poema los amorosos jaime sabines

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POEMA LOS AMOROSOS
JAIME SABINES
Los amorosos callan.
El amor es el silencio más fino,
el más tembloroso, el más insoportable.
Los amorosos buscan,
los amorosos son los que abandonan,
son los que cambian, los que olvidan.
Su corazón les dice que nunca han de encontrar,
no encuentran, buscan.
Los amorosos andan como locos
porque están solos, solos, solos,
entregándose, dándose a cada rato,
llorando porque no salvan al amor.
Les preocupa el amor. Los amorosos
viven al día, no pueden hacer más, no saben.
Siempre se están yendo,
siempre, hacia alguna parte.
Esperan,
no esperan nada, pero esperan.
Saben que nunca han de encontrar.
El amor es la prórroga perpetua,
siempre el paso siguiente, el otro, el otro.
Los amorosos son los insaciables,
los que siempre -¡qué bueno!- han de estar solos.
Los amorosos son la hidra del cuento.
Tienen serpientes en lugar de brazos.
Las venas del cuello se les hinchan
también como serpientes para asfixiarlos.
Los amorosos no pueden dormir
porque si se duermen se los comen los gusanos.
SECRETARÍA DE EDUCACIÓN
SUBSECRETARÍA DE EDUCACIÓN MEDIA SUPERIOR Y SUPERIOR
COLEGIO DE ESTUDIOS CIENTÍFICOS Y TECNOLÓGICOS DEL ESTADO DE MÉXICO
LIBRAMIENTO JOSÉ MARÍA MORELOS Y PAVÓN NO. 401 SUR, COL. LLANO GRANDE, (ANTES RANCHO GUADALUPE),
METEPEC, MÉX. C.P. 52148, TEL. (01-722) 2-75-80-40, [email protected]
En la oscuridad abren los ojos
y les cae en ellos el espanto.
Encuentran alacranes bajo la sábana
y su cama flota como sobre un lago.
Los amorosos son locos, sólo locos,
sin Dios y sin diablo.
Los amorosos salen de sus cuevas
temblorosos, hambrientos,
a cazar fantasmas.
Se ríen de las gentes que lo saben todo,
de las que aman a perpetuidad, verídicamente,
de las que creen en el amor
como una lámpara de inagotable aceite.
Los amorosos juegan a coger el agua,
a tatuar el humo, a no irse.
Juegan el largo, el triste juego del amor.
Nadie ha de resignarse.
Dicen que nadie ha de resignarse.
Los amorosos se avergüenzan de toda conformación.
Vacíos, pero vacíos de una a otra costilla,
la muerte les fermenta detrás de los ojos,
y ellos caminan, lloran hasta la madrugada
en que trenes y gallos se despiden dolorosamente.
Les llega a veces un olor a tierra recién nacida,
a mujeres que duermen con la mano en el sexo,
complacidas,
a arroyos de agua tierna y a cocinas.
Los amorosos se ponen a cantar entre labios
una canción no aprendida,
y se van llorando, llorando,
la hermosa vida.
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FINJAMOS QUE SOY FELIZ
SOR JUANA INÉS DE LA CRUZ
Finjamos que soy feliz,
triste pensamiento, un rato;
quizá prodréis persuadirme,
aunque yo sé lo contrario,
que pues sólo en la aprehensión
dicen que estriban los daños,
si os imagináis dichoso
no seréis tan desdichado.
Sírvame el entendimiento
alguna vez de descanso,
y no siempre esté el ingenio
con el provecho encontrado.
Todo el mundo es opiniones
de pareceres tan varios,
que lo que el uno que es negro
el otro prueba que es blanco.
A unos sirve de atractivo
lo que otro concibe enfado;
y lo que éste por alivio,
aquél tiene por trabajo.
El que está triste, censura
al alegre de liviano;
y el que esta alegre se burla
de ver al triste penando.
Los dos filósofos griegos
bien esta verdad probaron:
pues lo que en el uno risa,
causaba en el otro llanto.
Célebre su oposición
ha sido por siglos tantos,
sin que cuál acertó, esté
hasta agora averiguado.
Antes, en sus dos banderas
el mundo todo alistado,
conforme el humor le dicta,
sigue cada cual el bando.
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Uno dice que de risa
sólo es digno el mundo vario;
y otro, que sus infortunios
son sólo para llorados.
Para todo se halla prueba
y razón en qué fundarlo;
y no hay razón para nada,
de haber razón para tanto.
Todos son iguales jueces;
y siendo iguales y varios,
no hay quien pueda decidir
cuál es lo más acertado.
Pues, si no hay quien lo sentencie,
¿por qué pensáis, vos, errado,
que os cometió Dios a vos
la decisión de los casos?
O ¿por qué, contra vos mismo,
severamente inhumano,
entre lo amargo y lo dulce,
queréis elegir lo amargo?
Si es mío mi entendimiento,
¿por qué siempre he de encontrarlo
tan torpe para el alivio,
tan agudo para el daño?
El discurso es un acero
que sirve para ambos cabos:
de dar muerte, por la punta,
por el pomo, de resguardo.
Si vos, sabiendo el peligro
queréis por la punta usarlo,
¿qué culpa tiene el acero
del mal uso de la mano?
No es saber, saber hacer
discursos sutiles, vanos;
que el saber consiste sólo
en elegir lo más sano.
Especular las desdichas
y examinar los presagios,
sólo sirve de que el mal
crezca con anticiparlo.
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En los trabajos futuros,
la atención, sutilizando,
más formidable que el riesgo
suele fingir el amago.
Qué feliz es la ignorancia
del que, indoctamente sabio,
halla de lo que padece,
en lo que ignora, sagrado!
No siempre suben seguros
vuelos del ingenio osados,
que buscan trono en el fuego
y hallan sepulcro en el llanto.
También es vicio el saber,
que si no se va atajando,
cuando menos se conoce
es más nocivo el estrago;
y si el vuelo no le abaten,
en sutilezas cebado,
por cuidar de lo curioso
olvida lo necesario.
Si culta mano no impide
crecer al árbol copado,
quita la sustancia al fruto
la locura de los ramos.
Si andar a nave ligera
no estorba lastre pesado,
sirve el vuelo de que sea
el precipicio más alto.
En amenidad inútil,
¿qué importa al florido campo,
si no halla fruto el otoño,
que ostente flores el mayo?
¿De qué sirve al ingenio
el producir muchos partos,
si a la multitud se sigue
el malogro de abortarlos?
Y a esta desdicha por fuerza
ha de seguirse el fracaso
de quedar el que produce,
si no muerto, lastimado.
El ingenio es como el fuego,
que, con la materia ingrato,
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tanto la consume más
cuando él se ostenta más claro.
Es de su propio Señor
tan rebelado vasallo,
que convierte en sus ofensas
las armas de su resguardo.
Este pésimo ejercicio,
este duro afán pesado,
a los ojos de los hombres
dio Dios para ejercitarlos.
¿Qué loca ambición nos lleva
de nosotros olvidados?
Si es para vivir tan poco,
¿de qué sirve saber tanto?
¡Oh, si como hay de saber,
hubiera algún seminario
o escuela donde a ignorar
se enseñaran los trabajos!
¡Qué felizmente viviera
el que, flojamente cauto,
burlara las amenazas
del influjo de los astros!
Aprendamos a ignorar,
pensamiento, pues hallamos
que cuanto añado al discurso,
tanto le usurpo a los años.
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LA NOCHE DE LOS FEOS
MARIO BENEDETTI
Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo
hundido. Desde los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa
marca junto a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos
de mi adolescencia.
Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de
faros de justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a
la belleza. No, de ningún modo. Tanto los de ella como los míos son ojos de
resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna resignación con que
enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido no
sea la palabra más apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de
nosotros siente por su propio rostro.
Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a
dos hermosos cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos
sin simpatía pero con oscura solidaridad; allí fue donde registramos, ya
desde la primera ojeada, nuestras respectivas soledades. En la cola todos
estaban de a dos, pero además eran auténticas parejas: esposos, novios,
amantes, abuelitos, vaya uno a saber. Todos -de la mano o del brazo- tenían
a alguien. Sólo ella y yo teníamos las manos sueltas y crispadas.
Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin
curiosidad. Recorrí la hendidura de su pómulo con la garantía de desparpajo
que me otorgaba mi mejilla encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que fuera
dura, que devolviera mi inspección con una ojeada minuciosa a la zona lisa,
brillante, sin barba, de mi vieja quemadura.
Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no
podía mirarme, pero yo, aun en la penumbra, podía distinguir su nuca de
pelos rubios, su oreja fresca bien formada. Era la oreja de su lado normal.
Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del
rudo héroe y la suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de
admirar lo lindo. Mi animadversión la reservo para mi rostro y a veces para
Dios. También para el rostro de otros feos, de otros espantajos. Quizá
debería sentir piedad, pero no puedo. La verdad es que son algo así como
espejos. A veces me pregunto qué suerte habría corrido el mito si Narciso
hubiera tenido un pómulo hundido, o el ácido le hubiera quemado la mejilla,
o le faltara media nariz, o tuviera una costura en la frente.
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La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé.
Cuando se detuvo y me miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité a
que charláramos un rato en un café o una confitería. De pronto aceptó.
La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A
medida que pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las
señas, los gestos de asombro. Mis antenas están particularmente adiestradas
para captar esa curiosidad enfermiza, ese inconsciente sadismo de los que
tienen un rostro corriente, milagrosamente simétrico. Pero esta vez ni
siquiera era necesaria mi adiestrada intuición, ya que mis oídos alcanzaban
para registrar murmullos, tosecitas, falsas carrasperas. Un rostro horrible y
aislado tiene evidentemente su interés; pero dos fealdades juntas
constituyen en sí mismas un espectáculos mayor, poco menos que
coordinado; algo que se debe mirar en compañía, junto a uno (o una) de
esos bien parecidos con quienes merece compartirse el mundo.
Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso también me
gustó) para sacar del bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo.
"¿Qué está pensando?", pregunté.
Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma.
"Un lugar común", dijo. "Tal para cual".
Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para
justificar la prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto
Ella como yo estábamos hablando con una franqueza tan hiriente que
amenazaba traspasar la sinceridad y convertirse en un casi equivalente de la
hipocresía. Decidí tirarme a fondo.
"Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?"
"Sí", dijo, todavía mirándome.
"Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro
tan equilibrado como esa muchachita que está a su derecha, a pesar de que
usted es inteligente, y ella, a juzgar por su risa, irremisiblemente estúpida."
"Sí."
Por primera vez no pudo sostener mi mirada.
"Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted y
yo lleguemos a algo."
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"¿Algo cómo qué?"
"Como querernos, caramba. O simplemente congeniar. Llámele como quiera,
pero hay una posibilidad."
Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas.
"Prométame no tomarme como un chiflado."
"Prometo."
"La posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro
total. ¿Me entiende?"
"No."
"¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo
no la vea. Su cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?"
Se sonrojó, y la hendidura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata.
"Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca."
Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre
mí, tratando desesperadamente de llegar a un diagnóstico.
"Vamos", dijo.
No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado ella
respiraba. Y no era una respiración afanosa. No quiso que la ayudara a
desvestirse.
Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta de que ahora estaba
inmóvil, a la espera. Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho.
Mi tacto me transmitió una versión estimulante, poderosa. Así vi su vientre,
su sexo. Sus manos también me vieron.
En ese instante comprendí que debía arrancarme (y arrancarla) de aquella
mentira que yo mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue como un
relámpago. No éramos eso. No éramos eso.
Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano
ascendió lentamente hasta su rostro, encontró el surco de horror, y empezó
una lenta, convincente y convencida caricia.
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En realidad mis dedos (al principio un poco tembloroso,
progresivamente sereno) pasaron muchas veces sobre sus lágrimas
luego
Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y
pasó y repasó el costurón y el pellejo liso, esa isla sin barba de mi marca
siniestra.
Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levanté y descorrí la
cortina doble.
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