Cuchcabalob, batabiles y señoríos en el Yucatán del siglo XVI1

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Cuchcabalob, batabiles y señoríos en el Yucatán del siglo XVI
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Este libro constituye una historia de los pueblos y caciques yucatecos ocurrida entre 1550 y 1580.Al igual que otras obras aquí
reseñadas, el autor nos informa sobre los cambios y ajustes sufridos por los asentamientos poblacionales prehispánicos en la
transición de los antiguos cuchcabalom mayas (a lo que se ve, el equivalente de lo Altepeme mexica) a los señoríos hispánicos. Si
bien la temática gira en torno al problema de las formas de dominio y las estructuras políticas locales, tiene el mérito de rescatar
precisamente las unidades de asentamiento como sujetos de un proceso que empiezan a ser estudiadas de manera sistemática.
El trabajo es producto de una tesis doctoral defendida en el Centro de Estudios Históricos del Colegio de México en 1990. Está
dividida en cuatro capítulos más tres apéndices. Sus fuentes son las mismas empleadas por Ralph R. Roys, Robert S. Chamberlain
y France F. Scholes, quienes a su vez remiten a los cronistas del siglo XVI, Landa y López de Cogolludo, aunque el autor ofrece “un
nuevo modelo de organización político-territorial prehispánico sustancialmente distinto al formulado por Roys en 1943” (pág. 15).
Desde la Introducción, el autor nos aclara los conceptos de su análisis en una forma muy precisa. Sitúa al batab (equivalente al
tlatoani, según se desprende del análisis) y el rol jugado por éste en el batabil, en el cuchcabal y en el tzucub, las tres instituciones
básicas en la península al momento de la llegada de los españoles; concretamente, el batabil se identificó con el cacique y el
cuchcabal con el pueblo.
Pero vayamos definiendo en palabras del autor cada una de estas instituciones. El cuchcabal tuvo una naturaleza política y
territorial. Estaba gobernado por el halach uinic al cual, el batabil estaba sujeto, de tal forma que el representante de éste, el batab
se subordinaba a aquél. Por su parte, el tzucub “… agrupaba al batab y al halach uinic, integrantes de un mismo linaje. La
pertenencia de estos personajes a dicha institución era la que les permitía monopolizar el poder y les garantizaba controlar el
acceso a él” (pág. 16).
El capítulo primero se dedica a la “Organización política indígena de la época de la invasión española, destacando la obra de Roys
en relación al dominio de Chichen Itza y de Mayapán. En el apartado tercero del capítulo nos acerca a la definición de cuchcabal. Es
de señalar que a la caída de Mayapan, los señores pertenecientes al multepal (adviértase la semejanza con la palabra tepetl de la
lengua mexicana) las unidades se fragmentaron, siendo gobernados por los halach uinicoob. Las unidades regidas por éstos fueron
los cuchcabal, cuyo significado posee tres morfemas: cuch, que puede significar carga que se trae a cuestas (cfr. Okoshi) que alude
a las funciones de gobierno, y en consecuencia, al lugar en donde residía el poder. El segundo morfema es cab, que de acuerdo al
diccionario de Motul significa pueblo o región, términos polisémicos, que aluden a personas que ocupan una misma posición o bien
al lugar en donde reside tal conglomerado. El autor nos aclara que como región, cab refiere a la noción de territorio, al sería el tercer
morfema que constituye la adjetivación de éste, lo que coincide con el concepto de cuchcabal ya citado líneas arriba.
Con la fragmentación política a consecuencia de la caída de Mayapan, muchos bataloob no se integraron a los chuchabaloob, que
el autor le asigna una función centralizadora del territorio. Las fuentes documentales hacen suponer, o bien, que los bataloob más
poderosos se hallaban unidos por alianzas políticas o de parentesco y los más débiles, hayan sido anexados o conquistados por los
primeros.
En la estructura de los cuchcabal, el autor distingue tres niveles. El primero era el cuchteeel integrado por grupos de familias
extensas y que Roys identificó como barrio. A decir de Quezada, con base en el Diccionario de Motul, este término tiene varias
significaciones que van desde “súbdito o vasallo”, o bien “familia o gente que tiene una casa”, otro es el de “feligrés” en tanto
perteneciente a una parroquia –suponemos que esto ya en los tiempos hispánicos. Otro significado que se nos antoja más
interesante por su analogía con el tlaxicalli fue de “parcialidad o parte de un pueblo que uno tiene a su cargo” (cita 60, pág. 39). El
segundo lo constituía el batabil propiamente dicho que era un conjunto de unidades sujetas a un batab (identificado por el
“cacique”). El autor hace una prolija descripción de su carácter y funciones en donde se distingue las ejercidas como gobernante en
el territorio asignado, es decir, el batabil. Un aspecto importante era que las unidades que controlaba no estaban físicamente juntas
sino más bien dispersas, sus funciones tampoco eran ejercidas de forma vertical ya que entre éste y la población existía un consejo
de representantes de los pueblos que componían el batabil; en fin, las actividades del batab eran más bien administrativas y de
control, de organización de trabajos colectivos, de defensa y aun de fiestas y ceremonias. La complejidad de este sistema derivaba
en el multicitado halach uinic que cohesionaba al cuchcabal en su conjunto. Todos estos personajes representantes de las
instituciones mencionadas estaban identificados por un topónimo.
Tanto los bataloob como los halach uinic, considerados miembros de la nobleza (almehenoob), descendientes de un antepasado
común, estaban vinculados con el tzucub, asociado “con los patronímicos de los linajes gobernantes, fue ante todo una institución
parentil”, que el autor relaciona con el parentesco, sin tener jurisdicciones propias, como también carecían de funciones
administrativas. En este punto surge una confusión ya que el autor añade: “Estos linajes, dado su carácter noble, fueron los que
ocuparon los oficios de batab y halach uinic, es decir, constituían grupos políticos que ejercían el poder y controlaban el acceso a él”
(pág. 46).
Quezada destaca la dispersión de los asentamientos. Esto estaría dado por el carácter itinerante de la agricultura maya, lo que a su
vez tenía que ver con el tipo calcáreo de la península, la falta de ríos y el acceso al agua a través de los cenotes. Recordemos que
la fragilidad de los bosques tropicales y la pobreza de los suelos obligaba a un manejo del espacio muy preciso. La complejidad de
la organización política, sin límites definidos entre los batabaloob, fue la causa de que los poderes centralizados fueran más bien
débiles “lo que influyó de manera poderosa para que la elite indígena no pudiera obtener del control de la tierra una parte
significativa de sus rentas” (pág. 48), situación contraria a la predominante en las altiplanicies novohispanas con sus tierras
patrimoniales y sus trabajadores terrazgueros. Así, más que la tierra propiamente dicha, la fuente de poder era el dominio sobre la
fuerza humana.
Al final de este primer capítulo el autor polemiza con Ralph Roys en relación al carácter tripartito de la organización política maya.
Quezada sugiere más bien, dos formas de organización. Una en la que el halach uinic poseía ciertas funciones ejercidas de manera
mediada. Una segunda fue aquella en la que “funciones globales estaban depositadas en diferentes personas que reconocían a una
de ellas como halach uinic” (pág. 51). En el primer caso llama la atención el poder relativo de éste. Un elemento que el autor
argumenta es la capacidad para imponer a un batab dependiendo del linaje al que se pertenecía, cuestión que implicaba los
términos de dependencia con respecto a linajes diferentes. En el caso de una fractura, el halach uinic no tenía la facultad para elegir
al batab, tarea que entonces recaía en los sacerdotes. En este punto, nos preguntamos en el tipo de negociación que se establecía
o si existía una rotación de gobernantes entre los varios linajes que constituían la elite de los cuchcabalob.
El segundo capítulo está dedicado a la “Formación de los primitivos pueblos coloniales”. La fragmentación del territorio de los
cuchabaloob obligó, en un principio, a la desestructuración de estos. En un primer momento, la acción combinada de militares y
frailes realizaron esta tarea. A mediados del siglo XVI los sustituyeron los civiles. Lo importante a señalar es que en el proceso de
congregación, los españoles se basaron en la figura del batab, quien de esta manera se convirtió en la pieza clave de la política y
administración local, desplazando al halach uinic y asimilando a la institución batabil a la categoría de pueblos de indios, tal y como
había ocurrido con los altepeme en la Nueva España. No obstante, el autor matiza el proceso al señalar como las ordenanzas de
Tomás López normaron los excesos de los encomenderos, lo que fue complementado del visitador Loaysa y más tarde de Diego de
Quijada, todo ello acompañado del primer ciclo fundacional de ciudades, confluyó en una política de reducción, apoyada por la labor
evangelizadora de los franciscanos.
Quezada parte de la premisa de la dispersión de cuchabaloob y del papel ejercido por el halach uinic. Los españoles, con el fin de
congregar a los mayas siguieron dos líneas de acción. Por un lado, la congregación propiamente dicha “lo que trajo como
consecuencia que la espacialidad suponía un proceso de concentración” (pág. 82) y la segunda, juntar a varios pueblos en un
mismo sitio o asiento. El autor atribuye el éxito de estas políticas al hecho de que “en términos generales” fueron respetados los
ordenamientos preexistenes, es decir, los basados en la dispersión. El congregar unidades dispersas no implica precisamente un
respeto a éstas. Para el autor “No existen evidencias de que la política real se haya distinguido por violentar de manera premeditada
los vínculos que existían entre los sujetos y sus cabeceras, congregándolos en lugares distintos o trasladando pueblos enteros a
provincias diferentes” (pág. 82). Esta disonancia se acentúa cuando páginas más adelante el autor documenta reestructuraciones
de pueblos, huidas de indios congregados a regiones de refugio y, sin duda, el papel de las epidemias. Con todo, las
congregaciones eliminaron el rol de los bataboob y su sustitución por las autoridades designadas por los representantes de la
corona, lo que prefiguró una nueva generación de caciques, además de que las ciudades cumplirían con las funciones mercantiles,
políticas y sociales de un ordenamiento territorial que abría esta etapa de la historia yucateca.
El proceso de reducciones y de centralización vino acompañado de la introducción del cabildo indígena, que el autor describe en el
capítulo tercero (“Los cabildos indígenas. 1550-1580”). El cabildo era una institución española que en el caso mesoamericano
estuvo representada por un cacique-gobernador, lo que implicó la redefinición de las funciones de éste en términos de
administración hispánica. Su función centralizadora era evidente en lo que se refería a limitar o de plano suprimir el poder de los
gobernantes prehispánicos. Por otra parte, las funciones del cacique- gobernador se ejercieron por encargo y no precisamente por
herencia como había ocurrido con los bataboob y los halach uinic. No obstante, la pervivencia de las prácticas religiosas
prehispánicas y el poder que acumulaban los caciques obligó a un segundo periodo de reducción a finales del siglo XVI, lo que
debilitó el poder de los cabildos, cuestión que subyacía al proceso de transformación política como el autor lo sostiene en los
procesos que conspiraron para que los cabildos no prosperaran, principalmente “la reacción natural de los caciques, que trataron de
impedir que sus poderes quedaran disminuidos a favor de un gobernador único, aunque algunos pudieron establecer acuerdos
tácitos o implícitos para mantener su autonomía política” (pág. 125). Esto fue un aspecto que preludió la crisis del cacicazgo, objeto
del último capítulo del libro, dedicado a “La decadencia de los caciques yucatecos 1550-1580”. El autor empieza recalcando los
privilegios de los caciques haciendo una salvedad importante. Al contrario de la posición más que privilegiada de los caciques de la
Altiplanicie Mexicana, los de la Península deYucatán estaban en una situación relativamente precaria. No era tanto el dominio del
espacio territorial de una región carente de grandes recursos (en especial minerales) sino del control de la energía humana sobre
los macehualoob. A partir del gobierno de Diego de Quijada esto quedó estipulado mediante la legislación española.
La prohibición de cobrar tributo en especie o dinero o las prerrogativas que los caciques tenían, fueron aplicadas en función de
varias circunstancias. Una de ellas derivaba del prestigio y ascendiente que aquéllos tenían sobre su comunidad y el otro, de la
necesidad de los españoles en relación a los pueblos sujetos. El monto del tributo por sobre lo estipulado, junto con los excedentes
de las cajas de comunidad organizadas por los frailes, dio lugar a enriquecimientos, tal vez no tan deslumbrantes, que las
autoridades españolas no pudieron, al menos por varios años, controlar.
Fue en 1583 cuando el visitador García del Palacio estableció un tributo único lo que limitó los ingresos caciquiles, prohibiendo otras
exacciones como el pago de licencias para contraer matrimonio. En una perspectiva política, el visitador estipuló que fueran los
“cuerpos de república” quienes “supervisaran a los caciques y sus descendientes (pág. 142) en sus prerrogativas y usufructos que
tenían en calidad de tales; situación que derivó en un proceso de crisis que condujo al predominio de una nueva clase de
gobernantes.
El libro en su conjunto ofrece un panorama de transición de las instituciones mayas a las hispánicas. Tres apéndices documentales
apoyan la investigación, así como una serie de mapas, cuadros y croquis. Si bien es un trabajo publicado hace 18 años inspira
nuevas investigaciones en materia de geografía histórica, en especial, sobre la conformación espacial de estas unidades, sugeridas
en los mapas que acompañan al texto y que, esperemos conocer en los trabajos recientes de la historiografía yucateca sobre el
tema.
Joaquín Roberto González Martínez
1
Quezada, Sergio. Pueblos y caciques yucatecos. 1550-1580. (1991). México, El Colegio de México. 230 pp. (Mapas, ilustraciones
y gráficos). Rústica. 20 cm. X 13.5 cm.
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