Cirongilio de Tracia» de Bernardo de Vargas

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Javier R. González, Cirongilio de Tracia, de Bernardo de Vargas (2000)
INTRODUCCIÓN
LOS QUATRO LIBROS del valeroso Cavallero Don Cirongilio de Tracia vieron la luz el 17 de
diciembre de 1545 en Sevilla, en los talleres de Jácome Cromberger; se trata de la única
edición que mereció la obra, acerca de cuyo autor, Bernardo de Vargas, nada se conoce. Es
el Cirongilio un característico libro de caballerías de mediados del siglo XVI (Green, 1974),
que respeta por una parte, en lo general, el modelo canónico impuesto por el Amadís de
Gaula y por su continuación Las sergas de Esplandián a principios de la centuria, pero que por
otra parte también desdibuja, modifica e innova dicho modelo, haciéndose cargo de otras
influencias, enriqueciendo el seminal paradigma amadisiano con los aportes de otras obras
posteriores y acogiendo ideas y situaciones más acordes con otros tiempos y con otra
situación histórico–cultural (Orduna, 1990; 1992). Encontramos ya en la organización
estructural de la materia novelada esta particular situación a la vez de respeto y transgresión
del modelo amadisiano; en sus grandes líneas, la estructura del Cirongilio se acomoda al
esquema bipartito impuesto por el Amadís: una primera parte de carácter más individual, en
la que el caballero afirma su personalidad mediante la adqusición de un nombre, la
recuperación de su linaje, la realización de hazañas que lo cualifican como héroe y el
establecimiento de un vínculo amoroso, y una segunda parte donde el caballero actúa no ya
como aventurero solitario sino como jefe de ejércitos, y donde su actividad se centra no ya
en la hazaña individual sino en la conducción victoriosa de vastas guerras entre imperios o
entre religiones; si la primera parte acababa con el matrimonio secreto del protagonista, la
segunda lo hace con sus bodas públicas (Curto Herrero, 1976). Ambas partes del esquema
están presentes en el Cirongilio, pero sus dimensiones son asimétricas: no ya dos libros más
dos libros, como en el Amadís, sino tres libros más un libro; el mayor peso de la historia
recae entonces en la esfera de lo individual, la que, al aparecer así privilegiada e
incrementada, dilata los límites y los plazos de cada uno de sus componentes: el libro
primero transcurre sin el menor atisbo de anécdota amorosa, la anagnórisis del héroe y la
recuperación de su linaje se producen sólo a principios del libro cuarto, y el matrimonio
secreto no ocurre sino transcurridos diecisiete capítulos de este mismo libro. Así como
adelantan el Amadís y el Palmerín de Olivia elementos que apuntan a sus correspondientes
continuaciones, las Sergas y el Primaleón, también el Cirongilio deja una buena cantidad de
cabos sueltos y de unidades narrativas abiertas en espera de la prometida continuación
centrada en la figura de Crisócalo, hijo del héroe; pero el caso es que esta continuación
nunca llegó a escribirse y las aventuras no resueltas o las profecías no verificadas de nuestro
texto acaban percibiéndose como promesas incumplidas, como verdaderas defraudaciones
narrativas. Las grandes batallas colectivas del final, por su parte, no responden, como en el
Amadís, a la anécdota central de la historia –la oposición entre caballería y monarquía en el
caso amadisiano–, sino a un enfrentamiento entre cristianos y turcos que en el contexto de
lo narrado aparece como lateral y casi circunstancial.
En efecto, y en relación con la guerra contra los turcos, bien podría pensarse en una
cruzada inspirada en aquella caballería pro fide instaurada por Esplandián (Green, 1974;
1977), pero el clima del Cirongilio es, nos parece, muy otro; a diferencia del auténtico
espíritu cruzado de las Sergas, lo que tenemos en nuestro texto es un compromiso tibio y
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formal, una apologética cristiana ingenua y un proselitismo estereotípico, esclerosado; las
conversiones al cristianismo resultan inmotivadas y repentinas en todos aquellos paganos
«buenos», y la idea de una cruzada se define casi sobre el final de la obra como
consecuencia de una dudosa ofensa recibida por el hijo del Gran Turco de parte del
emperador romano. La guerra entre el Islam y la Cristiandad que se nos narra en la obra,
por lo demás, no responde al patrón habitual instaurado por las Sergas o el Tirante –los
turcos atacan al oriente griego y el occidente romano acude en su defensa–, ni sigue
tampoco la original solución del Primaleón –la guerra y la victoria turca son profetizadas,
pero diferidas y escamoteadas, no incluidas en la narración ficcional–; lo que tenemos aquí
es un Gran Turco que ya no ataca al oriente griego sino al occidente romano; Roma pasa
así de ser ayudadora a ser víctima directa, y es Grecia la que acude en defensa de Roma; lo
curioso es que lo hace sólo a través de sus comarcas periféricas –Macedonia, Tracia,
Tesalia, Arcadia–, pero su centro y cabeza, Constantinopla, sorprendentemente se ausenta;
su emperador queda expresamente excusado de intervenir, y sin moverse de su solio ni
siquiera considera enviar tropas y se limita a observar los acontecimientos y a esperar
noticias. Quizás el recuerdo histórico del desastre de 1453 haya operado como inhibidor
para la participación en la guerra de una Constantinopla que en la realidad resultó ineficaz y
débil; quizás la elección de Roma como víctima de la expansión turca haya tenido que ver
con las nuevas circunstancias de mediados del siglo XVI, en que la amenaza de la media
luna se cernía no ya sobre un oriente definitivamente perdido sino sobre un occidente
temeroso y en cierta medida vulnerable. De todos modos, la generosidad con que
Cirongilio acude en socorro de su rival Posidonio, la caracterización de este emperador de
Roma como fatuo y soberbio, el rapto–rescate de la enamorada del héroe a los romanos,
son elementos que remiten en forma directa al Amadís.
El elemento mágico–maravilloso también nos marca una continuidad y a la vez una
ruptura respecto del paradigma; como en las obras fundacionales, abundan los episodios de
magia, las pruebas maravillosas, los encantamientos y los portentos, pero muchas veces
todas estas cosas resultan afuncionales en el Cirongilio, a causa de la recurrencia e
indiscriminada reiteración de los motivos tópicos, y de una exageración y desmesura en su
construcción que acaban por producir una verdadera hipertrofia por acumulación. Pese a
esto se vislumbra, aun detrás de su presentación descontrolada, un manejo acertado y se
diría consciente de los símbolos tradicionales, como se echa de ver en los episodios del
desencantamiento de la isla de Ircania, de la Casa del Amor y de la Aventura de la
Tremenda Roca. En cuanto al elemento profético, es éste abundante e importante en el
Cirongilio, que incluye a una sabia maga y pitonisa –Palingea– que va guiando al héroe con
sus anuncios oscuros, cargados de alegorías intrincadas –a menudo animalísticas– cuyo
significado se aclara al final, una vez verificados los vaticinios en los hechos, y cuya
referencia apunta también, en no pequeña medida, a una planeada continuación de la obra;
esta continuación, como queda dicho, no llegó a concretarse, y por lo tanto las profecías
que apuntan a ella constituyen otros tantos casos de líneas de acción abiertas y no
satisfechas por la narración.
Como cabe esperar, los personajes son planos, estereotipados, de una sola pieza; los
gigantes son siempre soberbios y malvados –con la excepción de Epaminón, el buen jayán
que cría a Cirongilio–, los caballeros de la esfera del héroe siempre resultan cabales
paradigmas de virtud, los paganos con algún atisbo de bondad acaban indefectiblemente
convirtiéndose al cristianismo, las doncellas de la corte son puntualmente bellas y discretas,
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Javier R. González, Cirongilio de Tracia, de Bernardo de Vargas (2000)
y el caballero epónimo compendia en su preciosa persona la suma de virtudes cristianas,
guerreras, corteses y civiles. Hay empero en Cirongilio algunos momentos que contribuyen
a matizar su personalidad y a enriquecer su retrato con rasgos más esféricos; por ejemplo, el
desopilante episodio en que Nagares y otros caballeros entran, sin el menor atisbo de
intenciones aviesas, en la cámara en que duerme el héroe, y éste, en un acto atolondrado e
irreflexivo al mejor estilo quijotesco, interpreta la visita como una traición y ataca a sus
visitantes a mandoble limpio, desatando una cómica y enredada batahola en que todos dan
golpes a todos y que no deja de suscitar el recuerdo de la venta manchega, de Don Quijote
con Maritornes y el arriero y del ataque nocturno a los cueros de vino. Este sabroso
momento no es el único interludio humorístico de la obra, por cierto, ni tampoco el único
fragmento que apunta al Quijote; ya se ha señalado (Eisenberg, 1982; Río Nogueras, 1991b)
la posible influencia que sobre la novela de Cervantes pudieron ejercer el personaje y los
episodios del caballero Metabólico, andante burlador afecto a las bromas pesadas que
resulta al cabo burlado y escarnecido, jocosamente, por algunas de sus víctimas.
Todos o casi todos los tópicos caballerescos se hallan presentes en nuestra obra: el
héroe nace en circunstancias desfavorables que posibilitan un rapto y posterior alejamiento
de su familia, que habrá de recuperar, como se dijo, muy avanzado el relato; viene al
mundo, además, provisto de unas marcas de nacimiento que facilitarán la posterior
anagnórisis; es armado caballero por el padre de su futura esposa, y se casa con ésta
recurriendo al siempre listo expediente del matrimonio secreto, que en este caso es además
in absentia y mediante poder conferido a un representante; abundan los combates contra
gigantes desmesurados, soberbios y asimilados explícitamente al diablo; son también
abundantes las pruebas mágicas e iniciáticas que cualifican al héroe para diversos
cometidos; la anécdota amorosa se desarrolla según los habituales cánones corteses del
secreto, el servicio y la postergación del deseo; los caballeros parten a la aventura por los
caminos y por el mar, se encuentran, desencuentran y buscan, y cuando convergen en la
corte constantinopolitana se entregan a diversiones tales como torneos, fiestas cortesanas y
juegos de motes (Río Nogueras, 1991a; 1993). A estos elementos característicos se suma
otro menos habitual, y que hubiera agradado sobremanera al ventero que dio orden de
caballería a Don Quijote: a diferencia del de la Mancha, del de Gaula y de casi todos,
Cirongilio y sus amigos llevan dinero, pagan por algunos de los servicios que requieren en
sus correrías y aun sobornan si se da el caso (II, 11; III, 14; III, 16). Pero además, la obra
suma a los motivos propios del género caballeresco otros provenientes de la novela
sentimental, como las cartas –abundantísimas y de todo tipo, si bien predominan las de
amor–, la intercalación de piezas líricas muy conceptistas y muy del tono de los
cancioneros, la demorada exposición alegórica de la Casa del Amor, la preferencia por
extensos discursos de intrincada retórica que traban y demoran la acción (Blay Manzanera,
1998). Este último elemento es tal vez el que primeramente impacta como propio de la
obra en el lector; ya Thomas (1952) ironizaba sobre lo sobrecargado e imposible de la
lengua del Cirongilio, afecta a un léxico latinizante, a una sintaxis enredada y descarriada, a
períodos sin resolución, a imágenes hiperbólicas, a comparaciones desmesuradas, a
descripciones de amaneceres, de tempestades y de batallas que navegan entre la dimensión
cósmica y el acertijo mitológico, a juegos conceptistas de aquellos que parodiaba Cervantes
–el autor se regodea especialmente en la anadiplosis, artificio recurrente en sus discursos y
poesías insertas–; una lengua, en fin, tan presuntuosa –el autor, o su editor, llega a escribir
en el colofón que «tan elegante estilo [...] a la latina [lengua] ciceroniana podemos dezir que
haze ventaja»– cuanto inficionada aquí y allá de vulgarismos quizá debidos a la impericia de
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Javier R. González, Cirongilio de Tracia, de Bernardo de Vargas (2000)
los cajistas sevillanos –ocurrencias de seseo y, en menor medida, de ceceo, indebida
sonorización de oclusivas sordas–.
Por su lengua y su estilo hecho de hipérboles y desmesura, por la reiteración exagerada
de motivos y situaciones narrativas, por la ausencia de un tema central que posibilite una
más sólida cohesión argumental, por la hipertrofia y afuncionalidad de algunos de los clisés
del género, por la visión simplista e inmotivada del compromiso cristiano, el Cirongilio de
Tracia debe estudiarse como un producto paradigmático de la etapa epigonal o de
agotamiento de la especie narrativa caballeresca; sus méritos literarios no alcanzan, por
cierto, las alturas del Amadís, del Tirante o aun del Palmerín–Primaleón, pero sus mejores
momentos no carecen de interés, y sus mismas deficiencias nos ilustran provechosamente
acerca del estado de salud de un género que comenzaba a dar muestras de cansancio.
Javier Roberto González
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Argentina)
Universidad Católica Argentina
© Centro de Estudios Cervantinos
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