La mano - Ediciones en Huida

Anuncio
La mano
Martín Lucía
e-diciones En Huida
Colección L’ebookèrie
Novela
Índice
1. Todas las noches procedían de igual modo
2. La virtud del orgasmo
3. La huida
4. La mano
5. El extremo
6. La luz, de repente
7. La mañana en espera
8. Volver
9. El camarero
10. Entre ceja y ceja
11. Soledad
12. Los domingos son para amanecer en la tarde
13. Tras la puerta
14. La retirada
15. La atalaya
16. La puerta
17. El giro
18. El gesto
19. La mañana
20. Hay días en los que la vida elegía por ti
21. El sonido de la puerta atravesó su pecho
22. Todo es un círculo
23. Tragos medidamente cortos
24. La puerta estaba vacía
25. Sus ojos por entre los charcos
26. Cerrada la puerta
27. El rellano
28. La mirilla
29. El fin del taconeo de sus pasos
30. Un hombre exhausto
31. Pájaros en el pecho
32. Sin solicitud siquiera
33. Era ella
34. Un caos perfectamente organizado
35. Animales de sábado
36. La primera palabra que habían cruzado
37. Como agua desbordada que penetra en las calles
38. Domingos y círculos
39. Más animal aún
40. Un asesino experto
41. Ni duda ni arrepentimiento
42. Una mano acaricia la espalda
43. Un peluche sin tripas
44. Una bañera especialmente descolorida
45. Labor y fatiga
46. Ya nadie trabaja con la formalidad de antes
47. A salvo
48. ¿Abrir?
49. Inténtelo
50. El lapso eterno
51. Agua e icebergs
52. La mano aprieta
53. Perplejidad
54. La sala de espera
55. El sofá
56. Se decidió a hablar
57. La tercera copa
58. El sabor de la tercera copa
59. El reclamo de la puerta
60. El exquisito ilusionista
61. Las puertas
62. El sábado por la noche casi siempre traía buenas cosas
63. Ron con cola
64. Una atención comedida
65. Cavilaciones
66. El billete
67. El camino de vuelta
68. Unos pasos leves que corrían
69. Sentimientos
70. Un raro domingo
71. Flancos débiles
72. Me alegra que estés aquí
73. Banalidades
74. El vaso precipitado
75. En busca de la tersura
76. El domingo en sus labios
77. Un zig-zag
78. Mano que dominaba el mundo
79. Ha sido maravilloso
80. Sé que ha sido maravilloso
81. Sé que sabes que ha sido maravilloso
82. El vuelo de la mano
83. El jueves como luz primera
84. El nuevo protocolo
85. Un boomerang inesperado
86. El sonido de las monedas
87. En elegante desliz por el aire
88. Un sabor amargo
89. Una ciudad durante un apagón
90. Abismos en los pies
91. Desgobierno
92. Una cama y un cuerpo desplomado
93. ¿Vienes a casa a cenar?
94. Dos copas.
95. Un choque
96. El almacén
97. La marcha
98. Una cama y un cuerpo desplomado
99. Un reflejo
100. El reflejo inequívoco
101. Obligándola
102. Una cama y un cuerpo desplomado
103.
104.
105.
106.
107.
108.
Un domingo cualquiera
Una cama y un cuerpo desplomado
El placer como criterio
A la deriva
El alcohol ayuda a pensar
Sobre unas cajas
El autor
Autor de convicciones innegociables, Martín Lucía (Sevilla, 1976), es responsable de
Ediciones En Huida.
Tras su debut con Los desperfectos (Ediciones En Huida, 2009) y la edición de la
plaquette, conmemorativa del primer aniversario del lanzamiento de dicha obra,
Poemario en construcción (Ediciones En Huida, 2011), publica su segundo libro de
poemas AQTC (Ediciones En Huida, 2012), un libro doble, a modo de homenaje los
discos dobles editados en música, y, también, posicionamiento y muestra manifiesta
de su rechazo al inmovilismo y de su compromiso con la honestidad, valor
insobornable que entiende propio del oficio de poeta.
La mano es su primera novela. Obra de ritmo y suspense. Una historia que no te
dejará indiferente.
1. Todas las noches procedían de igual modo
El tener la garganta entre sus manos le parecía lo más semejante a tener el control
del mundo.
Noche tras noche todo transcurría de idéntico modo: se encontraban de madrugada en
aquel bar, tomaban una copa sin compartir confidencias, él salía primero del local
mientras ella lo seguía, caminaban juntos hasta la casa de éste y subían por el
ascensor. Ella esperaba en el ascensor mínimo mientras él abría sigiloso su casa. Una
vez dentro de la austeridad de la vivienda, se dirigían a la habitación, se desnudaban y
comenzaban a besarse animalmente.
Cuando todo parecía ser fin, ella lo reclamaba sádica y se disponía a recibirlo por la
espalda. Él la encontraba al instante y comenzaba casi impasible, pero con un ritmo
casi musical, a dominarla. Poco a poco iba aumentando la fuerza y frecuencia de sus
sacudidas, mientras ella iniciaba la emisión de gemidos repletos de dolor y sangre.
Tras esto, él llevaba su cabeza a la almohada ensordeciendo los gritos guturales.
Entonces, la mano que obligaba a su cuello, tomaba la garganta y comenzaba a
cerrarla con fuerza regulando el aire que entraba y salía de ella, hasta que conseguía
que llegara exhausta y satisfecha al orgasmo.
2. La virtud del orgasmo
En todas las noches ocurría lo mismo: llegados al orgasmo, las respiraciones
descompasadas iban perdiendo virulencia, dando paso al silencio paulatinamente.
La virtud del orgasmo hace que todo lo que fue agitación, tras él, aparezca como
silencio, como la virtud del silencio.
Agotados por el esfuerzo que requiere el clímax, se desplomaban sobre la cama como
animal abatido por una bala certera.
Ninguno hablaba nada. No era necesario ni solicitado. Sólo se dejaban guiar por la
ausencia de palabras. Por la ausencia de gestos, incluso. Porque la práctica del sexo,
del sexo por el sexo, no requiere de complicidades ni de palabras reveladoras. El sexo
sólo necesita de cohabitación, de coincidencia en un mismo punto, y de deseo, de
atracción.
Más allá de aquello, lo demás era considerado por ambos como periférico. Hablar,
tocarse, era distraer el sosiego que acarrea el placer del orgasmo. Era negar una parte
más de éste.
Es por ello que como animales satisfechos procedían, dando el tiempo necesario a su
cuerpo para la recuperación.
Orgasmo, jadeo, respiración agitada, silencio, observación, huida.
3. La huida
El sueño, en el caso de él, sucedía al esfuerzo. Tras aplacarse su respiración, del
mismo modo que lo hace el mar después de haber sido su calma sobresaltada por un
barco, el silencio invitaba al descanso. Cerrar los ojos era sinónimo de hallarlo, de
dormir, de descansar ocho o nueve horas con su necesidad carnal cubierta.
Ella, sin embargo, dejaba que su respiración se normalizara lentamente, que el sudor
de su cuerpo desapareciera, que su sexo perdiera humedad, que sus pezones
recuperaran su color tamizado y tamaño habituales, para incorporarse pausadamente
de la cama, respetando siempre el silencio.
Sin ni siquiera lavarse o refrescarse en el baño, abandonaba la casa en busca del
descanso negado en aquélla que visitaba cada sábado.
Tomaba el estrecho pasillo, apenas sin cuadros ni otros adornos, recorría su breve
tránsito y cerraba sin aspavientos la puerta. Satisfecha y silenciosa partía.
No necesitaba despedirse. Sabía que, una semana después, él estaría en el mismo bar
esperándola, para compartir una copa y proseguir con su estricto protocolo sexual.
“Las palabras sólo tienen aristas”, se decían.
4. La mano
El tacto de la mano en el cuello, su ida y venida por su delicada piel, le excitaba.
Poder decidir si apretaba más o menos era el mayor de los placeres. Notar cómo ella
se excitaba cuanto más apretaba, sentir cómo su bajo vientre era humedecido por el
deseo en aumento de ella en cada sacudida, era el acto sexual más excitante que
jamás había practicado.
Una vez penetrada comenzaba el dominio de él. Ya se había acabado la espera en
ese bar tan oscuro y humeante. En ese local de escasa luz, con decoración que podía
ser de cualquier otro, de música sin alma. Ya había acabado el conformarse con la
espera. Dominada ella por atrás, el eco de su jadeo, sus gritos como truenos en mitad
de la noche, la pulsión reflejada en su garganta y reconocida en su afán por la mano,
como si un corazón acabara de tragarse, le hacían olvidar los minutos de espera en
aquella barra de conversaciones vanas.
Penetrada por atrás, cerrados los ojos, se iniciaba su tiempo. Era entonces el tiempo
de control y dominio. Entonces era él el único que dictaba normas. El único que daba
permisos. El único al que había que obedecer y que sería obedecido.
Apretar y aflojar. Exigir y ceder. Asfixiar y dejar respirar. Dejar respirar y asfixiar.
5. El extremo
Esa noche el sexo era exquisito en su fiereza.
Iban y venían como auténticas bestias uno sobre otro. Ella lo buscaba, lo sometía. Le
llevaba su sexo a la boca. Se subía sobre él en busca del martilleo de su virilidad.
Esa noche todo sexo era poco. Él la buscaba incansable. Hacía de sus piernas líneas
curvas de final incierto. La llevaba a un lado y al contrario. Le susurraba al oído
palabras inconexas que la ensuciaban. Bellas palabras sucias como el sexo sucio y
bello.
Con ansiedad, pero extrañamente recubierto de paciencia, esperó su momento: ella
lo llamó con la mirada, dirigido su cuerpo a la pared y sus ojos a él. De frente a la
pared, con su cuerpo a la espera, jadeante todo.
Él la tomó. La hizo suya. La penetró con sacudidas, con pequeños terremotos que la
recorrían por completo. Y así, entre idas y venidas, esperó paciente hasta que la
excitación sugirió que su mano anidara en su cuello, que era el momento de regular el
aire que la acompañaría en cada uno de los tiempos que él marcaba.
La tomó con sequedad. Y apretó. Apretó hasta que ella comenzó a eyacular palabras
cavernarias, hasta que él eyaculó con violencia. Hasta que ella se desplomó sobre la
cama ya apaciguada como si, de repente, hubiera aumentado su peso.
6. La luz, de repente
El desplome del cuerpo penetrado lo arrastró a la caída. Cayeron ambos como un
avión alcanzado por un proyectil. Uno sobre otro. Pero tal era la fatiga que se apartó
de ella sin más.
La noche era especialmente oscura. El sexo, especialmente satisfactorio. El
cansancio, mayor que otras noches.
Su cuerpo estaba hecho un retal de lo que había sido una hora antes. Era obligatorio,
necesario y aconsejable el descanso. ¿Por qué interrumpir esa atmósfera de placer con
preguntas vanas que, normalmente, sólo conducen al desvelo? Todo podía esperar a
que la luz, de repente, entrara por la ventana a medio cerrar. Porque esa luz, esa
supernova, lo hallaría junto a ella. Pero, una mañana más, lo haría estando él
descansado y satisfecho.
Sería entonces, sin la precipitación que sugeriría el cansancio, el mejor momento para
decidir qué hacer con ella. ¿Dónde llevar su cuerpo? ¿Cómo deshacerse de él? La luz,
de repente, traería las respuestas.
7. La mañana en espera
Encendida la mañana, la luz atravesó la habitación iluminando el cuerpo yacente
en la cama.
Era su primera muerte. Era el primer cuerpo al que le había sustraído el aire. Y con
él, la vida.
Jamás había coqueteado, siquiera, con la idea de matar a nadie. Ni en sus fantasías
más inconfesables.
Tampoco había visto a nadie morir.
Su relación con la muerte se limitaba al fallecimiento de dos parientes cercanos. Nada
más. Sin embargo, la luz que abrazaba la estancia, le traía, además de la claridad
consabida y esperada, la sorpresa de una mujer sin aire y un par de preguntas sin
respuestas. ¿Dónde llevar su cuerpo? ¿Cómo deshacerse de él?
Dos preguntas sin respuestas, por el momento.
Porque, aún, no se interrogaba acerca del porqué lo había hecho ni del porqué no
atisbaba remordimiento alguno de su acto.
La mató en secuencia natural del sexo. En un intento de llegar a un punto que aún no
había alcanzado, de perfeccionar su protocolo de control y dominio. Ese era el final a
un encuentro tan animal. Ese era el final perfecto para ese cruce entre bestias. Y es
por eso que despertaba tras una noche perfecta y sin el rumor de la duda o el
arrepentimiento junto a un cadáver que comenzaba a enfriarse.
8. Volver
El mismo bar. Casi la misma gente. Una semana después, la casa había dejado de
oler a carne, sangre, sosa y amoniaco. Las cañerías habían acogido el cuerpo de su
amante. Ella había quedado reducida a un fuerte olor en retirada y un recuerdo de una
noche de sexo satisfecho.
El reposo en la bañera fue la imagen que decidió tener de ella. A continuación, la
rellenó con una mezcla sopesada de sosa cáustica y amoniaco y comenzó a agitar. Y
agitó hasta que de su cuerpo sólo restó su memoria y una masa informe y gelatinosa
que llenaría de olor y satisfacción toda la vivienda durante horas y días.
Nada quedaría de aquella noche, aparte de eso.
El bar estaba exactamente igual que el último sábado en el que había acudido a su
cita. Los mismos sofás minimalistas e inermes. Las mismas mesas circulares,
preparadas sólo para parejas por sus dimensiones. La luz escasa y turbia. La barra, al
fondo, repleta de taburetes giratorios de metal y asientos de espuma a medio
descarnar.
Siete días después todo seguía igual. El mundo giraba de idéntico modo. Las
personas, seda, almidón y colonia, iban y venían tal y cómo lo hicieron hasta aquella
noche. El ruido sin alma y el humo agotador permanecían en el mismo punto.
Pareciera que nada había cambiado. Pero sólo era una apariencia: ya nada podría ser
igual a como había sido hasta entonces.
Pedir la última copa sería cerrar un círculo. Sería el certero método de
comprobación: pedir una copa demostraría, a todos aquellos que no sabían nada, que
él tenía el control y dominio. Aunque nadie supiera nada, quedaría demostrado.
“¿Lo mismo de siempre, señor?”, le preguntó el camarero. “¿Hoy no espera a su
amiga?”.
9. El camarero
El camarero oyó sin apenas atención la respuesta. Ciertamente, su pregunta no la
esperaba. Los camareros casi nunca lo hacen. Viven sumidos en la costumbre.
Tomó la copa con más parsimonia que de costumbre. La saboreó como si fuera la
última, aunque realmente era la primera. Y disfrutó de ella.
Ya no le esperaba su protocolo de sexo. Pero no le importaba. Porque ya no tenía
que esperar a que ella se girara entre alaridos y olor a sexo para tomar el control y el
dominio. Hacía unos minutos que, definitivamente, era el dueño de todo lo que le
acontecía. Acababa de iniciarse su protocolo de vida: control y dominio.
Pidió una segunda copa y, por primera vez, se giró, la barra a su espalda.
Con poquedad fue tomándola. Deteniéndose entre trago y trago. Observando todo el
mundo propio que en el bar se desarrollaba y que hasta entonces casi ignoraba.
Miró cada una de las mesas circulares. Los sofás que no decían nada. Cada una de
las parejas que se besaban mecánicamente. Cada uno de los chicos que, cercando la
pequeña pista de baile, bebían para animarse a ofrecer sus besos. Y cada una de las
chicas que esperaban pacientes a que la noche les indicaran cuándo marchar.
Una tercera copa le perturbaría. Pero era tal su estado de animación, tal su asombro
ante un mundo que estaba descubriendo y nombrando, que no podía negarse. ¿Cómo
negarse a vivir? ¿Cómo cercenar su nueva vida cuando apenas había nacido?
La tercera copa fue menos pausada. Los tragos eran más largos. Su animación subía
tras cada uno de ellos. El bar ya no era ruidoso ni humeante.
La barra seguía a su espalda. El mundo por él creado, creado por su mano, estaba
frente a sus ojos.
También en frente, una joven miraba atenta cómo sus ojos la habían ido tomando
poco a poco.
Acabada la copa se dirigió adonde ella se encontraba.
10. Entre ceja y ceja
Entre ceja y ceja. Así lo había tenido toda la noche esa mujer.
Sus ojos no dejaron de mirarlo en ningún momento, mientras su boca escondía su
deseo de sexo tras una sonrisa perfilada por unos labios de carne generosa.
Él había tomado tres copas con placidez, mientras la iba mirando esporádicamente en
la comprobación de que esta mujer seguía teniendo su cuerpo entre ceja y ceja.
Sus pechos eran justamente voluptuosos. No eran ni pequeños ni excéntricamente
grandes. Se encontraban en su justa medida, en el modo en el que se hallan las cosas
apetecibles.
Al igual que sus caderas, bellamente proporcionadas.
Mientras se dirigía a ella, la iba desnudando: su ropa caería regida por el caos que
dirige el inicio del sexo, su pelo se alborotaría de un lado a otro como bolsa arrastrada
por el capricho del viento, su respiración comenzaría a perder la tranquilidad de quien
espera la labor del cuerpo del hombre, sus mejillas comenzarían a tomar el color
rosado de la carne deseada y predispuesta, sus pechos endurecerían su perfil...
llevaría sus manos con fluidez a su sexo húmedo y comenzaría a acariciarlo con el
criterio del instinto...
Ella lo estaba esperando en silencio. En el silencio cómplice de la que se sabe
elegida. Con la sonrisa cómplice de la que va a saciar su necesidad de sexo...
Mientras lo esperaba, comprobó sorprendida cómo él pasaba de largo y se alejaba
hacia la salida del bar con una extraña sonrisa entre ceja y ceja.
11. Soledad
El amanecer no fue tan luminoso como siete días atrás. El domingo irrumpía con
lentitud con una bruma inhóspita que solicitaba no salir de la cama. El descanso sí era
idéntico a entonces: también había sido provechoso. Aplacada la necesidad de sexo
desde aquella noche en la que tuvo en su mano el control del mundo, el descanso
también era pleno.
La cara de la mujer de la noche anterior, aquella que quiso encerrar sus ojos entre
ceja y ceja y acabar con su nuevo protocolo de vida, ya se había difuminado. Así son
los domingos: amanecen y acaban con el runrún del sábado.
Sólo le ataba a ella el recuerdo de su victoria, su marcha triunfal por el pasillo que
llevaba, a unos a la calle, a él, a la satisfacción que proporciona el control y el
dominio.
La casa, favorecida por sus reducidas dimensiones, seguía oliendo, aunque cada vez
menos, a carne, sangre, sosa y amoniaco. El olor era fuerte y ocupaba el pequeño
cuarto de baño, la salita, la habitación. La cocina alargada, incluso. No obstante, no
podía eliminar la memoria del aroma a sexo agotado que desprendía el cuerpo inerme
y seco de aquella mujer a su lado la noche en la que sometió la vida a su juicio,
capricho y voluntad.
Un toc-toc seco y prudente en la puerta de entrada a su casa, le obligó a levantarse de
la cama.
Descargar