El contexto sociocultural d

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El contexto sociocultural de la pintura mural oaxaqueña
Bernd Fahmel Beyer
Instituto de Investigaciones Antropológicas, UNAM
El interés por los pueblos que habitaron Oaxaca
durante la época prehispánica se restringió, por
mucho tiempo, a las noticias que sobre ellos apuntaron los cronistas de los siglos XVI y XVII (Acuña,
ed., 1984; Balsalobre, 1988; Burgoa, 1997a, 1997b;
Codex Mendoza, 1992; Córdova, 1886, 1942; Matrícula de tributos, 1980; Motolinia, 1969; Sahagún,
1975). En las Relaciones geográficas de 1580, por
ejemplo, se responde a un cuestionario enfocado
a temas como el temperamento y la calidad de las
provincias o comarcas que descubrieron o conquistaron los españoles; la cantidad de indios que las
habitaban; si las constituían pueblos formados y
permanentes; si había distintas lenguas en toda la
provincia o alguna de ellas era hablada por todos,
lo cual quiere decir que, al menos, el repertorio léxico de la misma incluía el nombre de los pueblos
con la respectiva explicación de por qué se llamaban así; de qué forma eran sus señoríos y lo que
tributaban; las minas de oro, plata y otros metales, así como los atramentos y colores que había
en la comarca, y qué canteras de piedras preciosas
se conocían. Los capítulos dedicados a la historia y
condiciones de los pobladores —lo que hoy consideramos de interés antropológico— se refieren a
su capacidad de entendimiento, sus inclinaciones
y manera de vivir, cómo se gobernaban, cómo peleaban y con quién estaban en guerra; las adoraciones, ritos y costumbres, buenas o malas, que
tenían; la forma de las casas y edificios y los materiales utilizados en su construcción; los mantenimientos que usaban desde tiempos anteriores,
y si vivían más o menos sanos que en la antigüedad (Acuña, 1984).
Entre estos documentos sobresalen las Relaciones de Teozapotlán, Miquitla y Teguantepec, por tratar los asuntos de los grandes señores y sacerdotes
zapotecos y por dejar entrever los muy complejos
y cambiantes vínculos que mantenían con los demás señores asentados en los Valles Centrales. En
lo particular, destaca la descripción de los palacios
de Mitla, elogiados con anterioridad por el fraile
Toribio de Benavente, Motolinia (1969). A mediados del siglo XVII, el padre Francisco de Burgoa volvió a subrayar la majestuosidad de las salas de consejo de aquel lugar, aunque su interés se enfocó
más bien en las habitaciones del sumo sacerdote
o bigaña y la distribución de ellas dentro del recinto. En su relato menciona pisos altos y bajos,
por lo que es de pensar que nunca visitó los palacios en persona o, si lo hizo, no se percató de que
eran las tumbas de los grandes señores las que se
encuentran debajo de los salones del Grupo de las
Columnas.
Durante los siguientes siglos se redactaron numerosos documentos sobre el orden de las cosas
bajo el dominio español, reclamos contra encomenderos abusivos y castigos a las “idolatrías” que realizaban los indios en las cuevas y zonas apartadas, en
las montañas. La importancia que se dio a la evangelización de los naturales y a la denuncia de sus
prácticas religiosas paganas fue tan grande que, una
vez abolido el régimen colonial, sobrevivió la creencia de que en todos los recintos prehispánicos se
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teresaron, sin profundizar en el uso que tuvieron
los edificios, excepto por un señalamiento:
Incrustada en una de las construcciones indias (palacio núm. 4), se encuentra la iglesia parroquial y [el]
curato, compitiendo con aquéllas en destrucción,
abandono y desaseo. Ambas parecen pertenecer a
tiempos y cosas olvidadas, pues casi nunca el buen
párroco se mira en el pueblecillo donde residen sus
feligreses, ni éstos, si no es de tarde en tarde, se ven
en la iglesia o en el curato. Las escasas prácticas religiosas de los habitantes de Mitla, y cierto modo de
hablar y discurrir con respecto a los palacios, parecen
indicar que ellos no han abjurado de sus creencias
ni de sus prácticas idolátricas (1901: 6-7).
Figura 3.1. Personaje representado en el Códice Nuttall.
(Dibujo: A. Reséndiz, 2004. Tomado de Spores, 1967: 29.)
habían realizado rituales a los dioses. De ahí que la
mayoría de los viajeros del siglo XIX mencionen al
sumo sacerdote cuando se refieren a Mitla, sin pensar en la sociedad y en la organización del trabajo
que mantuvo a dicho personaje. La construcción de
los palacios, con sus variados diseños de grecas y
pinturas de tipo códice, debía de ser producto de
la religiosidad zapoteca y de la entrega total a sus
deidades [fig. 3.1].
La anterior interpretación de la antigua arquitectura, sin embargo, fue acotada por William Corner
(1899) y otros investigadores que no podían ver en
los edificios sino salones de uso comunitario. A
raíz de su estancia en 1891, por ejemplo, Corner
señala que el término palacio sólo tiene sentido
desde el punto de vista estético, pues no le parece
probable que las estructuras fueran habitaciones de
los caciques o sacerdotes (1899: 33).1 Por su parte,
Nicolás León publicó, en 1901, una guía históricodescriptiva del lugar con los detalles que más le in-
1 El término palacio sigue teniendo el significado de “gran edifi-
cio o construcción” en la lengua italiana y de igual manera se
usa en español para designar la sede de las principales oficinas
de gobierno. Por ejemplo, en la ciudad de México está el Palacio
Nacional.
Con estos cuestionamientos no sólo se puso
en duda el carácter de los edificios y de las fuentes documentales, sino la forma de ver el mundo
y la filosofía de trabajo de quienes los habían diseñado y realizado. Cabe recordar, por un momento, que los círculos académicos de aquel entonces
estaban sumamente preocupados por la autoría
intelectual de los vestigios arqueológicos que se
hallaban en todo el país y por el papel de los indígenas respecto de una herencia cultural que exigía
del Estado normas y principios claros para su conservación (véase Álvarez, 1900). Desafortunadamente quedaron sin respuesta numerosas cuestiones
que atañen al pasado, lo que se refleja en la falta
de una explicación atinada sobre la organización
social y los procedimientos que permitieron erigir, en Mitla, edificios de tan alta calidad estética y
tecnológica.
En una escala más general, se puede señalar
que a la fecha se concibe la nación como la legítima heredera de las poblaciones que fueron desarraigadas durante el virreinato y como depositaria de
todos sus bienes materiales, ya sea que estén en
algún museo o colección particular, o que permanezcan in situ o enterrados. Las leyes emanadas de
las discusiones habidas durante el siglo XX son varias, y entre ellas destaca la de 1972 sobre Monumentos y Zonas Arqueológicas, Artísticos e Históricos (Martínez Azuela, 1995). Menos claros, y aún
muy controversiales, son todos los asuntos relacionados con la autoría intelectual de los aspectos
intangibles que acompañaron a dichos bienes o
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Figura 3.2. Planta del Palacio de Monte Albán.
(Dibujo: A. Reséndiz, 2004. Tomado de Fahmel, 1991: lám. 15.)
que derivan de ellos, ya sea en el ámbito de la memoria social y las costumbres, o en el de la investigación científica y su recreación. Para conocer la
situación del patrimonio arqueológico en el ámbito oaxaqueño de hoy, baste consultar los temas
tratados durante la Segunda Mesa Redonda de
Monte Albán y las propuestas que se hicieron para
vincularlo con la dinámica de los diferentes sectores de nuestra sociedad (Robles, ed., 2002).
La reconstrucción del pasado prehispánico
Después del levantamiento armado de 1910-1917,
el pueblo de México requirió una historia que estuviera de acuerdo con la realidad a la que despertó el país. Los ideales sociales dieron forma a
una práctica política que enfatizó la participación
de los grupos marginados, y a una política cultural
que enalteció las expresiones artísticas del pasado,
exaltando los valores que a partir de entonces definirían a la nación y a las etnias que la conformaban. Estas metas exigieron rescatar los sitios arqueológicos más representativos de aquel pasado
y los elementos culturales vigentes que permitieran modelar a las nuevas generaciones dentro de
un marco de libertad, igualdad y fraternidad.
En Oaxaca, tal paradigma significó, primero,
la exploración de Monte Albán y su arquitectura
monumental [fig. 3.2], y la de todos aquellos sitios
que permitían explicar el origen y desarrollo del
mosaico étnico actual, y, segundo, la búsqueda, estudio y publicación de documentos que validaran
y detallaran la forma de vida prehispánica, incluidas las pinturas murales de Mitla y los códices de
tradición mixteca. El reto metodológico que esta labor representó para los investigadores del momento fue titánico, pues no sólo había que escudriñar
los mitos y las leyendas elaboradas desde la época
colonial, sino superar las limitaciones del empirismo heredado del siglo XIX.
Para construir una secuencia cultural que diera sentido a los hallazgos efectuados en Monte Albán y sitios culturalmente afiliados, fue necesario
que Alfonso Caso realizara numerosos pozos estratigráficos alrededor de la plaza principal de aquel
lugar [fig. 3.3] y clasificara los ajuares recuperados
en los sepulcros conforme a los cambios que se observaban en la cerámica y la arquitectura. Con base
en las ciento setenta y dos tumbas y los múltiples
entierros localizados en las unidades domésticas
ubicadas en las cercanías de la gran plaza, Caso pudo
aseverar que los zapotecos del período Clásico dieron importancia especial a la muerte y al cuidado
de sus difuntos. Por el tamaño y la calidad de la arquitectura, en cambio, los calificó como “pueblo de
arquitectos” (Caso, 1942). La cantidad de palacios
y residencias que circundan la plaza, y el número
de tipos cerámicos que volvían a aparecer en otros
sitios de Oaxaca dieron pie, por otra parte, a que rechazara la idea de que se trataba de una fortaleza
o centro ceremonial vacío (noción que tuvieron
los primeros visitantes) y que pensara en una ciudad que encabezó a un Estado tributario de orden
teocrático.
Durante los años sesenta y setenta, varios arquitectos-urbanistas alabaron el diseño y la distribución de los espacios en Monte Albán, resaltando el juego de luces que produce la composición
formal de los edificios y la comunión espiritual
que despierta el contacto entre el cielo y la tierra.
Al mismo tiempo, Richard Blanton (1978) recorría las faldas de los cerros donde se sitúa la zona
arqueológica; localizó 2 073 terrazas agrícolas y
habitacionales e identificó los materiales que
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N
Figura 3.3. Monte Albán. Plano topográfico.
(Dibujo: A. Navarrete, 2005. Tomado de Marquina, 1928.)
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atestiguan el paulatino crecimiento del asentamiento y su interdependencia con sitios ubicados
tanto en los valles como fuera de éstos. Quedaba
por resolver, entonces, quiénes fueron los que dirigían los destinos de esta ciudad y quiénes los
que la enlazaron con los demás grupos que habitaban en Oaxaca.
Mediante el análisis de los glifos labrados en las
estelas recuperadas hasta principios del siglo XX,
Alfonso Caso (1928, 1947) sentó las bases para el
estudio de la escritura zapoteca y la comprensión
del orden religioso y político que prevaleció entre
los años 500 a. C. y 900 d. C. en la región central
de la entidad. Partiendo de los relieves conocidos
como Los Danzantes [fig. 3.4], las lápidas de conquista y las estelas genealógicas, Caso construyó un escenario multifacético que incluye la figura de los señores y sacerdotes y la de prisioneros de guerra
provenientes de distintas localidades.
Las pinturas que encontró en las tumbas enriquecieron este cuadro a través de la representación
de guerreros y personalidades asociadas a elementos mitológicos u objetos utilitarios que también fueron empleados durante los rituales funerarios (Caso,
1965a). Con base en un método hermenéutico y
minuciosos análisis comparativos contrastó dichas
imágenes con la iconografía de las figuras adosadas
a las urnas, logrando así reconstruir buena parte de
la cosmovisión y del ceremonial que vinculaban a
los gobernantes con los dioses y las poblaciones
circundantes. ¿Cuáles fueron, sin embargo, los orígenes y el destino de esa sociedad cuya existencia
giró en torno a las elites que vivían en Monte Albán?
El desarrollo social en los Valles Centrales
El interés por los procesos que condujeron a la
complicación social y a la jerarquización de las elites llegó a Oaxaca con una serie de investigadores
formados en Estados Unidos, dentro de escuelas
que abordan la evolución humana desde una perspectiva sistémica. Apoyándose en recorridos de superficie regionales y en estudios del ambiente, estos investigadores han inferido los mecanismos
políticos y las adaptaciones ecológicas que dieron
lugar a los asentamientos que se observan en varios
ámbitos de la Mixteca, la Cañada, la Costa y el
Figura 3.4. Imagen de un Danzante de la época I
de Monte Albán.
(Dibujo: A. Reséndiz. Tomado de Caso, 1947: fig. 16.)
Istmo, y, sobre todo, a las manifestaciones de la
cultura zapoteca en los valles de Etla, Zimatlán y
Tlacolula. Como se dijo antes, fue Richard Blanton el primero en recorrer con detalle los cerros
que rodeaban la antigua capital zapoteca, mientras que Kent Flannery y su equipo se dedicaron a
los Valles Centrales y a las sierras colindantes. De
esos trabajos, fueron aquellos relacionados con el
valle de Etla los que más contribuyeron a la comprensión de la historia que culminó con el poblamiento de Monte Albán durante el Preclásico tardío (véase, en el capítulo previo, la tabla 2.1 y el
plano con los sitios arqueológicos [fig. 2.1]).
Las exploraciones realizadas en San José Mogote y en el Barrio del Rosario, en Huitzo, expusieron
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Figura 3.5. Estela 11 de Monte Albán.
(Dibujo: A. Reséndiz. Tomado de Caso, 1928: fig. 58.)
capas culturales y edificios que se remontan al año
1400 a. C. y que, por lo tanto, atestiguan el desarrollo inicial de la sociedad zapoteca y el paso gradual del estadio tribal al de un cacicazgo (Flannery
y Marcus, 1994; Flannery y Marcus, eds., 1983). La
importancia de San José Mogote y su interacción
con los olmecas de San Lorenzo Tenochtitlán, en
el Golfo de México, fue destacada en un artículo de
Kent Flannery presentado en la Mesa Redonda
de Dumbarton Oaks dedicada a los olmecas (1968)
y en un libro colectivo del año 1976 intitulado The
Early Mesoamerican Village, que pronto resultó fundamental para la arqueología mesoamericana. Desde entonces, no sólo cambió la práctica de la arqueología en México, dándose mayor importancia
al estudio de las unidades habitacionales y su configuración interna, sino que se insistió en la construcción de una teoría arqueológica que permitiera enriquecer las interpretaciones hechas hasta
entonces.
Desafortunadamente, el método basado en colecciones de superficie nunca logró distinguir los
factores prioritarios que hubieran posibilitado entender, en cabalidad, los cambios culturales (Zei-
tlin, 2000), por lo que en los años ochenta surgieron
nuevos proyectos abocados a resolver problemas
concretos de orden teórico y a profundizar en el
análisis de los materiales que componen el registro arqueológico. Entre los primeros se encuentra
la cuestión de la identidad de los grupos estudiados, en particular la de los fundadores y posteriores
habitantes de Monte Albán, siempre referidos a
priori como zapotecos.
Desde una perspectiva glotocronológica, las
principales lenguas oaxaqueñas que derivan de la
familia otomangue se diferenciaron entre los años
5100 y 1300 a. C., por lo que el panorama lingüístico del Preclásico debió de ser parecido al actual
(Marcus, 1983). Una vez considerado esto habría
que preguntarse, empero, si aquellos hablantes de
“protozapoteco” se concebían como un solo grupo
étnico o como grupos distintos y si todos ellos
compartían la misma cultura material. Para Flannery y Marcus, entre otros, el árbol genealógico
de las lenguas coincide con el desarrollo de las diversas etnias y se advierte, en aquél, los orígenes
del actual mosaico étnico-cultural. Otros autores no
ven tan clara esta relación, ya que lengua, etnia y
cultura no evolucionan a la par por las mutaciones
que en ellas producen las contingencias históricas
(véase Kluckhohn, 1971). Según ellos, habría que
preguntarse quiénes fueron los que primero se asentaron en Monte Albán y quiénes los que lo llevaron
a su esplendor.
Si es cierto que la cultura se enriquece de manera selectiva a través de las relaciones que guardan entre sí los distintos grupos de una sociedad y
los contactos que ésta tiene con las sociedades vecinas, podríamos afirmar que Alfonso Caso tuvo razón al señalar que los objetos pertenecientes a la
época IIIb de Monte Albán fueron producto de la incorporación de elementos olmecas, mayas y teotihuacanos a la cultura local de la época I, y que
los zapotecos de época tardía [fig. 3.5] se pueden
reconocer como tales a partir del año 600 d. C.,
aproximadamente (Caso, Bernal y Acosta, 1967).
Al mismo tiempo, se observa que desde temprano
las elites compartieron los tipos de cerámica doméstica con los demás grupos sociales que habitaban el cerro. Tal uniformidad en el consumo de
objetos utilitarios fue, sin embargo, el argumento
para que Kent Flannery propusiera una identidad
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zapoteca común desde el Preclásico. Tomando a
esta última como punto de partida, queda en manos de la arqueología y de la semiología precisar en
qué consiste el carácter multiétnico y pluricultural
de las antiguas elites oaxaqueñas. En su explicación también deberá aludirse al hecho de que los
gobernantes de Monte Albán y otros sitios mayores modelaron sus asentamientos y objetos rituales
conforme a los gustos que prevalecían en las regiones con las que mantenían contacto, y a que diariamente se encuentran objetos oaxaqueños o de
inspiración oaxaqueña en otras regiones de Mesoamérica.
La inserción de Oaxaca dentro de los procesos
que contribuyeron a formalizar la civilización mesoamericana implicó, también, el desarrollo de instituciones que trascendieron el cacicazgo de San José
Mogote y los límites naturales de los Valles Centrales (Ribeiro, 1976; Fahmel, 1995; Blanton et al.,
1999; Robles, ed., 2001, 2004; Balkansky, 2002; González, 2003). La forma de organización estatal que
surgió en Monte Albán durante la época I tardía y
II temprana marcó el camino que seguirían otros
pueblos, y una política cultural abierta a los demás
grupos que habitaban la entidad. De los sitios que
se conocen arqueológicamente, hay indicios de contacto con los Valles Centrales en Monte Negro, Huamelulpan, Yucuita y Cerro de las Minas, en la Mixteca; en Laguna Zope, en el Istmo, y en el valle de
Sola y la desembocadura del río Verde, en la costa
del Pacífico. Al estrechar relaciones con Teotihuacán, la ciudad oaxaqueña se incorporó a una red
mayor, dentro de la cual adoptaría un papel rector
durante la época Monte Albán IIIb. Aunque las instituciones originales parecen haberse conservado
hasta el Clásico tardío, las pinturas y los grabados
en piedra recuperados a lo largo y ancho de la entidad sugieren que hacia 850-900 d. C. los linajes
de los sitios menores trastocaron el orden establecido para adoptar una formación política y social
más diversificada.
grafía de los gobernantes y correlacionarlos con los
objetos rituales hallados en los edificios públicos y
con los de tipo utilitario recuperados en las tumbas, entierros y unidades habitacionales. En este
sentido destacan los trabajos sobre Los Danzantes y
las lápidas del Montículo J de Monte Albán como
representaciones fundacionales, así como los que
se refieren a los señores y lugares que figuran en los
relieves y las estelas de las plataformas norte y sur
(Acosta, 1958-1959; Caso, 1928, 1947, 1965b; Caso y
Bernal, 1952; Caso, Bernal y Acosta, 1967; Zehnder,
1977; Scott, 1978; Spencer, 1982; Flannery y Marcus, eds., 1983; García Moll et al., 1986; Fahmel,
1994, 2001, 2004; Urcid, 2001).
El estudio detallado de la pintura mural ha contribuido a entender mejor los recintos funerarios
y las diferencias que éstos presentan respecto de
los espacios domésticos y de ritual público. Grosso
modo, se observa que, a lo largo de trece siglos de
ocupación en Monte Albán y en los Valles Centrales, las tumbas de cajón con cubierta plana fueron
cediendo lugar a las que tienen antecámara y techo abovedado, brindando más lugar de maniobra
a quienes las decoraban. Durante el Clásico aparecieron nuevas plantas con nichos y brazos que las
asemejan a una cruz, a una T o una H, incluyendo
además esculturas y relieves en piedra y estuco que
aquilataban los mensajes contenidos en las pinturas. La interpretación de las escenas representadas
varía de un autor a otro, aunque los señalamientos
de Alfonso Caso sobre la forma del cosmos, sus regiones y deidades asociadas, y los cambios estilístico-culturales en la figuración de los señores y sacerdotes sigue siendo la más atinada (1938, 1965b). Al
respecto, el responsable de innumerables exploraciones en las zonas arqueológicas de la entidad
comenta:
El arte no puede, de ningún modo, detenerse frente a los aspectos plásticos; tiene que ir más allá, a las
hondas raíces culturales que producen, consciente
o inconscientemente, la obra de arte [...] Las formas cambian de una cultura a otra porque cambia
La sociedad y su cultura material
también la actitud de los hombres: varía su visión
cósmica, tienen otras inquietudes y motivaciones
Para sustentar los enunciados de la historia y articularlos con el registro arqueológico, ha sido necesario efectuar análisis minuciosos de la icono-
(Caso, 1969: 35).
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Por lo dicho se comprende por qué hasta el más
agudo de los observadores queda perplejo ante la
riqueza de los atuendos y los ajuares representados
por los muralistas oaxaqueños de antaño. Afortunadamente, los avances realizados en materia de
iconografía y epigrafía han permitido abordar con
más seguridad el difícil tema de la indumentaria y la
parafernalia que caracterizó a cada uno de los oficios
y rangos sociales, lo que ha permitido efectuar
propuestas muy precisas sobre los vínculos que mantuvieron los linajes de los lugares explorados.
Ahora bien, para significar los objetos hallados
en las tumbas y otros contextos arqueológicos, es
necesario recordar que una estructura social jerarquizada determina, por su misma naturaleza, las
labores que realizan los distintos sectores de la población y los tipos de objetos que utilizan para su
trabajo y su adorno personal. De ahí que últimamente los arqueólogos se hayan dedicado a buscar
las áreas de actividad en los asentamientos prehispánicos y la distribución de los productos ahí manufacturados.
A la fecha, sabemos que en San José Mogote
hubo un barrio de especialistas en la producción
de objetos de magnetita y otros minerales ferruginosos que se enviaban a la región olmeca del Golfo para ser usados como adorno o en ceremonias
rituales (Pires-Ferreira, 1975). Cerca de San José
Mogote y de Lambityeco, por su parte, se explotaba la sal (Drennan, 1976; Paddock, 1983a). La piedra empleada en las construcciones de Monte Albán se obtenía de canteras locales y de otras más
alejadas, lo que implica sistemas de producción y
acarreo muy bien organizados (Morales, 1992). Lo
mismo se observa en el área de Mitla, donde fueron localizadas las canteras y numerosos bloques
de piedra careada que nunca llegaron a formar
parte de las construcciones (Holmes, 1897; Robles, 1994).
En cuanto a la cerámica, sólo se han encontrado algunos hornos aislados en contextos que parecen remitir a situaciones de producción familiar
(Martínez López et al., 2000). Gary Feinman y otros
investigadores (Feinman, 1990a) analizaron los tipos de pasta gris fina elaborados en los Valles Centrales a finales del período Clásico y detectaron
numerosas variantes y probables centros de manufactura que debieron continuar su producción du-
rante el Posclásico. En Ejutla, Feinman y Nicholas
(Feinman et al., 1990b) localizaron talleres para el
trabajo de concha que debieron surtir a varias localidades circundantes.
La mica hallada en la Plataforma Norte de Monte Albán seguramente proviene de los yacimientos del valle de Etla, y una vez trabajada parece haber
sido exportada a Teotihuacán (Winter, 1994). La
obsidiana, en cambio, debió ser importada como
materia prima y haberse desbastado en contextos
particulares (Winter, 1979; Elam, 1993). Es posible
que la turquesa se obtuviera de algún yacimiento
oaxaqueño ahora desconocido, aunque en su mayoría fue llevada desde las minas de Nuevo México
(Harbottle y Weigand, 1992). Buena parte de los pigmentos empleados en los textiles y la pintura mural
aparentan ser de procedencia local, aunque también
hay algunos —como el cinabrio y el azul maya—
que delatan un posible origen foráneo (véase Magaloni y Falcón, en el presente tomo). Para trasladar estos productos, y muchísimos otros que no se
conservaron en el registro arqueológico, fue necesaria una organización económica muy compleja y un
sinfín de comerciantes, cargadores y caravaneros
que a semejanza de los pochtecah se desplazaban
de un lugar a otro.
Más allá de la región central zapoteca y de la
red económica que dirigían las grandes ciudades
debieron hallarse numerosos señoríos que vigilaban el proceso civilizador, mientras que se debatían
entre el etnofilismo y el etnocentrismo (Fahmel,
1995; Ribeiro y Gomes, 1996). En determinados momentos, ciertas regiones emularon el proceso político zapoteco, produciendo objetos e iconos que el
arqueólogo puede relacionar con las esferas sociales que interactuaron. En otras situaciones, empero,
se observan desarrollos autónomos o filiaciones
culturales con los grupos asentados en el altiplano
poblano-tlaxcalteca y Teotihuacán, así como en los
estados de Morelos y Guerrero y en las costas de
Veracruz y Chiapas.
El mosaico cultural mesoamericano
En la dinámica que generaron los centros urbanos
surgidos en la Costa del Golfo durante el Preclásico
medio se pueden situar numerosos sitios fuera de
El contexto sociocultural de la pintura mural oaxaqueña | 83
esta región con una marcada influencia olmeca.
Entre ellos se encuentran San José Mogote, Etlatongo, Miltepec y Monte Albán, en Oaxaca; las Bocas y
el área de San Martín Texmelucan, en Puebla; Tlatilco y Tlapacoya, en la cuenca de México; Chalcatzingo, en Morelos, y Teopantecuanitlán, Juxtlahuaca
y Oxtotitlán, en Guerrero. La relación que los unía
aún no ha sido determinada, aunque es posible que
las rutas sobre las cuales se expandió el estilo olmeca también sirvieran para el comercio del jade
y la obsidiana, distribuyéndose, al mismo tiempo,
ciertos tipos de figurillas y cerámica (Flannery, 1968;
Bernal, 1969; Piña Chan, 1989; Coe et al., 1996).
Los principios de jerarquización política y de
ordenamiento religioso que maduraron en estos
contextos permitieron que en algunas regiones se
adoptara una estructura social de tipo estatal durante el Clásico temprano, incorporando en sus sistemas a los cacicazgos de menor envergadura. Tenemos entonces sitios como Monte Albán, San José
Mogote y Dainzú, Huamelulpan, Yucuita, Diquiyú y
Cerro de las Minas como parte de una esfera cultural mayor, estrechamente vinculada con las culturas
protoclásicas del sureste mesoamericano.
En los Valles Centrales de Oaxaca fue Monte
Albán, sin embargo, el que asumió el liderazgo sobre los demás asentamientos, enlazando a los sitios
mencionados en las lápidas del Montículo J [fig.
3.6] y ejerciendo una política de alcances desconocidos hasta ese momento. Después de un intenso
proceso de urbanización que dio forma a los distintos ámbitos de la ciudad y que plasmó, en la gran
plaza, los principios de organización espacial que
dictaba una astronomía de carácter solar, la elite zapoteca intensificó sus relaciones con los pueblos
del Altiplano Central y Teotihuacán, asegurando así
la estabilidad de los centros urbanos del Clásico
medio.
Algunos autores piensan que tal proceso estuvo acompañado de conquistas y de competencia
interregional (Caso, 1947; Spencer, 1982; Flannery
y Marcus, eds., 1983; Cabrera et al., 1991),2 aunque
2 Véase la propuesta de Cabrera et al. (1991) sobre la proceden-
cia de los individuos sacrificados en el basamento de las Serpientes Emplumadas de Teotihuacán con los resultados obtenidos por
Serrano et al. (1993) del análisis de las mutilaciones dentarias
que mostraban estos mismos.
Figura 3.6. Monte Albán. Lápida fundacional del Estado
zapoteco empotrada en el Montículo J.
(Dibujo: A. Reséndiz. Tomado de Caso, 1947: fig. 41.)
las distancias y los factores fisiográficos sugieren,
más bien, vínculos cambiantes entre los señoríos
menores y la neutralidad entre Teotihuacán y Monte Albán (Bernal, 1965; Fahmel, 2001, 2004). Este
equilibrio entre las fuerzas horizontales y verticales del cosmos se percibe en la gran mayoría de
los sitios que florecieron durante esa época, ya sea
en el cosmograma de sus recintos ceremoniales
o en la iconografía que decora sus edificios y tumbas señoriales (Caso, 1965b; Millon, ed., 1973; Fahmel, 1997; Adams, 1999; De la Torre, 2002).
La vida es vida, empero, y con el abandono paulatino de Teotihuacán fueron dándose cambios que
fortalecieron a nuevos linajes en las diversas regiones de Mesoamérica (Pasztory, ed., 1978; Flannery
y Marcus, eds., 1983; Diehl y Berlo, eds., 1989). Los
matrimonios dinásticos que se efectuaron entre nobles de los distintos sitios de los Valles Centrales
de Oaxaca quedaron asentados en los monumentos escultóricos labrados durante el Clásico tardío
[fig. 3.7]; por el formato de las representaciones y
el contenido de las narraciones, estas historias grabadas en piedra parecen ser el antecedente directo
de los códices posclásicos. La riqueza iconográfica de tales monumentos es testimonio, también, del
flujo de ideas y de productos a lo largo de los ca-
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Figura 3.7. Estela 10 de Monte Albán.
(Dibujo: A. Reséndiz, 2004.
Tomado de Fahmel, 1994: fig. 3.)
minos que cruzaban la entidad e indicio del auge
que cobraron las letras y las artes durante la época IIIb.
Hacia finales del Clásico, la diversificación cultural desmedida repercutió en la validez de las normas ancestrales y en la cristalización de antiguas
rivalidades entre los sectores que componían la
red comercial. Las diferencias se perciben, ante
todo, en el ámbito de los lenguajes visuales, ya sea
como un rompimiento con los portadores tradicionales de la cuenta anual o a través de los dioses representados en las urnas y figurillas de cerámica.
Asimismo, hacen su aparición las imágenes de
soldados o guardias corporales, tanto modeladas en
barro como pintadas en las tumbas de los gobernantes. Como consecuencia de estos desarrollos, el
cruce de caminos del Clásico tardío fue trasladándose hacia Cholula y el noroeste oaxaqueño, conocido también como zona ñuiñe o tierra caliente.
En aquella región, donde a la fecha convergen
varios grupos étnicos y lingüísticos, las elites incorporaron a su cultura material diversos elementos de raigambre zapoteca y teotihuacana para legitimar su ascendencia y el lugar de sus señoríos.
Con el tiempo, dichos elementos cuajaron en un
estilo particular que fue distribuyéndose hasta los
límites de Guerrero, por un lado, y a la Cañada de
Tehuacán y Cuicatlán, por el otro (Paddock, 1970;
Moser, 1977; Rodríguez, 1996). Nuevos impulsos
provenientes de Puebla y Tlaxcala, vinculados con
los grupos que habitaban alrededor de Cholula y
Cacaxtla, enriquecieron la cultura material de la
región mixteca, dando lugar al estilo —o grupo de
estilos— posclásicos conocidos con el término
Mixteca-Puebla (Seler, 1895, 1960; Nicholson, 1960;
Noguera, 1965; Lind, 1967; Smith y Heath-Smith,
1982; Nicholson y Quiñones, eds., 1994; Camarena, 1999).
Los señoríos clásicos de la Mixteca Alta, de la
Cañada, de las sierras Norte y Sur y de la costa de
Oaxaca han sido poco estudiados. En general, se ha
asumido que dichas regiones carecieron del espacio necesario para madurar una jerarquía de sitios
como la que encabezó Monte Albán. Por lo mismo,
se ha pensado en la existencia de organizaciones
sociopolíticas semejantes a la de los cacicazgos posclásicos de la Mixteca Alta (Dahlgren, 1954; Spores,
1967). Hay noticia, empero, de alianzas que en épo-
El contexto sociocultural de la pintura mural oaxaqueña | 85
ca tardía unificaron a dichos señoríos dentro de
grandes reinos, como fue la confederación de Ocho
Venado Garra de Tigre, de Teozacoalco-Tilantongo,
o la de los señores de Tututepec en la costa del Pacífico (Caso, 1979). El señorío de Teozapotlán, que
extendió sus fronteras de los Valles Centrales hasta
Tehuantepec, es un ejemplo más de tantos pactos
etnofílicos que debieron signarse a lo largo del tiempo y que aún desconocemos en términos etnohistóricos y arqueológicos (Paddock, 1983b).
El colapso del Clásico —como se le ha llamado
por analogía con lo sucedido en el área maya— es
un tema difícil por las distintas cronologías y conceptos de identidad que se manejan en la arqueología oaxaqueña. No obstante, algunos análisis minuciosos han detectado una serie de materiales que
no se comportan según el modelo Clásico-Posclásico o teocracia-militarismo de corte tradicional,
sino que muestran la continuidad y la convivencia
de zapotecos y mixtecos en Monte Albán [fig. 3.8],
los Valles Centrales y la Mixteca Alta desde la época IIIb (Byland y Pohl, 1994; Fahmel, 1994, 1998;
Rodríguez, 1996).
Por otra parte, la diversificación de los sistemas gráficos empleados en los territorios que van
de Xochicalco, en el actual estado de Morelos, hasta Guiengola en el Istmo de Tehuantepec, parece
haber acompañado la desintegración social y el
quebrantamiento de las redes comerciales mayores, disgregando a los componentes que formaban
las antiguas estructuras políticas y el soporte de las
grandes ciudades.
Por último, la aparición de nuevas tecnologías,
como la fundición de metales y la cerámica de alta
temperatura, debió de contribuir a las dudas que
habrían surgido respecto de la naturaleza y eficacia
de los dioses clásicos, y conducir a una sociedad
más secular. Después de un intervalo —que aún falta estudiar—, los pueblos del Posclásico tardío reelaboraron sus jerarquías, ordenando los centros de
producción y distribución artesanal conforme al
sistema de relaciones vigente entre los señoríos al
llegar los españoles (Dahlgren, 1954; Spores, 1967;
Taylor, 1972; Acuña, ed., 1984; Terraciano, 2001).
Las deidades adoptaron caracteres iconográficos
que también se utilizaban en otras regiones de Mesoamérica, destacando las distintas fuerzas que se
manifiestan en la naturaleza.
Figura 3.8. Monte Albán. Relieve del Montículo J
que representa al dios del viento Ehécatl en estilo códice.
(Dibujo: A. Reséndiz, 2004.
Basado en una foto de B. Fahmel, 1987.)
En los Valles Centrales, Zaachila encabezó las
alianzas que, según las Relaciones geográficas de
1580, nunca pudieron superar los conflictos entre
vecinos. La presión que sobre ellos ejercieron los
pueblos serranos, empero, sí logró unificar temporalmente a los señoríos y organizar el apoyo a
los desfavorecidos. Los mixtecos, por su parte,
prefirieron ligar sus señoríos mediante un sistema
flexible de matrimonios dinásticos, lo que les dio
una serie de ventajas en sus tratos multilaterales.
En los códices Bodley, Selden, Nuttall [fig. 3.9], Vindobonensis, Becker 2 y Colombino-Becker se encuentran numerosos ejemplos de esta forma de actuar,
lo que no deja de confundir a los antropólogos
que desean rastrear la etnogénesis de los pueblos
actuales.
Poco es, en cambio, lo que se sabe de los señoríos de la costa sur debido a la pérdida de la Relación geográfica del reino de Tututepec. Lo mismo se
puede decir respecto de los pueblos de la sierra
Norte, donde mixes, chinantecos y zapotecos controlaban el flujo de mercancías entre el Golfo y
los Valles Centrales. La noticia que corrió en el siglo XVI sobre los abundantes objetos de oro que se
encontraban en la Chinantla llevó a que muchos
soldados españoles desertaran y se dedicaran al
saqueo de los sitios prehispánicos, destruyendo
86 | Oaxaca I Estudios
La pintura mural prehispánica en Oaxaca
Figura 3.9. Representación del señor
5 Flor en la página 33 del Códice Nuttall, según Caso.
(Dibujo: A. Reséndiz, 2004. Tomado de Paddock,
ed., 1966: 320.)
las evidencias que hubieran permitido conocer mejor a los grupos que ahí habitaban. En la Cañada de
Tehuacán-Cuicatlán y regiones vecinas, finalmente, coexistían los mazatecos, cuicatecos, nahuas,
nonoalcas, chichimecos, ixcatecos, chocho-popolocas y mixtecos, quienes dejaron registro de sus
historias en las fuentes escritas de los mexicanos
y en numerosos códices, lienzos y documentos coloniales. No hace mucho que empezó a ser estudiada su organización social, si bien queda la tarea
de vincular los sitios arqueológicos reconocidos con
los pueblos antes mencionados (Matadamas, s. a.).
Tratándose de una ruta de intercambio muy intenso parecería imposible cumplir con esta labor, pues
no sólo circularon personas y objetos en todas
direcciones, sino que, desde el Preclásico tardío,
las alianzas y conquistas militares provocaron la
reubicación continua de los asentamientos (véase el mapa etnolingüístico en el capítulo previo)
[fig. 2.9].
Ante la enorme diversidad lingüística, étnica y cultural que presenta el estado de Oaxaca desde una
perspectiva histórica, queda por mencionar un
aspecto que tiene que ver, en forma directa, con los
propósitos del presente volumen, es decir, la coexistencia de diversas tradiciones murales polícromas
con otras que combinan el rojo y el blanco. Dicha
bicromía se vuelve común en numerosos sitios de
la Mixteca Alta, la Cañada, los Valles Centrales, la
Chinantla y el Istmo de Tehuantepec después del
año 650 d. C., y aun cuando no incide en la cerámica ni en los códices que participan de la tradición
Mixteca-Puebla, sí va a adoptar los estilos caligráficos que caracterizan su iconografía.
En cuanto a su significación, el rojo ha sido asociado con la sangre, la vida y el amanecer, aunque
la estrella de la mañana o Venus-Tlahuizcalpantecuhtli también podía ocasionar la muerte. Recordemos que de este color estuvieron pintados los
edificios de Mitla (o “Lugar de los Muertos”) y que
el palacio del gran sacerdote también se conocía
como Palacio de la Vida y de la Muerte (ThiemerSachse, 1995). El blanco, en cambio, se relacionaba con Quetzalcóatl, la luz y la creación, a pesar
de que muchos grupos lo vinculaban con el norte
y el ámbito de Mictlantecuhtli. A la dialéctica imbuida en esta forma de pensamiento dual se añade el tono más cálido del cinabrio, cuyos restos han
sido encontrados en innumerables entierros en
toda Mesoamérica.
En las tumbas de las épocas Monte Albán I a
IIIb, en particular, se observan manchas de tal pigmento en las paredes, así como vestigios del
mismo en los esqueletos y el ajuar de los difuntos.
Muchos de esos huesos coloreados fueron removidos para utilizarlos posteriormente en contextos
rituales, de lo cual se colige que se les consideraba
como depositarios de la fuerza o vitalidad de los
ancestros y, por ende, como instrumento de continuidad. De igual manera, parecería que Mictlantecuhtli, o Señor de los Muertos, se encontraba en
un perenne estado de transición hacia el más allá,
pues la imagen esquelética que deambula entre los
demás dioses figurados en los códices lleva manchas que han sido interpretadas como signos de
descomposición.
El contexto sociocultural de la pintura mural oaxaqueña | 87
Figura 3.10. Huitzo. Barrio del Rosario,
calavera representada en el dintel de la Tumba 1.
(Dibujo: A. Reséndiz.
Basado en Flannery y Marcus, eds., 1983: fig. 8.37).
Ahora bien, la conquista espiritual del siglo XVI
trajo consigo una nueva forma de vida, de ritual
público y de convivencia familiar que introdujo
una actitud distinta hacia la muerte. Este cambio
en la forma de valorar la estancia en el mundo y el
paso al más allá ha contribuido en mucho a la incomprensión de los recintos funerarios prehispánicos y de la pintura mural que se encuentra en
ellos [fig. 3.10]. Así, observamos que frente a la renovación psíquica y anímica que conduce a los cristianos al Reino de los Justos, la gente de los pueblos
aún muestra temor hacia las antiguas tumbas, lo
cual indica que, en su concepción, las fuerzas de la
vida no se disipan con la muerte. La costumbre de
los habitantes de Pomuch, Campeche, por ejemplo,
de remover los tejidos blandos de la osamenta de
sus difuntos cierto tiempo después de haberlos sepultado y luego exponer los huesos durante los meses de noviembre y diciembre, refuerza esta idea y
ayuda a entender mejor esa obligación de honrar
a sus antepasados.
Remontando, entonces, lo poco que sabemos
sobre la muerte durante el Posclásico, y lo que de
ello pervive hasta nuestros días, visualizamos una
situación donde los elementos de la pintura mural
polícroma estarían representando las fuerzas del
cosmos que mantenían la vitalidad del difunto colocado entre ellas. En las tumbas 72 y 112 de Monte Albán, y en la 11 de Lambityeco, dichas fuerzas
habrían sido representadas mediante glifos y figuras humanas que aluden a los cuatro puntos cardinales, mientras que en la Tumba 104 de Monte Albán y en la 1 de Zaachila se habría identificado con
ellas a los difuntos, al registrar sus nombres en el
libro de los tiempos. Los personajes inhumados en
las tumbas 105 de Monte Albán y 5 de Suchilquitongo, por su parte, parecen haber previsto el espíritu de las cosas que esperaba a sus descendientes
y haber compensado el vacío terrenal a través de
los regocijos que brindaba su investidura.
Esta interpretación de un subconjunto de pinturas funerarias dentro del amplísimo territorio oaxaqueño no implica que otros grupos étnicos tuvieran
la misma actitud frente a la muerte. Tan es así que
se conocen distintos tipos y formas de tumbas y enterramientos en las secuencias culturales de la entidad. Lo que dejan entrever todos estos recintos, empero, es un respeto a lo desconocido y al destino de
aquello que imbuye a los humanos de una personalidad, incluyendo acaso a otras especies que mediaban entre el plano terrestre y el inframundo. Durante el Posclásico, esta preocupación encontró
en los iconos de “tipo códice” una forma de comunicación gráfica que permitió transmitir los conceptos
religiosos de una manera inmediata, ya sea entre
los miembros de una misma comunidad o entre pueblos vecinos ligados por alguna circunstancia no filial. Al romperse las barreras lingüísticas también
se pudieron confrontar los valores propios a cada sociedad, tornándose la muerte —como último hecho
de la vida— en un tema que permitió el diálogo entre los distintos pueblos que habitaban Mesoamérica.
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