en Mariano Olcese Segarra (coordinador), Arquitectura Popular

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ARQUITECTURA POPULAR:
RAZONES PARA UNA FAVORABLE APRECIACIÓN ESTÉTICA1
CARLOS MONTES SERRANO
en
Mariano Olcese Segarra (coordinador),
Arquitectura Popular.
Valladolid 1989, pp. 1-21.
(ISBN: 84-404-3711-0)
Es un hecho indiscutible que los viejos núcleos urbanos, las antiguas
edificaciones, los núcleos rurales y lo que llamamos arquitectura popular
nos causan un deleite estético que no llegamos a alcanzar ante la
contemplación de las nuevas arquitecturas.
Intentaremos en esta ponencia exponer las causas de este sentimiento
objetivo de agrado o complacencia que sentimos ante estas construcciones;
pues entendemos que las distintas respuestas que se han dado a esta
cuestión adolecen de una excesiva ingenuidad o se basan en poéticas
metáforas ajenas a un estudio más riguroso.
Para su mejor estudio y descripción dividiré las razones de este juicio
estético en tres grupos: causas psicológicas o antropológicas; la herencia de
nuestra cultura occidental; y razones objetivas basadas en las cualidades
formales que encontramos en esas obras.
Indudablemente, no pretendo ser exhaustivo en mis respuestas; tan
sólo ofrezco unas posibles sugerencias para entender este fenómeno
cultural y estético. Estas respuestas están basadas en los escritos de los
autores que incluyo en la bibliografía, y muy especialmente en los del
profesor Ernst H. Gombrich a quien debo la mayoría de estas ideas y
reflexiones.
1
El presente escrito es el texto de la conferencia impartida en la “Primera semana de la
arquitectura popular”, celebrada en la Escuela de Arquitectura de Valladolid entre el 9 y el 12 de mayo de
1989. El texto no fue posteriormente elaborado, por lo que no se incluyen las referencias bibliográficas o
la procedencia de las ideas (aunque se incluyen las principales al final del texto) a pie de página. Se debe
entender más como una lección que como un ensayo personal y original.
Las jornadas reunían a especialistas de la arquitectura popular, entre los que no me encuentro. De
ahí que en mi intervención, innecesariamente densa en ideas, pretendiera enmarcar el estudio de la
arquitectura popular desde la sociología del arte y la estética. Hoy día me parece que solamente el último
de los tres apartados tiene algún interés para los estudiosos del tema. (Nota del autor, agosto 2008).
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Brañas en las montañas de León (foto F. Linares)
Razones psicológicas y antropológicas: la veneración por lo antiguo.
El profesor Ernst Gombrich, de acuerdo con Karl Popper, suele hablar
de la existencia de dos tipos de sociedades que se dan a lo largo de la
historia: las sociedades abiertas y las sociedades cerradas.
Una sociedad cerrada es aquella en la que todo está
institucionalizado. La actuación del hombre o su interpretación de la
realidad se rige por normas, valores, reglas y tradiciones inmutables. En
estas sociedades la costumbre obliga; por ello, sus componentes son
fuertemente tradicionalistas y conservadores de viejos principios. Son
sociedades rituales, apoyadas en castas, en las que los ritos tienen una gran
importancia, pues todo tiene un valor religioso, sea la fecundidad, las
cosechas, la guerra o el juego. Son sociedades pre-científicas; las
explicaciones cosmológicas se basan en leyendas o mitos que llegan a dar
sentido a todo el acontecer humano.
Todas estas características conllevan a que las innovaciones sean, por
lo general, mal acogidas, al quebrar un mundo cerrado de tradiciones,
valores y leyendas. Por tanto, no se admite la crítica a los valores asumidos,
ni el experimentalismo, ni el progreso científico o racional.
En ellas, si no en todas, sí en muchas esferas sociales, no se admite el
cambio; ni siquiera la primera innovación radical que es el incorporar la
idea de innovación o de progreso. La apreciación artística –si es que
podemos hablar de este tipo de actividad– está mediatizada por la función
ritual y religiosa de gran importancia social. La función artística existe,
pero está muy supeditada a más altos valores.
Por ello, los cambios son muy precarios y las únicas mutaciones que
se producen suelen ser fortuitas, consecuencia inevitable del quehacer
artesanal que, como señaló G. Kubler en su libro La configuración del
tiempo, es reacio a la réplica perfecta, ya que es imposible reproducir sin
introducir imperceptibles mutaciones.
Al artesano se le exige, por tanto, lealtad a las normas, a los ritos, a las
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tradiciones. Las obras artísticas, ancladas en esa tradición, se rigen por un
orden reglado y una jerarquía de tipos que todos entienden. Las tradiciones
artísticas o artesanales se apoyan en esquemas y prototipos transmitidos
desde el pasado, en los que la finalidad, la costumbre y su eficacia dentro
de su contexto social priman sobre los posibles valores estéticos.
Estas sociedades cerradas pueden llegar a admitir la idea de cambio en
las esferas sociales más emancipadas del rito, en las que una excesiva
rigidez en el sometimiento a la norma podría llegar a tener consecuencias
fatales. Tal sería en el caso de los instrumentos prácticos, como puede ser
un utensilio para la guerra, para la pesca o para la caza. Pero también los
sistemas constructivos de las viviendas: cualquier innovación favorable
será aceptada por el claro beneficio que comporta. Si bien es cierto que
también esos nuevos instrumentos o artefactos se enriquecen y ornamentan
según patrones arcaicos, e incluso se ritualizan según antiguas tradiciones.
La innovación sigue sujeta, en cierta medida, a los imperativos de la
tradición, de la costumbre y del rito.
Junto a estas sociedades cerradas existen otras que denominamos
como sociedades abiertas. Estas sociedades admiten la crítica y el
progreso, valores propios de toda sociedad científica. Como las anteriores,
también estas sociedades valoran la tradición, son conservadoras de su
pasado y de sus valores, ideas o ritos. Pero junto con ello, admiten la crítica
a esos principios y el experimentalismo orientado a buscar sistemas o
principios mejores. Por ello, admiten la idea de progreso, la innovación y la
novedad en ciertas esferas del actuar y del pensar humanos.
No obstante, en cualquier sociedad abierta concurren componentes
culturales propios de las sociedades cerradas. De ahí que las admisión o no
de ciertas innovaciones puedan llevar a una radical separación entre las
esferas sociales propias de la vida corriente y aquellas otras más
influenciadas por el rito. Mientras que en la gran mayoría de las
manifestaciones de esas culturas se admite el cambio, el experimentalismo,
el deseo de lograr mejores soluciones, la competencia, la rivalidad y la idea
de progreso, en ciertas esferas culturales y sociales no se admite la
innovación.
Por ello, a veces, los progresos en arte, al igual que en otras esferas
culturales, no se aceptan o quedan mediatizados por las distintas funciones
que las obras deben desempeñar, o por ciertas convenciones queridas por
todos. Sólo hay que observar el ritual de las Academias, Universidades,
Cortes Reales, Tribunales de Justicia, para cerciorarse de la pervivencia de
la costumbre y la tradición. El rey, en algunos países, aún usa corona y su
guardia utiliza vestimentas arcaicas y armas medievales; el Torah se lee en
rollos de pergamino; el altar cristiano se ilumina mediante velas de cera;
los utensilios sagrados –cálices, copones, vestiduras– se ajustan a normas
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multiseculares.
Lo arcaico, lo obsoleto siempre ha connotado una serie de valores
expresivos, un aura especial. Por ello, y a pesar de la invención de la
imprenta, ciertas instituciones académicas entregan sus títulos miniados en
papel pergamino o en un torpe remedo del mismo.
Todo esto nos indica que una distinción radical entre sociedades
cerradas y abiertas es del todo artificial; se trataría de una excesiva
simplificación. En realidad esta distinción sólo nos indica los dos polos de
una escala. Cualquier sociedad abierta puede contener estratos sociales,
gustos o tradiciones propios de las sociedades cerradas. La historia de las
civilizaciones nos demuestra que la mayoría de las culturas están formadas
por sociedades cerradas; y que todas las sociedades abiertas han sido
previamente sociedades cerradas que fueron admitiendo, al principio tan
sólo en ciertas esferas, la idea de progreso y el deseo de innovación.
En este sentido, la cultura griega, capaz de admitir el
experimentalismo, la crítica, la invención y el progreso, es la excepción
más que la norma. La civilización occidental, heredera del pasado
grecorromano y fertilizada por el cristianismo, con sus innovadoras ideas
sobre el hombre y el mundo, participaron, en contraste con otras culturas,
de las características más acusadas de lo que venimos denominando como
sociedades abiertas. Si bien es cierto que aquellas otras características más
propias de las sociedades cerradas se encuentran fuertemente ancladas en
todas las esferas del actuar y pensar humanos.
Podemos deducir, por tanto, que en su comienzo todas las sociedades
y culturas son fuertemente conservadoras en cuanto a sus tradiciones y
valores. Solamente admiten el cambio cuando las repercusiones de éste son
indiscutiblemente beneficiosas y necesarias.
Hay una explicación racional para este conservadurismo innato en las
sociedades. El hombre necesita para su orientación en el mundo un canon
de principios y costumbres con los que ajustar su comportamiento social;
una serie de normas de convivencia que permitan la comunicación y la
relación con los demás; una serie de tradiciones y valores que vienen a ser
como las señas de identidad de la historia del pueblo, del grupo social o del
clan familiar.
Habida cuenta de estos componentes fuertemente conservadores,
todos nos cuestionamos toda posible desviación arbitraria respecto a las
normas y principios aceptados por el grupo; pues la experiencia nos indica
que romper la norma, aunque sea una sola vez, crea un precedente, debilita
la norma y la hace vulnerable. Produce una subjetividad y un relativismo
que afecta intrínsecamente a todo este mundo de valores por los que
regimos nuestro comportamiento individual y social.
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Sociedades recreativas, grupos, academias, clubes deportivos o
universitarios, instituciones culturales, etc., presentan esta tendencia al
conservadurismo, como consecuencia de querer evitar nuevas tradiciones
que pudieran acarrear una ruptura de este mundo de valores o aumentarlos
con nuevas y costosas exigencias, lo que podría conducir a la larga, al
incorporarse nuevas costumbres, a un sofocamiento de la tradición, al
producirse un proceso de inflación normativo.
Esta tendencia natural al conservadurismo en el hombre y en todas las
sociedades se despierta ante determinados fenómenos culturales o
artísticos; e indudablemente mueve nuestra emotividad a la vista de las
viejas ciudades históricas, los antiguos edificios y la arquitectura rural o
popular. Ante estos núcleos urbanos, ante estas reliquias del pasado,
sentimos renacer esa valoración innata de costumbres, ritos y tradiciones
olvidadas o despreciadas por el mundo de innovación y progreso de las
grandes ciudades.
Tenemos, por tanto, una predisposición natural a venerar todo lo que
sobrevive de épocas anteriores, todo lo que evidencia una manualidad no
perturbada por la novedad y por la máquina. Esta vaga nostalgia nos lleva a
admitir sin ningún control crítico que los viejos tiempos fueron mejores y
que todo lo antiguo es venerable.
Existe una respuesta universal en el hombre que le lleva a apreciar lo
arcaico. Quizá debamos entender que en esta respuesta emotiva se
encuentra la causa de la permanente nostalgia del hombre por el pasado, y
la idea de renovación que encuentra en la reflexión sobre los orígenes –
sobre los primeros principios de la cultura o la civilización– y en el deseo
de refundamentar sus valores en esos mismos orígenes.
Basándose en este inherente conservadurismo de todas las
civilizaciones, podemos comprender aquella máxima de que cualquier
tiempo pasado fue mejor, y la idea siempre latente de que cualquier cambio
es equivalente a una decadencia. Admitimos que en el pasado las cosas
fueron mejor que en nuestros días; sean éstas las cosechas, el tiempo
atmosférico, los precios, las virtudes morales o cívicas, etc. En religión,
cualquier momento de reforma, ante una situación de tibieza espiritual, se
ha basado a la vuelta a las costumbres y virtudes de los antiguos, de los
fundadores de las órdenes religiosas, o a la autoridad de los antiguos Padres
apostólicos. En este sentido, el criticar la autoridad de las viejas
tradiciones, es considerado como absurdo, cuando no como blasfemo.
Pero también podríamos encontrar motivos más sutiles para esta
apreciación crítica que sentimos ante las viejas ciudades o los núcleos
rurales. Ernst H. Gombrich ha señalado que la apreciación de los núcleos
históricos está muy influenciada por las ideas estéticas del Romanticismo,
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con su valoración de la conciencia histórica y de las raíces culturales de los
pueblos. Juzgamos las viejas ciudades o la arquitectura popular con una
predisposición mental ajena a la crítica.
La misma autonomía respecto a un posible creador individual; el
hecho de que estos núcleos se hayan originado por anónimas decisiones de
una multitud de personas alejadas en el tiempo; y su misma vetustez, nos
lleva a suspender involuntariamente el juicio crítico. Estas obras
arquitectónicas se constituyen, por lo tanto, como hitos históricos, como
parte de nuestro paisaje cultural o nuestro entorno físico. No son
criticables, como no lo es un suceso histórico o un determinado paisaje
natural. Por ello, no existe una actividad crítica ante un pueblo como
Santillana del Mar o ante una catedral como la de Burgos, aunque sí
podamos tener preferencias y llegar a valorar un pueblo, o un paisaje, por
encima de otros análogos. Sin embargo, ante un edificio moderno o ante
una ciudad como Brasilia sí admitimos la crítica; los vemos y juzgamos
como productos de decisiones personales y conscientes, con las cuales
podemos estar o no conformes, y en ningún caso forman parte de ese
paisaje cultural y físico en el que nos desenvolvemos.
La herencia de nuestra cultura occidental: el primitivismo.
Decíamos anteriormente que nuestra civilización occidental es
heredera del pasado grecorromano y que nuestros valores se enraízan en
sentimientos, ideas y valores formulados hace más de dos milenios.
Valores e ideas que se nos presentan como nuestras señas de identidad, que
forman esa realidad histórica y cultural a la que pertenecemos.
Una de las ideas de esta tradición occidental, formulada en la antigua
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Grecia y de gran incidencia para la valoración crítica de las obras de arte y
de los productos de la acción del hombre es el primitivismo.
El primitivismo se presenta como un ideal contrapuesto a la idea de
progreso. Como ya hemos señalado, en ciertas culturas, en el juego, en la
religión o en el rito, no cabe progreso; en ciertas esferas sociales lo antiguo
es más valioso que lo moderno; lo arcaico adquiere un aura especial. Por
ello, cuando la búsqueda de progreso ha conducido a una situación de
excesivo virtuosismo o de inflación en los recursos formales, superando la
madurez o perfección para caer en la decadencia, es natural que surja con
fuerza la idea del primitivismo, el anhelo de tiempos pasados, la nostalgia
por un período anterior en el que tales habilidades eran aún desconocidas y
donde los artistas actuaban con una enorme sencillez.
El primitivismo lleva a valorar las formas arcaicas como modelos a
seguir para recuperar el paraíso de una inocencia perdida y la fuerza de una
simplicidad abandonada.
Las raíces de este primitivismo las encontramos en el pensamiento de
los autores clásicos. Platón, en sus distintas obras, se dedica a combatir la
retórica de los sofistas –los prestigiosos maestros de retórica en su época–,
a los que consideraba como los verdaderos corruptores de la juventud. En
su opinión, la retórica sofista se había apartado de su finalidad –la
búsqueda de la verdad– y de la lógica racional del discurso; pues su
oratoria se dirigía a mover los sentimientos y facultades más bajos del alma
por medio de un lenguaje efectista basado en refinadas técnicas de
persuasión.
Pero Platón no sólo se refiere a los posibles efectos nocivos de la
retórica. En su opinión la música, al igual que las otras artes, como la
danza, la poesía o la construcción de imágenes, si bien puede suscitar
efectos conmovedores y tranquilizantes, también puede adormecer la razón
y debilitar el espíritu con su halago a los sentidos. De ahí que el arte en vez
de elevar la moral, puede llegar a corromper el espíritu del pueblo. En
consecuencia, Platón añora un arte sujeto a las reglas de las actividades
rituales y religiosas, estrictamente controlado por el estado, al modo del
arte de los egipcios, con el fin de preservar lo de los peligros de la
corrupción.
Con su rechazo a la idea de progreso en las habilidades artísticas,
Platón se sitúa como un precursor del ideal del primitivismo, como un
nostálgico del arte de épocas anteriores en las que tales recursos efectistas
eran aún desconocidos.
Gombrich denomina a este tipo de primitivismo como primitivismo
moral, en cuanto que se entiende la antigüedad como una época de noble
inocencia, una arcadia perdida, una época en la que sus habitantes no
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estaban pervertidos por los males de la época presente.
Aristóteles, por su parte, introducirá en nuestra cultura lo que ha
venido a denominarse como la metáfora biológica, según la cual el
desarrollo de cualquier forma artística se ajusta al crecimiento o ciclo vital
de todo organismo, con su paso desde la juventud a la madurez, para entrar
posteriormente, en una fase de decadencia precursora de la muerte. En la
Poética nos habla de la evolución gradual de la tragedia griega. De igual
forma, Cicerón describirá, siglos después, la evolución de la oratoria, y
Plinio narrará la historia del progreso de la pintura y de la escultura de
acuerdo con una serie de logros objetivos, afirmando –de acuerdo con el
esquema aristotélico– que cuando se consigue la perfección surge
inevitablemente la decadencia.
Esta concepción historiográfica, como bien sabemos, la aplicará
Giorgio Vasari, en el siglo XVI, al narrar la evolución de las artes desde los
siglos XIII al XVI, y tendrá una enorme aceptación en la comprensión de la
evolución estilística, pues el progreso orgánico en el desarrollo del hombre
es una experiencia universal fácil de condensar en una metáfora expresiva.
No hay duda que la metáfora orgánica llevaba implícita la idea de que
a la madurez le sigue de forma inmediata la decadencia. En este sentido, la
concepción historiográfica renacentista introduce una ambigüedad
inherente; pues a la idea de progreso en la perfección artística se le
contrapone la idea de la regeneración: el rescate o la restauración del arte;
la vuelta a los primeros orígenes; el retorno al pasado, a una idílica edad de
oro de las épocas primitivas; unas épocas que, en su acepción metafórica,
se identificaban con la infancia, la inocencia o la ingenuidad de tiempos
pasados.
La diferencia entre estos dos tipos de primitivismos –el de Platón y el
de Aristóteles– es bien patente, aunque sus consecuencias sean las mismas.
En el segundo caso, en el primitivismo biológico, la vuelta a los orígenes se
defiende como una vuelta a fases tempranas o no desarrolladas del proceso
artístico; mientras que en el primitivismo moral se recurre a fases no
corruptas. En cualquier caso, el miedo a la corrupción y el temor a la
decadencia –en la retórica y en las distintas artes– es una referencia
constante que acompaña cualquier elucubración teórica sobre el ideal
clásico, y es la causa de que éste se enlace íntimamente con la idea del
primitivismo.
La razón de este primitivismo cultural, debemos encontrarla –en
opinión de Gombrich– en el poder de la metáfora. La metáfora es un
instrumento de gran importancia para lograr una articulación sutil de la
experiencia artística, en cuanto que permite clasificar y descubrir las
inefables cualidades y efectos psicológicos de los géneros y de los estilos.
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Sólo gracias a la metáfora podemos calificar a un discurso o a unas obras
artísticas como severas, humildes, graves, nobles o viriles.
Hemos de tener en cuenta que estas cualidades formales son muy
difíciles de racionalizar, a la vez que nos faltan las palabras adecuadas para
describir la impresión subjetiva que esas obras nos causan. La metáfora nos
permite abordar este problema, al facilitar la posibilidad de realizar un
trasvase de significados, conceptos y valores de un campo del saber a otro
muy distinto, como puede ser la literatura o el arte. Este trasvase de
términos se produce, según Gombrich, por nuestro peculiar sistema
perceptivo y cognoscitivo que, lejos de ser un sistema cerrado, es un
sistema elástico que permite relacionar formas abstractas con cualidades
intrasensoriales.
En consecuencia, no es del todo subjetiva la opinión de que el estilo
dórico es más rígido, noble y severo que el jónico o corintio, a los que
atribuimos una gracia e, incluso una feminidad ausente en el primero. Hay
algo de verdad en esta atribución metafórica de ciertas cualidades a formas
artísticas: juzgamos a ambas por el efecto psicológico que nos producen.
De ahí que podamos calificar un discurso, un estilo, o una obra artística
como severos, humildes, graves, nobles o viriles; sin percatarnos de que
esas cualidades, en sentido estricto, sólo deberían ser utilizadas para
describir experiencias referidas al hombre.
Basándose en estas equivalencias metafóricas, determinadas formas
estilísticas o géneros literarios se fueron relacionando firmemente, con el
tiempo, con una serie de significados expresivos, permitiendo la asignación
de valores y cualidades según una matriz o escala de valor. La retórica
clásica distinguía tres estilos, el humilde, el medio y el sublime a
disposición del orador de acuerdo con la impresión que quisiera causar en
el tribunal.
De igual forma, en la arquitectura, Vitruvio nos hablará de tres estilos
adecuados, según sus cualidades, a las distintas divinidades, llegando a
recomendar que se utilicen los templos dóricos para Minerva, Marte y
Hércules, los corintios para Venus, Flora y Proserpina, mientras que a Juno,
Diana y otras divinidades situadas entre ambos extremos se les asigna a los
templos jónicos.
Este mismo fenómeno originó en la retórica clásica, al igual que en el
arte, en ciertos períodos históricos, una asociación metafórica entre lo
arcaico con lo noble, puro, digno y humilde; mientras que las formas más
elaboradas fueron consideradas como decadentes, afectadas, vulgares,
degeneradas o innobles. El primitivismo y las asociaciones metafóricas que
despierta son la causa de que el arte occidental se haya interpretado y
percibido en términos de valores morales.
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Séneca y Tácito analizaron extensamente las causas de la decadencia
en la retórica atribuyéndola a la falta de principios morales. Se trata de lo
que Gombrich ha denominado como falacia fisonómica, indicando con este
término la seductora tendencia mental que nos lleva a ver una fisonomía
unitaria y peculiar en una época, en sus individualidades, en los grupos
sociales y en los objetos y productos de la misma.
Séneca, por ejemplo, pensaba que la corrupción de la retórica era la
manifestación de una sociedad corrupta que estimaba más la oscuridad y
afectación que la expresión directa y clara; de ahí el rechazo del énfasis
asiático y el esfuerzo por lograr un retorno a la pureza ática –con su
lenguaje llano, simple y carente de complicaciones– se considera como una
lucha en favor de una inocencia y una moralidad perdida. Quintiliano –una
de las cumbres romanas que consiguió frenar la desintegración de su
disciplina por algún tiempo– llegó a afirmar que el perfecto orador no es
sólo un hombre que domina su arte, sino que además es un hombre
naturalmente bueno.
Las asociaciones metafóricas –la metáfora moral, orgánica y
fisonómica– del primitivismo, brotan espontáneamente ante las
arquitecturas antiguas o rurales, que se convierten así en una metáfora de lo
ingenuo, lo sencillo, lo incorrupto, lo noble, lo puro, etc. Valores que les
asignamos en contraposición a lo burgués, decadente, afectado e inhumano
de las grandes urbes.
Podemos también llegar a pensar que la inocencia de un hombre no
instruido ha logrado unas obras arquitectónicas adornadas de una belleza y
perfección que no podemos encontrar en los productos culturales de una
sociedad amoral y corrupta. En cierta manera, el gusto por lo primitivo de
los teóricos de la arquitectura del siglo XVIII –tan cercano al pensamiento
de Rousseau– condujo a esta trampa psicológica.
También los teóricos de la arquitectura del siglo XX –pensemos en
Adolf Loos, Le Corbusier y tantos otros– apelaron a la naturaleza y al
primitivismo: la arquitectura, se decía, ha perdido su camino cayendo en el
artificio; debemos volver a lo esencial, a los primeros y auténticos
principios, a las formas primitivas no sofisticadas e incorruptas.
La prueba en contra de este planteamiento acrítico la encontramos en
esos mismos pueblos o núcleos históricos. No ha hecho falta la mano de
ningún arquitecto para estropear bellos conjuntos con torpes y penosas
construcciones; tan sólo ha habido que dejar a cualquier aldeano que
hiciese su casa a su libre arbitrio. Pero las implicaciones de esta cuestión
merecen un mayor estudio.
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Cualidades formales objetivas: las ventajas de la tipología.
Las cualidades formales que encontramos en la arquitectura popular,
al igual que en los viejos núcleos históricos, son la consecuencia de un
proceso de elaboración basado en la experimentación y en la crítica
constantes. La arquitectura popular se beneficia, en este sentido, de las
claras ventajas que ofrece la construcción de artefactos basados en la
primacía de la tradición frente a la innovación.
Podemos decir que en la creación de formas dentro de una tradición –
pensemos en la arquitectura popular, pero también en la clásica– no hay
inventos, sino descubrimientos de nuevas posibilidades dentro de esa
tradición, en los tipos o tipologías que se le ofrecen al artesano. Cada obra
tiene su precedente, está vinculada con otras del pasado, es un miembro
más de una secuencia temporal, una variante más en la solución de un
problema.
Las ventajas de la creación a partir de tipos es que el artista trabaja en
un medio preformado por la tradición y puede beneficiarse de incontables
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obras que intentaron dar una respuesta objetiva al problema que le ocupa.
Por lo tanto, al igual que la labor del científico se apoya en la
experimentación constante, intentando evaluar los resultados, buscando
posibles fallos o errores que evitar para mejorar la solución, tanteando,
corrigiendo y criticando; el artesano también puede realizar esta tarea, pues
tiene a su disposición gran número de construcciones –dentro de una
misma tipología– que se configuran como otros tantos experimentos; en
ellos puede buscar los posibles errores; puede comparar y llegar a mejorar
con su respuesta las distintas soluciones que la tradición le ofrece.
El hecho de que los tipos pervivan largo tiempo, y de que su evolución
sea lenta, no produciéndose repentinas mutaciones, permite este continuo
control de las soluciones obtenidas, el análisis de los defectos y la
comparación sistemática entre peores y mejores soluciones.
El tipo irá perviviendo –por la fuerza de la tradición– pero también
evolucionando al incorporarse logros objetivos. Se trata de un proceso
continuo en el que –al modo darwiniano– se van eliminando errores y
perviven las mejores soluciones a los fines requeridos.
En realidad, este proceso es similar al de la creatividad en cualquiera
de las grandes formas de arte, como pudieran ser la arquitectura clásica o la
música sinfónica. El buen artista conoce el problema que tiene que resolver
y también las distintas soluciones que se han dado dentro de su tradición; y
a partir de este conocimiento, intentará dar su respuesta personal al
requerimiento planteado.
La creatividad artística, en consecuencia, tiene mucho que ver con el
problema de las influencias, con la copia, el estudio, el análisis y la
adaptación de obras de arte anteriores. Sometiendo esas formas a sucesivos
procesos de crítica, de permutación, de ajuste y de corrección, con el fin de
lograr nuevas respuestas a viejos problemas.
Pero, junto con estos procesos de creación, podemos observar que en
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ocasiones se producen pequeñas mejoras o innovaciones dentro del tipo.
Un añadido, la elevación de un ático, un cambio de color, la apertura de
una ventana, un capricho ornamental..., pueden llegar a alterar el tipo,
creando una ligera variante en la tradición.
Es de apreciar que en muchos ejemplos de la arquitectura se
incorporan elementos formales –motivos decorativos u ornamentales–
adaptados tosca y sencillamente de patrones de un arte más culto o de un
estilo elaborado. Elementos que adornan la vieja tipología con la belleza
que brinda la ingenuidad y el intento infantil de incorporar motivos que
gozan de un prestigio social.
Lo curioso en todas estas innovaciones, alteraciones o añadidos, es lo
bien que se ajustan al tipo; esa perfecta adaptación al conjunto y adecuado
diálogo con los otros elementos formales.
La arquitectura más culta de nuestras viejas ciudades –palacios
urbanos, grandes iglesias, catedrales–, participan de esta cualidad. Una gran
iglesia alterna motivos románicos, góticos, renacentistas y barrocos en
perfecta simbiosis. ¿Cuál es la causa de esta perfecta asimilación? Sólo
podemos atrevernos a pensar que en épocas anteriores o en los núcleos
rurales no afectados por el insano deseo de modernidad e innovación, los
artesanos y artistas tenían un innato sentido de la oportunidad, un tacto y
una acusada sensibilidad ante la apariencia formal de sus construcciones.
Quizá la larga pervivencia de las tradiciones, la continuidad de las
formas y motivos arraigados en las tipologías, hayan ido configurando en el
artesano o artista, toda una serie de expectativas en la percepción de las
formas, que funcionan como un sistema de coordenadas con el que se
enfrentan a esas formas y motivos.
Este sistema de expectativas les permite operar sin conciencia de
estilo, pero manteniendo el necesario equilibrio para que las alteraciones
del tipo no interrumpan las regularidades o continuidades respecto a la
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tradición. De modo no consciente, el artesano pudo llegar a percibir las
regularidades en el azar, e imponer, sin mayores dificultades, un orden
oculto en su entorno. Pues supo ajustar de forma intuitiva, nuevos motivos
al tipo ya existente.
Este proceso de ajuste, de creación de expectativas a partir de
continuidades, no es tarea fácil, exige tiempo y ha de ser gradual. Por ello,
la fuerza de los hábitos impone una permanencia de las formas y un cierto
conservadurismo estético en el modo de operar y en el gusto de la gente.
Es posible que este sistema de expectativas haya sido destruido en
nuestro siglo XX. La causa estaría en el cambio de los hábitos sociales, en la
incorporación brusca de motivos ajenos a la tradición –motivos formales,
pero sobre todo elementos constructivos–, en las contaminaciones formales
debidas al intercambio de información y en el cambio del gusto motivado
por el prestigio de las formas modernas. Todo ello, junto con la ruptura de
los mecanismos de aprendizaje por la ausencia de un intercambio
generacional, ha motivado, no sólo la pérdida de tradiciones artesanales y
constructivas, sino la de todo un complejo sistema de expectativas que
facilitaba esa especial sensibilidad que tanto apreciamos en esta
arquitectura hoy tan revalorizada.
14
Fuentes bibliográficas consultadas.
E. H. GOMBRICH,
– Ideales e Idolos, Barcelana 1979.
– El sentido del Orden, Barcelona 1980.
– Reflections on the History of Art, Oxford 1987, p. 195 y ss.
– El gusto dei primitivi, Nápoles 1985.
– “The Debate on Primitivism in Ancient Rhetoric”, en Journal of the
Warburg and Courtauld Institute, 29 (1966), p.24.
– Norma y Forma, Madrid 1982.
G. KUBLER, La configuración del tiempo, Madrid 1975.
J. RIKWERT, La casa de Adán en el Paraíso, Barcelona 1974.
15
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