La rebelión de Nohcacab: prefacio inédito de la guerra de

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La rebelión de Nohcacab:
prefacio inédito de la guerra de castas
Arturo Güémez Pineda
Universidad Autónoma de Yucatán
Nota introductoria
Desde el siglo pasado, la historiografía yucateca ha tenido en la
rebelión de Canek en 1761, al antecedente más inmediato de la
guerra de castas, sin embargo, una documentación hasta hace
poco inexplorada nos ha proporcionado una novedosa informa­
ción sobre la situación que prevalecía en Yucatán en vísperas de
esta insurrección, entre la que destaca la rebelión que en este
trabajo presentaremos, y la cual permitió a los criollos desde
1843 presagiar el inminente peligro que se cernía sobre ellos y
sus instituciones. Asimismo los resultados de la misma nos ha
permitido observar la irrupción de una acrecentada fobia criolla
hacia el indígena, en especial contra los caciques, circunstancia
que nos revela que éstos “empleados” habían ya asumido un
trascendente papel en los pueblos que la resistencia armada,
perfilada como un apremiante alternativo indígena, y sus inme­
diatas consecuencias terminarían por corroborar.
Los levantamientos
Los levantamientos rurales, sean rebeliones e insurrecciones1
han tenido un carácter endémico desde la época prehispánica, y
aunque el modelo de levantamientos cambió profundamente del
siglo XVI al XVIII, es decir, durante la mayor parte de la época
colonial, la ruptura no fue completa, pues la violencia rural
siguió siendo endémica en las áreas fronterizas de la nueva
España. En contraste en ese mismo periodo las regiones donde
los españoles se habían consolidado, especialmente las del cen­
tro, fue mucho menos revoltosa en comparación con cualquier
etapa anterior o posterior de su historia, John Tutuino atribuye
esta pasividad al éxito de la política española, es decir a su deseo
de conservar las comunidades como contrapeso de los terrate­
nientes españoles y mexicanos.
Sin embargo, durante la segunda mitad del siglo XVIII, las
cosas comenzaron a ser diferentes, pues la inestabilidad rural en
las zonas fronterizas se vio acompañada por una creciente
efervecencia en las áreas donde el español se había consolidado.
Esta inquietud se manifestaba en el incremento del número de
pleitos y demandas de los pueblos indios, a veces con el estallido
de revueltas locales y, frecuentemente, con una aguda incidencia
de bandolerismo rural. Las causas básicas —amén de la inexorable
pérdida de influencia de la Iglesia Católica- de esta aguda in­
quietud social fue el significativo aumento de la población y, el
que las tierras que les habían sido asignadas a los indios por la
Corona después de haber sido diezmados, no bastaban ya para
mantener a las comunidades y esto producía nuevas tensiones
sociales, que se veían exacerbadas por el hecho de que no sólo los
indios sino también la población mestiza y blanca de la Nueva
España iba en aumento y también comenzaban a apoderarse de
las tierras indígenas.
El súbito surgimiento de la violencia campesina, en el siglo
XIX, estribó fundamentalmente, como coinciden todos los auto­
res que se ocupan de él, en una profunda alteración del carácter
del Estado respecto al periodo precedente. El Estado mexicano,
hasta la última etapa del siglo XIX, era débil y extremadamente
inestable. El Estado colonial había intentado contener a los
hacendados a favor de los pueblos indios, así como mantener la
integridad de esos últimos. Durante la mayor parte del siglo
XIX, los gobiernos mexicanos no estuvieron dispuestos a hacer
esto (sus vínculos con los hacendados eran extemadamente es-
La
rebelión
de
N ohcacab
trechos), pero aunque hubieran querido no habrían podido lle­
var a la práctica esa política, ya que no tenían ni la fuerza ni la
longevidad suficiente para ello, dada las constantes luchas arma­
das entre los miembros de la élite, acontecimientos raros duran­
te la época colonial, y como resultado aparecieron muy distintos
motivos y modelos de revueltas campesinas en el siglo XIX.2
Yucatán fue una de las regiones donde mejor se puede obser­
var aquel proceso, mucho más en lo referido al siglo XIX, en el
que el ejemplo clásico es la conocida guerra de castas iniciada en
1847. Precisamente el caso que nos ocupará en páginas posterio­
res tiene un vínculo bastante estrecho con esa inestabilidad
política de la élite nacional y la yucateca, y se le puede considerar
como el más claro anuncio de esa conflagración étnica que se
avecinaba.
El conato separatista
En 1841 las autoridades yucatecas, que emergieron de la insu­
rrección federalista comandada por Santiago Imán, habían sido
declaradas por el gobierno centralista mexicano como facciosas y
sus embarcaciones como piratas. Empero, ese mismo año los
yucatecos no sólo habían promulgado su propia constitución, sino
que ya habían madurado la idea de declarar la absoluta indepen­
dencia de la península. Entretanto en México, a raíz de un motín
y de fijarse las bases de Tacubaya, asume la presidencia de la
república el general Antonio López de Santa-Ajina, quien confía
a Andrés de Quintana Roo la misión de procurar la reincorpora­
ción de Yucatán al resto de la república. Pero después de varios
intentos de negociación, del rechazo de Santa-Anna a los conve­
nios que había firmado Quintana Roo,3 y de la exigencia del
presidente a que los yucatecos reconociesen al gobierno mexica­
no y a que rompiesen sus relaciones con Texas, estos deciden no
ceder en sus prerrogativas y rechazan la propuesta de SantaAnna quien resuelve someter a la península por medio de las
armas.
En julio de 1842 el gobierno mexicano dio la primera muestra
de sus intenciones hostiles hacia la península al agredir a un
bergantín de guerra yucateco que se hallaba fondeado en las
aguas de Campeche. Ante tal anuncio, las autoridades de Yucatán
encabezadas por el gobernador Santiago Méndez, emitieron una
serie de disposiciones para resistir la invasión mexicana en la
plaza de Campeche hacia la cual se dirigían las fuerzas mexicanas.
La toma de la villa del Carmen causó una sensación profunda en
toda la península, no obstante es necesario tener presente que
aunque los promotores del sistema federal y la idea de la indepen­
dencia absoluta contaban con una apoyo entre la población
yucateca, había también un “partido” centralista que abogaba por
la reincorporación y por que se aceptacen las bases de Tacubaya
que sostenían al gobierno de Santa-Anna y que posiblemente
había promovido o alentado al menos la expedición mexicana en
tierras yucatecas.
Las fuerzas mexicanas que se habían asentado en Seybaplaya
fueron reforzadas en noviembre de 1842 por un nuevo contin­
gente llegado de Veracruz, emprendieron su marcha hacia
Campeche y se acantonaron en sus inmediaciones después de
librarse de una emboscada que dirigió el teniente coronel Pastor
Gamboa con sus fuerzas del oriente compuestas por huithes,
nombre con el que se conocía a los indios orientales que presta­
ban sus servicios en la guerra4 —y a quienes desde 1840 Santiago
Imán y sus correligionarios habían ofrecido que, de triunfar, abo­
lirían las obvenciones que pagaban, e incluso mermarían las con­
tribuciones civiles y les darían tierras para que labrasen.
Sin embargo, transcurrió el mes de diciembre y enero de 1843,
sin que los yucatecos ni los mexicanos adelantaran nada en sus
respectivas empresas. Los primeros carecían de los elementos
necesarios para arrojar prontamente de su suelo a los seis mil
hombres que los asediaban, y los segundos eran impotentes para
someter a un pueblo que estaba fuertemente decidido a defender
sus convicciones e intereses.
Pero mientras los mexicanos entraban en un paulatino desgas­
te por el efecto del clima, la falta de apoyo de sus partidarios en la
península, las dificultades para obtener recursos y las continuas
deserciones de sus soldados; entre los yucatecos la guerra había
logrado una gran popularidad. Día con día se organizaban en el
interior nuevas fuerzas que pasaban a Campeche a prestar sus
servicios y los pobladores, incluyendo a los indígenas, proporcio­
naban su apoyo en dinero o en especie.
Pero esa tensa calma llegó a su fin cuando la escasez de víveres
hizo salir a los mexicanos de su campamento a buscar provisiones
lo que a la postre derivó una escaramuza con un batallón yucateco
en el pueblo de China. El número de muertos y heridos
conmocionó a la península y exaltó hasta el delirio las pasiones,
sobre todo en Campeche donde un grupo de pobladores, en una
acción de venganza, asaltaron la cárcel de esta ciudad, y acabaron
la existencia de varios reos inculpados de estar en complicidad
con los invasores.
No obstante al éxito obtenido en China, los mexicanos no
habían obtenido ningún resultado satisfactorio en la plaza de
Campeche, por lo cual su comandante en jefe don Matías de la
Peña y Barragán decidió enfilar una expedición que él mismo
dirigió hacia Mérida en abril de 1843, la que estuvo cerca de
tomar pero que al final de cuentas no logró, debido en parte a la
resistencia que ofrecieron los yucatecos y a la habilidad con que
las autoridades peninsulares manejaron la información que llega­
ba a oídos de los invasores, a quienes hicieron creer que se
preparaba un levantamiento masivo contra ellos. Aquello los hizo
capitular y fue el principio de una serie de gestiones que culmina­
ron con la firma de un tratado celebrado el 14 de diciembre de
1843 que acordaba la reincorporación de Yucatán con ciertos
privilegios para los peninsulares. Este tratado, aunque sacrificó la
constitución de 1841, se diferenciaba muy poco a los tratados que
dos años antes se había firmado con Andrés Quintna Roo.5
En abril de 1843, precisamente en la Semana Santa de ese año,
cuando las fuerzas mexicanas se hallaban asediando la ciudad de
Mérida, aconteció la revuelta más importante de las que prece­
dieron a la guerra de castas, y que tuvo como escenario las
haciendas Uxmal y Chetulix de don Simón Peón y el pueblo de
Nohcacab (hoy Santa Elena) en la jurisdicción del Distrito de
Mérida. Los protagonistas principales fueron los integrantes de
las repúblicas de indígenas6de Nohcacab y de Tixhualahtún, este
último, pueblo de la jurisdicción de Valladolid.
Don Simón
Simón Peón era miembro de una acaudalada familia, que poseía
magníficas haciendas en un gran corredor que iba de Mérida a
Uxmal y en otros puntos de Yucatán. El viajero norteamericano
Stephens quien fue huésped de don Simón en sus viajes de 1839 y
1841-1842, sorprendido de aquellas propiedades decía al respecto.
Estaba muy lejos de pensar, cuando conocí a mi modesto amigo en el
hotel español de Fulton Street, que iba a viajar por más de cincuenta
millas en tierras suyas llevado en hombros de sus indios, y almorzan­
do, comiendo y durmiendo en sus magníficas haciendas, mientras
que la ruta marcada para nuestra vuelta, nos había de conducir a
otras, una de las cuales era más grande, que las que habías visto.7
Uxmal
Sobre la hacienda Uxmal Stephens decía:
[...] está construida de una piedra de color gris oscuro, y su aspecto es
rudo y tosco de manera, que a alguna distancia se la puede tomar por
el antiguo castillo de algún barón. El señor su padre se la había dado
a don Simón hacía como un año, y éste se hallaba haciendo en ella
grandes reparaciones y aumentos, quién sabe con que objeto, pues su
familia nunca la visita; y sólo él iba de cuando en cuando por algunos
días[...] Los muebles de la hacienda[...] como los de todas las hacien­
das de campo de Yucatán de esta época no eran de respeto. Los
corrales están enfrente de la casa[...] tienen también su capilla en que
veneran la imagen de nuestro Señor, que es muy reverenciada por los
indios de las haciendas circunvecinas, y cuya fama había llegado hasta
los criados de la casa [de la familia Peón] en Mérida. [Asimismo
contaba con cementerio el cual se hallaba en] un claro del bosque a
muy corta distancia de la casa cuadrado y ceñido de un rudo cercado
de piedras, o albarrada. Había sido consagrado con las ceremonias
de la iglesia y destinado para sepultura de todos los que muriesen en
la finca; lugar tosco y rudo, que indicaba la simplicidad del pueblo
para quien estaba destinado.8
La hacienda Uxmal -[con su anexa Chetulix]- tiene diez leguas
cuadradas: sólo una pequeña porción está sembrada; el resto se
compone de tierra de pasto para el ganado [vacuno, caballar y
mular]. Los indios son de dos clases: vaqueros que reciben doce
pesos al año y cinco almudes de maíz cada semana; y labradores que
se llaman luneros, por la obligación que tienen de trabajar los lunes
sin paga, a beneficio del amo, en compensación del agua que toman
de la hacienda.9 Estos últimos constituyen la gran masa de indios, y
además de la obligación de trabajar el lunes, cuando se casan y tienen
familia, y por supuesto necesitan más agua, están obligados a des­
montar, sembrar y cosechar veinte mecates de maíz para el amo,
teniendo cada mecate veinticuatro de varas en cuadro. Cuando se
toca la campana de la capilla, todos los indios deben ir al momento a
la hacienda a hacer el trabajo que el amo o su delegado el mayordo­
mo, les ordene, abonándoles al día un real y cierta cantidad de maíz
del valor de tres centavos.10
Las cosechas de maíz eran levantadas y trilladas por indios de
las tres haciendas de don Simón Peón quienes permanecían en la
milpa donde, según obervación de Stephens en 1841, se había
despejado
un espacio como de cien pies cuadrados y a lo largo de los dos había
una linea de hamacas pequeñas, colgadas de unas estacas sembradas
en el terreno, y en las cuales dormían los indios todo el tiempo de la
cosecha, con una pequeña candela debajo de cada una para resguar­
darse del aire frió de la noche y alejar los mosquitos.11
La autoriad del amo o mayordomo es absoluta. Arregla las
disputas que ocurren entre los indios y castiga los delitos, haciendo
de juez o ejecutor. Si el mayordomo castiga injustamente al indio
éste se queja al amo, y si éste no le hace justicia o le castiga sin razón,
puede pedir su papel. No tienen obligación de permanecer en la
hacienda, a menos que estén adeudados, los que prácticamente los
sujeta de pies y manos.12 Los indios son apáticos, anticipan sus
ganancias y salarios; nunca tienen provisiones para dos días, ni
llevan cuenta de nada. Un amo picaro puede conservarlos siempre
adeudados, y generalmente todos lo están. Si el indio es capaz de
pagar su deuda, puede pedir su dimisión, pero si no, el amo está
obligado a darle un papel escrito del tenor siguiente: cualquier
señor que quiera recibir al indio llamado N. le puede tomar pagando
lo que me debe; si el amo rehúsa darle su papel, el indio puede
quejarse a la justicia. Cuando lo ha obtenido, va de hacienda en
hacienda hasta que encuentra un propietario que abone su deuda
[y de ese modo entra el servicio de un nuevo amo y nuevo
acreedor de su deuda].13
Nohcacab
El pueblo de Nohcacab,
está situado fuera de la línea de las principales carreteras, no está en
ningún camino que conduzca a algún lugar frecuentado, ni tampoco
posee ningún atractivo en sí que induzca al viajero a visitarlo. No
obstante que las mejoras comenzaban a aparecer en el pueblo era el
más atrasado y el más indio de todos lo que hasta entonces habíamos
visto. Mérida estaba muy lejos para que los indios pensasen en ella;
muy pocos de los vecinos llegaban hasta allí, y todos reputaban a
Ticul [cabecera del partido] como a su capital. Todo lo que faltaba en
el pueblo, nos decían que en Ticul se obtenía.14
Asimismo, se hallaba comprendido en el curato de Ticul, cuyo
provisor era fray Estanislao Carrillo, uno de los pocos de la antes
poderosa orden franciscana que había resistido la secularización
después de la extinción de su orden en Yucatán en 1821, quien
delegaba a un ministro el cuidado pastoral de Nohcacab y hacien­
das y ranchos circunvecinos.15
Contaba con una población de poco más de siete mil habitan­
tes y por lo menos desde fines de la colonia contaba con una
fuerte presencia de “castas”, genérico que comprendía a espa­
ñoles “europeos” y no europeos (criollos), mulatos y mestizos.16
La mayor parte de los pobladores económicamente activos eran
labradores independientes, pero también había un importante
número de jornaleros y algunos artesanos.17
Stephens al referirse al pueblo observó que era el único que
había visto que manifestase señales de “mejoras” en su plaza pero
que no había otro que más lo necesitase, respecto a la casa real de
Nohcacab que ocupaba uno de los lados de la plaza, apuntaba
tal edificio tendría cuarenta pies de largo y veinticinco de ancho, el
moblaje consistía en una mesa bastante elevada y unos taburetes
muy bajos. Además en celebridad del día [Año Nuevo] las puertas
estaban adornadas de ramas y palmas de coco, las paredes blanquea­
das, y en una testera campeaba un águila llevando en el pico una
serpiente cuyo cuerpo estaba sujeto con las garras. Bajo de dicha
águila había unas figuras indescriptibles, bien así como una espada,
un fusil y un cañón, emblemas guerreros de un pueblo pacífico que
no había escuchado jamás el sonido de una corneta enemiga. A un
lado del pico del águila había un rótulo con estas palabras: ‘Sala
consistorial republicana. Año de 1828’. El otro lado contuvo las
palabras ‘Sistema central’, pero al triunfar el partido federalista, la
brocha las había borrado, sin sustituirse cosa alguna en su lugar, de
manera que permanecía listo el sitio para el caso en que el partido
centralista volviese al poder. A un lado de la pieza principal estaba el
cuartel con su respectiva guarnición, que consistía en siete soldados[...] del otro estaba el calabozo con su puerta enrejada.
Asimismo, al menos en 1842, estaba en funciones en la casa
real una escuela de primeras letras para enseñar a los niños a leer,
escribir, contar y la doctrina cristiana.
Desde la puerta de la casa real se observan dos objetos notables; el
uno de los cuales, situado sobre un altura y de proporciones grandio­
sas, era la gran iglesia que había divisado desde la cumbre de la sierra
al venir de Ticul; el otro era el pozo o noria con su andén y elevados
pretiles de cal y canto y cobija de guano, debajo de la cual rigaba sin
parar una muía tirando de una palanca que daba impulso a la
máquina que sacaba el agua que iba a dar a una gran pila oblonga de
cal y canto, en el cual llenaban sus cántaros las mujeres del pueblo.
[Y pagaban a razón de un puñado de maíz por cántaro como
tributo para la manutención de las muías].18
Las casas de los indios, como las de la inmensa mayoría de los
naturales yucatecos, se componían de una sola pieza de figura casi
circular, hecha con gruesos palos sembrados perpendicularmente
sobre el suelo, un piso de tierra, paredes de adobe y techo de
guano, tal como las que habitan miles de campesinos de la actua­
lidad en los pueblos de la península.
En el pueblo de Nohcacab, además de las elecciones que se
verificaban para los puestos de alcaldes municipales (“blancos”
por lo común), y de las concernientes a la república de indígenas,
se efectuaba otra muy peculiar de ese pueblo que tenía como fin
asegurar la custodia y conservación de las dos norias y un pozo
que eran las fuentes provisoras de agua para el pueblo, lo cual,
dada su severa escasez, constituía una parte importante de la
administración pública. Por ello anualmente se elegían treinta
indios, que eran llamados “alcaldes de las norias”, cuyo encargo
consistía en conservar esas fuentes en buen estado y mantener las
pilas llenas de agua. No recibían ninguna paga pero esto los
exentaba de ciertas cargas y servicios, circunstancia que hacía
codiciable este encargo, y, por consiguiente, era uno de los princi­
pales motivos de lucha política. La ceremonia de posesión incluía
un acto de juramento y una misa después de la cual, el mismo
ministro le dirigía la palabra a los nuevos alcaldes (al menos así
sucedió cuando estaba presente Stephens).
dándoles a entender, que aunque con respecto a los demás indios
eran unos grandes hombres, respecto de los alcaldes principales no
eran más que unos hombrecillos, y amonestándoles con otros
buenos consejos, concluyó que debían ejecutar las leyes y obedecer
a sus superiores.19
En materia religiosa Nohcacab también vivía una situación
que llamó la atención de Sthepens y la describió así:
Ya he dicho que Nohcacab era el pueblo más atrasado y más indio
de los que habíamos visto.20Teniendo por consiguiente un carácter
más indio, el gobierno de su iglesia es algo peculiar, y difiere según
creo, del de todos los demás pueblos. Además de los pequeños
santos, favoritos de individuos particulares, tiene nueve principa­
les que se han escogido como objeto de especial veneración: San
Mateo, el patrón, y Santa Bárbara, la patrona del pueblo, Nuestra
Señora de la Trasfiguración: el Señor de la Misericordia: San Anto­
nio, patrón de las almas, y el Santo Cristo del Amor. Cada uno de
los santos, considerado con todas las ínfulas de un patrón general se
halla bajo el especial cuidado de un patrón particular.
[es decir, un indio que por un sistema de elección se le confía la
custodia del santo].
A cada santo se le hacían sus respectivas celebraciones en
tiempos diferentes, que consistían en procesiones que encabeza­
ba el párroco, el patrón y sus mayóles, seguidos por vecinos o
gente “blanca”21 del pueblo y un numeroso gentío de indios de
ambos sexos, que terminaban, después de una algarabía de fuegos
artificiales, en la casa del patrón donde se efectuaba un animado
baile en un espacio donde los principales asientos eran para el
padrecito, sus familiares y las mujeres blancas y mestizas que
también danzaban al ritmo de los bailes de el toro y del sacalosuyo.22
Tixhualahtún
Tixhualahtún era un pequeño pueblo de labradores de poco más
de dos mil quinientos indígenas, y se hallaba a escasas dos leguas
de Valladolid que era su cabecera civil y eclesiástica. Sin duda los
habitantes de ese pueblo compartían las condiciones de segrega­
ción que afectaba a los indios de los barrios de esa ciudad, cuyos
ciudadanos blancos engreídos por su pasado se consideraban la
flor y nata del estado. Decían que Valladolid era la Sultana de
Oriente, y en sus principales calles había mansiones, la mayoría de
ellas destechadas y abandonadas, con escudos nobiliarios castella­
nos sobre la entrada. En esta ciudad de “hidalgos” los habitantes
se preocupaban por la pureza racial y no sólo excluían al indio,
sino también al mestizo, del centro de la ciudad23y
no podían mezclarse[...] ni en sus fiestas, ni en sus bailes, banquetes
y paseos, aún cuando fuesen sólo como espectadores, aún cuando se
presentasen con decente traje, procurando manejarse caballerosa­
mente, porque de cualquier modo juzgaban eso una profanación
contra la alta estirpe de que hacían alarde.24
La revuelta
El cacique de Nohcacab, Apolonio Ché, junto con su escribano y
otros indígenas de su república, había salido de su pueblo con
destino a la plaza de Campeche a llevar veintiún pesos de dona­
tivo a la división del teniente coronel Pastor Gamboa, con la que
se encontraron el pueblo de Tenabo, y coincidieron con el caci­
que de Tixhualahtún. Laureano Abán quién con su teniente,
alcaldes y veinticinco o treinta indios más, había hecho lo propio
con el objeto de llevar víveres al mismo Gamboa. Habiendo
cumplido su objetivo, los de Nohcacab plantearon que se habían
quedado sin provisiones y Gamboa los autorizó a que tomasen
en su tránsito dos cabezas de ganado, debiendo apuntar el precio
y el nombre del dueño, para que después se le hiciera el pago
correspondiente. Las dos repúblicas emprendieron juntos el via­
je de regreso y fue cuando planearon realizar un asalto a las
haciendas Uxmal y Chetulix comarcanas al pueblo de Nohcacab.
Guiados por el cacique Apolonio Ché, encuentran en su
camino arrieros procedentes de la hacienda, Uxmal que condu­
cían doce muías cargadas de maíz con destino a Calkini, las
embargan y las regresan a la hacienda a la cual llegan el lunes
santo (10 de abril); entran a tropel en la casa principal, hallan al
mayordomo Félix Castillo quién estaba postrado enfermo en
una habitación: es sacado de ella a mano armada, le arrebatan las
llaves del edificio y le encierran en una de las habitaciones.
Revisan cofres y otras arcas de los que extraen más de setenta
pesos que toma Ché, arrebatan entre ellos las ropas de Castillo,
rompen los cuadernos de cuentas y demás papeles, se apoderan
de cubiertos de plata, servilletas, loza, garrafones y cuantos
muebles hallaron. Enseguida, los caciques, mandaron matar dos
cabezas de ganado y extraer de una troje seis cargas de maíz para
que todos ellos comiesen aquel día.
Después de esos primeros acontecimientos, el cacique de
Nohcacab, se dirige a su pueblo y ordena a los capitanes indígenas
de que sus respectivas parcialidades (barrios) fuesen a Uxmal a
tomar el maíz y la carne que quisieren para alimentarse: para tal
efecto el cacique les hizo saber que tenían orden verbal del
coronel Pastor Gamboa para destruir aquella hacienda y la de
Chetulix.
Al amanecer del día siguiente, es decir el martes santo, el
cacique y una multitud de indios jóvenes, viejos, mujeres y niños
llegaron a Uxmal, aquél manda abrir las trojes, y reparte maíz no
sólo a los de Nohcacab, sino a muchos más de Dzitbalché que iban
llegando a la hacienda, atraídos por la noticia de lo que en ella
sucedía, y también a individuos de Sacalum que incluso presenta­
ban ante el escribano Gerónimo Yzá recibos del maíz que habían
entregado por concepto de arrendamiento a Simón Peón. Tan
sólo este día sacrificaron más de cincuenta cabezas de ganado,
cuya carne se distribuyó entre todos. También se llevaron muchas
reses en pie e incluso vendieron algunas a vecinos de Nohcacab.
Se acarreó maíz a la casa pública y a la de varios cabecillas de ese
pueblo. Los de la república de Tixhualahtún hicieron lo propio
tomando maíz que vendieron, además de diez cargas que reserva­
ron para llevar a su pueblo. Un cálculo aproximado sobre estos
dos días, arroja que se extrajeron más de mil cargas de maíz y se
sacrificaron o llevaron cerca de doscientas reses, amén de que la
matanza continuó hasta el domingo.
El mismo martes, aprehendieron al vaquero de Uxmal Bacilio
Coyí, a quien condujeron a una pieza atado de las muñecas, le
cuelgan en un hamaquero con los pies a media vara de la tierra,
le dan doce o quince azotes y le dejan colgado el resto del día
hasta que en la noche fue trasladado al oratorio de la hacienda,
que a la postre sería la antesala de su muerte.
En la tarde de ese mismo día martes, el cacique de Tixhualahtún,
Laureano Abán, después de encomendar a cuatro indígenas la
custodia de los presos, salió con los de su república para la hacien­
da Chetulix, donde continuaron el saqueo, extrajeron cinco mulas, diez caballos rosines y también mataron ganado. El cacique
Apolonio Ché, por su parte, se había dirigido a Nohcacab.
El miércoles santo por la mañana hizo su arribo a Uxmal
Domingo Cen, uno de los hombres del cacique de Tixhualahtún,
a quien este envió desde Chetulix con seis cargas de maíz para
los que se quedaron en la primera hacienda. Al mismo tiempo
arribó José Antonio Romero, quien por encargo de la mujer del
mayordomo Castillo había ido desde Muña a saber si era cierto la
captura de éste, pero Romero es también capturado por orden
de Cen y es encerrado en la misma prisión del vaquero Coyí.
Entre las once o doce de la mañana de ese día, Cen ordena al
custodio Antonio Tacú abrir la habitación de Castillo, entra a
ella acompañado de Gerónimo Yzá y Francisco Javier Keb estos
armados con cuchillos, interrogan al mayordomo sobre el para­
dero de don Simón Peón, y después de responderles que lo
ignoraba y rogarles por su vida, Cen le propina varios machetazos
en todo el cuerpo, arroja el cadáver a la puerta de la prisión y
previene a su compañero Yzá que le corte la cabeza lo cual este
ejecuta, seguidamente Cen razga las vestiduras al cadáver y le
arranca las partes genitales. Luego se dirigen a la habitación
donde estaban prisioneros Coyí y Romero a quienes también
asesta Cen múltiples machetazos, hace que Yzá y Keb les cerce­
ne la cabeza, y él mismo corta a los cuerpos el escroto y los
testículos. Por último manda arrojar los cadáveres en un rincón
de la manga de la hacienda y abandona Uxmal para reunirse
nuevamente con su cacique en Chetulix.
Cuando esto ucedía en Uxmal, el cacique de Nohcacab, al
frente de más de ciento cincuenta indios, se presentó ante Este­
ban Medina, alcalde 2o de aquel pueblo y le obliga a darle dos
pasaportes, según él, para conducir maíz y ganado a Mérida
donde ya se encontraban las fuerzas del coronel Gamboa, y un
oficio para llevar a dos “centralistas” presos en Uxmal (se refería
al mayordomo Castillo y al vaquero Coyí, pues no sabía que
fueron ultimados por Cen). El alcalde sin otra alternativa sucum­
be, pues el pueblo estaba muy excitado por el cacique Apolonio
Ché, y los pocos que habían puesto en entredicho las órdenes de
este habían sido puestos en prisión.
En la tarde de ese mismo día, llegaron a Nohcacab los que
estaban en Chetulix y se alojaron en la casa de Juan José Dzib,
teniente de la república de Nohcacab. Por la noche, el cacique
Apolonio Ché recibió una carta de los cuatro custodios que
estaban en Uxmal, en la que le hicieron saber de las muertes.
Ante tal noticia reúne a los de su república y a otros de
Tixhualahtún, algunos armados con fusiles, se presenta de nuevo
al alcalde y le exige que este proporcione una ayuda de vecinos
para que fuesen a Uxmal a impedir que los alcaldes de Muña, a
cuya jurisdicción pertenecía dicha hacienda, aprehendiesen a los
que allí se encontraban.
El alcalde fingió ser partidario de los amotinados y le manifes­
tó al cacique que estaba de acuerdo en proporcionar dicho auxi­
lio, pero que era necesario proveer a los vecinos de las escopetas
que tenían los indios, así como de municiones. Enseguida el
cacique Ché proporcionó media arroba de plomo y su respectiva
pólvora y otra arroba que tenía en su casa. Armados ya los cívicos
con doce o quince fusiles de los indígenas presentes, amagaron a
éstos y el alcalde puso en prisión al cacique Ché y a siete u ocho
“orientales” entre los que estaban Domingo Cen, a quien se le
decomisó el machete con el que dio la muerte a Castillo, Coyí y
Romero. Sin embargo a la media noche, por orden del mismo
cacique, se reunieron más de cuatrocientos indios para liberar a
los presos, quienes burlándose de los custodios del cuartel aban­
donaron la cárcel y se unieron a los del tumulto.
Luego se dirigieron a la casa del teniente Juan José Dzib, y de
allí salieron para Chetulix, que se hallaba en el mismo camino que
conducía a Muña, en esa hacienda pasaron la noche, y todo el día
del jueves se mantuvieron en actitud tumultuosa: por la noche
estando de nuevo en la casa de Dzib, el cacique Apolonio Ché
dispuso formar un acta para informar a Gamboa de que los
“orientales habían matado, todos juntos, a tres centralistas”. Al
día siguiente dispuso ir a Mérida a llevar maíz y dinero para las
fuerzas de don Pastor Gamboa y, sintiéndose dueño de la situa­
ción, previno al alcalde Medina, dejase cuatro hombres para que
cuidasen la hacienda Uxmal, recomendándole que tuviese espe­
cial cuidado con el maíz y los caballos, pero que permitiese matar
ganado y llevar la carne a cuantos llegasen a la hacienda; empren­
dió su viaje a la capital con más de cincuenta indios de Nohcacab.
Los de Tixhualahtún, por su parte, se encaminaron de regreso a
su pueblo, a su salida de Nohcacab, varios indígenas se reunieron
a observar su partida, incluso el cacique Abán y sus compañeros,
escucharon el ruego que de rodillas hizo Petrona Us, la cual les
pidió que “disminuyesen” el número de blancos de ese pueblo, a
lo que el cacique respondió que regresarían más gente dentro de
quince días.
Pero el cacique Ché y sus compañeros fueron interceptados y
apresados en las inmediaciones del camino de Sacalum. Los que
aún continuaban el saqueo en las haciendas fueron desalojados, a
pesar de un conato de resistencia, por una tropa que envió el jefe
político del departamento. Los “orientales” fueron aprehendidos
posteriormente en su pueblo y dio principio, lo que a nuestro
juicio fue, el proceso judicial más destacado de la primera mitad
del siglo XIX.25
El proceso
En las innumerables diligencias practicadas -incluido un careo
entre Pastor Gamboa y ambos caciques —no hubieron pruebas de
que el coronel hubiese dado la orden de saquear las haciendas,
amén de que el mismo Apolonio Ché, después de una serie de
contradicciones, confesó haber actuado por cuenta propia. Tam­
bién tuvo su propio peso un antecedente que salió a flote en el
proceso y consistía en que antes de emprender el viaje hacia
Campeche miembros de su república habían tomado dos cabezas
de ganados de la hacienda Chetulix, una que se llevaron entre sus
víveres y otra que habían “regalado” a los luneros de la hacienda.
Por sus parte, el cacique de Tixhualahtún siempre “ratificó en sus
declaraciones y confesión que la “orden” la recibió del cacique
Ché, quien a su vez la había recibido de Gamboa.
Al cacique Apolonio Ché, cuya culpabilidad estaba plenamen­
te demostrada con numerosas testificaciones, se le hicieron car­
gos por considerársele el “origen principal” de dichos homicidios,
el “primer motor” y cabecilla de uno de los delitos considerados
más graves en aquella época que era el “hurto calificado” y de los
delitos perpetrados en las haciendas referidas, lo mismo que por
los tumultos que encabezó en su pueblo y que hemos referido
ampliamente. Al cacique de Tixhualahtún, Laureano Abán se le
imputaron cargos similares a los de Ché.
Del mismo modo fue probada la culpabilidad de Domingo
Cen, indígena de Tixhualahtún, quien la había admitido y sólo
había alegado a su favor que había obrado por “falta de entendi­
miento” por hallarse ebrio en aquel momento. También se pudo
demostrar la culpabilidad de Gerónimo Yzá, escribano de la
república de Nohcacab, en dichos homicidios, y además de la
parte muy activa que tomó como “capataz” de la revuelta, se le
agregaba el cargo de haber pasado, antes de emprender su viaje a
Campeche, a Chetulix a tomar y matar dos reses. A Francisco
Javier Keb capitán de la misma república de Nohcacab, se le
hicieron los mismos cargos que Yzá, tanto por los homicidios, la
sustracción del ganado de Chetulix antes del viaje a Campeche, su
participación como uno de los “capataces” de la revuelta, además
de intentar herir al “ciudadano” Pablo Arana por el motivo de
considerarlo “español”. José Antonio Tacú, indígena de Nohcacab,
fue asimismo encontrado directamente involucrado en los asesi­
natos de la hacienda Uxmal, a ellos se sumaba la parte muy activa
que tuvo en toda aquella revuelta y que se hallaba probado que
fue el principal carcelero de los reos de Uxmal.
Tanto Yzá, Keb y Tacú, intentaron atenuar las contundentes
pruebas que había contra ellos, alegando que ignoraban las
intenciones de Domingo Cen y que obraron por miedo a éste.
Sin embargo se les pudo probar que obraron de “común acuerdo
y libre voluntad” e incluso que Yzá fue quien dio la idea de
acabar con ellos para evitar que los llevasen a Mérida en calidad
de “centralistas” como había pensado hacerlo el cacique
Apolonio Ché.
Después de un minucioso análisis del caso y de la conducta de
aquellos seis reos “principalmente” para quienes propuso la pena
de muerte, el fiscal Vicente Solís Novelo, apuntaba enérgicamen­
te que era necesaria la ejecución de esta severa pena a dichos reos
como un “ejemplar castigo” para detener los robos de este tipo
que era
preciso cubrir con la sangre de estos malvados la perniciosa semilla
que han sembrado para que no pulule[...] [asi mismo agregaba que
era] preciso manifestar al pueblo que la autoridad severa de la
justicia castiga inexorablemente a los criminales, para que los escan­
dalosos hechos de Uxmal no fomenten el contagio secreto de relaja­
ción y desorden que tienen inficionadas [alteradas] a ciertas gentes,
que nunca faltan en toda sociedad por mejor organizada que se
halle.
La inocencia, la seguridad personal, el asilo doméstico, la pro­
piedad, el orden público y la justicia misma [...]que estos perversos
[...] han burlado con insolencia, claman sin cesar por los más severos
escarmientos que arredren la osadía de los malévolos en sus pasos
torcidos y maquinaciones execrables: escarmientos que basten a
librarnos de esa peste fatal de crímenes y horrores que lamentamos:
escarmientos tales que pueden salvarnos poniendo un dique fuerte y
poderoso al torrente en que los malvados quisieran precipitarse.
Paguen Sr. con la vida sus atroces crímenes de perversidad refleja y
meditada, que en ello se interesa el público todo; y si no, semejantes
delitos serán, o yo me engaño mucho, el origen, la emponsoñada raíz
de incalculables males. Y en este caso ¿Cuál de nuestros pueblos
puede estar confiado en que no será alterada su tranquilidad por
tumultos de igual naturaleza? ¿Quién en el sagrado [recinto] de su
casa se creerá seguro de una cruadrilla de malechores protervos que
puede meterse en ella a la mitad del día para asesinarle? ¿Qué
propietario puede confiar en la garantía que las leyes acuerdan a su
propiedad, si cuando menos lo piense una turba de bribones cerriles
y despiadados, puede saquearle sin miedo de pagar con la vida? En
fin Sr. [juez] la seguridad de los jueces, de los magistrados, del
Gobierno mismo, se vería comprometida y vacilante sin un ejem­
plar castigo. Toda grita, todo clama, todo exige la muerte de los
criminales.
En alución al caso de los caciques Ché y Abán, el fiscal señala­
ba que era cierto
que tales hombres no han empapado sus manos en sangre; pero
deben tenerse presentes, su maliciosa intención, el daño hecho a la
sociedad; y sobre todo, el fatalísimo ejemplo que han dado a los de
su clase, en su mayor parte inmorales y de costumbres bárbaras;
ejemplo que será perdido [difundido] entre aquellas gentes, si su
memoria no se conserva al mismo tiempo con el recuerdo aterrador,
de que los principales cabecillas murieron en un patíbulo. En el
escarmiento de los malos se vinculan la seguridad pública y el
bienestar de la inocencia; así es que a pesar de mi natural lenidad, no
puede menos que pedir el castigo de estos infelices, pues no debo
profanar mi arduo ministerio, sin hacerme responsable ante el cielo y
ante los jueces. Yo me conmuevo y aflijo en lo interior de mi alma;
pero la ley debe ser mi único norte, mi regla inmutable.
El fiscal no deja escapar la oportunidad de insinuar todavía
una medida más severa cuando asienta que
otro fiscal arrebatado de su celo, pediría, tal vez, que la cabeza del
infeliz Apolonio fuese expuesta por algún tiempo en el sitio más
público del pueblo de Nohcacab, porque su delito es de tan funestas
consecuencias en el orden social, que su castigo merece el mayor
aparato, para que imponga y amedrente a los malvados, pero a mi
juicio esto debe quedar a la sabiduría de V., pues le toca resolver si
se ha de hacerse para que se reestablesca en aquel pueblo sobre el
sólido apoyo del temor a la justicia, el augusto imperio de las leyes.
Además de estos reos para quienes el fiscal pedía la pena de
muerte, otros de los inculpados fueron Andrés Chuc, de Nohcacab
y cuarto custodio de los asesinados en Uxmal, Juan Bautista
Kuyoc, teniente cacique de Tixhualahtún. Luciano Dzib y
Gregorio Cen, alcaldes de Tixhualahtún y José Antonio Keb,
venido de Nohcacab. Estos cinco acusados también merecían la
pena de muerte, según el fiscal, por el delito de robo calificado, o
por lo menos la de diez años de presidio que era la pena más
inmediata a la de muerte, “mas como los jueces —asentó —deben
ser piadosos y mesurados” propuso que se les sentenciase a ocho
años de prisión.
Otros reos fueon Eugenio Hau, Vicente Canté, Bartolomé
Mendoza, Pedro Hau, Juan José Dzib, José Kú, Buenaventura
Pech, Estevan Us, Nicolás Cen, Juan Espíritu Chan, Bartolomé
Pech y Valentín Canché para quienes por su diverso grado de
participación el fiscal propuso penas que iban de dos a seis años
de presidio. Respecto a otros diez, el fiscal consideraba que
habían compurgado sus respectivos cargos con los tres meses que
llevaban en prisión.
Enseguida los defensores entraron en materia para refutar
tales sentencias, sin poder alegar la inocencia de sus “clientes”,
trataron de diversos modos de plantear atenuantes con el propó­
sito de evitar la aplicación de la pena de muerte a los reos princi­
pales o para intentar reducir la condena de los otros inculpados.
En sus aspectos más generales, los argumentos de la defensa
enfatizaron, en un primer término, el “acaloramiento” que la
guerra había ocasionado en la península, a raíz de la cual se
generó “una confusión del excesivo ardor patrio”; en segundo su
“muy conocida y connatural estupidez e ignorada”, la cual los
indujo a ir más allá de la orden dada por Gamboa; y, en tercer
lugar en esta misma orden que aunque dada “con la más sana
intención, fue, sin quererlo, la causa en cierta manera, de tan
infaustos acontecimientos” puesto que nunca se debió dar
a una gente ignorante, que casi está bajo cúratela, pues acaba de
sacársele de ella, a una gente que por su misma imbecilidad lleba a
un grado ecsecivo el calor de sus pasiones pues carece de la
reflección necesaria para contenerse en algún acseso ya empesado.
Empero el 14 de octubre, el Juez de primera instancia del
departamento de Mérida, José Jesús Castro, dicta sus sentencias
apegándose a la petición de la fiscalía. Y a solicitud de doña
Joaquina Cano, madre de don Simón Peón quien se hallaba
ausente, se procedió al embargo de los bienes de todos los proce­
sados. Tanto en Tixhualahtún como en Nohcacab, se les enajenó
utencilios domésticos, muebles, hamacas, sombreros, dinero, alha­
jas, imágenes religiosas, solares con sus respectivas casas, vacas,
cerdos, caballos, colmenas pobladas, cera, maíz, semillas, milpas
sembradas, en fin todo cuanto poseían. Los afectados, en especial
el cacique Ché, protestaron enérgicamente a través de sus defen­
sores y si bien no pudieron hacer que permaneciera intocable la
mitad que según ellos correspondía a sus esposas, al menos logra­
ron que se les restituyera a sus familiares las milpas y algunos
utencilios domésticos de uso cotidiano como bancos y piedras
para moler granos, bateas, y otros. Aunque también cabe aclarar
que a algunos no se les embargó nada, pues no tenían nada en
propiedad e incluso las casas que habitaban eran ajenas. No
obstante a lo embargado y en la inteligencia de que apenas servi­
ría su importe para cubrir las costas del proceso. Doña Joaquina
tuvo que desistir en su denuncia dejando “su derecho a salvo para
renovarla siempre que tenga esperanza de mejor éxito”.
El proceso, que se continúa en los tribunales de segunda y
tercera instancia, dura hasta fines de 1844. Confirmadas las sen­
tencias y después de considerarse que Domingo Cen, autor prin­
cipal de los asesinatos, no tenía derecho al indulto que solicitaba
su defensa, fue fusilado en el Campo de Marte la mañana del 4 de
enero de 1845. En abril de ese mismo año los defensores, tras una
ardua labor, logran el indulto del gobernador, para Apolonio Ché
y sus otros compañeros, a los cuales se les “redujo” la pena a diez
años de prisión con grillete en un pie y cadena en el otro.26
Las causas
Así se resolvió judicialmente la acción contra esta revuelta, cuya
coyuntura fue la pugna política y militar que se suscitaba entre las
élites gobernantes mexicanas y yucatecas. Sin embargo las causas
de esta rebelión, no pueden atribuirse sólo a ese factor, mucho
menos a la supuesta estupidez de los indígenas, argumento con el
cual los criollos “cerrando sus ojos a la verdad” —como dijera
Guillermo Prieto respecto a Alamán apologista del régimen espa­
ñol—no querían ni siquiera suponer que su sistema haya podido
hacerse de enemigos tan irreconciliables que incluso deseaban su
exterminio de manera violenta.27Violencia que los colonizadores
y ellos mismos como herederos de su sistema se habían encargado
de llevar “a la casa y al cerebro del colonizado” en sus vanos
intentos por domesticarlo.28Por lo tanto las causas tenían raíces
más profundas que provienen de la relación que habían manteni­
do los dos grupos sociales más importantes de la península, como
lo eran los criollos y los indígenas.
En lo particular se han podido constatar que en Nohcacab,
ranchos y haciendas de su jurisdicción había prevalecido un tenso
ambiente, caracterizado por continuos abusos de autoridad de los
alcaldes municipales y jueces de paz, así como por atropellos
cometidos por vecinos pudientes y hacendados. Hechos ante los
cuales los indígenas no habían permanecido callados, pues los
testimonios de tales abusos, más bien una muestra de ellos, son
precisamente las denuncias respectivas ante los tribunales y auto­
ridades como las siguientes.
En 1831 los alcaldes y “justicias” Marcos Bak, Andrés y Yah y
Simón Uc, Teodoro Cocom así como Pablo Canul e Ygnacio
Coyí, del rancho Kauil y del rancho Chac, ambos anexos a
Nohcacab, hicieron llegar al gobernador una denuncia por las
“tropelías” que cotidianamente recibían sus habitantes del juez
de paz Victoriano Machado, quien por concepto de obvenciones
adecuadas del año anterior al párroco de Ticul fray Juan José
Garrido, quería obligar a que cada uno de ellos cultivase dieciséis
mecates de milpa roza, lo cual implicaba un “precario” trabajo,
pues también requerían trabajar para el sustento de su familia y
para pagar las contribuciones del año en curso. Propusieron por
tanto que el pago de las atrasadas se hiciese en razón de un real y
medio por cada pareja de casados, como les había sugerido el cura
desmintió que fuese esa su propuesta y aclaró que debía ser,
incluyendo a los de Nohcacab, de un real por cabeza, “así de
varones como de hembras” excepto los tres meses en que pagaba,
“obvenciones gruesas” que en enero era el pach, en septiembre
“el patrón” y en noviembre “finados” y con la condición de no
interrumpir el pago de las del año que corría. Finalmente el
subdelegado del partido, a quien el gobernador encomendó el
caso, convencido por la aclaración del cura y con la intervención
del auxiliar del juez de paz José Trujeque Zetina quien aseveró
que la denuncia estaba “animada” de las “mayores falsedades y
calumnias” dictaminó que los indígenas debían pagar estricta­
mente como había aclarado el párraco.29
En 1832 los “norieros”, o alcaldes de norias de Nohcacab,
Juan Antonio Keb, Juan Kuyoc, Lorenzo Ceh, Vicente Canché y
Juan Poot, del barrio de San Mateo, Manuel Antonio Kuyoc,
Valentín Canché, Pablo Dzib y Mariano Canché, del barrio de
Santa Bárbara, denunciaron ante el juez de primera instancia
que, hallándose los primeros en el cumplimiento de sus obligacio­
nes en el andén de la noria el alcalde Luciano Negrón golpeó con
un palo a Keb y reprendió y bofeteó a otro acusándolos de estar
ebrios. Remitido el caso al gobernador amplían su denuncia
señalando que, además de los malos tratos del alcalde, éste se
había estado posesionando del sobrante del maíz que se tributa­
ba por el uso del agua, después de que cada uno de ellos tomaba
el cuartillo que les correpondía y de que se alimentase a las
muías de las norias, y también de que mandaba cerrar la puerta
del andén antes de tiempo lo cual impedía a muchos a acarrear el
agua necesaria a sus casas, incluyéndolos a ellos que estaban
ocupados todo el día. Las diligencias para esclarecer el caso
fueron comisionadas al alcalde de Ticul, quien recogió las decla­
raciones de los testigos que presentaron ambas partes.30
Hubo un estancamiento de seis meses, tiempo en el que el
alcalde de Ticul hizo que los norieros le pagasen doce pesos por
concepto de los diligencias efectuadas y que también había apro­
vechado el alcalde Negrón para enviar a la prisión de Tekax a Keb
y embargarle unos cerdos de su propiedad. Hechos que Keb
presentó en una nueva denuncia al gobernador para reactivar la
anterior y advirtiéndole que a él tocaba “ponerle remedio a tan
grandes males, pues de lo contrario desampararemos aquel pun­
to [Nohcacab] y nos refugiaremos donde se nos trate con her­
mandad”. No obstante, el gobernador Juan de Dios López emitió
un dictamen que avaló el senado en el cual asentó, omitiendo las
testificaciones en favor de los norieros, que las declaraciones de
los testigos José Arana, Urciano Lope y Victoriano Machado
dejaban claro que Negrón “no cometió ninguna violencia contra
Keb ni contra sus compañeros” y que lo que les había cobrado el
alcalde de Ticul era justo porque siendo los promotores no proba­
ron su acusación.31
En 1835, el mismo don Simón Peón había sido denunciado
ante el gobernador por Hermenegildo Keb, vecino de Nohcacab,
por haber mandado a sus criados a destrozar cinco mecates de su
milpa hecha con terrenos que arrendaba de la hacienda Uxmal, y
amenanzarlo con destruirle los setenta y tres restantes, si en un
plazo de ocho días no le pagaba una carga de maíz por cada diez
mecates, cuando que hasta el año anterior, lo cual demostró con
veintiún recibos, era en razón de una carga por cada veinte
mecates. El denunciante pedía que se tomasen como abono de
dicho arrendamiento los cinco mecates destruidos y que don
Simón se abstuviese de enviar a sus sirvientes a hacer lo mismo
con el resto de su milpa y con las de sus “compañeros conveci­
nos”. La querella no tuvo respuesta.32
En 1841, Antonio Keb, vecino de Nohcacab, espuso al gober­
nador que el año anterior se había quejado contra el alcalde don
Antonio León por diversos atropellos en su persona y bienes y no
logrando nada a su favor por la “preponderancia” de su adversa­
rio, solicitó un oficio al juez de primera instancia de Mérida don
Mariano Brito para prevenir al alcalde de que no se le molestase
en vista de que había decidido “evacuar” de aquel pueblo, nota
que puso en manos de dicho alcalde quien al enterarse de su
contenido se burló de Keb jactándose de que no había procedido
nada contra él y que le iba a demostrar que aquel juez mandaba
en la capital y él en Nohcacab. Desde entonces puso a Keb varias
veces en prisión y en obras públicas, exigiéndole contribuciones
que arbitrariamente le imponía, valiéndose de que Keb todavía
no podía separarse del pueblo por tener pendiente la cosecha de
quinientos mecates de milpa que tenía en sus inmediaciones.
Finalmente sólo obtuvo un nuevo oficio en el que se le prevenía
al alcalde se abstuviese de molestarlo mientras dejaba el pueblo.33
En ese mismo año de 1841, Carlos Euán, Lucas Keb, Juan
Santos Euán, Esteban Balam, Ylario y Bacilio Us, integrantes de
la república de indígenas de Nohcacab, promovieron un litigio
contra don Manuel Quijano, propietario de la hacienda Yaxché,
quien se había apropiado de un pozo llamado San José que desde
marzo de 1821 bajo su inspección y peculio habían logrado “gran­
jear” dicho pozo ubicado en tierras del común. Sin embargo
desde hacía cinco años que don Julián Molina, anterior propieta­
rio de Yaxché, se había apoderado del pozo haciéndoles pagar
cuatro reales anuales por individuo, lo cual resistieron al princi­
pio pero que finalmente acataron por la necesidad. Por su parte,
Quijano continuó con la misma exigencia hasta que, ante la seve­
ra escasez de agua que prevalecía en febrero de 1841, comenzó a
exigir un peso por cabeza, lo cual evidentemente era un atropello
amén de que Quijano no contaba con pruebas de que se le
huebiesen vendido las tierras donde se hallaba el pozo.34
El gobernador mandó hacer las investigaciones pertinentes
con el juez de primera instancia del partido, ante quien compare­
cieron José Arana Caro, Mariano Carrillo, Andrés Sansores,
Romaro Lara y a los indígenas Hermenegildo Keb y Francisco
Pech, “sujetos de respeto por su edad e íntegros procederes”,
quienes unánimemente dijeron que el pozo estaba ubicado en
tierras del común y por lo cual el gobernador falló en favor de los
querellantes y mandó que no se les molestase ni cobrase impuesto
alguno a los que se provean de agua en aquel manantial. No
obstante Quijano arremetió diciendo que tenía pruebas de dicha
propiedad, el cacique Apolonio Ché lo denuncia por rebeldía35y
tal vez obtuvo un nuevo oficio con la blandura característica de
los juzgados cuando de hacendados se trataba.
Los procesados en el caso de la rebelión no habían podido
estar exentos de diversos incidentes con los alcaldes criollos de su
pueblo, como salió a relucir de sus declaraciones en sus “careos
suplidos” con sus respectivos testigos a cargo. Habían sido obliga­
dos a rellenar la plaza, así como otro tipo de faginas, y no faltaron
atropellos cometidos por “vecinos” pudientes por concepto de
deudas ni las injurias por parte de estos. A esto se sumaba los
atropellos de los terratenientes de ese pueblo, en los que los
indígenas, como ya se ha dado una muestra, no se habían quedado
con los brazos cruzados, mucho menos cuando se trataba de
problemas limítrofes de las tierras de su comunidad con las de los
particulares, como fue el caso de un pleito suscitado entre los
miembros de la república de indígenas y don Juan José Lara, que
los primeros sacaron a relucir en un careo “suplido” con éste
quien con motivo de la revuelta había actuado como testigo de
cargo contra varios integrantes de la república.36
Los resultados
Se puede decir que, en abril de 1843, se conjugaron en Yucatán,
dos modelos de levantamiento rural característicos del siglo XIX,
uno en el que se desarrolló un patrón de alianzas temporales
entre los campesinos y las élites para resistir el control del Estado
central, y otro en el que los campesinos que tenían desaveniencias
pendientes, especialmente con los terratenientes, consideraron
que estando el gobierno debilitado, había llegado el momento de
saldar sus agravios mediante la violencia. Asimismo es importante
destacar que la rebelión que hemos referido vino a romper una
vieja frontera, pues tuvo lugar en un territorio considerado entre
los de la antigua colonia, lo cual la distingue de las rebeliones que
se habían gestado en el oriente de la península, es decir, allí
donde tanto los españoles como los criollos no habían hecho
sentir todo el peso de su poderoso brazo.
Nohcacab, no fue arrasado ni se ordenó que nadie osara volver
a habitarlo como se hizo con el pueblo de Cisteil en 1761 a raíz del
levantamiento armado que encabezó Jacinto Uc de los Santos
(Canek): pero los datos del Censo de 1845, el más cercano al año
de la rebelión, reflejan una drástica disminución de más del 50 por
ciento de su población,37 lo cual hace suponer que muchas fami­
lias habían decidido abandonarlo. Los blancos que probablemen­
te procedieron así, tenían ya motivos poderosos como el temor a
una nueva agresión; los indios, sin duda por las inevitables
replesalias que sufrirían y también porque quizá al fin, como
había advertido Juan Antonio Keb, fueron en busca de algún
refugio donde se les tratase con hermandad.
La rebelión de 1843, tuvo un gran impacto por todos los
rincones de la península, y desde ese momento se acrecentó la
desconfianza y el temor hacia los indios y sus caciques, sentimien­
tos un tanto adormecidos desde la segunda época del
constitucionalismo español (1820-1821), pues durante la primera
(1812-1824), el grupo liberal “san juanista” adoctrinó a los indios
sobre sus derechos de libertad,3®lo cual acarreó serios problemas
que estuvieron a punto de arruinar a la élite colonial de la provin­
cia. Ese temor, matizado por las circunstancias de 1843, había
vuelto recrudecido sobre todo en los hacendados que, al percibir
algún asedio a sus propiedades, no dudaban en hacerlo saber
inmediatamente a las autoridades, a las cuales no dejaban de
recordarles las “trágicas y lamentables escenas de Uxmal y
Chetulix” y que corrían el peligro de que se repitieran en sus
haciendas. Tal fue el caso de la denuncia interpuesta por don
Joaquín Castellanos en diciembre de 1843, contra los indios del
pueblo de Acanceh, de la jurisdicción de Izamal, por reincidir en
la invasión de los territorios de sus haciendas Tepich y Tehuitz,
así como las amenazas y las lesiones que sufrió su mayordomo en
la primera; motivos por los que el cacique de Acanceh Doroteo
Yam, de carácter “maligno” según Castellanos, y otros indígenas
de su pueblo, que habían estados presos por efecto de una prime­
ra denuncia del mismo hacendado, fueron nuevamente turnados
al juez para hacerles los cargos repectivos.39
El proceso contra el cacique Yan había quedado truncado, por
haberse fugado junto con otros inculpados y solamente fueron
encausados Martín, Romualdo y Francisco Cen, Pedro y José
María Puc. Norberto Cen, Antonio Kantún e Ylario Ché, quienes
purgaron sus condenas en el año de 1844 y quedaron en libertad
después de una “transacción celebrada con el propietario de las
haciendas” y de amonestárseles “para que en adelante oigan con
sumisión las determinaciones judiciales y obedezcan a las autori­
dades: entendidos que de reincidir en esta falta serán castigados
con el rigor de las leyes”.40
Algunos sujetos como el alcalde Rosales de Kanasín intenta­
ron capitalizar la sicosis reinante en contra los caciques, pues en
el primer semestre de 1844 aquel denunció al cacique Luis Baas
de ese mismo pueblo por resistencia a mano armada al citársele a
comparecer ante el juez de paz, hecho al cual se le quizo agregar,
por efecto de las declaraciones de testigos incondicionales de
Rosales, que dicho cacique pretendía “sublevar a su gente”. Para
fortuna del acusado, el fiscal Francisco Calero advirtió la manio­
bra y “poniendo a un lado todo lo que la animosidad ha inventa­
do, con los chismes que en tales ocasiones se presentan”, según
sus propias palabras, calificó la falta del cacique “de alguna tras­
cendencia por el buen ejemplo de subordinación respeto que
debe dar a sus súbditos” y por lo cual consideró que la sentencia
del juez de primera instancia era adecuada, al dar por compurgado
su delito con la prisión que había sufrido y con el pago de la
tercera parte de las costas del proceso que Baas debía hacer, lo
cual fue confirmado en el tribunal superior.41
Cabe apuntar que aquella situación de los indios, se agravó
aun más con las pasiones políticas de los criollos que se habían
desencadenado en la península, en especial con motivo de las
elecciones, luchas en las cuales los indígenas y sus caciques esta­
ban presentes y por tal motivo habían sido procesados varios de
ellos por desacato a la autoridad. El mismo fiscal Calero advertía
en otro caso posterior a la del cacique Baas, que se había recrude­
cido “hasta un punto casi increíble el odio y la animosidad” que
había dividido a los pueblos y hacía un llamado a los jueces, en
atención al notable incremento de procesos de “esta naturaleza”,
en el que señalaba que su indulgencia y tolerancia sería pernicio­
sa en esos momentos y los exhortaba a no cometer faltas de
“consecuencias trascendentales al buen orden y seguridad so­
cial”.42
Una observación final, es que las posibles consecuencias que
había señalado el fiscal Vicente Solís Novelo sobre la revuelta
que hemos referido, vino a sumarse a un presagio que el goberna­
dor Juan de Dios Cosgaya comunicó al congreso, cuando por el
decreto del 9 de septiembre 1840 se redujeron las obvenciones
que pagaban los varones a sus párrocos de un real y medio a un
real y se abolieron las que pesaban sobre las “hembras”. Antes de
que se decretara Cosgaya había asentado que aunque reconocía
como justa aquella disposición, no debía decretarse a fin de que
los indios no creyesen que se les estaba premiando por sus servi­
cios prestados en la revolución federalista que había encabezado
Santiago Imán ese año, pues con ello los indios —decía—dada su
“estupidez natural”, iban a concebir
que si una revolución les proporcionó el descargo de sus obven­
ciones, otra les quitará el resto, y otra los constituirá en señores de
su p^ís. Por ella nos miran aún como a sus conquistadores, y no
perderán la ocasión de sacudir el yugo que su ignorancia les presen­
ta como resultado de la invasión española. Si la dispensa que
contiene el decreto, les hubiera sido dada tal como se halla, habría
creido que fue el fruto de aquel trabajo y no el resultado de la
justicia: ¿y que sucedería? que mañana o más tarde, ya por sí, o
exitados por algún hombre desnaturalizado, nos presentasen una
guerra cruel, no muy fácil de concluir, sin grandes sacrificios.43
La rebelión de la Semana Santa de 1843, puso en estado de
máxima alerta a los criollos, en especial contra los caciques
quienes para esas fechas, no obstante al limitado poder que les
confirió el gobierno criollo dada su supeditación a los párrocos y
autoridades blancas locales, muchos de ellos, ya habían ganado
un prestigio ante los indígenas que gobernaban, fundamental­
mente a través de su papel en los litigios con los terratenientes y
otras diversas desaveniencias con las autoridades y ciudadanos
criollos; a todo lo cual se sumaba la misma fragilidad que mostra­
ba la unión blanca en el momento de dirimir sus diferencias
políticas en que también participaron y las amargas experiencias
que habían tenido sus súbditos ante las promesas incumplidas, o
cumplidas a medias, por los políticos criollos cuando los
reclutaron en sus filas para pelear contra el sistema centralista o
para auxiliar a sus tropas con víveres y dinero.
Pero un hecho como el de la rebelión de Nohcacab y sus
resultados inmediatos, llevaría al clímax la aversión contra los
movimientos promovidos por los caciques, la cual no tardó en
corroborarse con la conducta sanguinaria que adoptaron las tro­
pas del gobierno cuando se tuvo noticia de los primeros movi­
mientos que significaron el preludio de la insurrección de julio de
1847, conocida como la “guerra de castas”, promovida y dirigida
en sus inicios por los caciques Cecilio Chí de Tepich y Jacinto Pat
de Tihosuco, cuyo primer ajusticiado, por el gobierno fue el
cacique de Chichimilá Manuel Antonio Ay. En las inmediaciones
de la capital donde las autoridades percibieron o supusieron se
había propagado el proyecto de la insurrección se emprendió una
brutal represión contra los potenciales cabecillas. Poco después
un consejo de guerra condenó a muerte —otros fueron puestos
en prisión o desterrados—a los caciques de Motul, Nolo, Euán,
Yascucul, Acanceh y del barrio de Santiago, junto con otros de
sus compañeros, mientras en el oriente continuaba la persecusión
de los sublevados.
Notas
1.
2.
3.
Favre señala que ambas son violentas perturbaciones colectivas, pero se diferen­
cian en que las rebeliones son ataques masivos localizados, que generalmente se
limitan a restablecer el equilibrio acostumbrado. No presentan nuevas ideas ni
una visión de una nueva sociedad. Las insurreciones, por otra parte, abarcan
toda una región, forman parte de una lucha política más generalizada entre los
diversos sectores de una sociedad y se encaminan a reorgnizar las relaciones
entre las comunidades y los podersosos núcleos foráneos. Taylor acota que esta
distinción puede ser no siempre muy clara en la práctica, ya que las simultáneas
rebeliones en cierto número de pueblos podrían, tener las mismas consecuencias
que una insurrección. TAYLOR, William B. Embriaguez, hamicidio y rebelión en
las poblaciones coloniales mexicanas. Fondo de Cultura Económica, México,
1987, p. 173.
Un importante análisis de los levantamientos rurales en México en distintas
épocas puede verse en KATZ, Friedrich (compilador) Revuelta, rebelión y revo­
lución, L a lucha rural en México del siglo XVI al siglo XX. 2 T. En especial T. I,
pp. 9 24 y 225-287.
Firmados el 28 de diciembre, entre cuyas bases se preponderaba que Yucatán con­
servaría las leyes particulares que había adoptado para su régimen interior, con
inclusión de su arancel de aduanas; que podía introducir libremente todos sus fru­
tos y artefactos en cualquiera de los puertos de la república: que para cubrir las
bajas del ejército no se emplearía otro medio que los enganches voluntarios, tam­
bién se establecieron otras condiciones relativas a la defensa militar y comercial, y,
por último, que se nombraría dos vocales para la junta provisional, que había esta­
blecido el plan de Tacubaya, así como los diputados que le correspondiesen de
acuerdo a su población, para el futuro congreso.
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De esas secciones o “guerrillas” que dirigieron los coroneles Gamboa, Vicente
Revilla y Vito Pacheco, cuyo sistema adoptaron otros posteriormente, se adiestra­
ron muchos indios e incluso varios de los que fueron sus caudillos como Cecilio Chí
quien formó parte de ellas en el conflicto que estamos refiriendo.
Sobre estos acontecimientos véase BAQUIERO, Serapio, Ensayo histórico de las
revoluciones de Yucatán desde el año de 1840 hasta 1864. Universidad Autónoma de
Yucatán, Mérida, 1990. T. I, capítulos I-IV, Publicado por primera vez en 1865.
ANCONA, Eligió. Historia de Yucatán desde la época más remota hasta nuestros
dias. Universidad Autónoma de Yucatán, Mérida 1978. T. III, capítulos VIII-XI.
Publicado por primera vez en 1879.
Con el nombre de república de indígenas se conocía a los cabildos indígenas
coloniales que fueron restablecidos en Yucatán por un decreto de 26 de julio de
1824, y los cuales estaban procedidos por un cacique y diversos auxiliares. PEON,
José María e Isidro Gondra, compils. Colección de leyes y decretos del augusto
congreso del estado libre de Yucatán, Mérida, Imprenta de Lorenzo Seguí, 1834, pp.
135-136.
Las haciendas a las que se refería Sthepens era, una hacienda que distaba a una
legua de Mérida, así como a las haciendas Uayalceh -situada a unas cuatro leguas
de esa capital y que, al menos en 18400 contaba con mil quinientos indios residen­
tes- Mukuiché y otra cercana a Uxmal nombre con el que se conocía a la hacienda
de don Simón y también a las antiguas ruinas que estaban en su territorio.
STEPHENS, John. Viajes a Yucatán. Traducción de Justo Sierra O’Reilly. Porducción
Editorial Dante, SA., Mérida, 1984. T.I., pp. 4-10. En los párrafos subsiguientes
haremos uso frecuente de la obra de este autor, que la cual consideramos una
fuente de primera mano, pues su valiosa información, amén de su cercanía con la
rebelión que referimos, está avalada por su traductor, hombre de la mismo época y
reconocido historiador.
Ibidem, pp. 10, 216, 220.
También contaba con arrendatarios, que podían ser incluso indígenas de pueblos no
muy cercanos como Sacalum, y que aportaban maíz por el derecho de sembrar en
tierras de Uxmal como se desprende de los testimonios de la revuelta que referi­
mos.
STEPHENS, op. cit., T.I., pp.12, 228 y 291.
Ibidem, p. 214.
No obstante había un recurso muy apelado que era la fuga. Véase GÜÉMEZ
PINEDA, Arturo. “El abigeato como residencia indígena en Yucatán”, Relaciones,
No. 35. El Colegio de Michoacán, Zamora 1989, pp. 60-61.
STEPHENS, op. cit., T.I., pp. 12-13.
Ibidem, p. 305.
Ibidem, pp. 294, 260 y 237. Sobre la extinción de la orden. Véase ANCONA, Eligió,
op. cit. T. III., pp. 181-184.
16. En 1811 contaba con 5,861 habitantes (4,964 indios adultos y niños y 897 “castas”
entre ellos 83 “españoles” no europeos, 93 mulatos y 415 de “otras castas” mas 306
niños de 0 a 16 años que no se desglosaron), en 1837 sus habitaciones ascendían a
7, 208: en 1845 se computan a 3,127 -lo cual en relación a la cifra anterior represen­
ta una drástica disminución de la población de poco más de 56% -: en 1862 1,797 y
en 1900 a 1,213.
17. Un censo de 1811, arroja que entre los indígenas había 825 labradores, 434 jornale­
ros y 18 artesanos. Tendencia que sin duda prevaleció hasta 1843, pues considera­
mos que para ese año no se había registrado el descenso drástico de la población
que revela el censo de 1845 y continuó en la segunda mitad del siglo XIX. Archivo
General del Estado de Yucatán, en adelante AGEY, colonial, Censos y padrones,
Vol. 2, Exp. 4.
18. STEPHENS, op. c i t T.I., pp. 292-294.
19. Ibidem, pp. 295-296, 298-299.
20. STEPHENS, tanto en su viaje de 1839, como en su segundo viaje iniciado a fines de
1841 cuando hizo esta observación, solamente había recorrido algunos pueblos
situados al este y sur de la capital.
21. Genérico equivalente al de castas, con el que en Yucatán se autodenominaban los
de origen europeo y hacían extensible a todos aquellos que tuviesen alguna mezcla
con ellos.
22. Ibidem, pp. 324-328.
23. REED, Nelson. La guerra de castas de Yucatán. Ediciones Era, México, 1984, p. 29.
24. BAQUEIRO, T.I. Op. cit. pp. 177-178.
26. Documentos del proceso en AGEY, Justicia, Penal, C. 13-B, Exp. 15, 15, 35, 56 y
83. Civil, Vol. 14, Exp. 1, 2, y 4.
27. VELÁZQUEZ, María del Carmen. “Lucas Alamán Historiador de México (1792 1853)”. Estudios de historiografía americana. México: El Colegio de México, 1948,
pp. 393-394.
28. FANON, Frantz. Los condenados de la tierra. México: Fondo de Cultura Económi­
ca, 1983, pp. 15-33.
29. AGEY., Poder Ejecutivo, Gobernación, Vol. 3, Exp. 21.
30. AGEY., Poder Ejecutivo, Justicia, Vol. 3, Exp. 18.
31. Ibidem.
32. AGEY., Poder Ejecutivo, Tierras, Vol.l, Exp. 27, (agosto 1835).
33. AGEY., Justicia, Penal, C. 11-A, Exp. 87.
34. AGEY., Justicia, Civil, C. 25, Vol. 12, Exp. 57.
38. Los pormenores de ambas etapas pueden verse en SIERRA O’REILLY, Justo. Los
indios de Yucatán. Consideraciones históricas sobre la influencia del elemento indí­
gena en la organización social del país. Mérida: Cía. Tipográfica Yucateca, SA.,
1954. T.I.
39. AGEY., Justicia, Civil, C. 25-A, Vol. 14, Exp. 49.
40. AGEY., Justicia, Penal, C. 26, 1844. Existen tres expedientes relativos a la confir­
mación de las sentencias por el Tribunal Superior de Justicia.
41. AGEY., Justicia, Penal, C. 33 (1844).
42. AGEY., Justicia, Penal, C. 33 (1844).
43. Buscar decreto en AZNAR PEREZ (recopil.). Colección de leyes y decretos. T.I.,
pp. 316-317. Incluye la observación de Cosgaya que el recopilador confiesa no
haber podido resistir consignar ese párrafo ‘Verdaderamente profètico”.
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