Cuentos de príncipes, princesas y demás

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Cuentos
de príncipes,
princesas
y demás
para la princesa Irene
Begoña Moreno
Ilustraciones
Andrés Gurdolich
TEXTOS:
Begoña Moreno
ILUSTRACIONES:
Andrés Gurdolich
El cuento de los príncipes
que fueron el mejor regalo
del mundo
El día que nacieron la princesa Irene y el príncipe Rodrigo, la luna
tenía tantas ganas de conocerles que, cuando amaneció y apareció
su amigo el sol, decidió quedarse un ratito con él antes de irse a
dormir. Quería verles lo antes posible y esperar hasta que llegase
de nuevo la noche ¡era demasiado!
Cuando por fin les vio se puso muy contenta, y pensó que había
merecido la pena esperar. Eran los dos bebés más bonitos que
había visto nunca. Bueno, recordaba que hacía quince años había
conocido a otra princesa preciosa que se llamaba Beatriz, pero
¡había pasado ya tanto tiempo!
Los príncipes Irene y Rodrigo eran tan bonitos que la luna pensó
que, aunque el nombre de Irene era precioso, ella prefería
llamarla «carita de mono», y a Rodrigo, que también tenía un
nombre que le encantaba, «cosa bonita».
Una vez que la luna vio que eran preciosos y estaban
muy bien, quiso darles un beso antes de irse a
dormir y bajó del cielo para hacerlo. Se
acercó a la princesa Irene y tras darle un
beso, le dijo: «por ser la princesa más
bonita del mundo, te doy este beso
mágico. Con él podrás ir por todo el
mundo y todos sabrán que la luna te
adora y nunca te dejará sola». Se acercó
también al príncipe Rodrigo y después de darle
otro beso mágico le dijo: «por ser el príncipe más
bonito del mundo, te doy este beso mágico. Con él
podrás ir por todo el mundo y todos sabrán que la luna
te adora y nunca te dejará solo».
Después de darles los dos besos mágicos, la luna se marchó por
fin a dormir, con una sonrisa tan grande que, cuando pasó al
lado del sol, éste le preguntó por qué estaba tan contenta. Y ella
le respondió mientras bostezaba: «porque acabo de conocer a
los príncipes Irene y Rodrigo, los mejores regalos del mundo».
El barquito de cáscara
de nuez de la princesa
Irene
A la princesa Irene le encantaba viajar. Le gustaba
mucho sentarse en el coche, en su sillita, muy cerca
de la de su hermano el príncipe Rodrigo, ponerse
sus gafas de sol, y mirar por la ventanilla,
mientras su mamá conducía, bajaba su ventanilla y
ponía música.
Un día, estando en el coche empezó a sonar la
canción «Un barquito de cáscara de nuez» y la
princesa Irene pensó que le gustaría
mucho montarse en un barquito como
ese para que la llevara muy lejos. Y se
le ocurrió que si cerraba los ojos y
cantaba la canción, a lo mejor lo
conseguía. Y eso fue lo que hizo…
Un barquito, de cáscara de nuez,
adornado, con velas de papel,
se hizo hoy a la mar,
para lejos llevar,
gotitas doradas de miel.
Un mosquito,
sin miedo va en él,
muy seguro de ser timonel.
Y subiendo y bajando las olas,
el barquito, ya se fue.
Navegar sin temor,
en el mar es lo mejor,
no hay razón de ponerse a temblar.
Y si viene negra tempestad,
reír y remar y cantar.
Navegar sin temor,
en el mar es lo mejor.
Y si el cielo está muy azul.
El barquito va contento,
por los mares, lejanos del sur.
Cuando la canción terminó, abrió los ojos y vio que
seguía en el coche, sentada en su sillita, oyendo
música con su hermano el príncipe Rodrigo.
Pero no le importó nada, porque si navegar en un
barquito de cáscara de nuez debía ser estupendo, ir
en el coche con su hermano el príncipe Rodrigo, sus
gafas de sol puestas, la ventanilla de su mamá
bajada para que entrara el aire y le diera en la
cara, y sentada en su sillita ¡también estaba genial!
La historia de diminuta
Soy muy pequeña. Bueno, más que pequeña soy diminuta. Soy tan
diminuta que, salvo que te esfuerces mucho mucho, no me ves
cuando estoy sola.
Pero la verdad es que no me importa serlo, porque todas mis
amigas son igual de diminutas que yo, y sin embargo, cuando estamos
todas juntas parecemos muy muy grandes, tan grandes como un
rayo de sol.
Además, esto de ser tan pequeña tiene sus ventajas. Por ejemplo, si
quiero irme muy lejos, sólo tengo que subirme al zapato de un amigo
y acompañarle charlando y riendo, comentando lo bien que se han
portado este otoño las hojas al caerse de sus ramas muy despacito;
o pedirle a mi amigo el viento que me lleve en su próximo viaje.
También es bueno ser así de diminuta porque, si te apetece jugar, no
tienes más que decírselo a la pelota de la princesa Irene.
Otro ejemplo de las ventajas de ser tan sumamente pequeña es que
¡puedes dormir en cualquier sitio! No te hacen falta ni grandes
camas, ni inmensas sábanas, ni nada que se le parezca, porque si tienes
frío le puedes decir a tu amigo el sol que te caliente o pedir a tu
amiga la hoja seca que te tape un poquito, y ya está.
Vamos, que estoy encantada con ser una minúscula mota de polvo.
¿A qué le sabe la
luna a la abuela
de la princesa Irene?
Los príncipes Irene y Rodrigo tienen un cuento
muy bonito que se titula «¿A qué sabe la
luna?». En él, todos los animales de la selva se
ponen de acuerdo para intentar llegar a la luna
y poder comerse un pedacito.
En el cuento, gracias a que todos colaboran y se ayudan unos a otros,
forman una inmensa pirámide con la que al final consiguen alcanzar la
luna y probar un pedacito. Al hacerlo, se dan cuenta de que a cada uno
la luna le sabe a aquello que más le gusta comer.
Así, al ratón le sabe a queso. A la tortuga a lechuga. Al león a un buen
filete. Al elefante a una rica y tierna rama de árbol. Y a… ¡son
demasiados para acordarse de todos!
Yo tuve la suerte de que me llamaran para ayudarles a hacer más alta
la pirámide, por lo que también yo pude probar un poquito de luna. Y
¿sabéis a qué me supo a mí la luna? A los besos de los príncipes Irene y
Rodrigo, o, si preferís llamarles como su amiga la luna, «carita de
mono» y «cosa bonita».
Además, mis amigos los animales de la selva me dejaron que cogiera un
trocito de luna para los príncipes Irene y Rodrigo. Y ¿sabéis
a qué les supo a ellos la luna cuando la probaron?
Pues a ¡croquetas y torrijas de su
abuela!
El viento y la hoja
Un día llegó el otoño, y parte de los árboles del parque
perdieron sus hojas. El suelo lleno de hojas parecía una
alfombra de muchos colores, verde, amarillo, marrón…
Pisar tantas hojas era muy divertido, porque, además de
que hacían que el suelo estuviese muy blandito, algunas
hacían un ruido muy gracioso al pisarlas. ¡Parecían ranitas!
Un día, el viento que estaba muy aburrido decidió ponerse a
soplar muy fuerte. Lo hizo tan fuerte que, desde lejos sólo se
podía oír su soplido ¡ffuu, ffuu, ffuu!! Además de hacer
mucho ruido, consiguió levantar las hojas esparcidas por el suelo.
Ellas se pusieron a jugar con él muy contentas. Daban saltos, se
perseguían las unas a las otras, y daban volteretas. Pero, la
mayoría pronto se cansó y dejó de jugar con el viento para
volver a tumbarse tranquilamente en el suelo.
Sin embargo, una de ellas, una hoja muy grande y bonita, quiso
seguir saltando, girando y corriendo con el viento un rato más.
El viento estaba encantado porque él también se estaba
divirtiendo mucho con ella y porque pensaba que era
preciosa. Y realmente lo era. Imaginaos que era
brillante como un diamante y que tenía ¡todos
los colores del arco iris! El intenso rojo, el
brillante naranja, el delicado amarillo,
el alegre verde, el precioso azul, el
oscuro añil y el luminoso violeta
se juntaban en la hoja
juguetona.
Viento y hoja, hoja y viento, siguieron jugando juntos un buen rato.
Él soplando y silbando. Ella girando, saltando y corriendo. De
repente, se dieron cuenta de que estaban cansados y de que el sol
se estaba despidiendo, lo que quería decir que era muy tarde y
faltaba poco para que llegara la noche. Decidieron entonces
despedirse también ellos hasta el día siguiente.
Hoja y viento, viento y hoja dijeron adiós al sol, dijeron hola
a la luna, que ya estaba en el sitio en el que iba a pasar la
noche, y se despidieron como dos buenos amigos hasta el día
siguiente.
La hoja le dijo al viento: “adiós amigo viento, mañana nos volvemos
a ver para jugar.”
El viento le dijo a la hoja: “adiós amiga hoja, mañana nos volvemos
a ver para jugar. Yo soplaré para que tú puedas saltar, girar y
correr, y los demás puedan ver tus preciosos colores, que son
los del arco iris.”
Y con un beso parecido al que se
dan los erizos, muy muy suave,
se fueron a dormir.
Cuando se quiere hasta
el infinito y más allá
Cuando quieres a alguien tanto que le quieres más que a nadie en el
mundo, es que le quieres hasta el infinito y más allá (Hel∞y+A).
Y querer a alguien hasta el infinito y más allá (Hel∞y+A) supone que no
te importe que un día te diga que “eres una persona muy fatal”; y que
tampoco te importe que cuando se enfada, no quiera ni darte besos ni
jugar contigo.
También supone estar pensando en él continuamente, y que cada cosa
que veas o te cuenten, te recuerde a él.
Otra cosa que ocurre cuando quieres a alguien hasta el infinito y más
allá (Hel∞y+A) es que cuando se pone malito ¡tú lo pasas fatal! y cuando
se pone bueno te alegras ¡muchísimo!
Cuando quieres a alguien hasta el infinito y más allá (Hel∞y+A) cualquier
cosa mala que le pase a él, preferirías un millón de veces que te pasara a ti.
Cuando quieres a alguien hasta el infinito y más allá (Hel∞y+A) una
sonrisa suya te hace pensar que estás en el cielo y su risa te suena
mejor que cualquier música de Mozart.
Cuando quieres a alguien hasta el infinito y más allá (Hel∞y+A) hasta los
abrazos de oso te parecen poco cariñosos y los de tortuga, demasiado
apresurados.
Pero lo mejor de todo es que, cuando quieres a alguien hasta el infinito
y más allá (Hel∞y+A) el mejor momento del día llega con la noche,
cuando se acurruca en tu regazo y dice “a dormir”. En ese momento,
cuando quieres a alguien hasta el infinito y más allá (Hel∞y+A) ¡no te
cambiarías por nadie!
Y ¿sabéis a quien quiero hasta el infinito y más allá (Hel∞y+A)? ¡A los
príncipes Irene y Rodrigo (IyR)!
Los árboles que admiraban a…
(Historia de El Bosque Animado de Wenceslao Fernández Flórez)
Hace algunos años, a un bosque con muchos árboles altos y verdes
llegaron unos hombres. Iban vestidos de verde, con chalecos y cascos tan
verdes como los árboles y otras plantas del bosque.
Estos hombres llevaban muchas herramientas. Algunas eran grandes y
otras pequeñas. Entre ellas había picos y palas, y otras que los
habitantes del bosque nunca antes habían visto. Con estas herramientas
hicieron un gran agujero en el suelo.
Estuvieron trabajando toda
una semana en el bosque,
descansando sólo cuando la
luna ocupaba el lugar del sol.
De él se despedía y a él le
deseaba felices sueños la
luna con un “hasta mañana
amigo sol”.
La tarde del que luego se
supo sería el último día de
trabajo de los hombres,
llegó a la linde del bosque
un tractor cargado con
un gran… ¡casi se me
escapa el final del cuento!
Cuando los hombres que habían llegado al bosque una semana antes
terminaron su trabajo, recogieron todas sus herramientas, incluidos
picos y palas, y se marcharon muy contentos a descansar.
Los árboles del bosque, que hasta ese momento no habían podido ver
casi nada de lo que estaban haciendo, miraron curiosos hacia el lugar en
el que habían estado trabajando y descubrieron con sorpresa que ¡tenían
un nuevo compañero! Era un tronco muy alto, esbelto, estirado,… y ¡con
cosas brillantes en lugar de ramas! Los árboles del bosque no sabían qué
eran esas cosas tan brillantes, pero no por ello dejaron de admirarlas
¡eran tan bonitas! Todos pensaron que era posible que ese tronco fuese
lo que el tractor había traído unos días antes.
Como pronto llegó la noche, todos se fueron a dormir comentando lo
elegante y bonito que era su nuevo compañero. Los árboles que estaban
más cerca de él incluso llegaron a comentar ¡qué envidia nos da!
Cuando llegó el amanecer del día siguiente, todos los habitantes del
bosque, los conejos, los pájaros, los árboles, las flores, los zorros, las
lagartijas, y … en fin, todos los que vivían por allí, le dijeron buenos
días al sol y le contaron la noticia, por si acaso él todavía no se había
dado cuenta. ¡Buenos días sol! ¿Sabes que tenemos un nuevo
compañero? Mira, es ese tronco tan brillante y elegante de allí.
El sol, tras desear a todos los buenos días, también comentó ¡qué
bonito es! Lo he visto esta mañana nada más llegar porque es muy alto
y, porque cuando he ido a saludarle con mis rayos, sus ramas se han
puesto a jugar enseguida con ellos, produciendo grandes destellos.
Los animales y plantas del bosque se alegraron mucho con esta noticia,
pues pensaron que sería agradable tener a alguien tan simpático y
divertido entre ellos.
Por eso, todos los árboles y flores que estaban cerca del nuevo
habitante del bosque empezaron a dar los buenos días al recién llegado.
Y lo mismo hicieron los animales que pasaban por allí.
Pero el nuevo tronco a nadie devolvió el saludo. Permaneció todo el
tiempo quieto, sin mover ni una sola de sus raras y brillantes ramas,
sin responder siquiera al viento que, como pasaba por allí, había
aprovechado para saludar al nuevo del lugar.
Y lo mismo pasó al día siguiente, y al siguiente, y al siguiente. Así, hasta
una semana. Entonces, todos se cansaron de ser amables con él y,
además de dejar de saludarle, empezaron a hablar de él tildándole de
“estirado” y “poco amable”. Entre ellos se decían “¿pero quién se cree
que es para ni siquiera molestarse en decirnos hola?”
Y pasaron los días, y los meses, y los años, y todo siguió igual. Los
árboles hablando con los pájaros que hacían en ellos sus nidos; las
plantas con los conejos que pasaban corriendo camino de sus
madrigueras; y todos hablando con las abejas, las
mariposas, las ranas, las y las lagartijas que
pasaban cerca.
Mientras, el tronco alto, elegante y con cosas brillantes en lugar de
ramas, seguía callado, ajeno a todo y a todos los que pasaban a su
alrededor.
Un día, de pronto, llegaron unos hombres con chalecos y cascos verdes
y una larga escalera. Uno de ellos colocó la larga escalera apoyada en el
tronco alto, esbelto, elegante y poco simpático y se quedó sujetándola
mientras uno de sus compañeros subía con mucho cuidado por ella, con
unos alicates, unos cables y algo parecido a una bombilla en la mano.
A la media hora, más o menos, volvió a bajar con los alicates en la
mano, la cosa parecida a una bombilla, y parte de los cables con los que
había subido. Nada más llegar al suelo, los hombres recogieron sus
cosas y se marcharon por donde habían venido.
Uno de los conejos del bosque, que tenía muy cerca de allí su
madriguera, había cogido una rica zanahoria y se había quedado
mirando a los hombres trabajar mientras se la comía. Cuando éstos se
marcharon, dejó lo que le quedaba de zanahoria en el suelo (era muy
grande y él un conejito bastante pequeño), y empezó a llamar al resto
de los habitantes del bosque ¡venid amigos, acercaos, tengo una
cosa importante que contaros! Cuando el conejito vio
que ya había muchos amigos rodeándole
empezó a decir:
acabo de descubrir que no tenemos nada que envidiarle al
tronco elegante, alto, brillante y poco amable que todos
estos años ha estado aquí entre nosotros. También he
descubierto que no debemos hablar mal de él aunque
haya estado todos estos años aquí erguido y callado, sin
contestar siquiera a los saludos del viento. Si ha
actuado de esa manera, no ha sido porque él haya
querido, ni porque se creyese mejor que nosotros. Si
lo ha hecho ha sido porque no podía hacerlo de otro
modo. No es un árbol elegante y brillante lleno de
vida, sino un ¡poste para la luz!
Todos los habitantes del bosque se quedaron
sorprendidos, pero enseguida reaccionaron
exclamando ¡pobrecito! ¡él no tiene la culpa de nada! Y
se quedaron pensando que de todo se puede sacar
una enseñanza. En la historia del árbol que no lo era,
la enseñanza fue que nunca se debe juzgar mal a
nadie sin conocerle bien.
Y desde ese día, todos los habitantes del bosque
comenzaron a saludar de nuevo al que, hacía muchos
años, había llegado al bosque y les había sorprendido
con su elegancia y belleza, sin importarles que él nunca
respondiera.
Y aquí acaba el cuento del poste de de la luz al que todos
creyeron árbol, y al que, seguro, le hubiera gustado serlo
para poder hablar con el viento, con sus vecinos los árboles,
y con los pájaros que se posasen en sus ramas.
El árbol tímido…
(Adaptación de una historia de Caín de José Saramago)
Había una vez un niño al que le encantaban los árboles. Le gustaban casi todos,
los grandes y los pequeños, los altos y los bajos, los que perdían sus hojas en
otoño y los que las conservaban.
Le gustaban tanto que un día su mamá le ayudó a plantar un arbolito en su
propio jardín. Desde el primer día, el niño quiso mucho a su arbolito. Tanto le
quería que nada más plantarlo, se sentó a su lado para verlo crecer.
Cuando su mamá le vio allí sentado se acercó a preguntarle qué hacía. Él le
respondió que mirar cómo crecía su arbolito. A ella le hizo gracia el
entusiasmo de su hijo por su nuevo amigo, pero temía que llegara la noche y
con ella el frío, y que su hijo se pusiera malito por quedarse sentado allí
tanto tiempo. Por eso, para evitar que siguiera sentado allí sin moverse le dijo:
“hijo mío, yo creo que harías mejor en entrar en casa y dejar de mirar al
arbolito, porque los árboles son muy tímidos, y les da vergüenza crecer
mientras alguien está cerca de ellos”.
El niño miró muy serio a su mamá y le respondió:
“mamá, eso les pasará a otros árboles y a otras
personas, pero no a mi arbolito y a
mí. Nos queremos tanto que seguro
que a él no le importa nada que me
quede aquí mirándole. Pero, como no
estoy seguro de que no le dé vergüenza
que le mires tú, creo que es mejor
que no te quedes aquí a nuestro
lado”.
La madre se quedó
sorprendida de la reacción de
su hijo, pero pensó que era
mejor hacerle caso. Al fin y al
cabo, era bueno que su hijo
quisiese tanto a su arbolito y
seguro que, en cuanto tuviera
frío entraría en casa a tomarse
un vaso de leche caliente y una
torrija de su abuela.
Y colorín colorado, la
pequeña historia del arbolito
tímido, se ha terminado.
Hasta el infinito y más allá
Había una vez un país muy muy lejano.
Y en ese país tan lejano vivían los príncipes Irene y Rodrigo.
Los dos príncipes eran muy fuertes, valientes, buenos, listos y
guapos. Así al menos decía la canción que les gustaba cantar
cuando estaban contentos.
Me llamo Irene, y soy muy fuerte.
Me llamo Irene, y soy valiente.
Me llamo Irene, y soy muy buena.
Me llamo Irene, y soy muy lista.
Me llamo Irene, y soy muy guapa.
Los dos príncipes eran tan fuertes, valientes, buenos, listos y
guapos, que su mamá les quería hasta el cielo. Y ellos también
querían a su mamá hasta el cielo.
Su abuela, que por cierto, les hacía las comidas más ricas del
mundo, les quería hasta la montaña. Y claro, los príncipes Irene y
Rodrigo también querían a su abuela hasta la montaña.
Y una de sus tías, que como todas las demás, pensaba que eran lo
más bonito del mundo, quería a Irene y Rodrigo hasta el infinito y
más allá.
Y el infinito está muy muy lejos, de
verdad. Incluso más lejos que el
país muy muy lejano en el que
vivían los príncipes Irene y
Rodrigo.
El nenúfar y la rana
Érase una vez un estanque que estaba en medio de un bosque, que
estaba en medio de un valle rodeado de montañas muy altas. Las
montañas eran tan altas que siempre estaban cubiertas por nieve muy
blanca. Y era parte de esta nieve la que, cuando llegaba la primavera se
derretía y se convertía en agua que llegaba al estanque.
En el estanque había mucha vida. Por ejemplo, estaba rodeado de altos
juncos, que no dejaban de silbar en cuanto el viento soplaba entre ellos. Y
dentro del agua había muchos peces, algas y otras plantas y, sobre
todo, renacuajos y ranitas.
Uno de los renacuajos nacidos durante la primavera se convirtió muy
rápido en una hermosa ranita verde. Además de muy bonita, esta ranita
era muy divertida. Tenía
muchos amigos con los que
no paraba de jugar y reír.
Entre todos sus amigos, con
el que más jugaba y se reía
era un precioso nenúfar.
Con él jugaba a dar saltos
inmensos al agua, navegaba
como si su amigo el nenúfar
fuese un barco, y hablaba
de todo lo que le
pasaba por la
cabeza.
Un día, la ranita verde y su amigo el precioso nenúfar se pusieron a
hablar de lo que más le gustaba hacer a cada uno de ellos. El nenúfar
dijo que para él lo mejor era estar tranquilamente en el agua del
estanque, descansando mientras los rayos del sol calentaban sus pétalos.
La ranita le dijo que para ella lo mejor era descansar sobre él,
mientras los rayos del sol le calentaban suavemente.
Cuando la ranita terminó de hablar, los dos amigos se miraron,
sonrieron y exclamaron ¡pero si a los dos lo que más nos gusta hacer
es lo mismo! Y además ¡si nos encanta es porque estamos juntos!
El hermoso nenúfar y la preciosa ranita verde se dieron cuenta así de
que lo realmente importante, más que cualquier otra cosa, era que se
querían mucho, que eran muy buenos amigos. Y en ese momento
decidieron que siempre se iban a portar muy bien el uno con el otro,
que si alguna vez alguno de ellos se enfadaba, debería recordar que,
más importante que un enfado era saber que cuando estaban los dos
juntos ¡eran muy felices!
Y, desde ese día, siguieron siendo los mejores
amigos del mundo, felices cuando estaban
juntos. Y felices y amigos siguen siendo hoy,
porque cada vez que paso cerca de su
estanque les veo jugar y reírse
mucho.
El cuento de la bruja buena
Todos hemos oído historias de brujas malas y feas, a las que nadie
quería. Sin embargo, como en todo, también en el mundo de las brujas
hay excepciones. Una es muy conocida, la de la Brujita Tapita, que era
muy despistada ¡se miraba en la pared en lugar de en un espejo! Pero
muy buena, porque cogía las pesadillas de los niños, las cocinaba, y las
convertía en golosinas y turrón.
Pero la Brujita Tapita no es la única bruja buena del mundo, hay más.
Yo, por ejemplo, conozco a una que es estupenda y muy guapa y
divertida. Además, quiere mucho a los niños que se portan bien.
Lo que más le gusta a la Brujita Camaleón, que así se llama la bruja
buena, bonita y divertida que yo conozco, es empujar muy fuerte el
columpio de los niños, para que suba muy alto. A ellos les encanta
y siempre se ríen a carcajadas y le dicen ¡más fuerte!
A la Brujita Camaleón también le gusta mucho cantar canciones
divertidas y bonitas. Una de las que más le gusta se titula
Chiquitita, y le gusta
mucho porque a una
amiga suya, la princesa
Irene ¡le encanta! La
canción dice así:
Chiquitita dime por qué
tu dolor hoy te encadena.
En tus ojos hay una sombra de gran
pena.
No quisiera verte así,
aunque quieras disimularlo,
si es que tan triste estás,
para qué quieres callarlo.
Chiquitita dímelo tú,
en mi hombro aquí llorando.
Cuenta conmigo ya,
para así seguir hablando.
Tan segura te conocí y
ahora tú ala quebrada.
Déjamelaarreglar
yo la quiero ver curada.
Chiquitita sabes muy bien,
que las penas vienen y van y
desaparecen.
Otra vez vas a bailar y serás feliz,
como flores que florecen.
Chiquitita dime por qué,
tu dolor hoy te encadena.
en tus ojos hay una sombra de gran
pena.
No quisiera verte así,
aunque quieras disimularlo.
Si es que tan triste estás,
para qué quieres callarlo.
Chiquitita sabes muy bien,
que las penas vienen y van y
desaparecen.
Otra vez vas a bailar y serás feliz,
como flores que florecen.
Chiquitita no hay que llorar,
las estrellas brillan por ti haya en lo
alto.
Quiero verte sonreír para compartir,
tu alegría chiquitita.
Otra vez quiero compartir tu alegría
chiquitita.
Otra vez quiero compartir tu alegría
chiquitita.
Chiquitita no hay que llorar,
las estrellas brillan por ti haya en lo
alto.
Quiero verte sonreír para compartir,
tu alegría chiquitita.
Otra vez quiero compartir tu alegría
chiquitita.
Pero lo que más le gusta en el mundo a la Brujita Camaléon, es
acompañar a los príncipes Irene y Rodrigo a la cama, darles un
beso de buenas noches (o muchos), y desearles felices sueños.
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