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La reina que añoraba un chinchorro: un encuentro con
Susana Duijm; por Juan Pedro Cámara
Material cedido a Prodavinci · Saturday, June 25th, 2016
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Susana Duijm ya convertida en Miss Mundo, en 1955. Si quiere conocer la historia
detrás de esta fotografía, contada por Milagros Socorro, haga click en la imagen.
La primera reina de belleza internacional de Hispanoamérica trabajó hasta casi los
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ochenta años. Desde el portal de un edificio en la Av. 4 de Mayo hace señas para que
quienes la buscan no confundan cuál es la entrada. A media mañana, en Margarita el
sol es casi insoportable y la calle se mueve con letargo en medio de una nube de polvo
que parece haber arrasado con el comercio de otras épocas. Susana sube de primera
las escaleras y se ve más alta que nunca. Antes que su piel lozana paralizada en el
tiempo, lo que impacta es su forma de moverse. Camina erguida, con una especie de
precisión y suavidad en sus pasos propia de quien se siente joven. Sus piernas, que
fueron su complejo y también su gloria, se extienden largas desde el borde de un
pantalón que corta a la cintura hasta el piso. Viste una franela azul y lleva un moño
apretado en la nuca que deja expuesta su frente amplia.
Su historia se inscribe, usualmente, en la retórica grandilocuente del paso de
Venezuela a la modernidad, cuando la formación del Nuevo Ideal Nacional y la
articulación cultural del mestizaje eran los problemas fundamentales de la República.
Sin embargo, por más pertinente que sean esos análisis, la vida de Susana Duijm no la
determinaron esas narrativas. Hace un par de décadas, Susana Duijm se fue a
Margarita a vivir la vida tranquila. Desde ahí semantuvo ligada al espectáculo, pero
bajo sus propios términos. Durante su carrera hizo el cine, la televisión y las pasarelas
que le dio la gana y cuando quiso descansar también lo hizo. Fue independiente hasta
el último día: cuando alguien pretendía decirle qué hacer, ella respondía que no le
debía nada a nadie.
Una hora antes de que arranque la emisión del día de su programa De todo a tono con
Susana, se sienta frente al micrófono y organiza la prensa en su escritorio. La agenda
noticiosa está apretada. Se pone los lentes y repasa con sus dedos los titulares. “Es
una revista de variedades”, así define su programa que lleva más de veinte años al
aire. Vuelve su mirada al monitor que tiene en frente y en el teclado negro escribe
lentamente y con fuerza el nombre de varios portales: “No-ti-cias-cu-rio-saspunto-com”, dice mientras sus dedos recorren las letras. Lo hace con una torpeza casi
tierna, pero sin desesperarse. “La Patilla, ¿dónde está? ¡Ay, como que se me perdió!”,
busca en su navegador. Y, casi de espaldas, advierte la cámara de un celular: “Mira, si
me vas a estar tomando fotos, me avisas…”
En una pausa, recuerda los periplos que rodearon su reinado con anécdotas vívidas y
detalladas. Lo que habla concuerda, casi palabra por palabra, con los testimonios que
la prensa de aquellos días recogió. Es fácil ver en la Susana Duijm de 79 años, todavía
irreverente, a la muchacha de 19 que en París apodaron “Carmen La Salvaje”. Y fue
así porque no permitió que el mundo de la moda, sediento de una dosis de exotismo, la
utilizara para sus propósitos. En esas dos semanas que pasó en París, Susana se
convirtió en una ofensa que despertaba todavía más interés. Primero, desechó la
refinación de la gastronomía francesa y exclamó públicamente su nostalgia por un
plato de caraotas con espagueti. “Me dicen que eso fue un escándalo, porque salió al
día siguiente en la primera plana de El Nacional. ‘¡Qué bolas esta mujer! En la cuna
del buen comer y viene a decir eso’. ¡Pero es que, coño, si a mí lo que me gusta comer
es eso!”. Lo dice con desesperación, como si todavía estuviera librando una batalla
desde la habitación del Hotel Napoleón donde se atrincheró durante su reinado.
En medio de esa resistencia, se sentía sola. “Miss Mundo añora en París la quietud del
chinchorro”, advirtió El Nacional a los pocos días. “Yo quería estar en mi casa. Eran
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muchos compromisos”. Sin embargo, en la agenda había todavía uno muy importante:
cerrar el desfile del modista francés Jacques Fath, quien junto a Christian Dior y
Pierre Balmain completaba la trinidad de la alta costura que le devolvió a París la
supremacía después de la guerra. Pero Susana cuenta que cuando vio el vestido que le
tocaba desfilar dijo que ella no iba a usar algo tan feo. “¡Era horrible! Yo me lo quité…
y por eso fue que me pusieron Carmen La Salvaje”.
En la transgresión, Susana se fue volviendo leyenda. En su piel bronceada habitaba la
imagen de una nación emergente, perdida en una tierra fértil y caliente, cuya riqueza
energética empezaba a transformar el adoquín en asfalto. Ella, como la patria, daba
una cara misteriosa: era profundamente atractiva y elegante, pero también indomable.
Su furia la hizo una reina sobreviviente. Como sucede a menudo, la fascinación de lo
que plantea una ruptura despierta también los miedos. Susana recuerda con igual
detalle las dificultades que una muchacha pobre y racialmente ambigua tuvo que
atravesar para conquistar la corona de Miss Venezuela, un título que en sus inicios se
rifaba entre señoritas de sociedad. “Los comentarios que se oían: ¡imagínate lo que va
a representar a Venezuela! Esa negra, esa india, esa inculta…”
Un intercambio parecido escuchó su madre en un baño del Hotel Tamanaco la noche
de la gala final. Ella no se hizo reina por consenso. La noche de la coronación el jurado
estaba dividido también y, en un inusual ejercicio de participación popular en tiempos
de una dictadura militar como la de Marcos Pérez Jiménez, el público eligió con sus
aplausos. Esa división en los criterios que juzgaban lo aparentemente estético, y esa
agresión a lo que amenazaba con ocupar el espacio de lo que había sido poderoso, son
un testimonio de la Venezuela del siglo XX que empezaba a ver cómo le hacía frente a
la eterna pregunta de quiénes somos. En un concurso de belleza se abría el campo de
batalla para discutir, al menos, sobre clase, raza y género.
La historia de Susana Duijm está tramada por varias microépicas como éstas. Ella
recuerda casi mecánicamente cada uno de los episodios: los titulares de su llegada a
Londres que daban fe de una reina suramericana perdida en la neblina; su encuentro
con Jacqueline Kennedy en una fiesta con dos orquestas en Palm Beach; los rumores
de sus amoríos con el actor George Hamilton, con el diseñador de modas Oleg Cassini
y hasta con el mismísimo dictador Marcos Pérez Jiménez.
Ese último rumor fue de los pocos que le han causado angustias: “Al principio me
dolía muchísimo que dijeran eso, pero después dije: ‘¡Ay no! Me sabe a mierda, ¡que
digan lo que sea! Así que cuando me lo preguntan respondo: ¡Ojalá! Tuviera yo ahorita
en Margarita, allá arriba en Pampatar, en esos peñascos así grandotes, una tremenda
quinta y abajo un tremendo yate”, dice con ironía. Es un rumor que encontró su
verosimilitud en una asociación lógica entre la nueva ciudadanía que Susana
representaba y los ideales de la patria que el general quiso patentar. Pero, así como a
las autoridades de la alta costura parisina, Susana tampoco les prestó atención a las
autoridades locales.
Verla en la cabina de radio es ver cómo maneja el tiempo con la destreza de una
veterana. Sabe cuándo le tocan las cuñas, lee a la vez que escucha y presta atención a
las direcciones técnicas. Su tono de voz se torna ligeramente más suave en el
micrófono y ciertas palabras altisonantes desaparecen. Sin embargo, hay una chispa
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que nunca se va, que suena siempre en la carcajada ronca con la que se funden las
últimas sílabas de sus comentarios. En ese espacio casi instantáneo de informalidad se
deja ver de nuevo la reina que cambió el mejor coq au vin del mundo por un plato de
espaguetis con caraotas y una suite en París por un chinchorro en Pampatar.
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on Saturday, June 25th, 2016 at 3:00 am and is filed under Actualidad
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