Reconocer la crueldad mental

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Hay personas que sistemáticamente hacen sufrir a los
seres que tienen cerca.
Humillan; insultan; descalifican. ¿Se puede luchar o
conviene huir?
Reconocer la crueldad mental
Dr. Alejandro Di Grazia Rao
Director del Colegio Humanista de
México
[email protected]
Privada de los pinos No.2
San Buenaventura
Atempan, Tlaxcala.
Tel. (246) 462 6495 / 466 8294
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Me siento muy abatida por cómo me trata mi marido –confiesa Mariana, 38 años, ama de casa-.
Todo comenzó al principio de la convivencia, con críticas sobre mi manera de hacer las tareas
domésticas… Él es muy maniático, fanático del orden, un obsesivo. No le dí mayor importancia, creí que se le iría pasando con los años, pero empeoró. Las pocas veces que vienen amigos,
se estresa por el desorden que dejarán. Tenemos dos hijos, y los hace vivir en un ambiente casi
militar… Mi padre le pegaba a mi madre. Yo creía que las únicas violencias eran las físicas, pero
las psicológicas son también muy destructivas”, reconoce.
Aunque no sea más que por ser de venganza o un momento de rabia, todos podemos ceder a
la tentación de la maldad. Pero una vez pasado el mal humor o la breve satisfacción de haber
“aniquilado el enemigo”, nos sentimos más bien avergonzados. Para un ser consciente de sí
mismo y de sus sentimientos, la maldad no es un arma bien considerada. Algunos, sin
embargo, se sirven cotidianamente de ella y encuentran un verdadero placer en hacer sufrir al
otro.
Los adictos a la “tortura psíquica” son personas que sienten permanentemente la necesidad
de verificar su poder sobre el otro. Su característica es la cobardía. El hombre que aprovecha
toda ocasión para despreciar a su mujer o a sus hijos es el mismo que, en el trabajo, se hace
invisible frente a sus superiores. Para él, las relaciones humanas sólo existen en términos de
poder. Lo mismo sucede con la madre que siente un maligno placer en criticar y ridiculizar a su
hija todo el tiempo, como si al aplastarla psicológicamente buscara convencerse de su total
poderío.
“Papá tenía ataques de ira por cualquier cosa –cuenta Leticia, empleada de una tienda- Siempre me decía que no llegaría a ningún lado en la vida, que era una inútil y que siempre lo sería.
Mi madre, por su lado, aprovechaba toda ocasión para echarme en cara que yo le había arruinado la existencia porque se casó embarazada de mí, y debió dejar sus estudios. Como para
compensar sus propios fracasos, espera que fuera la más bella, la más inteligente y… que me
casara “bien”. Pero, no estuve a la altura de sus ambiciones. A los 30 años, no hice una gran
carrera y soy soltera. Cuando la visito, me lanza frasecitas asesinas riéndose. Me hace sentir
una mediocre”.
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A diferencia de los golpes, la violencia camuflada detrás de las palabras no causa hematomas. Pero
deja su rastro de heridas en el alma de las víctimas, que tardan en reponerse. Cuando la humillación es
practicada de manera voluntaria y repetitiva contra un ser vulnerable y sin defensa, se trata de “crueldad mental”. “El sadismo mental –escribe Erich Fromm-, puede disfrazarse de varias maneras aparentemente inofensivas: una pregunta, una sonrisa, una frase embarazosa. ¿Quién no tiene a su alrededor a un “artista” de este tipo de sadismo?: El que encuentra la palabra exacta, el gesto justo para
molestar o humillar a un tercero de un modo anodino. Evidentemente, este tipo de sadismo es, a
menudo, mucho más eficaz, porque la humillación es producida en presencia de testigos”. Una
maldad particularmente sutil, que se puede descifrar cuando el abuso verbal se acompaña de sonrisas,
tonos de voz suaves y afirmaciones del tipo “lo digo por tu bien”. Es particularmente destructiva
cuando las víctimas son niños.
CRECIENDO CON EL ENEMIGO
Los niños consideran a sus padres como dioses. Los padres hacen las cosas como deben ser hechas.
Los niños son incapaces de comparar objetivamente a sus padres con otros padres. Si le dicen que es
feo, estúpido e inferior, crecerá con esa idea y terminará por creer que no es digno de amor. Esta
convicción puede estar tan incorporada que, incluso en la adultez, numerosas personas maltratan en
la infancia siguen idealizando a sus padres y minimizan sus propios sufrimientos al mismo tiempo que
se sienten culpables por no poder establecer con ellos relaciones satisfactorias. Son muy pocos los
que se animan a decir “mi padre es realmente malo” o “mi madre es una sádica”. A cualquier edad, es
muy duro que aquellos que se supone nos aman sientan placer en hacernos sufrir.
El mismo fenómeno puede producir en el seno de la pareja. ¿Cuántas mujeres creen que a fuerza de
comprensión y de amor lograrán convencer a sus maridos de que renuncien a sus cóleras, a los celos
enfermizos y a las palabras hirientes? ¿Cuántos hombres soportan una esposa agresiva y manipuladora, esperando que se suavice con el tiempo?
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“Al comienzo de nuestro matrimonio –confiesa Adriana, 28 años, ex esposa de un médico-, me sentía
halagada por sus escenas de celos. Veía en ellas una prueba de amor. ¿Se burlaba de mis escasos
talentos de cocinera? Le daba la razón por mi falta de experiencia. ¿Me encontraba desordenada?
Tomaba su crítica en serio y trataba sinceramente de mejorar. ¿Se enojaba de nada? Me decía a mí
misma que estaba estresado por su trabajo… Como soy optimista por naturaleza, creía que si hacía
concesiones, nuestra pareja terminaría por vivir en armonía. Pero, en el fondo, me sentía como un
tapete”, admite.
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Si los niños no tienen medio para defenderse de la crueldad mental de sus padres, no sucede lo mismo
con los adultos. ¿Cómo es posible que personas mayores acepten dejarse humillar por sus parejas en
lugar de responder o huir? El miedo a los conflictos, el temor de encontrarse solo y afrontar lo
desconocido, de perder la seguridad económica, pueden explicar esta pasividad. Pero también un
sentimiento de inferioridad y de culpa que se remonta a la infancia: cuando se ha sido despreciado por
los padres y nunca se ha aprendido el respeto, el riesgo de caer en las garras de una pareja cruel es
mucho mayor.
Meticulosos, perfeccionistas, susceptibles y dominadores, los crueles prefieren no hablar de sus
sentimientos. Presos de una permanente angustia y con una identidad tambaleante, hacen de todo
para huir de esa angustia. En público, fanfarronean y son pura sonrisa. Pero, apenas cruzado el umbral
de su hogar, buscan un chivo expiatorio. Con el fin de calmar su malestar interior, ejercen un control
absoluto sobre cualquier ser vivo a su alcance; hasta el perro puede recibir una patada.
“El individuo que posee un control absoluto sobre otro ser hace de este su cosa, su propiedad, al
mismo tiempo que se convierte en el dios de ese ser”, escribe Erich Fromm. Semejante experiencia
“crea la ilusión de superar los límites de la existencia humana, particularmente para un individuo cuya
vida real está desprovista de creatividad y alegría. El sadismo es la transformación de la impotencia en
una impresión de superpoderío”.
La crueldad mental no es más que una técnica represiva que apunta a asegurar el sometimiento del
otro. Se traduce en ataques verbales, la obsesión por tener la última palabra, el rechazo a satisfacer la
necesidades afectivas del otro, la voluntad de aniquilar en la víctima toda autoconfianza.
¿CÓMO DEFENDERSE?
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- Evitar enfrentarse abiertamente con el acosador, ya que eso lo estimula.
- No tolerar situaciones en las que, supuestamente “por su bien”, él decida por usted.
- No vacilar en ningún momento, Ni darle ningún espacio que le permita emitir alguna opinión.
- Reducir todo intercambio personal o íntimo, porque así no le dará opción a que use la atracción o
pueda manipular hechos o intenciones.
- Mantener claramente las distancias, y marcar los límites.
- Apoyarse en los amigos o compañeros, haciéndolos partir del problema que tiene. En ellos hallará
esa seguridad de la cual las actitudes de su perseguidor, a veces, le generan dudas.
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