el significado de la salvación y la actividad misionera

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YVES M. J. CONGAR
EL SIGNIFICADO DE LA SALVACIÓN Y LA
ACTIVIDAD MISIONERA
La significátion du salut et factivité missionnaire, Parole et Mission, 36 (1967) 67-83.
"Dios, por los caminos que Él sabe, puede conducir a la fe... a (los) hombres que sin
culpa propia desconocen el Evangelio" (Ad gentes, n. 7,1). La persuasión de esta verdad
ha evitado a la iglesia, durante los primeros siglos y la Edad Media, la inquietud
provocada más tarde por la convicción de que la salvación eterna de los hombres
dependía absolutamente de su conversión y del bautismo. Llevar la luz y la salvación a
todos los que estaban en el error y a las almas que se perdían, ha sido, durante siglos, la
motivación principal de aquellos que iban a las misiones.
En la Maximum illud encontramos todavía un eco de esta mentalidad, al enunciar en
estos términos la finalidad de la acción misionera: "abrir el camino del cielo a aquellos
que corren hacia la perdición".
El n. 7 del Ad gentes, sobre las razones y la necesidad de la actividad misionera, en el
texto sometido a la discusión de los Padres en septiembre de 1965, comenzaba con la
afirmación antes citada, precedida por estas palabras: "El motivo de esta actividad
misionera no procede solamente de la salvación eterna que debe proporcionarse a cada
uno de los hombres a evangelizar". Esta afirmación, en si misma innegable, ha sido
centro de vivas críticas en el aula conciliar, supuesto que daba como central una idea
que podía relativizar la necesidad de las misiones: la salvación de los hombres dejaba de
ser el "único" motivo de la empresa misionera, y la evangelización no tenía el carácter
de un medio indispensable para la salvación de los hombres tomados individualmente.
Los Padres querían que la necesidad de entrar en la Iglesia y la de la actividad misionera
fueran afirmadas en términos absolutos. Fue lo que se hizo en la redacción definitiva. Se
afirma que esta necesidad procede de la voluntad de Dios: por una parte, de la voluntad
universal de salvación, que realizó constituyendo a Jesucristo como único Mediador y
Salvador de los hombres; por otra, de la institución de Cristo que, declarando la
necesidad del bautismo, confirmó la necesidad de entrar en la Iglesia, cuya puerta es el
bautismo. Esta formulación está sacada de la Constitución Lumen Gentium (n. 14). Pero
notemos que el modo como se expresa acerca de la entrada explícita en la Iglesia como
condición de salvación personal, restringe mucho su alcance: se declaran excluidos de la
salvación los hombres "que, sabiendo que la Iglesia Católica fue instituida por Dios a
través de Jesucristo como necesaria, se negasen, sin embargo, a entrar o perseverar en
ella". No hay duda de que esta formulación parece restringir mucho el número de
aquellos que expresamente se declaran excluidos de la salvación. Incluso nos parece
extraño que tal hipótesis pueda ser real.
La vida está llena de inconsecuencias. Esta hipótesis apareció públicamente en el caso
del P. Feeney. Defendió que el axioma "Fuera de la Iglesia no hay salvación" debía ser
interpretado en el sentido de que aquellos que no pertenecen a la Iglesia católica romana
serían condenados. Habiéndosele ordenado que se retractara de esta afirmación, rehusó
categóricamente, y fue excomulgado el 13 de febrero de 1953. Se hizo excluir de la
Iglesia por continuar pretendiendo que aquellos que expresamente no forman parte de
ella serán condenados. El Santo Oficio, en carta al cardenal Cushing, exponiendo los
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motivos de la condenación del P. Feeney, dio una enseñanza positiva autorizada sobre
esta doctrina. Traduce el contenido de la conciencia católica en su actual estado de
desarrollo, y es imprescindible para que se pueda pensar la cuestión de la necesidad de
las misiones para la salvación de los hombres.
Realidad y signo
El núcleo de esta enseñanza es la distinción entre lo que es necesario en virtud de su
misma naturaleza y lo que es necesario por institución positiva. Es absolutamente
imposible ser salvado sin tener caridad y, por tanto, la fe sobrenatural: ambas forman la
substancia del lazo de comunión con Dios. El conocimiento explícito de Jesucristo, el
reconocimiento explícito de la Iglesia y la entrada expresa en ella son condiciones
ligadas a la institución positiva de Dios. Jesucristo y la Iglesia son la forma histórica y
positiva que toma la voluntad salvifica universal de Dios: son medios necesarios para la
salvación, en virtud del querer positivo por el cual Dios dispuso la historia de la
salvación.
La fe y la caridad por una parte, el conocimiento de Jesucristo y la entrada en la Iglesia
por otra, están un poco en la misma relación de aquello que en teología se llama res y
sacramentum, realidad y signo. Normalmente, se obtiene la res por el medio instituido o
sacramentum, y éste, también normalmente, produce la realidad de gracia para la cual
fue instituido. Pero puesto que la relación de comunión que Dios quiere establecer con
nosotros se fundamenta en nuestra voluntad libre y en nuestras disposiciones profundas,
es posible un desfasamiento entre el medio instituido y el fruto espiritual. "Muchos
parecen estar dentro y están fuera, otros parecen estar fuera, y en (la) verdad están
dentro" (San Agustín).
El documento del Santo Oficio precisa lo que por su misma naturaleza es necesario,
debe existir o ser poseído realmente: la salvación no es posible para el que no tiene
realmente la fe y la caridad infusas. Pero, en virtud de una libre y positiva disposición
de Dios, basta que se posean por un deseo, que puede incluso ser inconsciente e
implícito. Uno podría estar en ignorancia no culpable de Cristo y de su Iglesia y podría
estar unido a ellos por un deseo que está "incluido en la buena disposición de alma por
la cual se desea conformar la propia voluntad a la de Dios". En cuanto al conocimiento
necesario de Dios para que pueda haber fe infusa y, por tanto, caridad, ni los teólogos
son unánimes, ni los textos del magisterio de la Iglesia son muy explícitos; la Lumen
gentium dice solamente: "La divina Providencia tampoco niega los auxilios necesarios
para la salvación a quienes sin culpa no han llegado todavía a un conocimiento expreso
de Dios y se esfuerzan en llevar una vida recta, no sin la gracia de Dios" (n. 16). Una
cosa queda clara: puesto que no hay salvación sin fe infusa y Dios quiere la salvación de
todos los hombres, el acto de fe es realmente posible para todos los hombres.
De todos modos, el sentido hoy admitido del axioma "Fuera de la Iglesia no hay
salvación", obliga a revisar la motivación de la necesidad de la actividad misionera a
partir de la necesidad de conocer expresamente a Jesucristo y entrar efectivamente en la
Iglesia católica para ser salvado. Los. hombres, los individuos, se pueden salvar sin
esto. Y con todo, ésta era una de las razones que llevó al P. Charles a definir la finalidad
específica de la actividad misionera por la implantación de la Iglesia.
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El axioma "fuera de la Iglesia" significa que la Iglesia católica es la única legítimamente
establecida para ser, para el mundo entero y hasta al fin de los tiempos, el sacramento
universal de salvación. Es la forma histórica del designio por el cual "Dios quiere que
todos los hombres sean salvados y lleguen al conocimiento de la verdad" (1 Tim 2,4).
La Iglesia-sacramento universal de salvación debe ser comprendida dentro del
dinamismo que evocan, en su comienzo, el decreto Ad gentes y la constitución Lumen
gentium. La Iglesia, pueblo de Dios e institución, es la forma histórica y el término
completo (es decir, la comunión con Dios comenzada ya invisiblemente en el mundo)
del gran dinamismo que funda la historia de salvación y que, a partir del designio del
Padre, se opera por la misión del Hijo y del Espíritu Santo. Por esta razón, el Ad gentes
(n. 5) da esta definición, en la cual se podrían hallar las cuatro causas clásicas: "La
misión de la Iglesia se lleva a cabo por la actividad con la que, obediente al mandato de
Cristo y movida por la gracia y caridad del Espíritu Santo, se hace presente en acto
pleno a todos los hombres o pueblos, para llevarlos, con el ejemplo de su vida y la
predicación, con los' sacramentos y los demás medios de gracia, a la fe, la libertad y la
paz de Cristo, de suerte que se les descubra el camino libre y seguro para participar
plenamente en el misterio de Cristo".
Existe ya Iglesia antes de la Iglesia, una Iglesia en tendencia, precisamente la Iglesia
que corresponde a la suma de salvaciones individuales o de sus preparaciones, en tanto
que se operan fuera de la adhesión explícita y total a la institución positiva de salvación
que son Jesucristo y su Iglesia. Pero "este propósito universal de Dios en pro de la
salvación del género humano no se realiza solamente de un modo como secreto en el
alma de los hombres, o por los esfuerzos, incluso de tipo religioso, con los que los
hombres buscan de muchas maneras a Dios..." (Ad G. n. 3).
"Toda posesión crea responsabilidades", era ya un principio del derecho romano.
Evangelizar es una necesidad para nosotros, para la Iglesia, que se sabe medio querido
por Dios, para realizar su voluntad universal de salvación.
Hacer de la humanidad un pueblo de Dios
El decreto Ad gentes, al decirnos que los miembros de la Iglesia son impulsados por la
caridad a la actividad misionera, refuerza su afirmación evocando precisamente el
dinamismo vital por el cual el Cuerpo místico no cesa de unificar y orientar sus fuerzas
en orden a su propio crecimiento. El texto añade:
"Gracias a esta actividad misionera, Dios es glorificado plenamente desde el momento
en que los hombres reciben plena y conscientemente la obra salvadora de Dios, que
completó en Cristo. Así, por ella se cumple el propósito de Dios, al que Cristo obediente
y amorosamente sirvió para gloria del Padre, que le envió, a fin de que todo el género
humano forme un único pueblo de Dios, se una en un único cuerpo de Cristo y se
codifique en un único templo del Espíritu Santo; lo cual, por reflejar la concordia
fraterna, responde al íntimo deseo de toda la humanidad. Así, finalmente, se cumple en
realidad el designio del Creador, quien creó al hombre a su imagen y semejanza, pues
todos los que participan de la naturaleza humana, regenerados en Cristo por el Espíritu
Santo, contemplando unánimemente la gloria de Dios, podrán decir: "Padre nuestro".
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La no-condenación de un determinado número de hombres, por grande que sea, sobre la
base de la buena disposición del alma de que habla el Sto. Oficio pero en la ignorancia
de Cristo y de su Iglesia, no es la salvación querida por el designio de gracia de Dios.
"Fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin
conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en
verdad y le sirviera santamente" (G n. 9). En distintos pasajes, los decretos conciliares
formulan de este modo el término del designio salvífico de Dios: hacer de la humanidad
un pueblo de Dios, el cuerpo de Cristo, el templo del Espíritu Santo. Esta salvación se
refiere a la humanidad como un todo, no solamente a los individuos aislados, sin que
por ello todos los individuos hayan de ser salvados. En esta perspectiva, precisamente
en la que Dios quiere hallar su gloria, la actividad misionera es necesaria y de modo
absoluto: es el medio de realizar el designio de salvación que es la voluntad de Dios.
El n. 13 de la Lumen gentium nos da una teología de la catolicidad poniendo de relieve
la unidad del principio y del fin de la humanidad: "para así cumplir el designio de la
voluntad de Dios, quien en un principio creó una sola naturaleza humana, y determinó
luego congregar a sus hijos, que estaban dispersos". La unidad del principio es dada en
la creación natural, donde el monoteísmo bíblico se refleja en la unidad de origen de la
humanidad, ab uno. La unidad del final será la del Reino de Dios, caracterizada por el
hecho de que la naturaleza misma vuelve a ser tomada bajo la gracia del Espíritu de
Dios, principio de nuestra filiación divina adoptiva. Por eso, toda la creación espera la
revelación del Hijo de Dios (Rom 8,19-23). No la esperaría si la naturaleza no tuviera
en sí misma un deseo de perfección que, sin exigir nuestra elevación sobrenatural -que
procede de la libre gracia de Dios-, encontrase en ella eso mismo que deseaba
confusamente, y todavía más.
El Vaticano II, sin confundir el plan de la naturaleza y el de la gracia, ultrapasó el
extrinsecismo de ciertas concepciones de su distinción. Los n 2 y 7 del Ad gentes y toda
la primera parte de la Gaudium et spes son incomprensibles si no admitimos que la
gracia aporta su perfección a la naturaleza más allá de sus posibilidades activas, pero en
la línea de lo que ella es y de lo que pide. Esto permite al texto del n. 7 ver realizado el
designio creador cuando la unidad de la humanidad sea unidad de los hijos de Dios, un
cuerpo único de Cristo, un solo templo del Espíritu Santo, y cuando todos los hombres
puedan decir unánimemente "Padre nuestro". En el plan de Dios el fin estaba previsto
desde el comienzo.
Todo lo que acabamos de decir va directamente a clarificar la noción misma de
salvación, que muchas veces está todavía envuelta del extrinsecismo y dualismo de
separación que hemos visto a propósito de la relación entre natural y sobrenatural. Para
muchos, la salvación es una especie de salvamento en el que algunos se libran de una
catástrofe general, como náufragos de un barco perdido: la salvación no es un
salvamento por extracción de un mundo destinado a perderse, salus e mundo; es una
curación del mundo, salus mundi. Es toda la creación la que es salvada. No quiere esto
decir que esta salvación sea un triunfo en una subida continua en la línea- de un
progreso feliz. Se trata de hacer llegar el mundo a aquello a que fue destinado desde la
creación y que Dios decidió realizar por la misión de su Hijo, de su Espíritu, por la
misión de la Iglesia...
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La función de las misiones
El número 6 del Ad gentes define la actividad misionera como el ejercicio y ejecución
de la Misión de la Iglesia especificada por condicionamientos determinados, como son
los de una situación en la que el Evangelio no ha sido todavía anunciado o no lo ha sido
de modo que produjera su efecto, o una situación de inmadurez. De este modo, la
finalidad de las misione s es la finalidad de la Iglesia misma.
Por ello, la misión de la Iglesia no es puramente "espiritual" o cultual: atañe a lo
temporal de cara a su consumación escatológica. La misión de la Iglesia es introducir en
la historia la dimensión de historia de salvación, es transformar la humanidad en reino
de Dios, conforme a su designio positivo e histórico de salvación. Dejando que la
historia se realice dentro de su trama temporal, donde las cosas temporales, en su plan,
permanecen autónomas, la Iglesia debe penetrar la civilización por el espíritu del
Evangelio, orientándola hacia su plenitud en Cristo. su salvación.
Este ha sido el trabajo de las misiones, que se presenta hoy en condiciones nuevas de
amplitud y urgencia. Es un hecho que la actividad misionera de la Iglesia tiene su punto
de partida en los países de la antigua cristiandad, que son a la vez los países ricos, y se
ejerce en los países en vías de desarrollo. Los problemas del hambre, del desarrollo, de
las necesarias transformaciones económicas a nivel mundial, el problema de la paz, son
de una intensidad y urgencia dramáticas. "El nuevo nombre de la paz es "desarrollo"",
ha dicho Pablo VI.
El Vaticano II pidió la creación de un Secretariado "encargado de estimular a la
comunidad católica para promover el desarrollo de las regiones pobres y la justicia
social entre las naciones" (Gaudium et spes, n. 90,3). La comisión "Iglesia y Sociedad"
del Consejo ecuménico de las Iglesias, en la conferencia de julio de 1966, trató también
con gran agudeza de estos problemas. En distintos pasajes, los documentos conciliares
insisten en que los católicos deben entrar en una colaboración efectiva con todos los
"hombres de buena voluntad" y en particular con los organismos internacionales que
tienen por fin procurar la paz, el desarrollo, la cultura, la justicia social. Por otra parte,
Ad gentes y Unitatis redintegratio, preconizan una colaboración ecuménica en el terreno
misionero. Tal colaboración no siempre es fácil de instituir en el plan de la
evangelización propiamente dicha. Y en el plan de la actividad social e internacional
tampoco es demasiado cómoda. Y es en este último punto; precisamente, donde nos
parece que las circunstancias la exigen de modo apremiante. ¿Por qué el Secretariado
para promover el desarrollo de las regiones pobres y la justicia social entre las naciones
no podría incluir en sus estatutos la cooperación con el organismo correspondiente del
Consejo ecuménico de las Iglesias?
El desafío de los pobres
El movimiento ecuménico siguió simultáneamente desde el comienzo la línea del
diálogo sobre las cuestiones doctrinales (Faith and Order) y la de la cooperación
práctica en el campo social (Life and Work). Cada vez reconozco más el valor del
segundo camino, el de una diaconía de conjunto al servicio del mundo y, sobre todo, de
los pobres. Durante el segundo período del Concilio, el P. Paul Gauthier decía a un
observador protestante: "¿Y si nosotros nos pusiéramos juntos al servicio de los
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pobres?". El observador contestó: "¡Esa sería la auténtica reforma!" El Concilio tocó las
cuestiones dramáticas del mundo actual: población, verdadera democracia, cultura,
trabajo, propiedad y distribución de los bienes, paz y armamentos...; suscitó la creación
de un Secretariado para el hambre en el mundo y el desarrollo de los pueblos pobres. En
la conferencia, de julio de 1966, en Ginebra, a la que antes nos hemos referido, fueron
expuestos con verdadera violencia estos mismos problemas y se formularon las mismas
orientaciones. Dos terceras partes de los participantes venían del Tercer Mundo. Se
enumeraron los inmensos problemas, de urgencia ineludible, que de él proceden. No
hay duda que allí se encuentra uno de los primeros problemas de todos los cristianos.
Éstos han fracasado en su intento por evitar el dominio del dinero, la búsqueda del
provecho -aun cuando fuera en detrimento de los pobres-, o por instaurar en el mundo
estructuras de fraternidad.
Son dos los desafíos dirigidos hoy a los fieles de las distintas Iglesias, y que a través de
ellos y de su Iglesia, alcanzan al Evangelio y a Dios: el desafío de los pobres a los ricos,
el desafío del comunismo ateo a las religiones o, mejor dicho, tratándose de cristianos, a
la fe. ¿Seremos nosotros capaces de responder a estos problemas que, para los pobres,
son problemas de vida o muerte, y para cuya resolución el comunismo se afirma eficaz?
Al evocar el desafío del comunismo, tan sólo queremos afirmar que existe, y no que sea
él el impulsor del ecumenismo. Estemos convencidos de que, juntos, debemos
dedicarnos al trabajo de una diaconía a la medida de la miseria del mundo, diaconía que
será a la vez testimonio dado a Jesucristo y a su Evangelio, camino de realización de la
comunidad de los cristianos, garantía de su comunión. Será una forma de esa
"emulación espiritual" de que hablaba el P. Couturier. Será, juntamente con el diálogo
teológico envuelto de oración, el camino de la concordia. Convenzámonos de que es
éste el camino por el cual nos lleva hoy el Espíritu de Dios que, en medio del siglo de la
incredulidad, suscitó la esperanza ecuménica.
Tradujo y extractó: LUIS GONÇALVES
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