EL baúl Alfredo Granguillhome

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EL baúl Alfredo Granguillhome Cuando Josefa tuvo en sus manos los fajos de billetes de banco recibidos como gratificación por haberse partido el alma su marido ~ i Y vaya que se la partieron!~ en la toma de Zacatecas, con la punta del rebozo enjugó una lágrima rebelde que pugnaba por salir, metió el dinero en un baúl, con la ayuda de dos “juanes” puso el bulto en el lomo de su burro y tomó rumbo hacia el lejano caserío, su nativo solar hundido en la maraña de cerros del occidente de México, para al fin, después de varios días de penoso recorrido, de nueva cuenta abrir la choza del viejo hogar, ahora no compartido y solamente plagado por una tupida soledad. Con la pena de haber enterrado días antes a su viejo, sentada en un butaque, por horas puso su mirada en la lontananza brumosa retacada de pinos y oyameles, luego empujó el baúl hacia un rincón y se dispuso a proseguir su vida habitual, la misma que enjaezaba su pobreza de antes, pero en lo sucesivo sola, porque ni vecinos ni parientes, con su escasa capacidad emocional, podían llenar ese hueco abierto como llaga en su destino. Posiblemente la Revolución le quiso hacer justicia, esos fueron otros tiempos, y los que siguieron, cambiaron en forma rotunda la faz de las cosas, porque acabó la bola y los participantes, incluidos lechuguinos Y petimetres del porfirismo que nada arriesgaron, escondidos y protegidos tras las enaguas de sus mujeres, pasado el fragor de los combates se aprestaron a participar de los privilegios y prebendas al iniciarse el nuevo gobierno, exigiendo su parte del botín institucional, de modo que el reparto se hizo ‐y se sigue haciendo‐ hasta donde fue posible cubrir: El olvido, para los que arriesgaron el pellejo; a los que destacaron, desde alcaldías y curules hasta secretarías de estado, jefaturas de aduanas, manejo de presupuestos y créditos del exterior, resultando distinguidos en ocasiones y con preferencia, muchos de los que poco antes entonaban entusiastas loas y zalemas al tirano. En Chimilpa, Josefa volvió a sus rutinas y a nadie importó el contenido de su baúl, con la creencia general de que guardaba allí lo de costumbre: recuerdos de viuda tales como la ropa del difunto, su canana, machete, pistola y rifle, revuelto esto con los harapos cotidianos y algunas arrugadas fotografías de familiares. Con la paz que retornó al país, se inició el lento y paulatino retorno de los privilegios tan ardientemente combatidos, pero el tiempo siguió detenido en Chimilpa, pues de la gente del centro, a nadie se le ocurrió ‐ni siquiera a los políticos – echarse jornadas a caballo con duración de varios días para llegar a ese poblado. Josefa, rodeada a veces de vecinos y chiquillos, narraba las correrías habidas con su marido por entre la breña de la revuelta armada: ‐ Yo le cargaba los rifles pegada al tecorral o a una pared, y él combatí con rabia y gritaba a los demás que no fueran coyones. Aluego que a los del otro lado les entraba el miedo, empezaba la corretiza, pa entrar luego a la población y metemos en las casas de los catrines, a veces ni sabíamos pa que, pero había algunos que cogían cosas, mientras otros agarraban muchachas y allí mesmo se las tronaban, aunque pocas eran las que se resistían mucho, que al menos conservaban el pellejo a cambio de refregarse con nuestros mugrosos. ‐ ¡Qué cosas cuentas Josefa! Total, te quedaste sin marido y ora nomás vives de los recuerdos. ‐ Claro, pero ¡qué recuerdos! Todo era vida, pura vida… ‐ y después de eso ni siquiera te dieron las gracias… Echó Josefa como de soslayo una leve mirada al baúl, entornó los ojos y cruzó las manos sobre el regazo: ‐ Las cosas muchas o pocas no llenan tanto la vida como la compañía de los que queremos. Mi marido y yo, no nos metimos en esto por sacar beneficio, una parte por ver mundo nuevo y otra por pura emoción, y también de coraje al ver lo que le pasaba a muchos probecitos que vimos amarrados a un palo con el cuero sacado a puro reatazo de sus patrones. Si dieron algo, nada vale si no se comparte. Yo vide a unos que se hacían con bolsas de centenarios, y aluego se largaban, pero esos jijos de. . . ya no eran de los nuestros y si los volvíamos a encontrar, los poníamos a comer tierra en un agujero. Días después, uno de sus conocidos la detuvo en la calle: ‐ Josefa, ¿va usté a casarse de nuevo? ‐ Eso de casarse es cuento. ¿Quién se casa en este pueblo? Ni siquiera llega el cura, de modo que aquí hay puros arrejuntados. ‐ Pero no está vieja y… ‐ Bueno, a mi hombre lo quise de verdá, ya está en el cielo o quién sabe. A veces me gusta tener compañía, pero ni modo de quitarle el hombre a la que ya lo tiene, y los demás, o están muy chamacos o muy viejos, yeso es meterse en líos. ‐ Pos yo ni soy viejo ni muchacho, ni estoy casado y en estos montes hace mucho frío pa dormir solo. ¿Qué le parece? ‐ ¡Ya sale usté con eso! Vaya modo de namorar, sólo me quiere pa cobija, y después de todo, más vale que las cosas sigan como están, si siente frío, prenda leña y ya está. Josefa, cuarentona, se hizo de marido otra vez, aunque el hombre ‐Jacinto‐ no era muy dado al trabajo de sacar leña y sembrar maíz, y prefería quedarse echado hasta la tarde, aunque algo llegaba a hacer para justificar el techo, el taco y lo que le daba la mujer. Un día, vio el baúl y quiso abrirlo, pero tenía llave echada y le entró curiosidad. Cuando la mujer llegó del mandado la interpeló: ‐ ¿Qué tienes en ese baúl? ‐ Nada que te importe, Jacinto, cosas de mi viejo fallecido. ‐ ¿Pa qué las guardas? ‐ A ti que te im. . . pos por costumbre y no hacen bulto. ‐ Pero ora soy tu hombre, y no me gusta que haya algo de otro. ‐ Tú no entiendes, se trata de recuerdos de la bola. Hombres y mujeres de este pueblo, como tú, se quedaron, mientras nosotros fuimos a echar bala, unos regresaron y otros se murieron. Deja las cosas como están. ‐ Ta bien, pero al menos enséñame lo que hay allí. ‐ ¿Pa qué? Yate dije. . . ‐ Pura curiosidá, y si vamos pa viejos ¿qué te cuesta abrir pa que le échemos un ojo? ‐ Te irías de espaldas. ‐ No lo creo, abre. Josefa miró de nuevo a la cresta del monte coro nada con su arboleda, disfrutó con fruición el aire cargado de efluvios de paz, que hasta esos momentos rezumaba el ambiente. Tomó la llave y abrió el baúl, para que Jacinto recreara la pupila abierta hasta lo increíble, con el espectáculo de los fajos de billetes que para él significaban una fortuna escondida hasta entonces. El hombre cerró con lentitud el cofre, tomó asiento en un butaque, prendió un cigarro y miró a Josefa que con indiferencia explicó: ‐ Es la parte que le tocó a Manuel y se la guardo. – Pero es tuya porque él murió, entonces somos ricos porque soy tu marido ¿o no? ‐ Como quieras, pero si hemos vivido sin necesidades en nuestro pueblo, ¿pa qué perder la tranquilidá? ‐ Voy a coger ese dinero, nos largamos de aquí y a disfrutar la vida en la capital. Es mucho y se hizo pa gastarlo. . . ‐ Pero se te olvida Jacinto, que tú no lo ganaste, costó sangre, no es tuyo y yo con eso hago lo que quiero, y semiace que le voy a prender un cerillo, porque ya te veo cambiado y no eres el mesmo. Jacinto guardó silencio porque Josefa tenía razón. Miró largamente el baúl y respondió con lentitud: ‐ Déjalo donde está, échale llave a la tapa y aluego nos metemos a dormir. Mañana será otro día. En la madrugada, el hombre se levantó con sigilo, suponiendo que la mujer estaba profundamente dormida, pero ella se dio cuenta de todo lo que hacía, como dejar abierta la puerta y echarse el baúl a la espalda, para después cargar el burro con el bulto y producirse a continuación el silencio de la ausencia. Con el lento paso de los días, Josefa siguió su vida como antes, aunque un modo de calma le envolvió gratamente, como sentir que el aire era más puro al bajar de los pinares inundándole con su frescura los pulmones. Una tarde, al retornar de sus rezos, encontró a Jacinto en la choza, baja la cobarde y huidiza mirada. ‐ ¿Y el baúl? ‐ Allí está otra vez. . . ‐ ¿Vacío? ‐ Igual. ‐ ¿Qué pasó? ‐ Esos billetes ya no sirven, pos en el banco me dijeron que los habían dado de baja hace tiempo. – ¿Y ora? ‐ Pos aquí estoy de nuevo. Josefa le echó una mirada apreciativa, fue a la puerta y la abrió: ‐ Vete y no vuelvas más por aquí. Cuando el hombre hubo salido, tomó el baúl y lo colocó donde siempre estuvo, como lazo único que la ataba a un pasado apasionante e intenso, que la justificaba como soldadera que fue de la Revolución, al arriesgar ella y su hombre todo, hasta la vida, como contribución a un ideal social que todavía está por convertirse en realidad. 
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