El escaparate aplasta narices

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El escaparate aplasta narices
No
es que sea una tienda espectacular ni que tengan un
género exquisito. No ¡qué va! Es una vieja y mugrienta
droguería de barrio, de esas con fachada de madera y carteles
de otros tiempos pintados por un tipo que o cría malvas o hace
ochos con un bastón en la arena de un parque. Tampoco es una
de esas tiendas donde una vez al día viene el empleado de una
empresa de limpieza de cristales y con un virtuosismo
desmesurado le pega una limpiada que dan ganas de plantarse
delante y sacar la lengua y darle un buen lametazo como a un
helado transparente y fresco, como a una pared de hielo pulido.
Pues no. Tiene tanta roña que las esquinas de la luna
marranean y en la base de la cristalera se amontonan diversos
cadáveres resecos, casi huecos de polillas, moscas grandes y
mosquillas pequeñas, donde se enseñan Mistoles en diferentes
tamaños y presentaciones, lejías “Neutrex”, cepillos de cerdas
(esto siempre me ha interesado, sobre todo saber quien le puso
“cerdas” a esos pelos duros del cepillo), escobas, montañas de
papel higiénico de doble capa y si tienes suerte un dispensador
de gel para el baño en forma de elefante o de señor gordo en la
bañera. Eso en el escaparate grande porque al otro lado del
portalillo de entrada a la tienda, hay otro escaparate alargado y
triste. A veces con unos -más mugrientos aún- estantitos de
cristal sujetos por unos ángulos de latón sobre los que el
tendero, con gran esmero, ha colocado unas latas de betún
marca “Kiwi”, unas esponjitas limpia-botas muy aparentes que
te dejan las uñas negras, tintes naturales y carteles, muchos
carteles. Este escaparate se llama “Escaparate de no sé qué
poner dentro”. Entonces el tendero siente cierto estrés por
colocar allí LO QUE SEA y los carteles parecen una buena
solución: muestrarios de pinturas “Bruguer”
colocadas en
abanico, listados de impresora con diferentes servicios tipo:
“Se hacen llaves” y después añade: “De coche y mandos a
distancia”. Dudas de la pericia del droguero para hacer mandos
a distancia pero también eres benevolente y sabes que sólo es
una cuestión de sintaxis. También encuentras carteles de
relleno en los que pone:” Gomas para olla” ¡carajo! jamás he
comprado una “Goma para olla” y decides quedarte un rato en
el escaparate, disimulando, mientras piensas de qué color te
gustaría pintar algo, lo que sea, mirando el muestrario de
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pinturas “Bruguer”, con la esperanza de que aparezca - seguro
que lo hay- el comprador de una “Goma para olla”, no aparece.
Sin embargo, una señora taponcete entra en la tienda. Entonces
ocurren dos cosas: la primera es que el sonido de la puerta es
un clamor de cosas raras. Un muelle que no se sabe muy bien
para qué sirve, quizá para controlar el ímpetu de tu entrada en
el establecimiento; otro muelle que se supone que cierra la
puerta de manera suave y controlada pero que se atasca a mitad
y la deja entreabierta y por último la campanilla que tiene más
grasa que los bajos de un bus de la EMT pero que aún suena,
clamando justicia para las campanillas prejubiladas y sin ser
atendida por sus maltratadores pero que sí es escuchada por los
clientes, que estoy seguro que se sienten identificados con su
lamento.
Bueno, después ocurren más cosas, sobre todo el olor.
Recordemos que la puerta no se ha cerrado y desde dentro
escapan gases extraños como ventosidades de un gigante o de
un zepelín. El caso es que la amalgama de olores forma un
todo descriptible. Es algo así: una ensalada de olor a “Don
limpio”, moho de estantería con carcoma, cajas de cartón,
“Cristasol” del de antes, aguarrás y sudorcillo rancio
almacenado en años y años de tendero policromático en
matices y aromas. Es algo así. Y si te pones exquisito
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encontrarás algún matiz a bata de andar por casa de señora
gordita y taponcete tipo abuelita entrañable con colonia a
granel y, si quieres, quizá una pizca de blanco de España y
añil.
Y luego el diálogo. Es lo mejor. Yo disimulo. Hago ver como
que leo los carteles mientras escucho goloso de costumbrismo
mañanero de barrio.
-Hola Gaspar ¿Cómo esta Antonia?
-Bien doña Agripina, ya no baja a atender. Dice que por la
ciática ¿Y don Zacarías? ¡Buah! Lo menos hace tres meses que
no le veo.
-Pues allí está, sentado en la mesilla, con el ABC y sus
manías.
-Bueno ¿Qué le pongo?
-Pues quería desatascador para el retrete.
-Ahora mismo, doña Agripina, aquí lo tiene ¿Algo más?
-No Gaspar, nada más, que no están los tiempos….
- ¡Qué me va a decir a mí!
-Pues sí. Pues sí. ¡Hale, a seguir bien! y salude a Antonia.
-Y usted a Zacarías.
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La abuelita sale de la tienda. No sabe que el bote de
desatascador “Jhonson & Perrison” que lleva, se puede utilizar
como ingrediente en una bomba casera. Gaspar, el tendero,
parece que tampoco lo sabe. Yo insisto con los carteles del
escaparate pequeño y paso desapercibido.
Más tarde me decido por averiguar algo del interior. No quiero
pasar. Tendría que comprar algo y no quiero nada. Además me
deprimen estos sitios.
Me acerco al palco principal, el escaparate grande y me sitúo
en la mejor butaca, en el centro, junto a una pila de cubos rojos
de fregona que parecen golosinas gigantes ¿Por qué los hacen
tan apetitosos? Son cubos de fregar no tartas de la “Selva
negra” pero en fin, no veo nada. La oscuridad reinante en el
mundo droguero impide realmente ver lo que pasa dentro. Sólo
se ven tenues reflejos de un fluorescente encima de un largo
mostrador de madera. Pego un poco la punta de la nariz en la
luna del escaparate. Noto la nariz fría. La mía es grande y
tengo una especie de bolinchón al final que me da cierto aire
Depardieu . Sigo sin ver una mierda. Mierda, sí. Es evidente
aún sin pegar la nariz pero quiero saber más ¿Cómo es el
droguero? Quiero imaginar a Antonia. Saber porqué ya no
quiere atender aunque sea por la ciática. Desde luego me lo
puedo imaginar. Pero no. Lo quiero de primera mano. Arrimo
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más la cara a la luna y mi nariz, que es de cartílago digamos
bastante blandorro, se deforma un poco al intentar adaptarse a
la superficie plana y cristalina de la luna. Se ve algo más.
Puedo ver a un hombre alargado, con gafas muy grandes de
pasta y con bata blanca. Pego más la cara pero miro de reojo
por si alguien me sorprende en tan ridícula postura. Mis labios
se deforman un poco y se abren dejando una pequeña mancha
de baba en la luna y trasmitiendo ésta un poco de su suciedad a
mis labios ¡qué asco! Estoy como drogado, atrapado. Me doy
cuenta de lo estúpido de la situación pero no lo puedo evitar.
De pronto, horrorizado, descubro que me mira un niño
pequeño desde su altura bajita. Yo sigo adherido a la luna e
intuyo que mi cara ya está muy deformada. Es como cuando
haces esa gracia y alguien te ve desde el otro lado. Pareces un
sapo aplastado contra un avión que despega. Pero en este caso
no es voluntario. Ya no. Al menos no puedo despegarme del
escaparate. Estoy atrapado. El niño pequeño sale corriendo
gritando: “¡Mamá, mamá, mira un loco!”. La mamá le dice:
“Ven hijo ven, a ver si te va a morder”.
¡Dios mío! Hace unos minutos yo era un señor normal. La
gente me decía buenos días y esas cosas. Ahora temen que les
muerda a sus retoños ¿Qué está pasando?
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En mi lucha para deshacerme de la luna del escaparate, veo al
droguero en su interior; baila un curioso baile saltando sobre
una pierna y haciendo cosas con las manos. Después veo un
cartel luminoso encima de las estanterías de madera, repletas
de productos clásicos de una droguería. En el artefacto
luminoso aparece en rojo el numero 54. Podría pensarse que es
para coger la vez pero por cómo se comporta el droguero
bailarín intuyo que es un contador de narices aplastadas. De
pronto el tío deja de bailar a lo largo de la tienda y se planta
delante de mí. Sonríe. Me dedica un extraño baile de claqué.
Después presiona un botón gordo y rojo que hay en el
mostrador. El 54 se convierte en un 55 mediante un cambio de
palitos de esos que forman los números y mi mejilla y mi
nariz suenan ¡FLuoooop! y se despegan del cristal como esos
artefactos para poner en las lunas de los coches que se sujetan
al vacío y que hay que lamer previamente. Yo me separo,
asustado, de la luna del escaparate y tambaleándome doy
marcha atrás y acabo sentado en un banco que hay en la calle
frente al escaparate. Me toco la cara. Está fría, fría y plana. Mi
cara conserva la forma adquirida cuando me aplasté sobre la
luna de cristal. Palmoteo mi cara, asustado, intentando ver con
el tacto. Entonces me doy cuenta de que hay un gran espejo en
el centro del escaparate; tiene un marco dorado y es muy
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barroco; en la parte de abajo pone en letras labradas en la
madera que acompañan la forma ovalada del marco: “Especial
para narices aplastadas”. Juraría que antes no estaba allí. Me
levanto y me miro. Es terrible: mi cara es tan grotesca que
tengo la seguridad de tener trabajo en el circo para siempre. De
pronto noto la presencia de alguien detrás de mí. Es una chica
muy elegante y con una melena rubia espectacular. La veo por
el espejo. Me siento incómodo porque pienso que se va a reír
de mí. De pronto levanta la cara. Casi me rio yo. Su mueca es
más aplanada que la mía. Me siento junto a ella. Me mira y me
tiende la mano. De manera muy nasal, casi no la entiendo, me
dice:
-Me amo ola.
-O me amo Clos le digo yo, escuchando mi propia voz y
siendo en ese momento consciente de un problema adicional:
no puedo hablar porque parezco un tonto de baba.
Nos miramos con tristeza. Ella me dice que ha venido a
comprar una crema especial para “desaplanar narices”; dice
que es muy efectiva. Los dos nos levantamos del banco y
entramos en la tienda. Al pasar por la puerta me fijo en el
escaparate. No hay espejo. Mi voz suena como siempre y la
chica que tengo al lado, muy guapa, compra una colonia de
“Roberto & Verino”. Ella no está deformada, aunque juraría
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que es la chica de fuera. Paga y se va. Me toca. El droguero me
sonríe como diciendo: “O me compras algo o te aplasto la
nariz”. Compro una colonia de “Loewe” para Marta. Nunca es
mal momento para un regalo. Salgo y me toco la cara. Todo
parece normal. Miro hacia atrás como si alguien me
persiguiese. No sé, quizás un droguero aplastador de narices y
bailarín. Corro. No paro de correr en dos manzanas. Voy
tocándome la cara y cerciorándome de que sigo siendo yo
mientras pienso: “¿Quién te manda pegar la nariz en una
droguería?”
Fin
Sábado, 25 de octubre de 2010
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