Escaramuzas en territorio enemigo

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Malvinas. Guerra en el Atlántico Sur
ESCARAMUZAS EN TERRITORIO ENEMIGO
El 1 de junio por la tarde, el Escuadrón 801 perdió otra de sus unidades cuando
efectuaba una patrulla de reconocimiento armado al sur de Puerto Argentino.
El capitán Ian Mortimer (avión matrícula XZ456) volaba a aproximadamente 13.000
pies de altura, cuando a las 14.50 (17.50Z) creyó distinguir movimientos cerca del
aeropuerto. Decidido a indagar, hizo un leve giro hacia el norte para aproximarse en
línea recta a la pista y en esas estaba cuando advirtió un repentino resplandor que se
encendía en tierra e inmediatamente después, lo que parecía ser la estela de un misil.
Mortimer sobrevolaba las aguas del mar, a 7 millas de la capital malvinense, cuando
sintió que su avión se estremecía.
“Al ver al misil ascendiendo, dejando una estela de humo gris claro, giré en
alejamiento, elevé la nariz e intenté que el proyectil me sobrepasara. Nunca imaginé
que podría acertarme, estaba convencido que me hallaba más allá de su alcance y que
quedaría corto. Salió de mi campo visual unos dos mil pies debajo de mi avión, y miré
hacia la nariz, esperando ansiosamente verlo reaparecer del otro lado, muy debajo y
cayendo hacia el mar. En cambio, sentí una enorme explosión en la cola de mi avión.
Lo que más recuerdo fue la increíble violencia de todo eso, cuando la cabina conmigo
dentro empezó a dar volteretas por el cielo. Tiré de la manija d eyección antes de medio
segundo del impacto; creo que estaba invertido cuando emergí de la cabina”.
Mortimer salió violentamente despedido del aparato; dio un par de vueltas en el aire e
inmediatamente después abrió su paracaídas, iniciando un lento descenso hacia las
aguas. Una fuerte brisa lo empujó cinco millas hacia el este, alejándolo de la zona de
impacto.
Tardó diez minutos en zambullirse y solo dos en inflar su balsa salvavidas. Una vez
sobre ella, se desprendió de las correas que lo sujetaban al paracaídas y echó un primer
vistazo a su alrededor para ver donde se encontraba.
Al parecer estaba a salvo aunque no por mucho tiempo; el mar comenzaba a agitarse y
el frío era intenso, lo que hacía su rescate imperioso.
Tomó su radio de emergencia SABRE y a través de ella hizo un primer llamado:
“Mayday, mayday, líder Silver a base”.
Minutos después volvió a insistir.
“Mayday, mayday, mayday, lider Silver, derribado por Roland cinco millas al sur de
Stanley”.
Antes de apagar el aparato, alcanzó a escuchar una voz en inglés que parecía confirmar
la recepción.
Mortimer rogaba que las estaciones de transmisión enemiga no hubiesen captado la
señal y mientras obscurecía, extrajo dos pastillas para el mareo y se las colocó en la
boca. A lo lejos, alcanzó a distinguir un helicóptero Chinook seguido por un avión
bimotor que desde Puerto Argentino lo buscaban cerca de donde se había estrellado su
avión. Afortunadamente la providencial ráfaga que lo había empujado hacia el este
después de eyectarse, lo salvó de caer prisionero.
Aún así, sabía que debía ser rescatado y por esa razón, volvió a encender su radio para
enviar un nuevo mensaje.
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Alberto N. Manfredi (h)
“Mayday, mayday, lider Silver a base. A cualquier Sea Harrier en el área, hay dos
blancos a bajo nivel cinco millas al sur de Stanley.
En ese momento, las aeronaves argentinas viraron y se dirigieron hacia su posición. El
avión pasó a gran velocidad por encima de su cabeza y el helicóptero lo hizo dos o tres
minutos después, pero ambos viraron cuando la amenaza de los cazas británicos se hizo
palpable.
Mortimer achicaba el agua de su balsa cuando el sol se ocultó y las sombras
comenzaron a envolverlo. Resignado a pasar la noche en el mar, encendió su baliza
luminosa y después de dos minutos la apagó. Media hora después volvió a repetir la
operación y así lo hizo, una y otra vez, hasta que a las 11.30 (02.30Z), creyó percibir el
sonido de un rotor.
Pese a no sentirse plenamente seguro si se trataba de una aeronave propia o enemiga,
estaba tan congelado que volvió a encender la baliza, sin importarle a esa altura quien
era el que merodeaba por los alrededores. Un minuto después, tenía sobre sí la
gigantesca silueta de un Sea King británico, “…una hermosa imagen que mejoraba a
cada momento…”, del que pendía un cable y en su extremo, un soldado irlandés, el
cabo Mark Finucane, del Escuadrón 820 (HMS “Invinsible”), quien lo sujetó
fuertemente y lo amarró al tirante para subirlo a bordo.
Recién entonces supo que se trataba del helicóptero matrícula XZ574 al comando del
teniente Keith Dudley, cuya tripulación hacía horas que lo estaba buscando.
Casi en el mismo momento en que finalizaba el combate de Top Malo House, se
lanzaba la operación de comandos conjunta a bordo de tres Bell UH-1H que debían
depositar a sus avanzadas en las elevaciones centrales, en espera del grueso de la fuerza
que lo haría al día siguiente.
Como siempre acontecía en estos casos, los aparatos volaron pegados al suelo y a gran
velocidad. El que transportaba a la sección del teniente Alejandro Brizuela, de la
CC601, se posó a menos de un kilómetro de distancia del monte Estancia mientras los
dos restantes siguieron vuelo, el primero hacia Bluff Cove, donde depositó a la gente de
la CC602 al mando del capitán Tomás Fernández y el segundo hacia el monte Kent,
donde debido a un error del piloto, la gente del capitán Andrés Ferrero fue situada en la
parte posterior, a menos de 500 metros de la elevación.
El teniente primero Fernández, que llevaba al capitán Jorge A. Durán como segundo,
ubicó a su gente en la cara opuesta del cerro, un tanto hacia el este y dos kilómetros más
adelante a la del capitán Eduardo M. Villarruel, a efectos de que reconocieran el terreno,
detectasen presencia enemiga y estableciesen tanto sus avenidas de aproximación como
sus corredores aéreos.
Al llegar al monte Kent, la sección del capitán Ferrero fue atacada por un pelotón
enemigo que les disparó con dos morteros e igual número de ametralladoras pesadas.
Una veintena de efectivos ingleses se hallaban apostados allí y parecían estar
esperándolos.
Lo primero que se escuchó fue una terrible explosión, cuya onda expansiva arrojó al
jefe de la sección sobre la turba y le hizo creer que todos sus hombres habían muerto. Al
cabo de un instante, en medio de los disparos y estallidos, la voz del teniente primero
Francisco Maqueda a sus espaldas, le hizo ver que no era así. Casi enseguida escuchó
hablar al sargento primero Arturo Oviedo, agazapado a escasos metros de su posición y
eso le devolvió el espíritu combativo.
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Despojados de sus mochilas, los comandos se aplastaron sobre el terreno, detrás de unas
rocas y esperaron mientras escuchaban las voces de mando del enemigo a menos de 100
metros de distancia.
La principal preocupación de Ferrero era dar el alerta a Puerto Argentino y detener al
grueso de la fuerza, ya que lejos de lo que se suponía, los británicos ocupaban el monte
Kent y eso los tomaría por sorpresa. Mientras cavilaba, se dio cuenta que desde otras
posiciones, sus hombres respondían el fuego porque las trazadoras iban de un lado a
otro, rebotando en todas direcciones. Eso le dio cierta esperanza.
Sabiendo que su sección iba a ser aniquilada, se puso a rezar pidiendo un milagro y este
se presentó en la forma de una tormenta de nieve extremadamente cerrada que apenas
permitía ver a un metro de distancia.
Eso facilitó el repliegue, que se hizo a toda velocidad, descendiendo por la pendiente de
la ladera, bajo una persistente nevada y con algo de viento. En ese momento, el sargento
primero Oviedo extravió el camino y se desprendió del grupo, no así sus compañeros,
quienes pese a encontrarse exhaustos, siguieron avanzando dificultosamente, orientados
por la brújula de Ferrero. De ese modo, en medio de la borrasca evadieron el cerco
enemigo y alcanzaron una pequeña elevación desde la que pudieron distinguir las
lejanas luces de Puerto Argentino.
Pasado un tiempo prudencial desplegaron sus bolsas de dormir y se dispusieron a pasar
la noche, cubiertos con sus ponchos, después de racionar unas tabletas de chocolate.
Ferrero tardó un buen rato en concentrar el sueño, angustiado como estaba por dar
pronto aviso a su gente y detener la operación a tiempo.
En otro sector, bastante más lejos, el teniente primero Horacio Lauría abrió fuego hacia
donde el fragor del combate le indicaba que se hallaban apostados los ingleses. Detrás
suyo se habían sucedido una serie de explosiones y una voz, la del sargento primero
Raimundo Viltes, pedía auxilio lastimosamente pues un disparo le había perforado el
pie. Algo más atrás, el sargento primero Orlando Aguirre avisaba que habían caído en
una emboscada y que era imperioso efectuar un repliegue.
Cuando se abatía sobre ellos una lluvia de balas, Lauría ordenó contraatacar mientras
corría hasta donde se encontraba Viltes herido. Al llegar a su lago, lo ayudó a
incorporarse y apoyando gran parte de su cuerpo sobre su hombro derecho, procedió a
replegarse. En ese momento, numerosas bengalas iluminaron la obscuridad
obligándolos a arrojarse nuevamente al suelo.
Una de esas bengalas, les mostró la espantosa realidad de la lucha, cuando las balas de
los británicos perforaban con violencia las mochilas que habían dejado tiradas sobre el
terreno.
Durante la retirada, al vadear a un río de piedra, Lauría y Viltes se toparon con el
sargento primero José Núñez, que también se replegaba acosado por el fuego enemigo.
A las 09.00 día siguiente, los comandos se desplazaban sobre el terreno cuando
divisaron a lo lejos a un grupo de hombres que se movía como para rodearlos.
Lauría estaba a punto de abrir fuego pero una voz lo alertó a tiempo, advirtiéndole que
se trataba de una patrulla propia.
-¡Argentina!
Era el grupo de Brizuela que los recibió con gran emotividad pues sus componentes
creían que la avanzada había sido completamente diezmada.
El sargento primero enfermero Manuel Vallejo procedió a practicarle a Viltes las
primeras curaciones y poco después, todo el pelotón se dirigió hacia el monte Estancia,
con la intención de acampar allí, a resguardo de los observadores enemigos.
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Alberto N. Manfredi (h)
Esa misma mañana, helicópteros propios relevaban a los comandos aferrados en el
monte Kent, depositando en su lugar nuevos efectivos.
Uno de ellos, un Puma de la PNA, transportaba refuerzos pertenecientes al escuadrón de
fuerzas especiales “Alacrán” de la Gendarmería Nacional, al mando de su jefe, el
comandante Jorge San Emeterio, quienes debían prestar apoyo a sus pares del Ejército1.
El helicóptero voló hacia el monte Longdon y después de contornear sus laderas, enfiló
hacia el Kent, donde debía posarse para dejar a los comandos, pero antes de llegar a su
cima, un cohete lanzado por un Blow Pipe impactó con notable precisión en su
estructura provocando su caída.
Desde el monte Estancia el teniente Brizuela y su gente vieron con estupor como la
máquina estallaba en el aire y se precipitaba a tierra, sobre la base del cerro.
Desesperado por socorrer a su gente, Brizuela corrió los tres kilómetros que lo
separaban del lugar acompañado por Vallejo y el sargento primero Alejo Cantero. En
esos momentos, el comandante San Emeterio y los sargentos Miguel Pepe y Ramón
Acosta, trabajaban afanosamente para sacar a los heridos del interior en llamas del
helicóptero, aún a riesgo de sus vidas.
Lograron extraer a nueve soldados pero no pudieron evitar la muerte de otros seis, que
perecieron en el interior de la aeronave abrazados por las llamas, entre ellos el
subalférez Guillermo Nasif, que en 1981 había efectuado el curso de comandos con la
gente del Ejército.
Cuando la máquina estalló, los gendarmes se replegaron hacia la capital sin ver al grupo
de Brizuela, que llegó al lugar inmediatamente después.
La fracción al mando de Villarruel se acercaba al monte Estancia advirtiendo, cuando
advirtió presencia enemiga en el establecimiento rural que se alzaba en las cercanías2,
única edificación visible en un inmenso páramo desértico.
Tras ordenar un alto, los comandos buscaron cobertura y enseguida distinguieron a una
decena de soldados británicos caminando hacia la vivienda.
Para no ser detectados, se desplazaron hacia una pequeña loma situada entre los montes
Kent y Estancia y poco después dieron con el teniente primero Enrique Rivas y el
sargento Orlando Aguirre (09.00) que se encontraban allí desde el día anterior.
Los comandos intercambiaban información cuando aparecieron en vuelo rasante, dos
Sea Harrier provenientes del este.
Los aviones pasaron a 100 metros de la posición donde se hallaban ubicados sin
atacarlos, porque los confundieron con tropa propia. Cuando los aparatos desaparecían
en el horizonte, camino a San Carlos, en el monte Kent los helicópteros argentinos se
elevaban llevando a bordo a los comandos evacuados y se dirigían velozmente a la
capital.
Desde uno de los aparatos alguien percibió las señales que les hacía desde tierra el
sargento primero Luis Gerardo Luna y advertido de ello, su piloto hizo un breve viraje y
se posó sobre la turba para recogerlo. Eso le permitió a Villarruel acercarse y después de
darse a conocer, solicitarle al piloto que al llegar a Puerto Argentino, pasase la
información de que tropas inglesas ocupaban el cerro, a efectos de detener el inminente
envío de comandos hacia allí. El aviador debía contactar a los mayores Rico y
Castagneto e informarles que las secciones habían sido atacadas y dispersadas, que no
tenían radio, que el personal se encontraba bien y que solicitaba dos morteros de 120
mm con sus respectivas municiones porque todo parecía indicar que el enemigo se
hallaba en posesión del monte Estancia.
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Malvinas. Guerra en el Atlántico Sur
Cuando el helicóptero levantó vuelo, los efectivos en tierra pudieron observar
movimiento de tropas en Teal Inlet, a escasos 2 kilómetros de distancia, lo que generaba
nuevos riesgos para las posiciones propias.
Los Harrier que habían sobrevolado la zona minutos antes, reaparecieron para atacar las
laderas del monte Kent, suponiendo que aún quedaban comandos argentinos allí.
Pasaron a baja velocidad arrojando sus bombas beluga y accionando sus cañones, cuyos
proyectiles levantaban grandes trozos de turba la hacer impacto sobre la superficie.
Faltos de armamento adecuado para atacarlos, Villarruel y sus hombres emprendieron el
regreso al monte Estancia y en el trayecto alcanzaron a ver sobre la cima del Kent, a
soldados de blanco, luciendo la típica indumentaria de las campañas árticas. Los
británicos los vieron pero creyendo que eran integrantes de alguno de sus batallones, no
los atacaron.
Ferrero se percató del error y les hizo señas de un modo tan convincente, que aquellos
le respondieron de igual manera, ignorantes de que quienes estaban enfrente eran
comandos enemigos.
El grupo de Ferrero, integrado por los tenientes primeros Horacio Lauría y Horacio
Guglielmone, el teniente Alejandro Brizuela, el sargento Mario “Perro” Cisneros, el
sargento ayudante Alonso Albornoz y el sargento primero Luis Gerardo Luna, siguió
replegándose, ignorando los pedidos de Viltes para que lo dejaran ahí solo, a efectos de
no retrasarlos. Así siguieron hasta las 16.00 cuando aparecieron por el este otros dos
Sea Harrier volando a escasos 30 metros del suelo, entre Bluff Cove Peack y monte
Estancia.
Ahí si, ante lo dificultoso que se estaba tornando el repliegue, decidieron dejar a Viltes
y seguir adelante. Lo dejaron en una cueva que hallaron en el camino, en compañía del
teniente primero Lauría, el aparato de radio y la mochila del teniente primero Maqueda
que, compadecido de su suerte, se las dejó.
Antes de partir, Ferrero llevó a un lado a Lauría y le dijo en voz baja que en caso de
verse obligado a abandonar la posición, inyectara morfina a su compañero herido y una
vez drogado, lo matase de un disparo para que no cayese en manos del enemigo. La
medida era absolutamente innecesaria porque los británicos estaban demostrando un
trato correcto y humanitario hacia los prisioneros argentinos y en ningún momento
aplicaron métodos brutales. Según su razonamiento, era preferible perder a un hombre y
no a dos, pero mientras escuchaba a su superior, Lauría ya tenía resuelto desoír la
directiva. Después de todo, los ingleses no eran norvietnamitas.
A las 15.00, la sección de Ferrero reinició la marcha comprometiéndose a regresar por
sus compañeros a la mayor brevedad posible.
Eran cerca de las 17.00 cuando llegaron a las estribaciones de Dos Hermanas donde
encontraron apostado al escalón del capitán De la Serna que los estaba esperando con
una moto. Y de esa manera, guiados por aquel, llegaron hasta el puesto de mando de
Aldo Rico, quien los recibió a todos con un fuerte abrazo.
Ferrero narró su odisea, dando cuenta de cómo los británicos habían desbaratado la
operación y solicitó volver en busca de Lauría y Viltes; sin embargo, el estado de
agotamiento del grupo era tal, que el jefe de la Compañía se opuso terminantemente,
argumentando que lo harían, pero al día siguiente.
Los recién llegados fueron trasladados en camión hasta Puerto Argentino y una vez en
el gimnasio, se encontraron con el capitán Tomás Fernández que acababa de regresar
solo porque durante la retirada, la sección a su mando se había extraviado (con el correr
de las horas, sus integrantes irían llegando de a poco).
La historia que trajeron los comandos, no convenció ni a Jofre, ni a Menéndez, ni a
Parada quienes pusieron en duda la presencia británica en Bluff Cove Peack y monte
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Alberto N. Manfredi (h)
Estancia. Su desconfianza no solo generó malestar entre sus subordinados sino que
volvió a poner en evidencia su ineptitud y torpeza como estrategas y máximas
autoridades del archipiélago.
Esa misma noche (1 de junio), aviones Canberra MK-62 procedentes de Río Gallegos
bombardearon el monte Kent. Habían partido del continente a las 03.59 (06.59Z) bajo el
indicativo “Huinca”, conformando una escuadrilla de tres bombarderos armados con
bombas MK-17, para atacar posiciones a 51º 41’ S / 58º 10’ O, de la mencionada altura.
El avión Nº 1, matrícula B-108, llevaba como tripulantes al mayor Jorge Chevalier
(piloto) y al primer teniente Ernesto Lozano (navegante); el Nº 2, con la matrícula B105, al capitán Carlos Bertoldo (piloto) y al primer teniente Juan Reyes (navegante) y el
Nº 3, matrícula B-109, al capitán Eduardo García Puebla (piloto) y al primer teniente
Jorge Segat (navegante).
Volando sobre la Gran Malvinas, a la altura de las coordenadas 51º 40’ S / 58º 00’ O, el
avión del capitán Bertoldo dejó de trasvasar combustible al tanque ventral y por esa
razón debió regresar, aterrizando en Río Gallegos a las 05.44 (08.44Z). Los otros dos
siguieron en descenso hasta divisar el objetivo y a las 04.50 (07.50Z), descargaron sus
bombas desde una altura de 160 pies.
Mientras las cargas estallaban con gran estruendo en las laderas del monte, los
bombardeos viraron y emprendieron el regreso, elevándose paulatinamente a medida
que se alejaban. Los estallidos iluminaron el área y fueron vistos desde Puerto
Argentino, seguidos por el lejano ruido de las detonaciones.
Cinco minutos después, el Sea Harrier matrícula ZA177 del teniente Andy McHarg3,
entró en el área de detección del radar Malvinas en R 030º, a 20 millas náuticas de la
capital, poniendo en alerta a los operadores de radares.
Como el CIC operaba con el radar de Ejército4, carecía de enlace con los Canberra y por
esa razón, no podía establecer contacto con ellos. Urgido por advertirles sobre el peligro
que corría, estableció urgente comunicación con la FAS para que, a través del CIC Río
Gallegos transmitiese la información al capitán Bertoldo.
A las 05:05 (08.05Z) hs el Sea Harrier de McHarg perseguía a la escuadrilla “Huinca”
cuando la misma, a diez minutos del ataque, sobrevolaba los campos que se extendían al
oeste de Darwin trepando hasta los 25.000 pies de altura. En esos momentos, un misil
disparado desde tierra, se aproximó vertiginosamente a los aviones, obligándolos a
lanzar bengalas y rejillas de aluminio con el fin de desviarlo. Al mismo tiempo
desprendieron sus tanques de punta de plano e iniciaron el viraje de evasión para
alejarse del área lo más rápidamente posible.
Ignorando que los perseguía un avión enemigo, los pilotos lograron eludirlo gracias a
las maniobras evasivas que ejecutaron para evadir al misil. Una hora y media después
avistaban su base, donde aterrizaron con una diferencia e quince minutos, el el N1 a las
06.30 (09.30Z) y el Nº 3 a las 06.45 (09.45Z). McHarg también emprendió el regreso
porque pese a que había estado a solo 4 millas de los bombarderos enemigos, se
encontraba al límite de su radio de acción y no deseaba correr riesgos.
Rico y Castagneto intentaron infructuosamente conseguir helicópteros para recoger a
Viltes y Lauría por lo que el capitán médico Llanos propuso hacerlo en motocicleta; la
idea fue aprobada por ambos jefes pese a los riesgos que implicaba y entonces, el
capitán Fernández Funes se ofreció para llevarla a cabo, seguido por los sargentos José
Raúl Alarcón Ferreira y Orlando Díaz.
A todo esto, Lauría ya había determinado replegarse y ayudando a su compañero, se
puso en marcha muy lentamente comprobando a los 400 metros, que el esfuerzo era
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Malvinas. Guerra en el Atlántico Sur
enorme y que en esas condiciones nos e podía seguir. Al herido no le quedó más
remedio que gatear y así, al cabo de un par de horas, alcanzaron el punto en el que
Llanos y Alarcón Ferreira los encontraron.
Los comandos descendieron y cargaron a ambos en sus motocicletas ignorando que los
británicos observaban sus movimientos y esperaban el momento oportuno para
atacarlos.
En su camino de regreso, los motociclistas encontraron al capitán Frecha que con la
ayuda del sargento primero Héctor Cruz, intentaba mover un Land Rover empantanado.
En ese preciso instante, el enemigo abrió fuego con sus piezas de artillería y eso los
obligó a abandonar el vehículo (incluyendo su preciosa carga de Blow Pipes y
municiones) y alejarse presurosamente junto a los recién llegados.
Para su fortuna, regresaron sanos y salvos y Vilches pudo ser atendido en el hospital.
Fue evacuado al día siguiente en el “Bahía Paraíso” pero, lamentablemente, al llegar al
continente, le debieron amputar el pie5.
Al día siguiente, Frecha y Cruz regresaron por el Land Rover, acompañados por el
sargento ayudante Nicolás René Artunduaga de la CC601, pero al aproximarse al
vehículo, la artillería enemiga volvió a abrir fuego impidiéndoles acercarse. Recién al
día siguiente, 3 de junio, lograron el objetivo al recuperar los lanzamisiles y su carga de
proyectiles, no así el vehículo porque el tractor que los había conducido hasta el lugar
había sufrido una pinchadura.
Ese mismo día, cuando el grupo de Frecha estuvo de regreso, Aldo Rico hizo formar a
su gente y una vez frente a ellos, pronunció palabras muy duras, criticando el
desempeño y procedimiento de la Compañía. Los efectivos quedaron perplejos e incluso
consternados porque los términos de su jefe fueron extremadamente hirientes.
Escucharon en el más completo silencio, sin articular palabra, dolidos y avergonzados
por creer que no estaban cumpliendo con su deber ni con la misión para la que se habían
preparado con tanto ahínco. Sin embargo, lejos estaba su jefe de sentir lo que decía
porque sabía muy bien que sus hombres estaban dándolo todo, aún más de lo que
podían, luchando contra un adversario duro y muy superior, en un clima hostil y
extremadamente riguroso. Sin embargo, iba a exigirles todo y más aún, hasta llevarlos
al límite de sus fuerzas.
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Alberto N. Manfredi (h)
Referencias
1
La máquina había despegado de la cancha de fútbol contigua a la Casa de Gobierno y a ella había
intentado subir, infructuosamente, el teniente Jorge M. Vizoso Posse, de la CC602.
2
Estancia House próxima al extremo sur de la caleta Salvador.
3
Escuadrón 800. Provenía del “Hermes” encabezando un PAC formada por cuatro aeronaves.
4
El radar del CIC había sido destruido durante la misión Black Buck del día anterior.
5
En el mismo buque regresaba un hermano suyo que también había prestado servicios en las islas.
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