LA ACCIÓN CARITATIVA DE UNA REINA DE FRANCIA: ANA DE

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LA ACCIÓN CARITATIVA DE UNA REINA DE FRANCIA:
ANA DE AUSTRIA
Autor: R. Darricau
Revista: XVIIe Siècle, [Año 1971.- Nº. 90-91, pp. 111-125]
Traductor del francés: Luis Huerga Astorga, c. m.
La tradición de la Iglesia, desde los orígenes
cristianos, recomendó siempre a los príncipes la práctica
de la caridad. Teólogos, moralistas, canonistas, autores
espirituales,
nunca
omitieron
en
sus
tratados
del
príncipe la dedicación de un capítulo a las obras de
misericordia. Su llamada se escuchó. Los príncipes y las
princesas vieron en la práctica de la caridad una señal
auténtica
de
su
fe.
Las
princesas
se
señalaron
particularmente por su celo en socorrer la miseria y en
el amor a los pobres (1). Baste recordar el nombre de
santa Isabel de Hungría. Estos ejemplos fueron seguidos
por las reinas de Francia: de santa Bathilde, consorte de
Clovis II, a Claudia de Francia, consorte de Francisco I, a
través de Blanca de Castilla, madre de san Luis.
Con el despliegue de la reforma católica, la caridad de nuestras reinas se hace
más asidua aún: Ana de Austria, María Teresa, María Leckzinska multiplicaron sus
beneficencias. Hoy estudiaremos algunos aspectos de la acción caritativa de Ana de
Austria, cuyo papel, mal conocido, tan importante fue a lo largo del siglo XVII. Tras
exponer quién era la referida soberana, aduciremos algunos testimonios de los
contemporáneos relativos a su caridad, y evocaremos luego el puesto que a ella
cabe en los obras de san Vicente de Paúl. En fin, trataremos las iniciativas de la
princesa durante su regencia, o primeros años de Luis XIV, las cuales adoptaron
muy diversas formas e interesaron a Francia entera.
***
Ana de Austria apareció a las miradas de la gente del siglo XVII como una
reina cristiana: una historiografía demasiado sumaria y a menudo partidista no
había alterado todavía los rasgos de su semblante (2). En efecto, son numerosos
los retratos de la reina trazados por sus contemporáneos y todos convienen en un
punto: la hija de Felipe III unía a las gracias de la persona la belleza de un alma
enriquecida con las más nobles virtudes (3), y daba al pueblo el ejemplo de una
plena fidelidad al deber. Para aprender a servir bien a su señor, aquel pueblo debía
mirar tan sólo como servía al suyo la soberana; deseosa de ser honrada por los
hombres, ella mismo honraba a Dios (4). Sus prácticas piadosas impresionaron
mucho a quienes le estuvieron próximos. San Vicente de Paúl o el P. Charles
Magnien, los Menores de la Observancia, los que tuvieron acceso al secreto de su
alma, hablaron admirados de su oración: ¿no hubo días en los que se elevó hasta la
contemplación? (6) Será fácil escribir un largo capítulo sobre esta piedad de la
reina, que queda como marca distintiva de su personalidad. Así se comprende por
qué Bossuet, en la oración fúnebre de Enriqueta de Francia, la llamó «Ana … la
piadosa» (7). Ella encarna el modelo mismo de la piedad barroca en una reina de
Francia. En ella está la piedad de la que vivían las princesas de las cortes de Viena
y de Madrid. Joseph Salviani había adivinado este parentesco en el paralelo que
estableció entre la vida espiritual de Ana de Austria y la de santa Radegunda (8).
De esta forma particular de piedad es fácil hacerse una idea estudiando la historia
de las innumerables casas religiosas que debían a ella su erección, ante todo la de
Val de Grâce. La mera iconografía se pronuncia en este sentido: está representada
en el retablo de la capilla de Nuestra Señora del Buen Remedio en la abadía de
Saint-Michel de Frigolet y en el de la Asunción de la iglesia de la ciudad de
Périgeux, que data de la misión en la referida localidad. Figura en muchos cuadros
del rosario: en la catedral de Poitiers, en Saint Pierre de Paillé (Vienne), en Audel
(Clôtes-du-Nord), en Razoy-en-Brie (Seine-et-Marne), en Pont-Croix y en Penmarch
(Finistère).
Pero la reina no fue considerada sólo como princesa pía. Gozó además de una
vasta reputación como caritativa. Su bondad fue universalmente celebrada durante
los primeros años de regencia. El P. Nicolás Caussin elogiaba «esta bondad tan
natural a ella como el rayo al sol, y que asienta en su corazón como en el trono
más grato, sin otro deseo que el de hacer dichoso a todo el mundo, y contentarlo
en cuanto la condición de los tiempos y la urgencia de los asuntos pueden
permitirlo; y si el poder de los monarcas fuese tan libre como su querer, no
subsistiría de miseria alguna más que la memoria y el nombre» (9). Se hacía eco
de los sentimientos de los franceses, conmovidos al ver los esfuerzos de la reina
por mejorar su condición: el año 1644 había gastado un millón-oro para que 400
embarcaciones transportaran desde Dantzig el grano con el que hacer frente a la
sequía, ¿no era así? (10). Pero al sumarse a las contiendas civiles la guerra
exterior, su situación cambió de súbito. Se hizo recaer sobre ella el cargo de
cuantos males abrumaban al país. Fue insultada y amenazada en las calles de
París, y obligada al fin a andar errante fuera de la capital. No se desalentó aun así,
asumió las funciones de regente con una firmeza cual nunca hasta entonces se la
había visto, y redobló la piedad y la caridad. Se esforzó por aplacar los males que
gravaban sobre la población: son sabidas sus intervenciones para asegurar a la
capital un mínimo de reavituallamiento. Ejercitaba con deliberación le clemencia en
toda circunstancia, perdonando los ultrajes de que era diariamente objeto.
Facilitaban este olvido del agravio los sentimientos que tenía de sí misma. Veníale
con frecuencia el pensamiento, que humildemente manifestaba, de ser sus pecados
los que atraían aquellos desastres. Y en consecuencia impedía se castigasen las
ofensas que tuvieran carácter personal; se cita el caso de una mujer exasperada
que profería contra ella las más atroces injurias y azuzaba al populacho: Ana
prohibió detenerla, pero además ordenó se le diera una ayuda considerable.
«Madame de Brienne» refiere Mme de Motteville, «estimada por la reina a
causa de su mérito y piedad, estando un día en su cámara, me dijo que cierta
buscavidas por nombre dame Anne, la cual cantaba por dinero en las calles de París
letrillas infamantes para el respeto debido a esta princesa, se hallaba entonces
encarcelada en lamentable estado. Dije esto a la reina, por ruego de Madame de
Brienne, quien debido a motivos que no pude saber, no quiso referírselo. La
princesa nada me dijo, ni yo le hablé más de ello. Algunos días después, la propia
Madame de Brienne me dijo que había ido a ver a la referida dame Anne, y que ya
no la había hallado en la celda, sino que estaba en una estancia vecina, bien
servida, bien alimentada, y que se ignoraba la causa de semejante maravilla.
Supimos entonces que sólo la reina había efectuado esta hermosa acción; y cuando
se la mencionamos, ella rehusó escucharnos, y así terminó la historia» (11).
Estas actuaciones dieron los más dichosos resultados. Vuelta la paz social,
desapareció sin tardanza la hostilidad de que había sido víctima la soberana. Se
convirtió en el ídolo de los pobres de París, que la llamaban madre suya. Bien se vio
en 1663, cuando sintió los primeros síntomas del cáncer que había de matarla: la
capital le testimonió la adhesión más conmovedora, y el 11 de agosto cuando, al
parecer repuesta, acudía a Notre-Dame en acción de gracias, ocasionó a una
verdadera fiesta popular. La muerte que le sobrevino a los tres meses (20 de enero
de 1666) corroboró aquellos sentimientos. La población de París – y la de Francia
entera -, distanciada de la rencorosa exacerbación provocada por la miseria, lloró a
la buena reina, de infatigable caridad. Los elogios resonaron por doquier. El rey
mismo insistió en tributar a su madre un homenaje solemne, y con este fin convocó
a los oradores más célebres de la época: Bossuet, Fromentières, François Faure, el
general del Oratorio P. François Senault, revelaron al público la vida oculta de la
reina (12). No fueron los únicos testigos, y entre muchos otros Mme de Motteville –
la mejor conocida de ellos – transmitió a la posteridad lo que presenció.
La caridad de Ana de Austria según las oraciones fúnebres
Todas estuvieron concordes en valorar su amor a los pobres. Jean-Louis de
Fromentières, que tomó la palabra en la iglesia de los Mártires de Montmartre
algunas semanas tras el fallecimiento, señaló el hecho con fuerza. Dirigiéndose por
encima de su auditorio a Luis XIV, exclamaba: «Perdonadme, Gran Rey, si en
ocasiones como esta no puedo menos de llamarla madre de los pobres, tanto como
lo es vuestra; y cuando la veo como caridad viviente y encarnada tender los brazos
sin diferencia a todos los miserables, cuando veo su corazón abierto a todos los
afligidos, a los niños de pecho en cuya busca hacía ir aun extramuros y en las
aldeas, ¿qué he decir de tan gran corazón, sino que es el corazón de la propia
liberalidad? (13)
Por su parte el abate Fuiron, que predicó en la iglesia de Saint-Sauveur,
declaraba: «Su amor hacia el prójimo era tan grande, que no es halago designarlo
inmenso, pues abarcaba a todos sin excluir a nadie, cualquiera fuese su condición…
¡Cuántas veces hizo distribuir a los pobres sumas destinadas a pequeñas
satisfacciones suyas, como bailes y pasatiempos! Persuadida como estaba de esta
verdad cristiana, que lo superfluo de los grandes y los ricos es patrimonio de los
pobres, y a éstos deben aún aquéllos una parte de lo necesario, cuando la
indigencia es extrema, quería ella, ¿no es cierto?, a expensas del necesario
desembolso doméstico, se distribuyese pan a los detenidos en las cárceles menores
de París; y asimismo carne para los caldos llevados a los pobres enfermos de las
parroquias. ¡Cuántas veces no se privó de otras cosas necesarias para asistir a los
pobres del campo, para sufragar los gastos de las misiones que se dieron en
Lorena, Champaña, Picardía, Turena, Berry, Poitou y demás provincias devastadas
por las guerras o asoladas por la hambruna! ¡A cuántos presos no liberó pagando
sus deudas! ¡Cuántas limosnas secretas, sin hablar de las que hizo a los
hospitales!» (14)
Real generosidad que el lectoral del cabildo de Burdeos, Hièrome Lopès,
testigo de ella, se complacía asimismo en señalar, y hacía esta confidencia: «Eran
unas limosnas prodigiosas. Asistía a un increíble número de pobres vergonzantes,
no sólo en París, sino en varias otras ciudades y provincias del reino, adonde
llegaban sus caridades, y secretamente hacía se distribuyesen por ministerio de los
devotos más ilustres (16), quedando así tanto más ocultas (17).
Un benedictino de Saint-Maur que la conoció bien (18) añadía: «Atestiguo que
tantos y tantos hospitales, sobre los que se prodigó su munificencia; tantas y
tantas familias vergonzantes, sustraídas a la última infamia por su liberalidad;
tantos y tantos pobres presos como sacó de los grillos; tantas y tantas pobres
doncellas dotadas por su bondad efusiva para que, en la vida religiosa, se
amparasen en el puerto de salvación. Si durante su tiempo hubo en París y en
provincias, cercanas y distantes, una caridad considerable, a ella, por sí misma o
por otros, cupo su mejor parte, hasta dar todos los años 350.000 libras de su
haber, el cual se sabe era más bien mediocre; además, otras liberalidades secretas
y que ignoramos, y aun otras extraordinarias, manifestadas al público en los
recientes años de carestía; hasta empeñó sus joyas y su pedrería más preciosa
(19) para satisfacer a la caridad» (20).
Todos los testigos de la vida de Ana de Austria han mostrado idéntica
unanimidad en cuanto a engrandecer la preocupación que sentía por los enfermos.
El abate Leclerc, que le hizo un homenaje en la capilla – obra de ella - del
seminario de los Treinta y Tres, subrayaba este aspecto de su caridad: «El
deplorable estado de cosas en los hospitales, al igual que el de los cautivos en las
cárceles, estaba siempre presente al espíritu de aquella Ana de Austria que
ocupaba el trono. Los suspiros de unos y los gemidos de otros acudían sin cesar a
su memoria y parecían decirle en todo momento la misma cosa que otro tiempo se
dijo a los romanos en la pompa del triunfo: Hominem te esse memento …» (21).
A la solicitud que Ana de Austria demostró en punto a hospitales se añade el
recuerdo de las visitas que les hizo. Lo aseguran el general del Oratorio, P. Senault,
Mme de Motteville, el “pobre cura” Claude Bernard, el benedictino anónimo cuya
autoridad invocamos arriba. Ana de Austria, en efecto, fue reiteradas veces con
disfraz de sirvienta al Hospital de la Caridad, donde visitaba a los enfermos y les
prestaba servicios con sus propias manos. En su vida del pobre cura, Jean Puget de
la Serre da al respecto circunstanciados detalles: «Aconteció que asistiendo a un
pobre en el Hospital de la Caridad, tuvo ella curiosidad por saber su nombre y
condición. Supo entonces que era el criado de su real relojero, lo que la obligó a
declararse, para poner tanto mayor empeño en su asistencia, como si le contase
entre sus domésticos, aunque le recomendó que nada dijese. Dichoso, el
desdichado fue incapaz de guardar el secreto.; mejor dicho, y excusando su
desobediencia, le faltó fuerza para ocultar su dicha, cuya retención era un exceso;
y gracias a su relato se supo una verdad que es objeto de admiración para todo el
mundo». Y añade este autor: «En lo sucesivo ¡cuántas veces se vio a aquella
Majestad abajarse hasta los pies de los pobres, no sólo para prestarles servicios,
sino aun para exhortarles en la agonía, permaneciendo días enteros a la cabecera
de su lecho sin jamás abandonarlos» (22).
También tenía por hábito visitar a las enfermas en los monasterios que
frecuentaba. Mme de Motteville suministra un ejemplo. Durante la Semana Santa
de 1647 estaba Ana de Austria en Val de Grâce: «Fue a la enfermería para visitar a
cierta religiosa, la cual se moría de un cáncer de mama que le tenía carcomido todo
el costado. La llaga emitía tal hedor, que repeliera, no sólo a esta princesa, amante
natural de los gratos aromas, sino aun a los más acostumbrados a la infección y a
las miserias de los hospitales. La reina se demoró un buen espacio, y quiso verla
curar, algo que movía a compasión. El mal había corroído en tal medida la parte
afectada, que podía verse el interior. Tras esta acción de caridad, la dejamos gozar
del reposo que se experimenta al pie de los altares; y a la mañana siguiente volvió
a Palacio para, el día de Pascua, presentarse en su parroquia y cumplir con todas
sus devociones» (23).
Los
domésticos
de
Ana
de
Austria
suministraron
todavía
ciertas
particularidades que les habían impresionado en su amor hacia los pobres.
Hyacinthe Serrony, obispo de Mende, reveló dos casos ante la Asamblea del Clero
de Francia el año 1666, apenas acontecida la muerte de la soberana (24). El primer
caso se emplaza en 1659, antes de partir la corte, en el gran viaje que la llevaría a
la frontera pirenaica. Ana de Austria puso en manos de un destacado oficial suyo
50.000 libras «para distribuirlas entre aquellas personas doblemente miserables,
cuando a la pobreza se junta la vergüenza; asimismo entre doncellas expuestas al
crimen por la necesidad». La misión fue cumplida no sin prudencia. En todo caso,
«atento a una laudable precaución, [el oficial] pidió recibos de las personas» que
habían recibido alguna donación, y los envió juntamente con las cuentas a la reina.
Ésta experimentó grave enojo por la excesiva puntualidad, y dijo: «¡Recibos! …» Al
instante los rasgó y quemó sin mirarlos, «quejándose de que no se hubiera
salvaguardado el pudor de aquellos pobres». El segundo caso tuvo lugar el Jueves
Santo de 1661. El obispo asistía a la princesa en la ceremonia del lavatorio de los
pies. Estaba ella muy cansada, tocada ya del mal que se la iba a llevar. Sentíase
desfallecer del todo, pero se endureció, y cuando le fue sugerido que la remplazase
alguien, pues era cuestión de su vida, respondió: «Pluguiese al cielo poder yo morir
sirviendo a los pobres».
La caridad de la reina tomaba así las más diversas formas. Ahora bien, se
manifestó con una intensidad especial en sus relaciones con san Vicente de Paúl.
***
Ana de Austria y san Vicente de Paúl
La relación era antigua. Se remontaba a la hora postrera de Luis XIII. No bien
hubo desaparecido el rey, sostenido en su agonía por san Vicente, éste se
aprestaba para volver a San Lázaro, cuando es retenido por la reina, que implora:
«No me abandonéis, os encomiendo mi alma. Deseo amar y servir a Dios». Hace
bajo su dirección un retiro, al objeto de cerciorarse sobre si debe o no asumir la
regencia
(26).
Desde
este
momento
los
nombres
de
ambos
se
asocian
estrechamente en la organización de la caridad. Resulta arduo saber qué parte
precisa es atribuible a una y cuál al otro, a tal punto fue íntima su colaboración.
Hay casos en los que san Vicente solicita el apoyo financiero y administrativo de la
soberana; otras veces la iniciativa proviene de ella, que se propone realizar una
buena obra. La ejecución de ésta es confiada a san Vicente, que actúa a través de
los Misioneros o de las Hermanas. Observemos que las referidas obras presentaban
siempre el doble carácter de socorro temporal y espiritual. El fundador de los
sacerdotes de la Misión comenzaban aliviando la miseria, y a continuación
procuraban evangelizar a los mismos que había socorrido.
La reina intervenía también a favor de comunidades por las que el santo se
interesaba, tal el caso de las Hermanas de la Providencia, de Mlle de Pollalion
((27): ella facilitó la patente por éstas requerida para asegurar la solidez de su
fundación (julio 1643); y en 1651 les ofreció el antiguo Hospital de la Santé, calle
de l’Arbalet. La reina sostuvo varias obras, como la de los Expósitos, se entregó
mucho a ellas y aun miró más lejos que el santo. Las casas del cercado de SaintLaurent, donde se había instalado a los niños, eran según ella por demás angostas,
y de ahí que donase para su acogida el castillo de Bicêtre. A esta obra asignó
además una renta de 8.000 libras. Financió luego el orfanato de Mlle Lestang, y
siguió muy de cerca la lucha contra la mendicidad emprendida por el santo (28).
Aprobó calurosamente el proyecto del Hospital General, para cuyo efecto donó el
cercado de la Salpêtrier (1653). Sostuvo con vigor a san Vicente y a las Damas que
trabajaban con él contra los ataques de que fueron objeto (29). Pero la
colaboración entre san Vicente y la reina lució de manera particular en la
organización de los socorros a Lorena, devastada por la guerra. Informada la
princesa de la dramática situación de esta provincia fronteriza, se mantuvo
personalmente al corriente de la situación por medio del Hermano Matthieu
Regnard – apellido que derivó en renard (zorro), por la astucia de su portador -:
era el emisario de san Vicente para las marcas del Este. Escribe Mons Calvet: «La
reina, constante en sus donaciones para las provincias del Este, quiso ver al
Hermano Renard y oír de sus labios la relación de sus expediciones. No menos
tranquilo en la corte que los bosques infestados de croatas, el Hermano Renard
entretuvo y conmovió con sus anécdotas a la soberana (30). Ésta intervino
eficazmente sobre todo a favor de la nobleza depauperada. Hizo que se tomasen
medidas para la protección de los misioneros, blanco de frecuentes asaltos de
soldados desertores. El 1º de febrero de 1651 ordenó se hiciese pública y oficial un
acta que recomendaba a todas las autoridades civiles y militares la protección de
quienes llevaban a las provincias asoladas el sustento preciso para que no pereciran
de hambre (31).
El viaje que hizo a Metz en otoño de 1657 avivó aún su deseo de socorrer a
las provincias fronterizas, completamente asoladas por la guerra (32). Tuvo
durante su estadía frecuentes entrevistas con Bossuet, entonces gran archidiácono
de Metz, quien expuso ante ella el estado y las necesidades del territorio. La reina
adoptó medidas inmediatas. Instituyó cocinas donde se aderezaba sopa para todos
los pobres enfermos de la ciudad y de los alrededores. Dio su apoyo a la casa de la
Propagación de la Fe, destinada a recibir huérfanos. Propició a la ciudad la gran
misión que dieron en 1658 miembros de las Conferencias de los Martes. Fundó un
seminario para evangelizar al pobre pueblo de los campos. Vuelta a París, convocó
a san Vicente y le dijo: «¿Qué haríamos por Metz, señor Vicente? Sabéis el
lamentable estado en que se halla esa ciudad; hay que ir en socorro de ella. ¿Qué
haremos por Metz?» Se decidió el envío de sor Madeleine Rapportebled con tres
compañeras (33). Éstas dejaban París el 27 de agosto de 1658. Además de la
población oprimida por la guerra, la reina pensaba en los soldados heridos. Ella
obtuvo de san Vicente el envío de Hijas de la Caridad a Châlons, Sainte-Menehould,
Sedan, La Fère, Stenay, Calais. La primera petición real fue para el Hôtel-Dieu de
Châlons a comienzos del año 1633. En el sucesivo mes de diciembre, a su paso por
Châlons, la reina visita el Hôtel-Dieu. Recibe a las Hermanas y, en términos
afectuosos, les testimonia su satisfacción. Barbe Angiboust escribía: «Por la gracia
de Dios, tras haber hablado de esta regia visita, los señores de esta ciudad están
muy edificados del buen orden puesto en el hospital por nuestras queridas
Hermanas … De no haber venido ellas, no sé qué habría dicho toda esa corte (34).
Sor Anne Hardemont estaba en el grupo enviado a Châlons. Había tomado
parte en otras fundaciones y desempañaba un gran papel en la naciente Compañía.
En 1635 salía hacia el sitio de Sainte-Menehould con la misión de asistir a los
heridos, según deseo de la reina (35). Mas casi al mismo tiempo solicitaba ayuda la
soberana para el hospital de Sedan, donde se hacinaban numerosos soldados. Y
allá fue invitada a dirigirse Anne Hardemont (1654) (36).
Luego toca el turno al hospital de La Fère. A éste llama la reina a las
Hermanas en 1656, no por un plazo determinado, sino para que permanezcan en él
aun después de las operaciones militares. Obtiene dos Hermanas: Marie-Marthe
Trumeau y Elisabeth Brochard. Su entrega y habilidad remediaron en cierta medida
el estado de abandono en que estaba el establecimiento. San Vicente escribe el 17
de julio de 1657: «Sirven de edificación a toda la ciudad, donde me escriben
haciendo gran aprecio de ellas, asombrados del bien que efectúan» (37).
En 1657 las Hermanas están en el hospital de Stenay y en el sitio de
Montmédy (38). Un año después eran urgentemente enviadas por la reina a Calais.
La situación sanitaria era dramática, pues la batalla de las Dunas, que acababa de
librarse, había hecho innumerables víctimas. La reina pedía seis Hermanas: sólo se
le pudieron dar cuatro. Las cuatro cayeron enfermas, y dos sucumbieron apenas
llegar, Françoise Manseaux y Marguerite Ménage. Ana de Austria pidió otras cuatro.
Se presentaron más. Los soldados enfermos recibieron asistencia (39).
Ana de Austria estuvo implicada en la fundación del hospital de Sainte-Reine
d’Alise, en Borgoña, para los peregrinos. Había concebido esta fundación un
parisino por nombre Desnoyers. A él se unieron algunas personas, las cuales se
establecieron en Sainte-Reine. Vicente de Paúl les dio ánimos y, a ruego suyo, Ana
de Austria puso el establecimiento bajo su protección. Llegaron a pasar por él
anualmente 400 enfermos y 20.000 peregrinos (40).
Estas intervenciones de Ana de Austria a favor de los hospitales tuvieron
enormes consecuencias. De hecho la adscripción de las Hijas de la Caridad a los
establecimientos hospitalarios hizo que éstos tuviesen al fin personal cualificado y
que adoptasen urgentes reformas. Toda la política de Luis XIV que atañe a la
asistencia está en germen en la acción conjugada de Ana de Austria y Vicente de
Paúl.
Sin embargo, el santo estimaba como muy insuficiente toda cuanto había
hecho. Hubiera querido realizar mucho más. Su deseo habría sido establecer en la
corte, bajo la presidencia de la reina, una cofradía de caridad cuyo manto protector
recubriese todas las instituciones caritativas de mujeres surgidas por su inspiración.
La referida caridad de la corte habría actuado de consuno con el Consejo de
Conciencia. Éste no habría de ser una mera cámara electoral: la idea vicenciana era
que debería interesarse por todo lo atañedero a la vida moral del país; debía ser
una especie una especie de ministerio de lo espiritual. Se sabe cómo no llegó a
cuajar este magno proyecto (41).
***
Ana de Austria y la vivencia caritativa en el siglo XVII
En todo caso la reina no redujo su caridad al mantenimiento de las obras de
san Vicente de Paúl. Directa o indirectamente sostuvo y tomó parte en múltiples
empresas caritativas. La investigación y el estudio de éstas envolvería a Francia
entera, paralelamente a todo cuanto por el desarrollo de la piedad hizo Ana de
Austria.
A ella debe París casi todas la fundaciones caritativas que allí surgieron. Aun
no siendo siempre ella la iniciadora, sin embargo contribuyó, como en las obras de
san Vicente, a asegurarles la estabilidad. Entre otras que citaríamos están las
Hospitalarias de la Charité Notre-Dame, de la Madre Francisca de la Cruz; las
Agustinas de Nuestra Señora de la Misericordia, de la Madre Magdalena de la
Trinidad y del P. Yván; el Hospital de Santa Ana; la Familia de San José, del abate
de Pontmorant; una casa para la educación de doncellas nobles, que inspiraría
luego a Mme de Maintenon en la creación de Saint-Cyr. Esta actividad no se ceñía a
la capital. Iréné Depart, padre recoleto, escribe: «Sería el momento de referir los
ejemplos de piedad que dio en sus viajes; las devociones que estableció en las
provincias, los hospitales que dotó, las capillas que hizo erigir; los pecadores y
herejes por ella convertidos; los conventos a ella obligados; las jóvenes libertinas
que recogió; las limosnas que distribuyó» (42). Sentimiento que confirma el P.
Hyacinthe Serrony en una declaración ante sus colegas de la Asamblea del Clero:
«Permitidme, Monseñores, seguirla paso a paso en el famoso viaje que acometió
con miras al reposo de toda Europa. Permitidme que considere lo que hizo a su
paso por las aldeas, por las ciudades, en el campo. Aquí hace restaurar las iglesias;
allí funda hospitales; más allá manda construir conventos; o bien libera presos; o
viste a pobres; o quizá, asidua en la piedad y devoción del Santísimo Sacramento,
patrimonio de la Casa de Austria, dona cálices y ciborios de plata a iglesias
depauperadas, bien por la pobreza de los feligreses, o bien por avaricia de los
beneficiados; o tal vez alivia con liberales donativos a eclesiásticos oprimidos por la
miseria: pertransiens befaciebat cunctis: por doquier y hacia todos, todo en ella era
dulzura, gracia, favores» (43). Una indagación a través de Francia sólo confirmaría
estas afirmaciones. Así es como, a su paso por Toulouse en 1659, interviene a
favor del hospital de La Grave (44). Otro tanto acontece cuando, algunos meses
después se demora en Aix y dedica particular atención a los hospitales y a las
compañías de caridad. Su solicitud la llevó aun a ocuparse personalmente de
pobres cuya indigencia le había sido significada.
La reina sabía aun así que con todas sus iniciativas quedaba sin atacar el
fondo del problema. No ignoraba que el restablecimiento del equilibrio social iba
unido al retorno de la paz. Por ello estimaba deber suyo trabajar sin tregua en la
reconciliación franco-española. Solamente entonces merecería el título de reine
cristiana, por haber realizado en plenitud su verdadera misión de caridad; y
retirarse entonces a Val de Grâce para terminar sus días vistiendo el hábito
monacal, como tantas princesas de su familia (45).
***
Tal se muestra a grandes rasgos la caridad de Ana de Austria, bajo la luz del
testimonio de los contemporáneos y de las recientes investigaciones históricas. La
reina, fiel a la costumbre que hacía de los soberanos cristianos los dispensadores
privilegiados de regios favores, ejercitó ampliamente las obras de misericordia. No
se limitó a distribuir limosnas, aun en abundancia, sino que se hizo cargo de los
principales problemas de la asistencia como entonces se planteaban. Hizo el intento
de reorganizar íntegramente las instituciones caritativas de Francia. Pero vio
todavía más allá. Trató, sostenida en ello por la opinión pública, de restablecer la
paz, y suprimir así las causas de la miseria. Se comprende entonces el dolor que en
Europa entera provocó su desaparición, y de manera particular entre los
benedictinos de San Germán de los Prados, con los que la unían estrechos lazos.
Para convencerse, basta leer de nuevo a Dom Martène, en su historia de la
Congregación de Saint-Maur, cuando refiere las pompas fúnebres que se hicieron
en la vecina iglesia abacial el 27 de febrero de 1666 (46). Cantó la misa el
arzobispo de Auch, Henri de la Mothe-Houdancourt, que había asistido a la princesa
en sus últimos momentos. Dom Michel Maillet, prior de Saint-Lucien de Beauvais,
pronunció una oración fúnebre que duró casi dos horas. Al fin de la ceremonia se
distribuyeron folletos que registraban las buenas obras y virtudes de la difunta. Uno
de ellos era obra de un joven religioso, un parisino de reciente data: Dom Jean
Mabillon, que iba a convertirse en el padre de nuestro método histórico. Coyuntura
singular y óptima ilustración del siglo XVII: la más alta ciencia y la caridad más
ardiente.
NOTAS
Adaptadas a esta traducción
Para
Abelly,
Coste
y
Calvet,
cfr.
traducciones
castellanas.
(1) Houel, N., Les mémoires et recherches de la dévotion, piété et charité des
illustres reines de France, ensemble les églises, monastères, hôpitaux et collèges
qu’elles ont fondés (Paris, Jean Mettayer, 1586).
(2) Ledos, G., Anne d’Autriche [Dictionnaire de Biographie Française, t 2 cc
1300-1320]; Constantin, C., Anne d’Autriche [Dictionnaire d’Histoire et de
Géographie Ecclésiastique, t I cc 319-323]. La fuente principal son las Mémoires de
Mme de Motteville. Para Mazarino: Bibliothèque Nationale, Mazarin homme d’État et
collectionner (1602-1661). Exposition organisée pour le troisieme centenaire de sa
mort (Paris, 1961), con la indispensable puntualización de Mme M. LaurentPortemer); asimismo Le statut de Mazarin dans l’Église [Bibliothèque de l’École des
Chartes, t CXXVII, 1969, pp 1-64, & t CXXVIII, 1970 , pp 65-140; Déthan, G.,
Mazarin et ses amis (Paris, 1968).
(3) Portrait de la Reine-Mère, par Mme la comtesse de Brienne: galería de
retratos de Mme de Montpensier, ed., E. de Barthélémy, p 474.
(4) Portrait de la même, [Mme la Comtesse de Brégis], ib., p 12.
(5) Portrait de la reine Anne d’Autriche, [Mme de Motteville, 1658, en sus
Mémoires, ed Riaux, t I].
(6) [T IX, p 427 del COSTE francés]; Magnien, Ch., Panégyrique et Oraison
funébre d’Anne d’Autriche, (Paris, 1666), en particular p 29. Información
proveniente del P. Fernández, confesor de la reina.
(7) El 2 de febrero, al inaugurar la cuaresma en el castillo de Saint-Germain,
elogió la gran alma de Ana de Austria; volvió posteriormente sobre el tema: en la
oración fúnebre de Enriqueta de Inglaterra, y aun en la de María Teresa (1º de
septiembre de 1683).
(8) Salvini, J., Anne d’Autriche et sainte Radegonde, aperçus sur la vie
spirituelle d’Anne d’Autriche [Bulletin de la Societé des Antiquaires de l’Ouest,
1963-1964, pp 331-343].
(9) Caussin, N., Apologie pour les religieux de la Compagnie de Jésus à la
Reine régent (Paris, 1646), p 1.
(10) Boyer du Petit-Puy, P., Remarque des signalés bienfaits à l’État [Sa Très
Auguste Majesté Anne d’Autriche, reine de France et de Navarre depuis le
commencement de sa régence jusq’à present (Paris, F. Noël, 1649)].
(11) Mémoires [Paris, Raux, 1878, t III, p442].
(12) Darricau, R., Contribution à l’historiographie d’Anne d’Autriche: Oraison
funèbre de le reine, prononcée au Val de Grâce, le 9 de février par Guillaume Le
Boux, éveêque de Dax [Bulletin de la Societé de Borda, 1966, pp 15-34; 141-154].
(13) Fromentières, J.-L- de., Oraison funèbre d’Anne d’Autriche (Paris, 1666),
p 36; cf Lahargou, P., Messire Jean-Louis de Fromentières, évêque et seigneur
d’Aire, prédicateur ordinaire du Roy (1632-1648) (Paris, 1892), pp294-303.
(14) Fuiron, A., Discours funèbre sur la vie et la mort de la Reine très
chrétienne pronocé le 16 de février 1666 en l’église Saint-Sauveur de Paris (Paris,
1666), pp 22-23.
(15) Mme de Motteville atestigua reiteradamente esta generosidad. Escrine (t
I, p 176): «Tenía una camarera, piadosa y devota dama la cual, en los primeros
años de regencia, se encerraba con ella en el oratorio. Toda la ocupación de esta
camarera consistía en instruir a la reina sobre las necesidades del día, públicas y
particulares, en cuestión de pobres, y solicitar de ella dinero para poner a ellas
remedio». Y en cuanto al empleo de su tiempo, añade (ib p 170): «Al levantarse,
los oficiales en jefe acudían para presentar a ella sus respetos, y a menudo
entraban otras personas, en particular ciertas señoras, que venían para tratar las
donaciones de caridad que debían hacerse en París, en toda Francia y aun en el
exterior. Pues en todo tiempo eran tan grandes sus liberalidades, que se extendían
a cuantos solicitaban su piedad, atenta ella sin desmayo a quienquiera necesitase
de su protección y su justicia».
(16) Así Mme de Brienne, cf Senault, J.-Fr., Oraison funèbre de Messire
Auguste de Loménie, comte de Brienne (Paris, 1667, p 25); Masson, L., Madeleine
de Lamoignon (Paris, 1896, p 190s.
(17) Lopès, H., Oraison funèbre de la feue Anne d’Autriche, pronocée dans
l’église métropolitaine et primatiale Saint André de Bordeaux le 27 mars 1666
(Bordeaux, 1666, p 27).
(18)
Quizá
Dom
Michel
Maillet,
prior
de
Saint-Lucien
de
Beauvais.
(19) Cf pasajes relevantes en Abelly y Coste. Asimismo Mme de Motteville, t I, p
176.
(20) Oraison funèbre à la mémoire de la très haute, très puissante et très
excellente princesse Anne d’Autriche, reine de France, por un padre benedictino de
Saint-Maur, religioso que había sido reiteradamente testigo de sus actos de caridad.
(21) Leclerc, F., Oraison funèbre ... (Paris, 1666), p 28s.
(22) Puget de la Serre, J., La vie du P. Bernard ou la charité dans son trône
(Paris, A. Robinet, 1642).
(23) Motteville, I, 333.
(24) Serrony, H., Oraison funèbre d’Anne d’Autriche [Collection des procèsverbaux des Assemblées du Clergé de France, t IV, p 212s.]
(25) Para la relación de san Vicente de Paúl con Ana de Austria la fuente
principal es COSTE; cf asimismo Dodin, A., Mission et Charité, nn 19-20. La reina
estaban también en estracha relación con san Juan Eudes.
(26) Drubec, Abbé de, Oraison funèbre d’Anne d’Autriche pronocé le 19
janvier 1667 dans l’église de l’abbaye royale du Val de Grâce (Paris, 1667, p 19).
(27-29) Cf pasajes relevantes en Coste.
(30-31) Cf pasajes relevante en Calvet, J., y en Coste.
(32) Tabouillot, N. - François, J., Histoire générale de Metz (Matz, 1767-1790,
t III, p 301; Floquet, A., Études sur la vie de Bossuet jusqu’à son entrèe en fonction
comme précepteur du Dauphin (1627-1670) (Paris, 1855, t I, pp 324-335);
también pasaje relevante en Coste.
(33-39) Cf pasajes relevantes en Coste.
(40) Bolotte, M., Les hôpitaux et l’assitance dans la province de Bourgogne au
dernier siècle de l’Ancien Régime (Montpellier, 1968, pp 157-164); cf además
pasaje relevante en Coste.
(41) Cf pasajes relevantes en Coste.
(42) Départ, I., Oraison funèbre de la reine Anne d’Autriche pronocé a
Bordeaux dans l’église des RR. PP. Récollets (Bordeaux, 1666, p 28).
(43) Serrony, id., 212s.
(44) Vic, Dom de., Histoire générale du Languedoc, t XIV cc 733-735 [pièce
CCC]: pasos dados por la reina Ana de Austria en favro del hospital de La Grave.
(45) Estado de alma perfectamente analizado por el P. Senault en su oración
fúnebre, pp 42-42.
(46) Martène, Dom, Histoire de la Congrégation de Saint-Maur (con
introducción y notas de Dom G. Charvin, Ligugé, 1930, t IV, p 213s); el folleto de
Mabillon era: Gallia Hispaniae infelix anni initium felicem Annae Austricanae exitum
moerens nuntiat (Parisiis s/d).
Traducción.: Luis Huerga Astorga
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