UN PALACIO SOBRE LAS AGUAS Pedro Azara Escuela

Anuncio
UN PALACIO SOBRE LAS AGUAS
Pedro Azara
Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Barcelona
Quisiera presentar a dos dioses creadores u ordenadores del mundo, mostrar que eran
arquitectos, que su obra consistió en controlar las aguas primordiales y que dio lugar a
una arquitectura celestial, modelo de todas las construcciones terrenales, y fuente de
vida.
Mitos e himnos mesopotámicos poseen explícitas y detalladas referencias a la
arquitectura: entre éstas, descripciones de proyectos, de la puesta en obra y de su
construcción. La arquitectura era un arte o una actividad central en Mesopotamia. Se
han preservado himnos que describen y glosan construcciones; se conserva incluso un
texto que describe la reconstrucción de un templo, que podría ser considerado como una
memoria de un libro de obra actual (Cilindro A, de Gudea, hoy en el Museo del Louvre
de París). Por otro lado, el lamento por la destrucción de ciudades constituía un género
literario muy practicado. Los reyes gustaban de cantar, de fijar para la eternidad sus
gestas edificatorias. Construir y reconstruir hacían parte de sus prerrogativas. Su poder
y su talante se manifestaban en las obras.
Poseían un modelo cuyas acciones, cuyos consejos o cuyas órdenes debían seguir. Las
grandes construcciones (desde la planificación urbana hasta la erección de templos y
palacios) estaban supeditadas a la voluntad del cielo que escogía el terreno, la tipología
y las técnicas constructivas. Mesopotamia destaca en este sentido porque es una de las
culturas antiguas cuyo panteón posee un dios claramente dedicado, junto con otras
labores emparentadas con la creación y la mejora del mundo, a las tareas edilicias.
Enki era su nombre. Y Enki era, en términos modernos, un arquitecto. Pensaba y
actuaba como un arquitecto ¿Cuáles fueron entonces sus obras?
El trabajo arquitectónico de Enki se llevó a cabo en dos planos: el terrenal y el celestial.
En efecto, ayudó al rey Gudea a llevar a cabo la reconstrucción del templo de Ningirsu,
en Larsa (templo cuyas trazas se han hallado), tal como el propio rey afirma en su
“autobiografía”. Al mismo tiempo, proyectó y edificó un palacio para An, el dios del
cielo, situado en las alturas. Por otra parte, Enki se ocupó de todas las fases edilicias,
desde el proyecto hasta la puesta en obra. Con una caña de afilada punta, dibujó en el
barro húmedo la planta del arca que Utnapishtim, el llamado Noé mesopotámico, tenía
que construir. Pero también dio a luz a toda una serie de divinidades menores a quienes
formó como técnicos en la construcción y a quienes encomendó la supervisión de las
distintas labores constructivas que se debían llevar a cabo en la obra, desde la
fabricación y eventual cocción de ladrillos hasta la cuidada instalación de las piedras de
ángulo en las zanjas corridas para acoger los cimientos del edificio. Quisiera comentar
uno de los momentos de la labor arquitectónica en la que Enki destacó, así como una de
sus obras emblemáticas.
Enki proyectó y se construyó su templo en su ciudad “natal”, Eridú, de la que era la
divinidad tutelar. Las fases sucesivas proyectuales y constructivas, en verdad, no eran
tales, ya que Enki ideó y edificó al mismo tiempo, y su obra tenía las características
tanto de un modelo (ideal) como de un edificio (individualizado). Este templo poseía
una muy compleja planimetría y una cuidada organización interior. Su intrincada planta,
hecha sin duda de cortos tramos de muros dispuestos en cruz, como se descubre en
algunas tablillas de arcilla con plantas de edificios, se asemejaba a un tejido hecho de
fibras vegetales entrelazadas. Algún estudioso lo ha descrito como una “creación
semejante a la de Dédalo”1. Al mismo tiempo, el templo comprendía varias estancias,
entre las que destacaba la cámara nupcial en la que su hijo Marduk sería concebido2.
Dicho templo no era verdaderamente una construcción original sino que repetía un
modelo ya conocido, con el que mantenía un estrecho parecido. Este modelo, sin
embargo, no era ajeno a Enki. Antes bien, le pertenecía en exclusiva. Apsû: tal era el
nombre de esta obra preexistente que Enki tomó como referente. Apsû era un espacio
sagrado sobre el que reinaba el dios de la arquitectura3.
El Apsû era el dominio de las aguas primordiales que alimentaron la creación del
universo, de las que el mundo visible e invisible bebió hasta su definitiva conformación,
y Apsû era el nombre que recibía el mismo palacio de Enki sobre las aguas
primordiales. A su vez, el Apsû era calificado de “noble santuario” (Enki y el
ordenamiento del mundo, v. 1484). Las aguas y el templo de los orígenes se confundían.
La arquitectura y la materia de los inicios eran lo mismo, eran una misma y única
entidad, una misma naturaleza con dos manifestaciones. Ambas estaban en los inicios
de la vida, ambos volúmenes la alimentaban.
No sería por cierto la única vez que el Apsû fue utilizado como modelo de un espacio
habitable. El arca, que Enki proyectó y cuya construcción mandó también se inspiraría
en el Apsû, según cuenta el babilónico Poema de Atrahasîs5. El arca era un cuerpo
geométrico puro, un gigantesco paralelepípedo, dividido interiormente en siete pisos,
perfectamente calibrado, totalmente estanco gracias a la aplicación de alquitrán en las
juntas6.
¿Pero, entonces, ¿ las glaucas aguas primordiales estaban contenidas en una profunda
balsa de planta rectangular? En un conocido sello cilindro está grabada una imagen en
bajorrelieve que los especialistas han interpretado como del santuario principal de
Enki7. Lo que se muestra es un marco vertical, rectangular –que se considera como una
vista en alzado del sancta santorum del templo-, con dos estrechas franjas horizontales
en la parte inferior y que sin duda representan una escalinata, en cuyo interior se
muestra el dios, erguido, o su imagen de culto. Esta construcción está enmarcada por
una elegante franja de bordes paralelos, de cierta anchura, recorrida por un motivo
continuo de líneas ondulantes. Éstas representarían una superficie acuosa. Este marco
no estaría constituido por cuatro brazos en ángulo recto, como cuatro canales que
rodearían el santuario, sino que haría parte de una superficie continua, sobre la que se
situaría la capilla principal o el templo en su totalidad: la superficie del Apsû. Éste
estaría pues contenido en un gran recipiente cúbico. El templo que Enki se construyó en
Eridú estaría edificado sobre el; flotaría sobre las aguas de los orígenes8. Estaría
suspendido sobre éstas, como si las aguas primordiales, toda vez que el templo las
reproducía, estuvieran “proyectadas” o reflejadas en el cielo.
Cuenta el poema Enki y el ordenamiento del mundo (vv. 4, 10) que este templo se
levantaba sobre el Apsû como un gran mástil, el mástil o el eje del mundo hincado en
las aguas por Enki. El dios dominaba el orbe entero como un árbol “cósmico”, el árbol
del que dependían todas las cosas, enraizado en las fecundas aguas del Apsû. Enki se
identificaba con su creación. Ambos, a modo de mástil o de tronco, constituían el
mismo eje vertical que, junto con las coordenadas horizontales determinadas por la
superficie del Apsû, organizaban y delimitaban el espacio, hasta entonces inhabitable,
puesto que carecía de directrices que ordenaran los movimientos de los seres vivos. El
término que se traduce por mástil o eje es el sumerio dim, que nombra a distintos
elementos de unión, como una cuerda, un poste o un broche. Gracias a este elemento, el
universo, hasta entonces, deshilachado, aparecía ahora unido, estructurado, ordenado. El
templo de Enki era el broche que concluía y daba sentido a la creación del mundo.
En el Poema de la Creación babilónico, se precisaba que esta “réplica del Apsû” era al
mismo tiempo el Templo del Esarra”, y “este Gran Templo del Esarra, que así edificó,
era ¡el cielo!” (Enûma Elish, IV, 143-145). El templo celestial mediaba entre las aguas y
el cielo, las dos fuentes de la vida. El Esarra (e-sar, que significaba literalmente “la casa
de la totalidad del mundo”) constituía el mundo entendido como una casa universal, un
hogar, a escala universal, para la vida. Con la erección del templo, se instauraba un
espacio modélico que podría, desde entonces, “proyectarse” en la tierra para habilitar un
lugar donde la vida pudiera cobijarse.
Este acontecimiento no tardaría en ocurrir. El mismo Enki, o su hijo Marduk, se
preocuparon de organizar la tierra a imitación del cielo, del templo celestial. En efecto,
el Esarra fue tomado como modelo del Esagil9, el santuario principal de Babilonia que
un himno ritual describía como “la imagen del cielo y de la tierra”10, y de esta misma
ciudad, que Marduk mandó construir (Enûma Elish, VI, 62) según los planes de su
padre Enki.
Toda vez que Babilonia era el centro del mundo, y que el mundo se resumía en esta
ciudad, era lógico que ésta se hubiera edificado según un modelo celestial, el de un
templo que emergía de las aguas de la creación. De algún modo, el templo celestial de
Enki era el germen y el modelo de todo el mundo edificado, del espacio domesticado,
urbanizado por el hombre, a imagen de la creación divina11.
Grecia debe al menos parte de su concepción del mundo al Próximo Oriente Antiguo, ya
sea el mundo hitita, asirio, fenicio o incluso babilónico. Dioses y mitos griegos parecen
haber sido concebidos a imagen de figuras y relatos previos orientales.
El tema de las aguas primordiales, su importancia en la creación del mundo y su
relación con la instauración o edificación de un espacio para la vida, que parece
marginal en la literatura griega, tal como se conoce hoy en día, bebe sin duda de la
concepción del Apsû12. Si éste inaugura la creación en Sumeria, el mundo griego, según
Hesíodo, se configura a partir de Caos. ¿Qué relación existía entre Caos y Apsû, entre
Caos y las aguas fecundas?
.
Caos era una divinidad, ni antropomorfa ni teriomorfa, y a la que, al parecer no se le
rindió culto; era algo así como el abismo divinizado, una abertura insondable en la
materia originaria, semejante a una matriz, oscura y tan profunda que un objeto macizo
lanzado en su interior tardaba, cuenta Hesíodo, nueve días y nueve noches en alcanzar el
fondo (Th., 725), y de cuyo fondo las primeras divinidades fueron llegando a la luz13.
Esta falla (el Caos), en principio, se oponía a la Tierra (Gea), que ofrecía una base
sólida a todos los seres vivos.
Más que una descripción de Caos, lo que la Teogonía de Hesíodo ofrece es una
enumeración y una descripción de lo que se halla en su interior antes de la creación: una
materia primigenia, un hálito, un soplo, un ciclón rugiente que asciende desde las
profundidades dando vueltas sobre si mismo. Este viento huracanado, en medio de las
tinieblas abismales, es tan húmedo que, ya desde el siglo VI aC, algún intérprete como
Ferécido consideraba que, en verdad, Caos era un depósito acuoso. El mismo nombre de
esta divinidad provendría, sostenía Plutarco, del sustantivo khusis, que significa acción
de verter14, y que evocaba nociones de (sobre)abundancia.
La imagen de la estructura del subsuelo, del inframundo, en el texto de Hesíodo, sin
duda compuesta por niveles distintos en los que se refugian distintas divinidades, es
confusa, como confusas deben ser, para los humanos, las tierras infernales, ya que nadie
ha podido recorrerlas, explorarlas y regresar para contarlo. Al parecer, junto con Caos,
(el) Tártaro y (el) Océano (masa de agua dulce que alimentaba lagos, ríos y marismas,
fuentes y la capa freática, que no salada) se reparten las tierras inferiores o infernales.
Los mismos dioses de los infiernos, Hades y Perséfone, tienen su morada, al parecer, en
el Tártaro.
Pese al vacío que Caos creaba, existía un ente a quien Caos sí podía proporcionar un
asiento seguro. Hesíodo narraba que los Titanes, vencidos por Zeus, moraban en un
lugar sumido en la brumosa oscuridad, de donde brotaban las raíces de la tierra y del
ponto infecundo: el Tártaro (Th. 729, 734-735).
El Tártaro, junto con otros espacios horrísonos y enmohecidos, era un gigantesco
abismo (chasma mega –Th., 740). El Tártaro era, entonces, si no idéntico a Caos, sí
constituía una gran parte del espacio infernal. Más adelante, Hesíodo precisa que los
Cien Brazos, éstos sí favorecidos por Zeus, poseían “una morada en los fundamentos de
Océano: es decir en el Tártaro. Toda vez que éste es una parte importante de Caos,
podríamos decir que los Cien Brazos habitaban en los infiernos. Sin embargo, el
término “morada” indica que se trata de un espacio dotado de una cualidad valiosa: la
de ser habitable, acogedor, la cualidad de un espacio transformado en un lugar, un
espacio en cuyo seno la vida se instala.
Contrariamente a lo que pudiéramos pensar, el Tártaro (o el Caos) no es, por tanto, un
antro siniestro o una cárcel; antes bien, se configura como una verdadera morada, un
refugio seguro, un hogar en que la vida prende, en el que los desterrados hallan su lugar.
Pero ¿de dónde procedería esta cualidad de “lo habitable”, propia del espacio vivido,
que el Tártaro poseía?
Como bien indica Hesíodo, la casa de los Cien Brazos (el Tártaro –o el Caos) contiene
los fundamentos de(l) Océano. Éste, como se sabe, no es el mar o el ponto salobre; son
las fértiles aguas dulces, de las que la vida, tanto en el cielo como en la tierra, depende.
Según Hesíodo, Okeanos era una divinidad antiquísima, hija del Cielo y de la Tierra, si
bien no era la “primera” divinidad. Sin embargo, para Homero, Océano era el “padre de
los dioses”. El mismo Cielo (Urano) era hijo de Océano, por lo que, aceptando la
anterioridad y la preexistencia de Caos, el auténtico dios creador del universo habría
sido la divinidad de las aguas dulces. Sin embargo, dada la naturaleza húmeda de Caos,
Océano era consustancial con él, y, por tanto, bien pudiera Océano haber ser
considerado en algún momento o por algunos autores antiguos como la divinidad
creadora del mundo, íntimamente relacionada con las aguas primordiales.
Océano es, por tanto, la fuente de la vida. Todos los ríos, los manantiales, los saltos
manan de Océano. Sin él, la vida no habría podido brotar. Y Caos posee el don de dar
vida porque, gracias a Océano, es un hogar, esto es, un espacio de donde la vida fluye,
en el que la vida echa, como bien comentaba Hesíodo.
La expresión griega que se traduce por “los fundamentos del Océano” significa
literalmente “los cimientos (themethlia) de Océano”. Los themethlia son entidades
propiamente constructivas. El término themethlon pertenece al vocabulario
arquitectónico15: significa fundación, base, cimiento, piedra angular. Aunque la lengua
griega del Nuevo Testamento no siempre esté de acuerdo con el significado del griego
clásico, no debería extrañar que Pablo, acostumbrado a las metáforas arquitectónicas,
haya calificado a Jesucristo tanto de “piedra de ángulo” como de “fundamento”
(themethlon, 1Co., 3, 15): un themethlon es una piedra angular depositada en la tierra
que sostiene una construcción.
La expresión de Hesíodo acrecienta, por tanto, la cualidad de hogar del Caos acuático,
del Caos vivificado por las aguas de Océano.
El Océano como creador de la tierra en tanto que hogar se destaca poderosamente en un
himno órfico dedicado a esta divinidad (Orph. Hymn. 83, 3, 7).
“Invoco a Océano (…), él que rodea con sus aguas el círculo limítrofe de la tierra (…)
Óyeme, bienaventurado, inmensamente rico (…), que creas la extremidad de la tierra,
que eres el principio de la bóveda celeste, tú que caminas sobre las aguas”.
Océano no es el mar, sino que es un río que separa el mundo visible del espacio más allá
de los confines del mundo, del más allá donde moran los difuntos. Este espacio
funerario no se ubica debajo de la tierra sino en la periferia. Un río, difícil de cruzar
mantiene ambas tierras, de los vivos y de los muertos, separadas. La frontera está
constituida precisamente por el río Océano que rodea y delimita el orbe. Al mismo
tiempo, sus aguas penetran y circulan debajo de la tierra alimentando el curso de las
aguas dulces. Sin esta agua, la tierra no tendría límites. Se extendería uniformemente en
todas direcciones. Sería un espacio aún no diferenciado, no estructurado, un a modo de
tierra baldía donde la vida, carente de referencias, se perdería inevitablemente. Al
mismo tiempo, el desorden, opuesto a la vida, reinaría a falta de las coordenadas que
estructuran y organizan el espacio, convirtiéndolo en un lugar apto para la vida. Las
aguas aportan las condiciones para la vida.
Es curioso observar que la acción planificadora de Océano se asemeja a la de Yavhé
creando el mundo –Yavhé que sobrevolaba las aguas de los inicios y que ejercía un
dominio absoluto sobre las aguas dulces-. Mientras que Océano establece un río que
circunda exteriormente la superficie de la tierra, Yavhé “trazó un cerco sobre la faz de
las aguas, hasta el confín de la luz con las tinieblas” (Jb., 26:10). Es cierto que si bien
Yavhé “asentó los cimientos de la tierra –ote dietatte ta themelia tes ges” (Pr., 8:29), el
campo sobre el que ejerce su acción es distinto del de Océano. Éste rodeó la tierra con
un círculo de agua; Yavhé, por el contrario, trazó una circunferencia alrededor de las
aguas primordiales. Pero el gesto creador, en tanto que se llevaba a cabo con el fin de
crear y de ordenar el universo, era el mismo: consistía en delimitar, circunscribir,
ordenar una materia primigenia a fin de dar a luz a un espacio apto para la vida; en
fundamentar la creación por medio de ejes horizontales y verticales.
Dichos ejes se adentraban en la tierra a modo de themelia (cimientos), pero también se
adentraban en el cielo, materializando un mástil o una columna:: un arché polou
(Orph.Hymn., 83, 7). En efecto, según cuenta Orfeo, después de instaurar los límites, los
términos (tegmata) de la tierra en el plano horizontal, Océano levantó un polos, un eje
vertical, que concluía la instauración de las tres directrices principales gracias a las
cuales se podía, desde entonces, acometer la ordenación del espacio y la delimitación de
áreas protegidas. Este eje sin fin pudo Océano alzarlo fácilmente, puesto que él mismo,
erguido, era el eje, el principio o la base constructiva que permitía la “elevación” de la
bóveda celeste. En tanto que dios creador del mundo habitable, lleno de fértiles aguas,
Océano era al tiempo el agente y el medio de dicho ordenamiento. Sin su presencia, el
mundo no había podido ser creado. Era el verdadero arquitecto del orbe.
La creación del mundo –es decir, la transformación de la materia primigenia en un
espacio habitable, en un “lugar”- incumbía a los dioses de las aguas, a aquéllos cuyo
poder se ejercía sobre las aguas primordiales. Controlándolas, ordenándolas, instauraron
un avro de vida. En Mesopotamia, este ordenamiento, la conversión del espacio en un
lugar orientado, en el que nadie podría perderse, se resumía y se simbolizaba a través de
la edificación de un templo celestial: un santuario, suspendido en el cielo, flotando
sobre las fértiles aguas de los orígenes.
Un templo (o una ciudad) celestial es al tiempo un modelo y una realidad. La obra de
Enki resume la tarea del arquitecto, del creador del mundo habitable, del autor de la
habilitación del mundo. Apsû (las aguas primordiales), Esarra (el palacio celestial,
réplica del Apsû) y Esagil (la proyección terrenal del templo celestial) eran lo mismo.
Lo que ocurría era que desde el punto de vista humano, la obra de Enki es un modelo;
sin embargo, juzgada desde la corte de los dioses, es una realidad tangible, un verdadero
palacio. Situado entre el cielo y las aguas fecundas, el palacio celestial es un símbolo en
el que lo ideal y lo material, lo invisible y lo tangible se conjugan.
Entonces, un templo celestial es un modelo, un referente, una fuente inextinguible, un
proyecto de ordenación del mundo. Existe desde los orígenes, y es el origen de la
creación.
No se puede acometer obra de arquitectura alguna sin un previo modelo, sin un templo
celestial, creado o vislumbrado en un sueño o un rapto. Mientras exista e ilumine el
mundo, mientras los arquitectos persigan esta construcción siempre soñada y traten de
equiparar la ordenación y la edificación del territorio a este modelo ideal, el caos,
contrario a la vida, no retornará.
Descargar