El demonio ingenuo

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El demonio ingenuo
Escrito por ga=Antón-Chejov
—¿Para qué las leía, si son aburridas?
—Así se acostumbra... Y, además, no se puede sin eso... Las cartas son diversas... Uno firma
«teniente fulano de tal» y, bajo ese teniente Lassalle, hay que entender Spinoza o... Bueno...
después ingresé a la protección del jefe de bomberos... ¡También un cargo terrible! A cada rato
un incendio... Te sientas, pasas a almorzar o a jugar al wint, un incendio. Te acuestas a dormir,
un incendio. Ydígnate, pues, a ir al incendio; si ya se sabe, por la historia natural, que a los
caballos públicos no se les puede alimentar con avena. Una vez mandé alimentar a los
caballos con avena, ¿y qué cree? El inspector se asombró tanto, que a mí hasta me dio
vergüenza... Lo dejé...
Hay en la tierra, ma chère, gente que vela porque el prójimo no tenga en la cabeza ni en los
bolsillos nada de más. De jefe de bomberos a ese cargo, a la mano. Ingresé. Todo mi servicio,
en las primeras instancias, estribaba en que yo recibía la «gratitud» de la gente... Al principio,
eso me gustaba terriblemente... En nuestro siglo práctico, sentimientos como la gratitud pueden
no gustarle sólo a las piedras y deben ser alentados... Pero después me desilusioné por
completo. La gente está terriblemente maleada... Agradece con cupones del año 1889, y hasta
pone en curso cupones falsos. Y además de eso, agradece; y ella misma, en los ojos, no
expresa ningún sentimiento agradable... ¡Trivial! De ese cargo, a la pedagogía, a la mano.
Ingresé a la pedagogía. Al principio tuve suerte, y hasta el director me estrechó la mano varias
veces. Le gustaba terriblemente mi cara estúpida. Pero, ¡ay!, una vez leí en
El Heraldo de Europa
un artículo sobre el perjuicio de la deforestación y sentí que me remordía la conciencia, a mí. Y
antes, hablando con franqueza, me daba lástima utilizar nuestro querido verde abedul para
fines tan bajos como la pedagogía.
Le expresé al director mi duda y la expresión estúpida de mi cara fue calificada de falsa. Yo,
¡uf!, después ingresé a los doctores. Al principio tuve suerte. Las difterias, ¿sabe?, los tifus...
Aunque no aumenté el por ciento de mortandad, de todas for-mas fui notable. En ascenso, me
nombraron médico de la Casa Cuna de Moscú. Aquí, además de las recetas y la visita a los
pabellones, me exigían reverencias, inclinaciones y el saber via-jar en trasera con dignidad... El
doctor mayor, Soloviov, ese mismo que en Odesa, en un congreso, se sentía en el empíreo,
me exigía, incluso, que le hiciera ojitos. Cuando le dije que las reverencias y los ojitos no se
enseñan en la Facultad de Medicina, me consideraron un librepensador que no respeta el
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linaje...
Tras una fracasada doctoría, me dediqué al comercio. Abrí una panadería y empecé a hornear
panes. ¡Pero, ma chère, en la tierra hay tantos insectos, que es simplemente un horror!
Cualquier bollo que rompía, en cada uno había una cucaracha o un renacuajo.
—¡Ah, basta de decir disparates! —exclamó la sirenita, perdiendo la paciencia—. ¿Quién
diablos le pidió a un imbécil ingresar de jefe de bomberos y hornear panes? ¿Es posible que un
cerdo como usted no pudo encontrar en la tierra algo más inteligente y elevado? ¿Acaso la
gente no tiene ciencias, literatura?
—Yo, ¿sabe?, quería ingresar a la universidad, pero un recaudador de accisas me dijo que ahí
son todo desórdenes... ¡Fui y literato... los diablos me arrastraron a esa literatura! Escribía bien
y hasta brindaba esperanza pero, ma chère, en las cárceles hace tanto frío y hay tantas
chinches, que hasta en el recuerdo el aire huele a chinches. Con la literatura terminé... Morí en
el hospital, el fondo literario me enterró por su cuenta. Los reporteros de diez rublos tomaron
vodka en mis funerales. ¡Querida mía! ¡No me envíe de nuevo a la gente! ¡Le aseguro que no
soportaré esa prueba!
—¡Esto es horrible! ¡Me da lástima usted, pero eche una mirada al río! ¡Su cara se hizo más
estúpida que antes! ¡No, vaya de nuevo! ¡Dedíquese a las ciencias, a las artes... viaje!
Finalmente, ¿no quiere eso? ¡Bueno, váyase así y siga ese consejo que le dio el jurista!
El demonio empezó a suplicar... ¡y qué no dijo para librarse del ingrato viaje! Dijo que no tiene
pasaporte, que está en observación, que, ante el curso actual, es penoso hacer cualquier viaje
que sea, pero nada ayudó... La sirenita se salió con la suya y el demonio está de nuevo entre la
gente. Él ahora sirve, sirvió ya hasta de consejero civil, pero la expresión de su cara no cambió
nada: ésta, como antes, es estúpida.
El día que Chejov dejó de ser médico
Se cuenta que un día, Antón Chejov dio una receta a un enfermo,
pero después de que éste se retiró recordó que en uno de los
ingredientes no había puesto la coma y en vez de 3,5 decía 35
gramos. Horrorizado, corrió a la farmacia, donde el farmacéutico,
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al darse cuenta del error, había preparado la medicina con la dosis
correcta. Poco tiempo después, una familia entera en la que todos
sus miembros eran pacientes suyos, enfermó de tifus, y la madre
y una de las niñas murieron sin que Chéjov pudiera hacer nada
por salvarlos. Impresionado por ambas cosas, al llegar a su casa
quitó de la puerta el cartel de «médico-cirujano» y se retiró del
ejercicio de la medicina.
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