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El hombre de las mil preguntas
Carlos Ulanovsky
En esta Argentina irresoluta y reiterativa, previsible
hasta el hartazgo e imprevisible hasta la indignación,
patológica y dulce, un paciente busca y busca la raíz de
sus problemas. Como veterano de centenares de batallas
terapéuticas que es, ya debe saber que esas raíces son múltiples. Como singular vocero de su “análisis” en el diario
dominical, se declara enfermo por no poder entender
eso que llamamos realidad. Y el minucioso relato de este
tratamiento que le pertenece, termina siendo una ayuda para todos. Es que la lectura de estas columnas crítico-confesionales, y sorprendentemente actuales, convertidas en libro, posibilita un registro notable de lo que nos sucedió
en los últimos años. La suma de acontecimientos narrados
genera un matiz tan afligente que resulta esperable la
pregunta crucial de su (doctor) (cerebrólogo) (psicólogo)
(terapeuta) (service de mi cerebro) analista: “Jorge, ¿cuándo fue que dejó de dedicarse al humor?”.
Pregunta tremenda pero sin respuesta formal porque
Jorge Guinzburg, en sus horas libres de ciudadano preocupado, sigue trabajando como humorista aficionado y
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JORGE GUINZBURG
Sesiones extraordinarias
exitosamente profesional y porque igual, desde esta presunta desesperanza, pega estiletazos de gracia que recuerdan al clásico chiste americano. Un hombre tiene un
puñal atravesado a la altura de las costillas. ¿Te duele?,
le pregunta alguien. “Sólo cuando me río”, responde. Es
que, en tierras como las que nos toca habitar, risas y
dolores suelen ser capítulos del mismo libro de la vida.
Todo eso está en estos relatos pensados, sufridos, escritos desde el diván. Aquellos que pretendan deleitarse
con el famoso inconsciente que, desde la TV, el teatro y
la radio, se ríe de todo, primero que nada ubicarán a un
Guinzburg con su inconsciente en carne viva.
Jorge es en este libro el hombre que hace las preguntas. Las que aclaran y las que oscurecen. Las que
tranquilizan y las que provocan. Las que ayudan y las
que joden. Guinzburg pregunta para hacernos pensar.
Pero no sólo de preguntas está hecho el encuentro
analítico, el hombre y el libro. También está lleno de
hallazgos y aciertos, de destellos de talento que ni el
propio Guinzburg debe recordar a esta altura. Y lo digo, no sólo para reivindicarlo, sino porque en el plan
inicial su columna “Desde el diván” fue concebida desde ese género periodístico denominado “Literatura
apresurada”, como material de diario de domingo, habitualmente preparado para informar y olvidar. Aquí
van sólo algunas perlitas elegidas arbitrariamente, entre cientos:
“De ser la terapia una carrera para el paciente, ¿habría
pasado de año o repetido?”
“Hay momentos en los que uno no tiene de qué hablar, ni siquiera en terapia.”
“Los ciclotímicos somos así: la pasamos muy bien
cuando no estamos tan mal.”
“En principio reconozco tres Argentinas: una en la
que vivo; otra en la que quisiera vivir y hay una tercera
en la que vivir no es vida.”
“¿Qué soy yo?¿Paranoico o realista? Lo que en cualquier parte del mundo es paranoia acá en la Argentina
es simple sentido común.”
El resto deberán descubrirlo los lectores. Lo cierto
es que Jorge Guinzburg vive en la Argentina y desde
hace varios años se ocupa de trazar este formidable retrato semanal de la neurosis autóctona y universal. Con
eso, construye una cosmovisión, una manera tierna y
comprensiva de poner la otra mejilla. Cada semana, un
tembladeral, natural o inventado. Cada siete días, el
choque con un racimo de iniquidades, confusiones y
sucesos dificilísimos de explicar. Jorge tuvo la virtud de
convertir a uno de los actos más comunes de la argentinidad al palo –una sesión de terapia psicoanalítica– en
un hecho de reflexión sobre el mundo y sus alrededores,
en especial Buenos Aires y la Argentina.
Una breve mención ahora a su interlocutor permanente en estos textos: su analista, que por algunos capítulos nos enteramos de que hasta tiene un nombre. Hernán,
así se llama, es un santo. Escucha, a lo sumo pregunta,
no juzga y asume con naturalidad que el drama actual
es tanto y tan variado que los roles de lucidez y pálidas
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entre analistas y pacientes se intercambian. Por eso, al
menos en el libro, el que derrama lágrimas en ciertas
ocasiones es el profesional del sillón y no el angustiado del
diván. La realidad –ese objeto de deseo que Guinzburg
pretende dominar inútilmente– es hasta tal punto una
cosa de locos que en el texto titulado “Cambio de roles”
el que sentencia el famoso “¿Seguimos en la próxima sesión?” es el propio analizado. Y ésta es otra característica
de este trabajo punzante, simple y carente de pretenciosidad y, por lo tanto, profundo y memorable: son textos
colmados de preguntas que nos conducen a distintas
formas del conocimiento.
Porque tiene una memoria privilegiada y hace buen
uso de ella. Porque cree que hay una vida mejor que la
que vivimos y porque no necesariamente quiere terminar siendo una víctima más de la globalización de la
mediocridad. Porque se convierte en representante de
una corporación de ciudadanos psicoanalizados o no
y angustiados o sí y porque, desde ese lugar, intenta poner al descubierto –tarea argentina, más que imposible–
quiénes son los buenos y quiénes son los malos. Porque
este Jorge Guinzburg alternativo al más conocido, esa
pública eminencia de la réplica veloz, formidable, certera, demoledora, es diferente en este libro al que todos
conocemos o creemos conocer de sobra. El comediante observador le cede sitio al cronista actualizado. El
chistoso puro le deja espacio al incisivo. En fin: el hombre grande y consagrado le construye un precioso altar
al niño eterno que todavía permanece y quiere ser. El
hombre-niño de las preguntas escribió un libro para
guardar. No sé si este trabajo (de muy atractiva lectura)
salvará a Jorge Guinzburg de sus malestares (en las columnas se reiteran términos estelares como somatización,
culpa, paranoia, angustia, trauma, conflictos, narcisismo,
etc.) pero lo seguro es que ha elegido exponer, mostrar,
aclarar, refutar y, en especial, preguntar. Rumbos que,
fuera de chiste, son sanadores para él y para todos.
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Capítulo 1:
Acerca de la memoria, los recuerdos
y no me acuerdo qué más
Cuando crecimos engañados
en el país de mamá y papá*
E
ntré al consultorio, me quité el piloto, lo colgué
en el perchero, miré durante unos segundos cómo
se iba mojando la alfombra y avancé hasta el diván. Me
senté; no estaba en condiciones de acostarme.
Si en esa sesión no miraba a la cara a mi analista, no
hubiera sido capaz de emitir una palabra. Sabía que lo
que había descubierto podía cambiar el curso de mi terapia. Percibía que por primera vez estaba a punto de
descifrar por qué me afectaba tanto no entender la realidad, algo que les pasa también a muchos políticos sólo
que a ellos no les importa.
Mirándolo a los ojos, le dije a mi terapeuta: “Mi mamá y mi papá me engañaron todo el tiempo”. Y sin dejarlo pestañear fui desarrollando el nudo de mi angustia.
Y no fueron mentiras así nomás.
Yo puedo perdonarles que me hayan asegurado que
si tomaba la sopa iba a crecer, pero no esas calumnias
* 18 de abril de 2004.
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que afectaron mi vida para siempre. Con la carga adicional
de saber que no estaba recordándolas todas, comencé a enumerar las que aún resonaban en mi atormentado cerebro:
Si te pasa algo en la calle, llamá a un policía, él te va
a ayudar. Los ladrones le tienen miedo a la policía.
Juez no es cualquiera, primero tiene que demostrar
su honestidad y que es el mejor en lo suyo.
Para integrar un partido político tenés que tener la misma línea de pensamiento que el resto de tus compañeros.
Si querés ganar mucha plata tenés que trabajar
muy duro.
El que roba va a la cárcel.
Las Fuerzas Armadas son las encargadas de defendernos en caso de una agresión extranjera.
Los periodistas tienen que ser objetivos y en ningún
momento mostrar su ideología, sólo tienen que informar y eso sirve para formar. Si lo dijeron por la tele, es
verdad.
Al final siempre ganan los buenos.
La Argentina es un país rico, vos plantás un palo de
escoba y crece una planta, por eso acá nadie se muere
de hambre. Acá no trabaja el que no quiere.
Éste es un país de inmigrantes, el que llega no se
quiere ir más.
El Banco es el lugar más seguro para guardar la plata.
El cliente siempre tiene razón.
Si sos honesto siempre te va a ir bien en la vida.
Mis derechos terminan donde comienzan los de los
demás y viceversa.
Los políticos son los representantes del pueblo.
La escuela pública es la mejor, a las privadas van
aquellos a los que no les da la cabeza para estudiar.
Un presidente, cuando asume, declara su patrimonio,
y cuando termina su mandato no puede tener más que
cuando asumió.
Después de las elecciones, el candidato que perdió
se pone a disposición del que ganó para ayudarlo.
Ningún país se puede inmiscuir en asuntos internos
de otro.
Todos los ciudadanos tienen los mismos derechos y
obligaciones.
Nos tienen bronca porque somos los mejores.
Como se come acá no se come en ningún lado.
Los países ricos ayudan a los países pobres.
La esclavitud se terminó hace rato y está prohibido
que los chicos trabajen.
Después de trabajar toda la vida, el premio es que
podés jubilarte y vivir sin laburar.
Al llegar a ese punto, me arrepentí de verle la cara a
mi terapeuta, él también estaba llorando mientras hacía
añicos el retrato familiar que hasta ese día cuidaba como un tesoro.
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Nostalgias del país donde se podía
jugar en la calle sin miedo*
L
legué al consultorio tan ansioso que hasta olvidé
mis ganas de abandonar terapia. Apenas se abrió
la puerta avancé hasta el diván, me acosté y repitiendo
lo que hacía cuando era chico, me saqué el zapato derecho empujándolo con la punta del izquierdo, que aún
tenía puesto, haciendo fuerza con el dedo gordo del pie
que había quedado descalzo.
Sé que tengo nostalgia –dije mientras miraba las medias– pero no sé desde cuándo. Es más, ni siquiera tengo
la certeza de haber vivido el período que añoro. Pienso,
por ejemplo, en los tiempos del lejano oeste; una época
primitiva en la que los hombres llevaban el revólver en
la cintura, siempre dispuestos a usarlo. Imagino un salvaje duelo al sol, a treinta pasos, en una calle de tierra, un
poco de viento levantando polvo y haciendo rodar las
matas de pasto seco, la gente asomada por las ventanas,
en el saloon, el sonido de un piano, y me resulta mucho
* 25 de abril de 2004.
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más civilizado que un titular contando que un vecino le
disparó a un chico que le quería robar el autoestéreo.
Y si hablamos de civilización, ¿qué mejor que cuando los caballeros marchaban a las cruzadas y eran despedidos por esas damas demacradas que entre faldas,
corsés y cinturones de castidad hacían que relatar el
momento en que se desnudaban llevara un capítulo entero de una novela de caballería? Es cierto que esos
hombres partían a la guerra por intolerancia religiosa.
Pero hoy, para mostrar fanatismo no hace falta partir
a una cruzada: los misiles reemplazaron el viaje y los
atentados en poblaciones civiles hacen parecer Mahatma Ghandi al rey Arturo y a todos sus caballeros de
la mesa redonda.
Intuyo, sin embargo, que lo que extraño es una etapa que viví, cuando el picado de fútbol se jugaba con
una pelota de goma a rayas llamada Pulpo y los arcos,
delimitados por un poste de alumbrado y la pared, se
ubicaban en diagonal, uno en cada vereda. El partido
sólo era interrumpido cuando pasaba un auto, es decir
cada tres minutos, y hacían de público unas cuantas tías
que miraban sentadas en las sillas que habían sacado
hasta la puerta mientras algún vecino preparaba el vermucito al que estaba invitado medio barrio.
Tengo nostalgia de un tiempo en el que la palabra
subdesarrollo no figuraba en nuestro diccionario, éramos felices con lo que teníamos, no había encendedores
descartables, bolígrafos a los que no le podés cambiar el
repuesto, hojas de afeitar para una sola vez o cepillos de
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dientes con la pasta incorporada.Por eso tenías tiempo
de encariñarte con las cosas; no existía el “úselo y tírelo”
tan práctico y desangelado.
Añoro esa época en la que los autos no tenían paragolpes de plástico y era posible ser solidario y empujar
al que se había quedado y estaba pidiendo ayuda sin
romper el nuestro. En ese entonces no había walkman:
si queríamos escuchar música estábamos obligados a
compartirla; ni delivery, porque la casa no era un refugio; ni chat, cuando queríamos comunicarnos con un
amigo tratábamos de encontrarnos; ni casas de ciberjuegos en las que los pibes juegan uno al lado del otro
sin hablarse.
Sí, tengo nostalgia de un momento en el que había
ilusiones hasta para el suicidio: por ese entonces muchos
jóvenes regalaron su vida, pero imaginando que podían
cambiar el mundo; hoy, en cambio, otros muchos jóvenes, algunos triunfadores, eligieron con la droga un
suicidio autista y desesperanzado.
Lo entiendo Jorge –interrumpió el analista– y comparto su pensamiento. Lo único que me pregunto es
¿por qué dejó de dedicarse al humor?
¿Importa más la presión del FMI
o Boca campeón?*
L
os últimos días del año tienen un clima especial en
la calle, en los medios y por supuesto en el diván.
Uno sabe que el 25 de diciembre, por ejemplo, no hay
diarios, tampoco sesión y que, si enciende la televisión,
la principal información que cubrirán los noticieros, actuando como una virtual transmisión en cadena, será el
saldo de víctimas que dejó el mal uso de la pirotecnia en
la Nochebuena. Este año se mostraron muy contentos
porque el número de accidentados resultó menor que
el del año anterior. ¿Es una buena noticia o sólo el resultado de una sensible disminución en el poder adquisitivo de los potenciales lastimados? La televisión de la
tarde, este 25, tuvo otra noticia que acaparó su atención:
el secuestro de Ernesto Rodríguez, padre de Jorge pero,
por sobre todas las cosas, suegro de Susana, tal como
consignaban las leyendas, abajo, en la pantalla. El tratamiento del tema hizo que extrañara a mi terapeuta; como
* 28 de diciembre de 2003.
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saben, inicié el tratamiento no para resolver un tema
personal, afectivo o una simple somatización sino para lograr, con su ayuda, entender la realidad que se me
volvió esquiva.
Al hablar del secuestro contaban que los captores
aún no se habían puesto en contacto con la familia. Y,
sin darse tiempo para respirar entre información e información, mencionaban que la cifra que pedían los
captores era de 900 mil dólares. ¿Si no se pusieron
en contacto con la familia, cómo saben que querían
900 mil dólares? ¿Llamaron al canal? ¿Estarán implicados? Son muchas las preguntas y yo que no agendé
el teléfono particular de mi psicólogo.
Al llegar estos días, otro ritual del que no podemos
escapar, ni en los medios ni en los consultorios, es hacer
un balance del año. ¿Fue bueno o malo? La evaluación
personal, muchas veces, adolece del mismo defecto en
el que suelen incurrir los jueces de boxeo que, por lo
común, se dejan influenciar mucho más por el desarrollo de los últimos rounds que por todo el combate. En
enero, muchos todavía dudaban de si habría elecciones;
hoy tenemos un presidente con un ochenta por ciento
de imagen positiva. Un presidente que visita las pizzerías
asaltadas y que se desprende de su corbata francesa para
regalársela al obrero que se la elogió y que, con suerte,
tal vez tenga una camisa como para poder usarla. Un
presidente que en lo que va del año almorzó con Mirtha
Legrand tres veces: primero como candidato, a la semana como presidente electo y hace muy pocos días con
el Glaciar Perito Moreno, en la provincia de Santa Cruz,
como escenografía dominante. Tal vez la manera de entender mejor el desarrollo del año es repasar las frases
de Mirtha en uno y otro encuentro: en el primero su reflexión fue “y bueno, tal vez un poco de zurdaje no nos
venga mal”; en cambio, al terminar el último, sentenció:
“Los argentinos necesitábamos un presidente así.” ¿Habrá sido, entonces, un buen año? ¿Cómo hacer para
juzgarlo? Por ejemplo, para usted qué pesa más, ¿una
desocupación que no se puede bajar a pesar de los planes de asistencia, o tener un astro de la NBA? ¿Casos de
corrupción que no se resuelven o tener dos Top Ten en
tenis? ¿La imposibilidad de repartir a través de una tarjeta los planes de asistencia porque los beneficiarios no
completaron la escuela y no pueden entender su funcionamiento o tener una princesita de Holanda cincuenta
por ciento argentina? ¿Qué el FMI siga presionando o
que Boca haya ganado la Intercontinental?
Lo colectivo, en el fondo, es tan personal. Pero, ¿qué
nos interesa si el año 2003 ya termina? Lo importante
es que el año 2004 sea un feliz año para todos.
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