Recuerdo aquella tarde fría de noviembre y a Pajarito de Soto tieso

Anuncio
Recuerdo aquella tarde fría de noviembre y a Pajarito de Soto tieso en el borde de su silla, perdido al fondo de la
mesa de juntas, en la sala-biblioteca, con la gorra de cuadritos sobre las rodillas, a punto de pisar la bufanda que
había resbalado y se había enroscado sumisamente a sus pies, mientras la Doloretas recogía con prisas su abrigo y
sus manguitos y su paraguas de puño de plata falsa incrustada de piedras falsas verdes y rojas, y recuerdo que
Serramadriles no paraba de armar ruido en el cuartito con los archivadores rebeldes y la máquina y la silla de
muelles, y que Cortabanyes no salía de su gabinete, cuando habría sido el único que hubiera podido mitigar la
violencia del encuentro y tal vez por ello permanecía mudo e invisible, sin duda escuchando tras la puerta y
mirando por el ojo de la cerradura, cosas ambas que ahora me parecen poco probables, y recuerdo que Pajarito de
Soto cerró los ojos como si el encuentro le hubiera producido el efecto de un fogonazo de magnesio disparado por
sorpresa y le costara reconocer lo que ya sospechaba, lo que sabía porque yo se lo había insinuado primero y
revelado después, que aquel hombre que le sonreía y le escrutaba era Lepprince, siempre tan elegante, tan
mesurado, tan fresco de aspecto y tan jovial.
JUEZ DAVIDSON. ¿Conoció usted por razón de su trabajo al señor Lepprince o fueron otras causas las que le
pusieron en contacto con él?
MIRANDA. Fue a través de mi trabajo.
J. D. ¿El señor Lepprince era cliente del despacho del señor Cortabanyes?
M. No.
J. D. Creo ver un contrasentido.
M. No hay tal.
J. D. ¿Por qué?
M. Lepprince no era cliente de Cortabanyes, pero acudió una vez en busca de sus servicios.
J. D. Yo a esto le llamo ser cliente.
M. Yo no.
J. D. ¿Por qué no?
M. Se considera cliente al que usa de los servicios de un abogado de forma habitual y exclusiva.
J. D. ¿No era ése el caso del señor Lepprince?
M. No.
J. D… Explíquese.
Lepprince abrió un pequeño cofre adherido al estribo del automóvil y extrajo un par de pistolones.
– ¿Sabrás manejar un arma?
– ¿Será necesario?
– Nunca se puede predecir.
– Pues no sé cómo funcionan.
– Es fácil, ¿ves?, están cargadas, pero no disparan. Esta clavija es el seguro; la levantas y puedes apretar el
gatillo. Ahora no lo hago, claro, porque sería una imprudencia, basta que veas cómo se hace dado el caso. Lo mejor,
de todos modos, es llevar el seguro puesto para que no se dispare llevándola en el cinto y te baje la bala por la
pernera del pantalón, ¿entiendes? Es fácil, ¿ves?, subes el percutor y el tambor gira dejando el cartucho nuevo en la
recámara. Entonces sólo tienes que hacer girar el tambor para desalojar la cápsula gastada, si bien es posible que
haya que hacer eso antes, o haberlo hecho ya. En cualquier caso, lo esencial es no apretar el gatillo antes de accionar
el percutor hacia…, hacia la posición de fuego, ¿ves? Así, como yo lo hago. Luego no tienes más que disparar, pero
con tiento. Y nunca debes hacerlo si no existe peligro real, inequívoco y próximo, ¿lo entiendes?
¡Lepprince!
– La civilización exige al hombre una fe semejante a la que el campesino medieval tenía puesta en la providencia.
Hoy hemos de creer que las reglas sociales impuestas tienen un sentido semejante al que tenían para el agricultor
las estaciones del año, las nubes y el sol. Esas reivindicaciones obreras me recuerdan a las procesiones rogativas
impetrando la lluvia… ¿Cómo dices?…, ¿más coñac?…, ah, la revolución…
El escurridizo y pérfido Lepprince, de quien poco o nada se sabe, salvo que es un joven francés llegado a España
en 1914, al principio de la terrible conflagración que tantas lágrimas y muertes ha causado y sigue causando al país
de origen del mencionado y desconocido señor Lepprince, que pronto se dio a conocer en los círculos aristocráticos
y financieros de nuestra ciudad, siendo objeto de respeto y admiración en todos ellos, no sólo por su inteligencia y
relevante condición social, sino también por su arrogante figura, sus maneras distinguidas y su ostentosa
prodigalidad. Pronto este recién llegado, que surgió a la superficie engallado y satisfecho de la vida, que parecía
tener en sus arcas todo el dinero de la vecina República y se hospedaba en uno de los mejores hoteles bajo el
nombre de Paul-André Lepprince, fue objeto de agasajo que se materializó en sabrosas propuestas por parte de las
altas esferas económicas. Jamás sabremos en qué consistieron estas propuestas, pero lo cierto es que, apenas
transcurrido un año de su aparición, lo encontramos desempeñando una labor directiva en la empresa más pujante
y renombrada del momento y la ciudad: Savolta…
Eduardo Mendoza: La verdad sobre el caso Savolta (1975)
Mañana en la batalla piensa en mí
El resumen de la contraportada:
Un hombre es invitado a cenar por una mujer que apenas conoce y cuyo marido está en Londres esa
noche. En la casa hay un niño de dos años al que cuesta acostar. Por fin, cuando se confirma el carácter
galante de la cita, la mujer se siente mal, agoniza y muere antes de haberse convertido en su amante.
Qué hacer con el cadáver, qué hacer con el niño, con el marido ausente, qué diferencia hay entre la vida
y la muerte. Este es el arranque de una de las novelas más apasionantes y emotivas de los últimos
tiempos.
“Nadie piensa nunca que pueda ir a encontrarse con una muerta
entre los brazos y que ya no verá más su rostro cuyo nombre recuerda. Nadie piensa nunca
que nadie vaya a morir en el momento más inadecuado a pesar de que eso sucede todo el
tiempo, y creemos que nadie que no esté previsto habrá de morir junto a nosotros. Muchas
veces se ocultan los hechos o las circunstancias: a los vivos y al que se muere —si tiene
tiempo de darse cuenta— les avergüenza a menudo la forma de la muerte posible y sus
apariencias, también la causa. Una indigestión de marisco, un cigarrillo encendido al
entrar en el sueño que prende las sábanas, o aún peor, la lana de una manta; un resbalón
en la ducha —la nuca— y el pestillo echado del cuarto de baño, un rayo que parte un árbol
en una gran avenida y ese árbol que al caer aplasta o siega la cabeza de un transeúnte,
quizá un extranjero; morir en calcetines, o en la peluquería con un gran babero, en un
prostíbulo o en el dentista; o comiendo pescado y atravesado por una espina, morir
atragantado como los niños cuya madre no está para meterles un dedo y salvados; morir a
medio afeitar, con una mejilla llena de espuma y la barba ya desigual hasta el fin de los
tiempos si nadie repara en ello y por piedad estética termina el trabajo; por no mencionar
los momentos más innobles de la existencia, los más recónditos, de los que nunca se habla
fuera de la adolescencia porque fuera de ella no hay pretexto, aunque también hay quienes los airean por hacer una
gracia que jamás tiene gracia. Pero esa es una muerte horrible, se dice de algunas muertes; pero esa es una muerte
ridícula, se dice también, entre carcajadas. Las carcajadas vienen porque se habla de un enemigo por fin extinto o
de alguien remoto, alguien que nos hizo afrenta o que habita en el pasado desde hace mucho, un emperador
romano, un tatarabuelo, o bien alguien poderoso en cuya muerte grotesca se ve sólo la justicia aún vital, aún
humana, que en el fondo desearíamos para todo el mundo, incluidos nosotros. Cómo me alegro de esa muerte,
cómo la lamento, cómo la celebro. A veces basta para la hilaridad que el muerto sea alguien desconocido, de cuya
desgracia inevitablemente risible leemos en los periódicos, pobrecillo, se dice entre risas, la muerte como
representación o como espectáculo del que se da noticia, las historias todas que se cuentan o leen o escuchan
percibidas como teatro, hay siempre un grado de irrealidad en aquello de lo que nos enteran, como si nada pasara
nunca del todo, ni siquiera lo que nos pasa y no olvidamos. Ni siquiera lo que no olvidamos.”
Javier Marías,
Mañana en la batalla piensa en mí, 1994
“No he querido saber, pero he sabido que una de las niñas, cuando ya no era niña y no
hacía mucho que había regresado de su viaje de bodas, entró en el cuarto de baño, se quitó
el sostén y se buscó el corazón con la punta de la pistola de su propio padre, que estaba en
el comedor con parte de la familia y tres invitados. Cuando se oyó la detonación, unos cinco
minutos después de que la niña hubiera abandonado la mesa, el padre no se levantó en
seguida, sino que se quedó durante algunos segundos paralizado con la boca llena, sin
atreverse a masticar ni a tragar ni menos aún a devolver el bocado al plato; y cuando por fin
se alzó y corrió hacia el cuarto de baño, los que lo siguieron vieron cómo mientras
descubría el cuerpo ensangrentado de su hija y se echaba las manos a la cabeza iba pasando
el bocado de carne de un lado a otro de la boca, sin saber todavía qué hacer con él.”
Javier Marías
Corazón tan blanco, 1992
El 11-S según Muñoz Molina: Ventanas de Manhattan (2004)
Antes de leer el extracto del libro, busca información sobre los acontecimientos del 11 de septiembre de
2001 en Nueva York y escribe un texto de unas 200 palabras en el que cuentes esos sucesos como si los
hubieras vivido en persona. Se trata de describir lo que sucedió como si hubieras estado en la ciudad. ¿Qué
habrías visto a tu alrededor? ¿Qué hubieses sentido? ¿Cómo te habría afectado?
A la caída de la tarde las luces van encendiéndose en las avenidas desiertas, que
parecen más anchas, más hondas hacia el sur, donde el cielo tiene todavía una claridad rojiza de
crepúsculo o de incendio. Contra lo que pueda pensarse, Nueva York no es una ciudad demasiado
iluminada de noche: está la luz de los escaparates y el neón frigorífico de las tiendas de las esquinas que
permanecen siempre abiertas, una luz de palidez y de insomnio, y también las luces altas y lejanas de los
rascacielos, pero la claridad de las farolas públicas es más bien débil, teñida de amarillo o del rojo de los
letreros de las tiendas de licores. Hay ese momento en que la luz de la tarde permanece intacta, aunque se
haya ido el sol, y en el que ya se han encendido las luces artificiales, y entonces las caligrafías luminosas
de los anuncios flotan en un aire terso y limpio, rojos y azules muy puros, sobre todo, rosas desleídos en
el rosa pálido del cielo.
Las luces se han ido encendiendo según progresaba el atardecer, pero la diferencia, hoy, es que no
hay casi nadie en la calle, y que una parte considerable de las tiendas, los delis y los restaurantes están
cerrados. Desde la acera se ven los interiores iluminados de las casas, fragmentos de habitaciones y de
vidas confortables que siempre tienen algo de inaccesible y de misterioso. El 'don't walk' siempre
terminante del semáforo es ahora una orden sin efecto, porque no viene ningún coche, y es muy raro
cruzar la Séptima y luego la Sexta Avenida sin tener que detenerse, incluso con lentitud, con ese poco de
vértigo que dan siempre al anochecer las alturas como de acantilado de los rascacielos.
Se escucha la sirena de un camión de bomberos, tremenda como la de un buque, y el camión
aparece y desaparece en segundos, en dirección al sur. Pasan algunos coches de policía con todas las luces
encendidas, y también dos o tres ambulancias, pero el efecto general es de quietud.
En las aceras, cuando ya ha caído la noche, se distingue más la luz pobre de los kioscos de
periódicos, que permanecen abiertos porque el New York Post ha lanzado una edición especial, con una
sola palabra en gran tamaño debajo de una foto de las torres ardiendo y del segundo avión
aproximándose: 'TERROR'.
Es inevitable pensar en tantas películas de paranoia apocalíptica, en la de veces que el cine ha usado
toda la sofisticación de los efectos especiales para representar la destrucción de esta ciudad: ataques nucleares, meteoritos, el
dinosaurio Godzilla aniquilando de un zarpazo los mismos edificios junto a los que pasamos ahora, no menos frágiles, por cierto,
en la realidad que en el cine, según se vio cuando se desplomaban las torres gemelas, 'igual que casas de cristal', dijo un testigo
en la radio.
Igual que todas las noches, la gran deflagración de luces de Times Square parpadea a lo lejos, en silencio, como un castillo
de fuegos de artificio visto en la distancia de una noche de verano. Algunas de las tiendas gigantes de objetos electrónicos y
souvenirs baratos permanecen abiertas, pero no hay nadie en ellas, salvo empleados inmóviles que miran aburridamente a la
calle o a las pantallas de los televisores en las que dentro de unos minutos aparecerá el presidente Bush.
A estas horas, Times Square suele ser una gran ciénaga de tráfico y de gente, de coches atascados y multitudes que cruzan
entre ellos, camino de los teatros o de los cines, de las tiendas enormes de música, de ordenadores, de muñecos de la Disney o la
Warner.
A estas horas apenas se puede caminar por las aceras, llenas de turistas, de vendedores ambulantes de cosas, de puestos
callejeros donde se hacen caricaturas o se dan masajes orientales, de grupos de chicos negros que bailan saltando y
contorsionándose junto a un radiocassette a todo volumen; a estas horas hay predicadores que gritan agitando la Biblia y
subidos en púlpitos de cajas de cartón y músicas convulsas que siguen como un rastro sonoro a los descapotables, y sobre las
marquesinas se agitan imágenes de televisores inmensos y discurren letreros iluminados de noticias y de cotizaciones de bolsa:
Times Square es como un cruce entre Bangkok y Blade Runner, pero esta noche, aunque todas las luces están encendidas y en
movimiento,aunque sobre las fachadas de los teatros brillan los rótulos de las comedias musicales de más éxito, no hay apenas
nadie en las aceras, y sólo pasan algunos taxis ocupados o fuera de servicio, algún coche de policía, una ambulancia, un coche de
bomberos.
En los paneles electrónicos donde suelen desplegarse los titulares de las noticias ahora sólo se repite el aviso de un número
de teléfono al que se puede llamar pidiendo información sobre los pasajeros de los aviones secuestrados. De pronto, en la otra
acera, en la esquina de Broadway y la calle 52, vemos un tumulto de gente arremolinada en torno a un cartel que no
distinguimos a esa distancia: imaginamos una pancarta, quizás un acto de protesta o plegaria. Es un puesto en el que se venden
camisetas a dos dólares.
Extraña la agitación sin vocerío, el silencio en que suceden las cosas. Ocurrió lo mismo a mediodía, en el supermercado:
volaban sobre la ciudad aviones militares, se cerraban las tiendas, había una urgencia unánime por comprar comida. Se
quedaban vacíos a toda velocidad los estantes en el supermercado que seguía abierto, faltaban carritos y cestos de la compra,
había que cargar las cosas en cajas de cartón, o llevarlas en las manos, y las colas delante de las cajas eran ya muy largas, pero
nadie hablaba alto, salvo las cajeras deslenguadas que exigían rapidez, casi nadie hablaba, salvo para murmurar un excuse me en
un pasillo demasiado estrecho entre las estanterías. Ni un conato de aglomeración, ni de desorden, ni una palabra más alta que
otra: en la acera soleada la gente cargada con bolsas de comida se cruza con los que continúan subiendo a pie desde la zona del
desastre.
A las nueve de la noche, en la Quinta Avenida, el silencio parece ya la condición natural de la ciudad. Relumbran como
gemas las tiendas cerradas, los escaparates del máximo lujo, Versace y Bulgari y Bergdorf Goodman y Tiffany's, los pequeños
escaparates de cristal blindado y angostura de caja fuerte en los que se exhibe un solo zapato, una joya, un pañuelo, un objeto
que está más allá de cualquier noción de valor y hasta de lujo, la pura forma de una marca, de un nombre, la inmaterialidad de la
máxima riqueza, del antojo absoluto.
Pasa algún corredor, un ciclista que se recrea en la anchura y la calma de la Quinta Avenida, un mendigo que empuja un
carro lleno de bolsas de basura y va examinando los rincones en busca del lugar más adecuado para pasar la noche.
La espléndida verticalidad de las torres del Rockefeller Center resalta contra el cielo oscuro bajo las luces de los focos: las
ventanas están iluminadas, igual que todas las noches, pero ahora sabemos que en todo el edificio no hay nadie, porque lo
evacuaron esta mañana, igual que el Empire State, por miedo a nuevos ataques. Un viento suave hace tintinear las anillas de las
banderas alineadas, y el rumor metálico resuena en el ancho espacio vacío, igual que nuestros pasos.
Me jode ir al Kronen los sábados por la tarde porque está
siempre hasta el culo de gente. No hay ni una puta mesa libre y
hace un calor insoportable. Manolo, que está currando en la
barra, suda como un cerdo. Tiene las pupilas dilatadas y nos da
la mano, al vernos.
-Qué pasa, chavales. ¿Habéis visto el partido, troncos? pregunta.
-Una puta mierda de equipo. Del uno al once, son todos
una mierda -dice Roberto.
-Me han jodido el baño en Cibeles, tronco. Si esto sigue así,
acabaré haciéndome del Atleti. A ver, ¿qué queréis?
Pillamos un mini y unas bravas.
Roberto echa una ojeada a nuestro alrededor para ver si
Pedro ha llegado. Luego, mira su reloj y dice: joder con el
Pedro, desde que tiene novia pasa de todo el mundo.
- ¿Hemos quedado con alguien más? -pregunto.
- Sí. Con Fierro, Raúl y con Yoni.
- ¿Quién es Yoni?
-Un amigo de Raúl. Un tío guay, nada que ver con el pesado
de Raúl. Allí en Marbella, en Semana Santa, nos lo pasamos de
puta madre con él.
Hay una mesa que se ha quedado libre y le digo a Roberto
que la pille, rápido, antes de que nos la quiten.
-Joder. Ten cuidado, que casi me tiras el litro.
Nos sentamos.
Pedro llega un poco después.
-Bueno, ¿dónde está tu novia? -pregunto.
- Nada, Silvia hoy no sale.
A Pedro no le mola nada hablar conmigo de su cerda. Está
muy enamorado y no le gusta que me ría de él. Por eso cambia
de tema en seguida.
- ¿Habéis visto al mariconazo de Míchel cómo ha fallado el
penalti? Si es que estaba tan acojonado que ni ha levantado la
vista. Qué malo es el hijoputa - dice.
- Sí que lo hemos visto. Mientras te esperábamos.
- Ya. Lo siento. Es que estaba con Silvia y no me daba
tiempo a llegar a tu casa. Me hubiera perdido medio partido
por el camino.
En la mesa de enfrente hay una cerda con una camiseta sin
mangas que me está mirando.
-Tú, atontado. Déjame salir, que voy a mear.
Aparto mi silla y dejo salir a Roberto.
Quedamos Pedro y yo solos.
-Carlos, coño, tenemos que hacer algo con Roberto.
- ¿Qué le pasa?
-Es la movida de las tías, ya sabes.
- ¿Qué pasa con las tías?
-Pues que no puede seguir así. Si no le echamos una mano,
es tan tímido que no va a conseguir salir nunca con una piba.
Tú lo sabes bien, eres su mejor amigo.
- ¿Y a ti qué te importa si sale o no sale con tías? Déjale en
paz. Es un problema suyo, no tuyo. El día que Roberto quiera
tener una cerda, la tendrá.
-No sé. A mí me preocupa.
-Bah. No le des más vueltas. Roberto es como es y punto.
Además, calla, que aquí viene.
Roberto llega, empujando gente, y se sienta. Mientras
aparto mi silla para que pueda pasar noto una mano pesada
que se apoya en mi hombro.
- Qué pasa, Carlos.
No puedo evitar hacer un movimiento brusco para
quitarme la mano de encima.
-Hombre, no te pongas así, que tampoco es para tanto.
-Mira, Raúl, sabes perfectamente que me jode que te
apoyes en mi hombro.
-Bueno, bueno, tranquilo, chaval.
Raúl y Fierro dicen que han quedado con Yoni más tarde,
en Graf. Yo y Roberto protestamos inmediatamente y dejamos
bien claro que nosotros pasamos de ir a Graf.
Luego nos ponemos a hablar del partido y Raúl empieza a
decir tonterías. Si es que ahí estaban los Boisos Nois, qué hijos
de puta, apoyando al Atlético. Lo único que les importa es que
pierda el Madrid. No hay más que rencor, y en toda España
están igual. En todos lados pasa lo mismo: en el País Vasco, en
Cataluña. En Baleares y en Canarias nos llaman godos, en
Asturias te tachan Oviedo para escribir Ovieu; hasta una
andaluza me dijo el otro día que era la tiranía de Madrid lo que
empobrecía Andalucía. Estamos en una situación de
preguerracivil. Aquí va a pasar como en Yugoslavia y en
Rusia... Roberto finge bostezar y le dice a Raúl que deje de
echarnos la charla. Los demás reímos y yo pregunto si alguien
quiere beber algo.
- Yo no puedo beber, ya lo sabes.
- Joder, Fierro, eres de lo más antisocial. Tómate al menos
una cerveza.
- Que no puedo, de verdad.
- Venga, sólo una cerveza. Seguro que una cerveza no te
hace nada.
- Pero déjale al chaval, que no puede beber, que se lo
prohíbe el médico.
- Bah, los médicos no saben nada. ¿Tú, Roberto?
- Yo, un Jotabé con cocacola.
- ¿Y tú, Raúl?
- Un zumo de tomate.
- ¿Sólo un zumo de tomate?
- Sí, nada más.
- ¿Tú también eres diabético?
- No, pero no me gusta beber.
- Si bebieras más y pensaras menos, no dirías tantas
bobadas.
- Ja,ja,ja. Muy gracioso, Carlos, muy gracioso. No os riais,
que a mí no me hace ninguna gracia. Siempre os estáis
metiendo conmigo.
En la barra, el dueño del bar, que es un viejo con pelo
blanco, toca la campanilla. Son las doce.
-Habrá que ir pensando en moverse. Voy a darle un toque a
éste, a ver si viene -Roberto se acerca a la barra para hablar con
Manolo.
Los demás nos levantamos y vamos saliendo.
Roberto se nos incorpora un poco más tarde.
- ¿Qué te ha dicho? -le pregunto.
-Que viene, que le esperemos diez minutos mientras se
cambia.
- ¿Tiene coca?
-No sé, no le he preguntado todavía.
- ¿Costo?
-Que no sé. Ya te he dicho que no le he preguntado. No te
pongas pesado, Carlos.
Fuera, Fierro y Raúl, que han quedado con Yoni en Graf, se
abren en un Doscientoscinco blanco. Fierro baja la ventanilla y
dice adiós con la mano.
-No deberías pasarte tanto con Fierro y con Raúl -dice
Roberto.
-Pero si no les he dicho nada, ¿de qué vas?
-No te digo hoy, te digo en general.
-Bah, Roberto, no seas blando.
Manolo sale del Kronen gritando que nos vayamos ya. Va
vestido con pantalones apretados y calcetines blancos, muy
maqui.
-Bueno, troncos. Vamos de marcha, ¿no? -dice.
Yendo hacia el coche de Roberto, nos encontramos con
Nani y Sofi, unas amigas de la facultad. Sofi lleva una minifalda
negra y un bodi que hace que sus tetas parezcan más grandes
de lo que son en realidad. Tiene un cuerpo bonito, pero es
tonta del culo. Además, tiene las piernas zambas.
-Ay, Carlos, no me llames Sofi, que sabes que no me gusta dice. Luego se pone seria y se mira las piernas muy
preocupada.
- ¿Qué quiere decir zambas? -pregunta.
- Que están en equis -explica Manolo.
- No les hagas caso, que sólo quieren meterse contigo - dice
Pedro.
Sofi sonríe aliviada pero seguro que durante las próximas
semanas tendrá un complejo horrible sobre sus piernas.
-Qué malo eres, Carlos -dice, y luego añade-: ¿Queréis que
quedemos más tarde en el Siroco?
- ¿Dónde está eso? -pregunta Manolo.
- Al final de la calle San Bernardo. Tú lo sabes, ¿no,
Roberto? Es la cuarta a la derecha desde los Yinkases. Hemos
quedado allí con Raúl y éstos.
- Que sí, Sofi. Nosotros también hemos quedado allí.
- Pues nos vemos como a la una. Y no me llaméis Sofi, por
favor.
La voz de Sofi es demasiado aguda y hace daño al oído.
- Venga, vámonos ya -dice Manolo.
Sofi y Nani se despiden y nosotros nos metemos en el Golf
de Roberto.
Dentro del coche, Manolo saca una papelina.
- Nos hacemos un nevadito, ¿no? Para empezar bien la
noche -dice.
Yo le digo que quiero pillar un par de gramos.
- Antes del fin de semana los tienes, chaval. Me tienes que
avisar con un poquito de antelación, tronco.
Manolo guarda la navaja con la que ha cortado la coca y lía
el nevadito en la funda de un cigarrillo. Cuando termina, lo
enciende.
Roberto baja por Goya hasta Colón, cruza la Castellana,
sube hacia Bilbao, se desvía a la izquierda en la Glorieta de
Santa Bárbara, sigue por Mejía Lequerica, se mete por Barceló
y aparca enfrente de Pachá.
La música que suena en el coche es Metálica y todos
berreamos a coro las letras mientras Manolo pone unas rayas.
- Vamos a Malasaña, ¿eh, Roberto?
- No, que Pedro ha quedado con unos de su clase en Bilbao.
- Qué coñazo, tronco. ¿Dónde has quedado, Pedro?
- En Riau-Riau.
José Ángel Mañas, Historias del Kronen (1994)
Descargar