la labor de una apreciable nómina de escritores, fue Alarcón quien
naturalizó el incipiente africanismo español dentro de los márgenes del
campo literario. A partir de entonces, se desarrolló en España una escritura
colonial destinada a ser uno de los soportes de la polı́tica africanista puesta
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en práctica in situ por el ejército y la administración del paı́s, en particular
tras la creación del Protectorado español de Marruecos en 1912.14
Obras citadas
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