ABANDONANDO EL HOGAR: DANZANDO SOBRE UN VOLCÁN Por Sir Simon Rattle La música puede resultar profética de una manera casi inquietante, como un sismógrafo que detecta futuras erupciones. A fines del siglo XIX, Europa se desprendía de su antigua piel para convertirse en algo nuevo, más complejo y mucho más peligroso. En una época en que las certezas del Imperio y del orden social establecido se desmoronaban, también la música abandonaba sus certezas: abandonaba la tonalidad, aparentemente para siempre. 1857: Wagner, Tristán e Isolda ¿Cómo pudo ocurrir que aquel acorde y aquella pieza reflejaran todo lo que estaba por venir? La tonalidad estaba ligada a la organización social de la época así como la perspectiva formaba parte de la estructura de la pintura y el orden social jerárquico formaba parte del período político. Tonalidad significaba que un acorde como éste (lo toca) tenía que disolverse y volver a un acorde como éste. Con Tristán e Isolda aquello habría de cambiar para siempre y nosotros habríamos de ir a la deriva en un mar de tonalidades indefinidas. Es una ópera que comienza flotando en el aire, toma forma lentamente, alcanza un momento de dolor y no se resuelve sino vagamente en ciertos momentos. Después de Tristán e Isolda, la música habría de cambiar para siempre. Viena Nos encontramos a fines del siglo XIX en Viena, y, como siempre, la decadencia exhala un dulce perfume. Desde nuestro punto de vista actual, no es difícil reconocer que el declive de Viena era terminal. Pero, para las personas que vivieron entonces, esto no estaba tan claro. También resulta difícil imaginar que tantas corrientes intelectuales y artísticas nacieran en la Viena de aquella época. Viena era y es hasta hoy la ciudad más conservadora de Europa. Dijo Mahler: “Cuando llegue el fin del mundo, regresaré a Viena, porque allá todo llega con veinte años de retraso.” Lo extraño es que, cuanto más conservadora era Viena, más ideas producía. Cuanto pero trataba a sus artistas, más daban éstos de sí. Al mismo tiempo, en la misma ciudad, el pintor Klimt era uno de los máximos representantes de la Secesión Vienesa, un grupo así llamado porque sus integrantes habían declarado su independencia de las artes decorativas tradicionales. Y un grupo de talentosos escritores como Schnitzler, Hoffmannsthal y Altenber trabajaban juntos en cafeterías, escribiendo historias agridulces sobre la inmoralidad y la superficialidad características de la época. También en Viena, Ernst Mach y Freud desarrollaban nuevas ideas sobre la personalidad, como el concepto del inconsciente y el poder de los impulsos sexuales. Surgió una forma de pensar totalmente nueva y fue como si al antiguo orden se le quitara el suelo bajo los pies. El joven compositor Arnold Schönberg formaba parte de aquel ambiente. Estaba completamente imbuido de las ideas del Romanticismo, aunque poseía habilidades innatas en lo que a forma, orquestación, armonía y melodía se refiere, que hoy son casi impensables. Es irónico que este hombre, que había de convertirse en precursor de la música contemporánea en Alemania y Austria, hubiera preferido seguir componiendo música tradicional. Pero Schönberg se sentía arrastrado hacia el progreso por una impetuosa fuerza centrífuga. Había heredado el mundo de Wagner y sentía que no le quedaba más opción que seguir adelante. Casi sin pensarlo, demostró cuán lejos podía ir la música si ésta abandonaba las certezas de la tonalidad. Schönberg presentó Noche Transfigurada a un concurso. Uno de los jurados dijo algo que no era precisamente un elogio, pero sí muy acertado: “Es como si alguien hubiese tomado la partitura de Tristán e Isolda cuando todavía estaba húmeda y la hubiese emborronado”. Noche Transfigurada comienza con la característica tonalidad de Re menor, una tonalidad que describe la oscuridad de los bosques y la confusión en todas las obras de la época. Termina con un resplandeciente Re mayor transfigurado. Pero, entre ambas tonalidades, la pieza emprende un viaje armónico de una complejidad tan tortuosa que los jurados no estaban siquiera dispuestos a reconocer que aquello pudiese ser una posibilidad armónica.