El desapego es nuestra manera de querernos

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SELVA ALMADA
El desapego es nuestra manera
de querernos
Otra vez a la memoria de C.A.
S
u esposa se puso de pie y empezó a recoger la mesa. Él puso en fila sobre el mantel las miguitas del
pan. Cuando ella echaba los primeros platos al lavadero, a sus espaldas, él dijo:
–Se murió Cacho.
El entrechocar de la loza se detuvo. (¿Sería así si congeláramos el instante en que la rueda de platos
de un malabarista forma su círculo perfecto en el aire? ¿Será así el silencio de la loza?) Ella abrió la
canilla de agua caliente y enseguida la de agua fría. La escuchó calzarse los guantes de goma.
–¿Cacho Díaz? –preguntó con un dejo de asombro. Cacho Díaz era un vecino y no había oído que
estuviese enfermo o algo.
–Cacho mi hermano –dijo él, con un ligero fastidio como si la mujer acabase de preguntarle una
estupidez.
Entonces sí los movimientos cesaron detrás de él. Ella sintió un frío en el estómago, una línea helada
que puso a un lado los tallarines con tuco y al otro los orejones de durazno del almuerzo. En vez de
cerrar los grifos, se agarró de ellos: involuntariamente los abrió al máximo y el agua salió borboteando y
haciendo espuma sobre los restos de comida. Los cerró de inmediato. También sintió que se le aflojaban
las piernas como si los huesos que las mantenían armadas se hubiesen disuelto de golpe. Se sentó a la
mesa justo cuando su esposo encendía tranquilamente un cigarrillo. Era lo que hacía siempre después de
comer. Los guantes naranjas empapados formaron un charquito encima del mantel.
Lo miró fijamente. Estaba pasmada por la noticia, pero también estaba furiosa. Él había llegado del
trabajo hacía casi una hora. Le dio un beso distraído en la mejilla. Mientras ella sacaba el manojo de
fideos secos del paquete y los partía a la mitad y los metía al agua, encendió el televisor y se sentó en su
sitio. Si mal no recordaba comentaron algo de las noticias. Luego comieron, él repitió media porción con
abundante pan y queso rallado, pero rechazó el postre. Y en todo ese tiempo no fue capaz de decirle que
Cacho estaba muerto. ¿Qué mierda le pasaba a este hombre?
Él pensó: ¿Por qué me mira de ese modo? Como si yo tuviese la culpa de que el otro esté muerto.
Ella tragó saliva y se sacó un guante para pasarse el dorso de la mano por los ojos: las lágrimas le
nublaban la vista. Encendió un cigarrillo, aunque hacía un par de años lo había dejado gracias a un largo
tratamiento con parches.
–¿Como...? –préguntó. En realidad, hubiese querido decir «cuándo te enteraste» o «cómo no me lo
dijiste antes».
–No se sabe todavía. Hablé con el cuñado de ella, el marido de la hermana que vive en San José. Él
me llamó al trabajo. Ella lo encontró muerto, con un tiro en la cabeza. Parece que se lo pegó él mismo,
pero se lo llevaron para hacerle una autopsia. También pudieron haberlo matado. No sé. No le entendí
bien. Él tampoco sabe mucho del asunto.
Pero fue hoy a la mañana, entre que ella se fue a llevar a las nenas a la escuela y volvió.
Ahora su esposa no sólo lo miraba con reproche sino con un destello de enojo. ¿Qué pretendía que le
contase? No sabía más que lo que terminaba de decirle.
–¿Volviste a fumar? –preguntó–. Acordate de lo que te costó dejarlo.
Tuvo ganas de golpearlo. O tal vez de clavarle un tenedor en el brazo como aquélla vez, hacía más de
veinte años, cuando recién casados él amagó ponerle una mano encima. Ella fue más rápida y le enterró
el tenedor en el brazo. ¿Por qué discutían? Ya no lo recordaba. Alguna pavada de recién casados. La
sangre salía de los cuatro agujeritos, espesa y oscura. Asustada, enseguida se arrepintió. Sin embargo, él
nunca más había intentado levantarle una mano.
Era verdad que le costó mucho dejar el tabaco y que se sentía orgullosa de haberlo logrado.
Empezaron el tratamiento juntos, pero él desistió de inmediato. Tal vez fumar este cigarrillo significaba
una recaída. Tal vez era el primero de una interminable sucesión de atados. ¿Qué importancia tenía esto
ahora?
Intentó imaginarlo a Cacho con su flamante herida en la cabeza, aterciopelada y roja como una flor;
desnudo sobre la mesada de acero inoxidable de la morgue, viviseccionado por un forense, abierto como
un pájaro en la mesa de trabajo de un taxidermista.
Cacho se había fugado con la esposa de Rubén, su mejor amigo, hacía quince años; y aunque los dos
eran personas adultas, eligieron esa manera adolescente de ejecutar sus planes. Él escribió una larga
carta a los mellizos recién nacidos, hijos de su hermana menor, pidiéndoles perdón porque no los vería
crecer, por abandonarlos como antes los había abandonado el padre. Una carta plagada de ambigüedades
y frases sensibleras que ocultaban la verdadera razón de su partida como si su autor se regodeara en el
secreto o quisiera mantenerlo a salvo, o mantener a salvo a los pequeños de las acciones de los grandes.
En todo caso no era una carta para ellos. Tal vez ni siquiera para la familia. Más bien una carta para él,
para Cacho, escrita un tiempo antes quizá dándose valor para dejar todo atrás: el campo, la casa de sus
padres, sus padres, los mellizos, su amigo del alma. Un secreto que, de todos modos, se develaría de
inmediato: si en una población de menos de cien habitantes dos desaparecen el mismo día, no es difícil
imaginar que se marcharon juntos. Cuando Rubén vino con la noticia de la cosa terrible que acababa de
ocurrir en su hogar, seguramente buscando el apoyo y el consuelo de su amigo, los padres de Cacho
tuvieron que admitir que su hijo también se había largado. Cacho no sólo había robado la mujer a su
amigo, sino también la madre a tres niños. Pasó casi un año sin que supieran de los prófugos. Después
los familiares de ella empezaron con el tráfico de noticias. Estaban juntos. Tenían una hija. Vivían en
algún lugar del conurbano bonaerense. La estaban pasando mal, pero confiaban en que las cosas
mejorarían. Ella extrañaba mucho a sus otros hijos y un par de veces pensó en volver, suplicar el perdón
de su marido. Pero no tenía caso que volviese: Rubén había jurado matarlos y parecía hablar en serio.
Cada cinco o seis meses, una pequeña noticia, recogida en el pueblo por algún vecino, era transmitida a
la madre.
La madre sufría como sólo una madre puede sufrir; como sufriría la otra, la joven que se había fugado
con su amante dejando atrás a sus tres niñitos. Pero la madre sexagenaria no podía entenderla: aunque el
sufrimiento de las dos era similar, tal vez idéntico, ella pensaba que sufría más y culpaba a la mujer
joven por su dolor. Esa puta le arrancó a su hijo, su favorito, al que siempre quiso más que a los otros
tres hijos juntos. Puta, mascullaba la madre retorciendo un pañuelito blanco entre las manos. Puta, y se le
encendían las mejillas con la piel irritada por tanto llanto vertido en esos días. Dejó de comer, o comía
poco y nada; nada para una mujer siempre tan glotona, que gustaba atracarse de comida como una niña.
La madre sexagenaria siempre había sido como una niña: medio lenta de la cabeza, caprichosa, regalona:
nunca aprendió a hacer ninguna tarea hogareña: el marido se ocupó de todo hasta que las dos hijas
mujeres fueron más grandecitas y lo relevaron en los trabajos de la casa. La madre peleaba con las chicas
y con el otro varón como si fuese una criatura más. En cambio con Cacho se entendían de lo más bien,
parecían cómplices, ella lo apañaba y mediaba entre su marido y él para que los castigos recayeran en los
otros hijos. De no haber sido su hijo, a la madre le hubiese gustado escaparse con él, abandonar al
marido y a los otros hijos y escaparse con él. Ella, a diferencia de la otra, no se hubiese arrepentido
nunca, ni por un segundo; no hubiese echado de menos a nadie si estaba con él. Hubiese afrontado con
alegría y entereza cualquier dificultad junto a su muchacho: con él se hubiese convertido, finalmente, en
una mujer hecha y derecha.
–Hace tantos años que no lo vemos. –Dijo el esposo poniéndose de pie. ¿Pensaría dormir la siesta?
No, sólo se paró para sacudirse unas migas del pantalón y enseguida volvió a sentarse. Sacó un cigarrillo
del atado y se lo alargó a ella, que lo tomó sin pensarlo, en un gesto antiguo, repentinamente recuperado.
–Acordate cuando se fue al Norte. ¿Cuánto tiempo estuvimos sin saber nada de él? Tres o cuatro años
sin saber si estaba vivo o estaba muerto. Y si no hubiese sido porque lo corrieron las inundaciones, vaya
a saber cuánto tiempo más habría pasado. Él siempre fue así.
–Pero ahora no va a volver. –Dijo ella pausadamente. El esposo hizo un gesto: abrió los brazos con
las palmas levemente vueltas hacia arriba y estiró la cabeza hacia adelante como una tortuga. Parecía
decir: quién puede saberlo.
Ella volvió otra vez su pensamiento al muerto. Podía imaginarse el cuerpo en la morgue. En una
morgue también imaginada, demasiado parecida a las morgues de las películas norteamericanas. ¿Cómo
sería una morgue del conurbano bonaerense? Probablemente menos acogedora que las de las series
forenses que tanto le gustaban. En cualquier caso, una morgue nunca podía resultar acogedora. ¿En qué
estaba pensando? Su esposo tenía razón: hacía tantos años que no veía a su cuñado que casi no recordaba
su rostro. Se le mezclaba el del muchacho que había sido su padrino de boda, un Cacho adolescente,
pelilargo, con pantalones piel de durazno y botamangas anchas con el del Cacho un poco más maduro
recién llegado del Norte: con el pelo todavía largo, barbudo, harapiento. Cuando le abrió la puerta no lo
reconoció. Pensó que era un vagabundo, uno de esos tipos que se lanzan a los caminos y viven así,
durmiendo en cualquier sitio, comiendo y vistiéndose de la caridad ajena. No la sorprendió ni se asustó.
Sobre todo en verano, era frecuente que algún trotamundos apareciese en el pueblo. Por lo general eran
hombres inofensivos, que se acercaban a las casas a pedir un vaso de agua fresca, un pedazo de pan;
algunos hacían pequeños trabajos de jardinería por poca plata, se quedaban unos días, deambulando,
durmiendo en la plaza, y después desaparecían. Entonces él se había reído: ¿No me reconocés, cuñada?,
dijo adelantando el cuerpo con la intención de abrazarla. Instintivamente, ella con un paso hacia atrás, se
retrajo en la penumbra fresca de la sala. Se sintió turbada, quizá avergonzada de haber rechazado el
abrazo. Sonrió. y dijo: Pero, qué sorpresa, pasá, pasá.
Él olía muy mal. Vaya a saber cuántas semanas hacía que no se bañaba. Sin embargo, no parecía
incómodo, no parecía molestarle la camisa empapada pegada al torso, ni los vaqueros grasientos, ni las
alpargatas rotas por donde asomaban las uñas sucias del dedo gordo. Le pidió un vaso de agua y un
cigarrillo. Ella también prendió uno y después le preguntó si quería una cerveza. Él dijo que sí y ella se
alegró pues la necesitaba. Cacho le contó su viaje. Le contó sobre las inundaciones: las lampalaguas
brillantes bajando de Brasil, gruesas como el muslo de un hombre y de más de un metro de largo; las
islas de camalotes con su cargamento de monos aulladores; los techos de los ranchos flotando en el agua
y el barro, con algún perro encima, tieso, mirando lejos, serio como un pequeño capitán de cuatro patas.
Si cubría el rostro de sangre, ya no una delicada flor en la sien, sino un sudario rojo, entonces sí podía
ser Cacho y podía ser cualquiera.
Su esposo no parecía contento de ver al hermano. Por supuesto, estaba sorprendido, él tampoco lo
reconoció enseguida. Pero después tampoco parecía contento. Había intentado justificarse con una
broma: Bueno, uno llega del trabajo y encuentra a su mujer tomando cerveza con un desconocido: cuesta
reponerse del susto. Los tres habían sonreído; Cacho hasta soltó una carcajada, tal vez por agradar a su
hermano, pues el chiste no era realmente gracioso.
Cuando se fueron a acostar, ella le había preguntado si estaba alegre de volver a verlo. Él se había
encogido de hombros.
–Está bien que haya aparecido –dijo por fin–. Los viejos se van a poner contentos; tantos años sin
saber nada.
–Pero, vos, ¿estás contento?
Él la había mirado. Qué manía que tenía su mujer de darle lecciones acerca del amor filial, fraternal,
etcétera.
–Claro –dijo, sin saber si era verdad–. Claro. Vos sabés, nosotros somos desapegados, pero en el
fondo nos queremos.
En aquella ocasión, Cacho se había quedado alrededor de una semana con ellos. Todos los días
aplazaba su regreso al campo, a la casa de sus padres, aunque sabía lo preocupados que estaban, lo
mucho que lo echaban de menos, sobre todo la madre. No tenía ninguna prisa. Su hermano empezó a
impacientarse. Lo irritaba volver del trabajo y encontrarlo sentado en la sala, leyendo revistas, fumando.
Estaba harto de sus anécdotas sobre la inundación, sobre Formosa y Paraguay y la cosecha y sus
incursiones en el contrabando. Su mujer, en cambio, estaba contenta por su regreso. Ella siempre se
había llevado bien con su familia, mejor que él; su familia la quería a ella más que a él, le parecía a
veces.
–¿Por qué lo haría? –preguntó ella de repente. Se había quitado el otro guante y lo tenía agarrado en el
puño por la mitad. Los dedos del guante parecían la cresta de un gallo–. Y con un arma. ¿De dónde la
sacó?
Era cierto lo que decía. Si hubiese seguido en el campo, de seguro se hubiese ahorcado.
–Vaya a saber –dijo. Aunque nunca tomaba alcohol durante el día, se paró y buscó algo. Necesitaba
beber algo. Encontró una cerveza abierta en la heladera, la sacudió para ver si todavía tenía gas. Tenía.
Sirvió un par de vasos bien desde arriba: una espuma muy tenue, como huevos de rana, se formó en la
superficie.
–Vaya a saber –répitió tras tomar un trago–. Hace quince años que no lo vemos. Vaya a saber qué
pasó por su cabeza.
–Una bala –dijo ella y se rió del chiste fácil. Una risa hueca, negra. Se le notaban las ganas de llorar.
Por fin Cacho se había ido. No tuvo otra opción. Una camioneta de la empresa donde trabajaba el
hermano iba para la Colonia; lo dejaba en la puerta de su casa. La madre por poco se muere cuando lo
vio. Parecía una novia, la madre, de tan radiante. Las hermanas también estaban contentas. La mayor, un
poco menos: después de todo ella había estado todos esos años ahí, consolando a la madre, soportando
los humores del padre, sin poder moverse ni ver mundo, y a falta de ofertas se había resignado a noviar
con un vecino, estaba a punto de casarse, la caja de la ilusión repleta, imposible volverse atrás, los
muebles pagados, la prefabricada pagada, la boda prevista para el mes entrante. Y justo ahora al
hermano se le ocurría volver. Justo ahora la dejaba libre, cuando ya estaba cazada. No era justo. Y la
vuelta del hijo, encima, opacaba su evento o le agregaba un brillo que no era el suyo; una fiesta
anticipada que dejaría a los convidados ya un poco hartos de alegría para cuando su fiesta tuviese lugar.
No era justo. El padre estaba más dichoso de lo que demostraba: él era así.
Hacia la noche, la noticia de la vuelta de Cacho se había desperdigado por las pocas casas de la
Colonia. Y llegó Rubén, el amigo de la infancia, el mejor amigo, acompañado de su esposa.
Cacho y Gloria se conocían desde que Gloria y Rubén eran novios. Él la había visto vestida de blanco
el día del casamiento, preñada dos veces, le había visto un pecho por vez siempre que le daba de comer a
sus hijos. Ahora tenían un tercero, recién nacido.
–¿Te acordás cuando le mandó de regalo el acordeón a piano a tu hermana? Al tiempo le pidió que se
lo mandara de vuelta. A ella le dio bronca, pero se lo devolvió. Al fin y al cabo nunca había aprendido a
tocarlo. Era un acordeón hermoso. Era una pena que nadie le sacase música.
Realmente era una pena el acordeón guardado en su caja como una serpiente enroscada.
¿Por qué lo haría? ¿Qué había pasado con él en estos años? ¿Qué había pasado en todos estos años?
Si uno lo pensaba bien, era espantoso lo que estaba sucediendo. Y al mismo tiempo, parecía que le
estaba sucediendo a otro.
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