Tener presente el pasado para un futuro distinto

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Tener presente el pasado para un futuro distinto
Federico Mayor Zaragoza
(Fundación Cultura de Paz)
Memoria de la violencia, del odio, de la animadversión. Memoria de las víctimas, de
todas las víctimas. Si fuéramos capaces de recordar a todas las víctimas de todas las
guerras, de todas las catástrofes, de todas las acciones delictivas…, si a todos los tuviésemos presentes, entonces, sólo entonces, rechazaríamos para siempre el enfrentamiento y forjaríamos nuestro comportamiento cotidiano con acciones de concordia,
conciliación y paz.
La paz es aceptación de todas las diferencias y de todas las opiniones, de tal forma
que descarta cualquier imposición, fuerza, coacción.
La gran riqueza de cada uno y de la humanidad en su conjunto es la memoria. Saber
lo que aconteció. Ni el desconocimiento ni el olvido propician la paz. La paz requiere
el saber profundo y la indulgencia bien meditada.
Las lecciones del pasado sirven para diseñar un futuro en donde ya no aparezcan
los sentimientos ni los argumentos que provocaron las conductas violentas pretéritas.
El gran pecado personal y colectivo, la gran cobardía que siembra semillas de desasosiego e intemperancia es ocultar intencionadamente, por miedo a amenazas interiores, lo que debía explorarse minuciosamente. Hay que tener la valentía de recordar
para revivir, para poder así elegir bien los rumbos del futuro.
Recordar es un deber, un ejercicio de responsabilidad personal y social. Por ello, la
«memoria histórica» es imprescindible. ¿Por qué pretenden impedirnos saber con detalle lo que pasó? Sólo el conocimiento preciso del pasado permite diseñar el mañana
que anhelamos, porque ya somos conscientes de lo que no debería acontecer nunca
más, conscientes también de lo que debería repetirse y conservarse.
Memoria de la guerra para la paz futura, pasando de la mano alzada y armada a la
mano tendida, de la acusación a la conciliación.
El pasado es como fue y debe describirse fidedignamente. Pero ya no puede escribirse. El futuro, debe quedar muy claro, no es inexorable: procurar que esté a la altura
de la dignidad humana es el gran reto, la gran responsabilidad.
Me gusta repetir el extraordinario, denso y esperanzador verso de Miquel Martí i
Pol: «Todo está por hacer y todo es posible… pero ¿quién sino todos?».
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Memoria de guerra y cultura de paz en el siglo xx. De España a América, debates para una historiografía
Todos, podemos.
Memoria de la guerra para la paz futura. Memoria de la imposición, del dominio,
de la violencia… que se han ejercido secularmente por un poder masculino, poder absoluto que ha mantenido a lo largo de los siglos a todos los demás seres humanos como
vasallos, como súbditos que debían ofrecer sin discusión la propia vida.
Ciñéndonos al último siglo, meditemos sobre la horrenda guerra fratricida provocada por un lanzamiento militar contra la Segunda República, en España. En América
latina, la terrible Operación Cóndor, que, llevando el paulmacarthysmo a sus últimas
consecuencias, sustituyó regímenes democráticos por juntas militares responsables de
miles y miles de asesinatos; en Asia, sueños imperiales interpretados con astucia y
ambición sin límites por Tanaka condujeron a la invasión de Manchuria, China, Indochina, Filipinas… y, en los días primeros de diciembre de 1941, al ataque de la armada
de Estados Unidos en Pearl Harbour; el imperio soviético con los sanguinarios gulags
de Stalin… Pero, sobre todo, en Europa, dos grandes conflagraciones, fruto amargo de
las ambiciones expansionistas de Alemania, del nazismo, del fascio.
Es, precisamente, al término de la guerra de 1914 cuando el presidente Woodrow
Wilson, conmocionado por un enfrentamiento caracterizado por un lento exterminio
sin piedad, concibió el convenio de la paz permanente y la institución de la Sociedad
de Naciones, que, a partir de aquel momento, velaría para que no pudieran volver a
tener lugar conflictos bélicos de aquella naturaleza, resolviendo por vías diplomáticas
sus diferencias y conflictos.
De igual modo, al término de la guerra de 1939 a 1945, el presidente Franklin Delano Roosevelt, abrumado por la magnitud alcanzada a escala mundial por una contienda en la que se utilizaron armas de destrucción masiva, exterminio de culturas y
civilizaciones, con genocidios y holocausto, decidió crear un sistema de las Naciones
Unidas, gracias al cual el mundo iniciaría una larga marcha hacia un futuro pacífico,
eliminando «el horror de la guerra». Y, así, la Carta de las Naciones Unidas se inicia con
una frase que me gusta subrayar una y otra vez porque su puesta en práctica representaría, hoy, en los albores del siglo y de milenio tan turbulentos que estamos viviendo,
una solución de concordia y conciliación a escala mundial. Dice así: «Nosotros, los
pueblos […], hemos resuelto evitar a las generaciones venideras el horror de la guerra». ¿Quiénes deben, en último término, tener en sus manos las riendas del destino
colectivo? Los pueblos. Es la gente. Es la democracia genuina la solución. Y la gente, los
pueblos, deciden construir la paz y evitar la guerra teniendo en cuenta el compromiso
supremo: las generaciones que llegan a un paso de la nuestra, a sus descendientes, a
todos los habitantes de la Tierra, a todos los que la habitarán sucesivamente.
Una vez más, las excelentes fórmulas que podían haber representado un punto de
inflexión en la historia no se cumplieron. No supieron aplicarse por los poderosos, de
tal modo que, al poco tiempo, no eran los pueblos sino los Estados únicamente los
que integraban las Naciones Unidas; no se ayudaba a los países más menesterosos,
sino que se le prestaba dinero en condiciones draconianas; no se practicaba, para
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A Volta dos Nove, lugar de memoria en el que el recuerdo de las víctimas fue mantenido durante los
años de la dictadura con cruces pintadas clandestinamente en las rocas del entorno. Imagen del monumento promovido por el Instituto de Estudios Miñoranos. Fondo iem. Proxecto Nomes e Voces
compartir mejor —«com-partir», la palabra mágica de los años cincuenta para cambiar el mundo— la cooperación internacional adecuada y solícita, que degeneró en
explotación de los recursos naturales de estos países en desarrollo… Todo esto bajo la
sombra amenazante de la carrera armamentística que desde casi el final de la segunda
gran guerra había enfrentado a las dos superpotencias, Estados Unidos y la Unión
Soviética.
Al final de la década de 1980 se suceden una serie de acontecimientos que hubieran
podido dar pleno sentido a la Declaración Universal de los Derechos Humanos que,
desde 1948, constituía una referencia ética permanente en el firmamento conceptual
de todos los seres humanos, pero que permanecía marginada por los grandes líderes,
que, en general, fueron incapaces de apercibirse de que los momentos históricos favorables para grandes transformaciones no deben desperdiciarse.
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En efecto, se produjeron varios acontecimientos de extraordinario relieve: sin una
gota de sangre, el imperio soviético, por la acción inesperada y genial de Mijaíl Sergéyevich Gorbachov, se desmorona, como el símbolo del muro de Berlín, y los países
pertenecientes a la Unión Soviética inician como cei (Comunidad de Estados Independientes) una larga marcha hacia sistemas de libertades públicas; en Suráfrica, otro
genio de lo inesperado, el prisionero Nelson Mandela, al concluir 27 años de reclusión,
los últimos de ellos en la terrible cárcel de Robben Island, en la isla de las serpientes,
frente a Ciudad del Cabo, en lugar de salir con sed de venganza y violencia, llega, en
muy poco tiempo, con la complicidad del presidente Frederick de Clerk, a la eliminación del abominable racismo que representaba el apartheid, y en pocos meses se
produce el auténtico milagro de que un negro presida el gran país surafricano; y se
llega a la paz en Mozambique, por la intermediación de la Comunidad de San Egidio;
y termina con éxito, en Chapultepec, el proceso de paz de El Salvador; y se inicia el
proceso de paz en Guatemala…
Pero todas estas realidades, en lugar de llevar al término de la «guerra fría», al
reforzamiento del sistema de las Naciones Unidas y a la atribución de grandes cantidades, procedentes de los gastos militares ya innecesarios por los acuerdos alcanzados,
no tuvieron lugar y los «dividendos de la paz» no fueron, como se había anunciado
tantas veces, el gran paliativo de la pobreza y la desdicha que afectaban a tantos seres
humanos en toda la Tierra. Bien al contrario, el presidente Reagan, auxiliado como
diligente acólito por la primera ministra Margaret Tatcher, decidió establecer la hegemonía anglosajona, liderada por Estados Unidos, para lo cual sustituyeron de un plumazo los principios democráticos occidentales (justicia social, solidaridad, igualdad,
libertad…) por las leyes del mercado; los valores éticos universalmente aceptados por
los valores bursátiles que tanto benefician a unos cuantos… Y marginaron a las Naciones Unidas, iniciando un proceso de «globalización» liderado exclusivamente por los
países más ricos de la Tierra: fueron seis al principio, después siete, con la adición de
Canadá; después ocho, con la de la Federación Rusa…, y, así, se pretendió que el G8,
durante muchos años, fuera el máximo referente de la gobernación mundial.
El resultado está a la vista. Una crisis de hondo calado, crisis múltiple (ética, democrática, política, social, económica, medioambiental, alimentaria…) que se intenta
resolver, desafortunadamente, con las mismas fórmulas neoliberales que a ella han
conducido. Estamos en los últimos coletazos de este proceso, y puede vaticinarse que
el «gran dominio» (militar, energético, financiero, mediático) no tardará en tener que
claudicar.
Y lo hará porque, entre tanto, son muchas y muy importantes las regiones que se
han ido «apartando» de la suerte de occidente: América latina, con sistemas progresivamente democráticos e independientes del «gran hermano del norte», con países
«emergentes» de la fuerza e ímpetu de Brasil, con el liderazgo del presidente Lula;
la Federación Rusa, con una extraordinaria riqueza y un sistema que, a pesar de los
pesares, va ganando en representatividad y gobernación democrática; el continente
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africano, que, muy despacio pero con firmeza, se va emancipando del colonialismo
tecnológico y financiero al que se ha visto —y en alguna medida todavía sigue— sometido; y, en Asia, grandes países como la India, un coloso que con gran dignidad
va superando sus precariedades y afianzándose desde un punto de vista científico y
técnico, con un proceder y estilo heredados del Mahatma Gandhi, que confieren a este
gran país un potencial extraordinario y le reservan, sin duda, un lugar muy especial
en los escenarios de un futuro no lejano… Y queda, claro está, China. La China enigmática, misteriosa, impenetrable. El gran país comunista que en estos momentos es el
gran país capitalista, por la incoherencia, la codicia y la irresponsabilidad de quienes
pensaron que convirtiendo a China en la gran fábrica del mundo podrían ganar más
dinero todavía, sin importarles las condiciones laborales y el respeto a los derechos
humanos que se observaran en este país inmenso, cuyo devenir constituye uno de los
grandes retos de la humanidad en estos momentos y que debería y podría abordarse
debidamente si, por fin, «los pueblos» pudieran eliminar de sus alas las adherencias
residuales del sistema neoliberal e iniciar, conjuntamente, un «nuevo comienzo».
El camino de la emancipación que se requiere es muy difícil, pero es ya posible.
¡Qué buen ejemplo nos acaba de dar la constitución en América latina de la celac
(Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños)! ¡Qué buenos ejemplos acaban de darnos los países del Magreb, en los cuales el silencio de los ciudadanos ha
llegado a su término! He insistido durante muchos años en la necesidad, para que «los
pueblos» inicien un recorrido correcto hacia el mañana, de dejar de ser súbditos y pasar a ser ciudadanos plenos; de dejar de ser espectadores para convertirnos en actores
participativos; de ser receptores de información, impasibles, en emisores permanentes,
expresando nuestra opinión, elevando la voz.
Hasta ahora esto no era posible, y los ciudadanos permanecían exclusivamente
como testigos de las acciones de quienes, desde el origen de los tiempos, llevaban a la
práctica el perverso adagio de «si quiere la paz, prepare la guerra». En los últimos años,
gracias a las nuevas tecnologías de la información y de la comunicación, es ya posible
la participación no presencial ciudadana. Es ya posible que las democracias pasen de
ser formales y vulnerables a representativas, genuinas y firmes. Estamos en un proceso
irreversible en el cual, es un hecho histórico, la voz del pueblo será realmente la que
lidere, la que establezca los derroteros colectivos.
«Nosotros, los pueblos»… representa realmente el «nuevo comienzo» que nos señala la Carta de la Tierra. Los pueblos, cada ser humano único, capaz de crear, puede
ahora comparar, ya que poseen una consciencia global, pueden apreciar lo que tienen
y conocer las precariedades del prójimo.
«Nosotros, los pueblos»…, sin distinción de raza ni de sexo: el porcentaje de mujeres en la toma de decisiones permite augurar cambios de extraordinaria importancia
en la gobernación futura.
Todos los pueblos, por fin, con memoria personal y colectiva de todo el pasado, sin
claroscuros, para hacer posible un porvenir a la altura de la igual dignidad humana.
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Lo pueblos, conocedores de la guerra, de la violencia, de la imposición…, situarán a
todas la víctimas, sin excepción, en el pórtico mismo de su comportamiento cotidiano.
Deber de memoria. Deber de recuerdo para que todas las voces y nombres estén
presentes. Las voces de todos y no de unos cuantos para iluminar definitivamente la
historia de la humanidad, hasta hoy tan tenebrosa.
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