Alejandra Laurencich-La risa que da-a

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Alejandra Laurencich
La risa que daña
De Lo que dicen cuando callan, Editorial Alfaguara, Buenos Aires,
2013.
Qué fantástica es la adolescencia, pensó la madre mientras caminaba
hacia los dormitorios, haciendo ondear la pashmina oriental con la que
había cubierto sus hombros en la sobremesa. Había cerrado la puerta
del comedor después de guiñarles un ojo a su hija y a la amiga. Así
pueden chusmear en paz. Ellas le sonrieron. ¿Un poco avergonzadas?
Se miró al pasar por el espejo del corredor y apagó la luz. Las chicas
se habrían quedado considerándola una madre como no había muchas.
Madura, pero aún joven, plena, experimentada, canchera. No fumen
demasiado, había aconsejado como broche final, después de darle a
cada una un beso en la frente. Miren que mañana el vuelo sale a las
ocho, así que a las seis tenemos que estar en el aeropuerto. Las chicas
sonrieron otra vez. Dijeron sí, sí, pero Lourdes sabía que no le harían
caso. Cómo pedirles a dos chicas de diecisiete que vieran la conveniencia de descansar en la última noche que tenían para compartir una
amistad de toda la vida. Porque la amiga de Malena, al día siguiente,
se iba a vivir a Madrid, a la casa de su papá. Y qué madre podría ser
insensible a esa necesidad adolescente de contarse secretos, compartir
reflexiones, reírse. Se las veía felices. Mañana les llegaría el momento
de las lágrimas. Cuando llamaran a embarcar.
Lourdes entró en el cuarto de baño imaginando lo dura que iba a ser la
despedida. Se acordó de la frase que siempre decía su madre: Noches
alegres, mañanas tristes. Se sorprendió al verse en el espejo con una
sonrisa leve, una especie de mueca. Desechó la idea de estar solazándose con el dolor ajeno. Ella no era como su madre. Puso pasta dental
en su cepillo de dientes. Recordó cómo se habían reído las chicas con
el chiste que ella les había contado. El del ataque del batallón nazi al
convento de clausura polaco. Sabemos que esconden a un refugiado
aquí y si no lo entregan, las vamos a violar a todas. Podría parecer un
chiste subido de tono para compartir en una sobremesa con adolescentes, pero ella era una mujer sin tapujos sexuales. Las chicas la habían
escuchado con atención, boquiabiertas. Al final, silencio, y enseguida:
pura carcajada las dos. Qué exageradas son, pensó mirándose en el
espejo, la boca deformada por el mango del cepillo de dientes. Era la
primera vez que alguien reaccionaba así frente a ese chiste. Qué inocentes, se hacen las grandes pero son como nenas. Porque no era un
chiste para carcajada, sí para una sonrisa, un morderse de labios, un
qué bueno dicho casi con admiración a ese humor delicado, nada grosero y sin embargo pícaro. Y ella lo contaba con gracia, el único chiste
que contaba con gracia. Lo había dejado para la intimidad de la sobremesa, cuando la cerveza hace efecto y aparecen las confidencias.
Aunque las chicas eran bastante reservadas. Había que sacarles sus
secretos con tirabuzón. Pero qué divertido el momento del chiste: se
había puesto la pashmina sobre la cabeza y había imitado a la monja
novata que con toda la desesperación del mundo se para delante de la
hermana superiora con los brazos abiertos y le dice al capitán enemigo: No, por Dios, a la hermana superiora no la toquen. Y la superiora
salta y dirigiéndose a la novata dice: Momentito, a "todas", dijo. Ay,
qué plato. Cómo se rieron esas chicas. ¡También, las ganas de estar
con un hombre que tendría esa monja! Escupió la pasta en la pileta y
recordó a Alfredo. Once años habían pasado desde el divorcio. Volvió
a escupir y de reojo se vio los pechos fláccidos, pendulando hacia el
lavatorio. Se enjuagó la boca y se secó sin volver a mirarse en el espejo. Apagó la luz. La monja no tendría once años de abstinencia sino
toda una vida, así que... Díos mío. Qué plato. Hasta las chicas habían
soltado la carcajada. Entró en su cuarto y se desvistió. Desde el comedor llegaban las voces. Cotorritas. Qué estarían contándose ahora:
Seguro lo bien que lo habían pasado, lo rico que había estado el pollo
con salsa de hierbas. Y el Charlotte. Se sentía orgullosa. No era para
menos: a pesar de haber estado separada tantos años, había podido
brindarle a su hija un hogar así, un marco de comprensión, calidez y
tolerancia. Milanesas los viernes, natación, inglés, una TV propia en
su cuarto. Con reglas bastante firmes, pero no tanto como para ser
considerada una vieja chota. Puso la alarma en el despertador: cinco
horas de sueño le quedaban. Mañana en el aeropuerto tendría los ojos
de batracio que tenía su madre. En fin, la ocasión lo valía. Quién no
haría eso por su hija. Se soltó el pelo, se puso el baby doll y buscó la
crema nutritiva de noche en su tocador. Fugazmente recordó los camisones de franela con botones hasta el cuello que le cosía su madre. La
analista decía que había que dejar correr esas imágenes como si fueran
nubes en un cielo limpio. No aferrarse a los recuerdos ni a nada. Son
mandatos. Malditos mandatos. A las diez en la cama hasta los dieciocho, menos para Año Nuevo y Navidad. Había que soportar a esa vieja. Ahora cualquier mocosa le diría a su madre una guarangada. O no
le diría nada y haría lo que se le antojase, como a veces hacía Malena.
Los tiempos habían cambiado, sí. Una nube. Una nube que pasa y se
va. Terminó de cerrar el pote de crema y se alzó los pechos frente al
espejo. La risa se escuchaba como latigazos desde la cocina. Pero qué
les pasaba a esas dos. En fin, qué placer meterse en la cama después
de una noche como ésa. Cuánto hacía que no se divertía así. Pensar
que a la edad de su hija ella tenía la obligación de hacer las camas,
ordenar, barrer, lavar los platos. Apagó la luz del tocador. Un cielo
limpio se despliega frente a mi vista. Pensó en la pila de vajilla que
tendría que lavar mañana en silencio cuando volvieran del aeropuerto.
Mientras su hija durmiera después de hacer todo el trayecto de vuelta
en silencio, con cara larga, como si ella tuviera la culpa de que su
mejor amiga se fuera del país. Ya podía imaginar la escena cuando
llegaran a casa, el portazo de su hija, el mutismo. Y ella en la cocina,
con los ojos de batracio lavando los restos de esa cena especial que
había cocinado para despedir a la amiga de Malena. Qué le hubiese
costado decir: gracias, mamá. Las dos chillando como unas cotorras
en el comedor, mientras la sierva se va a dormir. No eran capaces de
registrar nada. ¿Por qué no podían ir lavando algo mientras charlaban
de sus cosas? ¿Qué les costaba? Se metió en la cama. Conflictos de
madres modernas. Ella la había criado así, después de todo. Qué podía
reprocharle ahora. A sonreír y aguantar. No todos los días una amiga
se va a vivir afuera. Eran ocasiones especiales. Aunque ella tuvo que
lavar los platos hasta el día en que festejaron su título de maestra. Y
tragándose las lágrimas. Dejo ir a la nube, adiós, nube. Adiós, la dejo
ir y contemplo el cielo despejado. Porque la vieja no había tenido mejor idea que arruinarle ese día comunicándole la decisión: A olvidarse
de la universidad, m'hijita, acá hay que salir a trabajar. Arpía. Venir a
arruinarle así uno de los días más lindos de su vida. Otra época, evidentemente. Apagó el velador. En la oscuridad las voces parecían más
nítidas. Las risas más fuertes. Pero de qué corno podían reírse tanto.
Encendió el velador y buscó el libro que le había recomendado la analista. Quitó el señalador que marcaba el ejercicio de visualizar el horizonte. Qué bien. Era infalible para conciliar el sueño. Buscó los anteojos. Ay, no. Habían quedado en la cocina, seguro. Sí, junto a la receta
del pollo con hierbas. Carajo. No tenía ganas de volver a pasar por el
comedor. Aparecerse ahora con el pelo desgreñado, toda encremada.
Las chicas la mirarían con ese gesto de ver aparecer a un fantasma. Y
había sido tan linda la despedida, tan delicada. Tiró el libro al suelo y
volvió a apagar la luz. Qué risa tan aguda tenían esas dos. Como de
histéricas. Pensó en cerrar la puerta de su cuarto, cosa que le producía
una sensación pavorosa de asfixia. Pero con tal de descansar un poco.
No. No tenía coraje. Ay, por Dios, de qué mierda se reirían esas boludas. Aplastó la cabeza contra la almohada y se tapó con la colcha.
Imposible dormir así. Mañana los ojos de batracio y el mal humor. Las
piernas abotagadas por la trasnochada. ¿Y si se levantaba y les pedía
que bajaran la voz? Apagarles la risa un poco. Cómo iban a llorar
mañana. Buaaa, buaaa. Abrazándose a lo que se va y no vuelve. Como
se aferró ella a las piernas de Alfredo esa noche de lluvia de hacía
once años. Levantate, Lourdes, que das lástima. Y todo en silencio, las
súplicas, el dolor, la humillación. Para que la nena no se despertara y
viera a su padre con la valija. Cuánto tuvo que tragar para que esa
malcriada pudiera vivir su vida sin imágenes atroces. Y ahora ella se
reía con su amiga sin importarle el sacrificio, la dedicación. La sierva
se iba a dormir y ellas se quedaban disfrutando. Llenando la cocina de
humo, ensuciándolo todo con esos papeles de caramelos y galletitas
dulces y cartitas de amor que le escondían como si ella fuera un monstruo. Todas alguna vez supimos lo que era el amor, tenía ganas de
decirles. El amor de verdad y no esas relaciones que sólo sirven para ir
a la cama. Como las que se llevaron a su padre y a su marido. Qué
podían saber esas chicas de amor y pasión, de entrega. Qué mierda podían saber de nada.
—¡Momentito! —escuchó.
Separó la cabeza de la almohada. Justo para escuchar la risa. La risa
era brutal, desconsiderada. ¿Se estaban burlando de su chiste? ¿Se
estaban burlando de su generosidad, de su gracia? Le empezó a latir el
corazón en las sienes. Se le estaban burlando. Sintió el calor y las ganas de llorar. Apartó el acolchado y saltó de la cama. Recorrió el pasillo, temblando de rabia. A la cama las dos, se acabó la joda, pendejas,
les diría, y que la vieran entonces en toda su autoridad. Pero qué se
creían. A ver si porque era una pobre separada pensaban que no sabía
cómo imponer un límite, pelotudas. Ahora sí la iban a escuchar. Pero
cuando llegó a la puerta de la cocina, ya con la mano en el picaporte,
algo la hizo detenerse. Pegó la oreja a la madera, para comprobar que
eso que había oído era cierto.
Estaban hablando de algo genial. Podría ser su comida, su chiste, la
ilusión de volver a verse. Nadie se estaba burlando. No, las chicas
seguían en su mundo, jóvenes, inofensivas como había sido ella a su
edad. Ahora temblaba pero de vergüenza al imaginar la cara de espanto de su hija si se abriera la puerta y pudiera ver en lo que ella se había
convertido: una arpía en baby doll.
Apoyó la frente en el marco y se quedó escuchando las risas, sintiendo
cómo, de este otro lado, el frío de las baldosas se le metía en el cuerpo.
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