Pierre Reverdy, aventuras sigilosas

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Pierre Reverdy,
aventuras sigilosas
La Colmena 70, abril-junio 2011
Aun sin negar la impronta de sus ilustres antecesores –Baudelaire, Rimbaud– los poemas
en prosa de Pierre Reverdy (1889-1960) se internan por nuevas zonas de la expresión
poética e inauguran rumbos por los que no se demorará en transitar la naciente aventura
surrealista. Considerado precursor, Reverdy no se reconoce en el movimiento y se retira
a vivir lejos de París, en las faldas de la Montaña negra. La literatura francesa le debe no
pocos libros esenciales y un considerable cuerpo de anotaciones sobre poesía y poética
que llegan hasta nuestros días cargados de agudeza y de una fértil imaginación. Hacia
1918 escribió: “No se trata de hacer una imagen, es preciso que llegue por sus propias
alas. La imagen es una creación pura del espíritu. No puede nacer de una comparación,
sino del acercamiento de dos realidades más o menos alejadas. Mientras más alejadas
y justas sean las relaciones de las dos realidades acercadas, más fuerte será la imagen
y más poder emotivo y más realidad poética tendrá.” Mejor que un método de escritura,
lo que Reverdy intenta –y consigue– es la conquista de un cómo, un procedimiento que
tiene más de una concordancia con las indagaciones plásticas del cubismo y al que no le
son ajenos los mecanismos del sueño dirigido, la ironía y el humor. En México, José Luis
Rivas tradujo Fuentes del viento (Tucán de Virginia) y María Palomar, en colaboración
con el autor de estas líneas, El canto de los muertos (UNAM). Traduzco ahora para los
lectores de La Colmena unos cuantos ejemplos de sus poemas en prosa.
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Jorge Esquinca
Pierre Reverdy, aventuras sigilosas
Viejo puerto
Un paso más hacia el lago, sobre el muelle, frente a la puerta iluminada de la ta-
berna. Contra el muro canta el cantinero, canta la mujer. Los barcos se mecen, los
navíos jalan un poco más su cadena. En el interior hay profundos paisajes dibujados
sobre el vidrio, nubes en la sala y el calor del cielo y el ruido del mar. Todas las
aventuras inciertas los separan. El agua y la noche esperan afuera. Pronto llegará el
momento de salir. El puerto se alarga, los brazos se tienden hacia otro clima; todos
los cuadros están llenos de recuerdos, las calles en declive, los tejados parecen dormir. Y, sin embargo, todo está siempre de pie, a punto de partir.
Los músicos
La sombra y la esquina de la calle donde algo sucede. Las cabezas aglomeradas
escuchan o miran. El ojo pasa de la banqueta al instrumento que toca, que rueda;
hacia el automóvil que atraviesa la noche. Navajas de luz neón tajan a la multitud y
separan las manos que se tienden, las miradas en suspenso y los ruidos del azar. Todo
el pueblo está ahí –a la misma hora– en la glorieta. Las voces que se dispersan conducen el movimiento sobre la cuerda que rechina y muere a cada instante. Después,
el signo del cielo, el gesto que reúne, y todo desparece en el lienzo del muro que se
hunde. Todo se desliza y la niebla envuelve a los peatones, dispersa los ecos, esconde
al hombre, al grupo y al instrumento.
Globo
Dónde he visto al comediante, al músico, al hombre de Dios.
Pierre Reverdy, aventuras sigilosas
Jorge Esquinca
La Colmena 70, abril-junio 2011
No se trataba más que de un perfil que se abatía sobre la muralla. Una sombra. Nosotros estábamos afuera y llovía. Confundidos
con la lluvia distinguíamos algunas estrellas y un niñito que tendía su mano.
Alguien gritaba en la calle, tras una ventana, pues llovía. Y
todo se desvanecía.
No así la noche, ni el hombre, ni Dios.
No así el niño ni las estrellas.
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La llave de vidrio
Los agujeros en el muro, los agujeros de la chimenea y de mi pipa. En una esquina
combaten dos bastones en X. ¿Quién los cogerá? No hay nadie en la mesa, nadie en
la cama y los sillones están vacíos. Alguien quiere salir. Pero no fui yo quien apagó
la lámpara y no son mis pasos los que bajan por la escalera. ¡Tal vez hay también un
muerto en casa!
El frío del aire en el espíritu
y sobre el rostro
Lo había en torno a su cuerpo inmaterial y oscuro más que despojos, jirones de tela
negra.
Ella se sostenía entre la casa y el cielo y, más precisamente, contra el lado
derecho de la ventana.
Pero el cielo le parecía tan grande, los agujeros del cielo, la noche, que se
ocultaban, el día, detrás de las nubes, que ella miraba siempre en un costado de mi
habitación. Y esa luz en la chimenea, ese fuego que bajaba con el aliento fragoroso
de la chimenea –me parece que ella habría podido creer, o que yo mismo he creído
que podría tratarse de una estrella.
Y sus dos ojos tras el cristal con este viento.
La sombra y la imagen
Si acaso he reído no ha sido por el mundo resplandeciente y jubiloso que pasaba
frente a mí. Las cabezas rectas o inclinadas me dan miedo y mi risa se habría transformado en una mueca. Las piernas que corren tiemblan y los pies más firmes pierden el paso. No he reído del mundo que pasaba frente a mí, sino porque un instante
después yo estaba solo en el campo, frente al bosque enorme y quieto, entre las
voces que, en el aire dormido, se respondían.
Estación
La Colmena 70, abril-junio 2011
En el hotel sólo quedan los gitanos rojos que pulsan los botones de los timbres y
aquellos que iluminan al mundo con la electricidad.
Hay un ruido en la escalera cuando se detiene la cascada.
Los enfermos duermen.
Los asnos.
El dueño del hotel anda huyendo.
Todo el mundo espera.
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Jorge Esquinca
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