MARXISMO_Y_REVOLUCI_N_una_cr_tica_del_anarquismo

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MARXISMO Y REVOLUCIÓN una crítica del
anarquismo
Escrito por Administrator
Domingo, 31 de Enero de 2010 19:43
Índice
I. Teoría y práctica del anarquismo
II. Por una organización revolucionaria
III. El Estado
IV. El socialismo
Epílogo
I. Teoría y práctica del anarquismo
Presentación
El presente documento dedica una buena parte de su contenido a cuestiones teóricas pero sin
duda su finalidad es práctica. Al fin y al cabo la revolución socialista es una cuestión práctica y
para nosotros, como marxistas revolucionarios, la validez de cualquier aportación en el terreno
de las ideas se mide por su contribución al triunfo de la lucha contra el capitalismo, contra una
sociedad injusta que somete a la mayoría de la población del planeta a la miseria y a la
opresión y, que históricamente, ha dejado de jugar un papel progresista.
La controversia entre el marxismo y el anarquismo no es algo nuevo. Existe mucho material
escrito por los propios clásicos (Marx, Engels, Lenin y Trotsky por un lado y Proudhom,
Bakunin, Kropotkin y Malatesta por otro) y a él remitimos a todos los que quieran profundizar
más en el tema. Pero si algún sentido tiene ahora un material sobre el anarquismo desde el
punto de vista del marxismo revolucionario, es para situarlo en el contexto actual de la lucha de
clases. Por esta razón, en la polémica con los seguidores del anarquismo, los marxistas
empezamos por plantear los siguientes interrogantes: ¿Se puede derrocar el capitalismo y el
Estado que lo sostiene? ¿Cómo? ¿Con qué fuerzas? ¿Con qué métodos? ¿Qué papel juegan
los partidos y cuál debe ser nuestra posición, como revolucionarios, hacia ellos? ¿Y hacia los
sindicatos, hacia las elecciones, hacia el parlamento? ¿Qué reivindicaciones debemos
defender y cuáles combatir? Viejas preguntas que están en la cabeza de miles de jóvenes y
trabajadores que se aproximan ahora a la participación consciente en la lucha.
I. Teoría y práctica del anarquismo
Durante los últimos años la idea central que la burguesía ha transmitido a través de los medios
de comunicación de masas, de sus ideólogos, sociólogos, subrayaba que el sistema social
capitalista es el fin de la historia. Para ellos, todos los intentos de transformar la situación y de
cuestionar su poder son considerados, como mínimo, una lamentable pérdida de tiempo. Otros,
de una forma más condescendiente, en la medida en que perciben que esos intentos aún están
muy frescos en la memoria colectiva, optan por presentarlos como actos cargados de utopía;
simpáticos pero sin ninguna posibilidad de triunfo. En ese sentido, el tratamiento que la
burguesía dio y sigue dando al Mayo del 68 francés es un extraordinario modelo de
manipulación histórica. Algo parecido ocurre con el proceso revolucionario de Chile que acabó
con el golpe de Estado de Pinochet en 1973. Pero esos acontecimientos y muchos otros —
como la Revolución de los Claveles en Portugal de 1974, la Revolución Rusa de 1917 o la
revolución española en los años treinta—, por encima de la visión caricaturizada y simplificada
que nos presenta la burguesía, fueron verdaderos procesos revolucionarios. Eran el reflejo del
cambio brusco que se produjo en la conciencia de millones de trabajadores, jóvenes,
campesinos... y que les impulsaron, parafraseando a Trotsky, "a tomar el destino de la historia
en sus propias manos".
La idea del fin de la historia no es nueva. Siempre la clase dominante cree que el sistema que
le permite obtener sus privilegios, sus beneficios, su prestigio es el único posible, el más justo,
y que por lo tanto es el encumbramiento del progreso humano, la realización de la sociedad
ideal tras siglos de perfeccionamiento y evolución gradual. Se olvidan u ocultan
deliberadamente que el propio sistema capitalista fue también producto de un proceso
revolucionario.
Un sistema condenado
Si el capitalismo fuera lo único posible la humanidad estaría condenada a una pesadilla eterna.
El sistema social capitalista significa desigualdad creciente, explotación, desempleo, opresión,
militarismo, hipocresía, manipulación, violencia, ignorancia.
Ni siquiera en el periodo posterior a la II Guerra Mundial, la etapa más próspera de toda la
historia del capitalismo, hubo un sólo día de paz en el mundo. La muerte por hambre es una
realidad en buena parte del planeta. La persecución, el asesinato y la tortura contra los que
defienden los derechos de los más pobres o determinadas ideas políticas, jamás han dejado de
practicarse de una forma generalizada en la mayoría de los países, incluso en los que
aparentan ser "democracias respetables".
En realidad, tan sólo en Japón, EEUU y algunos países de Europa, se alcanzaron niveles de
vida más o menos decentes, debido a la universalización de la sanidad, de la educación, del
seguro de desempleo, y todo ello, producto de la lucha del movimiento obrero. Pero si algo
caracteriza la etapa en la que vivimos es que todo lo que ha hecho posible una vida más o
menos civilizada está bajo ataque de la burguesía en todos los países del mundo.
El paro ha llegado a cifras similares a los años 30. Tan sólo en Europa Occidental, según cifras
oficiales, hay cerca de 18 millones de parados, el 10,6% de la población activa. La cifra para el
Estado español es de un 16%. Pero incluso en Alemania, el país "fuerte" de Europa, el
desempleo ha superado los cuatro millones por primera vez desde la época de Hitler.
El nivel de pobreza en los países capitalistas avanzados ha llegado a niveles nunca vistos. Por
primera vez en generaciones, tal como plantea el conocido Informe Petras sobre la situación de
la juventud en el Estado español, los hijos no superarán el nivel de vida de sus padres. La
independencia familiar, el empleo estable es una perspectiva casi imposible para la juventud.
La otra cara de la moneda son los beneficios millonarios que las multinacionales y los grandes
bancos están obteniendo. Beneficios que salen no tanto de la creación de riqueza como de la
reducción generalizada de los salarios y de los gastos sociales, de la intensificación de la
explotación de la fuerza de trabajo, de la oleada de privatizaciones de empresas públicas
rentables y, por supuesto, del saqueo de los países subdesarrollados.
La concentración de la riqueza ha llegado a niveles desconocidos. En EEUU, 500 grandes
monopolios controlan el 92% de los ingresos nacionales. A escala mundial, las mil mayores
compañías tenían ingresos por valor de ocho billones de dólares, lo que equivale a una tercera
parte de los ingresos mundiales. En EEUU, el 0,5% de los hogares más ricos posee la mitad de
los activos financieros en manos de individuos.
Pero paradójicamente donde más han calado todas esas patrañas de la burguesía acerca de
las lindezas del mercado es en los dirigentes de las organizaciones sindicales y políticas de la
clase obrera. Es lógico que la burguesía trate de convencernos de la "inevitabilidad" de su
sistema y de la superioridad de la economía de mercado. Lo que no es tan lógico es que esto
lo crean los dirigentes de las organizaciones obreras.
Pero esto tampoco es un fenómeno nuevo. Los periodos de crecimiento capitalista más o
menos prolongados, aun aquellos que sólo han beneficiado a una pequeña parte de los
trabajadores de todo el mundo, han tenido un efecto en los dirigentes de los partidos y
sindicatos obreros en el sentido de aumentar su confianza en el capitalismo, abandonando
cualquier pretensión de transformar la sociedad.
Ilusiones en el capitalismo
Este fenómeno también se produjo tras el boom económico de finales del siglo XIX y la primera
década del sigo XX. Los dirigentes de los sindicatos y los partidos obreros de masas de
entonces creyeron que el capitalismo había superado sus crisis, confundiendo una
recuperación temporal con la superación definitiva de la enfermedad. Abandonaron las ideas
revolucionarias que originalmente habían defendido y pasaron a ideas más "realistas",
entiéndase reformistas..
La aceptación de la lógica del sistema capitalista les llevó muy lejos. Aquel boom económico,
desembocó en una crisis aguda y en la I Guerra Mundial, una guerra imperialista en la que las
distintas potencias se disputaron el mercado mundial utilizando a millones de jóvenes como
carne de cañón. La mayoría de los líderes de los partidos obreros integrantes de la II
Internacional, que ya habían echado el marxismo y sus ideas revolucionarias por la borda
desde hacía tiempo, abandonaron cualquier posición internacionalista y apoyaron a sus
respectivas burguesías nacionales y los presupuestos de guerra; no sólo los reformistas,
también el ruso Kropotkin, uno de los principales ideólogos del anarquismo de todos los
tiempos, se dejó arrastrar por la oleada chovinista desatada por la burguesía y se posicionó a
favor de Gran Bretaña, Francia y Rusia durante la guerra.
En la actualidad vivimos una situación que tiene un cierto parecido con aquella; la práctica
totalidad de los dirigentes de las organizaciones obreras creen que la "salud" del capitalismo es
excelente, que el libre mercado ha sido capaz de amortiguar definitivamente las tensiones
sociales precisamente cuando lo más probable es que el capitalismo entre en una profunda
recesión económica. Y al igual que sus homólogos a principios del siglo XX, apoyan
incondicionalmente las intervenciones militares del imperialismo, en nombre de la "democracia"
y la "libertad".
En general suele ocurrir que los "dirigentes" obreros, más que estar al frente de las
movilizaciones, más que anticiparse a los ataques de la burguesía y preparar a los trabajadores
para responderlos, más que fomentar la desconfianza en la búsqueda de soluciones a los
problemas bajo el capitalismo, más que actuar al fin y al cabo como dirigentes de la clase, se
ponen al culo de la lucha, se oponen a ella, dificultan el proceso de toma de conciencia, y se
convierten en instrumentos de la burguesía, en sus lugartenientes en las filas del movimiento
obrero.
El papel de los dirigentes reformistas
Ese es el factor más importante de la situación política actual, no sólo en el Estado español
sino en todo el mundo: el alejamiento de los dirigentes de las aspiraciones y de los
sentimientos de los trabajadores y de la juventud. Los años de gobierno del PSOE, con una
política que giró progresivamente a la derecha, su "oposición de terciopelo" a la política del PP
una vez en la oposición, la política sindical de los dirigentes de UGT y CCOO, con la firma de
acuerdos que han permitido al gobierno de la derecha presentar ataques (reforma laboral,
pensiones...) como ¡conquistas para los trabajadores!, son hechos que influyen en la situación
política.
¿Por qué existe esta tendencia, que es un fenómeno que se ha repetido muchas veces a lo
largo de la historia del movimiento obrero? En realidad las presiones de la burguesía, del
sistema, se ejercen fundamentalmente sobre los dirigentes de los partidos y de los sindicatos
obreros. En la medida que no tienen una perspectiva revolucionaria consciente, producto de la
compresión real de cómo funciona el capitalismo, los dirigentes suelen ser mucho más
vulnerables a las presiones de la clase dominante, que les enseña su cara amable, les hace
copartícipes de algunos de sus privilegios y les integra otorgándoles la credencial de "agentes
sociales". Al abandonar la perspectiva de la transformación de la sociedad, la perspectiva del
socialismo, pasan a aceptar la idea de que cualquier política de mejoras de las condiciones de
vida tiene como límite las posibilidades del sistema. Por eso, en líneas generales, cuando el
margen de maniobra económico que da el sistema es escaso no sólo se moderan la demandas
económicas sino los derechos sindicales, las libertades políticas..., en coherencia con su idea
de fondo según la cual el capitalismo es el único sistema posible.
El Gobierno PSOE llegó a aprobar la ley Corcuera. Ahora el PP, la derecha pura y dura, utiliza
esta ley contra el movimiento estudiantil y las huelgas obreras, y llega mucho más lejos al
suscribir con el apoyo de los dirigentes del PSOE la Ley de Partidos Políticos, que constituye el
mayor ataque a la libertad de organización, expresión y reunión desde la caída de la dictadura
de Franco. Si nos remontásemos en la historia, durante la II República el gobierno socialistarepublicano aprobó la ley en defensa de la república, que castigaba con la cárcel cualquier
insulto u ofensa a la autoridad y que fue utilizada a fondo por la derecha durante el Bienio
Negro, para reprimir la lucha de los trabajadores y los jornaleros.
Sin embargo nada ni nadie puede detener el proceso que conduce a situaciones
revolucionarias, a un enfrentamiento abierto entre las clases. La burguesía y los reformistas
pueden retardar el proceso, pero no evitarlo. La revolución es un proceso objetivo y hunde sus
raíces en la incapacidad del sistema capitalista de hacer progresar la sociedad.
De igual manera que el reformismo es una tendencia política inevitable, también existen y
surgen, en el seno del movimiento obrero y basándose en la experiencia de los
acontecimientos, tendencias revolucionarias. Cuando la situación de la lucha de clases entra
en una fase más aguda, no es menos cierto que un giro a la izquierda de los dirigentes puede
animar todavía más la radicalización de los trabajadores, sobrepasando con creces en la
práctica, el radicalismo que tienen los dirigentes de palabra. Eso ocurrió, por ejemplo, con
Largo Caballero, dirigente del PSOE, que llegó a participar en los Consejos de Trabajo de la
dictadura de Primo de Rivera y tras la experiencia de la primera etapa del gobierno republicano
y el ascenso del fascismo en Europa, defendió la "dictadura del proletariado" y la revolución
generando verdadero entusiasmo entre los trabajadores y campesinos de todo el Estado
español.
De la misma manera que las presiones del capitalismo empujan a la dirección de los partidos
obreros hacia la derecha, la clase obrera ejerce una presión en sentido contrario. La
convocatoria de la huelga general del 20 de junio de 2002 es un ejemplo claro. Fue la presión
del movimiento desde abajo, que se expresaba en huelgas sectoriales muy radicalizadas, en la
oposición del movimiento estudiantil a las contrarreformas educativas del PP, en las masivas
manifestaciones antiglobalización, lo que empujó a las direcciones de CCOO y UGT a
responder con la huelga al decretazo que recortaba los derechos sociales de los parados.
Por una alternativa revolucionaria de masas
En todo caso, el reconocimiento del papel negativo, de freno, que juega el reformismo es al
mismo tiempo un reconocimiento implícito de su influencia efectiva en el movimiento obrero.
Esa
influencia
negativa,
y
sin
embargo
real,
no
es
algo
caprichoso.
Obedece
fundamentalmente a la ausencia de una alternativa revolucionaria de masas frente a los
planteamientos reformistas y pro-capitalistas de las direcciones de la organizaciones obreras.
Las tres o cuatro décadas posteriores a la II Guerra Mundial fueron la época del reformismo por
excelencia. La idea de alcanzar mejoras sin necesidad de una revolución tenía una
correspondencia con la experiencia de millones de obreros en los países capitalistas
avanzados. Esta situación, que fue una realidad restringida a una parte mínima de la población
del planeta, ha ido cambiando a pasos agigantados en los últimos tiempos. Sin embargo las
ideas reformistas dirigentes siguen siendo predominantes. No existe una relación mecánica
entre los procesos económicos y políticos; aunque los primeros son determinantes, sólo lo son
en último término.
Ninguno de los problemas básicos de la población tiene justificación en las limitaciones de la
técnica o de la producción. Éstas han alcanzado un desarrollo sin precedentes de tal forma que
sería posible acabar rápidamente con el hambre, la miseria, el desempleo, la explotación
infantil, el analfabetismo. Si los medios de producción estuviesen al servicio del conjunto de la
sociedad, si la producción se organizase con el fin de satisfacer las necesidades sociales y no
la obtención privada de beneficios, todas las lacras sociales desaparecerían. Una sociedad
socialista, basada en una economía planificada democráticamente, con el control directo y
democrático por parte de los trabajadores y de la mayoría de la sociedad, haría posible la
reducción efectiva de la jornada de trabajo, liberando a la mayoría de la población de la lucha
cotidiana por la supervivencia e implicaría una explosión de cultura y de inteligencia imposibles
de alcanzar bajo el capitalismo.
Sin embargo el socialismo no sólo es una buena idea, es una necesidad y esa necesidad se
manifestará tarde o temprano en luchas más virulentas y explosivas.
En todo caso contrarrestar la influencia del reformismo a favor de las ideas de la revolución es
para nosotros el quid de la cuestión y por tanto el punto más importante para un movimiento
revolucionario consecuente.
Si pudiéramos trazar la historia a nuestro antojo podríamos elegir el estallido de la revolución
coincidiendo con el momento en que al frente del movimiento obrero estuviesen las
organizaciones revolucionarias. Pero eso no está garantizado de antemano, es una tarea, la
tarea más importante.
La desgracia de la mayoría de los procesos revolucionarios como los que hemos mencionado
más arriba, es que en los momentos decisivos no existía una dirección auténticamente
revolucionaria, completamente dispuesta a llegar hasta el final, sin los vicios y las vacilaciones
propias de un largo periodo de práctica reformista.
La crítica fundamental del marxismo revolucionario al anarquismo es precisamente que las
concepciones y los métodos propugnados por este último no sirven para resolver la
contradicción señalada más arriba, es decir, arrebatar al reformismo la hegemonía que tiene
sobre el movimiento obrero y fortalecer las ideas de la transformación socialista de la sociedad,
las ideas revolucionarias.
Hoy las ideas anarquistas no tienen, ni de lejos, la influencia de los años 30 y eso obedece a
razones sociales y políticas de fondo, que luego explicaremos. Sin embargo, en la actual
situación política, ideas antipartido, antiorganización, antipolítica pueden tener cierto eco entre
un sector de la juventud como respuesta a la nefasta política del reformismo. Algunos grupos
anarquistas incluso rechazan la lucha por reivindicaciones inmediatas, como si éstas, al igual
que la política o la existencia de dirigentes fueran, al margen de cualquier otra consideración,
una manera de integración en el sistema.
Este tipo de planteamientos aparentemente radicales cuanto más apoyo alcanzan más
contribuyen a los intereses objetivos de la burguesía y del reformismo, aumentan la
desorganización del movimiento y contribuyen al desprestigio de las ideas verdaderamente
revolucionarias.
Sin embargo, antes de entrar en las diferencias de fondo entre el anarquismo y el marxismo,
queremos hacer una aclaración importante.
En la historia del movimiento obrero internacional y concretamente en el Estado español, bajo
la bandera del anarquismo lucharon millones de trabajadores, campesinos y jóvenes
revolucionarios. La CNT en los años 30 era la organización que agrupaba mayoritariamente los
sectores más combativos y sacrificados del movimiento obrero, que entregaron su vida en los
frentes combatiendo el fascismo. El espíritu de los trabajadores anarquistas en los años 30 sí
debe ser para todos los revolucionarios una fuente de inspiración —desde luego para los
marxistas es así— y una prueba de la capacidad revolucionaria de la clase trabajadora.
Nosotros distinguimos como un hecho muy positivo el "espíritu anarquista" de luchar contra la
opresión del Estado, contra la hipocresía y las maniobras de la burguesía, contra la
participación de los dirigentes obreros en estas maniobras, contra la mentalidad práctica y
posibilista que caracteriza a la burocracia que se forma en los partidos y los sindicatos obreros.
No sólo compartimos este "espíritu anarquista" sino que lo consideramos también parte del
verdadero "espíritu marxista"; es en realidad un "espíritu revolucionario" que se genera
espontáneamente en las masas y que está presente hoy en muchos trabajadores y sobre todo,
jóvenes.
Lo que no compartimos es la ideología anarquista que, como el marxismo, es un sistema
completo de ideas y no simplemente un espíritu, o la simple suma de nociones sueltas.
¿Individualismo o lucha de clases?
Por supuesto que el capitalismo es un verdadero tapón para el desarrollo individual de las
personas. No podría ser de otra manera tratándose de un sistema que obliga a la inmensa
mayoría de la población del planeta a concentrar todas sus preocupaciones en la supervivencia
cotidiana. Para millones de seres humanos el simple hecho de estar vivos al día siguiente
(superando las inclemencias de la naturaleza, el hambre y violencias de todo tipo) constituye
un auténtico éxito personal. No es ésa la mejor situación para el desarrollo de todas las
inquietudes individuales implícitas en el género humano. Todo lo contrario: el capitalismo nos
retiene con fuerza en un modo de vida mucho más animal que auténticamente humano. En ese
sentido, la lucha contra el capitalismo y por una sociedad socialista significará un desarrollo sin
precedentes de todo el potencial creativo, intelectual, físico y moral de los individuos y cómo
no, de toda la colectividad. Pero una cosa es eso y otra muy distinta es situar al individuo,
contrapuesto a la clase obrera, como el agente fundamental llamado a acabar con la opresión
capitalista y del Estado.
Para el marxismo el motor de la evolución histórica es la lucha de clases. "Hombres libres y
esclavos, patricios y plebeyos, señores y siervos, maestros y oficiales, en una palabra:
opresores y oprimidos se enfrentaron siempre (...); lucha que terminó siempre con la
transformación revolucionaria de toda la sociedad o el hundimiento de las clases en pugna",
afirmaban Marx y Engels en El Manifiesto Comunista. La perspectiva de transformación
revolucionaria de la sociedad se basa en el análisis de las propias contradicciones que genera
la sociedad de clases. La consolidación del modo capitalista de producción frente a la
economía de tipo feudal, el desarrollo y la concentración de los medios de producción, la
generalización del trabajo asalariado, han creado las condiciones objetivas para la
transformación socialista de la sociedad. Esas condiciones son esencialmente dos: un nivel de
desarrollo económico y tecnológico que permita al ser humano planificar conscientemente la
obtención y la reposición de lo necesario para vivir dignamente y la existencia de una clase
social revolucionaria, la clase obrera, con la fuerza suficiente para derrocar a la burguesía, a
los explotadores.
Así, aunque tanto el anarquismo como el marxismo tienen como objetivo inmediato la lucha
contra la opresión (hablando en términos muy generales), ocurre que para los primeros la base
que sustenta esta lucha es la del individuo (en general), contra el Estado (en general) y para
los segundos es la lucha de los trabajadores (una clase social con intereses históricos y
características determinados) contra la burguesía (otra clase social que también tiene intereses
propios y una forma de actuar característica) y su Estado (el Estado capitalista o burgués).
El pensamiento anarquista clásico lleva implícita una visión ahistórica de los procesos sociales.
El individuo, llamado a restablecer la justicia, no pertenece a ninguna formación social
determinada, como tampoco le ocurre a la autoridad a combatir. El surgimiento del Estado, por
tanto, aparece desligado de los procesos económicos y sociales y es un fenómeno que tiene su
origen en el pensamiento puro, que pudo haberse producido en cualquier momento de la
historia de la humanidad. Por la misma lógica desaparecerá la opresión simplemente por otro
acto de voluntad, pero esa vez de signo contrario. En este sentido el anarquismo abraza
completamente al idealismo en el campo del pensamiento filosófico, desembocando en una
visión conspirativa y organizativa de los métodos de lucha.
La naturaleza de clase del anarquismo
El anarquismo y el marxismo tuvieron una influencia clarísima en la lucha de clases desde
mediados del siglo XIX. Cualquier ideología que alcanza determinado eco e influencia refleja
también (de una manera más o menos directa, más o menos consciente) los intereses de
determinadas clases sociales. Establecer estas relaciones ayuda siempre a comprender la
auténtica naturaleza de esas ideologías y situarlas en su contexto histórico.
El anarquismo proclama como objetivo alcanzar una sociedad en la que los individuos se
relacionen libremente, según su propia voluntad. En el terreno económico esto se concreta en
la defensa de una sociedad libre de productores que intercambian libremente las mercancías,
asociándose libremente entre ellos.
A principios del siglo XIX, la gran masa social estaba compuesta por pequeños productores en
el campo y en la ciudad. El individualismo anarquista tenía una base social en la que apoyarse.
Los pequeños productores querían preservar esa libertad característica de la fase inicial del
capitalismo frente al surgimiento de grandes fábricas, al creciente papel de la banca y la
actuación del Estado al servicio de la gran burguesía.
De hecho, Proudhon, el precursor más inmediato del anarquismo, defendía una economía
mercantil pero sin su desarrollo ulterior inevitable: la concentración del capital, la desaparición
de la libre producción como efecto de la libre competencia, y la aparición del monopolio... es
decir un capitalismo imposible. En el terreno político aspiraba a la disolución del poder central
en pequeñas comunidades inspiradas en la época medieval.
Los anarquistas del siglo XIX denominaban al anarquismo como "la Idea". Aunque el
radicalismo anarquista atrajo a sectores descontentos y oprimidos de la sociedad, los primeros
activistas de la "Idea" no proclamaban la lucha de clases sino el humanismo. Refiriéndose al
anarquismo en la Andalucía rural de finales del siglo XIX, Gerald Brenan en su libro El laberinto
español relata lo siguiente: "La idea’, como se llamaba, era difundida por los pueblos por los
‘apóstoles’ anarquistas. En las gañanías de los cortijos, en las aldeas perdidas, a la luz del
candil de aceite, los apóstoles hablaban de la libertad, la igualdad y la justicia a auditorios
entusiasmados. Se formaban pequeños círculos en los pueblos y aldeas que creaban escuelas
nocturnas en las cuales muchos campesinos aprendían a leer, se hacía propaganda
antirreligiosa y se practicaba a menudo el vegetarianismo y la abstención del alcohol. (...) Pero
la característica principal del anarquismo andaluz era su milenarismo ingenuo. Cada nuevo
movimiento o huelga era considerado como la inmediata aparición de una nueva época de
plenitud en la que todos —hasta la Guardia Civil y los terratenientes— serían libres y felices.
Nadie sabía explicar cómo se conseguiría este objetivo: fuera del reparto de tierras (y ni
siquiera esto en algunas zonas) y la quema de la iglesia parroquial, no existía ninguna
propuesta positiva".
En las ciudades el movimiento anarquista de mediados del siglo XIX no actuó
independientemente de los partidos políticos que aglutinaban a la pequeña burguesía radical.
El experimento cantonalista fue aplastado por su falta de objetivos, así como todos los pueblos
que, de una forma totalmente descoordinada con el pueblo de al lado, proclamaban el
anarquismo. La Guardia Civil podía concentrar sus fuerzas a su antojo ante la carencia total de
planes de los insurgentes.
La lucha contra la explotación sólo podía tener un carácter muy desestructurado y repleto de
actos individuales de desesperación frente a la represión, con atentados a diversas autoridades
políticas y militares. Paradójicamente las luchas de las masas acababan siendo rentabilizadas,
pese a los anarquistas, por los partidos burgueses radicales federalistas. No es ninguna
casualidad que el primero en traducir y difundir los textos de Proudhon en el Estado español
fuera Pi i Margall, artífice del movimiento federalista pequeño burgués de finales del siglo XIX.
La característica fundamental de este periodo es que la clase obrera no había puesto su sello
en los acontecimientos. La presencia del anarquismo en España, Italia y Rusia era debida
precisamente a su atraso económico en comparación con los demás países capitalistas y la
consecuente debilidad de la clase obrera.
La crisis del anarquismo de fin de siglo, más que por los efectos de la represión policial, era el
reflejo de que la lucha se polarizaba cada vez más claramente entre la burguesía y la clase
obrera.
La Internacional bakuninista celebró su último congreso en 1877. Después de esta fecha, una
crisis en la industria relojera arruinó a las pequeñas empresas familiares de los Alpes suizos,
cuyo espacio fue ocupado por la producción a gran escala en Ginebra. Eso era el fin del
principal punto de apoyo social que tenían los bakuninistas en Europa y fue algo más que un
hecho anecdótico o casual, era un indicio de los nuevos tiempos.
El misionerismo, el terrorismo individual, la búsqueda del ‘hombre natural’ mediante las
escuelas
racionalistas,
la
figura
del
bandolero
revolucionario,
las
insurrecciones
descoordinadas, el cantonalismo son fenómenos totalmente ligados a la etapa en la que la
clase trabajadora no podía desplegar toda su capacidad de lucha —por su debilidad numérica
e inexperiencia— ni su temple revolucionario, del que el marxismo no es más que su
condensación teórica.
Por "la Idea", por la anarquía, dieron la vida miles de oprimidos. Pero el anarquismo, aunque
coetáneo del marxismo, nació mirando hacia el pasado. Se sustentaba en clases sociales que,
aunque oprimidas, iban a quedar relegadas a un segundo término en la medida en que la lucha
de clases iba teniendo dos protagonistas cada vez más claros: la clase obrera y la burguesía.
En cambio, cuando los postulados de Marx y Engels salieron a la luz, la clase obrera apenas
había desplegado una pequeñísima parte de su peso social, su capacidad de lucha y su
potencial para convertirse en el sostén de una nueva sociedad.
El surgimiento de la clase obrera
Dentro del régimen feudal se fueron desarrollando los primeros pasos de la economía
capitalista. Con el florecimiento de la economía mercantil la burguesía fue escalando en la
pirámide social. Las revoluciones burguesas, que fueron un enorme progreso para la
humanidad, transfirieron el poder político, el control del Estado, a una clase que de hecho ya
tenía el poder económico.
Con la clase obrera ocurre lo contrario. Conforme el capitalismo se desarrolla la riqueza se
concentra cada vez más en manos de la burguesía. Los trabajadores no pueden vivir más que
vendiendo su fuerza de trabajo a los capitalistas que detentan todos los medios de producción
necesarios para el funcionamiento de la sociedad. No sólo eso, la burguesía, basándose en su
riqueza, inunda a toda la sociedad de sus valores, su ideología... En cambio la única fuerza de
la que dispone la clase obrera es la de su unidad consciente para la transformación de la
sociedad.
La clase obrera, como otras en otros momentos históricos, es una clase oprimida, pero con
propiedades específicas que le permiten acabar con la opresión capitalista.
El trabajo asalariado generalizado y la concentración de los obreros en empresas, superando
los límites del pequeño taller, favorecen el desarrollo del sentimiento de solidaridad, de lucha
colectiva, de que su trabajo es sólo una parte de una producción que es social, en la que
participan otros trabajadores de otras fábricas y de otras ramas. Por eso en un trabajador
difícilmente arraiga el sentido de propiedad sobre el instrumento de trabajo o sobre la fábrica.
La enorme amplitud de los intercambios de mercancías entre las diferentes ramas, países, etc.
obliga a los trabajadores a tener una visión más amplia del funcionamiento de la sociedad que
un productor aislado en su parcela, por poner un ejemplo.
La clase obrera actúa de forma independiente frente a la burguesía porque es la única que
puede adquirir conciencia de que la sociedad puede seguir funcionando sobre otras bases,
prescindiendo de la burguesía. Potencialmente tiene la última palabra en el funcionamiento de
la economía. Nada funcionaría sin el consentimiento de la clase trabajadora.
La clase trabajadora, en la que incluimos los trabajadores asalariados del campo, no es la
única clase oprimida de la sociedad; también lo son los pequeños comerciantes, los
campesinos pobres, las personas que ni siquiera tienen el privilegio de ser explotadas y que
forman grandes bolsas de miseria en las grandes ciudades, etc. Pero ninguna de esas clases
puede jugar un papel decisivo e independiente en la lucha por la transformación de la sociedad.
Debido a las condiciones en que trabajan, viven y se relacionan, los trabajadores alcanzan un
nivel de conciencia, de capacidad de organización y de lucha al que no llegan otras clases
sociales. Evidentemente hay que entender que este proceso no es automático y que pasa por
diferentes etapas.
El papel que atribuye el marxismo a la clase obrera no tiene por lo tanto nada de romántico; se
basa en el análisis científico y en la experiencia. Naturalmente el carácter revolucionario de los
trabajadores se revela cuando actúa realmente como clase, es decir colectivamente y
organizadamente. La clase no es la mera suma de los individuos que la componen y no
encontraremos todas las propiedades de la clase en cada uno de los individuos y en cualquier
momento. Cuando la clase obrera actúa como clase se diluyen los intereses individuales, los
sectores más decididos arrastran a los más indecisos, los más conscientes ayudan a los
menos conscientes, etc.
La concepción del anarquismo acerca de la naturaleza del proletariado es muy imprecisa.
Bakunin, por ejemplo, defendía que la clase más revolucionaria era el lumpemproletariado,
porque "estando casi totalmente incontaminada por toda la civilización burguesa, lleva en su
corazón, en sus aspiraciones, en todas las necesidades y las miserias de su situación
colectivista, todos los gérmenes del socialismo futuro, y que es la única con suficiente poder
hasta hoy en día para iniciar la Revolución Social y conducirla hasta el triunfo".
Mientras el marxismo ve en el desarrollo del proletariado, por todas las razones que hemos
apuntado más arriba, una mejora de la correlación de fuerzas en la lucha contra el capitalismo,
la concepción bakuninista se fijaba en los sectores de la sociedad más afectados por la
descomposición social que implica el capitalismo, otorgando al lumpen un papel revolucionario
que nunca podrá tener.
No falta en la actualidad quien vea en la clase obrera "contaminación burguesa" por el hecho
de tener un coche, o un vídeo u otras pequeñas necesidades que pueden cubrirse con un
salario. Es un factor que tienen en común tanto los reformistas como los grupos
ultraizquierdistas y anarquistas. Unos pretenden justificar con esta idea la imposibilidad de
luchar por transformar la sociedad y otros para lanzarse en busca de oprimidos
"descontaminados" al margen de las relaciones de producción, a los que otorgan una
capacidad revolucionaria "pura".
El papel de la organización
La clase trabajadora, desde su aparición en la escena de la historia hasta hoy día, también ha
tenido un aprendizaje.
El primer paso de la clase trabajadora fue unirse en sindicatos para enfrentarse
organizadamente a los patronos. Primero en el ámbito de cada empresa y luego a nivel de
distintos sectores de la producción, hasta llegar a escala estatal.
Pero la experiencia demostró que la organización sindical, si bien era un paso fundamental, no
era suficiente. Las mejoras salariales, la reducción de las horas de trabajo, las vacaciones..., ni
eran ni son conquistas duraderas. Tarde o temprano, lo que la burguesía da en un momento
determinado lo quita en otro en el que la correlación de fuerzas le es más favorable. Pronto
quedó claro para la vanguardia del movimiento obrero, la necesidad de una lucha más global
contra la burguesía. Para hacer las conquistas más permanentes, era necesario dar una
perspectiva más general a la lucha económica y por mejoras inmediatas. También se hacía
necesaria la lucha por derechos que no se podían arrancar fábrica a fábrica, como el derecho a
reunión, manifestación, el derecho a la libre propagación de ideas... Era necesario hacer frente
a las maniobras de la burguesía, a la utilización que ella hacía de las diferencias culturales y
lingüísticas de los trabajadores, de las diferentes formas de Estado (democracia, dictadura,
monarquías constitucionales, y demás), de la guerra, etc. En definitiva, era necesaria la
participación de los trabajadores en la política como forma de alcanzar la plena libertad y
emancipación de los oprimidos.
Igual que la organización en sindicatos, la participación en la vida política surgió como una
necesidad de la lucha de la clase trabajadora. La clase obrera no podía quedar limitada a la
actividad sindical mientras la burguesía actuaba en todos los frentes de la vida: político,
ideológico, filosófico, cultural, etc... Indudablemente el éxito en el terreno de la lucha inmediata,
sindical, está totalmente ligado a una lucha política e ideológica correcta, que sea capaz de
animar, de hacer comprender los procesos generales.
De hecho la utilización del aparato represivo del Estado no es el único método, y en muchos
periodos ni siquiera el más importante, que utiliza la burguesía para mantener su dominación.
En muchas ocasiones a la burguesía le basta que cuaje la idea de que cambiar su sistema es
imposible, de que es insustituible; le basta infundir al proletariado la sensación de que es
impotente para hacer frente a un sistema aparentemente tan poderoso y de encabezar la lucha
por otra sociedad.
El principal factor con el que juega la burguesía es la inconsciencia de la clase trabajadora de
su propia fuerza.
El dominio ideológico es mucho más cómodo y seguro que la represión directa. La burguesía
utiliza los más mínimos rasgos que diferencian a un sector de la clase obrera de otro para
dividirles y echar una cortina de humo sobre la verdadera causa de todos los problemas que es
la existencia del capitalismo. Utilizan las diferencias culturales, lingüísticas, incluso las
diferentes condiciones laborales que ellos mismos han impulsado para intentar crear división.
Como reacción a la utilización combinada de todos estos factores, la clase obrera ha
respondido con la única arma a su alcance: la fuerza de su unidad, primero en la lucha
económica organizándose en sindicatos y luego en el terreno político e ideológico, creando
partidos.
Evidentemente la participación de las masas en esos procesos no es automática ni simultánea.
La gran mayoría de los trabajadores no se organizan en sindicatos o participan en la vida
política por inspiración teórica, sino por la conclusión que sacan de su experiencia cotidiana. Y
cuando lo hacen tampoco abrazan directamente la idea de la revolución socialista o de la
transformación radical de la sociedad. Un sector de los trabajadores y de los jóvenes sí lo
hacen, pero a la inmensa mayoría de la gente le resulta más fácil aceptar la idea de un cambio
gradual de la situación mediante la suma de pequeñas mejoras sucesivas, evitando así un
cambio brusco, traumático. La idea de transformar la sociedad mediante pequeños cambios y
reformas parece bastante más práctica que la revolución. Eso es muy normal, la mente
también tiende hacia la línea de menor resistencia... hasta que la realidad se hace insoportable.
La conciencia humana no es un factor acelerador de los procesos históricos. Muy a pesar de lo
que piensan los idealistas, que sitúan la evolución histórica a remolque de las ideas, los
procesos se dan precisamente al revés. La conciencia tiene tendencia a adaptarse a la
situación hasta límites insospechados. "Esto está mal, es cierto. Pero si siempre ha sido así, no
es posible cambiarlo". Cuando la inmensa mayoría de los trabajadores y jóvenes deciden
romper con esta rutina e intentan cambiar las cosas, no lo hacen por haber leído ni una línea
de marxismo o anarquismo, entre otras cosas porque el capitalismo agota las energías de los
trabajadores en largas horas de trabajo, hasta el punto de que lo último que se propone al
llegar a casa por la noche es leer algo "de teoría". La conciencia siempre refleja con retraso los
procesos que se dan en la base material de la sociedad.
¿Es mala la participación en política?
La política es un reflejo de la disputa entre las diferentes clases sociales por la hegemonía
social, aunque normalmente esa disputa aparezca de forma muy distorsionada y diluida.
Es sólo cuando el enfrentamiento entre las clases es más abierto, por ejemplo durante una
huelga general, cuando se hace inevitable un posicionamiento más claro por parte de todos los
políticos, los partidos, los sindicatos, los intelectuales, los sociólogos y hasta de todos los que
teóricamente abjuran de la política o de ‘los asuntos terrenales’, como los curas y los jueces.
La política de la burguesía es el conjunto de maniobras, ideas, tácticas, que utiliza para
mantener su dominación. La política burguesa está hecha para confundir, dividir y desmoralizar
a los trabajadores. ¿Cómo contrarrestar esta influencia?
Para los marxistas hay que participar en política defendiendo una auténtica política de clase,
denunciando las maniobras y los engaños de la burguesía. Hay que defender y demostrar que
existe un tipo de sociedad diferente que podemos construir, sin desempleo, sin miseria, con
justicia y con igualdad. Hay que utilizar todas las formas posibles para que esas denuncias y
alternativas lleguen al máximo número de trabajadores y jóvenes. Hay que agrupar a todos los
sectores más conscientes de la clase obrera para que este trabajo sea más eficaz, para evitar
la dispersión de fuerzas. Hay que participar en política, para que las ideas revolucionarias
tengan una influencia masiva y se conviertan en una fuerza material.
La participación en la vida política ha sido considerada por parte de la clase trabajadora como
una necesidad en la lucha contra la burguesía a lo largo de la historia. Lejos de ser una
imposición ‘externa’ o ‘antinatural’ la creación de partidos políticos obreros, a finales del siglo
XIX fue producto de una maduración interna de la clase obrera, de su capacidad de actuar
como clase de una forma independiente, con fines propios y contrapuestos a los de la
burguesía.
A la teoría anarquista le ocurre con la política lo mismo que con el poder o el Estado, es decir,
le quita su carácter de clase, dando más importancia a la forma que al fondo. Ocurre lo mismo
con los partidos, la centralización, la disciplina, las decisiones "desde arriba", los líderes, etc.
No importa si proceden o están al servicio de la burguesía o del proletariado.
En sus inicios los ideólogos anarquistas proclamaban un odio furibundo contra la lucha sindical
de los trabajadores. Desde su punto de vista, la lucha sindical por mejoras salariales era, por
su propia naturaleza, el reconocimiento del sistema de explotación burgués en tanto que se
reconocía la aceptación de un salario. Cualquier acto que no condujese inmediatamente a la
huelga general revolucionaria contra el poder era conciliarse con ese mismo poder. El
bandolero, el lumpen, la sociedad medieval con sus pequeños gremios de trabajadores
autónomos eran la fuente de inspiración de los ideólogos anarquistas y no el sindicalismo
obrero.
Esos planteamientos chocaban evidentemente con los trabajadores industriales e iban a
contrapelo del propio desarrollo económico y social. El anarquismo si quería sobrevivir tenía
que ganarse el apoyo del movimiento obrero y con ello dejar cada vez más atrás sus
postulados originales.
Surgimiento del anarcosindicalismo
La persistencia del anarquismo en algunos países como España se explicaba menos por
razones socioeconómicas —señaladas anteriormente— y cada vez más por motivos de tipo
político. Los dirigentes de los partidos socialistas de la I Internacional y de la II Internacional
giraron a la derecha abandonando el marxismo que originalmente les había inspirado.
Adoptaron actitudes y políticas que provocaban un rechazo cada vez mayor entre los
trabajadores. Muchos dirigentes socialistas apoyaron a la burguesía en los momentos
decisivos, como en la I Guerra Mundial. Cayeron en el cretinismo parlamentario, abandonando
la lucha de clases y renunciando definitivamente a la transformación socialista de la sociedad.
Ese fenómeno supuso un enorme balón de oxígeno para el anarquismo que, aun cayendo en
políticas equivocadas, podía presentar a muchos de sus dirigentes libres de pasteleos con la
burguesía. Esto se produjo en el caso del Estado español, que fue el último país en el que el
anarquismo tuvo una influencia de masas.
Sin embargo en la medida en que el anarquismo tuvo un apoyo más masivo entre los
trabajadores asalariados —y no en el productor individual, su clase ‘natural’— tuvo que
desechar, más en la práctica que en el lenguaje, sus postulados originales.
Era insostenible estar en contra de la organización sindical cuando ésta resultaba ser la
tendencia más natural y primaria de la clase obrera cuando empezaba a participar como clase.
Los planteamientos anarquistas sufrieron un vuelco en un sentido: mientras que los
bakuninistas, y en general los partidarios originarios de la "acción directa", rechazaban el
sindicalismo porque aceptaba "pactos" con la burguesía y ninguna acción era revolucionaria si
no tenía como objetivo inmediato la abolición del Estado, los anarcosindicalistas contraponían
el sindicalismo, como una actividad legítima, a la actividad política, que permanecía en el
campo de lo prohibido, por ‘autoritario’.
Pero la aceptación de la organización sindical de una forma abierta, esa concesión al campo
del ‘autoritarismo’, no dejaba el anarquismo a salvo de sus contradicciones inherentes, sino
que las agudizaba todavía más. En la medida en que el anarcosindicalismo pudo influir
verdaderamente en la clase obrera sufría cada vez más sus presiones y también las de la
burguesía. Conscientes de su enorme peso numérico, la no participación en las elecciones se
hacía cada vez más incomprensible. Había que tomar posturas políticas frente a los
acontecimientos nacionales e internacionales. El terrorismo individual y la lucha sindical sabía a
poco a una clase que empezaba a sentir, intuitivamente, su peso específico en la sociedad.
La aversión a la participación en la política podía tener cierta aceptación sólo en la medida en
que la clase obrera no podía jugar aún un papel decisivo; este rechazo tenía bases firmes
mientras la política era percibida como una pelea por arriba, entre distintas facciones de la
clase dominante —como así ocurrió desde mediados del siglo XIX hasta principios del siglo XX,
con la sucesión pactada en el gobierno de conservadores y liberales— en la que los
trabajadores, dispersos, sólo eran los invitados de piedra.
El anarquismo y la revolución española
El proceso revolucionario que sacudió el Estado español en los años 30 fue una prueba de
fuego para todas las tendencias políticas del movimiento obrero, incluidos los anarquistas que
tenían entonces una influencia masiva entre los trabajadores, a través de la CNT.
En este documento es imposible analizar a fondo las lecciones de la II República y la guerra
civil española de los años 30, pero es muy ilustrativa la postura de la CNT en la cuestión
electoral y la participación en el gobierno para el tema que estamos tratando.
La postura tradicional de la CNT era el abstencionismo electoral. Desde un punto de vista
marxista, la transformación socialista de la sociedad nunca será obra del parlamento sino de la
acción revolucionaria directa de las masas trabajadoras. Eso no significa que desde el punto de
vista de la lucha en la calle, desde el punto de vista de las tareas prácticas de la clase obrera
en su camino hacia la revolución, "dé igual" quién esté en el gobierno, ni que consideremos
negativa "por principio" la participación de los trabajadores en unas elecciones.
Para ilustrar la idea anterior con un ejemplo, podemos remontarnos a la época del Bienio
Negro. Las circunstancias concretas en las que se celebraron las elecciones de 1933 fueron de
extrema polarización. Por un lado se presentaba la extrema derecha, ansiosa de ganar las
elecciones para poder reforzar la ofensiva contra el movimiento obrero desde el gobierno y, por
otro lado, el PSOE y otras fuerzas menores de la izquierda en aquel momento, como el PCE.
Sin duda la política del PSOE desde 1931 había sido decepcionante para millones de
trabajadores y campesinos pero, con todo, había una diferencia abismal con los enemigos
directos y viscerales de la clase obrera, que eran los partidos encabezados por Gil Robles.
Sin embargo la CNT defendió activamente la abstención y el apoliticismo, hecho que tuvo su
efecto en el movimiento obrero que era donde los anarquistas tenían influencia.
Pocos días antes de las elecciones Tierra y Libertad declaraba: "¡Trabajadores! ¡No votéis! El
voto es la negación de vuestra personalidad. Volved la espalda al que os pida vuestro voto, es
vuestro enemigo, quiere encumbrarse a costa de vuestra candidez. (...) Para nosotros todos
son iguales, porque igualmente enemigos nuestros son todos los políticos. (...) Nuestros
intereses son únicamente el trabajo, y éste lo defendemos sin necesidad del Parlamento. (...)
Ni republicanos, ni monárquicos, ni comunistas, ni socialistas. (...) No os preocupe el triunfo de
las derechas ni de las izquierdas en esta farsa. Aquí no hay más que derechas recalcitrantes.
La única izquierda auténticamente revolucionaria es la CNT, y por serlo, no le interesa el
Parlamento, que es un prostíbulo inmundo donde se juega con los intereses del país y de los
ciudadanos".
La campaña abstencionista de la CNT no sirvió para plantear ninguna alternativa revolucionaria
a los dirigentes del PSOE y no impidió la victoria de la CEDA y abrir paso al Bienio Negro,
caracterizado por la feroz represión contra el movimiento obrero y campesino, así como la
recuperación por parte de los ricos de muchas de las conquistas arrebatadas con la lucha en el
periodo anterior.
La postura de la CNT causó enormes tensiones en el propio movimiento anarquista, y en
general en el movimiento obrero, que se reflejaron en el cambio de postura en las elecciones
de febrero de 1936. De una forma mucho más correcta que antes criticaron el programa del
Frente Popular, pero no recomendaron la abstención. La probable liberación de los presos
políticos anarquistas y de izquierdas encarcelados durante el Bienio Negro, si ganaba el Frente
Popular, era una prueba práctica de que la participación electoral, en aquellos momentos, no
entraba en contradicción en absoluto con las tareas de la Revolución. En un contexto de
extrema polarización entre las clases, seguir defendiendo que daba igual la "derecha o la
izquierda", o que "nosotros no necesitamos gobierno", hubiera sido un precipitado suicidio para
el movimiento anarquista.
Diego Abad de Santillán, en su libro Por qué perdimos la guerra*, explicó cómo desde las
primeras elecciones "las derechas se acercaron con medio millón de pesetas para que
realizásemos la propaganda antielectoral de siempre". Efectivamente, el abstencionismo
político de la CNT, lejos de ser una posición "apolítica", se encuadraba perfectamente en los
objetivos políticos de la burguesía en aquellos momentos.
Poco después de las elecciones de febrero de 1936 la burguesía organizó el levantamiento
militar del 18 de julio, que fue respondido por los trabajadores de forma heroica. Decenas de
miles de obreros en todo el Estado asaltaron los cuarteles, sofocando el golpe en las
principales ciudades, tomando el control de las empresas y en general de la vida del país.
Como los marxistas explicaron en aquel periodo, y especialmente León Trotsky, la victoria
contra el fascismo en la guerra estaba estrechamente vinculada al triunfo de la revolución
socialista en el campo republicano. A pesar de que de hecho los trabajadores tenían el control
de la situación los restos del Estado burgués aún no habían desaparecido. La política seguida
por el Frente Popular, por los dirigentes del PSOE y del PCE, era la de "primero ganar la guerra
y luego hacer la revolución". Todo su empeño se orientó a reconstruir el maltrecho Estado
burgués y destruir los elementos de poder obrero que se habían creado en toda la zona
republicana, especialmente en Catalunya.
Para esa reconstrucción era necesaria una legitimación por la izquierda que sólo podían
ofrecer los dirigentes de la CNT, menos desgastados que los dirigentes del PSOE y del PCE.
Salvo honrosas excepciones, como la de Buenaventura Durruti, los dirigentes de la CNT
cayeron en la trampa, justo en el momento más decisivo. Ya en agosto de 1936 la CNT
participa con el PNV, un partido declaradamente burgués y de derechas, en la Junta de
Defensa Vasca, sin que esa ruptura con la línea anterior mereciera una explicación en la
prensa anarquista. Después participa en el gobierno de la Generalitat en Catalunya, con los
partidos de la burguesía catalana y finalmente participa en el gobierno central con cuatro
ministros, en un momento en que los líderes estalinistas deciden pasar a la ofensiva y liquidar
los órganos de poder obrero que todavía subsistían desde la insurrección del 19 de julio.
En esencia los dirigentes de la CNT habían abandonado la perspectiva de la revolución social
(por utilizar un término del lenguaje anarquista) en el mismo momento en que ésta se estaba
produciendo y más que nunca era necesaria una actitud firme y decidida en este sentido.
¡Todos las radicales frases contra "los gobiernos" no impidieron su participación en él
precisamente cuando éste estaba suspendido en el aire por la propia acción de los
trabajadores! ¡Precisamente cuando la preocupación fundamental de ese gobierno era aniquilar
el poder de los trabajadores en la calle!
"La entrada de la CNT en el gobierno central es uno de los hechos más trascendentales que
registra la historia política de nuestro país. De siempre, por principio y convicción, la CNT ha
sido enemiga antiestatal y enemiga de toda forma de gobierno.
"Pero las circunstancias... han desfigurado la naturaleza del gobierno y del Estado español.
"El gobierno en la hora actual, como instrumento regulador de los órganos del Estado, ha
dejado de ser una fuerza de opresión contra la clase trabajadora, así como el Estado no
representa ya el organismo que separa a la sociedad en clases. Y ambos dejarán aún más de
oprimir al pueblo con la intervención en ellos de elementos de la CNT"*. Así se expresaba
Solidaridad Obrera, principal órgano anarcosindicalista, para justificar una política que en muy
poco se diferenció del estalinismo y del reformismo.
Con la conformidad de los ministros de la CNT se aprobaron decretos que estipulaban la
disolución de los comités obreros formados en centenares de ciudades y pueblos
sustituyéndolos por la vieja administración burguesa. Asimismo se aprobó un decreto que
suprimía los controles en las carreteras y en las entradas de los pueblos establecidos por esos
comités transfiriendo sus funciones a las fuerzas al Ministerio de Gobernación.
Lo peor es que esta actitud por parte del gobierno no podía pillar por sorpresa a los dirigentes
de la CNT. En un artículo escrito varios años después de la guerra, Federica Montseny, una de
las principales dirigentes de la CNT y que participó como ministra en el gobierno afirmaba que
"Sabía, sabíamos todos, que a pesar de que el gobierno no era, en aquellos momentos,
gobierno, que el poder estaba en la calle, en manos de los combatientes y de los productores,
el poder [gubernamental] volvería a coordinarse y a consolidarse y, lo que es más doloroso y
terrible, con nuestra complicidad y con nuestra ayuda, devorando moralmente a muchos de
nuestros hombres"**.
Estas palabras encierran el reconocimiento de la total bancarrota de los dirigentes anarquistas
sometidos a la prueba de la revolución.
Es precisamente en los momentos de revolución y contrarrevolución, cuando las clases
sociales actúan desplegando todas sus energías, cuando se revelan con más fuerza que nunca
las tendencias ideológicas fundamentales, desapareciendo el envoltorio y los aspectos
formales con los que se podían presentar en tiempos de relativa paz social. Así, en el conflicto
real entre las fuerzas de la revolución y la contrarrevolución los postulados acerca del
‘Individuo’ y la ‘Autoridad’ quedaron relegados, cada vez más, a un cascarón vacío de
contenido.
Pero tanto la política como la naturaleza aborrecen el vacío. Ese vacío sólo podía ser rellenado
en aquel momento por el "realismo" tras el que se escondían los estalinistas y los reformistas,
con su programa a favor de reconstruir el Estado burgués y no molestar a las potencias
occidentales, o con una alternativa revolucionaria que defendiese consolidar el poder de los
trabajadores sobre la base de los comités de obreros y soldados, su coordinación estatal y la
defensa de un programa revolucionario que pasara por la expropiación de la propiedad
capitalista, el control obrero de la producción y la extensión de la revolución a Europa y el norte
de África. Lo que quedó claro en esos acontecimientos decisivos fue que el apoliticismo
anarquista no sirvió ni para combatir al fascismo, ni para construir una alternativa revolucionaria
al reformismo y al estalinismo.
Para el marxismo no se trata de analizar si la política es buena o mala en general. Lo único que
se puede decir de la política en general es que si tú no vas a ella, ella viene a ti. En el campo
de la acción, de la lucha de clases, el apoliticismo no existe más que como una variante
reaccionaria de la política.
II. Por una organización revolucionaria
La revoluciones son acontecimientos totalmente excepcionales en la historia de la humanidad.
Trotsky en Historia de la Revolución Rusa señala: "El rasgo característico más indiscutible de
las revoluciones es la intervención directa de las masas en los acontecimientos históricos. En
tiempos normales, el Estado, sea monárquico o democrático, está por encima de la nación; la
historia corre a cargo de los especialistas en este oficio: los monarcas, los ministros, los
burócratas, los parlamentarios, los periodistas. Pero en momentos decisivos, cuando el orden
establecido se hace insoportable para las masas, éstas rompen con las barreras que las
separan de la palestra política, derriban a sus representantes tradicionales y, con su
intervención, crean un punto de partida para el nuevo régimen. Dejemos juzgar a los moralistas
si esto está bien o está mal. A nosotros nos basta con tomar los hechos tal como nos los brinda
su desarrollo objetivo".
Las revoluciones, la forma en que éstas se producen, no es arbitraria. Las revoluciones tienen
características propias, al margen de las intenciones de los propios hombres que las
protagonizan, y pueden y deben ser estudiadas por todos los revolucionarios serios.
Como señalaba Trotsky el rasgo característico de las revoluciones es la intervención directa de
las masas en los acontecimientos. Este fue el rasgo esencial de la Comuna de París, de la
Revolución Rusa, de la Revolución Española, del Mayo del 68 francés...
Los marxistas revolucionarios hoy, en el Estado español y en todo el mundo, creemos que
efectivamente estos periodos especiales se van a reproducir aquí y en otros países en el
futuro. En esto los marxistas revolucionarios nos diferenciamos de todas la demás corrientes
políticas que ya han descartado desde hace tiempo esta perspectiva.
Para nosotros la perspectiva de la revolución no es un acto de fe, sino la comprensión de dos
procesos fundamentales y que están totalmente interrelacionados: la incapacidad del
capitalismo de hacer avanzar más la sociedad en líneas progresistas y el proceso de toma de
conciencia de la clase trabajadora, su capacidad de jugar un papel revolucionario.
Precisamente sobre esos dos aspectos, la compresión del carácter del capitalismo y la
capacidad de actuación de la clase trabajadora, es donde se sitúa el meollo de las diferencias
entre otras corrientes de pensamiento político del movimiento obrero y el marxismo.
La incapacidad del capitalismo de satisfacer las necesidades de la mayoría y su necesidad de
empujar a los trabajadores a condiciones de vida cada vez peores, no tiene un efecto
instantáneo de poner como tarea inmediata acabar con el capitalismo. La conclusión de que es
necesaria una revolución, rompiendo con la rutina del día a día, sólo surge en la medida en que
millones de mujeres y hombres comprendan que no hay otra salida posible. Como hemos
dicho, la conciencia humana es bastante reticente a los cambios bruscos. Por eso la sociedad
funciona a saltos: largos periodos de relativa calma seguidos de choques virulentos entre las
clases.
Incluso la perspectiva inevitable de este enfrentamiento, de la revolución, no garantiza
automáticamente su triunfo. De hecho, si las revoluciones son excepcionales todavía lo son
más las revoluciones triunfantes. La revolución jamás se produce con independencia de la
contrarrevolución, de los intentos de la clase dominante de echar hacia atrás la rueda de la
historia, de ahogar en sangre el movimiento obrero y de la juventud, de recuperar como sea
sus tradicionales palancas de dominio, su Estado, etc.
La victoria o el fracaso de la revolución ha dependido de que en los momentos decisivos, los
sectores de la clase obrera que han sacado las conclusiones más avanzadas, que han
comprendido las tareas y los pasos que hay que dar, sobre la base de su experiencia y el
estudio de los procesos revolucionarios de la historia, hayan ganado el apoyo no sólo de la
vanguardia sino de las amplias masas de los oprimidos. En otras palabras, la calidad de la
dirección revolucionaria es fundamental para asegurar el triunfo.
La importancia de la dirección
En este sentido no da igual el signo político de los que encabecen el movimiento obrero en el
momento en que se produzca una situación revolucionaria. Si los mencheviques hubiesen
mantenido su predominio sobre el movimiento revolucionario ruso en 1917 no cabe duda que la
Revolución de Octubre no se hubiese producido o hubiera fracasado.
Los mencheviques, que descartaban la revolución socialista, tenían una presencia mayoritaria
en el movimiento obrero apenas ocho meses antes de la Revolución de Octubre, cuando, sin
exagerar, los bolcheviques eran una minoría casi desconocida para la gran masa de
trabajadores de la ciudad y sobre todo para los campesinos. Sin embargo, en este corto
espacio de tiempo los bolcheviques fueron capaces de aumentar su influencia en el movimiento
y desbancar a los mencheviques de la dirección.
La Revolución de Octubre barrió definitivamente las viejas instituciones zaristas y burguesas y
dejó en evidencia el papel reaccionario de los mencheviques (que acabaron pasándose al
bando de la burguesía). Eso sólo fue posible porque los bolcheviques, basándose en una
perspectiva correcta (la Revolución Rusa no tenía que dar el poder a la burguesía sino a la
clase obrera y era por tanto una revolución socialista) adoptaron en los diferentes momentos
del proceso revolucionario una táctica correcta.
Se podrá objetar lo que se quiera a la Revolución Rusa y a la política de los bolcheviques —
para nosotros es una fuente de inspiración impresionante— pero lo cierto es que, partiendo de
una posición minoritaria en el movimiento, arrebataron la mayoría a los reformistas de entonces
y consiguieron romper con el aparato del Estado zarista. En las diferentes etapas de la
Revolución, e incluso antes de la Revolución de Febrero, los bolcheviques adoptaron un mismo
método (elevar el nivel de comprensión de los trabajadores, favorecer un movimiento
independiente de la clase obrera partiendo de su propia experiencia), pero diferentes tácticas.
Para nosotros, y para los clásicos del marxismo, la táctica, las consignas, el lenguaje, las
formas organizativas, los objetivos puntuales de las luchas, son "correctos" o "incorrectos" si
ayudan o no a que un sector cada vez más amplio de los trabajadores comprendan que el
capitalismo es la causa fundamental de sus problemas, que sí existe una alternativa al
capitalismo y que la clase trabajadora sí tiene fuerza suficiente para hacer frente a la burguesía
y su aparato represivo. En otras palabras, si ayudan al proceso de toma de conciencia y arman
a los trabajadores con un programa viable para el derrocamiento del capitalismo.
El parlamentarismo y la revolución
Mientras que para el anarquismo la participación en el parlamento es por principio negativa
para el marxismo es una cuestión táctica que se deriva del análisis concreto de una situación
dada. No basta decir que el parlamento es una institución burguesa y que no sirve para
resolver los problemas de los trabajadores. Ante todo hay que hacer que esa verdad sea
asumida por los propios trabajadores en base a su experiencia.
En la cuestión del parlamento es muy ilustrativa la experiencia de la revolución de Chile de
principios de los años 70 que acabó con el golpe militar de Pinochet.
¿Cuál fue el error de Allende y de los dirigentes socialistas en todo el proceso revolucionario?
¿Participar en las elecciones? ¿Formar gobierno después de ganarlas? En absoluto.
Hay que analizar los procesos tal como son. La victoria electoral de Allende fue el producto de
una situación de enorme radicalización de los trabajadores, que habían padecido con miseria y
represión los anteriores gobiernos de la derecha, pero a su vez la victoria de Allende y el hecho
de que el gobierno tomara medidas en beneficio de los trabajadores (gratuidad de la leche en
los colegios, incremento de la escolarización, aumentos salariales, construcción de viviendas
populares, por ejemplo) y en contra de los monopolios imperialistas que saqueaban el país
(nacionalización de las minas de cobre), actuó como un revulsivo impresionante, animando a
las masas a participar directamente en la toma de decisiones. Por primera vez un gobierno
actuaba en su favor y no a favor de los de siempre, por primera vez la perspectiva era cambiar
sus miserables condiciones de existencia por una vida mejor.
De hecho, la preocupación para la burguesía y el imperialismo —además de las medidas del
gobierno de Allende, que sí afectaron sus intereses— era el hecho de que los trabajadores, en
defensa de lo que consideraban su gobierno, habían empezado a establecer el control de las
empresas, a crear comités de abastecimiento y otros órganos de participación directa al
margen de las instituciones oficiales. Eran medidas que los trabajadores tomaban para
contrarrestar el boicot de la reacción a las decisiones del gobierno.
El error de Allende no fue participar en las elecciones ni formar gobierno, su error fue confiar en
que era posible alcanzar el socialismo por la vía parlamentaria, por la vía legal. La victoria de la
Unidad Popular en las elecciones, la formación de un gobierno de izquierdas, el permanente
boicot de la reacción al gobierno de izquierdas sirvieron para demostrar ante millones de
trabajadores que efectivamente la única manera de acabar con la miseria y la opresión era a
través de la revolución socialista.
En un momento determinado del proceso, cuando la posibilidad de un golpe militar era ya
obvia, los trabajadores una y otra vez pidieron armas. Ya no era suficiente el voto, ya no eran
suficientes las manifestaciones de apoyo masivas, ya no era suficiente el control de las
empresas: era necesario aplastar a la reacción y establecer una nueva sociedad en base a una
planificación socialista, consciente y democrática de los recursos económicos.
En vez de aprovechar el enorme potencial revolucionario de las masas y su disposición a llegar
hasta el final, los dirigentes socialistas y del PCCh optaron en los momentos decisivos por la
"moderación", por llegar a un acuerdo con la Democracia Cristiana para "calmar los ánimos".
Una situación funesta de indecisión y parálisis que acabó propiciando el golpe.
La experiencia de la Revolución Chilena fue una lección sobre todo para el reformismo y su
tesis según la cual es posible transformar la sociedad utilizando la legalidad y las instituciones
burguesas. Pero esa experiencia no demuestra para nada que desde el punto de los intereses
de la revolución, la participación en las elecciones y en el parlamento sean negativas siempre y
en todo momento.
Eso, como cualquier otra cuestión táctica, depende del análisis de las circunstancias concretas.
La clase obrera no vive en una urna de cristal en la que sólo tiene oídos para los
revolucionarios. La burguesía influye en el modo de pensar de los trabajadores, los reformistas
también; ciertamente más que todo eso influye su propia experiencia, pero eso es un proceso
que pasa por diferentes etapas.
Que el parlamento burgués es una institución burguesa y que no sirve para transformar la
sociedad es un principio. Pero no es un principio que la mejor manera de que los trabajadores
comprendan eso sea la no participación en el parlamento así como la no utilización de otros
recursos legales que tiene el sistema burgués para defender ideas revolucionarias.
La cuestión es ¿para qué utilizar el parlamento y cómo hacerlo?
Los reformistas utilizan el parlamento como un fin en sí mismo, creen que desde allí se puede
cambiar sustancialmente la realidad social. Además lo hacen cayendo en el cretinismo
parlamentario, se acostumbran a las frases grandilocuentes y vacías de contenido para
convencer a "sus señorías", y por supuesto a las ventajosas condiciones de vida que otorga el
acta de parlamentario.
En cambio para los marxistas revolucionarios, en un momento determinado, el parlamento
puede ser utilizado como un altavoz de un programa revolucionario. En el parlamento no
defenderíamos el consenso ni nos dirigiríamos a "sus señorías" sino directamente a los
trabajadores. Defenderíamos un programa basado en la reducción de las horas de trabajo, la
eliminación de los contratos basura, en un salario decente para todos y un subsidio de
desempleo indefinido para todos los parados hasta encontrar trabajo. Explicaríamos
públicamente cómo saca sus beneficios la Banca, cómo con su nacionalización bajo control
obrero se podría utilizar ese dinero para garantizar e incrementar gastos en sanidad y en
educación. Defenderíamos el levantamiento del secreto comercial y haríamos públicos todos
los "secretos de Estado". Denunciaríamos la propia utilización que hacen los burgueses del
parlamento, los sueldos que cobran, sus comisiones, cómo utilizan su tiempo y sus influencias
para sus negocios. Exigiríamos también que todos los diputados obreros cobrasen el sueldo de
un obrero, explicaríamos también cómo en la práctica el parlamento no decide nada, cómo los
parlamentarios pueden hacer todo lo contrario de lo que han prometido en la medida en que no
existe la revocabilidad inmediata por parte de los que les han elegido, etc.
¿Tendría un efecto positivo o negativo esa utilización del parlamento en la conciencia de los
trabajadores? ¿Nuestra presencia fortalecería o debilitaría esa institución frente a los
trabajadores? ¿Los reformistas se sentirían más cómodos o menos cómodos con unos cuantos
diputados marxistas de este tipo en el parlamento? Parece que las respuestas se desprenden
por sí mismas. Además, una táctica correcta presupone un programa correcto.
Ni siquiera todo eso que hemos apuntado agota la cuestión de la táctica frente al parlamento o
unas elecciones. Efectivamente, en momentos determinados, sería correcto el boicot del
parlamento. No hacemos ningún fetiche de la participación (como lo hacen los reformistas) ni
de la no participación (como lo hacen los anarquistas).
Lenin, en su maravilloso libro El izquierdismo, enfermedad infantil del comunismo, escrito
pocos años después del triunfo de octubre, respondía de esta manera a los elementos
ultraizquierdistas del comunismo alemán que abogaban por el boicot al parlamento y la salida
de los sindicatos: "Aunque no fueran ‘millones’ y ‘legiones’, sino una simple minoría de obreros
agrícolas la que siguiese a los terratenientes y campesinos ricos, podría asegurarse ya sin
vacilar que el parlamentarismo en Alemania no ha caducado todavía políticamente, que la
participación en las elecciones parlamentarias y en la lucha desde la tribuna parlamentaria es
obligatoria para el partido del proletariado revolucionario, precisamente para educar a los
sectores atrasados de su clase. (...) Mientras no tengáis fuerza para disolver el parlamento
burgués y cualquier otra institución reaccionaria, estáis obligados a actuar en el seno de dichas
instituciones, precisamente porque hay todavía en ellas obreros idiotizados por el clero y por la
vida en los rincones más perdidos del campo. De lo contrario correréis el riesgo de convertiros
en simples charlatanes"*.
Lo más significativo aquí es el método de Lenin para acercarse a una cuestión táctica.
Respecto al parlamento, hay que utilizarlo: 1º) para denunciar el sistema y 2º) mientras no haya
fuerza suficiente para apoyarse en los organismos revolucionarios creados por la propia clase
trabajadora para destruir el aparato del Estado.
Como se ve, la postura marxista nada tiene que ver con el reformismo ni con el formalismo
antiparlamentario de los anarquistas. En momentos determinados la burguesía se ve obligada
a conceder una serie de derechos democráticos y una serie de mejoras económicas para evitar
perderlo todo; en otros momentos, como se vio en la revolución española de los años treinta o
en los años setenta en Chile y Argentina, opta por suprimir hasta los mínimos derechos
democráticos y establece dictaduras feroces.
Para los marxistas no hay ninguna duda de que la democracia burguesa sigue siendo un
instrumento de dominación de clase. De hecho las decisiones fundamentales que afectan a la
vida y al futuro de la mayoría de las personas, no se toman ni siquiera en el parlamento sino en
los consejos de administración de las grandes empresas, bancos y monopolios y en los
estados mayores. En las inversiones, los despidos, en lo que se produce o se deja de producir
no interviene para nada el parlamento; lo mismo ocurre con los aspectos fundamentales del
funcionamiento del Estado, que se llevan con un sigilo extremo.
Por otro lado no hay que confundir los juicios con los prejuicios. La participación electoral de los
trabajadores no es una ‘aceptación del sistema’, de la misma manera que la aceptación de un
salario, mientras exista capitalismo, no es la aceptación de la explotación.
Los trabajadores no votan a los partidos obreros que tienen direcciones socialdemócratas o
estalinistas porque sean "borregos" y estén con la "cabeza comida", ni porque estén de
acuerdo con su política. El voto no se contradice con la lucha práctica. Salvando todas las
distancias cuando los trabajadores votaron al Frente Popular en febrero del 36 no lo hicieron
por "borreguismo", porque aceptasen el sistema o porque pasaran por alto todos los errores de
la política de los dirigentes de los partidos obreros. Sabían, a pesar de que los dirigentes no
tenía un programa revolucionario y muchos de ellos habían jugado un papel nefasto en el 3133, que votar a la derecha fascista era un suicidio. En cierta manera las masas trabajadoras
establecieron "un pacto" con sus dirigentes y la prueba más palpable de que eso no era
"aborregamiento" fue el hecho de que meses después la masas pasaron a la acción
revolucionaria contra el fascismo en la calle. La propia CNT, como hemos visto, tuvo que
abandonar su postura abstencionista que tan desastrosas consecuencias tuvo en 1933. Durruti,
abiertamente, pidió el voto al Frente Popular para liberar presos políticos del ‘Bienio Negro’.
Por un sindicalismo revolucionario
Hemos dicho que el dominio ideológico de la burguesía y la rutina son dos factores
fundamentales para la supervivencia del sistema. Un factor que viene a complicar aún más
todo el proceso es la existencia de organizaciones de la clase obrera, con influencia de masas,
cuya dirección acepta, en la teoría y en la práctica el sistema capitalista como único posible.
Por tanto en esta evolución de la conciencia de la clase trabajadora a la conclusión de la
necesidad de la revolución socialista no sólo aparecen como obstáculo los prejuicios y las
ideas que transmite la burguesía directamente sino la que transmite la burguesía a través de
los dirigentes de la clase obrera.
Desde el punto de vista del marxismo revolucionario es necesario defender un programa y
unos métodos que ayuden a comprender a los trabajadores y la juventud no sólo el papel del
capitalismo y de la burguesía sino del reformismo. Hay que demostrar la incapacidad del
programa reformista de satisfacer las necesidades de los oprimidos, y restar así su influencia a
favor de las ideas revolucionarias. Este último aspecto es importante sobre todo porque en
momentos determinados la burguesía, una vez ha usado a los dirigentes reformistas de la
clase obrera y éstos están desprestigiados, trata de que este desprestigio favorezca
directamente a las ideas reaccionarias.
Respecto a la actitud de los revolucionarios en las organizaciones dominadas por los
reformistas, una vez más, lo importante es el método para llegar a una táctica adecuada,
huyendo de recetas preconcebidas.
Para restar influencia a los dirigentes reformistas son necesarias dos condiciones: que quede
en evidencia que el programa reformista no sirve desde el punto de vista de las aspiraciones de
las masas y, no menos importante, que existe una alternativa a ese programa.
Para ese punto volvemos una vez más al citado libro de Lenin:
"¿Deben entrar los revolucionarios en los sindicatos reaccionarios? Los izquierdistas alemanes
consideran que pueden responder con una negativa absoluta a esta pregunta. A su juicio, el
vocerío y los gritos de cólera contra los sindicatos ‘reaccionarios’ y ‘contrarrevolucionarios’ (...)
bastan para demostrar la inutilidad y hasta la inadmisibilidad de que los revolucionarios, los
comunistas, actúen en los sindicatos contrarrevolucionarios (...).
"Los sindicatos fueron un progreso gigantesco de la clase obrera en los primeros tiempos del
desarrollo del capitalismo por cuanto significaba el paso de la dispersión y de la impotencia de
los obreros a los rudimentos de la unión de clase. Cuando empezó a desarrollarse la forma
superior de unión de clase de los proletarios, el partido revolucionario del proletariado (que no
merecerá este nombre hasta que no sepa ligar a los líderes con la clase y las masas en un
todo único e indisoluble), los sindicatos comenzaron a manifestar fatalmente ciertos rasgos
reaccionarios, cierta estrechez gremial, cierta tendencia al apoliticismo, etc. Pero el desarrollo
del proletariado no se ha efectuado ni ha podido efectuarse en ningún país de otro modo que
por medio de los sindicatos y por su acción conjunta del partido de la clase obrera (...).
"Los mencheviques [reformistas] de Occidente se han ‘atrincherado’ mucho más sólidamente
en los sindicatos, ha surgido allí una capa mucho más fuerte que en nuestro país de
‘aristocracia obrera’, profesional, mezquina, egoísta, desalmada, ávida, pequeñoburguesa, de
espíritu imperialista, comprada y corrompida por el imperialismo. (...) Es preciso librar una lucha
implacable y continuarla de manera obligatoria, como hemos hecho nosotros [los
bolcheviques], hasta poner en la picota y arrojar de los sindicatos a todos los jefes incorregibles
del oportunismo (...).
"Pero la lucha de la ‘aristocracia obrera’ la sostenemos en nombre de las masas obreras y para
ponerlas de nuestra parte; la lucha contra los jefes oportunista y socialchovinistas la
sostenemos para ganarnos a la clase obrera. Sería necio olvidar esta verdad elementalísima y
más que evidente. Y tal es, precisamente, la necedad que cometen los comunistas alemanes
‘de izquierda’, los cuales deducen del carácter reaccionario y contrarrevolucionario de los
cabecillas de los sindicatos la conclusión de que es preciso... ¡¡salir de los sindicatos!!
¡¡Renunciar al trabajo en ellos!! ¡¡Crear formas de organización nuevas, inventadas!! Una
estupidez tan imperdonable que equivale al mejor servicio que los comunistas pueden prestar a
la burguesía (...).
"No actuar en el seno de los sindicatos reaccionarios significa abandonar a las masas obreras,
insuficientemente desarrolladas o instruidas, a la influencia de las ideas reaccionarias, de los
agentes de la burguesía, de los obreros aristócratas. (...) Para saber ayudar a la ‘masa’ y
conquistar su simpatía, su adhesión y su apoyo, no hay que temer las dificultades, las
quisquillas, las zancadillas, los insultos y las persecuciones de los ‘jefes’ (...) y se debe trabajar
sin falta allí donde están las masas" .
La línea divisoria entre una política reformista o revolucionaria no estriba en absoluto en la
participación o no en los sindicatos y en las organizaciones de trabajadores. Al igual que en el
caso de las elecciones y el parlamento la cuestión clave es para qué y cómo.
La táctica es algo flexible, lo importante es el objetivo que se persigue: restar influencia al
reformismo y ganar influencia para las ideas revolucionarias. Como hemos repetido la
revolución es un proceso de masas, por tanto el objetivo es ganarlas. Sólo lo podremos hacer
si contrastamos nuestras ideas con las de los reformistas allí donde están los trabajadores.
Ni siquiera eso agota la cuestión de las organizaciones de la clase obrera. En cada etapa del
proceso revolucionario la clase obrera crea y participa en determinados organismos. La forma
más elemental de organización son los sindicatos y los partidos obreros pero en momentos de
auge en la lucha se crean comités de fábrica con la participación de sectores no organizados,
esos comités se pueden crear en comunidades de vecinos, institutos, etc. y luego unirse
creando organismos más amplios. Asambleas de barrios o incluso de localidad que asumen no
sólo la defensa de determinadas reivindicaciones sino que empiezan a gestionar directamente
aspectos de la vida cotidiana. Eso lo vimos en los Chile en la época de la Unidad Popular, en
Portugal tras la revolución de abril de 1974, en Albania en febrero de 1997, en Rusia en 1917, y
en estos momentos en los acontecimientos revolucionarios de Argentina. Esos órganos son
bastante más amplios y democráticos que los sindicatos, eligen y revocan a sus representantes
de forma permanente según la evolución de los acontecimientos. La discusión y la toma de
decisiones es mucho más fluida que ningún otro tipo de organización. Esos organismos son
característicos de períodos prerrevolucionarios o revolucionarios y son extremadamente
participativos.
Eso no significa que la consigna central que debamos lanzar los revolucionarios ahora en el
Estado español sea la formación de comités obreros; ahora el punto central es transformar los
sindicatos en auténticas organizaciones de lucha sobre la base de la defensa de un programa
revolucionario y el combate contra la burocracia sindical. En el futuro la batalla tendrá otro
carácter; en una situación revolucionaria donde la cuestión fundamental sea el triunfo de la
revolución o de la contrarrevolución la participación de los trabajadores superará los estrechos
límites organizativos y políticos de los sindicatos y el punto en el que tendríamos que poner
énfasis sería otro.
La táctica, las medidas a corto plazo, siempre deben estar supeditadas a la estrategia que es la
transformación socialista de la sociedad. En todo caso el objetivo siempre es ayudar a crear un
movimiento independiente y revolucionario de la clase obrera.
La lucha por reformas parciales
El papel que juegan las reivindicaciones es un punto también muy importante. "Todas las
revoluciones se han generado en el seno del pueblo. Jamás revolución alguna apareció de
pronto, armada de los pies a la cabeza, como Minerva surgiendo del cerebro de Júpiter. No hay
revolución que no haya tenido su periodo de incubación, su proceso evolutivo, durante el cual
las masas, tras haber formulado modestísimas demandas, llegan a concebir la necesidad de
cambios más profundos y más completos. Así se les ve crecer en osadía y en arrojo,
lanzándose a las más atrevidas concepciones sobre los problemas del momento y adquiriendo
cada vez mayor confianza y mayor dominio de sí mismas, al emerger de su letargo de
desesperación y ampliar bravamente su programa y sus exigencias. Poco a poco, paso a paso,
‘las humildes peticiones’ se truecan en verdaderas demandas revolucionarias". ¡Qué bien
queda reflejada en esta frase la relación entre las reivindicaciones, la toma de conciencia, la
confianza en sus propias fuerzas por parte de las masas y la revolución! ¿Qué añadir más?
¡Pero no es una frase de Lenin —que podría asumirla sin problemas— sino del anarquista
Kropotkin!
La Revolución de Febrero en Rusia empezó con una huelga del sector textil de las mujeres de
Petrogrado; los sucesos revolucionarios que sacudieron a Argentina adquirieron su punto
culminante con el robo de miles de millones de dólares a los pequeños ahorradores, pero
estuvieron precedidos por siete huelgas generales e insurrecciones populares en distintas
localidades.
La forma más elemental de lucha de los trabajadores y de la juventud es la lucha por mejoras
inmediatas en sus condiciones de vida. Mejoras salariales, condiciones de trabajo, gastos
sociales, etc. Desde el punto de vista marxista la lucha por mejoras parciales, por reformas, es
extraordinariamente positiva. Los marxistas no nos diferenciamos de los reformistas porque los
primeros sólo sepan proclamar la revolución socialista como loros y los segundos luchan por
mejoras cotidianas. Lo que caracteriza a los reformistas es que las únicas reformas a las que
aspiran son las que el capitalismo objetivamente puede permitirse.
En periodos de ascenso de la economía capitalista, hecho que no se da ahora, efectivamente
algunas reformas son posibles. Pero en la fase que estamos actualmente, de crisis aguda del
capitalismo, los reformistas siguen aspirando a ser gestores del capitalismo. En una situación
en que ni las más mínimas reformas son posibles sin una lucha seria y contundente desde
abajo, se convierten en reformistas sin reformas o abiertamente en reformistas a favor de
contrarreformas, como Tony Blair, Schroeder o Felipe González en su momento.
La lucha contra el reformismo sólo puede ser eficaz si ante los ojos de los trabajadores y
jóvenes los revolucionarios demostramos que en el terreno de las mejoras parciales somos los
luchadores más consecuentes. Una lucha triunfante de la clase obrera y de la juventud, aun por
pequeñas mejoras, es un salto importante de la conciencia en su aspecto fundamental: la
confianza de la clase en sus propias fuerzas. Anima a la participación de sectores más amplios
en la lucha cotidiana, se amplia el horizonte de "lo posible", anima a luchas futuras. También, al
oponerse a la lucha obliga a la burguesía a revelar su verdadero carácter reaccionario, cómo
emplea a la policía, los medios de comunicación, los jueces, etc.
Las luchas por mejoras económicas, aun cuando son encabezadas por reformistas que se han
visto obligados a la lucha por intereses burocráticos, siempre ayudan a colocar a cada uno en
su sitio. Si la lucha es victoriosa —cada vez más complicado con los dirigentes reformistas— se
fortalece la compresión de que sólo la acción organizada puede conseguir mejoras, y eso sitúa
en una posición incómoda a aquellos dirigentes que se basan exclusivamente en la política de
despachos.
Proclamar permanentemente la revolución contrapuesta a la lucha por las mejoras parciales es
la mejor manera de que los reformistas sigan teniendo influencia de masas.
Para los marxistas la lucha por mejoras parciales está ligada a la necesidad de transformar la
sociedad. El pleno empleo, un salario digno, una seguridad social en condiciones, unos
estudios de calidad, la reducción de horas de trabajo y un ocio creativo son reivindicaciones
necesarias, inmediatas, económicas, pero a todas luces muy difíciles de conseguir bajo el
capitalismo.
En este contexto los reformistas, en aras del ‘realismo’ abandonan estas reivindicaciones. Los
marxistas revolucionarios también en aras del verdadero realismo explicamos que el pleno
empleo, la reducción de horas, sí son posibles en base a la nacionalización de la banca y de
los grandes monopolios bajo control obrero, mediante una planificación democrática de los
recursos económicos. Evidentemente esas medidas implican una lucha más amplia, más
organizada ¡pero esa es precisamente la conclusión que hay que sacar!
Las reivindicaciones tienen que cumplir dos aspectos: por un lado deben recoger necesidades
sentidas ampliamente para que puedan servir como aglutinador de la lucha. En segundo lugar
deben ligar los aspectos inmediatos a una perspectiva más amplia, a otras medidas que
pongan en cuestión los cimientos del funcionamiento capitalista. Para esto último no es
necesario inventarse nada extraordinario sino simplemente partir de las posibilidades objetivas
que nos brinda el actual desarrollo de la economía y de la tecnología y situar el problema
donde verdaderamente está: no en que "no hay dinero", ni que "tenemos que ser competitivos",
ni nada semejante, sino en el papel reaccionario que juega la propiedad privada de los medios
de producción y los límites del Estado nacional.
Los reformistas sólo se acuerdan de la primera parte de las reivindicaciones, las más
inmediatas, lo que generalmente les permite tener una influencia entre las masas. Oponer a
esas reivindicaciones inmediatas la segunda parte, las medidas ligadas a la construcción de
una sociedad socialista, es una manera de aislarse de las masas, dejar el campo libre al
reformismo para seguir confundiendo al movimiento. La cuestión es ligar los dos aspectos, la
lucha por mejoras inmediatas con la perspectiva de transformación socialista de la sociedad.
Al principio toda una serie de aspectos de nuestras reivindicaciones podrán ser vistas como
algo exagerado por una parte del movimiento pero su experiencia, la experiencia de que sus
reivindicaciones más elementales chocan con el sistema, les irán acercando al programa de la
revolución. Para ello es necesario estar en la lucha desde el momento en que se produce y no
despreciarlas "radicalmente" por estar dirigidas por "reformistas".
Efectivamente el capitalismo puede hacer concesiones parciales y temporales para evitar que
el movimiento vaya más allá, para evitar perderlo todo. ¡Pero eso siempre tiene dos caras! La
confirmación práctica de que la lucha sirve para alcanzar mejoras no necesariamente es un
freno, puede ser un factor de ánimo.
Como dice Kropotkin, en la medida en que las masas adquieren más confianza en sí mismas
pueden "ampliar bravamente su programa y sus exigencias". Efectivamente una reivindicación
básica siempre es algo relativo, depende de la experiencia del propio movimiento. En la
Revolución Rusa en febrero de 1917 era básico reivindicar "Pan, Paz y Tierra" como lo hacían
los bolcheviques, pero a partir de un momento determinado, por la propia evolución de los
acontecimientos y la experiencia de la clase obrera era fundamental, para hacer posible esas
aspiraciones, la reivindicación de "Todo el poder para los soviets". Las reivindicaciones
inmediatas cambian.
Una vez más vemos cómo lo importante es el método y no un recetario de libro aparentemente
infalible y radical.
Ligar las aspiraciones inmediatas con una perspectiva de lucha más amplia es fundamental
para que el movimiento avance, adquiera conciencia de su papel, de las tareas que están por
delante. Pero no siempre esta relación se establece fácilmente ni con la suficiente rapidez
como para que este movimiento o lucha obtenga una victoria. De ahí que sea decisiva la
existencia de una organización revolucionaria con una influencia de masas que haya asimilado
la experiencia histórica de la lucha de los trabajadores y se haya ganado una autoridad en el
propio movimiento. Se podrá estar de acuerdo o no con la Revolución Rusa, pero lo que está
claro es que sin el Partido Bolchevique ésta no hubiese triunfado; hubiese sido descarrilada por
los mencheviques y socialrevolucionarios (am-bos partidos eran reformistas).
La idea "Todo el poder para los soviets" reflejaba el sentir mayoritario de las masas
trabajadoras en un momento determinado de la lucha, en Octubre de 1917; pero los
bolcheviques la defendieron desde antes, cuando todavía no estaba asumida por la mayoría de
los trabajadores. Los bolcheviques confiaban en que su postura conectaría con los
trabajadores en la medida en que éstos iban aprendiendo de la experiencia, de la incapacidad
del gobierno Kerenski para acabar con la participación de Rusia en la guerra, para dar la tierra
a los campesinos, poner fin al colapso económico y frenar a la reacción interna.
Una de las acusaciones clásicas de los reformistas contra los marxistas es de reivindicar cosas
"que no piensa la gente", de ser unos "visionarios", de estar desconectados de la "realidad
cotidiana". De hecho uno de los métodos de los dirigentes reformistas para mantener el
movimiento obrero dentro de unos límites tolerables para el capitalismo es aislarlo en luchas de
barrio, de fábrica, de comunidad, evitando como a la peste un movimiento general de la clase
obrera. La razón es sencilla, un movimiento general de la clase pone más en evidencia las
carencias generales del sistema, exige por tanto una alternativa general al sistema que los
reformistas no tienen.
Durante todo el proceso de desmantelamiento industrial de principios de los años ochenta
emprendido por los gobiernos del PSOE, vimos cómo los dirigentes sindicales hicieron lo
posible, y lo consiguieron, para evitar un movimiento estatal de la clase obrera contra la
destrucción de empleo. En lugar de organizar una lucha coordinada y contundente, empezando
por una huelga general de 24 horas planteando la oposición a la destrucción de un sólo
empleo, dividieron la lucha en líneas nacionales. Canalizaban el descontento con consignas
como "Salvar Galicia", "Salvar Asturias", "Salvar Cantabria". Está claro que eso conectaba con
un sentir general y muy inmediato puesto que comarcas enteras fueron afectadas por la
desertización industrial, pero, en vez de hacer avanzar la lucha, en vez de fortalecerla
unificándola en todo el país y dándole una perspectiva más amplia, la mantuvieron en
compartimentos estancos, explotando los prejuicios nacionales. Un día se convocaba en una
comarca, otro día en una comunidad, otro día en otra y así hasta que el movimiento descendía
y se acababan las movilizaciones "porque no hay ambiente" o porque "la gente no quiere luchar
más", etc.
Una lucha contundente y coordinada sí hubiera podido parar esos planes, por lo menos
temporalmente, pero hubiera puesto más en evidencia la necesidad de una alternativa a los
argumentos del gobierno que planteaba la necesidad de acabar con el déficit, la necesidad de
ser competitivos en el mercado internacional, etc. La reconversión industrial era una necesidad
del capitalismo y no una necesidad de la "economía" en abstracto. La única manera de salvar
los puestos de trabajo era mediante la nacionalización de las empresas en crisis bajo control
obrero unido a la expropiación de la banca y de los grandes monopolios para que dentro de un
plan económico en beneficio de la mayoría y no en beneficio privado se creara empleo para
todos. La respuesta de los reformistas a este programa es que "no es realista", pero lo que
realmente no es realista es que se resuelva el problema del desempleo y de las sucesivas
reconversiones dentro del marco capitalista.
En general, un movimiento puede empezar en un barrio o por un conflicto puntual, etc. Pero lo
más revolucionario es intentar hacerlo lo más amplio posible y ligar esas reivindicaciones a
otras que demuestren que sí es posible resolver los problemas pero que eso implica una lucha
contra el sistema. Eso no significa abandonar el objetivo de conseguir mejoras puntuales, pero
sirve para elevar el nivel de participación y de compresión de las causas de fondo de los miles
de problemas que acechan a la juventud y a los trabajadores día a día.
Curiosamente los reformistas siempre han considerado el programa marxista como algo "ajeno
a lo que piensa la gente". Se basan en que las masas "no piden la nacionalización de la
banca", o no "ven" convocar una huelga general, o no "apoyan" la lucha por el socialismo, todo
para inhibirse de sus responsabilidades. El oportunismo es una característica básica del
reformismo. Por otra vía distinta el anarquismo también acusa al marxismo de lo mismo porque
"introduce reivindicaciones desde fuera", "porque defiende un programa discutido en un
partido", etc.; de esa manera el oportunismo se hace más estridente, con una envoltura más
radical, pero es oportunismo al fin y al cabo.
No es ninguna casualidad que la idea de que "la revolución tiene que empezar por uno mismo"
sea común tanto del anarquismo como del reformismo. Para el reformista esa idea va de perilla
porque "mientras la gente no cambie" ellos no se ven en la obligación de plantear ninguna
revolución general. Para el anarquista lo fundamental es garantizar la integridad del individuo,
que no puede ser violentado por una dinámica de lucha en la que los intereses de clase estén
por encima de los intereses individuales.
Una lucha amplia y seria del movimiento obrero necesariamente implica formas de movilización
y de organización que sobrepasan con creces los esquemas organizativos de laboratorio de la
doctrina anarquista (un movimiento "sin líderes", "sin política", "sin partidos") de ahí que la
tendencia de los movimientos anarquistas sea limitar la lucha y sus perspectivas, manteniendo
así su "pureza" y al mismo tiempo su esterilidad, o si efectivamente esta lucha alcanza un nivel
más amplio y ellos están en la cabeza de la misma incumplen punto por punto todo el abecé de
su ideario organizativo.
¿Son aceptables los acuerdos?
¿Qué aporta el anarquismo en el terreno de la lucha práctica? Generalmente nada en positivo
porque la defensa organizada de una táctica determinada, según la concepción anarquista, va
en contra de la espontaneidad. Que cada uno haga lo que quiera. Ahora bien en negativo el
anarquismo sí ha hecho una serie de aportaciones que pasaremos a analizar. Por ejemplo el
anarquismo está en contra de todo "acuerdo". Como en muchos otros aspectos que ya hemos
analizado y que no vamos a repetir, el anarquismo analiza las formas al margen de su
contenido convirtiendo la negativa al acuerdo como un fetiche moral en defensa de la pureza
revolucionaria.
Veamos hasta dónde llega el razonamiento sin caer en el absurdo. Para los anarquistas todos
los acuerdos significan la aceptación del sistema. ¿Pero qué es un acuerdo? Podemos decir
que es un pacto temporal entre dos partes.
Veamos, cuando alguien trabaja en una empresa en realidad acepta implícitamente un pacto
con el empresario: tantas horas de trabajo por tanto salario. ¿Es un pacto justo? En absoluto,
en realidad el empresario sólo paga parte de la riqueza generada por el trabajador con su
trabajo, el resto se lo queda él. ¿Diríamos en este caso que con este pacto el trabajador ‘está
reconociendo el sistema de explotación capitalista’ y que por lo tanto es un ‘traidor’ que
favorece con su actitud la permanencia del sistema? Todo suena radical, sí. Radicalmente
estúpido. Nadie en su sano juicio —o totalmente desligado de la realidad cotidiana de millones
de trabajadores— razona así. Los trabajadores tienen que comer, alimentar y vestir a sus hijos
y por lo tanto ‘pactan’ pero eso no significa que lo acepten de buen grado. En el momento que
considere oportuno, examinando factores ligados a la correlación de fuerzas con el empresario
(ánimo en la plantilla, nivel de organización sindical, contexto general de luchas, etc...), no a
consideraciones de tipo moral, se lanzará otra vez a la lucha. El carácter más inmediato o más
general de las aspiraciones de esta lucha dependerá siempre de muchos factores.
Hay acuerdos y acuerdos. Pero esos son positivos o negativos dependiendo de factores que
van mucho más allá del acuerdo ‘en sí’. Las luchas tienen su propia dinámica y lo fundamental
es analizar la correlación de fuerzas de cada momento. ¿Es un mal pacto un 5% de aumento
salarial neto? Depende. Por ejemplo en un caso hipotético en que la lucha ha llegado a una
ocupación total de las fábricas, millones de trabajadores se han manifestado durante días en la
calle, el ejército se descompone y una parte de los soldados dan muestras de simpatías en la
lucha..., en fin una situación en la que se impone acabar con el poder de la burguesía, qué
duda cabe que aceptar un 5% de aumento salarial es una verdadera traición.
Evidentemente es un ejemplo extremo pero es útil para comprender el carácter relativo de los
pactos.
Actualmente la mayoría de los pactos a que los dirigentes sindicales llegan con la patronal y el
gobierno son negativos. Pactos como la reforma del mercado laboral, las pensiones, el pacto
de Toledo, implican un retroceso en los derechos conquistados por los trabajadores en el
pasado y han sido presentados como grandes conquistas por los propios dirigentes sindicales.
Pero para combatir eso no sirve de nada limitarse a gritar a los dirigentes "traidores,
traidores"...; eso no es ningún programa de lucha y con eso no se construye nada ni se añade
nada a lo que todo el mundo puede ver con sus propios ojos. Hay que demostrar que la lucha
podía haber ido más allá, poner ejemplos de luchas internacionales, demostrar dónde está el
dinero para nuestras reivindicaciones, basarse en los sectores que ya están movilizados,
organizar mejor y extender el movimiento, dotarlo de un programa serio y objetivos claros,
apelar directamente al conjunto de la sociedad, etc. La única forma de restar la influencia y el
apoyo de los dirigentes reformistas es demostrando que se puede ganar y luchando hombro a
hombro con los trabajadores en sus organizaciones de clase.
El problema fundamental de las luchas no es la incapacidad de los trabajadores y de la
juventud de ir más allá, sino sus direcciones. Por tanto la alternativa en positivo y el método no
sectario hacia las organizaciones obreras es fundamental para que las ideas revolucionarias
vayan alcanzando más posiciones.
Acción individual o acción de masas
Curiosamente el anarquismo, que obtuvo una cierta prórroga histórica como reacción al
oportunismo reformista, comparte con éste sin embargo una raíz común: la desconfianza total
en que las masas puedan jugar un papel revolucionario.
Los reformistas, al desconfiar en la capacidad revolucionaria de los trabajadores, tienden a
intentar maniobrar con el aparato burgués y acaban utilizando sus instituciones como un fin en
sí mismo. Creen que así pueden cambiar gradualmente el sistema pero, carentes de la fuerza
de la clase obrera y desligados de ella acaban convirtiéndose en un juguete de la burguesía,
muy útil en momentos determinados. El anarquismo reacciona frente al reformismo con una
fraseología radical pero es incapaz de atraerse a las masas. El anarquismo, al no comprender
el proceso de toma de conciencia de los trabajadores, que es un proceso objetivo, acaban
despreciándoles también y responsabilizándoles de la pervivencia del sistema. Así la "masa" se
contrapone al "individuo" como el elemento pasivo al elemento activo.
La incomprensión de los procesos de toma de conciencia lleva a la desesperación, a la acción
individual y al terrorismo: "la acción individual" contrapuesta a la acción de masas. La
compresión de los procesos, la intervención en los acontecimientos, pierde todo el sentido en la
dinámica de la "acción individual". En aras del realismo sustituyen la política por la química y la
"violencia" que se convierte una vez más en un fetiche totalmente desligado de los demás
elementos del proceso. Johann Most, un anarquista de finales del siglo XIX que se afincó en
EEUU, publicó un folleto en 1885 titulado significativamente: "Ciencia de la guerra
revolucionaria: Manual de instrucción en el uso y preparación de nitroglicerina, dinamita,
algodón, pólvora, mercurio fulminante, bombas, fulminantes, venenos, etc., etc.".
Ese apasionado de la "acción individual" decía que "al proporcionar la dinamita a los millones
de oprimidos del globo, ha hecho la ciencia su mejor obra. La preciosa sustancia puede
llevarse en el bolsillo sin peligro, al tiempo que es un arma formidable contra cualquier fuerza
militar, policía o detectives que se propongan ahogar el grito en favor de la justicia que surge
de los esclavos víctimas de la explotación".
Sin embargo la química no ha podido sustituir a la política ni, como diría Trotsky, la educación
política no puede ser sustituida por la sensación política.
Los marxistas no estamos en contra del terrorismo individual por razones morales sino porque
dificulta el proceso de toma de conciencia y altera la correlación de fuerzas entre la burguesía y
la clase obrera a favor de aquélla.
La lucha contra el Estado burgués jamás será victoriosa si se enfoca como un simple combate
de individuos armados contra el conjunto del sistema. La ‘fuerza física’ es el lado menos
vulnerable del Estado. Ningún individuo ni comando especial puede reunir más fuerzas que el
ejército y la policía.
Las ‘bajas’ causadas con el asesinato de generales, empresarios u otros representantes del
Estado burgués, son rápidamente sustituidas. En cambio las bajas que la represión puede
causar entre los jóvenes y trabajadores luchadores son mucho más dañinas y difíciles de
restituir.
La experiencia de las acciones de ETA son enormemente esclarecedores acerca de los efectos
perniciosos que produce el terrorismo individual. Los atentados terroristas no sólo no ayudan,
sino que dificultan tremendamente la compresión del auténtico carácter de clase que tiene el
Estado. El terrorismo individual, que es un fenómeno que tiene raíces políticas, no es la causa
de la represión, la responsabilidad de ella es de la burguesía, pero los atentados facilitan la
tarea de justificar las medidas represivas ante la población. Ayudan a justificar la aplicación de
medidas reaccionarias, el reforzamiento del aparato represivo; medidas todas que luego no
sólo se utilizan contra los grupos terroristas sino contra el movimiento obrero, juvenil y sus
organizaciones.
En la medida que los grupos terroristas, o los grupos de ‘conspiración’ basados en métodos
individuales, fracasan en su enfrentamiento con el Estado ayudan a fortalecer la idea de que el
Estado burgués es fuerte, indestructible. Fortalecen la idea que más tenemos que combatir.
La acción directa organizada de las masas, aun con objetivos modestos, tiene un valor
infinitamente más importante que la espectacularidad de la acción individual. La lucha
reivindicativa basada en las huelgas, en las manifestaciones ponen en evidencia las
contradicciones de todo el sistema, más allá del odio individual a sus representantes. Además,
las organizaciones de tipo terrorista, que conspiran en pequeños grupos y en la clandestinidad,
tienden a crear un modo de vida propio, desligado de la lucha diaria de las masas, el mejor
caldo de cultivo para el desarrollo de vicios burocráticos.
Los marxistas no renunciamos al uso de la fuerza para defendernos de las agresiones de la
burguesía, pero sabemos que incluso el pilar fundamental del Estado burgués, el ejército, sufre
en su seno la polarización entre las clases que se da en situaciones revolucionarias.
Todas las revoluciones provocan tensiones en líneas de clase dentro del aparato del Estado,
especialmente del ejército. Esta escisión puede llegar tan lejos como vimos en la revolución en
Portugal en 1974 en la que los soldados y suboficiales se unieron a los trabajadores y a los
jóvenes dejando a la burguesía totalmente impotente para recuperar el orden. Cuando un
movimiento revolucionario alcanza proporciones verdaderamente de masas, con objetivos
claros y una dirección decidida, la destrucción del Estado burgués puede ser una tarea
relativamente pacífica. La revolución rusa es otro ejemplo de cómo se destruyó la otrora
todopoderosa maquinaria represiva del Estado zarista sin apenas derramamiento de sangre,
insignificante comparado con los accidentes laborales, los millones de muertos por hambre y
enfermedad o las víctimas inocentes de las agresiones imperialistas que se producen bajo el
capitalismo.
¿Son necesarios los dirigentes?
Llegados a este punto el argumento de los anarquistas podría ser: "sí, toda la crítica que habéis
hecho al reformismo está bien, pero tiene un problema: vuestra alternativa no elimina los
líderes, ni los partidos, ni la disciplina, ni todos aquellos elementos de autoritarismo que ahogan
al individuo". Efectivamente, para el anarquismo una buena parte de nuestro razonamiento
contra los reformistas nos la podíamos haber ahorrado puesto que el problema fundamental de
la lucha es el carácter "vertical" de las organizaciones, etc.
Los revolucionarios consideramos necesario y positivo, porque ayuda a ese proceso de toma
de conciencia, estar organizados políticamente. No todos los trabajadores y jóvenes llegamos
simultáneamente a la conclusión de la necesidad de transformar la sociedad. Diferentes
experiencias, tradiciones familiares, características individuales, el enorme peso de la rutina,
las presiones de la vida laboral, hacen que esto sea así y es inevitable que una minoría llegue
a conclusiones de que esta sociedad está caduca históricamente, que es necesario acabar con
el sistema capitalista, antes de que lo haga el conjunto de la clase. La revolución jamás puede
ser obra de una minoría ¿pero no sería absurdo que los sectores de la juventud que ya han
llegado a la conclusión de que hay que hacer la revolución no se organizasen para transmitir
esa idea al conjunto de su clase? ¿No sería absurdo pensar que los sectores más avanzados
de la juventud y de los trabajadores se considerasen un producto ‘ajeno’ a esta misma clase?
Por último ¿no es razonable pensar que cuanta más influencia tenga el sector más avanzado y
más decidido de la clase trabajadora sobre el resto, en mejores condiciones estará el conjunto
de la clase obrera para hacer frente a los ataques de la burguesía?
El anarquismo afronta estos razonamientos con dos aspectos contradictorios entre sí: primero
en la teoría dicen que independientemente de la táctica, programa.... la actuación de cualquier
grupo político (sea de derechas, de izquierdas, reformista o marxista) es negativo por
definición, porque cualquier grupo político, por el hecho de serlo, manipula la voluntad de los
individuos. En segundo lugar los propios anarquistas se organizan políticamente (aunque no
reconocen esta fatal contradicción que seguidamente demostraremos) para defender otros
métodos de lucha determinados.
Hasta qué punto el anarquismo mitifica la forma en detrimento del fondo e incluso es incapaz
de comprender la forma que adquieren los procesos complejos en la realidad se ve claramente
en esa diferencia entre lo que predican y lo que practican.
En su ataque contra los "partidos políticos" (sin ninguna distinción de clase), los anarquistas
atacan sus manifestaciones, es decir su organización (que estrangula la espontaneidad) y sus
líderes (que tiene como consecuencia, siempre según los anarquistas, la sumisión de los
demás a los jefes).
Reflexionemos un poco: cualquier persona que se haya preocupado de conocer mínimamente
la historia del movimiento obrero y de la primera internacional sabe que Bakunin organizó una
alianza secreta dentro de la I Internacional, la Alianza por la Democracia Socialista, por cierto,
altamente centralizada y conspirativa.
Dentro de la CNT, por no hablar de la CNT misma, existía otra organización política, la FAI,
independientemente de que se presentara o no a las elecciones.
Aparte de nuestras discrepancias con el programa de la FAI, el hecho es que ésta era una
organización abiertamente política y enormemente autoritaria aplicando los propios parámetros
anarquistas.
Veamos las apreciaciones que hacía César M. Lorenzo sobre la FAI: "Estructurada de manera
muy poco estricta, a base de grupos autónomos compuestos por docenas de hombres por
término medio, contaba con un Comité Peninsular... que hacía las veces de órgano de enlace...
Su verdadera cohesión procedía de la intransigencia ideológica de sus miembros, enemigos
feroces de la autoridad, de la jerarquía, de la política, del Estado, de la acción legal y de la
contemporización. Los "faístas" emprendieron la conquista de la CNT, imponiendo su
radicalismo, la violencia de su lenguaje, sus críticas incesantes, predicando cada día para el
siguiente la revolución social... (...) Su verdadero epicentro se situó en Cataluña, cuna y hogar
siempre ardiente del movimiento libertario. Y no iba a tardar en convertirse en un ‘Estado
dentro del Estado’ en el seno de la CNT"*.
Como vemos toda una oda al espontaneismo. Es de destacar que el hecho de que la FAI
empezara como "grupos autónomos" no impidió que acabaran siendo un "Estado dentro del
Estado". Pretender que la FAI, cuya cohesión se basaba en "la intransigencia ideológica de sus
miembros", fuera un grupo apolítico, es poco menos que ridículo.
Finalmente, lo más significativo de todo eso es que, aparte de contradecirse con los postulados
antiautoritarios que conforman los pilares del anarquismo, toda la "intransigencia contra el
Estado y la contemporización" no impidió que en los momentos decisivos de la Revolución
española los dirigentes de la CNT contribuyeran a la reconstrucción de Estado burgués y
contemporizaran con los postulados del estalinismo y del reformismo, como ya hemos
explicado en páginas anteriores.
El movimiento anarquista siempre ha tenido sus propios líderes. ¿No era un líder, por su
autoridad moral y su capacidad de inspiración, Bakunin? ¿No era un líder Durruti? ¿No fue un
individuo con la capacidad, la trayectoria y la experiencia suficientes para organizar a decenas
de miles de milicianos en el frente de Aragón para hacer frente a los fascistas? Si eso no es un
líder ¿qué es? Es más, ¿qué anarquista, en su sano juicio, consideraría negativo la existencia
de este tipo de líderes, en plena batalla contra los fascistas? ¿Acaso no sería mejor mil líderes
como Durruti?
Por último, ¿acaso Durruti no tenía que tomar decisiones en plena batalla? ¿Acaso cualquier
cambio táctico del enemigo no implicaba la necesidad de tomar decisiones que afectaban a
otros individuos?
El ejemplo militar también es aplicable en tiempos de paz, en el que la lucha de clases no
desaparece. Todo eso parece obvio.
El movimiento anarquista tenía sus líderes, tenía su estrategia, su táctica, en definitiva su
propia política. Si a consecuencia de sus postulados teóricos —a todas luces impracticables—
no daban a la lucha política todo el empuje necesario, si a consecuencia de sus prejuicios no
daban la suficiente cohesión al movimiento, eso es otra discusión, pero lo que es innegable es
que pese a todo —incluso la defensa del abstencionismo político— el movimiento anarquista
era un movimiento político con todas sus manifestaciones.
¿No sería verdaderamente patético que una organización que agrupaba millones de
trabajadores, los más combativos, no pudiesen tomar decisiones y llevarlas a la práctica para
no incurrir en el pecado del ‘autoritarismo’? No era cierto que estas decisiones, cualesquiera
que fuesen, afectaban la voluntad de otros ‘individuos’ que pudiesen tener ideas contrarias.
¿Acaso no podemos llegar finalmente a la conclusión de que sin organización, sin actuar de
una forma coordinada, sin la aceptación por parte de la minoría de las decisiones de la
mayoría, sin delegar tareas determinadas, la clase obrera se limitaría simplemente a ser una
masa indefensa de explotados a merced de las decisiones de la burguesía?
Los trabajadores y la juventud sólo despliegan todo su potencial revolucionario cuando actúan
colectivamente, como clase. Hay un principio del materialismo dialéctico según el cual el todo
no es la simple suma de las partes. Eso es verdad en la naturaleza y en la sociedad.
El hecho de que la clase obrera tienda precisamente a actuar como clase, de una forma
colectiva, sacrificando sus intereses e inclinaciones individuales por los intereses generales, es
una característica peculiar de la clase obrera que la distingue de las demás clases sociales,
que surge, como hemos apuntado anteriormente, de su posición en la producción.
Un trabajador sabe que el sistema ferroviario de un país, por ejemplo, no podría funcionar sin
un determinado grado de organización. Tiene que haber una determinada división del trabajo,
unos horarios de trabajo, alguien tiene que decidir qué tren tiene la preferencia de paso cuando
coinciden en su trayecto por una sola vía. La autoridad y la disciplina también es necesaria
para su funcionamiento, hay que aceptar unos horarios de entrada y de salida. Si un individuo
se dedicara a cambiar los semáforos de las vías graciosamente, siguiendo su libre albedrío,
todos estarían de acuerdo en que este empleado, muy a pesar de sus derechos individuales,
debe ser apartado del trabajo.
No sólo en la esfera de la economía, también en la esfera de la lucha sindical y política los
trabajadores distinguen muy bien entre la disciplina impuesta por el patrón a la disciplina
necesaria para la lucha, a la disciplina proletaria.
Esto es una característica de la clase tan poderosa, tan arraigada, tan necesaria para dar
cualquier paso efectivo en el terreno de la lucha que se reflejó en las propias organizaciones
anarquistas, en la medida en que éstas estaban formadas por trabajadores y tenían una
militancia masiva.
Cuando una asamblea de trabajadores decide si ir a la huelga o no, lo hacen por decisión
mayoritaria. Si en plena lucha contra el patrón, en la que es necesaria la máxima unidad de la
plantilla a alguien se le ocurriera defender el ‘derecho individual’ de los esquiroles a romper la
huelga y ponerse a trabajar, seguramente sufriría en sus carnes todo el peso autoritario de la
clase obrera. Y le estaría bien empleado.
Si cuando los trabajadores de esta misma fábrica deciden elegir un comité de huelga,
compuesto por los trabajadores que han demostrado más capacidad de lucha, más capacidad
de expresión, tener más ideas, alguien saltara diciendo que la existencia del comité en sí
mismo es un acto de traición, que los trabajadores se representan a sí mismos y que por lo
tanto no necesitan que nadie hable por ellos, con toda seguridad le tacharían de un agente
provocador de la policía o del patrón.
El problema no son los "líderes" en abstracto, sino qué política defienden, cómo actúan, qué
capacidad de control existe por los trabajadores sobre esos líderes, qué posibilidad hay que del
propio movimiento, por su capacidad y abnegación, surjan personas que puedan jugar un papel
destacado ayudando a su éxito.
Para el marxismo la organización tiene que estar supeditada a los objetivos de la revolución.
¿Para qué sirve una organización sin líderes, sin mayorías ni minorías, sin decisiones? Eso se
convertiría en un impotente grupo de discusión y en la sociedad no faltará quien se sienta
atraído por ello. Pero pensar que ese debe ser el modelo de lucha de la juventud y de la clase
obrera es otra cuestión.
La lucha contra la burocracia
La lucha contra el burocratismo y contra los dirigentes con afán de privilegios constituyen una
obligación en toda organización revolucionaria. Pero esa lucha sólo se puede realizar con
ideas, con participación, con un programa. Las ideas jamás pueden ser sustituidas por bonitos
"modelos horizontales" organizativos.
Por cierto, el reformismo y el estalinismo también encubren su control burocrático con ese tipo
de engaños, con "modelos federales" y "descentralizados", cuotas femeninas, listas abiertas,
etc.
Para el marxismo, sin democracia, sin participación, es imposible crear un movimiento
revolucionario. Pero a eso hay que añadir algunas cosas más: nivel político, un programa
revolucionario, unas perspectivas correctas...; sin eso una organización abandona el programa
de la revolución, se burocratiza inevitablemente y ningún método organizativo, por sí sólo,
puede evitarlo.
Ni siquiera la cuestión de los liberados es un tema que se puede abordar en abstracto. La
burguesía tiene su propio aparato propagandístico, tiene sus medios escritos, tiene una
cantidad ingente de recursos técnicos y humanos a su servicio. La clase obrera tiene que
enfrentarse a todo eso en su lucha cotidiana y en los momentos decisivos. ¿Acaso no es algo
positivo que las organizaciones sindicales, los partidos obreros, lidien por tener el máximo de
medios humanos y técnicos al servicio de las ideas revolucionarias? ¿Acaso no sería positivo
para un verdadero movimiento independiente de la clase obrera tener su propia prensa, sus
propios especialistas en cuestiones legales, sus propios locales, su propio aparato? ¿Acaso no
es más positivo para el movimiento que las personas que han demostrado más capacidad para
desarrollar, organizar y orientar la lucha puedan dedicar todo el tiempo a ello, y no sólo el
tiempo que le resta después del trabajo?
Desde luego que la existencia de una cantidad enorme de liberados en una organización
obrera, sin el control de su base, sin que quede claro que están al servicio de la organización y
de la lucha, con privilegios salariales y materiales respecto a las condiciones generales de los
trabajadores, acaban convirtiéndose en un factor muy perjudicial para el movimiento. Es un
factor más para la burocratización de una organización.
Un factor más porque no es el único; en una organización, puede haber control burocrático,
formal o informal, sin que exista ni un sólo liberado. Y eso no es cierto sólo en las grandes
organizaciones sino en las pequeñas. Muchas veces la informalidad, las organizaciones en las
que nadie es responsable de nada, la inexistencia de un organismo al que se le pueda exigir
responsabilidades, es el mejor caldo de cultivo para un control burocrático de hecho por parte
de una pequeña minoría. Al final acaba decidiendo el que más experiencia tiene, el que más
autoridad tiene, pero sin ningún tipo de mecanismo efectivo de participación y de control por
parte de los demás.
Eso puede darse incluso en una asociación de vecinos, en un equipo de fútbol sin la existencia,
insistimos, de ningún liberado.
En la situación actual la lucha contra la burocratización de los sindicatos no pasa por plantear
que desaparezcan "los aparatos", "los liberados", o "los dirigentes" en general. Por cierto, en
ese mismo tipo de propaganda se basa la demagogia fascista. En un momento determinado,
cuando la mera existencia de sindicatos o de un cierto nivel de organización de los
trabajadores es un estorbo para los planes empresariales, la burguesía pasará a la ofensiva
ideológica contra la existencia de sindicatos en las empresas, las subvenciones, los "liberados",
el acoso de los "aparatos sindicales" a la libre empresa, etc... Lo hará con el objetivo de
desorganizar el movimiento, de atomizarlo, de confundirlo. Su táctica se basa en oponer a los
sectores más atrasados de la clase a los más avanzados, los más organizados.
Independientemente de que el planteamiento anarquista no tiene esas intenciones, lo
importante es la lógica interna que esos planteamientos implican. Unas consignas
determinadas acaban determinando la composición de un movimiento y un movimiento basado
en ideas antiorganización, antiliberados, antidirigentes puede atraer, temporalmente, a sectores
luchadores de la juventud pero, inevitablemente, también resulta un referente óptimo para todo
tipo de elementos desclasados, "quemados" por el sistema pero incapaces de construir nada.
El problema no es que los sindicatos tengan un aparato, tengan liberados, etc.; el problema es
para qué los tienen, cómo se utilizan, y efectivamente en una mayoría de casos son
instrumentos para la paz social, la desmovilización y la colaboración de clases. La cuestión no
es negar la utilidad de estos medios, sino el hecho de que estos medios no se utilizan para
fines revolucionarios, de impulsar la lucha, organizar el movimiento y elevar el nivel de
conciencia de la clase obrera.
Por ejemplo ¿qué podrían hacer los sindicatos frente a la privatización de la Sanidad que el PP
está poniendo en marcha a través de las Fundaciones? ¿No podrían responder sacando
millones de panfletos explicando y denunciando estas medidas? ¿No podrían organizar
debates en todas las empresas importantes, en todos los barrios? ¿No podrían impulsar la
creación de comités en defensa de la sanidad pública para preparar movilizaciones contra esa
medida? ¿No podrían poner a su disposición el conocimiento y los datos de decenas de
médicos y especialistas simpatizantes o afiliados a los sindicatos para demostrar que se utiliza
la medicina como un negocio más?
¡¿Qué no podrían hacer con todos los medios que tienen?! El problema no son "los liberados",
el problema es qué tipo de liberados, sobre qué criterios políticos y organizativos se forman. Lo
que hay que hacer por lo tanto no es acabar con los "sindicatos mayoritarios" ¡ya quisieran los
empresarios que ni siquiera existieran sindicatos! Lo que hay que hacer es recuperarlos para la
lucha, para los intereses de los trabajadores. Lo que hay que hacer es poner el aparato a
disposición de los trabajadores y no al revés. Eso sólo se puede hacer ofreciendo una
alternativa en positivo y dentro de los sindicatos, por supuesto no para convencer a los
dirigentes sino para convencer a los trabajadores que ahí participan. Salir de los sindicatos de
clase, crear sindicatos "rojos", "puros", "no contaminados", es aislar a la vanguardia del
conjunto de los trabajadores, y por tanto, dejar el terreno despejado a la burocracia para que
siga controlando estas organizaciones a su antojo.
Las asambleas
Los marxistas defendemos las asambleas y la participación democrática de los jóvenes y los
trabajadores en la toma de decisiones, frente a los métodos burocráticos de las direcciones
reformistas. De hecho las acusaciones de los anarquistas contra el marxismo en esta cuestión
no tienen ningún fundamento; el problema es que para los anarquistas el método asambleario
se ha convertido en un ritual formalista.
En primer lugar una asamblea es un instrumento de participación y de decisión y de lucha del
que se ha dotado el movimiento obrero desde su existencia, no es por lo tanto un invento
anarquista. En una asamblea de trabajadores en una fábrica pueden participar todos los
trabajadores, de todos los sectores de la empresa, y de toda procedencia política o sindical,
estén organizados o no. Lo bueno de la asamblea es que une a todos los trabajadores en un
mismo organismo.
Pero la asamblea no está contrapuesta por lo tanto a la existencia de organizaciones políticas y
sindicales, ni a la delegación de tareas, ni a la política, ni nada similar. En una asamblea se
debaten las diferentes propuestas y luego se toman decisiones para luchar, o bien por un
convenio, por reivindicaciones políticas o de solidaridad.
Sin esa dinámica, sin ese contenido, sin ese sentido la asamblea se desvirtúa. No es lo mismo
una asamblea de 500 que una asamblea de 5. No es lo mismo una asamblea donde sólo se
debata pero no se tomen decisiones. No es lo mismo una asamblea en la que nadie se
responsabilice de nada, a que se tomen medidas prácticas para ejecutar lo que se decide. En
definitiva, no es lo mismo una asamblea en el sentido que hemos descrito a un simple grupo de
discusión.
Las propuestas de los partidos y de los sindicatos no sólo no tienen por qué entrar en
contradicción con la participación y el funcionamiento de las asambleas sino que pueden
impulsarlas y dinamizarlas. De hecho eso ocurre así porque los sectores más inquietos del
movimiento suelen estar organizados. En la Transición, las asambleas de fábrica ligadas a
luchas por mejoras de las condiciones, de lucha contra la dictadura, de solidaridad
internacional..., fueron organizadas por afiliados a los sindicatos y partidos obreros,
especialmente por militantes del PCE.
Ciertamente puede ocurrir y ocurre, que los dirigentes de los sindicatos eviten esas asambleas
para que su política no sea cuestionada por los trabajadores, que se tomen decisiones al
margen de la opinión de los trabajadores, a espaldas de los trabajadores. Eso está mal y hay
que denunciarlo activamente. Hay que fomentar las asambleas y no sólo eso, sino también que
el contenido de las asambleas sea el que interese a los trabajadores y a la lucha.
Convertir las asambleas en algo contrapuesto a los partidos de izquierda (en realidad los
partidos de derechas no van a las asambleas de trabajadores), hasta el punto de defender su
desaparición o que los miembros de estos partidos no se puedan expresar como tales en las
asambleas, no puede ser más reaccionario y es un indicativo de hasta qué punto, mediante el
ideario anarquista, se puede llegar a las formulaciones más autoritarias imaginables.
Con la lógica del razonamiento anarquista sobre las asambleas se puede llegar al absurdo de
que una "asamblea" de diez personas o cien, da igual, decida lo que puede hacer o no un
grupo político determinado.
En realidad, muchas "asambleas" convocadas por los anarquistas, sobre todo en el ámbito
universitario, en las que no hay ni orden del día y se tienen discusiones interminables sobre la
"verticalidad" u "horizontalidad" de las organizaciones, sobre lo imprescindible que es la
inexistencia de "líderes", aburren y repelen a la gente normal que realmente quiere luchar y que
acaba no participando en este tipo de asambleas. Con lo cual podríamos llegar a una situación
en la que toda la autoridad de la sacrosanta asamblea —en realidad una reunión anarquista—
es empleada para desautorizar, incluso para limitar y prohibir a los que plantean otras ideas y
propuestas por el hecho de ser militantes de partidos.
Los anarquistas, según ellos mismos, nunca son militantes de partidos. En realidad se
organizan en torno a unas ideas, tienen una concepción de la sociedad, de los métodos de
lucha, pero nunca crean partidos. Los partidos siempre son los otros. Ellos sólo son una suma
de individuos.
Pero los individuos que defienden organizadamente otras ideas que no son anarquistas ya
pierden el estatus, también sacrosanto, de individuo; automáticamente es un borrego, una
mera "correa de transmisión".
Ahora bien, en el caso de que los anarquistas estén en minoría en una asamblea y ésta se
decida por una acción o método de lucha determinado, contrario a los planteamientos
anarquistas, entonces la asamblea "está manipulada", "no es auténtica", "ha sido organizada
verticalmente" tal vez porque existía un moderador o porque la ha convocado un "partido". Las
asambleas no se pueden convocar, hay que "autoconvocarlas" como hacen ellos (quien lo
entienda que nos lo explique). En el caso de que todos los trucos anteriores les salgan mal —
porque los métodos anarquistas son en el fondo trucos organizativos para encubrir su
incapacidad de convencer con argumentos— siempre se puede actuar al margen de las
decisiones de cualquier asamblea poco ortodoxa, según los parámetros anarquistas, apelando
al principio de la libertad individual para hacer lo que a uno le de la gana.
Los marxistas sí creemos que las asambleas de fábrica, de facultad o de instituto son un
aspecto clave de cualquier lucha. Es el mecanismo por el que se deciden todos los aspectos de
la lucha. Somos los primeros en impulsarlas precisamente porque tenemos la confianza de que
nuestras ideas son correctas. Podemos equivocarnos, podemos quedar en minoría y
respetaremos sus decisiones.
¿Quién decide la convocatoria de una huelga en cada fábrica, en cada instituto, hecha por un
sindicato? Lo deben decidir los propios estudiantes, los propios trabajadores de una fábrica.
Eso es abecé. Pero eso no significa que las diferentes organizaciones no puedan proponer,
defender e incluso convocar actos, movilizaciones... que luego pueden ser secundados o no
por las asambleas.
Para la concepción anarquista eso no es democrático. ¿Qué es lo democrático entonces? Más
concretamente, ¿cuál sería el modelo democrático de convocatoria de huelga general de
trabajadores en un país determinado según la lógica anarquista? ¿Quizás deberían
"autoconvocarse" asambleas en todas las empresas, facultades e institutos espontáneamente y
simultáneamente? ¿Quizás habría que esperar que de todas las asambleas saliesen las
mismas reivindicaciones fundamentales? ¿Quizás habría que esperar que todas las asambleas
decidiesen un mismo día de huelga casualmente? ¿No está eso alejado de las tradiciones de
lucha que el propio movimiento ya ha manifestado? ¿No es eso un planteamiento que si por
alguna extraña razón fuera seguido por el movimiento obrero acabaría siendo su propio fin, su
total dispersión? ¿No es por esa misma razón que el movimiento anarquista no puede dirigir un
movimiento amplio de la clase obrera sin contradecir punto por punto sus modelos
organizativos teóricos?
Las asambleas deben ser impulsadas, la participación debe ser fomentada, eso es un
instrumento fundamental de cualquier lucha. Pero en esa misma afirmación reside la
contradicción del planteamiento anarquista. Si se debe impulsar, alguien lo tiene que hacer.
Los anarquistas se creen que el grupo que las impulse, llámese partido, sindicato, asociación, o
lo que sea, va a dejar de serlo por hacer esa convocatoria desde el anonimato, con panfletos
sin firmar, y otra serie de medidas de "autoconvocatoria". En realidad esto es jugar al gato y al
ratón con los términos.
III. El Estado
La diferencia teórica entre el marxismo y el anarquismo no consiste en que los primeros
consideremos necesaria la existencia del Estado en general y los anarquistas no. Es
importante aclarar esto porque está muy difundida la idea, errónea, de que es esa
precisamente la diferencia. En parte, el origen de esta confusión es que el debate entre
anarquismo y marxismo no se produjo en el vacío, sino con la interferencia de las ideas
reformistas y luego estalinistas que lo han distorsionado mucho. De hecho, la mayoría del
material publicado por Marx, Engels y Lenin sobre el Estado fue para combatir las posturas de
Bebel, Kautsky y otros reformistas más que a los propios anarquistas. Tanto el anarquismo
como el marxismo se plantean como meta la desaparición total del Estado.
Los orígenes del Estado
Durante buena parte de la historia de la formación de la humanidad la sociedad ha funcionado
sin Estado, es decir sin un destacamento de hombres especializados en gobernar a los demás
o, como precisaría Engels "un grupo de hombres armados al servicio de la propiedad privada".
Durantes miles de años la sociedad se las arreglaba muy bien viviendo sin jueces, militares ni
policías. Se organizaban perfectamente sin que se produjera ningún ‘caos’ que autodestruyera
la sociedad. Eso ocurrió durante todo el periodo que Engels denominó comunismo primitivo y
que algunos antropólogos actuales, como Richard Leakey, denomina la época de la sociedad
cazadora-recolectora. De hecho esta etapa duró muchísimo más tiempo que la historia de los
últimos 4.000 años en los que bajo distintas formas existió el Estado.
Para los anarquistas, tanto la aparición como la desaparición del Estado dependen de la lucha
entre "principios" que existen al margen de la vida real.
Para los marxistas el Estado no es un acontecimiento arbitrario y accidental en la historia de la
humanidad. No se puede explicar por el resultado de la lucha entre "el principio de la Autoridad
y el principio de la Igualdad", entre una idea y otra idea. Tampoco se puede explicar por el
hecho de que un día un grupo de personas tiene la ocurrencia de armarse y apropiarse del
trabajo de los demás y que por lo tanto el remedio para la desaparición del Estado es volver a
desarmarlos y reestablecer la armonía natural entre los hombres.
Para el marxismo el Estado no es la materialización de una idea, de una ocurrencia, sino un
rasgo distintivo de un periodo de la humanidad en el que existen clases sociales. La existencia
de clases sociales a su vez es producto de un estadio determinado del desarrollo de las
fuerzas productivas.
Veamos un ejemplo concreto: ¿por qué durante la mayor parte de la historia de la humanidad,
en el llamado "comunismo primitivo", no existió el Estado? Por la sencilla razón de que los
medios de los que disponía la humanidad para extraer de la naturaleza los recursos necesarios
para su subsistencia eran tan primitivos que todo lo producido se consumía inmediatamente. El
trabajo global creado por un grupo de humanos en la sabana africana no generaba ningún
excedente lo suficientemente grande como para que otro grupo de personas propusieran
quedarse con él para vivir sin trabajar. A buen seguro que en la sociedad primitiva había gente
con caracteres muy diversos, unos más listos, otros más generosos, más tímidos, más ágiles,
más torpes, etc... Incluso existían individuos que por sus características individuales tenían
más autoridad moral en el conjunto de la comunidad, por su habilidad a la hora de resolver
problemas, por su comprobada honradez, por lo acertado de sus juicios morales, en fin, por lo
que sea. Pero esas diferencias entre humanos —que existieron y existirán siempre— no eran
suficientes, por sí mismas, para que se materializaran en la formación del Estado.
Incluso en el improbable caso de que en este estadio de desarrollo de la economía algún
individuo o grupo de individuos hubiera sido ganado por ese "principio de la Autoridad", que
según los anarquistas, siempre ha estado presente en los cielos de la historia humana, habrían
fracasado irremisiblemente. Si un grupo armado tuviera éxito en expropiar a los productores
parte de la riqueza creada con su trabajo, éstos habrían muerto porque conseguían, debido al
atraso técnico, lo justo para su subsistencia. Pero un sistema que mata a los explotados
termina con la fuente de la que extraen beneficios. ¡Es absurdo!
Con el desarrollo de las fuerzas productivas es cuando surge la posibilidad de apropiarse el
excedente del trabajo ajeno, es cuando puede "cuajar" la tentación de vivir sin trabajar, es
cuando puede materializarse la idea de utilizar un grupo de hombres armados para defender la
propiedad privada.
"El Estado no es de ningún modo un poder impuesto desde fuera a la sociedad; tampoco es ‘la
realidad de la idea moral’, ni ‘la imagen y la realidad de la razón’ como afirma Hegel. Es más
bien un producto de la sociedad cuando llega a un grado de desarrollo determinado"*.
"Por tanto, el Estado no ha existido eternamente. Ha habido sociedades que se las arreglaron
sin él, que no tuvieron la menor noción del Estado ni de su poder. Al llegar a cierta fase del
desarrollo económico, que estaba necesariamente ligada a la sociedad divida en clases, esta
división hizo del Estado una necesidad. Ahora nos aproximamos con rapidez a una fase de
desarrollo de la producción en que la existencia de estas clases no sólo deja de ser una
necesidad, sino que se convierte en un obstáculo directo para la producción. Las clases
desaparecerán de un modo inevitable como surgieron en el tiempo. Con la desaparición de las
clases, desaparecerá inevitablemente el Estado. La sociedad, reorganizando de nuevo la
producción sobre la base de una asociación libre de productores iguales, enviará toda la
máquina del Estado al lugar que entonces le ha de corresponder: al museo de antigüedades,
junto a la rueca y el hacha de bronce"**.
He aquí un ejemplo diáfano, científico, no idealista, que explica la relación existente entre el
grado de desarrollo económico, la existencia de las clases sociales, y el Estado.
Cómo lo presenta la burguesía
La burguesía transmite la idea de que el Estado es necesario porque sin Estado surgiría el
‘caos’. Para la clase dominante, sin Estado, sin autoridad, la naturaleza humana, que es
egoísta y perversa, provocaría una situación de barbarie. Como dice el refrán "cree el ladrón
que todos son de su misma condición".
La policía existe para encarcelar a los ladrones y, en las pausas de su lucha contra el mal, para
ofrecerse simpáticamente a ayudar a las viejecillas a cruzar la calle. Con los jueces sucede
algo parecido. Son los portadores de la justicia, son los que "entienden de leyes" y son los que
deben decidir quién tiene la culpa y cuál es el castigo a la infracción cometida. Así la burguesía
pretende convencernos de que el Estado es necesario como organizador de la sociedad —
como contrapeso a la naturaleza humana que es intrínsecamente egoísta— y que está por
encima de los intereses de clase, garantizando la igualdad de derechos de todos los individuos
por igual, sean ricos o sean pobres.
La idea de la necesidad del Estado cala hondo en la sociedad por el enorme peso de la rutina
cotidiana. Desde su nacimiento hasta su muerte, generación tras generación, ha convivido con
el Estado. La idea de que siempre ha existido el Estado y que por tanto es razonable que siga
existiendo siempre surge de ahí. Sin embargo eso no es cierto como antes hemos explicado.
Por otro lado los dirigentes reformistas de los partidos obreros se han contagiado de la
ideología de la burguesía y de esa rutina que impregna a toda la sociedad. Cuando se ven
aupados al gobierno por el voto de los trabajadores o presienten que van a serlo, les entran
sudores fríos al pensar que se pueda hacer cualquier tipo de política sin burócratas y sin una
enorme cantidad de oficinas y trámites. La base de esta actitud es esa visión miope y
administrativa de "hacer política", producto de la desconfianza en la participación activa de la
clase trabajadora en la gestión de sus propios asuntos y del pánico a un enfrentamiento con el
aparato represivo del Estado, que en el fondo viene a ser lo mismo.
Por tanto, concebido como un elemento "por encima de la sociedad", como un cuerpo
especializado en la administración de la sociedad, con gente formada para gobernar, juzgar,
encarcelar..., el Estado aparece como algo inmutable e incuestionable. Sin embargo los
marxistas explicamos que el Estado no es necesario, porque en caso de ser necesarias estas
funciones, las puede asumir la misma sociedad sin destacamentos especiales, como
explicaremos más adelante.
Ahora bien, el Estado no es sólo "un cuerpo extraño" que se sitúa por encima de la sociedad,
no es sólo un "destacamento especial" sino un destacamento especial al servicio de una clase
social determinada. Es fundamentalmente un instrumento de represión de clase. Es lógico que
el Estado esté al servicio de la clase social más rica, que es en definitiva quien puede pagar y
mantener a este destacamento especial, que no obtiene sus recursos participando
directamente en el proceso de producción.
El Estado y la existencia de clases
El nacimiento del Estado se remonta al surgimiento de las clases sociales y está vinculado
indisolublemente a él. Por cierto, cuando se emplea el término necesario en un sentido
histórico amplio, no se puede confundir con deseable o como la expresión de una voluntad
subjetiva. Si te sumerges en un barril de ácido sulfúrico durante tres horas te mueres
necesariamente, pero esa afirmación no expresa ningún deseo subjetivo de quien la formula.
En este sentido, a lo largo del periodo histórico en el que han existido las clases sociales ha
existido necesariamente el Estado, y necesariamente va a seguir existiendo hasta que éstas no
desaparezcan.
Es más, a lo largo de los distintos sistemas económicos (esclavismo, feudalismo y capitalismo)
las diferentes clases dominantes se han ido apoderando de la maquinaria del Estado y la han
hecho más compleja y sofisticada.
El Estado capitalista moderno representa la maquinaria represiva más sofisticada de la historia
de la humanidad, no tanto por su capacidad represiva, aspecto en el que luego entraremos,
sino por su propiedad de encubrir y disfrazar su carácter de clase, de aparecer como un Estado
"de todos".
El parlamento, la república democrática o cualquier apariencia que adopte el Estado no evita su
carácter de clase, aunque veces ayude a disfrazarlo. Los parlamentarios, por sus condiciones
de vida, por el tipo de control al que están sometidos —elecciones cada 4 o 5 años— son
mucho más susceptibles de pensar y obrar de acuerdo con los intereses de la clase dominante
que de acuerdo con los trabajadores que les han votado. Por otro lado la mayoría de las
decisiones verdaderamente importantes no las toma el parlamento. Lo deciden las
multinacionales abriendo o cerrando tal fábrica, los grandes banqueros presionando al alza o a
la baja tal o cual moneda. Incluso las decisiones políticas más importantes debido a tal
cantidad de artimañas legales, secretismos y excepciones las toma un número reducido de
capitalistas. Los oficiales del ejército no los controla el pueblo, al igual que los servicios
secretos, que deciden sobre los aspectos decisivos de la política interior y exterior, y que por
definición, actúan al margen de cualquier control, cuanto menos de cualquier control
democrático.
La teoría marxista ‘retocada’
El reformismo, como tendencia política, afectada por un largo periodo de parlamentarismo y
relativa paz social acabó por perder la noción del carácter de clase del Estado. Cuando las
tendencias de este tipo empezaron a surgir en el seno la II Internacional, a principios de siglo,
Kautsky y compañía intentaron mantener un lenguaje de apariencia revolucionaria,
reivindicando el marxismo de palabra, aunque lo habían abandonado ya de hecho. Decían que
el Estado era necesario, pero no en el sentido histórico del análisis marxista ni en la necesidad
de un Estado obrero, sino en un sentido totalmente diferente. Refundieron, con "pequeños
retoques", la teoría marxista del Estado. En vez de destruir el aparato de la burguesía ellos
hablaban de tomar el control del Estado. En otras palabras lo que consideraban necesario era
el Estado burgués. Se creían que a través de la mayoría parlamentaria, apartando un general
golpista por aquí y cesando a un coronel por allá, podían engañar a la burguesía y usurparle el
aparato del Estado.
La cúpula del Estado está ligada por miles de vínculos familiares, culturales, políticos, sociales
y de todo tipo con los banqueros, grandes empresarios y terratenientes. Es muy poco "realista"
pensar que hábiles parlamentarios vayan a destruir este vínculo pillando a la burguesía en un
despiste o infundiendo paulatinamente convicciones democráticas a la cúpula del Estado.
A principios de siglo los anarquistas acusaban a estos supuestos marxistas, que en realidad no
eran más que traidores al socialismo, de defender al Estado y no les faltaba razón. Pero tanto
Marx como el propio Lenin publicaron suficiente material sobre el tema como para que nadie se
lleve a engaño.
El anarquismo y el marxismo, como primera tarea de la revolución, defienden la destrucción
completa del Estado burgués (aunque los anarquistas no le dan una caracterización de clase);
esto está claro. Ahora bien, una cosa es proclamarlo y otra cosa es ponernos manos a la obra.
¿Quién y cómo le quita el cascabel al gato? ¿Quién desarma a la burguesía?
Dejaremos aparte a aquellos anarquistas que resuelven el problema simplemente ignorando la
existencia del Estado, no reconociendo el Estado, aquéllos cuyos padres tienen suficiente
dinero para que se puedan ir a vivir a una comuna rural de la India durante un tiempo, a probar
todo tipo de alucinógenos sin policías que les den mal rollo.
Volviendo al tema que nos ocupa. ¿Cómo destruir el Estado? Ahí es donde empiezan las
verdaderas diferencias.
En primer lugar la destrucción del Estado pasa por desarmar a la burguesía. Pero la burguesía
no se desarma sola porque eso significaría el fin de su sistema de explotación. A la menor
protesta los trabajadores podrían ocupar las fábricas y tomar el control de la producción sin
ninguna resistencia ni coacción. Por lo tanto hay que desarmar a la burguesía armando a los
trabajadores. Pero, ¡horror!, si los trabajadores se arman para desarmar a la burguesía
utilizarán la coacción, la fuerza e impondrán una forma determinada de organización social...
utilizarán el ¡poder! Y si lo hacen de forma sistemática, organizada, centralizando sus
esfuerzos, para impedir que la burguesía recomponga la situación anterior e impulsar las bases
de la nueva sociedad, eso convertiría ese poder en un... un... ¡Estado! Y si llegamos a la
conclusión de antemano (basándonos en el estudio serio y riguroso de todos los procesos
revolucionarios de todos los países, de todos los tiempos) de que, efectivamente, la única
forma de acabar con la maquinaria represiva del Estado burgués es enfrentándolo a la clase
obrera armada ¿por qué no organizar políticamente en un partido revolucionario a los
trabajadores que ya han llegado a esta conclusión para que puedan defender mejor esta idea
(y todas las ideas que conducen a esta conclusión final) entre los que todavía no están
convencidos y así garantizar en lo posible el triunfo del proceso revolucionario? Porque esto
significa organizar a los trabajadores en un... ¡partido! y esto es, pecado entre los pecados,
¡política!
De la teoría a la práctica
La incoherencia principal del anarquismo se deriva precisamente de que no saben cómo
resolver esta cuestión. ¿Cómo acabar con el poder de la burguesía sin contraponer el poder de
la clase trabajadora?
Históricamente, siempre que los anarquistas han tenido la oportunidad de poner en práctica
sus teorías han actuado respecto al Estado, en dos sentidos: o bien como los mencionados
reformistas, tan duramente criticados, o bien como marxistas aunque la mayor parte de las
veces inconscientemente.
El 19 de julio de 1936, enterados del golpe de Estado fascista iniciado por Franco, los
trabajadores —la mayoría de los trabajadores organizados estaban en la CNT— salen a la
calle para asaltar los cuarteles, tomar las armas y organizar milicias. En Barcelona, la misma
tarde del 19 de julio el general golpista Godet quedó detenido y las milicias anarquistas
disponían de seis veces más efectivos que las fuerzas del Estado. Si eso no es "poder" ¿en
qué idioma estamos hablando? Evidentemente no es poder burgués sino poder obrero. Para
los marxistas esta distinción de clase es vital, lo que realmente importa.
Los militantes anarquistas actuaron de una forma intuitiva y acertada, y su propia experiencia
demostró que la única forma de enfrentar al poder de la reacción fascista era a través del poder
obrero, a través de la creación de milicias armadas y comités antifascistas.
Frente a las tareas concretas de la lucha contra la reacción, las masas anarquistas actuaron
fieles a sus tradiciones anticapitalistas fuertemente arraigadas, pero deshaciéndose a toda
prisa del principio anarquista de que "todo Poder es malo", que en terreno de la práctica
revolucionaria resultaba una verdadera temeridad.
El poder obrero
El surgimiento de elementos de poder obrero es una característica invariable de cualquier
proceso revolucionario. En la revolución rusa, en la revolución española de los años treinta, en
Chile en 1973, en Mayo del 68, asistimos al surgimiento de estos organismos de poder obrero.
En la historia oficial burguesa sobre la Revolución de Rusa de 1917, la acción de las masas es
sustituida por una "conspiración bolchevique" según la cual Lenin se sacó de la manga unos
soviets y dio un golpe de Estado a través del cual implantó una dictadura comunista.
Pero la verdadera historia fue diametralmente opuesta. La revolución rusa empezó en febrero
de 1917 con el estallido de una huelga de trabajadoras del sector textil en Petrogrado. No era,
ni de lejos, el sector más organizado de la clase obrera. Pero la huelga se generalizó y los
intentos de reprimirla no hicieron más que transformarla en una insurrección, los mandos
perdieron el control de la tropa y se formaron comités de soldados, de obreros y de
campesinos: los soviets. Cuando las masas se pusieron en acción, actuaron instintivamente y
recurrieron a la memoria de la revolución de 1905, cuando por primera vez se crearon estos
órganos de poder.
En Rusia estos elementos de poder obrero, que surgen en cualquier proceso revolucionario,
acabaron transformándose en un Estado obrero con la destrucción total del viejo aparato del
Estado burgués. Sin embargo, en el caso de la Revolución Española el proceso acabó con el
triunfo de la contrarrevolución fascista. La explicación de tales diferencias tiene bastante que
ver con la actitud de los dirigentes de la CNT, en un caso, y la dirección del Partido
Bolchevique, en el otro, hacia la cuestión del poder y del Estado.
El doble poder
La aparición de estos órganos de poder obrero no significan el triunfo automático la revolución,
sino que desemboca en una situación de "doble poder", pues aún se mantienen los elementos
de poder burgueses, restos del antiguo ejército, la policía secreta, etc. Lo que caracteriza una
situación de doble poder es su inestabilidad. O gana uno o gana otro en un periodo de tiempo
relativamente breve.
La Revolución de Febrero supuso la creación de los soviets, que eran elementos de poder
obrero pero que no detentaban todo el poder sino que lo "compartían" con los restos del poder
burgués. Al principio, los bolcheviques ni siquiera tenían mayoría dentro de los soviets y el
gobierno provisional estaba en manos de la burguesía, con el apoyo directo del partido
menchevique y de los socialrevolucionarios.
En la Revolución Española la situación de doble poder se dio dentro del campo republicano. La
experiencia de la II República no había satisfecho a nadie: los campesinos seguían sin tierra,
los trabajadores explotados y con salarios miserables, la cuestión nacional no se había
resuelto... para la burguesía la república ya no servía para evitar la revolución social, y la
libertad sindical y política ya se hacía demasiado molesta como para seguir permitiéndola.
Cuando se produce el levantamiento militar, el 18 de julio de 1936, la burguesía ya había
decidido acabar con "el juego democrático" e instaurar una dictadura militar. Si estos planes no
tuvieron un éxito inmediato fue única y exclusivamente por la heroica respuesta de la clase
trabajadora que salió a la calle, desplegando el ingenio y la valentía que le son propias,
asaltando los cuarteles, confraternizando con los soldados —que organizaban motines—, etc.
Por la acción de las masas el golpe militar fracasó en buena parte del país. Si el enfrentamiento
al golpe hubiera dependido de la actitud de Azaña y su gobierno, Franco hubiera triunfado sin
problemas en poco tiempo. De hecho el gobierno republicano había censurado a los periódicos
obreros que denunciaban los persistentes rumores del levantamiento fascista y les quitaba
importancia, diciendo que eran en todo caso pronunciamientos aislados, etc.
La respuesta de los trabajadores llevó, igual que en la Rusia del 17, a una situación de doble
poder. Por un lado las milicias obreras y los comités obreros, por otro lado el gobierno, la
guardia de asalto, unidades del ejército, etc.
Dos ejemplos históricos
¿Cómo actuaron los dirigentes bolcheviques y cómo actuaron los dirigentes anarquistas en
esta situación? ¿Cuál fue su postura hacia la cuestión del poder, que se plantea en toda su
crudeza precisamente en una revolución?
La orientación fundamental de los bolcheviques, desde abril de 1917 era "todo el poder para los
soviets". Mientras tanto era necesario ayudar a que las masas comprendiesen la necesidad de
poner en práctica esta idea sin otorgar ninguna confianza hacia la política del Gobierno
Provisional, que continuaba con su programa burgués y proimperialista. Para Lenin esta tarea
de "demolición" de la antigua "máquina" del Estado estaba realizada sólo parcialmente, los
trabajadores y los campesinos habían comenzado a destruir el viejo aparato estatal pero era
fundamental derribarlo del todo para garantizar las conquistas de la revolución y empezar a
poner en marcha la organización socialista de la economía. Obviamente esto significaba en
primer lugar la consolidación del poder obrero, de sus organismos de defensa y ejecutivos, la
guardia
roja
y
los
soviets,
para
garantizar
el
fracaso
de
cualquier
intentona
contrarrevolucionaria. En la práctica se trataba de establecer un Estado de transición, el Estado
obrero que desde el primer momento iría disolviéndose en la medida en que las bases
materiales para la explotación de clase desaparecieran con la expropiación de la burguesía.
El anarquismo, por principio, está en contra de todo poder, sea cual sea su carácter de clase.
Desde su teoría, el anarquismo considera posible la transformación social sin sustituir el viejo
Estado burgués por ningún poder, pero como explicó Lenin en su obra El Estado y la
Revolución, ¿qué es la organización armada de los trabajadores defendiendo la revolución sino
un ejemplo de Estado obrero?
¿Cómo soportó la teoría anarquista la prueba de la revolución? En primer lugar, a pesar de
todas las concepciones anarquistas y su arraigo en el movimiento obrero, a partir de julio de
1936 existía una situación de doble poder. Una ironía de la historia es que los elementos de
poder obrero, como las milicias, estaban en gran medida controlados por la CNT y los propios
dirigentes anarquistas.
Esto fue especialmente cierto en Catalunya, donde la respuesta de las masas contra la
intentona militar fue tan virulenta que toda la situación estaba controlada por las milicias de la
CNT. El 21 de julio éstas habían acabado con todos los focos de reacción. El gobierno de la
Generalitat, presidido por el burgués Lluís Companys quedó "suspendido en el aire". Esa
misma mañana Companys, que se había destacado como represor de los anarquistas, tuvo
que llamar a los dirigentes cenetistas: "Fuimos a la sede del Gobierno catalán" cuenta Abad de
Santillán, "con las armas en la mano (...) Algunos de los miembros de la Generalitat temblaban,
lívidos (...). El palacio de la Generalitat fue invadido por la escolta de los combatientes". Lluis
Companys dijo: "Siempre habéis sido perseguidos duramente, y yo, con mucho dolor, pero
forzado por las realidades políticas (...), me he visto forzado a enfrentarme y perseguiros. Hoy
sois los dueños de la ciudad y de Cataluña, porque sólo vosotros habéis vencido a los militares
fascistas (...) Habéis vencido y todo está en vuestro poder. Si no me necesitáis o no me queréis
como presidente de Cataluña, decídmelo ahora". La respuesta de los dirigentes cenetistas fue
concluyente, en palabras de Abad de Santillán: "Pudimos quedarnos solos, imponer nuestra
voluntad absoluta, declarar caduca la Generalitat y colocar en su lugar el verdadero poder del
pueblo, pero no creíamos en la dictadura cuando se ejercía contra nosotros, y no la
deseábamos cuando podíamos ejercerla nosotros mismos a expensas de otros. La Generalitat
habría de quedar en su lugar con el presidente Companys en la cabeza"*.
Renunciando a acabar con el poder de la Generalitat e inhibiéndose de instaurar el "poder del
pueblo" lo que se estaba haciendo en realidad era dejar a la burguesía una preciosa ventaja
para retomar la iniciativa y reconstruir su propio Estado, seriamente maltrecho en el campo de
la república. La victoria del fascismo fue posible en la medida en que la revolución fue
traicionada en el campo de la república. Después de "renunciar" al poder, después de dejar el
trabajo "a medias" la contrarrevolución retomó la iniciativa con la inestimable colaboración de
los dirigentes estalinistas, de los sectores más derechistas del PSOE y también con los
dirigentes de la CNT, que participaron en el gobierno de la II República y de la Generalitat,
facilitando su labor de disolución de las milicias, el reestablecimiento del ejército regular y la
liquidación de los órganos de poder obrero en las fábricas y en el campo.
Una idea incorrecta se convierte en reaccionaria
En las palabras de Abad de Santillán no querían ejercer el poder "a expensas de otros". ¿Qué
otros? ¡Esos otros eran la burguesía!
En épocas "normales" —es decir, cuando el único poder que realmente existe es el poder
burgués, ejercido a través del Estado burgués—, defender la lucha "contra todo tipo poder" o la
idea de que "todo poder es intrínsicamente malo", a pesar de ser un tremendo error tiene un
coste práctico menor. Ahora bien, en una situación revolucionaria —que es la verdadera
prueba para cualquier ideología que se pretenda revolucionaria— proclamar la indiferencia u
hostilidad hacia cualquier tipo de poder es, independientemente de las intenciones subjetivas,
una idea tremendamente reaccionaria, porque deja la iniciativa a la clase que realmente tiene
claro la necesidad de detentar el poder: la burguesía.
Incluso desde un punto de vista moral ¿cómo no va ser infinitamente más justo el poder de la
mayoría de los oprimidos contra un puñado de privilegiados que el poder de ese mismo puñado
contra la mayoría de la sociedad? En un contexto normal decir "pues ni una situación ni la otra"
no afecta gran cosa a la realidad. Pero decir eso en un contexto revolucionario, que se
caracteriza por una situación de doble poder, que sólo puede desembocar en la victoria del uno
sobre el otro, tampoco afectaría gran cosa a la realidad... ¡excepto si quien lo proclama es
quien de hecho tiene el poder en sus manos!, como los dirigentes de la CNT en Catalunya en
julio de 1936.
Una combinación de factores históricos, políticos y sociales dieron, a través de la CNT, la mejor
oportunidad que el anarquismo pudo desear para poner en práctica sus ideas sobre la
revolución social sin poder político, la desaparición inmediata del Estado, etc... Dispuso del
apoyo del proletariado enormemente combativo, con arraigadas tradiciones insurreccionales,
que dio su vida para acabar con el capitalismo y por construir una sociedad más justa. Dispuso
de una organización que reunía a la mayoría del proletariado desde el principio de la
revolución, de dirigentes forjados por años de experiencia... y sin embargo fracasó.
Sería injusto atribuir la responsabilidad de la derrota exclusivamente a los dirigentes de la CNT.
Igual o mayor responsabilidad tuvieron los dirigentes del PSOE y del PCE, pero eso no cambia
para nada las cosas. Sin el propósito decidido de tomar el poder es imposible culminar con
éxito una revolución, no digamos renunciando de antemano al poder.
La teoría es una guía para la acción
No hay nada peor, para justificar los errores de orientación política, que subestimar la fuerza de
la clase obrera y su capacidad de lucha y exagerar las dificultades y las fuerzas del enemigo.
Los bolcheviques también tuvieron que vérselas con sus reformistas, con las maniobras de la
burguesía, con la superioridad militar del ejército capitalista, si cabe en mucha mayor medida
que en el caso de la Revolución Española. También pudieron cometer errores de apreciación a
la hora de tomar tal o cual decisión. Pero una cosa tenían muy clara, en una revolución, para la
que se habían preparado durante años, es cuando se produce el mayor despliegue de
autoritarismo y de fuerzas que en cualquier otra situación y el deber de cualquier revolucionario
es estar preparado para ella, para saber utilizar el enorme caudal de fuerza que despliega la
clase obrera y utilizarla de una forma adecuada contra la burguesía.
En la teoría marxista, la única forma de combatir el poder de la burguesía, de destruir el Estado
a su servicio, es enfrentándolo al poder de la clase obrera. Pero para el marxismo la teoría es
la generalización de la experiencia real, no una inspiración del cielo, ni la revelación de
principios morales de convivencia entre los hombres.
Concretamente, la teoría marxista del Estado, es producto del estudio de la Comuna de París,
en la que, por primera vez en la historia, el proletariado, actuando de una forma independiente
de la burguesía y contra la burguesía —en la época de las revoluciones burguesas el
proletariado apoyaba a la burguesía contra el feudalismo— creó su propio embrión de Estado
obrero. El problema radicaba en que en 1871, el proletariado era aún demasiado débil para
extender su poder y mantenerse en él y la burguesía pudo aislar la revolución. Pero el
desarrollo de la clase obrera era cuestión de tiempo. La lección más importante de la gesta
heroica de la Comuna fue que la clase obrera, al luchar contra el régimen capitalista y
enfrentarse al aparato represivo de la burguesía, creaba sus propios órganos de poder, y no le
bastaba con utilizar el viejo aparato del Estado en su beneficio. Como Marx explicó, la Comuna
reveló la necesidad de destrozar el viejo aparato estatal y reemplazarlo por los órganos del
poder popular.
Es más, aunque a una escala inferior, incluso en situaciones no revolucionarias, la cuestión del
"doble poder" se da. En una huelga en una fábrica, por ejemplo, siempre surge la cuestión:
¿quién manda aquí, el empresario o los trabajadores? En una huelga general, también, ¿quién
es el dueño de la calle? ¿Los manifestantes o la burguesía? Si el enfrentamiento es más duro y
la burguesía intenta disolver la manifestación, los trabajadores intentarán protegerla,
organizando un servicio de orden. Ahí tendremos, una situación de doble poder de baja
intensidad. Son ejemplos que normalmente están limitados en el tiempo y en el espacio pero,
que en determinadas circunstancias se elevan a una escala cualitativamente diferente y
determinan quién tiene el control efectivo de la sociedad.
La teoría anarquista del Estado, a diferencia de la teoría marxista, enfoca la cuestión del poder
desde un punto de vista moral y al margen de las tareas prácticas que la clase obrera se
encuentra en su camino hacia la revolución. En general todos podemos estar de acuerdo al
preferir la libertad a la imposición. No es necesario ni siquiera considerarse anarquista o
comunista para simpatizar con esta idea, cualquier persona medianamente culta la hace suya.
Todos podemos estar de acuerdo en que el Estado, en general, implica violencia. Eso es
evidente, el ejército, que está a la vista de todo el mundo, no existe como figura decorativa,
como tampoco lo eran las milicias en los años 30 o los soviets. Pero la cuestión es imposición
de quién contra quién, violencia de quién contra quién. El poder es una cuestión de clase.
Sin haber leído a Marx, los trabajadores de todo el mundo percibieron instintivamente el
carácter de clase del Estado soviético nacido de la Revolución de Octubre de 1917. Vieron el
triunfo del Estado obrero en Rusia como una conquista colosal de la humanidad, vieron que era
posible un deseo que parecía imposible: que aquéllos que no tenían nada pudiesen acabar con
la opresión de la burguesía. Ese torrente de inspiración fue el que estuvo presente en buena
parte de los procesos revolucionarios de nuestro siglo en el que participaron no pocos obreros
y jóvenes anarquistas.
El Estado obrero
Si al día siguiente de haber acabado con el régimen burgués, el Estado obrero embrionario se
autodisolviese, automáticamente la burguesía, ansiosa por recuperar sus privilegios, volvería a
reconstruir un aparato de represión para acabar con la revolución, con el apoyo de la burguesía
de otros países.
La experiencia de la Revolución Rusa, así como la de la Comuna de París demostraron que el
esquema anarquista ‘Revolución Social - Destrucción del Estado Burgués - Anarquía’ no se
correspondía con la realidad, y no por ninguna conspiración bolchevique sino por las leyes de
la propia revolución.
Marx, polemizando con los proudhonianos y los ‘antiautoritarios’ sobre el Estado obrero
señalaba:
"...Si la lucha política de la clase obrera asume formas revolucionarias, si los obreros sustituyen
la dictadura de la burguesía con su dictadura revolucionaria, cometen el terrible delito de leso
principio, porque para satisfacer sus míseras necesidades materiales de cada día, para vencer
la resistencia de la burguesía, dan al Estado una forma revolucionaria y transitoria en vez de
deponer las armas y abolirlo..."*.
El Estado obrero tiene características esencialmente distintas del Estado burgués. Sólo tiene
en común que sigue siendo un organismo de opresión, pero no ya de una minoría sobre una
mayoría sino al revés y que además, ya no tiende a fortalecerse más y más, como ocurría con
el Estado burgués anteriormente, sino que tiende a extinguirse en la medida en que
desaparecen las clases sociales, y por lo tanto, la necesidad misma de reprimir. Desde un
primer momento el Estado obrero es mucho más democrático que el más democrático Estado
capitalista.
Lenin señalaba al respecto: "A medida que las funciones del poder son las del pueblo entero,
este poder no es tan necesario. La abolición de la propiedad privada de los medios de
producción elimina la labor principal del Estado formado por la historia: la defensa de los
privilegios de la minoría contra la inmensa mayoría"*.
Lenin defendió que este Estado transitorio, para evitar caer en la burocratización, debía tener
una serie de características:
1.- Los funcionarios debían ser elegibles y revocables en cualquier mo-mento.
2.- El salario de los funcionarios no podía pasar del salario medio de un obrero cualificado.
3.- Rotatividad en las funciones administrativas: "si todos somos burócratas nadie es burócrata"
4.- Sustitución del ejército permanente por el pueblo en armas.
Durante un tiempo el Estado obrero nacido de la Revolución Rusa era un Estado bastante
democrático aunque con alguna deformación que Lenin insistía en combatir.
La degeneración burocrática estalinista
El desarrollo posterior de la revolución rusa tampoco fue el que los bolcheviques habían
previsto inicialmente. Rusia era un país atrasado económicamente, con una mayoría de la
población aún campesina mientras que los trabajadores industriales no representaban más que
un 10% de la población total.
Para los bolcheviques el internacionalismo no era una idea romántica, era una necesidad
imperiosa. La única forma de poder elevar el nivel de vida de las masas, de sacar a Rusia del
hambre y de la miseria era fundamentalmente incrementando la producción y la productividad
del trabajo.
La Revolución Rusa dio un impulso impresionante a la revolución mundial. Los bolcheviques
tenían la expectativa de que el triunfo de la revolución en Europa, especialmente en Alemania,
permitiría la combinación del desarrollo técnico de este país con los inmensos recursos
naturales y humanos de Rusia, consiguiendo de este modo un avance rápido en el progreso
económico y social.
Sin embargo, a pesar de la oleada revolucionaria que desató la Revolución de Octubre, la
revolución fracasó en Alemania en 1923, en China en 1927, en parte por los errores de los
recién formados PCs y en parte por errores claros de orientación política de la III Internacional
estalinizada tras la muerte de Lenin en 1924.
El hecho es que la Revolución Rusa se quedó aislada. Las masas trabajadoras y campesinas
tuvieron que sufrir desde 1914 las consecuencias de la participación de Rusia en la I Guerra
Mundial, luego consumieron una gran dosis de sus energías en la revolución de 1917 y
después vino la guerra civil y la invasión de 21 ejércitos imperialistas que querían acabar con el
primer régimen obrero del mundo.
Lo que caracteriza la revolución es la participación de las masas en los asuntos que antes, en
periodos normales, estaban reservados a los "políticos", los funcionarios, el Zar, etc. Este
estado de ánimo influyó decisivamente en la participación de la población en los órganos de la
revolución como los soviets.
Pero aunque durante un tiempo la inmensa mayoría de la población puede contrarrestar las
presiones de la vida cotidiana, participar en huelgas, en las milicias obreras, en las tareas de
gestión y de control de los soviets, en el partido, etc. eso acaba teniendo un límite si no
cambian sustancialmente las condiciones de vida de la gente, especialmente en lo referente al
tiempo libre, es decir a la reducción de la jornada de trabajo para disponer de tiempo y
participar en la vida política, económica y cultural de la sociedad. En un país atrasado como
Rusia, cercado por las potencias imperialistas y aislado tras el fracaso de la revolución
europea, las condiciones objetivas para lograr estos fines eran las peores.
Las revoluciones no las hacen cuatro iluminados, su fuerza motriz reside en la participación
consciente de las masas. Eso fue totalmente cierto en Rusia. Sin embargo las condiciones
internas —atraso económico— y externas —fracaso la de revolución en Alemania, China,
etc.— sometieron a la revolución y a la población a condiciones extremas de miseria, de
cansancio, etc.
"La revolución es una gran devoradora de energías individuales y colectivas: los nervios no lo
resisten, las conciencias se doblan, los caracteres se gastan. Los acontecimientos marchan
con demasiada rapidez para que el flujo de fuerzas nuevas pueda compensar las pérdidas. El
hambre, la desocupación, la pérdida de los cuadros de la revolución, la eliminación de las
masas de los puestos dirigentes, habían provocado tal anemia física y moral en los arrabales
que se necesitarán más de treinta años para que se rehagan.
(...)
"El reflujo del ‘orgullo plebeyo’ tuvo por consecuencia un aflujo de arribismo y de pusilanimidad.
Estas mareas llevaron al poder a una nueva capa de dirigentes"*.
Las condiciones extremas por las que tuvo pasar la revolución sentaron las bases para que el
control de la clase obrera sobre las tareas administrativas del Estado fuera cada vez más débil.
Un sector de los militares, que se reincorporaron masivamente a las tareas internas del Estado
tras la guerra civil, y de los funcionarios se sintió cada vez más árbitro entre las presiones de la
clase obrera y de los pequeños campesinos acomodados, cuya existencia se debía
precisamente al carácter atrasado de Rusia. De esta manera fueron adquiriendo cada vez más
independencia del control y de la participación de los trabajadores. Poco a poco este sector de
funcionarios desligado de las masas empezó a adquirir conciencia de sus propios problemas,
se da cuenta de que su posición le permite tener, al principio, pequeños privilegios y por tanto
sus preocupaciones, su forma de actuar se conforma con el objetivo de preservarlos e
incrementarlos.
Stalin no fue la "causa" del surgimiento de la burocracia, pero sí encarnó y centralizó los
intereses de la burocracia actuando con saña para defenderlos contra cualquier oposición.
Ese proceso en el interior de la URSS afectó la política exterior de la III Internacional, creada
por Lenin y los bolcheviques, para impulsar la revolución a nivel internacional. Cada fracaso de
la revolución en un país determinado significaba una mayor desmoralización de los
trabajadores en Rusia y por tanto un mayor afianzamiento de la burocracia en el poder. En un
momento determinado, la burocracia vio con auténtico pánico la posibilidad del triunfo de la
revolución en el Estado español en los años 30. El triunfo de la revolución socialista en el
Estado español hubiera significado necesariamente el triunfo de un Estado obrero sano, con la
participación consciente de las masas oprimidas en la gestión de sus propios destinos. Hubiera
tenido un efecto inmediato en toda Europa y cómo no, en la misma Rusia. Los trabajadores
rusos no tendrían la tarea de expropiar a los capitalistas ni a los terratenientes —esto estaba
hecho desde 1917— sino expropiar políticamente a la burocracia que había usurpado el control
del Estado. El triunfo de la Revolución Española hubiera dado un empujón decidido a este
proceso, por eso el pánico de Stalin a ese triunfo, hecho que a su vez explica la actitud de los
dirigentes del PCE.
La desgracia histórica de los años 30 en el Estado español es que el estalinismo se presentó
ante la clase obrera española e internacional como el heredero de la Revolución de Octubre
cuando en realidad, para consolidar su poder tuvo que exterminar, literalmente, a millones de
cuadros, militantes y dirigentes bolcheviques.
La monstruosa degeneración burocrática en la URSS no fue, como dice la propaganda
burguesa, "una consecuencia inevitable de las ideas de Lenin y del bolchevismo". El
anarquismo, cuya teoría había sido destrozada por la fuerza de los acontecimientos históricos,
vio en la degeneración de la URSS una asidero para volver a la carga en su lucha contra todo
"poder del Estado", independientemente del carácter de clase que éste tenía. Olvidaban que la
consolidación de la burocracia durante todo un periodo, sólo fue posible tras el exterminio de
cientos de miles de militantes que estaban relacionados con las tradiciones de Octubre (de la
democracia obrera y del internacionalismo), del verdadero leninismo.
En honor a la verdad histórica habría que añadir que los luchadores más consecuentes y
abnegados contra el estalinismo salieron de las filas del bolchevismo, como Trotsky, y no del
anarquismo. Ha sido la teoría marxista y no la anarquista la que previó, con muchísima
anticipación, la caída del estalinismo y la posibilidad de que la burocracia intentara mantener
sus privilegios volviendo al capitalismo y acabando con la economía planificada.
La desaparición del Estado
La degeneración de la revolución rusa no fue una consecuencia necesaria de los métodos
bolcheviques sino producto de la combinación de una serie de factores históricos
determinados: el atraso económico de Rusia y el fracaso de la revolución en otros países.
El Estado no es algo de ‘fuera’, arbitrario, que aparece y desaparece simplemente porque se
imponga la voluntad de que desaparezca, por el convencimiento de que no sirve. Además de
eso es necesario que sea posible en base a toda una serie de leyes históricas.
Así describe Lenin la disolución del Estado:
"Dicho en otros términos: bajo el capitalismo tenemos un Estado en el sentido estricto de la
palabra, una máquina especial para la represión de una clase por otra y, además, de la
mayoría por la minoría. Es evidente que, para que pueda prosperar una empresa como la
represión sistemática de la mayoría de los explotados por una minoría de los explotadores
hace falta una crueldad extraordinaria, una represión bestial, hacen falta mares de sangre, a
través de los cuales marcha la humanidad en estado de esclavitud, de servidumbre, de trabajo
asalariado.
"Más adelante, durante la transición del capitalismo al comunismo, la represión es todavía
necesaria, pero es ya la represión de una minoría de explotadores por la mayoría de los
explotados. Es necesario todavía un aparato especial, una máquina especial para la represión:
el ‘Estado’. Pero es ya un Estado de transición, no es ya un Estado en el sentido estricto de la
palabra, pues la represión de una minoría de explotadores por la mayoría de los esclavos
asalariados de ayer es algo tan relativamente fácil, sencillo y natural, que será muchísimo
menos sangrienta que la represión de las sublevaciones de los esclavos, de los siervos y de los
obreros asalariados y costará mucho menos a la humanidad. Y ello es compatible con la
extensión de la democracia a una mayoría tan aplastante de la población que la necesidad de
una máquina especial para la represión comienza a desaparecer. Como es natural, los
explotadores no pueden reprimir al pueblo sin una máquina complicadísima que les permita
cumplir este cometido, pero el pueblo puede reprimir a los explotadores con una máquina muy
sencilla, casi sin ‘máquina’, sin aparato especial, con la simple organización de las masas
armadas. (...)
"Por último, sólo el comunismo suprime en absoluto la necesidad del Estado, pues no hay
nadie a quien reprimir, ‘nadie’ en el sentido de clase , en el sentido de la lucha sistemática
contra determinada parte de la población. No somos utopistas y no negamos en lo más mínimo
que es posible e inevitable que algunos individuos cometan excesos, como tampoco negamos
la necesidad de reprimir tales excesos. Pero, en primer lugar, para ello no hace falta una
máquina especial, un aparato especial de represión; esto lo hará el propio pueblo armado, con
la misma sencillez y facilidad con que un grupo cualquiera de personas civilizadas, incluso en
la sociedad actual, separa a los que se están peleando o impide que se maltrate a una mujer.
Y, en segundo lugar, sabemos que la causa social más profunda de los excesos, consistentes
en la infracción de las reglas de convivencia, es la explotación de las masas, su penuria y su
miseria. Al suprimirse esta causa fundamental, los excesos comenzarán inevitablemente a
‘extinguirse’. No sabemos con qué rapidez y gradación, pero sabemos que se extinguirán. Y
con ello se extinguirá también el Estado"*.
Si en Rusia tras la revolución, el Estado siguió manifestando una "vitalidad testaruda", en
palabras de Trotsky, fue porque el desarrollo de las fuerzas productivas no fue lo
suficientemente rápido —debido al atraso y al aislamiento— como para que el Estado
empezara a "disolverse" en la sociedad. Antes de que el Estado empezara a extinguirse los
funcionarios empezaron a ser conscientes de sí mismos como casta privilegiada y empezaron
a actuar como tal, como un "factor autónomo".
Pero insistimos este no es el desarrollo necesario de cualquier proceso revolucionario. Sí
decimos que cualquier proceso revolucionario que acabe aislándose puede conducir a un
proceso de degeneración en un espacio de tiempo más o menos prolongado. Las causas de la
degeneración burocrática, incluso después de un proceso revolucionario clásico, es decir
caracterizado por la participación consciente y masiva de la clase obrera en todo el proceso,
también tiene sus propias leyes y no hay que buscarlas en la esfera de la moral, planteando
ideas tipo "la maldad humana aflora cuando se asocia al poder". Eso no es así.
La experiencia de la degeneración del Estado obrero en Rusia no conduce de ninguna manera,
a la conclusión de que la lucha por la revolución y por la construcción de un Estado obrero sea
un error, sino a que es necesario, en primer lugar, comprender las causas profundas de este
hecho histórico y construir con más voluntad que nunca un factor que se ha demostrado
esencial para el triunfo de todo proceso revolucionario, la existencia de un partido
revolucionario, con cuadros revolucionarios probados, con nivel político, capaces de estar a la
altura de las circunstancias cuando llegue el momento en la mayor cantidad posible de países.
Si hubiera triunfado la revolución en España en 1936-37, en Alemania en 1923 o en China en
1927, el transcurso de la historia de la humanidad habría sido totalmente diferente y si no fue
así es precisamente por el factor apuntado más arriba.
El socialismo no se puede construir en un solo país. Eso no quiere decir que la revolución deba
producirse simultáneamente en todos los países. Pero sólo la utilización racional de las fuerzas
productivas a escala mundial puede permitir el desarrollo armónico y planificado de las fuerzas
productivas y conseguir lo que es fundamental para que todos los trabajadores puedan
participar en las tareas de gestión de la sociedad: tiempo libre, que va necesariamente
asociado a la reducción de las horas de trabajo.
Rusia fue la primera en romper con las cadenas del capitalismo, pero el atraso económico no
desaparece de golpe por el hecho de acabar con la propiedad privada de los medios de
producción. La única manera de acabar con el atraso era la extensión de la revolución a los
países avanzados y eso, que daría pie a una economía planificada mundialmente, no se
produjo. Persistió la situación de escasez durante un tiempo. Incluso, debido a la guerra civil y
al acoso imperialista la economía retrocedió todavía más. En un contexto de escasez, donde la
disputa individual por la satisfacción de las necesidades básicas inmediatas prevalece entre las
preocupaciones de la gente, "toda la vieja mierda vuelve a resurgir" .
IV. El Socialismo
Una sociedad basada en la lucha individual por la supervivencia jamás puede ser una sociedad
socialista. El socialismo implica alcanzar un nivel crítico de producción por el que esta disputa
individual desaparece y con ella la verdadera prehistoria de la humanidad. Será el momento en
que la sociedad humana se desprenderá definitivamente y sin vuelta atrás del reino animal,
iniciando la verdadera historia de la humanidad, no regida por las fuerzas ciegas de la
naturaleza y del capitalismo sino por la cultura, la conciencia y la voluntad de los hombres.
Alcanzar ese nivel de progreso sólo puede venir de la mano de la planificación democrática de
la economía a escala internacional liberando la producción de los límites de la propiedad
privada y del Estado nacional; y este primer paso que es la planificación de la economía
primero en un país y luego a una escala más amplia, sólo puede venir del triunfo de la
revolución socialista en varios países. Existen las condiciones objetivas para el desarrollo de la
humanidad a niveles sin precedentes y también existen las condiciones sociales y políticas
para la revolución. Pero, de igual manera que en el pasado, el triunfo de los procesos
revolucionarios no está garantizado de antemano, es un proceso vivo que depende de muchos
factores pero especialmente de la existencia de partidos revolucionarios con un programa
claro.
La teoría marxista del Estado no sólo no ha fracasado sino que ha sido la única en dar
explicación a los procesos de la ex URSS y los demás países del Este (un proceso que por
cierto aún no ha concluido). Pero la teoría, por más correcta que sea, para convertirse en una
fuerza material, tiene que apoderarse de la conciencia de las masas y esa tarea depende de la
voluntad, de la capacidad de difundir y consolidar las fuerzas del marxismo.
Irónicamente el anarquismo, que ve en la misma teoría marxista (‘autoritaria’) el origen de la
degeneración burocrática estalinista —y no en la combinación de una serie de factores
históricos—, tiene un modelo de sociedad futura que, de llevarse a la práctica, necesariamente
y con independencia de las circunstancias históricas concretas, llevaría a la perpetuación del
Estado y la desigualdad. Pero vayamos por partes.
El marxismo defiende la propiedad colectiva de los medios de producción no por cuestiones
sentimentales o consideraciones de justicia universal, sino porque es una forma de propiedad
que permitiría avanzar a la humanidad a un estadio social superior.
Durante un periodo determinado la propiedad individual de los medios de producción
impulsados por la búsqueda del beneficio individual, supuso un progreso importantísimo para la
humanidad. Este sistema impulsaba la reinversión de buena parte de los beneficios en nueva
maquinaria, tecnología, nuevos campos de investigación, que tenían como objetivo el aumentar
más aún los beneficios, pero que en último término redundaba en el incremento de la
productividad del trabajo humano, que es la base más importante sobre la que se puede
construir una sociedad más próspera.
La economía planificada
La sociedad capitalista ha llevado la producción y la productividad a tal nivel que resulta fácil
entrever lo que sería posible hacer si todo ese potencial se pudiese utilizar para las mejoras de
las condiciones de vida, la cultura y la salud de la mayoría de la sociedad. Un potencial que
bajo el capitalismo, en su etapa de decadencia, es imposible realizar precisamente por la
existencia de la propiedad privada. Para la humanidad la sed de beneficios capitalista implica
ahora muchísimas más lacras que ventajas: hambre, guerras, prostitución, mafia, desempleo
masivo...
La especialización internacional del trabajo y la concentración de la producción a escala
mundial permitiría, con una economía planificada globalmente, satisfacer inmediatamente las
necesidades de la población de todo el planeta. Seguramente la producción de carne de Brasil
y Argentina, en pocos años, podría satisfacer las necesidades de todo el planeta, por poner
sólo un ejemplo. La enorme capacidad productiva existente ahora se convierte bajo el
capitalismo en un situación absurda: por un lado millones de personas desempleadas y por
otro, las que tienen la suerte de trabajar, sobreexplotación salvaje. Todo eso para que una
ínfima minoría siga manteniendo su lujosa vida multimillonaria. Esta es la lógica del máximo
beneficio.
En una economía mundial planificada, en la que se sacara partido de la especialización
alcanzada en los diferentes países y la capacidad productiva global, lo que bajo el capitalismo
se considera como un "exceso" de producción, se convertiría en una satisfacción inmediata de
las necesidades básicas, la reducción inmediata de las horas de trabajo y el trabajo en
condiciones dignas para todo el mundo.
La planificación de la economía sólo se puede hacer efectiva con la expropiación de los
grandes medios de producción y de la banca, ahora en manos de los capitalistas. Según la
teoría marxista, todos los medios de producción serían propiedad de todos los trabajadores,
con independencia del puesto que cada trabajador, individualmente, ocupara en la producción.
La planificación tendría un criterio, un objetivo: incrementar globalmente la calidad de vida de
toda la humanidad, empezando por las necesidades más inmediatas y continuando por las
nuevas necesidades que indudablemente surgirán en una sociedad de este tipo donde, por fin,
el acceso a la cultura y a la ciencia será masivo. La eficacia de la economía planificada
dependerá de dos factores: el control y la participación democrática de todos en la gestión y
toma de decisiones y también en el grado de centralización del plan, es decir, de su capacidad
de aprovechar los recursos existentes considerando todas las ramas de producción de todos
los países (o el máximo posible de ellos).
En lo económico, la concepción anarquista de la sociedad futura es sustancialmente diferente.
Proudhon proclamaba una sociedad en la que los productores se asociaran libremente,
mediante uniones voluntarias. A diferencia de la sociedad socialista, la propiedad de los medios
de producción no pertenecería al conjunto de la clase obrera sino a los trabajadores que
directamente trabajan en dicha empresa, que pasaría a ser una comuna independiente. A
diferencia del capitalismo, una empresa dejaría de tener un sólo propietario, el patrón, y tendría
muchos propietarios individuales, los trabajadores que en ella trabajan.
De entrada, el problema de esta concepción, que en esencia es una versión idealizada de la
sociedad de pequeños productores que precedió al capitalismo moderno, es que choca con el
propio desarrollo que ya han alcanzado las fuerzas productivas en la actualidad.
Evidentemente sería ridículo que funciones desarrolladas por corporaciones de dimensión
internacional, como las telecomunicaciones, el transporte aéreo, el ferrocarril, la electricidad,
tuvieran que pasar a escala comunal, con sistemas propios e independientes. Este hecho
demuestra hasta qué punto el sistema de comunas es una utopía reaccionaria, un retroceso.
Pero vayamos a la cuestión esencial. Una vez expropiados los capitalistas ¿quién toma las
decisiones y bajo qué criterios? La respuesta que da el anarquismo a estas cuestiones viene
predeterminada por la idea de que en su modelo de sociedad no se puede delegar decisiones
que afecten al conjunto en ningún organismo, puesto que en este mismo hecho reside el
pecado del ‘autoritarismo’. El tipo de sociedad basado en comunas, o unidades de producción
autónomas, se desprende de criterios de tipo moral. ¿Pero qué sucedería en la práctica? Sin
un plan centralizado, que determinara constantemente las necesidades globales de consumo y
de producción y la proporción entre las distintas ramas de la producción, el único medio por el
cual los productos llegarían a su destino sería a través del mercado. En el mercado manda la
ley de la oferta y la demanda e imprime una dinámica determinada a la producción: la
competencia, los cierres... Aquellos sectores de la producción que fabriquen más de lo que el
mercado pudiera absorber necesariamente tendrían que cerrar o bajar los precios para
competir, disminuyendo los salarios. Por el contrario, aquellos trabajadores que tuvieran la
suerte de que sus productos fueran muy demandados podrían tener altos salarios.
Bajo el capitalismo el flujo de inversión tiende, anárquicamente, a compensar estos
desequilibrios. La inversión fluye hacia la producción de mercancías en que la oferta es
insuficiente en relación a la demanda y huye de los sectores donde hay saturación.
Estos procesos, que bajo el capitalismo son traumáticos, pues implican cierres repentinos de
empresas sin otra alternativa que el desempleo, no tienen por qué producirse en una economía
planificada donde se pueda prever de antemano las necesidades. El exceso de mano de obra
en un sector puede redundar en la reducción de las horas de trabajo o en la potenciación de
nuevas ramas de producción. Inevitablemente las decisiones que se tengan que tomar
transcenderían los intereses particulares de tal o cual sector de la producción, intereses que
por otro lado ni siquiera tendrían por qué existir dado que los trabajadores tendrían una
conciencia verdaderamente colectiva de la producción, ¡hecho que en gran medida ya existe
bajo el capitalismo! A un plan global inevitablemente corresponderían organismos centrales,
una banca pública única, un servicio de comunicaciones único, un sistema de seguridad único,
etc.
¿Con qué criterios se tomarán las decisiones?
¿Cómo se resolverían estos problemas bajo una economía basada en comunas en las que
nadie podría tomar decisiones que afectasen a otras comunas? ¿De dónde partiría la iniciativa
de invertir en nuevas ramas de la producción, de reducir la inversión en otros casos? ¿Quién
tomaría la decisión de igualar los salarios para compensar el de aquellos trabajadores que
están en comunas cuyos productos no tienen salida, con el de los trabajadores que están en
comunas cuyos productos se pueden vender a buen precio? Según la concepción de comunas
individuales libres nadie podría hacerlo sin caer en el principio del ‘autoritarismo’ con lo que las
desigualdades entre las diferentes ramas de producción con distinto nivel de desarrollo y
productividad se eternizarían y se acabarían convirtiendo en desigualdades sociales, hecho
que necesariamente engendraría lo que el anarquismo pretende destruir: un Estado y de la
peor especie.
De hecho, si las ideas anarquistas de los años 20 en Rusia —que fomentaban la
descentralización de la economía y que cada productor campesino vendiera directamente sus
productos en la ciudad— se hubieran puesto en práctica sin ningún tipo de interferencia por
parte del Estado obrero, rápidamente se habrían impuesto relaciones de tipo capitalista,
basadas en el beneficio individual y en la descoordinación más absoluta de la producción ¡lo
que tarde o temprano hubiera acabado en la restauración del viejo Estado capitalista!
La lucha contra los gobiernos, contra la política, contra los comités, contra la centralización sin
ningún tipo de consideración de clase, acaba jugando en la práctica un papel reaccionario
porque fomenta la desorganización de la clase obrera frente a su enemigo de clase, que se
cuida muy bien de tener un ejército centralizado, un Estado centralizado, una política
centralizada...
Como hemos dicho en alguna otra parte del documento, el todo no es la simple suma de las
partes. La sociedad socialista no sería la simple suma de fábricas colectivizadas, es una
combinación totalmente superior. En sustitución del mercado es esencial la participación de la
todos los trabajadores en todos los aspectos de la economía y de la política. La causa del
colapso de los países ex estalinistas no fue la centralización de la economía —debido a los
mezquinos intereses nacionales de la burocracia de cada país fueron incapaces de llevar
adelante un plan verdaderamente internacional— sino la centralización burocrática, en la que la
toma de decisiones a todos los niveles de la producción y la distribución, en una economía ya
muy avanzada, se hacía entre un puñado de burócratas sin la participación de los trabajadores.
En una economía socialista basada en la democracia obrera, cualquier descubrimiento técnico
que supusiese un ahorro del trabajo humano o una mejora de la calidad de vida,
automáticamente tendría aplicación generalizada. Eso no ocurre así en el capitalismo porque
en este sistema lo que prima es el beneficio individual e inmediato. Los descubrimientos son
más lentos porque la investigación se hace en compartimentos estancos debido a la
competencia entre las diferentes multinacionales, interesadas en descubrir primero, y obtener
así una ventaja temporal. Incluso muchos descubrimientos tecnológicos no tienen aplicación
porque no son considerados rentables a corto plazo y porque a la burguesía le resulta más
ventajoso incrementar la productividad a costa del aumento de los ritmos de trabajo o de las
horas de trabajo, como de hecho está ocurriendo ahora. Si finalmente los descubrimientos
tecnológicos se incorporan a la producción, el efecto que eso tiene en el capitalismo es el
incremento del desempleo.
Es normal que bajo el capitalismo el trabajador esté totalmente desincentivado y encuentre su
trabajo totalmente rutinario. En una economía planificada, con el desarrollo tecnológico que ya
existe, con los avances en el terreno de la comunicación y la informática, la participación de los
trabajadores en los procesos de producción y distribución sería más factible que nunca.
Cualquier descubrimiento en cualquier parte del mundo tendría una aplicación generalizada, sin
el escollo de la competencia nacional, eso dispararía la creatividad de los trabajadores, que
dejarían de sentirse como un complemento de la máquina que genera beneficios para otros.
Todos los trabajadores estaríamos verdaderamente interesados en el progreso técnico porque
eso redundaría inmediatamente en más tiempo libre, más calidad de vida. De esa manera se
avanzaría verdaderamente a una sociedad superior, socialista, en la que gradualmente se
podría hacer efectiva la idea de "a cada uno según sus necesidades, de cada uno según sus
posibilidades".
Epílogo
Queremos remarcar toda una serie de puntos planteados a lo largo del documento con el fin de
clarificar al máximo la posición de los marxistas revolucionarios acerca de la situación actual y
en relación con las tesis del ideario anarquista:
a) El capitalismo ha desarrollado a lo largo de su existencia las fuerzas productivas, la
tecnología y el conocimiento humano a una escala jamás alcanzada anteriormente.
Objetivamente este desarrollo permite acabar de una vez y para siempre con todos los
problemas que asolan a la mayor parte de la humanidad como son el hambre, las
enfermedades, el desempleo, etc.
b) El obstáculo para que eso sea una realidad es la naturaleza del sistema capitalista. El fin de
la producción no es satisfacer las necesidades sociales sino el afán individual de beneficios de
los capitalistas. Los problemas sociales no se derivan de la insuficiencia del desarrollo
económico sino de la propiedad privada de los medios de producción.
c) La actual fase del capitalismo es de declive y decadencia. ¡Es ya incapaz de explotar a los
explotados! El desempleo masivo unido a la generalización del empleo precario y la
incapacidad del sistema de garantizar el futuro a la actual generación de jóvenes son, por sí
mismos, una prueba de que el capitalismo ya no sirve, que es un sistema socialmente caduco.
d) Existe una alternativa al capitalismo que es el socialismo, una sociedad basada en la
planificación consciente y racional de los recursos existentes en beneficio de todos. No hay
ningún obstáculo objetivo para que, partiendo del nivel de desarrollo actual, se puedan reducir
progresivamente las horas de trabajo, incrementar los salarios y aumentar sustancialmente el
nivel de vida y cultural de toda la población de la Tierra.
e) Sin embargo el capitalismo no cae por sí solo dando lugar al socialismo. Sin la lucha
organizada y consciente de la clase obrera el capitalismo no desaparecerá.
f) La contradicción más importante de la situación actual es que las principales organizaciones
de los trabajadores están dominadas por el reformismo, que no tienen una alternativa al
margen del sistema capitalista.
g) El hecho de que eso sea así se debe a que el proceso de formación y consolidación de las
direcciones de los partidos y sindicatos obreros no refleja automáticamente las necesidades
objetivas
e
históricas
del
proletariado.
Durante todo un periodo de tiempo, tras la Segunda Guerra Mundial, el capitalismo desarrolló
las fuerzas productivas de forma espectacular en los países capitalistas avanzados, haciendo
posibles toda una serie de concesiones, conseguidas con la lucha, pero que han dado un
margen importante al reformismo. La idea de que se podían conseguir mejoras sin salirse del
marco capitalista tenía una base material .
h) Esas circunstancias empezaron a cambiar a partir de la crisis capitalista de 1973. Desde
entonces de forma paulatina la burguesía ha lanzado un ataque contra todas las conquistas
anteriores en el terreno de la sanidad, educación, empleo, derechos laborales, libertades
democráticas...
La crisis del capitalismo es también la crisis del reformismo, la crisis de las condiciones clásicas
en las que el reformismo tiene posibilidad de consolidarse. En la medida en que hay menos
margen de concesiones, el reformismo se transforma cada vez más, en la práctica, en
contrarreformismo.
i) El hecho de que el dominio del reformismo se prolongue más tiempo de lo que sería normal
se debe a que la relación entre los procesos políticos y económicos no son automáticos. El
reformismo sin reformas y los consiguientes pactos y manejos por arriba con la burguesía
puede tener un efecto desmoralizador entre los trabajadores en la medida en que no existe una
alternativa revolucionaria. La caída de participación en los sindicatos y partidos obreros actúa
como un balón de oxígeno para los dirigentes reformistas, que se ven menos presionados por
la
base.
Otro factor ha sido la caída de los regímenes estalinistas del Este, que ha sido presentado por
la burguesía como un "fracaso del socialismo", deslegitimando cualquier alternativa al
capitalismo. Eso ha tenido un efecto en el movimiento obrero y ha alentado aún más a
determinados dirigentes en su giro al "libre mercado".
j) La ausencia de una alternativa revolucionaria con una influencia de masas en esas
circunstancias, tiene un doble efecto: por un lado facilita la influencia que tiene el reformismo
en las organizaciones obreras y por otro lleva a un sector de los trabajadores y de la juventud
hacia posiciones ultraizquierdistas. Ambos fenómenos son dos caras de la misma moneda y
están
interrelacionados.
Especialmente entre la juventud eso facilita el surgimiento de pequeños grupos anarquistas o
semianarquistas cuyas ideas se basan en la lucha contra los "partidos", contra los "dirigentes",
en la indiferencia entre "izquierda y derecha", etc. Esos fenómenos no son nada nuevos. Sin
embargo la existencia de sindicatos, partidos, dirigentes, izquierda y derecha obedece a
razones históricas y sociales muy profundas como para que puedan desaparecer por muy mal
que actúen sus dirigentes.
k) La construcción de un genuino partido marxista con influencia de masas, es la tarea central
para garantizar el éxito de la revolución; esto sólo puede hacerse en base a la defensa de un
programa socialista consecuente junto con un método correcto de aproximación a los
trabajadores
y
a
los
jóvenes
allí
donde
ellos
se
encuentren.
El reforzamiento de un movimiento revolucionario sólido no puede hacerse en base a un
enfrentamiento sectario, en base a insultos hacia las organizaciones obreras y sus dirigentes.
Los efectos de esos métodos no hacen mella en la influencia de los dirigentes reformistas y en
todo caso les refuerza.
l) Un movimiento revolucionario serio sólo tiene posibilidad de disputar al reformismo su
posición en el movimiento obrero y juvenil si es capaz de demostrar que son los más
consecuentes luchadores contra la burguesía y contra el sistema capitalista. Pero eso no se
consigue despreciando la lucha reivindicativa por mejoras inmediatas, sino relacionándola con
una perspectiva más amplia y con unos métodos de lucha que pongan en evidencia ante los
trabajadores
que
los
reformistas
no
quieren
luchar
ni
tienen
una
alternativa.
Tampoco se consigue planteando reivindicaciones que no son parte de la preocupación de la
mayoría de los jóvenes y trabajadores, aunque puedan parecer muy radicales.
m) En el futuro es inevitable que se desarrollen luchas cada vez más duras y masivas entre la
burguesía y el reformismo actual, bastante derechizado, que tendrá cada vez más dificultades
para mantener su influencia y su control sobre las organizaciones obreras. En el periodo que
entramos es inevitable que haya giros a la izquierda y desmarques por parte de determinados
dirigentes
respecto
a
la
política
seguida
hasta
el
momento.
Eso tendrá enormes efectos políticos en la conciencia de los trabajadores y los jóvenes, creará
muchas ilusiones y tarde o temprano se incrementará el nivel de participación de los
trabajadores y los jóvenes en la vida política. Eso se expresará inevitablemente en las
organizaciones obreras.
n) Lejos de ser un fenómeno negativo, la participación en la política por parte de la juventud es
algo muy positivo y quien mejor lo sabe —porque lo ven "muy negativo"— es la propia
burguesía y aquellos dirigentes que han dominado cómodamente esas organizaciones en el
periodo
anterior
sin
ninguna
oposición.
Creer que la juventud y los trabajadores que están organizados políticamente son "borregos"
sólo puede partir de un desconocimiento profundo de cuál es la dinámica real de la lucha de
clases.
ñ) Ciertamente los cambios hacia la izquierda que se puedan producir en las organizaciones no
conducen necesariamente hacia una política genuinamente revolucionaria. Por eso los
marxistas revolucionarios no somos espectadores pasivos de los procesos sino que
intervenimos en ellos apoyándonos en todos los aspectos de la situación concreta que puedan
facilitar la compresión y la asunción del programa marxista por los trabajadores y la juventud.
o) La construcción de una alternativa revolucionaria no se hace de un día para otro ni en base
a cuatro consignas, ni a cuatro fetiches organizativos. Es un trabajo paciente que combina la
intervención práctica con un estudio serio de todos los procesos revolucionarios habidos a nivel
internacional.
La teoría es una guía para la acción y también es una condensación de toda la experiencia
previa del movimiento obrero. El desprecio a la teoría, a la política, no puede conducir a otra
cosa que a asumir inconscientemente una política y una teoría determinada. Ningún modelo
organizativo artificial, llámese horizontal o lo que sea, puede sustituir a un programa y unos
métodos revolucionarios correctos.
p) La lucha contra el burocratismo, la manipulación, las decisiones al margen de los intereses
de la juventud y de los trabajadores está completamente ligado a la defensa de un programa
revolucionario alternativo.
q) El optimismo y la confianza del marxismo en el futuro se basa en que la experiencia del
movimiento obrero le lleva necesariamente a conclusiones marxistas y revolucionarias. Pero el
ritmo de ese proceso no es un factor secundario, la revolución no se produce al margen de la
contrarrevolución, de ahí que el desarrollo, la difusión y la organización de un movimiento
marxista y revolucionario sea en último término una cuestión decisiva.
r) La podredumbre del sistema capitalista no garantiza automáticamente su derrocamiento y su
sustitución
por
un
sistema
más
justo
y
más
próspero
para
todos.
La transformación socialista de la sociedad, el triunfo de la revolución, es una tarea consciente
y a ella hemos intentado contribuir con este documento.
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