Obras completas Leyendas y cartas

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Obras completas
(Leyendas y cartas)
Gustavo Adolfo Bécquer
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OBRAS COMPLETAS (LEYENDAS Y CARTAS)
Al lector(1)
Pronto, el 22 de Diciembre, hará siete años
que voló a su Creador el espíritu inmortal de Gustavo Adolfo Bécquer.
La primera edición, que editó la caridad,
agotose hace un año y el que murió oscuro y pobre
es ya gloria de su patria y admiración de otros países, pues apenas hay lengua culta donde no se
hayan traducido sus poesías o su prosa.
No es mi propósito hacer nueva enumeración de las desgracias y méritos del escritor. Las
primeras se compensan con su gloria; los segundos
son ya del dominio frío y severo de la crítica.
Sólo una cosa advertiremos siempre a los
lectores de Gustavo: que nada de lo que dejó escribiolo con intención de que formase un libro; y, como
dijimos en la primera edición, sus grandes imaginaciones, sus alegatos de merecimiento ante la posteridad, bajaron con él al sepulcro. Calcúlese ahora,
por la popularidad y el respeto que su memoria ha
alcanzado con fútiles destellos de su preclara inteligencia, a qué altura se hubiera elevado, si la miseria, aguijándole y faltándole la vida, no hubieran sido
éstos los cauces imprescindibles de aquel atormentado cerebro.
Dos palabras más sobre Gustavo.
Hay quienes han querido censurarle por su
novedad.
Hay muchos que han intentado imitarle.
Ni unos ni otros le han comprendido bien.
Las Rimas de Bécquer no son la total expresión de un poeta, sino lo que de un poeta se
conoce. Por consecuencia, el tamaño, carácter y
estilo de sus composiciones no tienen más forma
que aquella en que estuvieron concebidas y calcadas, y éste es su principal mérito.
Defenderse con el Diccionario, arrebatar el
oído con el fraseo de ricas variaciones sobre un
mismo concepto, disolver una idea en un mar de
palabras castizas y brillantes, cosa es digna de admiración y de elogio; pero confiarse en la admirable
desnudez de la forma intrínseca, servir a la inteligencia de los demás la esencia del pensamiento y
herir el corazón de todos con el laconismo del sentir, sacrificando sin piedad palabras sonoras, lujoso
atavío de amontonadas galas y maravillas de multiplicados reflejos, a la sinceridad de lo exacto y a la
condensación de la idea, y obtener únicamente con
esto aplauso y popularidad entre las multitudes, es
verdaderamente maravilloso, sobre todo en España,
cuya lengua ha sido y será venero inagotable de
palabras, frases, giros, conceptos y cadencias.
No menos digno de llamar la atención es
que el poeta haya conseguido tan rápida celebridad
sin tocar en sus fantasías ni en sus realidades nada
que directamente excite el interés o las pasiones
colectivas de sus contemporáneos.
Como en las de los grandes maestros, en
su paleta no figuran más colores que los primordiales del iris, descompuestos en el prisma de la imaginación y del sentimiento; universales, sencillos y
espontáneos, sin encenderse al contacto de pasiones políticas o de problemas sociales y religiosos.
Tienen en sí el germen de todo lo ideal; pero sin acomodamiento de época ni dudas, indignaciones o esperanzas de impíos o fanáticos.
No podrá nunca, pues, ser juzgado en tal terreno, y, como esos astros ingentes que parecen
chicos porque desde abajo se les mira en un planeta menor, jamás podrá alternar entre el agitado
vaivén de los que le examinen, cegados por el polvo
de la tierra, o envueltos por la atmósfera de una
época dada y los pasajeros brillos de fugaces meteoros.
Esto a los que no han sabido censurarle, lo
cual no prueba que le creamos exento de censura.
A los que le imitan, por más que esto honre
al poeta tenemos que decir algunas palabras que
expresarán conceptos a largo tiempo arraigados en
nuestra conciencia.
No creemos en el progreso indefinido de
una escuela. Si la historia del arte no lo probara
definitivamente con la muerte irreemplazable de sus
grandes hombres, lo haría ver la reflexión del buen
sentido.
De ningún modo aconsejamos que se dejen
de consultar los grandes maestros de la forma, estudiándolos con fe e imitándolos con trabajo en
secreto, sin perder nunca de vista la naturaleza para
el arte y la moral absoluta para las ideas. Pero de
esto a encastillarse en la forma del que primero fue
original en ella, hay un gran abismo.
Si alguien es difícil y comprendido para imitado en poesía, es Bécquer.
Como galanura de forma, pureza de dicción
y corrección de estilo hay muchos que le aventajen,
y éstos son los que deben de imitarse siempre.
Pero lo imposible de imitar en Bécquer es
su propio espíritu, su manera de ver, como dicen los
pintores, su idiosincrasia, como lo llaman los naturalistas.
En ser Bécquer o no serlo está todo el quid
de la dificultad, y creer que se ha conseguido tal
propósito encerrándose en su forma y contando el
número de sus versos, es no haber realizado nada,
si antes no se cuenta con el original tesoro de ideas
prácticas y reales que en sus composiciones existe.
Repárese bien que ni al principiar Bécquer
una composición ni al terminarla en crescendo, deja
de pensar o de sentir algo de general y profundo.
De cada cuatro versos suyos puede hacerse una
larga poesía descriptiva; pero herir las cuerdas de la
idea o del sentimiento en menos palabras, es casi
imposible. La idea, pues, sin más adorno que el
necesario, como él decía, para poderse presentar
decente en el mundo, tiene una importancia real y
sólida en sus composiciones. Hacer, por tanto, versos como los suyos, sin hallarse provisto de algo
importante, práctico y hondo en el terreno del sentir
o del pensar, es querer construir perdurable estatua
solamente con la gasa que la envuelve, y lo que
consigue entonces quien imita, es quedar indefenso
ante el público, resultando valadí, vulgar, pretencioso o vano en el mismo metro y con las mismas líneas que Bécquer, por haber querido narrar lo imposible, es decir, la nada, porque nada había brotado
del cerebro del imitante.
De esto resulta una serie de vulgaridades
concisas, que por lo mismo son más vulgares aún, o
una porción de nebulosidades y misterios, capaces
de tener pensando todo un siglo a quien trate de
descifrar el enigma.
En una palabra, y aunque se ha repetido
mucho Shakespeare lo ha dicho mejor que nadie.
Los imitadores olvidan el ser o no ser del
trágico eminente, y al hacerlo caen en ese abismo
sin fondo de que nos habla el creador de Hamlet:
¡Palabras, palabras, palabras!
Nos hemos extendido más de lo que queríamos, pero sentíamos comezón de libertar la memoria de nuestro pobre amigo del ataque de los que
no le han comprendido y de complicidad con algunos de sus imitadores.
Cumplida nuestra tarea, sólo nos resta dar
en nombre del arte, del público, que lo pedía con
ansia y de nuestro pobre amigo, al editor, por esta
magnífica edición, ilustrada con el verdadero retrato
del autor, no acabado de expirar, como figura en la
edición primera, sino lleno de vida y esperanzas, tal
como se agitó en el mundo.
Va aumentada esta edición con otros trabajos de Bécquer, que añadirán nuevos quilates a su
justa fama, tales cuales Las Cartas a una Mujer, y
otros artículos eminentemente literarios, como el
prólogo a Los Cantares de su íntimo amigo el Sr.
Ferrán.
RAMÓN RODRÍGUEZ CORREA
Gustavo Adolfo Bécquer
Prólogo de la primera edición
Confieso que he echado sobre mis hombros
una tarea superior a mis fuerzas. En vano he retardado el momento. La edición está ya terminada;
todo el mundo ha cumplido con el deber que impuso
una admiración unánime, y las páginas que siguen,
donde se contiene todo lo que precipitadamente
trabajó en su dolorosa vida mi pobre amigo, sólo
aguardan estos oscuros renglones míos para convertirse en una obra que edita la caridad y que el
genio de su autor hará vivir eternamente. ¡Póstuma
y única recompensa que él puede dar al generoso
desprendimiento de sus contemporáneos y amigos!
¡Salga, pues, de mi pluma, humedecido con el tributo de mis lágrimas, antes que el relato de la vida y el
juicio de las obras del malogrado escritor, un testimonio de justicia hacia esta generación entre la cual
me agito, generación que a riesgo de su vida ahuyenta la muerte de los infectos campos de batalla y
da su oro para el libro de un poeta!
Majestades de la tierra, artistas, ingenieros,
empleados, políticos, habitantes de la ciudad, de las
aldeas escondidas, todos los que en esa larga lista
que ante mí tengo, habéis depositado, desde la
cantidad inesperada, por lo magnífica, hasta el óbolo modesto, recibid por mi conducto un voto de gracias, a que hacen coro los temblorosos labios de
hijos sin padres y de madres sin esposos; pues no
sólo habéis salvado del olvido las obras de Bécquer,
sino que al borde de su tumba habéis allegado el
pan cotidiano que libertará de la miseria a seres
desvalidos.
Los encargados de llevar a cabo tal empresa, hubieran tenido un gran placer en poner al frente
de la edición los nombres de los que a ella han contribuido; pero la caridad acreciolos tanto, que su
inserción hubiera aumentado el gasto notablemente.
El distinguido pintor Sr. Casado, a cuya iniciativa,
actividad y arreglo se debe casi todo el éxito de la
recaudación, publicará en tiempo oportuno, y en
unión con los demás amigos que han llevado a
término esta obra, las cantidades recibidas y las que
se han invertido, para justa satisfacción de todos.
No menos alabanza merece el Sr. D. Augusto
Ferrán, inseparable amigo del malogrado Bécquer,
que no se ha dado punto de reposo en el asiduo
trabajo de allegar materiales dispersos, coleccionarlos, vigilar la impresión y demás tareas propias de
estos difíciles y dolorosos casos, ayudado del Sr.
Campillo, tan insigne poeta como bueno y leal ami-
go. Hasta aquí, lo que sus admiradores han hecho
para perpetuar la memoria del que se llamó en el
mundo Gustavo Adolfo Bécquer.
Hablemos de él.
Toda mi vida de poeta, todos los delirios,
esperanzas, propósitos y realidades de mi juventud
han quedado sin diálogo con su último suspiro. Al
extender la muerte su fría mano sobre aquella cabeza juvenil, inteligente y soñadora, mató un mundo
de magníficas creaciones, de gigantescos planes,
cuyo pálido reflejo son las obras que contiene este
libro. Todo su afán era conseguir un año de descanso en la continuada carrera de sus desgracias.
Pobre de fortuna y pobre de vida, ni la suerte le
brindó nunca un momento de tranquilo bienestar, ni
su propia materia la vigorosa energía de la salud.
Cada escrito suyo representa o una necesidad material o el pago de una receta. Las estrecheces del
vivir y la vecindad de la muerte fueron el círculo de
hierro en que aquel alma fecunda y elevada tuvo
que estar aprisionada toda su vida. Antes de morir,
sospechó que a la tumba bajaría con él y como él,
inerte y sin vida, el magnífico legado de sus imaginaciones y fantasías, y entonces se propuso reunirlo en un libro. La muerte anduvo más deprisa, y sólo
pudo escribir la introducción con que van encabezados sus escritos, las rimas y el fragmento titulado
La Mujer de Piedra, que, además de revelar su poderosa inventiva, lleva el sello de su idoneidad y no
común saber en las artes plásticas.
Nació Bécquer en Sevilla el 17 de Febrero
de 1836, siendo su padre el célebre pintor e inspirado intérprete de las costumbres sevillanas. A los
cinco años de edad quedó huérfano de éste, empezando sus estudios de primeras letras en el colegio
de San Antonio Abad, donde permaneció hasta los
nueve años, en que entró en el colegio de San Telmo para estudiar la carrera de náutica. A los nueve
años y medio viose huérfano de madre, y a los diez
salió de dicho colegio por haberse suprimido. A tal
edad encargose de Gustavo su madrina de bautismo, persona regularmente acomodada, sin hijos ni
parientes, por cuya razón le hubiera dejado sus
bienes, a no haber él renunciado a todo por venir a
Madrid a los diez y siete años y medio, con el objeto
de conquistar gloria y fortuna. ¡Como si en el campo
de las letras se hubiera nunca conquistado en España ambas cosas! Quería su madrina hacer de él
un honrado comerciante; pero aquel niño, que había
aprendido a dibujar al mismo tiempo que a escribir,
cuya desmedida afición a la lectura le hacía encon-
trar horizontes más anchos que el de la teneduría
de libros, y que jamás pudo sumar de memoria, sólo
encontraba aplausos para sus primeras poesías, lo
cual le decidió a vivir de su trabajo, armonizándolo
con la independencia de su carácter, y a venir a
Madrid, como lo verificó el año 54, sin más elementos que lo necesario para el viaje. Corría el año 56,
y entonces llegué también a buscar lo mismo que
Gustavo, con quien en los primeros pasos me encontré en el terreno de las letras. Mi carácter alegre
y mi salud robusta fueron acogidos con simpatía por
el soñador enfermizo, y casi niños, se unieron nuestras dos almas y nuestras dos vidas. Prolijo sería
enumerar las peripecias de la suya, monótona en
desdichas. El año 57 se vio acometido de una horrible enfermedad, y para atender a ella y rebuscando
entre sus papeles, hallé El Caudillo de las manos
rojas, tradición india, que se publicó en La Crónica,
siendo reproducida, con la singularidad de creerse
que el título de tradición era una errata de imprenta;
pues todos los que la insertaron en España o copiaron en el Extranjero, la bautizaron con el nombre de
traducción india. ¡Tan concienzudamente había sido
hecho el trabajo!
Compadecido un amigo de sus escaseces,
buscole un empleo modesto, y juntos entramos a
servir al Estado en la Dirección de Bienes Nacionales, con tres mil reales de sueldo y con la categoría
de escribientes fuera de plantilla. Cito este detalle,
porque la cesantía de Gustavo en aquel destino
forma un rasgo descriptivo de su carácter soñador y
distraído.
Tratose de hacer un arreglo en la oficina, y
el Director quiso por sí mismo averiguar la idoneidad y el número de los empleados, visitando para
ello todos los departamentos.
Gustavo, entre minuta y minuta que copiaba, o bien leía alguna escena de Shakespeare, o
bien la dibujaba con la pluma, y, en el momento en
que el Director entró en su negociado, hallábase él
entregado a sus lucubraciones. Como sus dibujos
eran admirables, ya se habían hecho casos de
atención para todos, que se disputaban el poseerlos, aguardando a que los concluyera, mientras
seguían con la vista aquella mano segura y firme,
que sabía con cuatro rasgos de pluma hacer figuras
tan bien acabadas. El Director se unió al grupo, y
después de observar atentamente aquel tan raro
expediente en una oficina de Bienes Nacionales,
preguntó a Gustavo, que seguía dibujando:
-Y ¿qué es eso?
Gustavo, sin volverse y señalando sus muñecos, respondió:
-¡Psch!... ¡Ésta es Ofelia, que va deshojando su corona! Este tío es un sepulturero... Más
allá...
En esto observó Gustavo que todo el mundo se había puesto de pie y que el silencio era general. Volvió lentamente el rostro, y...
-¡Aquí tiene usted uno que sobra! -exclamó
el Director.
Efectivamente Gustavo fue declarado cesante en el mismo día.
Excuso decir que él se puso muy alegre;
pues aquel alma delicada, a pesar de la repugnancia que le inspiraba el destino, lo aceptó por no
hacer un desaire al amigo que se lo había proporcionado.
Habíase propuesto Gustavo no mezclarse
en política y vivir sólo de sus artículos literarios,
cosa imposible en España, por lo escaso de la retribución y lo raro de la demanda; así es que tuvo que
alternar los escritos con otros trabajos. De este
género son las pinturas al fresco que deben de exis-
tir en el palacio de los señores maqueses de Remisa, cosa que ignorará el propietario, pues encargó
la obra a un pintor de adorno, que, no sabiendo
pintar las figuras, dio un jornal por ellas a Gustavo.
Fundose después El Contemporáneo, y al
brindarme con una plaza en su redacción el fundador y mi amigo D. José Luis Albareda, conseguí que
también entrase a formar parte de ella el autor de
este libro. Entonces escribió la mayor parte de sus
leyendas y las Cartas desde mi celda, que causaron
admiración grande en los círculos literarios de España.
Para Gustavo, que sólo hallaba la atmósfera
de su alma en medio del arte, no existía la política
de menudeo, tan del gusto de los modernos españoles. Su corazón de artista, amamantado en la
insigne escuela literaria de Sevilla, y desarrollado
entre catedrales góticas, calados ajimeces y vidrios
de colores, vivía a sus anchas en el campo de la
tradición; y encontrándose a gusto en una civilización completa, como lo fue la de la Edad Media, sus
ideas artístico-políticas y su miedo al vulgo ignorante le hacían mirar con predilección marcada todo lo
aristocrático e histórico, sin que por esto se negara
su clara inteligencia a reconocer lo prodigioso de la
época en que vivía. Indolente, además, para las
cosas pequeñas, y siendo los partidos de su país
una de estas cosas, figuró en aquél donde tenía
más amigos y en que más le hablaban de cuadros,
de poesías, de catedrales, de reyes y de nobles.
Incapaz de odios, no puso sus envidiables condiciones de escritor a servicio de la ira, que, a haberlo
hecho más positivas hubieran sido sus ventajas y
más doradas las cintas de su ataúd. No estando
destinado, por lo dulce de su temperamento, a causar el terror de nadie, ni apto su carácter noble para
la adulación o la asiduidad del servilismo, condiciones que sustituyen con ventaja y provecho propio a
la acometividad y energía. Gustavo no podía hacer
gran papel entre las revueltas, distingos, escándalos, exhibiciones y favoritismos de los que, salvando
rarísimos ejemplos, forman la mayoría de los afortunados en política, con relación a los bienes materiales; y hecho fiscal de novelas, desempeñó su
destino lo mejor que pudo, haciendo dimisión tan
luego como cayó del poder la persona que había
firmado su nombramiento, el excelentísimo Sr. D.
Luis González Bravo, artista como pocos y apreciador sincero y leal del mérito de Gustavo.
El año 62, su hermano Valeriano, célebre ya
en Sevilla por sus producciones pictóricas, vino a
reunirse y a vivir con él, como en los años de su
niñez trabajosa. Después de graves disgustos
domésticos que ambos experimentaron, cesante el
poeta, el pintor sin la pensión, que devolvía en
magníficos cuadros de costumbres al Ministerio de
Fomento, la muerte comenzó a prepararles un recibimiento tan ingrato y oscuro como el que tuvieron
en los primeros pasos de su vida. Volvieron los
ímprobos trabajos de los primeros días, el malestar
de la hora presente, la cruel incertidumbre de lo
cercano; pero la desdicha tenía que habérselas con
veteranos de sus rigores. Ambos hermanos unieron
sus esfuerzos, y mientras el uno dibujaba admirablemente maderas para Gaspar y Roig o La Ilustración de Madrid, el otro traducía novelas insulsas o
escribía artículos originales, como el de Las hojas
secas, contentos con vivir juntos llevar pan a sus
tiernos hijos, hablando el pintor de sus futuros cuadros, para cuando tuviera lienzos, y el poeta de sus
grandiosas concepciones, para verlas realizadas
cuando la perentoria necesidad del día no fuese
precipitado final de sus ensueños.
Una de las formas que más complacen a la
Desgracia, entre el sinnúmero de sus horribles disfraces, es la de la Felicidad. Como el tigre con su
presa, parece jugar con sus víctimas; y cuando el
golpear de sus fatales hábitos ha embotado las
sensaciones, semeja abandonar a los que atormenta, y siempre acechando, deja que se olviden de
ella, permite que el bienestar se introduzca temeroso aún en su morada, que los sueños color de rosa
acaricien tímidas fantasías; y cuando ya el mortal,
objeto de sus odios, creese libre de sus ultrajes,
tiende de pronto su garra certera y pone fin con un
tormento inesperado e irremediable a todas las
agonías, helando en los labios la sonrisa de aquellos que ya empezaban a regocijarse con su huida.
Esto aconteció en la morada de los hermanos Bécquer. Cuando ya habían conseguido unificando esfuerzos, organizar modesta manera de
vivir; cuando un porvenir artístico e independiente
les sonreía; cuando el trabajo comenzaba a ser en
aquella casa de sosiego del precavido y no la precipitación del destajista; cuando ya se podía retratar a
un amigo por obsequio y escribir una oda por entusiasmo, la muerte de Valeriano tiñó de luto el alma
de sus amigos y contaminó con su frío el corazón
de Gustavo, siéndole tanto más sensible el golpe,
cuanto más refractario era aquel espíritu ideal a la
seca verdad del no ser.
Herida sin cura aquel alma fuerte, pronto
había de destruirse la débil materia que, a duras
penas la había contenido. El 23 de Septiembre del
año 70 dejó de existir Valeriano. El 22 de Diciembre
del mismo año exhaló Gustavo su último suspiro.
¡Extraña enfermedad y extraña manera de
morir fue aquélla! Sin ningún síntoma preciso, lo
que se diagnosticó pulmonía, convirtiose en hepatitis, tornándose a juicio de otros en pericarditis; y
entre tanto el enfermo, con su cabeza siempre firme
y con su ingénita bondad, seguía prestándose a
todas las experiencias, aceptando todos los medicamentos y muriéndose poco a poco.
Llegó por fin el fatal instante, y pronunciando claramente sus labios trémulos las palabras
¡TODO MORTAL!... voló a su Creador aquel alma
buena y pura, dotada de tan no comunes facultades
artísticas, que yo, pudiendo apreciar por el continuado trato las mayores capacidades literarias de
mi época, no vacilo en asegurar que ninguna he
visto dotada a un tiempo de tantas condiciones
creadoras, unidas a un gusto tan exquisito y elevado.
Aunque, como se verá después en el rápido
examen que de sus obras haga, deja impreso en
ellas lo bastante el carácter del genio para que se le
señale un puesto entre nuestros escritores y poetas,
los que le conocíamos admirábamos a Gustavo,
más por lo que esperábamos de él que por lo que
había hecho. Puede decirse que todo lo que concibió está escrito al volar de la pluma, sin recogimiento previo de las facultades intelectuales, y entre la
algazara de redacciones de periódicos o bajo el
influjo de premiosos instantes. Esto mismo, que ve
la luz pública tal cual lo hemos hallado, no pensaba
él publicarlo sin corregirlo antes cuidadosamente,
porque lo había escrito deprisa y como para que no
se le olvidasen asuntos e ideas que no le parecían
malos.
En cada punto de España que había visitado durante su vida artística, había levantado su
fantasía poderosa, unida a su nada común saber,
un mundo de tradiciones y de historia, sólo con ver
brillar el bordado manto de santa imagen, o leyendo
apenas una inscripción borrosa en oscuro rincón de
arruinada abadía. Esto explica su estancia en el
monasterio de Veruela, sus correrías por las provincias de Ávila y de Soria, y las idas y venidas a Toledo, donde vivió un año, y en donde estuvo tres días
veinte antes de morir. Para él Toledo era sitio adorado de su inspiración; y la primera vez que con su
hermano fue a visitarle, ocurrioles un suceso por
demás extraño.
Una magnífica noche de luna decidieron
ambos artistas contemplar su querida ciudad, bañada por la fantástica luz del tibio astro. Armado el
pintor de lápices y el poeta-arquitecto de recuerdos,
abandonaron la vetusta corte, y sobre arruinado
muro entregáronse horas enteras a su charla artística, que puede el lector apreciar cuán interesante e
instructiva sería leyendo los artículos sobre el Arte
árabe en Toledo, La basílica de Santa Leocadia y
La historia de San Juan de los Reyes, hecha por
Gustavo en la magnífica obra que con el título de
Historia de los Templos de España, comenzó a
publicarse en Madrid por los años 57 y 58, bajo su
dirección y propiedad; obra grandiosa, imaginada
por él, y que, a haberse continuado, sería la mejor y
más a propósito para hacer la crónica filosófica,
artística y política de nuestra patria.
Hallábanse departiendo los hermanos,
cuando acercose una pareja de Guardias civiles,
que por aquellos días, sin duda, andaban a caza de
malhechores vecinos. Algo oyeron de ábsides, de
pechinas, de ojivas y otros términos a la cual más
sospechosos y enrevesados, unido a disertaciones
sobre el género plateresco de Berruguete y Juan
Gúas, sobre el artificio de Juanelo, etc., y examinando el desaliño de los que tal hablaban, sus barbas luengas, sus exaltados modales, lo entrado de
la hora, la soledad de aquellos lugares, y obedeciendo, sobre todo, a esa axiomática seguridad que
tiene la policía de España para engañarse, dieron
airados sobre aquellos pajarracos nocturnos, y a
pesar de protestas y de no escuchadas explicaciones, fueron éstos a continuar sus escarceos artísticos a la dudosa y horripilante luz de un calabozo de
la cárcel de Toledo. También el gobernador debía
aguardar por aquellas cercanías la visita de temidos
conspiradores, cuando, al amanecer, los delincuentes honrados continuaban en su mazmorra.
Supimos todo esto en la redacción de El
Contemporáneo, al recibir una carta explicatoria de
Gustavo; toda llena de dibujos representando los
detalles de la pasión y muerte probable de ambos
justos. La redacción en masa escribió a los equivocados carceleros, y, por fin, vimos entrar sanos y
salvos los presos parodiando ante nosotros con
palabras y lápices las famosas prisiones de Silvio
Pellico. ¿Quién en aquellos ojos brillantes, risas
estripitosas y sorprendentes facilidades para todo lo
que era expresión de cualquier arte, hubiera podido
predecir estéril e inoportuna muerte?
Tal fue la vida de Gustavo. Diré algo sobre
sus costumbres y carácter antes de hablar del escritor, porque esto que llamaré prólogo va haciéndose
pesado, aunque los lectores buenos me lo dispensarán. Paréceme al escribirlo que estoy hablando
con algo suyo; que al estampar cada frase en su
alabanza, su infantil modestia se subleva, y que a
cada error de estilo o grosería de lenguaje míos,
sus nervios artísticos se crispan y su voz cariñosa
me riñe, como otras veces, por mis innumerables
descuidos y mi prisa en entregarme a la pereza.
Gustavo era un ángel. Hay dos escritores a
quienes en la vida he oído hablar mal de nadie. El
uno era Bécquer, el otro es Miguel de los Santos
Álvarez. Si a alguien se satirizaba injustamente, él
lo defendía con poderosos argumentos; si la crítica
era justa, un aluvión de lenitivos, un apurado golpe
de candoroso ingenio o una frase compasiva y dulce cubría con un manto de espontánea caridad al
destrozado ausente. Alguna vez escribió críticas. No
hemos querido insertarlas; pues, cuando cumpliendo alguna misión las hacía de encargo, a cada línea
protestaba de lo que censurando iba, y era de ver
su apuro, colocado entre el sacerdocio de la verdad
y del arte, y la mansedumbre de su buen corazón.
Si desde el cielo, en que de seguro habita, pues no
es dado hallar infierno en otra vida al que en la tierra le tuvo, tiende los ojos sobre este libro, sólo
hallará en él lo que escribió sin remordimientos de
su bondad.
La fecundidad e inventiva de Gustavo eran
prodigiosas, y puede decirse que esto perjudicó a la
importancia de sus escritos. Su manera de concebir
no era embrionaria, sino clara, metódica y precisa,
tanto, que a sus imaginaciones sólo faltaba un taquígrafo; pero encariñado con ellas y no queriéndolas escribir con la precipitación del oficio, sino con el
reposo del artista, íbalas dejando para cuando pudiera conseguirlo.
A fin de poseer el sustento, escribió mucho
y en géneros diferentes, como zarzuelas, traducciones, artículos políticos y de crítica, un tomo sobre
Los Templos de España, y tenía meditadas y bosquejadas, a la manera que antes he dicho, multitud
de obras, cuyos títulos sólo revelan facultades extraordinarias.
Para el teatro tenía concebidas, sin que faltara el más pequeño detalle, las obras siguientes: El
cuarto poder, comedia. -Los hermanos del dolor,
drama. -El duelo, comedia. -El ridículo, drama. Marta, poema dramático; -¡Humo!, ídem.
Entre las novelas encuentro en sus apuntes
los títulos que siguen: Vivir o no vivir. -El último valiente y El último cantador, de costumbres andaluzas. -Herrera. -Crepúsculos. -La conquista de Sevilla.
En fantasías y caprichos, los que siguen: El
rapto de Ganimedes, bufonada. -La vida de los
muertos, leyenda fantástica. -La Diana india, estudio
de la América. -La amante del sol, estudio griego. La Bayadera, estudio indio. -Luz y nieve, estudio de
las regiones polares.
Tenía perfectamente ideadas las siguientes
leyendas toledanas: El Cristo de la Vega, pintando
un judío. -La fe salva. -La fundadora de conventos. El hombre de palo, estudio sobre Juanelo. -La casa
de Padilla, ocurrido sobre el solar abandonado. -La
salve. -Los ángeles músicos. -La locura del genio,
estudio sobre el Greco. -La lepra de la infancia,
estudio sobre el Condestable de Borbón.
Lo primero que pensaba escribir a conciencia, según decía, era un poema en cuatro cantos,
titulado Las estaciones.
Además tenía proyectadas y hasta versos
hechos, de las siguientes poesías, que cada una
había de formar un libro, a saber: La oración de los
reyes. -Los mártires del genio, poemas sobre los
dolores de los hombres famosos. -Las tumbas, obra
artística y poética; meditaciones sobre las sepulturas célebres. -Un mundo, poema sobre el descubrimiento de las Américas; y otros títulos y otros planes que la muerte ha encerrado con él en la tumba
y cuya historia se haya escrita brevemente en el
magnífico prólogo, original suyo, que a éste mío
sigue, donde se hallan indicados la sospecha de su
muerte y el martirio que tantas creaciones, a las que
sólo faltaba un poco de actividad sosegada para ser
reales, causaban en aquel cerebro tan potente y
seguro.
Todas las obras que contienen estos tomos
han sido escritas, como ya he dicho, sin tomarse
más tiempo para idearlas, que aquel que tardaba en
dibujar con la pluma lo que había de describir o ser
objeto de su inspiración; y era de ver los primores
de sus cuartillas, festoneadas de torreones ruino-
sos, mujeres ideales, guerreros, tumbas, paisajes,
esqueletos, arcos, guirnaldas y flores. Rara era la
carta que salía de su mano sin ir llena de copias de
lo que veía o caricaturas admirables sobre lo que
narraba.
Ni de su triste vida, ni de sus dolores físicos,
quejábase nunca ni maldecía jamás. Mudo cuando
era desgraciado, sólo tenía voz para expresar un
momento de alegría. Cuando refería contrarios sucesos de su vida, lo hacía entre burlas o poetizando
alegre y simpáticamente la desgracia. Así es que
cuando leí sus Rimas me afectaron profundamente.
La única vez que exhalaba quejas lo hacía en verso,
y era que en aquella naturaleza artística, hasta el
grito del dolor había de escucharse sin vulgaridad, y
semejante a los gladiadores antiguos que dejaban
caer con gracia el moribundo cuerpo, él no dejaba
ver su lacerado espíritu, sino envuelto entre las
elegantes formas del plasticismo sevillano, pura y
rígida escuela a que sólo ha faltado ser más subjetiva y franca para ser perfecta.
Tal era el hombre. Ocupémonos por fin del
escritor y del poeta.
Llegado a este punto, preciso es que abandone el alto criterio que las deslumbradoras faculta-
des de Gustavo y la especialidad de su trato habían
engendrado en mis juicios, para examinar el conjunto de obras que nos lega; las cuales, a pesar de no
ser aquellas en que yo fundaba mi segura confianza, forman, sin embargo, un conjunto que basta a
dar idea fija de su importancia en el terreno de
nuestra literatura.
Sin entrar todavía en el campo de las relaciones, basta abrir esta obra por cualquiera de sus
páginas para sentir en el mismo instante el ánimo
agradablemente sorprendido, encontrándole fuera
de esa atmósfera de lo vulgar, que tantos se afanan
por romper, domeñando, sobre todo en España, la
dificultad del lenguaje para expresar lo ideal y analítico del sentir moderno. Aunque Gustavo, cuando
escribía en reposo, jamás olvidaba que su cuna
literaria se había mecido en la patria de Herrera,
Rioja, Mármol y Lista, como quiera que es un escritor eminentemente subjetivo, jamás deben desligarse en el análisis para su crítica la forma y la idea,
dueña casi siempre ésta de aquélla, la una dictando, obedeciendo la otra. En el fondo de sus escritos
hay lo que podría llamarse realismo ideal, único
realismo posible en artes, si no han de ser mera
imitación de la naturaleza o anacronismo literario y
han de llevar el sello de algo, creado por el artista.
Sorprende a veces su semejanza con ciertos autores alemanes, a quienes no había leído hasta hace
muy poco, y a los que se parece, porque sus producciones están pensadas y escritas con la razón y
la imaginación, que son en aquéllos inseparables y
como dos buenas hermanas entre las que no hay
secretos ni odios, reinando siempre armonía inalterable, producto del largo uso de la libertad de conciencia. Vese en Gustavo dominar siempre la idea a
la forma, por más que ésta sea brillante y riquísima
y oculte en apariencia a aquélla primorosamente;
pues artista verdadero, es decir, hombre de sentimiento que atisba y oye repetirse dentro de su ser
en mil ecos cualquier sensación externa, sabe permanecer siempre dentro del arte, o sease de lo
bello, de lo bueno, de lo simpático, de lo sublime
que casi todos fantaseamos aunque necesitemos
las más de las veces que alguien, el genio, nos lo
enseñe y explique para comprenderlo y precisarlo.
Como todos los autores de estima, es Gustavo revolucionario, es decir, innovador y creador, amante
de la verdad. En sus escritos tiende más a conmover que a enseñar; porque el tiempo y la razón a él
y a aquéllos han demostrado que despertar los sentimientos que duermen en el fondo del alma es dar
a los hombres la mejor enseñanza, llevándolos por
el camino de lo bello (en cualquier sentimiento fingido no hay belleza), a cuyo término está la única
moral, la moral subjetiva, por decirlo así, la que se
desprende de todas las sensaciones que han agitado una vida. Todo hombre que siente, esto es, que
puede conmoverse profundamente, está en vías de
perfeccionarse y de llegar a la verdadera moral; la
moral, que a mi juicio es la vida de la idea, la Oda
del cuerpo y del alma que viven en paz y armonía.
Sí: Gustavo es revolucionario; porque, como
los pocos que en las letras se distinguen por su
originalidad y verdadero mérito, antes que escritor
es artista, y por eso siente lo que dice mucho más
de lo que expresa, sabiendo hacerlo sentir a los
demás. Es revolucionario, como los alemanes, pero
no por imitación, sino dentro de la espontaneidad y
del arte cuyos límites, por muy dilatados que sean,
no se pueden traspasar impunemente, aunque sí
ensancharlos, siempre que la imaginación y la
razón, la idea y la forma vayan unidas, sin separarse un ápice una de otra. He aquí por qué se parece
a los alemanes, porque llega a esos límites, y sabe
y tiene poder para agrandarlos, lo cual consiguen
muy pocos. Sus leyendas, que pueden competir con
los cuentos ds Hoffmann y de Grimm, y con las
baladas de Rückert y de Uhland, por muy fantásti-
cas que sean, por muy imaginarias que parezcan,
entrañan siempre un fondo tal de verdad, una idea
tan real, que en medio de su forma y contextura
extraordinarias, aparece espontáneamente un
hecho que ha sucedido o puede suceder sin dificultad alguna, a poco que se analicen la situación de
los personajes, el tiempo en que se agitan o las
circunstancias que les rodean. No son una idea
filosófica que oculta tal o cual cosa y que quiere
decir esto o lo otro; no: contienen una realidad que,
para grabarse más profundamente en el corazón,
hiere primero la fantasía con deslumbradoras apariencias, y, disipadas éstas, queda espontánea,
fuerte y erguida. De la verdad ha de brotar la filosofía, y no de ésta ha de resultar aquélla. Tal sucede
en las leyendas, en los artículos y, sobre todo, en
sus magníficas Cartas, modelos de buen decir, verdaderas obras maestras de fecundia y de lenguaje.
El rayo de luna, Los ojos verdes, ¿qué son sino
cuadros fantásticos en que tal vez la locura de un
hombre hace brillar una idea para todos real y visible? Aquel contorno de mujer que dibuja la luna, al
atravesar las inquietas ramas de los árboles; aquel
hada de ojos verdes que habita en el fondo del lago
¿qué representan sino la mujer ideal, pura, que
inspira el amor de los amores, el amor que todo
corazón noble desea y siente, amor interno, duradero, que jamás se encuentra en la tierra? ¿Qué significa aquel Miserere magnífico de las montañas, que
va a escuchar un músico extraño, y al que pone
notas tan extrañas como él, sino ese anhelar del
artista, ese luchar sin reposo con la forma, esa desesperación eterna por hallar digno ropaje, línea
precisa, color verdadero, palabra oportuna y nota
adecuada al mundo increado de su alma, a los hijos
brillantes de su fantasía? ¿Qué nos enseña aquel
viejo Órgano de Maese Pérez, que nadie puede
hacer sonar delante de Dios y del mundo, a no ser
su propio espíritu, sino la imposibilidad de las escuelas, ese arte de las serviles imitaciones, en que
no deben suceder falsos Rafaeles, Ticianos y
Velázquez a los que así se llamaron en la tierra, a
menos que Dios no haga el milagro de permitir bajar
del cielo el ánima que le entregaron con el último
estertor de la agonía?
Y si, teniendo presente que se publican sus
obras después de muerto el autor y sin la menor
enmienda, examinamos el estilo, la propiedad, el
profundo conocimiento de épocas lejanas y de costumbres ya idas, no podremos menos de admirar
consorcio tan sorprendente entre la espontaneidad
y el estudio, entre lo fantástico y lo real.
Otra de las particularidades de Gustavo, la
más esencial a mi juicio, la que más claramente
revela su genio noble y elevado, es que personalmente siente y manifiesta sus particulares sensaciones, resultando, y así debe de ser, que aquéllas
son comprensibles para todos, porque las experimenta ni más ni menos que como cualquier otro, si
bien revela la manera de percibirlas bajo una forma
poética, a fin de despertar esos mismos sentimientos en los demás. Sus pasiones, sus alegrías, sus
aspiraciones, sus dolores, sus esperanzas sus desengaños, son espontáneos, e ingenuos, y semejantes a los que lleva en sí todo corazón, por insensible
que sea. Esta particularidad se revela en sus poesías con más fuerza que en sus otros escritos. No
finge nunca, dándole proporciones estéticas que al
pronto la hacen parecer grande, una pasión exagerada; atento siempre a la verdad dentro del arte,
habla según siente, y teniendo el don de sentir lo
que impresiona a la colectividad, don tan sólo concedido al genio, apodérase de todos los corazones,
que admíranse de ver a otro sorprender sus secretos y decir cuanto les conmueve, impresión que
cada cual creía exclusivamente suya.
¿Por qué esta poesía subjetiva ha brillado
tan poco en España, y cuando tal ha sucedido se ha
verificado dentro de una excepción del sentimiento
humano?
No creo tanto en la influencia de las razas
como en la de las religiones, que, generando las
costumbres, preparan una política, una literatura, un
arte general dados, los cuales llegan a ser medios
en que se desarrollan fatalmente las inteligencias.
Asombra contemplar lo que pudo ser la nación española inmediatamente después de la conquista de Granada y al advenimiento de Carlos V.
Era tanto el empuje de la anterior civilización, nacida entre la fe y la guerra, entre el amor y el odio,
que puede afirmarse la imposibilidad de encontrar,
en igual período de tiempo y circunstancias, pueblo
que hubiese adelantado más terreno en ciencias y
en artes.
Aparece primero la poesía anónima y heroica; inmediatamente la mística y didáctica, de Berceo y Alonso el Sabio, con la cual la prosa castellana, abandonando su hermosa cuna del Lacio, declárase libre de la anterior tutela, hermoseada y rejuvenecida por la literatura provenzal y arábiga. El
pueblo que antes que ningún otro de Europa adquiría derechos y municipios, creó una forma exclusivamente suya, cantando la gloria de sus héroes, la
religión que le animaba y el amor que le enardecía,
en un metro que no tiene semejante en otro idioma.
El príncipe Juan Manuel burlábase de las
pretensiones de los frailes y de la alquimia de su tío
Alonso el Sabio; el arcipreste de Hita dejábase inspirar, ya por Epicuro, ya por Cristo; la Danza de la
Muerte rivalizaba con todas las composiciones de
su género en tétrica fantasía, y Pedro López de
Ayala llevaba a la poesía la política.
El arte subjetivo, aunque materialista, de la
literatura árabe, encontraba eco en Jorge Manrique;
los libros de caballerías no agotaban riquísimas
imaginaciones, y las crónicas y los crepúsculos del
teatro, y la arquitectura y las ciencias, y el ingenio
humano en todas sus manifestaciones, con un
carácter eminentemente nacional, recibían, entre la
tolerancia de cultos y las libertades de los pueblos,
el influjo de todo lo bello, de todo lo grande y de
todo lo útil.
La poesía subjetiva no había brotado aún,
porque no era tiempo, pues ocupados los poetas en
ensalzar a sus héroes, en adorar a sus santos, aliados fieles en guerras contra agarenos, y en reconquistar para la religión y la patria antiguas el terreno
arrebatado, no habían abandonado todavía el cam-
po de batalla, la plática en la asediada tienda de
combate, ni el rezo a favor de la victoria entre las
arcadas del templo, para sustituir el mundo exterior,
que les embargaba, con la contemplación de sí
mismos, al contacto de una sociedad tranquila y
adecuada a la reflexión y al examen.
Llegó por fin el momento de reposo; y como
si la Providencia, que vela por el equilibrio de las
leyes materiales, temiese que tanta fuerza moral
acumulada desnivelase el mundo, abrió las playas
apartadas, con objeto de librar a Europa de la peligrosa energía de los españoles, y sentó en su trono
un rey, emperador de lejanos países, precediéndole
en el gobierno un monje de carácter tan elevado y
firme, como hábil y fanático.
Al mismo tiempo que las Américas se descubrían, la Inquisición, oponiéndose a la reforma y
consiguiendo brillantemente alejarla de España,
comenzó a pesar sobre todas las inteligencias, y sin
su permiso, ni podía la fantasía crear, ni inquirir el
alma humana.
Sintiose el hombre posesor de un espíritu
peligroso, y apartando la vista de este enemigo
interno, que podía rodear su cuerpo de las horribles
llamas del Santo Oficio, suprimió su personalidad en
todas las concepciones de su inteligencia, y semejante a tímidas aves que vuelan rastreando o se
pierden tras las nubes, la hipocresía de la forma
ocultó los sentimientos, o el misticismo fue el espacio a que se remontó sereno el espíritu, sin que por
ello lograra escapar a persecuciones inesperadas:
Todos los escritores y poetas subjetivos
castellanos, Santa Teresa, Fr. Luis de León, San
Juan de la Cruz, Juan de Ávila, Fr. Luis de Granada,
a pesar de haber sido después canonizados, tuvieron que humillar sus puras frentes y anublar sus
radiantes inteligencias ante las negras sotanas de
los inquisidores.
Si esto pasaba a los que eran poeta-santos,
¿qué suplicio no hubiera encontrado el simple poeta
terrenal, exponiendo su alma desnuda a la zarpa de
la Inquisición o al anatema de los conventos?
Derruida, por otra parte, la estructura nacional política en los campos de Villalar, la forma tradicional poética y artística perturbose también con
influencias extrañas; pero era tal el empuje recibido
y tan peculiar y genérico nuestro carácter propio,
que no bastaron a destruirle tan instantáneos y
rápidos contratiempos.
Desapareció el análisis de la verdad, es
cierto, en todo el territorio de España; pero no la
fantasía ni la riquísima vena de los españoles.
Perseguido el pensamiento, no murió entre
las manos que le apretaban, sino que, amoldándose, como cuerpo fluido e impalpable, a la forma de
la materia que le oprimía, se escapaba ufano por
todas las aberturas.
El poeta que amaba hacía responsables de
sus delirios a pastores y héroes de la Mitología, y
los grandes alientos, las dudas del alma, los placeres de la tierra encontraron hombres sin existencia
real, mundo ficticio en que desarrollarse, dentro de
nuestro inmortal teatro, donde parece que sus grandes genios se vengaron de la tiranía social que les
oprimía, encerrando todos los preceptos bajo llave y
creando con la anarquía dramática el moderno romanticismo, que no es más que la libertad de pensamiento en artes.
Pero, entretanto, la poesía lírica, esencialmente subjetiva, desarrollábase dentro de los estrechos límites de la forma, acortando su vuelo a medida que se perfeccionaba, y manteniendo su existencia, bien invadiendo el teatro, bien ensalzando a
las veces triunfos compatibles con la religión y la
patria.
Sólo Rioja, ese gran genio de la escuela sevillana, abre su alma a la verdad, y en aquella
magnífica turquesa de su estilo funde sus cantares,
ya anonadando cortesanos aduladores, ya vertiendo
lágrimas ante los estragos del tiempo, ya cantando
las flores hermosas, tan puras como su alma, que
se transparenta siempre a través de sus poesías.
Pero no todos tenían la rigidez de su espíritu, y ya la forma había dado de sí cuanto pudiera.
Los retruécanos, la mitología, los diferentes metros,
los idiomas afines al castellano, todo se había agotado. No había más remedio que lanzarse en el
terreno de la idea y de la verdad, cuya puerta vigilaba la Inquisición, o introducir la anarquía del despecho en el campo de las formas.
Góngora, Luzbel de nuestra literatura, lanzando por la tradición del cielo de la libertad y queriendo progresar dentro de lo limitado y finito, introdujo el estilo culterano.
La Inquisición mató la espontaneidad y el
análisis. El orgullo quebró el cincelado vaso de obligados pensamientos.
Quedó únicamente la sátira, revoloteando
ya alegre y licenciosa, ya altiva y soberbia, sobre la
frente del profundo Quevedo, a quien no valió su
astucia para pensar libremente en una mazmorra.
Imperó la teocracia, y un idiota fue su última
víctima y su ejemplar producto. No llegó a España
la libertad del pensamiento; pero sí, con el nieto de
Luis XIV, el principio de autoridad literario, y Moratín
reglamentó de nuevo el arte, severamente conservado por la escuela sevillana.
Tras la revolución francesa operose la revolución del mundo, y Quintana levantó su poderoso
astro entre himnos a la libertad y severas justicias
de los tiranos. Con la invasión volvió España a pelear para verse independiente, y una vez triunfante,
no quiso volver a dormir el narcótico sueño de tres
siglos. Las artes resucitaron, el teatro volvió a levantarse, y la poesía lírica, tan perfecta en la forma
como en otros días, tuvo por sacerdotes de su culto
hombres libres.
Mientras Zorrilla nos refiere imperecederas
tradiciones, Espronceda nos habla de sí mismo y
del alma humana, y con él esa poesía subjetiva,
producto de la libertad del pensamiento, toma
carácter de naturaleza entre nosotros, demasiado
apegados aún a la admiración de tiempos que pasaron, hasta el punto de que hombres casi demagogos son perfectos reaccionarios en cuanto hablan
en verso.
No quiero por esto decir que la poesía lírica
ha de ser política. ¡Líbreme Dios de verla por este
camino! Pero cuando lo sea, debe representar su
tiempo, como las obras que forman el glorioso catálogo de nuestro Parnaso.
Creo haber probado lo bastante que, lejos
de ser la poesía esencialmente subjetiva imitación
de extranjeros líricos, es resultado natural de la
moderna civilización, por lo cual comienza hoy a
nacer en España, más atrasada en todo que otros
países.
A consecuencia de lo apuntado, y volviendo
a ocuparme de las poesías de Bécquer, diré que,
aunque hay un gran poeta alemán, Enrique Heine, a
quien puede creerse ha imitado Gustavo, esto no es
cierto, si bien entre ambos existe mucha semejanza.
Heine, más independiente, es, sin embargo,
menos artista que Gustavo, y el deseo de ser original lo arrastra a veces más allá de lo verdadero,
siendo excéntrico y escéptico, no porque él real-
mente lo sea, sino porque cree singularizarse de
este modo, sin notar que abandonando la verdad,
huye del arte, que es la unidad, de la que nadie se
separa impunemente. En su poema Germania, en
su libro de Lázaro, hay pruebas de lo que digo, si
bien, por fortuna, están escondidas entre multitud
de bellezas de primer orden. Otro autor a quien
Gustavo se asemeja es Alfred de Musset. Nada
tiene de extraño, pues como él educose en el clasicismo. Sin embargo, es menos mundano y ardiente
que el inspirado poeta de las Cuatro noches.
Las rimas de Gustavo, en que a propósito
parece huir de la ilusión del consonante y del metro,
para no herir el ánimo del lector más que con la
importancia de la idea, son, a mi ver, de un valor
inapreciable en nuestra literatura.
Generalmente las poesías son cortas, no
por método o por imitación, sino porque para expresar cualquier pasión o una de sus fases, no se necesitan muchas palabras. Una reflexión, un dolor,
una alegría, pueden concebirse y sentirse lentamente; pero se han de expresar con rapidez, si se quiere herir en los demás la fibra que responde al mismo efecto. De aquí la explicación de esas composiciones cortas, que han nacido modernamente en
Alemania donde todos los grandes poetas las han
cultivado, Gœthe, Schiller, Heine y otros han escrito
multitud de lieder (lied, canción), que constituyen la
actual poesía lírica alemana.
En España, aunque inculto, existe hace
tiempo ese género, como lo prueban la infinidad de
nuestros cantares populares, en que no se sabe
qué admirar más, si lo profundo de los sentimientos
y reflexiones, o la concisión y naturalidad del estilo.
Todas las rimas de Gustavo forman, como
el Intermezzo de Heine, un poema, más ancho y
completo que aquél, en que se encierra la vida de
un poeta. Son, primero las aspiraciones de un corazón ardiente, que busca en el arte la realización
de sus deseos, dudando de su destino, como cuando exclama:
Saeta que voladora
cruza, arrojada al azar,
sin adivinarse dónde
temblando se clavará;
gigante ola que el viento
riza y empuja en el mar,
y rueda y pasa y se ignora
qué playa buscando va.
Siéntese poeta, y dice:
Espíritu sin nombre,
indefinible esencia,
yo vivo con la vida
sin formas de la idea.
Yo ondulo con los átomos
del humo que se eleva,
y al cielo lento sube
en espiral inmensa.
Yo, en los dorados hilos
que los insectos cuelgan,
me mezco entre los árboles
en la ardorosa siesta.
Yo, en fin, soy ese espíritu,
desconocida esencia,
perfume misterioso
de que es vaso el poeta.
No encontrando realizada su ilusión en la
gloria, vuélvese espontáneamente hacia el amor,
realismo del arte, y se entrega a él y goza un momento, y sufre y llora, y desespera largos días, porque es condición humana, indiscutible como un
hecho consumado, que el goce menor se paga aquí
con los sufrimientos más atroces. Anúnciase esta
nueva fase en la vida del poeta con la magnífica
composición que, no sé por qué, me recuerda la
atrevida manera de decir del Dante:
Los invisibles átomos del aire
en derredor palpitan y se inflaman...
mis párpados se cierran... ¿Qué sucede?
-¡Es el amor que pasa!
Sigue luego desenvolviéndose el tema de
una pasión profunda, tan sencilla como espontánea.
Una mujer hermosa, tan naturalmente hermosa que
Ella tiene la luz, tiene él perfume,
el color y la línea,
la forma, engendradora de deseos,
la expresión, fuente eterna de poesía,
conmueve y fija el corazón del poeta que se
abre al amor, olvidándose de cuanto le rodea. La
pasión es desde su principio inmensa, avasalladora
y con razón, puesto que se ve correspondida, o al
menos, parece satisfecha del objeto que la inspira:
una mujer hermosa, aunque sin otra buena cualidad, porque es ingrata y estúpida. ¡Tarde lo conoce,
cuando ya se siente engañado y descubre, dentro
de un pecho tan fino y suave, un corazón nido de
sierpes, en el cual no hay una fibra que al amor
responda! Aquí, en medio de sus dolores, llega el
poeta a la desesperación; pero cuando ésta le lleva
ya al punto en que se pierde toda esperanza, él se
detiene espontáneamente, medita en silencio, y
aceptando por último su parte de dolor en el dolor
común, prosigue su camino, triste, profundamente
herido, pero resignado; con el corazón hecho pedazos, pero con los ojos fijos en algo que se le revela
como reminiscencia del arte, a cuyo impulso brotaron sus sentimientos.
Piensa antes en lo solos que se quedan los
muertos, y siente dentro de la religión de su infancia
un nuevo amor, que únicamente pueden sentir los
que sufren mucho y jamás se curan; un amor ideal,
puro, que no puede morir ni aun con la muerte, que
más bien la desea, porque es tranquilo como ella,
¡como ella callado y eterno! Se enamora de la estatua de un sepulcro, es decir, del arte, de la belleza
ideal, que es el póstumo amor, para siempre duradero, por lo mismo que nunca se ve por completo
correspondido. En mi incompetencia, declaro que
esta composición última me parece una de las más
perfectas en castellano, no sólo por su vaguedad,
misterio y dificultad de precisar claramente, sino por
lo correcto y acabado de la forma.
Tal fue Gustavo A. Bécquer, como hombre y
como poeta, en lo que puede apreciar el público.
Todo lo que atesoraba en su imaginación
está dicho en el siguiente prólogo suyo.
Leedlo pronto y olvidad el mío, escrito nada
más que por acompañarle siempre. Él sólo, desde
la otra vida, podrá apreciarlo.
¡Ojalá seas eterno, libro que compendias la
vida de mi pobre amigo!
RAMÓN RODRÍGUEZ CORREA.
Introducción
Por los tenebrosos rincones de mi cerebro,
acurrucados y desnudos, duermen los extravagantes hijos de mi fantasía, esperando en silencio que
el arte los vista de la palabra para poderse presentar decentes en la escena del mundo.
Fecunda, como el lecho de amor de la miseria, y parecida a esos padres que engendran más
hijos de los que pueden alimentar, mi musa concibe
y pare en el misterioso santuario de la cabeza,
poblándola de creaciones sin número, a las cuales
ni mi actividad ni todos los años que me restan de
vida serían suficientes a dar forma.
Y aquí dentro, desnudos y deformes, revueltos y barajados en indescriptible confusión, los siento a veces agitarse y vivir con una vida oscura y
extraña, semejante a la de esas miríadas de
gérmenes que hierven y se estremecen en una
eterna incubación dentro de las entrañas de la tierra, sin encontrar fuerzas bastantes para salir a la
superficie y convertirse al beso del sol en flores y
frutos.
Conmigo van, destinados a morir conmigo,
sin que de ellos quede otro rastro que el que deja
un sueño de la media noche, que a la mañana no
puede recordarse. En algunas ocasiones, y ante
esta idea terrible, se subleva en ellos el instinto de
la vida, y agitándose en formidable, aunque silencioso tumulto, buscan en tropel por donde salir a la
luz de entre las tinieblas en que viven. Pero ¡ay, que
entre el mundo de la idea y el de la forma existe un
abismo que sólo puede salvar la palabra; y la palabra, tímida y perezosa, se niega a secundar sus
esfuerzos! Mudos, sombríos e impotentes, después
de la inútil lucha vuelven a caer en su antiguo marasmo. ¡Tal caen inertes en los surcos de las sendas, si cesa el viento, las hojas amarillas que levantó el remolino!
Estas sediciones de los rebeldes hijos de la
imaginación explican algunas de mis fiebres: ellas
son la causa, desconocida para la ciencia, de mis
exaltaciones y mis abatimientos. Y así, aunque mal,
vengo viviendo hasta aquí, paseando por entre la
indiferente multitud esta silenciosa tempestad de mi
cabeza. Así vengo viviendo; pero todas las cosas
tienen un término, y a éstas hay que ponerles punto.
El insomnio y la fantasía siguen y siguen
procreando en monstruoso maridaje. Sus creaciones, apretadas ya como las raquíticas plantas de un
vivero, pugnan por dilatar su fantástica existencia
disputándose los átomos de la memoria, como el
escaso jugo de una tierra estéril. Necesario es abrir
paso a las aguas profundas, que acabarán por romper el dique, diariamente aumentadas por un manantial vivo.
¡Andad, pues! Andad y vivid con la única vida que puedo daros. Mi inteligencia os nutrirá lo
suficiente para que seáis palpables; os vestirá, aunque sea de harapos, lo bastante para que no avergüence vuestra desnudez. Yo quisiera forjar para
cada uno de vosotros una maravillosa estofa tejida
de frases exquisitas, en la que os pudierais envolver
con orgullo, como en un manto de púrpura. Yo quisiera poder cincelar la forma que ha de conteneros,
como se cincela el vaso de oro que ha de guardar
un preciado perfume. Mas es imposible.
No obstante, necesito descansar: necesito,
del mismo modo que se sangra el cuerpo por cuyas
hinchadas venas se precipita la sangre con pletórico
empuje, desahogar el cerebro, insuficiente a contener tantos absurdos.
Quedad, pues, consignados aquí, como la
estela nebulosa que señala el paso de un desconocido cometa, como los átomos dispersos de un
mundo en embrión que aventa por el aire la muerte,
antes que su creador haya podido pronunciar el flat
lux que separa la claridad de las sombras.
No quiero que en mis noches sin sueño
volváis a pasar por delante de mis ojos en extravagante procesión, pidiéndome con gestos y contorsiones que os saque a la vida de la realidad del
limbo en que vivís, semejantes a fantasmas sin
consistencia. No quiero que al romperse este arpa
vieja y cascada ya, se pierdan, a la vez que el instrumento, las ignoradas notas que contenía. Deseo
ocuparme un poco del mundo que me rodea, pudiendo, una vez vacío, apartar los ojos de este otro
mundo que llevo dentro de la cabeza. El sentido
común, que es la barrera de los sueños, comienza a
flaquear, y las gentes de diversos campos se mezclan y confunden. Me cuesta trabajo saber qué cosas he soñado y cuáles me han sucedido. Mis afectos se reparten entre fantasmas de la imaginación y
personajes reales. Mi memoria clasifica, revueltos,
nombres y fechas de mujeres y días que han muerto o han pasado, con los días y mujeres que no han
existido sino en mi mente. Preciso es acabar
arrojándoos de la cabeza de una vez para siempre.
Si morir es dormir, quiero dormir en paz en
la noche de la muerte, sin que vengáis a ser mi
pesadilla, maldiciéndome por haberos condenado a
la nada antes de haber nacido. Id, pues, al mundo a
cuyo contacto fuisteis engendrados, y quedad en él
como el eco que encontraron, en un alma que pasó
por la tierra, sus alegrías y sus dolores, sus esperanzas y sus luchas.
Tal vez muy pronto tendré que hacer la maleta para el gran viaje. De una hora a otra puede
desligarse el espíritu de la materia para remontarse
a regiones más puras. No quiero, cuando esto suceda, llevar conmigo, como el abigarrado equipaje
de un saltimbanco, el tesoro de oropeles y guiñapos
que ha ido acumulando la fantasía en los desvanes
del cerebro.
Junio de 1868.
Leyendas
La creación
Poema indio
I
Los aéreos picos del Himalaya se coronan
de nieblas oscuras en cuyo seno hierve el rayo, y
sobre las llanuras que se extienden a sus pies flotan
nubes de ópalo, que derraman sobre las flores un
rocío de perlas.
Sobre la onda pura del Ganges se mece la
simbólica flor del loto, y en la ribera aguarda su
víctima el cocodrilo, verde como las hojas de las
plantas acuáticas, que lo esconden a los ojos del
viajero.
En las selvas del Indostán hay árboles gigantescos, cuyas ramas ofrecen un pabellón al cansado peregrino, y otros cuya sombra letal lo llevan
desde el sueño a la muerte.
El amor es un caos de luz y de tinieblas; la
mujer, una amalgama de perjurios y ternura; el
hombre un abismo de grandeza y pequeñez; la vida,
en fin, puede compararse a una larga cadena con
eslabones de hierro y de oro.
II
El mundo es un absurdo animado que rueda
en el vacío para asombro de sus habitantes.
No busquéis su explicación en los Vedas,
testimonios de las locuras de nuestros mayores, ni
en los Puranas, donde vestidos con las deslumbradoras galas de la poesía, se acumulan disparates
sobre disparates acerca de su origen.
Oíd la historia de la creación tal como fue
revelada a un piadoso brahmín, después de pasar
tres meses en ayunas, inmóvil en la contemplación
de sí mismo, y con los índices levantados hacia el
firmamento.
III
Brahma es el punto de la circunferencia; de
él parte y a él converge todo. No tuvo principio ni
tendrá fin.
Cuando no existían ni el espacio ni el tiempo, la Maya flotaba a su alrededor como una niebla
confusa, pues absorto en la contemplación de sí
mismo, aún no la había fecundado con sus deseos.
Como todo cansa, Brahma se cansó de
contemplarse, y levantó los ojos de una de sus cuatro caras y se encontró consigo mismo, y abrió airado los de otra y tornó a verse, porque él lo ocupaba
todo, y todo era él.
La mujer hermosa, cuando pule el acero y
contempla su imagen, se deleita en sí misma; pero
al cabo busca otros ojos donde fijar los suyos, y si
no los encuentra, se aburre.
Brahma no es vano como la mujer, porque
es perfecto. Figuraos si se aburriría de hallarse solo,
solo en medio de la eternidad y con cuatro pares de
ojos para verse.
IV
Brahma deseó por primera vez, y su deseo,
fecundando la creadora Maya que lo envolvía, hizo
brotar de su seno millones de puntos de luz, semejantes a esos átomos microscópicos y encendidos
que nadan en el rayo de sol que penetra por entre la
copa de los árboles.
Aquel polvo de oro llenó el vacío, y al agitarse produjo miríadas de seres destinados a entonar himnos de gloria a su criador.
Los gandharvas, o cantores celestes, con
sus rostros hermosísimos, sus alas de mil colores,
sus carcajadas sonoras y sus juegos infantiles,
arrancaron a Brahma la primera sonrisa, y de ella
brotó el Edén. El Edén con sus ocho círculos, las
tortugas y los elefantes que los sostienen, y su santuario en la cúspide.
V
Los chiquillos fueron siempre chiquillos: bulliciosos, traviesos e incorregibles, comienzan por
hacer gracia, una hora después aturden, y concluyen por fastidiar. Una cosa muy parecida debió de
acontecerle a Brahma, cuando apeándose del gigantesco cisne, que como un corcel de nieve lo
paseaba por el ciclo, dejó aquella turbamulta de
gandharvas en los círculos inferiores, y se retiró al
fondo de su santuario.
Allí, donde no llega ni un eco perdido, ni se
percibe el rumor más leve, donde reina el augusto
silencio de la soledad, y su profunda calma convida
a las meditaciones, Brahma, buscando una distracción con que matar su eterno fastidio, después de
cerrar la puerta con dos vueltas de llave, entregose
a la alquimia.
VI
Los sabios de la tierra qué pasan su vida
encorvados sobre antiguos pergaminos, que se
rodean de mil objetos misteriosos y conocen las
extrañas propiedades de las piedras preciosas, los
metales y las palabras cabalísticas, hacen por medio de esta ciencia transformaciones increíbles. El
carbón lo convierten en diamante, la arcilla en oro,
descomponen el agua y el aire, analizan la llama, y
arrancan al fuego el secreto de la vitalidad y la luz.
Si todo esto consigue un mortal miserable
con el reflejo de su saber, figuraos por un instante lo
que haría Brahma, que es el principio de toda ciencia.
VII
De un golpe creó los cuatro elementos, y
creó también a sus guardianes. Agni, que es el
espíritu de las llamas, Vayu, que aúlla montado en
el huracán; Varuna, que se levuelve en los abismos
del Océano; y Prithivi, que conoce todas las cavernas subterráneas de los mundos, y vive en el seno
de la creación.
Después encerró en redomas transparentes
y de una materia nunca vista gérmenes de cosas
inmateriales e intangibles, pasiones, deseos, facultades, virtudes, principios de dolor y de gozo de
muerte y de vida, de bien y de mal. Y todo lo subdividió en especies, y lo clasificó con diligencia exquisita poniéndole un rótulo escrito a cada una de las
redomas.
VIII
La turba de rapaces que ensordecía en tanto con sus voces y sus ruidosos juegos los círculos
inferiores del Paraíso, echó de ver la falta de su
señor. -¿Dónde estará? -exclamaban los unos-.
¿Qué hará? -decían entre sí los otros-; y no eran
parte a disminuir el afán de los curiosos las columnas de negro humo que veían salir en espirales
inmensas del laboratorio de Brahma, ni los globos
de fuego que desde el mismo punto se lanzaba
volteando al vacío, y allí giraban como en una ronda
luminosa y magnífica.
IX
La imaginación de los muchachos es un
corcel, y la curiosidad la espuela que lo aguijonea y
lo arrastra a través de los proyectos más imposibles. Movidos por ella los microscópicos cantores,
comenzaron a trepar por las piernas de los elefan-
tes que sustentan los círculos del ciclo, y de uno en
otro se encaramaron hasta el misterioso recinto,
dónde Brahma permanecía aún, absorto en sus
especulaciones científicas.
Una vez en la cúspide, los más atrevidos se
agruparon alrededor de la puerta, y uno por el ojo
de la llave, y otros por entre las rendijas y claros de
los mal unidos tableros, penetraron con la mirada en
el inmenso laboratorio, objeto de su curiosidad.
El espectáculo que se ofreció a sus ojos, no
pudo menos de sorprenderles.
X
Allí había diseminadas, sin orden ni concierto, vasijas y redomas colosales de todas hechuras y
colores. Esqueletos de mundos, embriones de astros y fragmentos de lunas yacían confundidos con
hombres a medio modelar, proyectos de animales
monstruosos sin concluir, pergaminos oscuros, libros en folio e instrumentos extraños. Las paredes
estaban llenas de figuras geométricas, signos cabalísticos y fórmulas mágicas, y en medio del aposento, en una gigantesca marmita colocada sobre
una lumbre inextinguible, hervían, con un ruido sordo, mil y mil ingredientes sin nombre, de cuya sabia
combinación habían de resultar las creaciones perfectas.
XI
Brahma, a quien apenas bastaban sus ocho
brazos y sus diez y seis manos para tapar y destapar vasijas agitar líquidos y remover mixturas, tomaba algunas veces un gran canuto, a manera de
cerbatana, y así como los chiquillos hacen pompas
de jabón valiéndose de las cañas del trigo seco, lo
sumergía en el licor, se inclinaba después sobre los
abismos del cielo, y soplaba en la una punta, apareciendo en la otra un globo candente que al lanzarse
comenzaba a girar sobre sí mismo y al compás de
los otros que ya flotaban en el espacio.
XII
Inclinado sobre el abismo sin fondo, el
creador los seguía con una mirada satisfecha, y
aquellos mundos luminosos y perfectos, poblados
de seres felices y hermosísimos sobre toda ponderación, que son esos astros que, semejantes a los
soles, vemos aún en las noches serenas, entonaban un himno de alegría a su Dios, girando sobre
sus ejes de diamante y oro con una cadencia majestuosa y solemne.
Los pequeñuelos gandharvas, sin atreverse
ni aun a respirar, se miraban espantados entre sí,
llenos de estupor y miedo ante aquel espectáculo
grandioso.
XIII
Cansose Brahma de hacer experimentos, y
abandonando el laboratorio, no sin haberle echado,
al salir, la llave y guardándola en el bolsillo, tornó a
montar sobre su cisne con el objeto de tomar aire.
Pero ¡cuál no sería su preocupación cuando él, que
todo lo ve y todo lo sabe, no advirtió que, abstraído
en sus ideas, había echado la llave en falso! No le
pasó lo mismo a la inquieta turba de rapaces, que,
notando el descuido, le siguieron a larga distancia
con la vista, y cuando se creyeron solos, uno empuja poquito a poco la puerta, éste asoma la cabeza,
aquél adelanta un pie, e invaden todos, por fin, el
laboratorio, tardando muy poco en encontrarse en él
como en su casa.
XIV
Pintar la escena que entonces se verificó en
aquel recinto sería imposible.
Primeramente examinaron todos los objetos
con el mayor asombro, luego se atrevieron a tocar-
los, y al fin terminaron por no dejar títere con cabeza. Echaron pergaminos en la lumbre para que sirvieran de pasto a las llamas: destaparon las redomas, no sin quebrar algunas; removieron las vasijas, derramando su contenido, y después de oler,
probar y revolverlo todo, los unos se colgaban de
los soles y estrellas aún no concluidos y pendientes
de las bóvedas para secarse; los otros se subían
por las osamentas de los gigantescos animales,
cuyas formas no habían agradado al Señor. Y
arrancaron las hojas de los libros para hacer mitras
de papel, y se coloraron los compases entre las
piernas, a guisa de caballo, y rompieron las varas
de virtudes misteriosas, alanceándose con ellas.
Por último, cansados de enredar, decidieron
hacer un mundo tal y como lo habían visto hacer.
XV
Aquí comenzó el gran bullicio, la confusión y
las carcajadas. La marmita estaba candente. Llegó
el uno, vertió un líquido en ella, y se levantó una
columna de humo. Luego vino otro, arrojó sobre
aquél un elixir misterioso que contenía una redoma,
con la que llegó casi sin aliento hasta el borde del
receptáculo; tan grande era la vasija y tan rapazuelo
su conductor. A cada nuevo ingrediente que arroja-
ban en la marmita, se elevaban en su fondo llamaradas azules y rojas, que saludaba la alegre muchedumbre con gritos de júbilo y risotadas interminables.
XVI
Allí mezclaron y confundieron todos los
elementos del bien y del mal, el dolor y la alegría, la
fealdad y la hermosura, la abnegación y el egoísmo,
los gérmenes del hielo destinados a mundos hechos
de maner a que el frío causase una fruición deleitosa en sus habitadores, y los del calor compuestos
para globos cuyos seres se habían de gozar en las
llamas; y revolvieron los principios de la divinidad, el
espíritu con la grosera materia, la arcilla y el fango,
confundiendo en un mismo brebaje la impotencia y
los deseos, la grandeza y la pequeñez, la vida y la
muerte.
Aquellos elementos tan contrarios rabiaban
al verse juntos en el fondo de la marmita.
XVII
Hecha la operación, uno de ellos se arrancó
una pluma de las alas, le cortó las barbas con los
dientes y, mojando lo restante en el líquido, fue a
inclinarse sobre el abismo sin fondo, y sopló, y apa-
reció un mundo. Un mundo deforme, raquítico, oscuro, aplastado por los polos, que volteaba de medio ganchete, con montañas de nieve y arenales
encendidos, con fuego en las entrañas y océanos
en la superficie, con una humanidad frágil y presuntuosa, con aspiraciones de Dios y flaquezas de barro. El principio de muerte, destruyendo cuanto existe, y el principio de vida con conatos de eternidad,
reconstruyéndolo con sus mismos despojos; un
mundo disparatado, absurdo, inconcebible; nuestro
mundo, en fin.
Los chiquillos que lo habían formado, al mirarle rodar en el vacío de un modo tan grotesco, lo
saludaron con una inmensa carcajada, que resonó
en los ocho círculos del Edén.
XVIII
Brahma, al escuchar aquel ruido, volvió en
sí y vio cuanto pasaba, y lo comprendió todo. La
indignación llameó en sus pupilas; su airado acento
atronó el cielo y amedrantó a la turba de muchachos, que huyó sobrecogida y dispersa a puntapiés;
y ya tenía levantada la mano sobre aquella deforme
creación para destruirla; ya el solo amago había
producido en ella esa gran catástrofe que aún recordamos con el nombre del diluvio, ruando uno de
los gandharvas, el más travieso, pero el más mono,
se arrojó a sus plantas diciendo entre sollozos: ¡Señor, Señor, no nos rompas nuestro juguete!
XIX
Brahma es grave, porque es Dios, y, sin
embargo, tuvo que hacer un gran esfuerzo al oír
estas palabras para no dejar reventar la risa que le
retozaba en los ojos. Al cabo, reponiéndose, exclamó: -Id, turba desalmada e incorregible, marchaos donde no os vea más, con vuestra deforme criatura. Ese mundo no debe, no puede existir, porque
en él hasta los átomos pelean con los átomos; pero
marchad, os respeto; mi esperanza es que en poder
vuestro no durará mucho.
Dijo Brahma, y los chiquillos, dándose empellones y riéndose descompasadamente y arrojando gritos descomunales, se lanzaron en pos de
nuestro globo, y éste le da por aquí, el otro le hurga
por allá... Desde entonces ruedan con él por el ciclo,
para asombro de los otros mundos y desesperación
de sus habitantes.
Por fortuna nuestra, Brahma lo dijo, y sucederá, así. Nada hay más delicado ni más temible
que las manos de los chiquillos: en ellas el juguete
no puede durar mucho.
Maese Pérez el Organista
En Sevilla, en el mismo atrio de Santa Inés,
y mientras esperaba que comenzase la Misa del
Gallo, oí esta tradición a una demandadera del convento.
Como era natural, después de oírla,
aguardé impaciente que comenzara la ceremonia,
ansioso de asistir a un prodigio.
Nada menos prodigioso, sin embargo, que
el órgano de Santa Inés, ni nada más vulgar que los
insulsos motetes que nos regaló su organista aquella noche.
Al salir de la Misa, no pude por menos de
decirle a la demandadera con aire de burla:
-¿En qué consiste que el órgano de maese
Pérez suena ahora tan mal?
-¡Toma! -me contestó la vieja-, en que ese
no es el suyo.
-¿No es el suyo? ¿Pues qué ha sido de él?
-Se cayó a pedazos de puro viejo, hace una
porción de años.
-¿Y el alma del organista?
-No ha vuelto a parecer desde que colocaron el que ahora les sustituye.
Si a alguno de mis lectores se les ocurriese
hacerme la misma pregunta, después de leer esta
historia, ya sabe el por qué no se ha continuado el
milagroso portento hasta nuestros días.
I
-¿Veis ese de la capa roja y la pluma blanca
en el fieltro, que parece que trae sobre su justillo
todo el oro de los galeones de Indias; aquél que
baja en este momento de su litera para dar la mano
a esa otra señora que, después de dejar la suya, se
adelanta hacia aquí, precedida de cuatro pajes con
hachas? Pues ese es el Marqués de Moscoso,
galán de la condesa viuda de Villapineda. Se dice
que antes de poner sus ojos sobre esta dama, había pedido en matrimonio a la hija de un opulento
señor; mas el padre de la doncella, de quien se
murmura que es un poco avaro... Pero, ¡calle!, en
hablando del ruin de Roma, cátale aquí que asoma.
¿Veis aquél que viene por debajo del arco de San
Felipe, a pie, embozado en una capa oscura, y precedido de un solo criado con una linterna? Ahora
llega frente al retablo.
¿Reparasteis, al desembozarse para saludar a la imagen, la encomienda que brilla en su
pecho?
A no ser por ese noble distintivo, cualquiera
le creería un lonjista de la calle de Culebras... Pues
ese es el padre en cuestión; mirad cómo la gente
del pueblo le abre paso y le saluda.
Toda Sevilla le conoce por su colosal fortuna. El sólo tiene más ducados de oro en sus arcas
que soldados mantiene nuestro señor el rey Don
Felipe; y con sus galeones podría formar una escuadra suficiente a resistir a la del Gran Turco...
Mirad, mirad ese grupo de señores graves:
esos son los caballeros veinticuatros. ¡Hola, hola!
También está el flamencote, a quien se dice que no
han echado ya el guante los señores de la cruz
verde, merced a su influjo con los magnates de
Madrid... Éste, no viene a la iglesia más que a oír
música... No, pues si maese Pérez no le arranca
con su órgano lágrimas como puños, bien se puede
asegurar que no tiene su alma en su almario, sino
friéndose en las calderas de Pero Botero... ¡Ay vecina! Malo... malo... presumo que vamos a tener
jarana; yo me refugio en la iglesia; pues por lo que
veo, aquí van a andar más de sobra los cintarazos
que los Paternóster. -Mirad, Mirad; las gentes del
duque de Alcalá doblan. la esquina de la Plaza de
San Pedro, y por el callejón de las Dueñas se me
figura que he columbrado a las del de Medinasidonia. ¿No os lo dije?
Ya se han visto, ya se detienen unos y
otros, sin pasar de sus puestos... los grupos se disuelven... los ministriles, a quienes en- estas ocasiones apalean amigos y enemigos, se retiran...
hasta el señor asistente, con su vara y todo, se refugia en el atrio... y luego dicen que hay justicia.
Para los pobres...
Vamos, vamos, ya brillan los broqueles en
la oscuridad... ¡Nuestro Señor del Gran Poder nos
asista! Ya comienzan los golpes...; ¡vecina! ¡vecina!,
aquí... antes que cierren las puertas. Pero ¡calle!
¿Qué es eso? Aún no han comenzado cuando lo
dejan. ¿Qué resplandor es aquél?... ¡Hachas encendidas! ¡Literas! Es el señor obispo.
La Virgen Santísima del Amparo, a quien
invocaba ahora mismo con el pensamiento, lo trae
en mi ayuda... ¡Ay! ¡Si nadie sabe lo que yo debo a
esta Señora!... ¡Con cuánta usura me paga las candelillas que le enciendo los sábados!... Vedlo, qué
hermosote está con sus hábitos morados y su birrete rojo... Dios le conserve en su silla tantos siglos
como yo deseo de vida para mí. Si no fuera por él,
media Sevilla hubiera ya ardido con estas disensiones de los duques. Vedlos, vedlos, los hipocritones,
cómo se acercan ambos a la litera del prelado para
besarle el anillo... Cómo le siguen y le acompañan,
confundiéndose con sus familiares. Quién diría que
esos dos que parecen tan amigos, si dentro de media hora se encuentran en una calle oscura... es
decir, ¡ellos... ellos!... Líbreme Dios de creerlos cobardes; buena muestra han dado de sí, peleando en
algunas ocasiones contra los enemigos de Nuestro
Señor... Pero es la verdad, que si se buscaran... y si
se buscaran con ganas de encontrarse, se encontrarían, poniendo fin de una vez a estas continuas
reyertas, en las cuales los que verdaderamente
baten el cobre de firme son sus deudos, sus allegados y su servidumbre.
Pero vamos, vecina, vamos a la iglesia, antes que se ponga de bote en bote... que algunas
noches como ésta suele llenarse de modo que no
cabe ni un grano de trigo... Buena ganga tienen las
monjas con su organista... ¿Cuándo se ha visto el
convento tan favorecido como ahora?... De las otras
comunidades, puedo decir que le han hecho a Mae-
se Pérez proposiciones magníficas; verdad que
nada tiene de extraño, pues hasta el señor arzobispo le ha ofrecido montes de oro por llevarle a la
catedral... Pero él, nada... Primero dejaría la vida
que abandonar su órgano favorito... ¿No conocéis a
maese Pérez? Verdad es que sois nueva en el barrio... Pues es un santo varón; pobre, sí, pero limosnero cual no otro... Sin más parientes que su hija ni
más amigo que su órgano, pasa su vida entera en
velar por la inocencia de la una: y componer los
registros del otro... ¡Cuidado que el órgano es viejo!... Pues nada, él se da tal maña en arreglarlo y
cuidarlo, que suena que es una maravilla... Como le
conoce de tal modo, que a tientas... porque no sé si
os lo he dicho, pero el pobre señor es ciego de nacimiento... Y ¡con qué paciencia lleva su desgracia!... Cuando le preguntan que cuánto daría por
ver, responde: Mucho, pero no tanto como creéis,
porque tengo esperanzas. -¿Esperanzas de ver? Sí, y muy pronto -añade sonriéndose como un
ángel-; ya cuento setenta y seis años; por muy larga
que sea mi vida, pronto veré a Dios...
¡Pobrecito! Y sí lo verá... porque es humilde
como las piedras de la calle, que se dejan pisar de
todo el mundo... Siempre dice que no es más que
un pobre organista de convento, y puede dar leccio-
nes de solfa al mismo maestro de capilla de la Primada; como que echó los dientes en el oficio... Su
padre tenía la misma profesión que él; yo no le conocí, pero mi señora madre, que santa gloria haya,
dice que le llevaba siempre al órgano consigo para
darle a los fuelles. Luego, el muchacho mostró tales
disposiciones que, como era natural, a la muerte de
su padre heredó el cargo... ¡Y qué manos tiene!
Dios se las bendiga. Merecía que se las llevaran a
la calle de Chicarreros y se las engarzasen en oro...
Siempre toca bien, siempre, pero en semejante
noche como ésta es un prodigio... Él tiene una gran
devoción por esta ceremonia de la Misa del Gallo, y
cuando levantan la Sagrada Forma al punto y hora
de las doce, que es cuando vino al mundo Nuestro
Señor Jesucristo... las voces de su órgano son voces de ángeles...
En fin, ¿para qué tengo de ponderarle lo
que esta noche oirá? Baste el ver cómo todo lo demás florido de Sevilla, hasta el mismo señor arzobispo, vienen a un humilde convento para escucharle: y no se crea que sólo la gente sabida y a la que
se le alcanza esto de la solfa conocen su mérito,
sino que hasta el populacho. Todas esas bandadas
que veis llegar con teas encendidas entonando
villancicos con gritos desaforados al compás de los
panderos, las sonajas y las zambombas, contra su
costumbre, que es la de alborotar las iglesias, callan
como muertos cuando pone maese Pérez las manos en el órgano... y cuando alzan... cuando alzan
no se siente una mosca... de todos los ojos caen
lagrimones tamaños, y al concluir se oye como un
suspiro inmenso, que no es otra cosa que la respiración de los circunstantes, contenida mientras dura
la música... Pero vamos, vamos, ya han dejado de
tocar las campanas, y va a comenzar la Misa, vamos adentro...
Para todo el mundo es esta noche NocheBuena, pero para nadie mejor que para nosotros.
Esto diciendo, la buena mujer que había
servido de cicerone a su vecina, atravesó el atrio del
convento de Santa Inés, y codazo en éste, empujón
en aquél, se internó en el templo, perdiéndose entre
la muchedumbre que se agolpaba en la puerta.
II
La iglesia estaba iluminada con una profusión asombrosa. El torrente de luz que se desprendía de los altares para llenar sus ámbitos, chispeaba
en los ricos joyeles de las damas que, arrodillándose sobre los cojines de terciopelo que tendían los
pajes y tomando el libro de oraciones de manos de
las dueñas, vinieron a formar un brillante círculo
alrededor de la verja del presbiterio. Junto a aquella
verja, de pie, envueltos en sus capas de color galoneadas de oro, dejando entrever con estudiado
descuido las encomiendas rojas y verdes, en la una
mano el fieltro, cuyas plumas besaban los tapices,
la otra sobre los bruñidos gavilanes del estoque o
acariciando el pomo del cincelado puñal, los caballeros veinticuatros, con gran parte de lo mejor de la
nobleza sevillana, parecían formar un muro, destinado a defender a sus hijas y a sus esposas del
contacto de la plebe. Ésta, que se agitaba en el
fondo de las naves, con un rumor parecido al del
mar cuando se alborota, prorrumpió en una aclamación de júbilo, acompañada del discordante sonido
de las sonajas y los panderos, al mirar aparecer al
arzobispo, el cual, después de sentarse junto al
altar mayor bajo un solio de grana que rodearon sus
familiares, echó por tres veces la bendición al pueblo.
Era la hora de que comenzase la Misa.
Transcurrieron, sin embargo, algunos minutos sin que el celebrante apareciese. La multitud
comenzaba a rebullirse, demostrando su impacien-
cia; los caballeros cambiaban entre sí algunas palabras a media voz, y el arzobispo mandó a la sacristía a uno de sus familiares a inquirir el por qué no
comenzaba la ceremonia.
-Maese Pérez se ha puesto malo, muy malo, y será imposible que asista esta noche a la Misa
de media noche.
Ésta fue la respuesta del familiar.
La noticia cundió instantáneamente entre la
muchedumbre. Pintar el efecto desagradable que
causó en todo el mundo, sería cosa imposible; baste decir que comenzó a notarse tal bullicio en el
templo, que el asistente se puso de pie y los alguaciles entraron a imponer silencio, confundiéndose
entre las apiñadas olas de la multitud.
En aquel momento, un hombre mal trazado,
seco huesudo y bisojo por añadidura, se adelantó
hasta el sitio que ocupaba el prelado.
-Maese Pérez está enfermo -dijo-; la ceremonia no puede empezar. Si queréis, yo tocaré el
órgano en su ausencia; que ni maese Pérez, es el
primer organista del mundo, ni a su muerte dejará
de usarse este instrumento por falta de inteligente.
El arzobispo hizo una señal de asentimiento
con la cabeza, y ya algunos de los fieles que conocían a aquel personaje extraño por un organista envidioso, enemigo del de Santa Inés, comenzaban a
prorrumpir en exclamaciones de disgusto, cuando
de improviso se oyó en el atrio un ruido espantoso.
-¡Maese Pérez está aquí!... ¡Maese Pérez
está aquí!...
A estas voces de los que estaban apiñados
en la puerta, todo el mundo volvió la cara.
Maese Pérez, pálido y desencajado, entraba en efecto en la iglesia, conducido en un sillón,
que todos se disputaban el honor de llevar en sus
hombros.
Los preceptos de los doctores, las lágrimas
de su hija, nada había sido bastante a detenerle en
el lecho.
-No -había dicho-; ésta es la última, lo conozco, lo conozco, y no quiero morir sin visitar mi
órgano, y esta noche sobre todo, la Noche-Buena.
Vamos, lo quiero, lo mando; vamos a la iglesia.
Sus deseos se habían cumplido; los concurrentes le subieron en brazos a la tribuna, y comenzó la Misa.
En aquel punto sonaban las doce en el reloj
de la catedral.
Pasó el introito y el Evangelio y el ofertorio,
y llegó el instante solemne en que el sacerdote,
después de haberla consagrado, toma con la extremidad de sus dedos la Sagrada Forma y comienza a elevarla.
Una nube de incienso que se desenvolvía
en ondas azuladas llenó el ámbito de la iglesia; las
campanillas repicaron con un sonido vibrante, y
maese Pérez puso sus crispadas manos sobre las
teclas del órgano.
Las cien voces de sus tubos de metal resonaron en un acorde majestuoso y prolongado, que
se perdió poco a poco, como si una ráfaga de aire
hubiese arrebatado sus últimos ecos.
A este primer acorde, que parecía una voz
que se elevaba desde la tierra al cielo, respondió
otro lejano y suave que fue creciendo, creciendo,
hasta convertirse en un torrente de atronadora armonía.
Era la voz de los ángeles que atravesando
los espacios, llegaba al mundo.
Después comenzaron a oírse como unos
himnos distantes que entonaban las jerarquías de
serafines; mil himnos a la vez, que al confundirse
formaban uno solo, que, no obstante, era no más el
acompañamiento de una extraña melodía, que parecía flotar sobre aquel océano de misteriosos ecos,
como un jirón de niebla sobre las olas del mar.
Luego fueron perdiéndose unos cantos,
después otros; la combinación se simplificaba. Ya
no eran más que dos voces, cuyos ecos se confundían entre sí; luego quedó una aislada, sosteniendo una nota brillante como un hilo de luz... El
sacerdote inclinó la frente, y por encima de su cabeza cana y como a través de una gasa azul que
fingía el humo del incienso, apareció la Hostia a los
ojos de los fieles. En aquel instante la nota que
maese Pérez sostenía trinando, se abrió, se abrió, y
una explosión de armonía gigante estremeció la
iglesia, en cuyos ángulos zumbaba el aire comprimido, y cuyos vidrios de colores se estremecían en
sus angostos ajimeces.
De cada una de las notas que formaban
aquel magnífico acorde, se desarrolló un tema; y
unos cerca, otros lejos, éstos brillantes, aquéllos
sordos, diríase que las aguas y los pájaros, las brisas y las frondas, los hombres y los ángeles, la
tierra y los cielos, cantaban cada cual en su idioma
un himno al nacimiento del Salvador.
La multitud escuchaba atónica y suspendida. En todos los ojos había una lágrima, en todos
los espíritus un profundo recogimiento.
El sacerdote que oficiaba sentía temblar sus
manos, porque Aquél que levantaba en ellas, Aquél
a quien saludaban hombres y arcángeles era su
Dios, era su Dios, y le parecía haber visto abrirse
los cielos y transfigurarse la Hostia.
El órgano proseguía sonando; pero sus voces se apagaban gradualmente, como una voz que
se pierde de eco en eco y se aleja y se debilita al
alejarse, cuando de pronto sonó un grito en la tribuna, un grito desgarrador, agudo, un grito de mujer.
El órgano exhaló un sonido discorde y extraño, semejante a un sollozo, y quedó mudo.
La multitud se agolpó a la escalera de la tribuna, hacia la que, arrancados de su éxtasis religioso, volvieron la mirada con ansiedad todos los fieles.
-¿Qué ha sucedido? ¿Qué pasa? -se decían unos a otros, y nadie sabía responder, y todos
se empeñaban en adivinarlo, y crecía la confusión, y
el alboroto comenzaba a subir de punto, amenazando turbar el orden y el recogimiento propios de
la iglesia.
-¿Qué ha sido eso? -preguntaban las damas al asistente, que precedido de los ministriles,
fue uno de los primeros a subir a la tribuna, y que,
pálido y con muestras de profundo pesar, se dirigía
al puesto en donde le esperaba el arzobispo, ansioso, como todos, por saber la causa de aquel desorden.
-¿Qué hay?
-Que maese Pérez acaba de morir.
En efecto, cuando los primeros fieles, después de atropellarse por la escalera, llegaron a la
tribuna, vieron al pobre organista caído de boca
sobre las teclas de su viejo instrumento, que aún
vibraba sordamente, mientras su hija, arrodillada a
sus pies, le llamaba en vano entre suspiros y sollozos.
III
-Buenas noches, mi señora doña Baltasara,
¿también usarced viene esta noche a la Misa del
Gallo? Por mi parte tenía hecha intención de irla a
oír a la parroquia; pero lo que sucede... ¿Dónde va
Vicente? Donde va la gente. Y eso que, si he de
decir la verdad, desde que murió maese Pérez parece que me echan una losa sobre el corazón cuando entro en Santa Inés... ¡Pobrecito! ¡Era un Santo!... Yo de mí sé decir que conservo un pedazo de
su jubón como una reliquia, y lo merece..., pues, en
Dios y en mi ánima, que si el señor arzobispo tomara mano en ello, es seguro que nuestros nietos le
verían en los altares... Mas ¡cómo ha de ser!... A
muertos y a idos, no hay amigos... Ahora lo que
priva es la novedad... ya me entiende usarced.
¡Qué! ¿No sabe nada de lo que pasa? Verdad que
nosotras nos parecemos en eso: de nuestra casita a
la iglesia, y de la iglesia a nuestra casita, sin cuidarnos de lo que se dice o déjase de decir...; sólo que
yo, así... al vuelo... una palabra de acá, otra de
acullá... sin ganas de enterarme siquiera, suelo
estar al corriente de algunas novedades.... Pues, sí,
señor; parece cosa hecha que el organista de San
Román, aquel bisojo, que siempre está echando
pestes de los otros organistas; perdulariote, que
más parece jifero de la puerta de la Carne que ma-
estro de solfa, va a tocar esta Noche-Buena en lugar de Maese Pérez. Ya sabrá usarced, porque esto
lo ha sabido todo el mundo y es cosa pública en
Sevilla, que nadie quería comprometerse a hacerlo.
Ni aun su hija, que es profesora, y después de la
muerte de su padre entró en el convento de novicia.
Y era natural: acostumbrados a oír aquellas maravillas, cualquiera otra cosa había de parecernos mala,
por más que quisieran evitarse las comparaciones.
Pues cuando ya la comunidad había decidido que,
en honor del difunto y como muestra de respeto a
su memoria, permanecería callado el órgano en
esta noche, hete aquí que se presenta nuestro
hombre, diciendo que él se atreve a tocarlo... No
hay nada más atrevido que la ignorancia... Cierto
que la culpa no es suya, sino de los que le consienten esta profanación...; pero así va el mundo... y
digo... no es cosa la gente que acude... cualquiera
diría que nada ha cambiado desde un año a otro.
Los mismos personajes, el mismo lujo, los mismos
empellones en la puerta, la misma animación en el
atrio, la misma multitud en el templo... ¡Ay si levantara la cabeza el muerto! Se volvía a morir por no
oír su órgano tocado por manos semejantes. Lo que
tiene que, si es verdad lo que me han dicho las
gentes del barrio, le preparan una buena al intruso.
Cuando llegue el momento de poner la mano sobre
las teclas, va a comenzar una algarabía de sonajas,
panderos y zambombas que no hay más que oír...
Pero, ¡calle!, ya entra en la iglesia el héroe de la
función. ¡Jesús, qué ropilla de colorines, qué gorguera de cañutos, qué aire de personaje! Vamos,
vamos, que ya hace rato que llegó el arzobispo, y
va a comenzar la Misa...; vamos, que me parece
que esta noche va a darnos que contar para muchos días.
Esto diciendo la buena mujer, que ya conocen nuestros lectores por sus ex abruptos de locuacidad, penetró en Santa Inés, abriéndose, según
costumbre un camino entre la multitud a fuerza de
empellones y codazos.
Ya se había dado principio a la ceremonia.
El templo estaba tan brillante como el año
anterior.
El nuevo organista, después de atravesar
por en medio de los fieles que ocupaban las naves
para ir a besar el anillo del prelado, había subido a
la tribuna, donde tocaba unos tras otros los registros
del órgano, con una gravedad tan afectada como
ridícula.
Entre la gente menuda que se apiñaba a los
pies de la iglesia se oía un rumor sordo y confuso,
cierto presagio de que la tempestad comenzaba a
fraguarse y no tardaría mucho en dejarse sentir.
-Es un truhán, que por no hacer nada bien,
ni aun mira a derechas -decían los unos.
-Es un ignorantón que, después de haber
puesto el órgano de su parroquia peor que una carraca, viene a profanar el de maese Pérez -decían
los otros.
Y mientras éste se desembarazaba del capote para prepararse a darle de firme a su pandero,
y aquél apercibía sus sonajas, y todos se disponían
a hacer bulla a más y mejor, sólo alguno que otro se
aventuraba a defender tibiamente al extraño personaje, cuyo porte orgulloso y pendantesco hacía tan
notable contraposición con la modesta apariencia y
la afable bondad del difunto maese Pérez.
Al fin llegó el esperado momento, el momento solemne en que el sacerdote, después de
inclinarse y murmurar algunas palabras santas,
tomó la Hostia en sus manos... Las campanillas
repicaron, semejando su repique una lluvia de notas
de cristal; se elevaron las diáfanas ondas de incienso, y sonó el órgano.
Una estruendoso algarabía llegó los ámbitos de la iglesia en aquel instante y ahogó su primer
acorde.
Zampoñas, gaitas, sonajas, panderos, todos
los instrumentos del populacho, alzaron sus discordantes voces a la vez; pero la confusión y el estrépito sólo duró algunos segundos. Todos a la vez,
como habían comenzado, enmudecieron de pronto.
El segundo acorde, amplio, valiente, magnífico, se sostenía aún brotando de los tubos de metal
del órgano, como una cascada de armonía inagotable y sonora.
Cantos celestes como los que acarician los
oídos en los momentos de éxtasis; cantos que percibe el espíritu y no los puede repetir el labio; notas
sueltas de una melodía lejana, que suenan a intervalos traídas en las ráfagas del viento; rumor de
hojas que se besan en los árboles con un murmullo
semejante al de la lluvia; trinos de alondras que se
levantan gorjeando de entre las flores como una
saeta despedida a las nubes; estruendos sin nombre, imponentes como los rugidos de una tempes-
tad; coros de serafines sin ritmo ni cadencia, ignota
música del cielo que sólo la imaginación comprende; himnos alados, que parecían remontarse al trono del Señor como una tromba de luz y de sonidos... todo lo expresaban las cien voces del órgano,
con más pujanza, con más misteriosa poesía, con
más fantástico color que lo habían expresado nunca.
Cuando el organista bajó de la tribuna, la
muchedumbre que se agolpó a la escalera fue tanta
y tanto su afán por verle y admirarle, que el asistente, temiendo, no sin razón, que le ahogaran entre
todos, mandó a algunos de sus ministriles para que,
vara en mano, le fueran abriendo camino hasta
llegar al altar mayor, donde el prelado le esperaba.
-Ya veis -le dijo este último cuando le trajeron a su presencia; vengo desde mi palacio aquí
sólo por escucharos. ¿Seréis tan cruel como maese
Pérez, que nunca quiso excusarme el viaje, tocando
la Noche-Buena en la Misa de la catedral?
-El año que viene -respondió el organista-,
prometo daros gusto, pues por todo el oro de la
tierra no volvería a tocar este órgano.
-¿Y por qué? -interrumpió el prelado.
-Porque... -añadió el organista, procurando
dominar la emoción que se revelaba en la palidez
de su rostro- porque es viejo y malo, y no puede
expresar todo lo que se quiere.
El arzobispo se retiró, seguido de sus familiares. Unas tras otras, las literas de los señores
fueron desfilando y perdiéndose en las revueltas de
las calles vecinas; los grupos del atrio se disolvieron, dispersándose los fieles en distintas direcciones; y ya la demandadera se disponía a cerrar las
puertas de la entrada del atrio, cuando se divisaban
aún dos mujeres que, después de persignarse y
murmurar una oración ante el retablo del arco de
San Felipe, prosiguieron su camino, internándose
en el callejón de las Dueñas.
-¿Qué quiere usarced, mi señora doña Baltasara? -decía la una-, yo soy de este genial. Cada
loco con su tema... Me lo habían de asegurar capuchinos descalzos y no lo creería del todo... Ese
hombre no puede haber tocado lo que acabamos de
escuchar... Si yo lo he oído mil veces en San Bartolomé, que era su parroquia, y de donde tuvo que
echarle el señor cura por malo, y era cosa de taparse los oídos con algodones... Y luego, si no hay
más que mirarle al rostro, que según dicen, es el
espejo del alma... Yo me acuerdo, pobrecito, como
si lo estuviera viendo, me acuerdo de la cara de
maese Pérez, cuando en semejante noche como
ésta bajaba de la tribuna, después de haber suspendido al auditorio con sus primores... ¡Qué sonrisa tan bondadosa, qué color tan animado!... Era
viejo y parecía un ángel... no que éste ha bajado las
escaleras a trompicones, como sí le ladrase un perro en la meseta, y con un color de difunto y unas...
Vamos mi señora doña Baltasara, creame usarced,
y creame con todas veras... yo sospecho que aquí
hay busilis...
Comentando las últimas palabras, las dos
mujeres doblaban la esquina del callejón y desaparecían.
Creemos inútil decir a nuestros lectores
quién era una de ellas.
IV
Había transcurrido un año más. La abadesa
del convento de Santa Inés y la hija de maese
Pérez hablaban en voz baja, medio ocultas entre las
sombras del coro de la iglesia. El esquilón llamaba a
voz herida a los fieles desde la torre, y alguna que
otra rara persona atravesaba el atrio, silencioso y
desierto esta vez, y después de tomar el agua bendita en la puerta, escogía un puesto en un rincón de
las naves, donde unos cuantos vecinos del barrio
esperaban tranquilamente que comenzara la Misa
del Gallo.
-Ya lo veis -decía la superiora-, vuestro temor es sobremanera pueril; nadie hay en el templo;
toda Sevilla acude en tropel a la catedral esta noche. Tocad vos el órgano y tocadle sin desconfianza
de ninguna clase; estaremos en comunidad... Pero... proseguís callando, sin que cesen vuestros
suspiros. ¿Qué os pasa? ¿Qué tenéis?
-Tengo... miedo -exclamó la joven con un
acento profundamente conmovido.
-¡Miedo! ¿De qué?
-No sé... de una cosa sobrenatural... Anoche, mirad, yo os había oído decir que teníais empeño en que tocase el órgano en la Misa, y ufana
con esta distinción pensé arreglar sus registros y
templarle, al fin de que hoy os sorprendiese... Vine
al coro... sola... abrí la puerta que conduce a la tribuna... En el reloj de la catedral sonaba en aquel
momento una hora... no sé cuál... Pero las campanas eran tristísimas y muchas... muchas... estuvie-
ron sonando todo el tiempo que yo permanecí como
clavada en el dintel, y aquel tiempo me pareció un
siglo.
La iglesia estaba desierta y oscura... Allá lejos, en el fondo, brillaba como una estrella perdida
en el cielo de la noche una luz muribunda... la luz de
la lámpara que arde en el altar mayor... A sus reflejos debilísimos, que sólo contribuían a hacer más
visible todo el profundo horror de las sombras, vi...
le vi, madre, no lo dudéis, vi a un hombre que en
silencio y vuelto de espaldas hacia el sitio en que yo
estaba recorría con una mano las teclas del órgano,
mientras tocaba con la otra sus registros... y el
órgano sonaba; pero sonaba de una manera indescriptible. Cada una de sus notas parecía un sollozo
ahogado dentro del tubo de metal, que vibraba con
el aire comprimido en su hueco, y reproducía el tono
sordo, casi imperceptible, pero justo.
Y el reloj de la catedral continuaba dando la
hora, y el hombre aquel proseguía recorriendo las
teclas. Yo oía hasta su respiración.
El horror había helado la sangre de mis venas; sentía en mi cuerpo como un frío glacial y en
mis sienes fuego... Entonces quise gritar, pero no
pude. El hombre aquel había vuelto la cara y me
había mirado.., digo mal, no me había mirado, porque era ciego... ¡Era mi padre!
¡Bah!, hermana, desechad esas fantasías
con que el enemigo malo procura turbar las imaginaciones débiles... Rezad un Paternóster y un Avemaría al arcángel San Miguel, jefe de las milicias
celestiales, para que os asista contra los malos
espíritus. Llevad al cuello un escapulario tocado en
la reliquia de San Pacomio, abogado contra las
tentaciones, y marchad, marchad a ocupar la tribuna del órgano; la Misa va a comenzar, y ya esperan
con impaciencia los fieles... Vuestro padre está en
el cielo, y desde allí, antes que daros sustos, bajará
a inspirar a su hija en esta ceremonía solemne, para
el objeto de tan especial devoción.
La priora fue a ocupar su sillón en el coro en
medio de la Comunidad. La hija de maese Pérez
abrió con mano temblorosa la puerta de la tribuna
para sentarse en el banquillo del órgano, y comenzó
la Misa.
Comenzó la Misa y prosiguió sin que ocurriese nada de notable hasta que llegó la consagración. En aquel momento sonó el órgano, y al mismo
tiempo que el órgano un grito de la hija de maese
Pérez.
La superiora, las monjas y algunos de los
fieles corrieron a la tribuna.
¡Miradle! ¡Miradle! -decía la joven fijando
sus desencajados ojos en el banquillo, de donde se
había levantado asombrada para agarrarse con sus
manos convulsas al barandal de la tribuna.
Todo el mundo fijó sus miradas en aquel
punto. El órgano estaba solo, y no obstante, el
órgano seguía sonando... sonando como sólo los
arcángeles podrían imitarlo en sus raptos de místico
alborozo.
-¡No os lo dije yo una y mil veces, mi señora
doña Baltasara, no os lo dije yo!... ¡Aquí hay busilis!
Oídlo; ¡qué!, ¿no estuvisteis anoche en la Misa del
Gallo? Pero, en fin, ya sabréis lo que pasó. En toda
Sevilla no se habla de otra cosa... El señor arzobispo está hecho y con razón una furia... Haber dejado
de asistir a Santa Inés; no haber podido presenciar
el portento... y ¿para qué?, para oír una cencerrada;
porque personas que lo oyeron dicen que lo que
hizo el dichoso organista de San Bartolomé en la
catedral no fue otra cosa... -Si lo decía yo. Eso no
puede haberlo tocado el bisojo, mentira... aquí hay
busilis, y el busilis era, en efecto, el alma de maese
Pérez.
Los ojos verdes
Hace mucho tiempo que tenía ganas de escribir cualquier cosa con este título.
Hoy, que se me ha presentado ocasión, lo
he puesto con letras grandes en la primera cuartilla
de papel, y luego he dejado a capricho volar la pluma.
Yo creo que he visto unos ojos como los
que he pintado en esta leyenda. No sé si en sueños,
pero yo los he visto. De seguro no los podré describir tales cuales ellos eran: luminosos, transparentes
como las gotas de la lluvia que se resbalan sobre
las hojas de los árboles después de una tempestad
de verano. De todos modos, cuento con la imaginación de mis lectores para hacerme comprender en
este que pudiéramos llamar boceto de un cuadro
que pintaré algún día.
I
-Herido va el ciervo... herido va; no hay duda. Se ve el rastro de la sangre entre las zarzas del
monte, y al saltar uno de esos lentiscos han flaqueado sus piernas... Nuestro joven señor comienza por donde otros acaban... en cuarenta años de
montero no he visto mejor golpe... Pero. ¡por San
Saturio, patrón de Soria!, cortadle el paso por esas
carrascas, azuzad los perros, soplad en esas trompas hasta echar los hígados, y hundidle a los corceles una cuarta de hierro en los ijares: ¿no veis que
se dirige hacia la fuente de los álamos; y si la salva
antes de morir podemos darle por perdido?
Las cuencas del Moncayo repitieron de eco
en eco el bramido de las trompas, el latir de la jauría
desencadenada, y las voces de los pajes resonaron
con nueva furia, y el confuso tropel de hombres,
caballos y perros se dirigió al punto que Íñigo, el
montero mayor de los marqueses de Almenar, señalara como el más a propósito para cortarle el paso a la res.
Pero todo fue inútil. Cuando el más ágil de
los lebreles llegó a las carrascas jadeante y cubiertas las fauces de espuma, ya el ciervo rápido como
una saeta, las había salvado de un solo brinco,
perdiéndose entre los matorrales de una trocha que
conducía a la fuente.
-¡Alto!... ¡Alto todo el mundo! -gritó Íñígo entonces-; estaba de Dios que había de marcharse.
Y la cabalgata se detuvo, y enmudecieron
las trompas, y los lebreles dejaron refunfuñando la
pista a la voz de los cazadores.
En aquel momento se reunía a la comitiva el
héroe de la fiesta, Fernando de Argensola, el primogénito de Almenar.
-¿Qué haces? -exclamó dirigiéndose a su
montero, y en tanto, ya se pintaba el asombro en
sus facciones, ya ardía la cólera en sus ojos-. ¿Qué
haces, imbécil? ¡Ves que la pieza está herida, que
es la primera que cae por mi mano, y abandonas el
rastro y la dejas perder para que vaya a morir en el
fondo del bosque! ¿Crees acaso que he venido a
matar ciervos para festines de lobos?
-Señor -murmuró Íñigo entre dientes-, es
imposible pasar de este punto.
-¡Imposible! ¿Y por qué?
-Porque esa trocha -prosiguió el monteroconduce a la fuente de los Álamos; la fuente de los
Álamos, en cuyas aguas habita un espíritu del mal.
El que osa enturbiar su corriente, paga caro su atrevimiento. Ya la res habrá salvado sus márgenes;
¿cómo la salvaréis vos sin atraer sobre vuestra
cabeza alguna calamidad horrible? Los cazadores
somos reyes del Moncayo, pero reyes que pagan un
tributo. Pieza que se refugia en esa fuente misteriosa, pieza perdida.
-¡Pieza perdida! Primero perderé yo el señorío de mis padres, y primero perderé el ánima en
manos de Satanás, que permitir que se me escape
ese ciervo, el único que ha herido mi venablo, la
primicia de mis excursiones de cazador... ¿Lo
ves?... ¿Lo ves?... Aún se distingue a intervalos
desde aquí... las piernas le faltan, su carrera se
acorta; déjame... déjame... suelta esa brida o te
revuelco en el polvo... ¿Quién sabe si no le daré
lugar para que llegue a la fuente? Y si llegase, al
diablo ella, su limpidez y sus habitadores. ¡Sus!,
¡Relámpago!, ¡sus, caballo mío!, si lo alcanzas,
mando engarzar los diamantes de mi joyel en tu
serreta de oro.
Caballo y jinete partieron como un huracán.
Íñigo los siguió con la vista hasta que se
perdieron en la maleza; después volvió los ojos en
derredor suyo; todos, como él, permanecían inmóviles y consternados.
El montero exclamó al final:
-Señores, vosotros lo habéis visto; me he
expuesto a morir entre los pies de su caballo por
detenerle. Yo he cumplido con mi deber. Con el
diablo no sirven valentías. Hasta aquí llega el montero con su ballesta; de aquí adelante, que pruebe a
pasar el capellán con su hisopo.
II
-Tenéis la color quebrada; andáis mustio y
sombrío; ¿qué os sucede? Desde el día, que yo
siempre tendré por funesto, en que llegasteis a la
fuente de los Álamos en pos de la res herida, diríase que una mala bruja os ha encanijado con sus
hechizos.
Ya no vais a los montes precedido de la ruidosa jauría, ni el clamor de vuestras trompas despierta sus ecos. Sólo con esas cavilaciones que os
persiguen, todas las mañanas tomáis la ballesta
para enderezaros a la espesura y permanecer en
ella hasta que el sol se esconde. Y cuando la noche
oscurece y volvéis pálido y fatigado al castillo, en
balde busco en la bandolera los despojos de la caza. ¿Qué os ocupa tan largas horas lejos de los que
más os quieren?
Mientras Íñigo hablaba Fernando, absorto
en sus ideas, sacaba maquinalmente astillas de su
escaño de ébano con el cuchillo de monte.
Después de un largo silencio, que sólo interrumpía el chirrido de la hoja al resbalar sobre la
pulimentada madera, el joven exclamó dirigiéndose
a su servidor, como si no hubiera escuchado una
sola de sus palabras:
Íñigo, tú que eres viejo; tú que conoces todas las guaridas del Moncayo, que has vivido en
sus faldas persiguiendo a las fieras, y en tus errantes excursiones de cazador subiste más de una vez
a su cumbre, dime: ¿has encontrado por acaso una
mujer que vive entre sus rocas?
-¡Una mujer! -exclamó el montero con
asombro y mirándole de hito en hito.
-Sí -dijo el joven-; es una cosa extraña lo
que me sucede, muy extraña... Creí poder guardar
ese secreto eternamente, pero no es ya posible;
rebosa en mi corazón y asoma a mi semblante. Voy,
pues, a revelártelo... Tú me ayudarás a desvanecer
el misterio que envuelve a esa criatura, que al parecer sólo para mí existe, pues nadie la conoce, ni la
ha visto, ni puede darme razón de ella.
El montero, sin desplegar los labios,
arrastró su banquillo hasta colocarle junto al escaño
de su señor, del que no apartaba un punto los espantados ojos. Éste, después de coordinar sus ideas prosiguió así:
-Desde el día en que a pesar de tus funestas predicciones llegué a la fuente de los Álamos, y
atravesando sus aguas recobré el ciervo que vuestra superstición hubiera dejado huir, se llenó mi
alma del deseo de la soledad.
Tú no conoces aquel sitio. Mira, la fuente
brota escondida en el seno de una peña, y cae resbalándose gota a gota por entre las verdes y flotantes hojas de las plantas que crecen al borde de su
cuna. Aquellas gotas que al desprenderse brillan
como puntos de oro y suenan como las notas de un
instrumento, se reúnen entre los céspedes, y susurrando, con un ruido semejante al de las abejas que
zumban en torno de las flores, se alejan por entre
las arenas, y forman un cauce, y luchan con los
obstáculos que se oponen a su camino, y se repliegan sobre sí mismas, y saltan, y huyen, y corren,
unas veces con risa, otras con suspiros, hasta caer
en un lago. En el lago caen con un rumor indescriptible. Lamentos, palabras, nombres, cantares, yo no
sé lo que he oído en aquel rumor cuando me he
sentado sólo y febril sobre el peñasco, a cuyos pies
saltan las aguas de la fuente misteriosa para estancarse en una balsa profunda, cuya inmóvil superficie
apenas riza el viento de la tarde.
Todo es allí grande. La soledad, con sus mil
rumores desconocidos, vive en aquellos lugares y
embriaga el espíritu en su inefable melancolía. En
las plateadas hojas de los álamos, en los huecos de
las peñas, en las ondas del agua, parecen que nos
hablan los invisibles espíritus de la Naturaleza, que
reconocen un hermano en el inmortal espíritu del
hombre.
Cuando al despuntar la mañana me veías
tomar la ballesta y dirigirme al monte, no fue nunca
para perderme entre sus matorrales en pos de la
caza, no; iba a sentarme al borde de la fuente, a
buscar en sus ondas... no sé qué, ¡una locura! El
día en que salté sobre ella con mi Relámpago, creí
haber visto brillar en su fondo una cosa extraña...
muy extraña...; los ojos de una mujer.
Tal vez sería un rayo de sol que serpeó fugitivo entre su espuma; tal vez una de esas flores
que flotan entre las algas de su seno, y cuyos cálices parecen esmeraldas... no sé: yo creí ver una
mirada que se clavó en la mía; una mirada que encendió en mi pecho un deseo absurdo, irrealizable:
el de encontrar una persona con unos ojos como
aquellos.
En su busca fui un día y otro a aquel sitio.
Por último, una tarde... yo me creí juguete
de un sueño...; pero no, es verdad; la he hablado ya
muchas veces, como te hablo a ti ahora...; una tarde
encontré sentada en mi puesto, y vestida con unas
ropas que llegaban hasta las aguas y flotaban sobre
su haz, una mujer hermosa sobre toda ponderación.
Sus cabellos eran como el oro; sus pestañas brillaban como hilos de luz, y entre las pestañas volteaban inquietas unas pupilas que yo había visto... sí;
porque los ojos de aquella mujer eran los que yo
tenía clavados en la mente; unos ojos de un color
imposible; unos ojos...
-¡Verdes! -exclamó Íñigo con un acento de
profundo terror e incorporándose de un salto en su
asiento.
Fernando le miró a su vez como asombrado
de que concluyese lo que iba a decir, y le preguntó
con una mezcla de ansiedad y de alegría:
-¿La conoces?
-¡Oh no! -dijo el montero.- ¡Líbreme Dios de
conocerla! Pero mis padres, al prohibirme llegar
hasta esos lugares, me dijeron mil veces que el
espíritu, trasgo, demonio o mujer que habita en sus
aguas, tiene los ojos de ese color. Yo os conjuro,
por lo que más améis en la tierra, a no volver a la
fuente de los Álamos. Un día u otro os alcanzará su
venganza, y expiaréis muriendo el delito de haber
encenagado sus ondas.
-¡Por lo que más amo!... -murmuró el joven
con una triste sonrisa.
-Sí -prosiguió el anciano-; por vuestros padres, por vuestros deudos, por las lágrimas de la
que el cielo destina para vuestra esposa, por las de
un servidor que os ha visto nacer.
-¿Sabes tú lo que más amo en este mundo?
¿Sabes tú por qué daría yo el amor de mi padre, los
besos de la que me dio la vida, y todo el cariño que
puedan atesorar todas las mujeres de la tierra? Por
una mirada, por una sola mirada de esos ojos...
¡Cómo podré yo dejar de buscarlos!
Dijo Fernando estas palabras con tal acento, que la lágrima que temblaba en los párpados de
Íñigo se resbaló silenciosa por su mejilla, mientras
exclamó con acento sombrío: -¡Cúmplase la voluntad del cielo!
III
-¿Quién eres tú? ¿Cuál es tu patria? ¿En
dónde habitas? Yo vengo un día y otro en tu busca,
y ni veo el corcel que te trae a estos lugares, ni a los
servidores que conducen tu litera. Rompe una vez
el misterioso velo en que te envuelves como en una
noche, profunda. Yo te amo, y, noble o villana, seré
tuyo, tuyo siempre.
El sol había traspuesto la cumbre del monte; las sombras bajaban a grandes pasos por su
falda; la brisa gemía entre los álamos de la fuente, y
la niebla, elevándose poco a poco de la superficie
del lago, comenzaba a envolver las rocas de su
margen.
Sobre una de estas rocas, sobre una que
parecía próxima a desplomarse en el fondo de las
aguas, en cuya superficie se retrataba temblando, el
primogénito de Almenar, de rodillas a los pies de su
misteriosa amante, procuraba en vano arrancarle el
secreto de su existencia.
Ella era hermosa, hermosa y pálida, como
una estatua de alabastro. Uno de sus rizos caía
sobre sus hombros, deslizándose entre los pliegues
del velo, como un rayo de sol que atraviesa las nubes, y en el cerco de sus pestañas rubias brillaban
sus pupilas, como dos esmeraldas sujetas en una
joya de oro.
Cuando el joven acabó de hablarle, sus labios se removieron como para pronunciar algunas
palabras; pero sólo exhalaron un suspiro, un suspiro
débil, doliente, como el de la ligera onda que empuja una brisa al morir entre los juncos.
-¡No me respondes! -exclamó Fernando, al
ver burlada su esperanza-; ¿querrás que dé crédito
a lo que de ti me han dicho? ¡Oh, no!... Háblame; yo
quiero saber si me amas; yo quiero saber si puedo
amarte, si eres una mujer...
-O un demonio... ¿Y si lo fuese?
El joven vaciló un instante; un sudor frío corrió por sus miembros; sus pupilas se dilataron al
fijarse con más intensidad en las de aquella mujer, y
fascinado por su brillo fosfórico, demente casi, exclamó en un arrebató de amor:
-Si lo fueses... te amaría... te amaría, como
te amo ahora, como es mi destino amarte, hasta
más allá de esta vida, si hay algo más allá de ella.
-Fernando -dijo la hermosa entonces con
una voz semejante a una música-: yo te amo más
aún que tú me amas; yo que desciendo hasta un
mortal, siendo un espíritu puro. No soy una mujer
como las que existen en la tierra; soy una mujer
digna de ti, que eres superior a los demás hombres.
Yo vivo en el fondo de estas aguas; incorpórea como ellas, fugaz y transparente, hablo con sus rumores y ondulo con sus pliegues. Yo no castigo al que
osa turbar la fuente donde moro; antes le premio
con mi amor, como a un mortal superior a las supersticiones del vulgo, como a un amante capaz de
comprender mi cariño extraño y misterioso.
Mientras ella hablaba así, el joven, absorto
en la contemplación de su fantástica hermosura,
atraído como por una fuente desconocida, se
aproximaba más y más al borde de la roca. La mujer de los ojos verdes prosiguió así:
-¿Ves, ves el límpido fondo de ese lago, ves
esas plantas de largas y verdes hojas que se agitan
en su fondo?... Ellas nos darán un lecho de esmeraldas y corales... y yo... yo te daré una felicidad sin
nombre, esa felicidad que has soñado en tus horas
de delirio, y que no puede ofrecerte nadie... Ven, la
niebla del lago flota sobre nuestras frentes como un
pabellón de lino... las ondas nos llaman con sus
voces incomprensibles, el viento empieza entre los
álamos sus himnos de amor; ven... ven...
La noche comenzaba a extender sus sombras, la luna rielaba en la superficie del lago, la niebla se arremolinaba al soplo del aire, y los ojos verdes brillaban en la oscuridad como los fuegos fatuos
que corren sobre el haz de las aguas infectas...
Ven... ven... Estas palabras zumbaban en los oídos
de Fernando como un conjuro. Ven... y la mujer
misteriosa le llamaba al borde del abismo donde
estaba suspendida, y parecía ofrecerle un beso... un
beso...
Fernando dio un paso hacia ella... otro... y
sintió unos brazos delgados y flexibles que se liaban
a su cuello, y una sensación fría en sus labios ardorosos, un beso de nieve... y vaciló... y perdió pie, y
calló al agua con un rumor sordo y lúgubre.
Las aguas saltaron en chispas de luz, y se
cerraron sobre su cuerpo, y sus círculos de plata
fueron ensanchándose, ensanchándose hasta expirar en las orillas.
La ajorca de oro
I
Ella era hermosa, hermosa con esa hermosura que inspira el vértigo; hermosa con esa hermosura que no se parece en nada a la que soñamos
en los ángeles, que, sin embargo, es sobrenatural;
hermosura diabólica, que tal vez presta el demonio
a algunos seres para hacerlos sus instrumentos en
la tierra.
Él la amaba; la amaba con ese amor que no
conoce freno ni límites; la amaba con ese amor en
que se busca un goce y sólo se encuentran martirios; amor que se asemeja a la felicidad, y que, no
obstante, parece infundir el cielo para la expiación
de una culpa.
Ella era caprichosa, caprichosa: y extravagante como todas las mujeres del mundo.
Él, supersticioso, supersticioso y valiente,
como todos los hombres de su época.
Ella se llamaba María Antúnez.
Él, Pedro Alfonso de Orellana.
Los dos eran toledanos, y los dos vivían en
la misma ciudad que los vio nacer.
La tradición que refiere esta maravillosa historia, acaecida hace muchos años, no dice nada
más acerca de los personajes que fueron sus héroes.
Yo, en mi calidad de cronista verídico, no
añadiré ni una sola palabra de mi cosecha para
caracterizarlos mejor.
II
Él la encontró un día llorando y le preguntó:
-¿Porqué lloras?
Ella se enjugó los ojos, le miró fijamente,
arrojó un suspiro y volvió a llorar.
Pedro entonces, acercándose a María, le
tomó una mano, apoyó el codo en el pretil árabe
desde donde la hermosa miraba pasar la corriente
del río, y tornó a decirle: -¿Por qué lloras?
El Tajo se retorcía gimiendo al pie del mirador entre las rocas sobre que se asienta la ciudad
imperial. El sol trasponía los montes vecinos, la
niebla de la tarde flotaba como un velo de gasa
azul, y sólo el monótono ruido del agua interrumpía
el alto silencio.
María exclamó: -No me preguntes por qué
lloro, no me lo preguntes: pues ni yo sabré contestarte, ni tú comprenderme. Hay deseos que se ahogan en nuestra alma de mujer, sin que los revele
más que un suspiro; ideas locas que cruzan por
nuestra imaginación, sin que ose formularlas el labio; fenómenos incomprensibles de nuestra naturaleza misteriosa, que el hombre no puede ni aún
concebir. Te lo ruego, no me preguntes la causa de
mi dolor; si te la revelase, acaso te arrancaría una
carcajada.
Cuando estas palabras expiraron, ella tornó
a inclinar la frente y él a reiterar sus preguntas.
La hermosa, rompiendo al fin su obstinado
silencio, dijo a su amante con voz sorda y entrecortada:
-Tú lo quieres, es una locura que te hará
reír; pero no importa: te lo diré, puesto que lo deseas.
Ayer estuve en el templo. Se celebraba la
fiesta de la Virgen; su imagen, colocada en el altar
mayor sobre un escabel de oro, resplandecía como
un ascua de fuego; las notas del órgano temblaban
dilatándose de eco en eco por el ámbito de la iglesia, y en el coro los sacerdotes entonaban el Salve,
Regina.
Yo rezaba, rezaba absorta en mis pensamientos religiosos, cuando maquinalmente levanté
la cabeza y mi vista se dirigió al altar. No sé por qué
mis ojos se fijaron desde luego en la imagen; digo
mal, en la imagen no: se fijaron en un objeto que
hasta entonces no había visto, un objeto que, sin
poder explicármelo, llamaba sobre sí toda mi atención... No te rías... aquel objeto era la ajorca de oro
que tiene la Madre de Dios en uno de los brazos en
que descansa su divino Hijo... Yo aparté la vista y
torné a rezar... ¡Imposible! Mis ojos se volvían involuntariamente al mismo punto. Las luces del altar,
reflejándose en las mil facetas de sus diamantes, se
reproducían de una manera prodigiosa. Millones de
chispas de luz rojas y azules, verdes y amarillas,
volteaban alrededor de las piedras como un torbellino de átomos de fuego, como una vertiginosa ronda
de esos espíritus de llamas que fascinan con su
brillo y su increíble inquietud...
Salí del templo, vine a casa, pero vine con
aquella idea fija en la imaginación. Me acosté para
dormir; no pude... Pasó la noche, eterna con aquel
pensamiento... Al amanecer se cerraron mis párpados, y, ¿lo creerás?, aún en el sueño veía cruzar,
perderse y tornar de nuevo una mujer, una mujer
morena y hermosa, que llevaba la joya de oro y de
pedrería; una mujer, sí, porque ya no era la Virgen
que yo adoro y ante quien me humillo; era una mujer, otra mujer como yo, que me miraba y se reía
mofándose de mí. -¿La ves? -parecía decirme,
mostrándome la joya-. ¡Cómo brilla! Parece un
círculo de estrellas arrancadas del cielo de una noche de verano. ¿La ves? Pues no es tuya, no lo
será nunca, nunca... Tendrás acaso otras mejores,
más ricas, si es posible; pero ésta, ésta, que resplandece de un modo tan fantástico, tan fascinador... nunca... nunca... Desperté; pero con la misma
idea fija aquí, entonces como ahora semejante a un
clavo ardiendo, diabólica, incontrastable, inspirada
sin duda por el mismo Satanás... ¿Y qué?... Callas,
callas y doblas la frente... ¿No te hace reír mi locura?
Pedro, con un movimiento convulsivo, oprimió el puño de su espada, levantó la cabeza, que
en efecto había inclinado, y dijo con voz sorda:
-¿Qué Virgen tiene esa presea?
-¡La del Sagrario! -murmuró María.
-¡La del Sagrario! -repitió el joven con acento de terror-: ¡la del Sagrario de la Catedral!... Y en
sus facciones se retrató un instante el estado de su
alma, espantada en una idea.
¡Ah! ¿por qué no la posee otra Virgen? prosiguió con acento enérgico y apasionado-; ¿por
qué no la tiene el arzobispo en su mitra, el rey en su
corona o el diablo entre sus garras? Yo se la arrancaría para ti, aunque me costase la vida o la condenación. Pero a la Virgen del Sagrario, a nuestra
Santa Patrona, yo... yo que he nacido en Toledo,
¡imposible, imposible!
-¡Nunca! -murmuró María con voz casi imperceptible-; ¡nunca!
Y siguió llorando.
Pedro fijó una mirada estúpida en la corriente del río. En la corriente, que pasaba y pasaba sin
cesar ante sus extraviados ojos, quebrándose al pie
del mirador entre las rocas sobre que se asienta la
ciudad imperial.
III
¡La catedral de Toledo! Figuraos un bosque
de gigantes palmeras de granito que al entrelazar
sus ramas forman una bóveda colosal y magnífica,
bajo la que se guarece y vive, con la vida que le ha
prestado el genio, toda una creación de seres imaginarios y reales.
Figuraos un caos incomprensible de sombra
y luz, en donde se mezclan y confunden con las
tinieblas de las naves los rayos de colores de las
ojivas; donde lucha y se pierde con la oscuridad del
santuario el fulgor de las lámparas.
Figuraos un mundo de piedra, inmenso como el espíritu de nuestra religión, sombrío como sus
tradiciones, enigmático como sus parábolas, y todavía no tendréis una idea remota de ese eterno
monumento del entusiasmo y la fe de nuestros mayores, sobre el que los siglos han derramado a porfía el tesoro de sus creencias, de su inspiración y de
sus artes.
En su seno viven el silencio, la majestad, la
poesía del misticismo, y un santo horror que defiende sus umbrales contra los pensamientos mundanos y las mezquinas pasiones de la tierra.
La consunción material se alivia respirando
el aire puro de las montañas, el ateísmo debe curarse respirando su atmósfera de fe.
Pero si grande, si imponente se presenta la
catedral a nuestros ojos a cualquiera hora que se
penetra en su recinto misterioso y sagrado, nunca
produce una impresión tan profunda como en los
días en que despliega todas las galas de su pompa
religiosa, en que sus tabernáculos se cubren de oro
y pedrería; sus gradas de alfombra y sus pilares de
tapices.
Entonces, cuando arden despidiendo un torrente de luz sus mil lámparas de plata; cuando flota
en el aire una nube de incienso, y las voces del coro
y la armonía de los órganos y las campanas de la
torre estremecen el edificio desde sus cimientos
más profundos hasta las más altas agujas que lo
coronan, entonces es cuando se comprende, al
sentirla, la tremenda majestad de Dios que vive en
él, y lo anima con su soplo y lo llena con el reflejo
de su omnipotencia.
El mismo día en que tuvo lugar la escena
que acabamos de referir, se celebraba en la catedral de Toledo el último de la magnífica octava de la
Virgen.
La fiesta religiosa había traído a ella una
multitud inmensa de fieles; pero ya ésta se había
dispersado en todas direcciones, ya se habían apagado las luces de las capillas y del altar mayor, y las
colosales puertas del templo habían rechinado sobre sus goznes para cerrarse detrás del último toledano, cuando de entre las sombras, y pálido, tan
pálido como la estatua de la tumba en que se apoyó
un instante mientras dominaba su emoción, se adelantó un hombre que vino deslizándose con el mayor sigilo hasta la verja del crucero. Allí la claridad
de una lámpara permitía distinguir sus facciones.
Era Pedro.
¿Qué había pasado entre los dos amantes
para que se arrestara al fin a poner por obra una
idea que sólo el concebirla había erizado sus cabellos de horror? Nunca pudo saberse. Pero él estaba
allí, y estaba allí para llevar a cabo su criminal
propósito. En su mirada inquieta, en el temblor de
sus rodillas, en el sudor que corría en anchas gotas
por su frente, llevaba escrito su pensamiento.
La catedral estaba sola, completamente sola, y sumergida en un silencio profundo.
No obstante, de cuando en cuando se percibían como unos rumores confusos: chasquidos de
madera tal vez, o murmullos del viento, o ¿quién
sabe?, acaso ilusión de la fantasía, que oye y ve y
palpa en su exaltación lo que no existe; pero la verdad era que ya cerca, ya lejos, ora a sus espaldas,
ora a su lado mismo, sonaban como sollozos que se
comprimen, como roce de telas que se arrastran,
como rumor de pasos que van y vienen sin cesar.
Pedro hizo un esfuerzo para seguir en su
camino; llegó a la verja y subió la primera grada de
la capilla mayor. Alrededor de esta capilla están las
tumbas de los reyes, cuyas imágenes de piedra,
con la mano en la empuñadura de la espada, parecen velar noche y día por el santuario, a cuya sombra descansan todos por una eternidad.
-¡Adelante! -murmuró en voz baja, y quiso
andar y no pudo. Parecía que sus pies se habían
clavado en el pavimento. Bajó los ojos, y sus cabellos se erizaron de horror: el suelo de la capilla lo
formaban anchas y oscuras losas sepulcrales.
Por un momento creyó que una mano fría y
descarnada le sujetaba en aquel punto con una
fuerza invencible. Las moribundas lámparas que
brillaban en el fondo de las naves como estrellas
perdidas entre las sombras, oscilaron a su vista, y
oscilaron las estatuas de los sepulcros y las imágenes del altar, y osciló el templo todo con sus arcadas de granito y sus machones de sillería.
¡Adelante! -volvió a exclamar Pedro como
fuera de sí, y se acercó al ara, y trepando por ella,
subió hasta el escabel de la imagen. Todo alrededor
suyo se revestía de formas quiméricas y horribles;
todo era tinieblas y luz dudosa, más imponente aún
que la oscuridad. Sólo la Reina de los cielos, suavemente iluminada por una lámpara de oro, parecía
sonreír tranquila, bondadosa y serena en medio de
tanto horror.
Sin embargo, aquella sonrisa muda e inmóvil que le tranquilizara un instante concluyó por
infundirle temor; un temor más extraño, más profundo que el que hasta entonces había sentido.
Tornó empero a dominarse, cerró los ojos
para no verla, extendió la mano con un movimiento
convulsivo y le arrancó la ajorca de oro, piadosa
ofrenda de un santo arzobispo; la ajorca de oro
cuyo valor equivalía a una fortuna.
Ya la presea estaba en su poder; sus dedos
crispados la oprimían con una fuerza sobrenatural;
sólo restaba huir, huir con ella; pero para esto era
preciso abrir los ojos, y Pedro tenía miedo de ver,
de ver la imagen, de ver los reyes de las sepulturas,
los demonios de las cornisas, los endriagos de los
capiteles, las fajas de sombras y los rayos de luz
que, semejantes a blancos y gigantescos fantasmas, se movían lentamente en el fondo de las naves, pobladas de rumores temerosos y extraños.
Al fin abrió los ojos, tendió una mirada, y un
grito agudo se escapó de sus labios.
La catedral estaba llena de estatuas, estatuas que, vestidas con luengos y no vistos ropajes,
habían descendido de sus huecos y ocupaban todo
el ámbito de la iglesia, y le miraban con sus ojos sin
pupila.
Santos, monjas, ángeles, demonios, guerreros, damas, pajes, cenobitas y villanos se rodeaban
y confundían en las naves y en el altar. A sus pies
oficiaban, en presencia de los reyes, de hinojos
sobre sus tumbas, los arzobispos de mármol que él
había visto otras veces inmóviles sobre sus lechos
mortuorios, mientras que arrastrándose por las losas, trepando por los machones, acurrucados en los
doseles, suspendidos de las bóvedas, pululaban,
como los gusanos de un inmenso cadáver, todo un
mundo de reptiles y alimañas de granito, quiméricos, deformes, horrorosos.
Ya no puedo resistir más. Las sienes le latieron con una violencia espantosa; una nube de
sangre oscureció sus pupilas; arrojó un segundo
grito, un grito desgarrador y sobrehumano, y cayó
desvanecido sobre el ara.
Cuando al otro día los dependientes de la
iglesia le encontraron al pie del altar, tenía aún la
ajorca de oro entre sus manos, y al verlos aproximarse, exclamó con una estridente carcajada:
-¡Suya, suya!
El infeliz estaba loco.
El caudillo de las manos rojas
Tradición india
Canto primero
I
Ha desaparecido el sol tras las cimas del
Jabwi, y la sombra de esta montaña envuelve con
un velo de crespón a la perla de las ciudades de
Orsira, a la gentil Kattak, que duerme a sus pies,
entre los bosques de canela y sicomoros, semejante
a una paloma que descansa sobre un nido de flores.
II
El día que muere y la noche que nace luchan un momento, mientras la azulada niebla del
crepúsculo tiende sus alas diáfanas sobre los valles,
robando el color y las formas a los objetos, que
parecen vacilar agitados por el soplo de un espíritu.
III
Los confusos rumores de la ciudad, que se
evaporan temblando; los melancólicos suspiros de
la noche, que se dilatan de eco en eco repetidos por
las aves; los mil ruidos misteriosos, que como un
himno a la Divinidad levanta la Creación, al nacer y
al morir el astro que la vivifica, se unen al murmullo
del Jawkior, cuyas ondas besa la brisa de la tarde,
produciendo un canto dulce, vago y perdido como
las últimas notas de la improvisación de una bayadera.
IV
La noche vence; el cielo se corona de estrellas, y las torres de Kattak, para rivalizar con él, se
ciñen una diadema de antorchas. ¿Quién es ese
caudillo que aparece al pie de sus muros, al mismo
tiempo que la luna se levanta entre ligeras nubes
más allá de los montes, a cuyos pies corre el Ganges como una inmensa serpiente azul con escamas
de plata?
V
Él es. ¿Qué otro guerrero de cuantos vuelan
como la saeta a los combates y a la muerte, tras el
estandarte de Schiuen, meteoro de la gloria, puede
adornar sus cabellos con la roja cola del ave de los
dioses indios, colgar a su cuello la tortuga de oro o
suspender su puñal de mango de ágata del amarillo
chal de cachemira, sino Pulo-Dheli, rajá de Dakka,
rayo de las batallas y hermano de Tippot-Dheli,
magnífico rey de Osira, señor de los señores, sombra de Dios e hijo de los astros luminosos?
VI
Él es: ningún otro sabe prestar a sus ojos ya
el melancólico fulgor del lucero del alba, ya el siniestro brillo de la pupila del tigre, comunicando a
sus oscuras facciones el resplandor de una noche
serena, o el aspecto terrible de una tempestad en
las aéreas cumbres del Davalaguiri. Es él; pero
¿qué aguarda?
VII
¿Oís las hojas suspirar bajo la leve planta
de una virgen? ¿Veis flotar entre las sombras los
extremos de su diáfano chal y las orlas de su blanca
túnica? ¿Percibís la fragancia que la precede como
la mensajera de un genio? Esperad y la contemplaréis al primer rayo de la solitaria viajera de la
noche; esperad y conoceréis a Siannah, la prometida del poderoso Tippot-Dheli, la amante de su hermano, la virgen a quien los poetas de su nación
comparan a la sonrisa de Bermach, que lució sobre
el mundo cuando éste salió de sus manos; sonrisa
celeste, primera aurora de los orbes.
VIII
Pulo percibe el rumor de sus pasos; su rostro resplandece como la cumbre que toca el primer
rayo del sol y sale a su encuentro. Su corazón, que
no ha palpitado en el fuego de la pelea, ni en la
presencia del tigre, late violentamente bajo la mano
que se llega a él, temiendo se desborde la felicidad
que ya no basta a contener. -¡Pulo! ¡Siannah! exclaman al verse, y caen el uno en los brazos del
otro. En tanto el Jawkior, salpicando con sus ondas
las alas del céfiro, huye a morir al Ganges, y el
Ganges al golfo de Bengala, y el Golfo al Océano.
Todo huye: con las aguas, las horas; con las horas,
la felicidad; con la felicidad, la vida. Todo huye a
fundirse en la cabeza de Schiven, cuyo cerebro es
el caos, cuyo ojos son la destrucción y cuya esencia
es la nada.
IX
Ya la estrella del alba anuncia el día; la luna
se desvanece como una ilusión que se disipa, y los
sueños, hijos de la oscuridad, huyen con ella en
grupos fantásticos. Los dos amantes permanecen
aún bajo el verde abanico de una palmera, mudo
testigo de su amor y sus juramentos, cuando se
eleva un sordo ruido a sus espaldas.
Pulo vuelve el rostro y exhala un grito agudo
y ligero como el del chacal, y retrocede diez pies de
un solo salto, haciendo brillar al mismo tiempo la
hoja de su agudo puñal damasquino.
X
¿Qué ha puesto pavor en el alma del valiente caudillo? ¿Acaso esos dos ojos que brillan en la
oscuridad son los del manchado tigre o los de la
terrible serpiente? No. Pulo no teme al rey de las
selvas ni al de los reptiles; aquellas pupilas que
arrojan llamas pertenecen a un hombre, y aquel
hombre es su hermano.
Su hermano, a quien arrebataba su único
amor; su hermano, por quien estaba desterrado de
Osira; el que, por último, juró su muerte si volvía a
Kattak, poniendo la mano sobre el ara de su Dios.
XI
Siannah le ve también, siente helarse la
sangre en sus venas y queda inmóvil, como si la
mano de la Muerte la tuviera asida por el cabello.
Los dos rivales se contemplan un instante de pies a
cabeza; luchan con las miradas, y exhalando un
grito ronco y salvaje, se lanzan el uno sobre el otro
como dos leopardos que se disputan una presa...
Corramos un velo sobre los crímenes de nuestros
antepasados; corramos un velo sobre las escenas
de luto y horror de que fueron causa las pasiones
de los que ya están en el seno del Grande Espíritu.
XII
El sol nace en Oriente; diríase al verlo que
el genio de la luz, vencedor de las sombras, ebrio
de orgullo y majestad, se lanza en triunfo sobre su
carro de diamantes, dejando en pos de sí, como la
estela de un buque, el polvo de oro que levantan
sus corceles en el pavimento de los cielos. Las
aguas, los bosques, las aves, el espacio, los mundos tienen una sola voz, y esta voz entona el himno
del día. ¿Quién no siente saltar su corazón de júbilo
a los ecos de este solemne cántico?
XIII
Sólo un mortal; vedle allí. Sus ojos desencajados están fijos con una mirada estúpida en la sangre que tiñe sus manos, en balde, saliendo de su
inmovilidad y embargado de un frenesí terrible, corre a lavárselas. en las orillas del Jawkior; bajo las
cristalinas ondas, las manchas desaparecen; mas
apenas retira sus manos, la sangre, humeante y
roja, vuelve a teñirlas. Y torna a las ondas, y torna a
aparecer la mancha, hasta que al cabo exclama con
un acento de terrible desesperación: -¡Siannah!
¡Siannah! La maldición del cielo ha caído sobre
nuestras cabezas.
¿Conocéis a ese desgraciado, a cuyos pies
hay un cadaver y cuyas rodillas abraza una mujer?
Es Pulo-Dheli, rey de Osira, magnífico señor de
señores, sombra de Dios e hijo de los astros luminosos, por la muerte de su hermano y antecesor...
Canto segundo
I
-¿De qué me sirven el poder y la riqueza si
una víbora enroscada en el fondo de mi corazón lo
devora, sin que me sea dado arrancarla de su guarida? Ser rey, señor de señores; ver cruzar ante los
ojos, como las visiones de un sueño, las perlas, el
oro, los placeres y la alegría; verlos cruzar al alcance de la mano, y al tenderla para asirlos, ¡encontrar
cuanto toca manchado de sangre!.., ¡Oh! ¡Esto es
espantoso!
II
Así exclamaba Pulo, revolcándose sobre la
púrpura de su lecho y torciéndose las manos a impulsos de su terrible desesperación. En balde el
humo de los pebeteros embalsama la opulenta
cámara; en balde la seda de brillantes colores se ha
extendido sobre diez pieles de tigre para que descansen sus miembros; en balde han invocado los
brahmines por siete veces al espíritu del reposo y al
genio de los sueños de nácar... El Remordimiento,
sentado a la cabecera del lecho, los ahuyenta con
un grito lúgubre y prolongado, grito que resuena
incesante en el oído de Pulo: que golpea su frente
con dolor al escucharlo.
III
Los genios que cruzan en numerosas caravanas sobre dromedarios de záfiro y entre nubes de
ópalo; las schivas de ojos verdes como las olas del
mar, cabellos de ébano y cinturas esbeltas como los
juncos de los lagos; los cantares de los espíritus
invisibles que refrescan con sus alas los cansados
párpados de los justos, no pasan como una tromba
de luz y de colores en el sueño del criminal.
Gigantes cataratas de sangre negra y espumosa que se estrellan bramando sobre las oscuras peñas de un precipicio terrible, imágenes espantosas y confusas de desolación y terror; éstos son
los fantasmas que engendra su mente durante las
horas del reposo.
IV
Por eso el magnífico señor de Osira puede
gustar la copa del beleño con que los dioses brindan a sus escogidos; por eso apenas la aurora abre
las puertas al día, se lanza del lecho, se desnuda de
sus vestidos que abrillantan las perlas y el oro, y
depositando un beso sobre la frente de su amada,
sale de palacio en traje de un simple cazador, dirigiéndose hacia la parte de la ciudad que domina la
cumbre del Jabwi.
V
Como a la mediación de esta montaña, nace un torrente que se derrumba en sábanas de plata
hasta bajar a la llanura, donde, refrenando su ímpetu, se desliza silencioso entre las guijas y las flores
para ir a confundir sus rizadas ondas con las ondas
del Jawkior. Una gruta natural, formada de enormes
peñascos que parecen próximos a desplomarse,
sirve de taza a estas olas en su nacimiento. Allí,
transparentes y sombrías sus aguas, parecen dormir sin que las turbe otro rumor que el monótono
ruido del manantial que las alimenta, el suspiro de la
brisa que viene a humedecer sus alas en la linfa, o
el salvaje grito d e los cóndores que se lanzan a las
nubes como una flecha disparada.
VI
Pulo, ya fuera de los muros de la ciudad,
manda retirarse a los que le siguen, y emprende
solo y sumido en hondas meditaciones el camino
que, serpenteando entre las rocas y las cortaduras,
se dirige a la gruta donde nace el torrente, que ya
salpica su rostro con el polvo de sus aguas. ¿Dónde
va el señor de Osira? ¿Por qué desnudándose de
su recamada túnica, del amarillo chal, emblema
misterioso, y del amuleto de los reyes, cambia su
vestidura por el tosco traje de un simple cazador?
¿Viene a los montes a buscar a las fieras en su
guarida? ¿Viene ansioso de encontrar la soledad,
único bálsamo de las penas que el resto de los
hombres no comprende?
VII
No. Cuando el regio morador de Kattak
abandona su alcázar para acosar en sus dominios
al soberbio león o al rayado tigre, cien bocinas de
marfil fatigan el eco de los bosques; cien ágiles
esclavos le preceden arrancando las malezas de los
senderos y alfombrando el lugar en que ha de poner
sus plantas; ocho elefantes conducen su tienda de
lino y oro, y veinte rajás siguen su paso, disputándose el honor de conducir su aljaba de ópalo.
¿Viene a buscar la soledad? Imposible.
La soledad es el imperio de la conciencia.
VIII
El sol toca a la mitad de su viaje, y Pulo a
su término. A sus pies salta el torrente; sobre su
cabeza está la gruta en que duerme el manantial
que lo alimenta, manantial sagrado que brotó de las
hendiduras de una roca para templar la sed del dios
Vichenú, cuando desterrado de los cielos venía a
cazar en las faldas del Jabwi durante la noche. A
datar de aquella época remota, un brahmín vela
constantemente en el fondo de la gruta, dirigiendo
sus oraciones al dios para que conserve las maravillosas virtudes en que, según una venerable tradición, abundan las sagradas linfas.
IX
El último de estos sacerdotes, que encendidos en amor por la divinidad han consagrado sus
días a venerarla en contemplación de sus obras, es
un anciano, cuyo origen envuelve un misterio profundo: nadie sabe la época en que llegó a Kattak
para guarecerse en la gruta de Vichenú. Rajás venerables; sobre cuya cabeza han lucido más de
cuarenta mil soles, aseguran que en su juventud el
brahmín del torrente tenía ya los cabellos blancos y
la frente inclinada. El pueblo le mira con temor y
respeto cuando por casualidad baja a la llanura.
Dicen que las serpientes danzan a su voz, que los
cóndores le traen su alimento, y que el genio de
aquellas aguas, a quien debe la inmortalidad, le
revela los arcanos futuros. Otros aseguran que él
mismo no es otra cosa que el espíritu bajo las formas de un brahmín.
X
¿Quién es? ¿De dónde vino y qué hace? Se
ignora, pero los que se sienten con el valor necesario para llegar hasta la gruta en que habita, suben a
ella para pedirle un remedio contra los males desesperados; una revelación para conocer el término
de las empresas arriesgadas; una penitencia suficiente a lavar un crimen que ni la sangre borraría.
Uno de éstos es Pulo, porque a la gruta del torrente
se dirige. Conociendo que las leves expiaciones que
los aduladores brahmines de Kattak le impusieran
no bastaban a desterrar sus remordimientos, sube a
consultar al solitario del Jabwi, sólo de incógnito,
para que la pompa real no turbe el espíritu y selle
los labios del profeta.
XI
Pulo llega, a través de las zarzas que rodean como un festón los bordes del torrente, hasta la
entrada de la gruta. Allí ve una ancha vasija de co-
bre, suspendida de las ramas de una palmera, para
que el viajero apague su sed. El caudillo toca por
tres veces con el mango de su yatagán, y el cobre
restalla, produciendo un sonido metálico y misterioso, que se pierde vibrando con el rumor de las olas.
Un momento transcurre; y el solitario aparece. Elegido del Grande Espíritu -exclama al verle el
caudillo, inclinando la frente-, que el enojo de Schiven no se amontone sobre tu cabeza, como las
brumas en las cimas de los montes. -Hijo de mortales -replica el anciano sin responder a la salutación-,
¿qué me quieres?
XII
-Consultarte. -Habla. -Yo he cometido un
crimen, un crimen horroroso, cuyo recuerdo abruma
mi alma como una pesadilla eterna. En vano consulté a los adivinos de Brahma; las penitencias que
me impusieron han sido inútiles; el remordimiento
vive aún en mi corazón; el fantasma de la víctima
me sigue a todas partes; se ha hecho la sombra de
mi cuerpo, el rumor de mis pasos. Tú, a quien los
dioses se dignan visitar; tú, que lees el porvenir en
los astros y en las arenas que arrastran los ríos,
dime: ¿cuándo quedará lavada mi alma de este
crimen? -Cuando la sangre que mancha tus manos,
que en balde me ocultas, haya desaparecido exclama el terrible brahmín lanzando una mirada de
indignación al príncipe, que permanece aterrado
ante aquella prueba de la sabiduría del solitario.
XIII
¿Me conoces? -prorrumpe Pulo al fin, saliendo de su estupor. -No te conozco, pero sé quién
eres, -¿Quién soy? -El matador de Tippot-Dheli.
El príncipe inclina la cabeza a estas palabras, como herido de un rayo, y el brahmín prosigue
de este modo: -En la pasada noche, cuando el sueño había descendido sobre los párpados de los
mortales, yo velaba. Un sordo rumor se elevó por
grados del fondo del agua sagrada, rumor confuso
como el hervidero de cien legiones de abejas; una
manga de aire frío y silencioso vino de la parte de
Oriente, rizó las ondas y tocó con las puntas de sus
húmedas alas mi frente. A su contacto, mis nervios
saltaron y se heló el tuétano de mis huesos; aquel
soplo era el aliento de Vichenú. Poco después sentí
su diestra tan pesada como un mundo descansar
sobre mi hombro en tanto que me contaba al oído tu
historia.
XIV
-Ahora bien, pues conoces mi delito, dime la
manera de expiarlo y hacer que desaparezcan de
mis manos estas terribles manchas.
El brahmín permanece en silencio, y el
príncipe prosigue: -¡Qué! ¿Mi sangre toda no podrá
borrar esta sangre? -Lo ignoro: es muy corta tu vida
para expiar este delito, y Schiven está airado, porque has hecho uso de tus facultades para la destrucción, obra que a él sólo está encomendada. Pues bien: si tú lo ignoras, consultemos a Vichenú;
él me protegerá contra su hermano. Penetremos en
la gruta sagrada. -¿Has ayunado las tres lunas? -Sí.
-¿Has huido del lecho nupcial por siete noches? -Sí.
-¿Has dejado de cazar durante nueve días? También. -Entonces, sígueme.
Algunos momentos después de este corto
diálogo, sus interlocutores se hallaban en el fondo
de la misteriosa gruta.
XV
Lo que pasó en aquel recinto, se ignora. La
tradición guarda una idea confusa, y el príncipe, por
quien esto se supo, habla vagamente de sierpes
monstruosas y aladas que se precipitaron en las
ondas del torrente, para aparecer de nuevo en for-
ma de animales desconocidos y fantásticos; de
conjuros tan temibles, que a veces se cubría de
manchas el sol y los montes se estremecían como
cañas; de lamentos y aullidos tan espantosos, que
la sangre se helaba al escucharlos.
XVI
Las palabras del dios se guardan y son
éstas: -Asesino marcado por Schiven con un sello
de eterna infamia, sólo existe una penitencia con
que puedes expiar tu crimen: sube por las orillas del
Ganges, a través de los pueblos feroces que habitan sus riberas, hasta encontrar sus fuentes. El remoto país del Tibet, a quien defiende como un gigante muro la cordillera del Himalaya, es el término
de tu viaje. Cuando llegues a él, lava tus manos en
el más escondido de los manantiales, y a la hora en
que el valiente Tippot cayó a tus plantas. Si en el
discurso de tu peregrinación no conoces a tu esposa Siannah, que deberá acompañarte, la sangre
desaparecerá de tus manos.
XVII
¿Quién es ese peregrino que se apoya en
su grosero cayado de abedul y que en la sola compañía de una mujer hermosa, pero humildemente
ataviada, sale por una de las puertas de Kattak al
mismo tiempo que la luna se desvanece ante los
rayos del astro del día? Él, él: Pulo-Dheli, magnífico
rey de Osira, señor de señores, sombra de Dios e
hijo de los astros luminosos.
Canto tercero
I
Los peregrinos tocan al término de su viaje:
ya han dejado a sus espaldas las fértiles e inmensas llanuras de Nepol; ya han visto a Bertares,
célebre por sus alcázares, cuyos cimientos besa el
sagrado río que divide al Indostán del imperio de los
Birmanes. Como las creaciones de una visión celeste, han cruzado ante sus ojos Palná, famosa por sus
templos, sus mujeres y sus tapicerías, Dakka, la
ciudad que tejió un velo para el santuario de los
dioses con las trenzas de ébano de sus vírgenes;
Gualior, escudo del reino de Sindiak, cuyos muros
detienen a las nubes en su vuelo.
II
También han gustado el reposo a la sombra
de los inmensos plátanos de Dheli, concha que
guarda a la perla de los reyes, presentando una
ofrenda de miel y flores al genio protector de Allahabad, ciudad que debe su nombre a las caravanas
de peregrinos que de todos los puntos de la India
acuden a sus templos, más numerosos que las
hojas de los bosques y las arenas del Océano.
III
Cuarenta lunas han nacido después que
abandonaron su alcázar; pero ¿quién podrá enumerar los países que han cruzado, los bosques que les
han prestado su sombra, los ríos que han apagado
su sed? El Kiangar, conocido por el de las aguas
rojas; el Espuri, cuya mansa corriente arrastra oro
bastante a construir con él un alcázar soberbio; los
Senwads, bosques sombrios donde el boa se desliza con el rumor de la lluvia; Labore, la madre de los
guerreros; Cachemira, la virgen de los siete chales
de amianto, y cien y cien otros países, ciudades,
bosques, torrentes, ríos y montañas, que hasta llegar a las cordilleras del Himalaya, extienden sobre
las inmensas llanuras de la India.
IV
Pero ya tocan al deseado término, ya han
salido de la más terrible de las pruebas, atravesando a par del Ganges el valle del Acíbar, llamado así
no tanto por los árboles que produce, de los que se
extrae este licor, como por las amarguras que padecen los infelices que se ven en la necesidad de
atravesarlo. Y Pulo atravesó las rocas que lo erizan,
llevando a Siannah sobre sus espaldas.
V
El sol lanza sus rayos perpendiculares sobre la tierra; los viajeros, fatigados de su trabajosa
jornada, reposan a la orilla del río a cuya fuente se
aproximan. Un boabad corpulento y magnífico les
presta su sombra, capaz de cubrir a una tribu de
guerreros; entre las brumas del lejano horizonte se
lanza al vacío el Himalaya, y empinado sobre sus
cumbres el Davalaguiri, que pasea sus miradas
sobre medio mundo.
VI
Un aura fresca mece las magnolias y los tulipanes que crecen entre los juncos de la ribera, y
enjuga el sudor de sus frentes. El bulbul, sobre las
rarnas de un penachudo talipot, entona un canto
melancólico y suavísimo, y entre las ráfagas de luz
que reverberan las arenas cruzan diáfanos como el
ámbar miríadas de pájaros y de insectos con ropajes de oro y azul, de crespón y esmeraldas.
VII
Todo convida al descanso. Pulo y Siannah,
después de refrescar sus labios con algunas de las
deliciosas frutas del bosque, apagan su sed en las
cristalinas ondas que corren, produciendo al besar
las orillas un ruido manso y melancólico, semejante
al arrullo de una tórtola. Al agradable son de las
aguas y de las hojas que se agitan como abanicos
de esmeraldas sobre sus cabezas, recuerdan en
dulces coloquios y con esa especie de satisfacción
con que se menciona el peligro pasado, las mil
aventuras de que han sido héroes durante su peregrinación, los países que han recorrido, las maravillas que como un panorama magnífico se han desplegado a sus ojos. Forman proyectos sobre el porvenir y sobre la felicidad que les espera cuando
hayan cumplido la expiación, próxima a satisfacerse; sus palabras se atropellan llenas de un fuego y
de un color vivísimo; después va poco a poco languideciendo su diálogo: diríase que hablan una
cosa y piensan otra; por último, algunas frases vagas e incoherentes preceden al silencio, que con un
dedo sobre el labio se sienta a la par de los amantes sin ser sentido.
VIII
El sol cae a plomo sobre la gran llanura. La
frente del príncipe descansa sobre las rodillas de su
esposa. Todo a su alrededor calla o duerme. En los
países tropicales, el mediodía es la noche de la
Naturaleza. Sólo interrumpen esta calma profunda
el grito breve y agudo del bengalí, el zumbido monó-
tono y tenaz de los insectos que voltean en el aire,
brillando a la luz del sol como un torbellino de piedras preciosas, y la acelerada respiración de Siannah, respiración sonora y encendida como la del
que sueña embriagado con opio. Los peregrinos
permanecen en silencio. ¿Qué ideas cruzan por su
mente?
IX
Hay momentos en que el alma se desborda
como un vaso de mirra que ya no basta a contener
el perfume; instantes en que flotan los objetos que
hieren nuestros ojos, y con ellos flota la imaginación. El espíritu se desata de la materia y huye,
huye a través del vacío a sumergirse en las ondas
de luz entre las que vacilan los lejanos horizontes.
La mente no se halla en la tierra ni en el cielo; recorre un espacio sin límites ni fondo, océano
de voluptuosidad indefinible, en el que empapa sus
alas para remontarse a las regiones en donde habita el amor.
Las ideas vagan confusas, como esas concepciones sin formas ni color que se ciernen en el
cerebro del poeta; como esas sombras, hijas del
delirio, que nos llaman al pasar y huyen, nos brindan amor y se desvanecen entre nuestros brazos.
X
Pulo es el primero que interrumpe el silencio.
-¡Cuán dulce es percibir el aliento de la mujer que se ama, ese aliento que se escapa de unos
labios encendidos, atropellándose en ellos como
olas de ambrosía que vienen a expirar sobre una
playa de rubíes!
¡Si me fuera posible, oh hermosa Siannah,
explicarte lo que el murmullo de tu respiración me
dice! Suena en mi oído como una voz insólita que
murmura palabras desconocidas en un idioma extraño y celeste; me recuerda los días de mi infancia,
aquellas horas sin nombre que precedían a mis
sueños de niño, aquellas horas en que los genios,
volando alrededor de mi cuna, me narraban consejas maravillosas, que embelesando mi espíritu, formaba la base de mis delirios de oro. ¿No es cierto,
no es cierto, hermosa mía, que hasta el aroma que
precede al objeto de nuestro amor, el tenue y débil
crujido de su túnica, tienen palabras, dicen algo que
los demás no comprenden?
XI
Siannah calla: sus labios entreabiertos y rojos dejan escapar suspiros ardientes, y en su pupila
húmeda, azul y dilatada, brilla un punto luminoso
semejante al reflejo de una estrella en un lago. Pulo -exclama al fin como volviendo de un éxtasis
que la hubiese alejado por algunos instantes de la
tierra-, ¿es cierto que existe un árbol cuya sombra
causa la muerte? -Es cierto -responde el príncipe-;
el dios Schiven lo creó para destruir a los mortales,
y su hermano Vichenú, apiadándose de nuestra
infelicidad, se lo dio a conocer a Brahma, su elegido. Siannah vuelve a su muda agitación; su esposo,
en tanto la contempla con un sentimiento de ternura
indescriptible.
XII
-Pulo -exclama a los pocos instantes la
hermosa- ¿es verdad que existe un árbol cuya
sombra agita la sangre en las venas y enciende el
amor? -Sí. -¿Lo conoces? -Lo conozco, aun cuando
ignoro su nombre. Mas... ¿por qué me haces esta
pregunta tan extraña?No sé... la sombra de este
bosque me hace daño... prosigamos nuestra jornada. -¡Proseguir cuando el sol abrasa las arenas!
Esperemos a que la brisa de la tarde se levante del
golfo y la luz comience a palidecer. -Esperemos murmura Siannah-; pero entretanto aparta tus ojos
de los míos, vuélvelos al cielo o duerme, mas no me
los claves en el alma.
XIII
-Bien dices; mis ojos en los tuyos beben
amor, y nuestro amor, casto y puro otras veces,
ahora es un crimen; sí, es necesario que no te vea...
Siannah, voy a dormir, cántame algún himno de
nuestra patria; arrulla mi sueño como una madre, ya
que no como una esposa.
La beldad de las trenzas de ébano canta:
I
«¡Guerreros! Las espadas de la tribu tienen
sed, y la sed de las espadas se templa con sangre.»
«Un torrente de fuego desciende del Jabwi;
esas centellas que brillan entre la nube de polvo
que levantan, son los hierros de nuestros enemigos.»
«Traedme el escudo reforzado con las siete
pieles de búfalo, y rodead a mi casco el chal amarillo, para que no me desconozcan en la confusión de
la pelea.»
«¡Guerreros! Las espadas de la tribu tienen
sed; y la sed de las espadas se templa con sangre.»
II
«Allá van semejantes en...»
Al llegar aquí, Pulo se incorpora y Siannah
se detiene en su canto. -¿Por qué -exclama el
príncipe- no escucho ahora las canciones de mi
patria con el placer de otras veces? ¿Será que ya
no alienta en mi pecho el corazón de un Dheli, o
acaso que los himnos de guerra no se han hecho
para que los recite una hermosa?
XIV
-Entona un canto de amor, uno de aquellos
himnos que al son de los címbalos alzan las vírgenes cuando conducen a una joven esposa al pie de
las aras. -Pulo... -Canta, no temas; yo dormiré tranquilo, arrullado por el eco de tu voz, el suspiro de la
brisa y la música de las aguas.
Siannah canta, su voz tiembla, su pecho se
eleva acompasadamente como una ola que se hincha coronada de espuma.
LA VUELTA DEL COMBATE
I
«El combate ha terminado con el día, y el
caudillo está ya en presencia de su adorada.»
LA VIRGEN.- «Caudillo, reclina tu frente sobre mi seno, que quiero beber en ella el sudor y el
polvo de la gloria.»
EL CAUDILLO.- «Virgen, apoya tus labios
entre los míos, que quiero beber en ellos la muerte
en una copa de rubí.»
II
LA VIRGEN.- «¡Alma de la Creación! ¡hijo
de Bermach!, ¡genio de las setenta alas!, ¡amor,
divino amor!, desciende en brazos del misterio y de
la noche a coronar con tu aureola a los que arden
en tu llama.»
EL CAUDILLO.- «¡Espíritu invisible!, ¡aliento
del alma generosa! ¡esperanza del guerrero!, ¡amor,
ardiente amor!, abandona un instante el alcázar de
los dioses, para poner una guirnalda de rosas sobre
la corona de laurel del caudillo.»
III
LA VIRGEN.- «Tu aliento humea y abrasa
como el aliento de un volcán; tu mano, que busca la
mía, tiembla como la hoja en el árbol; la sangre se
agolpa a mi corazón, rebosa en él y enciende mis
mejillas; un velo de sombras cae sobre mis párpados; todo se borra y se confunde ante mis ojos, que
no ven más que el fuego que arde en los tuyos.
Caudillo, ¿qué espíritu invisible llena el aire de melodiosos acordes y me estremece a su contacto?»
EL CAUDILLO.- «Virgen, es el amor que
pasa.»
XV
El canto de Siannah expira, y con él, suave
y armonioso, el rumor de un beso.
¿Qué son los vanos castillos que eleva la
voluntad del hombre para combatir las funestas
armas de que se vale la fatalidad? Montes de arena
que, como los de la gran llanura de Nepol, asombran al viajero, y un soplo del huracán los arrebata.
Canto cuarto
I
-Hijo mío -dice Schiven al Sueño-, baja a la
tierra y sé el mensajero de mis iras.
El Sueño, hijo de la tumba, levanta a esta
voz la frente, entreabre los soñolientos ojos y agita
sus noventa manos, en cada una de las cuales tiene
una copa llena hasta los bordes de un licor soporífero. -¿Qué me quieres, realidad de mi símbolo, padre
que me diste el ser para que sirviera de eslabón
invisible entre lo finito y lo infinito, entre el mundo de
los hombres y el de las almas, sirviendo para bajar
las potencias del cielo y elevar las de la tierra hasta
que se toquen en el vacío, que es el lugar de mi
soberanía?
II
Schiven continúa de este modo, dirigiéndose a su imagen: -Hace algunos momentos pensaba
en llevar a cabo la destrucción del príncipe que
usurpó un día el cetro de la muerte; mas en vano
buscaba la ocasión de herirle, en vano, porque Vichenú, mi orgulloso antagonista, le defendía bajo el
inmenso escudo con que oculta los hombres a mis
ojos, cuando éstos se encienden en cólera y arrojan
rayos que hieren y matan. De repente oí un zumbido a mi alrededor; torné el rostro; un mundo nuevo,
un joven planeta se adelantaba hacia mí, trazando
su círculo en el vacío, fascinado e inocente como el
ave atraída por el boa.
III
De su seno brotaba un raudal de armonías,
que llenaban el vacío, dilatándose en él como los
círculos en un lago donde se arroja una piedra.
Envuelto en un fluido ardiente y luminoso, rodando
entre mares de colores y sonidos, su alegría y su
gloria parecían insultar mi terrible poder. Levanté la
mano; el aire de ésta, desquiciándolo de sus órbitas, lo ha herido de muerte. Incorpórate y tiende los
ojos sobre las inmensas llanuras del cielo: verás a
Vichenú que corre en pos de él para arrancarle a la
inmensa tumba de los astros, volviéndole a la vida.
IV
He aquí el momento oportuno para mi venganza. El príncipe faltó a su promesa, y ahora está
abandonado por mi funesto enemigo. Refresca su
ardorosa frente con tus alas, y aguarda la ocasión
propicia para derramar sobre sus párpados un sueño precursor del sepulcro, un sueño de agonía y
ansiedad, de esos que ciñen la garganta con sus
manos de acero y pesan sobre el corazón como una
montaña de plomo.
V
El Sueño tiende las alas de tul, y abandona
la selva donde vive, en un alcázar de ébano escondido entre la flotante sombra de los áloes.
El silencio le precede y sus hechuras le siguen en grupos fantásticos; éstos se agitan y confunden entre sí, dando ser a nuevas y rápidas metamorfosis, locos delirios, embriones de confusas
ideas, semejantes a las que produce en mitad de la
fiebre una imaginación débil y sobreexcitada.
VI
La silenciosa caravana llega a las orillas del
Ganges y al lugar en que el príncipe descansa; éste
experimenta primero una languidez voluptuosa,
después un entorpecimiento general, y por último,
sus párpados caen con el peso del plomo sobre sus
pupilas, como una losa fúnebre sobre un sepulcro.
El Sueño ha vertido sobre ellos una gota del licor
que contiene su misterioso vaso de ópalo.
VII
Cuando la materia duerme, el espíritu vela.
En tanto que el cuerpo del caudillo permanece inmóvil y sumergido en un letargo profundo, su alma
se reviste de una forma imaginaria, y huye de los
lazos que la aprisionan para lanzarse al éter: allí le
esperan las creaciones del sueño, que le fingen un
mundo poblado de seres animados con la vida de la
idea: visión magnífica, profética y real en su fondo,
vana solo en la forma. Oíd, según la tradición la
conserva, la visión del caudillo.
VIII
La noche es oscura; el viento muge y silba
sacudiendo las gigantescas ramas del boabad de
las selvas; los genios blanden sus cárdenas espadas de fuego sobre las nubes, en que se les ve
pasar cabalgando; el trueno retumba dilatándose de
eco en eco en los abismos de las cordilleras; la
lluvia azota el penacho de las palmas, y confundiéndose con los sordos mugidos de la tormenta, el
prolongado lamento del vendaval y el temeroso
murmullo de las hojas del bosque, se escucha por
intervalos un rugido lejano, ronco y estridente, que
parece formarse en la cavidad de un pecho de
bronce.
IX
Un brahmín, al atravesar en tal noche y a tal
hora aquella selva, no hubiera podido menos de
dirigir sus plegarias al dios destructor, cuyo triunfo
parecía acercarse, equivocando aquellos quejidos
de la Naturaleza con las profecías de los blancos
fantasmas de sus antepasados, que rompían el
secreto del sepulcro para enseñarle el camino de la
muerte.
X
De cuantos guerreros se rodean el chal
amarillo a la cintura en las fiestas y a la frente en el
combate, sólo el caudillo de Osira tendría el valor
necesario para arriesgarse en sus agrestes y enmarañados senderos con una noche tan terrible.
XI
Pulo se adelanta, con el arco tendido, la flecha pronta y el puñal entre los dientes. Siannah le
sigue, pálida la color, el cabello erizado y el paso
temeroso. -¿Oyes -dice al príncipe,- oyes esa voz
que resuena en la espesura? -Es el viento que azota los palmares -responde el caudillo, lanzando, a
pesar suyo, una mirada escudriñadora a través de
los añosísimos troncos de áloes que bordan las
lindes del sendero.
XII
Los esposos prosiguen caminando y la
tempestad haciéndose cada vez más terrible. ¿Oyes ese rumor que se eleva por grados a nuestra
espalda? -interrumpe de nuevo la hermosa.- Es la
lluvia que agita las lianas -añade el príncipe armando la flecha y cubriendo a Siannah con su cuerpo. ¿Oyes? -vuelve ésta a interrumpir; alguien respira
alrededor nuestro. -Échate en tierra -grita Pulo de
repente; el tigre va a saltar sobre nosotros.
XIII
Dos llamas fosfóricas brillan en la oscuridad.
La flecha del príncipe parte.
A su áspero silbar responde un rugido ahogado y profundo; el tigre salta; Pulo arroja el arco,
se cubre con el escudo de pieles, dobla una rodilla,
esconde el rostro, y lo espera con el puñal en la
diestra. Siannah está desmayada y oculta con el
manto del guerrero, a cuyos pies yace.
XIV
La lucha se traba.
Pulo hunde una y cien veces su puñal en el
pecho y en el vientre del tigre, que en su agonía
pugna aún por lanzarse sobre su adversario. Éste,
cubierto con el escudo, ha podido evitar su ataque,
merced a esa ligereza y sangre fría patrimonio de
los hombres avezados a los peligros y a la muerte.
Pero ya la temible fiera ha lanzado el último y ronco
estertor, revolcándose entre el polvo y la sangre que
brota de sus heridas, cuando el príncipe levanta los
ojos al cielo sorprendido por un extraño fenómeno.
XV
La lluvia ha cesado, el huracán y el trueno
han enmudecido: al brillante y súbito resplandor de
los relámpagos sucede una claridad tenue y azulada, una luz indecisa semejante al primer albor de un
día sin sol y sin aurora. Las aves, que se habían
guarecido de la tempestad bajo los pabellones de
verdura de la selva, llenas de gozo a su vista, quieren alzar el vuelo y entonar su canto; pero la voz se
ahoga en su garganta, y caen a tierra heridas de
muerte por una mano invisible. Los gigantescos
árboles se agitan, y retorciéndose como a impulsos
de una horrorosa convulsión, comienzan a alfombrar el suelo con las pálidas hojas que se desprenden de sus ramas, como se desprenden los cabe-
llos de la cabeza de un anciano. Las verdes lianas
que se mecieran al soplo del viento suspendidas en
el tronco de los antiguos reyes del bosque, pierden
el color y la frescura, arrugándose sus tersas flores
como un pergamino que se acerca al fuego. Diríase,
al contemplar este asombroso espectáculo, que un
tósigo mortal circulando en el aire, o levantándose
en imperceptibles efluvios de las entrañas de la
tierra, había envenenado la atmósfera y con ella el
mundo.
XVI
El caudillo, lleno de estupor, vuelve en torno
suyo la mirada; por todas partes le persiguen aquellas imágenes desoladoras; pero lo que más asombro le causa es ver el sangriento cadáver del tigre
estremecerse, y poco a poco, perdiendo sus primitivas formas, ir tomando, merced a una inconcebible
transformación, las de una serpiente.
-Ya no me queda ningún género de duda exclama- Schiven desea mi muerte; reconozco en
ese reptil al ministro de su cólera. ¡Oh! ¡Que no
fuera yo un dios para luchar con los dioses!... Mas
no importa; mortal miserable como soy, venderé
cara mi vida.
XVII
El temible reptil crece con una rapidez prodigiosa; su longitud es ya treinta veces mayor que la
del boa secular que se despierta de dos en dos
lunas sobre las márgenes del Sitpuri. Sus ojos redondos, fijos y fascinadores, están clavados en los
del caudillo: éste, presa de un vértigo, y con ese
arrojo sin límites que presta la desesperación en
sus momentos supremos, arroja lejos de sí el tresdoblado escudo, inútil para aquel combate, y desnuda por segunda vez su puñal.
XVIII
La gigantesca serpiente comienza a replegarse sobre sí misma, lanzando un silbo áspero y
agudo: el príncipe sin aguardar a que le acometa,
se arroja a su cuello, tan grueso como el de una
palma colosal, y hace esfuerzos inauditos por herirla. ¡Imposible! Las aceradas escamas que la cubren
y defienden son impenetrables como la concha de
las tortugas del Jawkior.
Ya el reptil, aprisionándolo entre sus anillos
de bronce, lo estrecha y comienza a ahogarle; ya el
puñal se ha escapado de sus manos desfallecidas,
y el velo de la muerte se extiende ante sus ojos,
cuando una flecha disparada de las nubes baja
silbando y traspasa los de la serpiente.
XIX
Un furor terrible se apodera de ésta, que,
desasiéndose del ya casi inanimado cuerpo de Pulo, busca a ciegas a su celeste enemigo.
La punta de diamante de una segunda flecha pone fin a su agonía con la muerte.
El caudillo, recobrado de su estupor, puede
entonces contemplar, no sin sentirse sobrecogido
de una emoción profunda de gratitud y respeto, al
que es deudor de la vida.
Vichenú, cubiertas las espaldas con un
manto de pieles, el arco tendido aún y el carcaj de
las flechas de diamantes sobre el hombro, está a su
lado de pie; la frente del dios toca a las nubes, y su
sombra es inmensa como la que arroja el Himalaya
sobre las llanuras al ocultarse el sol en los confines
del Océano.
XX
-Caudillo -exclama el antagonista de Schiven con acento airado,- ¿para qué subiste a la sagrada gruta del Jabwi? ¿Para qué interrogaste a las
limpias aguas de su manantial, si las revelaciones
celestes han sido inútiles, si al cabo habías de romper tu juramento, como se rompe la flecha sobre la
rodilla, en prenda de paz entre dos enemigos? Pulo
enmudece; el rubor de su falta colora sus bronceadas mejillas y ahoga su voz; Vichenú continúa de
este modo:
-Inmensa como la imprevisión de los hombres es la bondad del cielo: he aquí por qué me he
apiadado de tus culpas. Inútil es ya que busques las
fuentes del Ganges; cada grano de arena que cae
en la medida de la culpa, debe añadirse a la del
castigo; el que te impuso el solitario del Jabwi es ya
insuficiente para lavar tu alma.
XXI
-Si un solo momento de olvido desvaneció
como el humo cuanto había logrado merecer con mi
arrepentimiento, ¿qué haré para lavar mi culpa? exclama el príncipe.
-Levántate -prosigue el dios,- toma tu arco,
descálzate las sandalias, y abandonando las orillas
del Ganges, vuelve sobre tus pasos hasta llegar a
Kattak. Entre las arenas de sus costas duerme en el
seno del olvido un templo que en mi honor levantara
un día tu glorioso antecesor, cuando protegido por
mi escudo llevó hasta allí sus huestes invencibles.
Sobre los peñascos en que se estrellan las encrespadas olas, tiene su nido un cuervo; sube a preguntarle el lugar en que el templo se oculta: éste lo
conocerás por los fuegos que durante la noche voltean sobre sus ruinas, y aquél por su cabeza blanca.
XXII
Vichenú desaparece: los árboles recobran
su lozanía, la liana su verdura, los pájaros su voz, y
a la indecisa y cárdena luz del cielo sucede el tranquilo y suave esplendor de una noche estrellada y
llena de armonía, perfumes, suspiros y cantares.
El príncipe se incorpora y corre al lugar en
que Siannah permanece desmayada y oculta bajo
los pliegues del manto de su esposo. Levanta éste,
y de sus labios se escapa un grito de sorpresa y
ansiedad.
Siannah no está allí; Siannah ha desaparecido.
XXIII
En aquel punto el sueño tiende las alas y
abandona al príncipe; éste, convulso y pálido aún,
despierta de su pesadilla, busca a su esposa, en
cuyo seno se había dormido, y no la encuentra.
El sol, recostado en un lecho de púrpura y
de oro como un rajá en su alfombra de colores,
lanza a la tierra el último rayo de sus entreabiertos
ojos. La Naturaleza comienza a despertarse de su
sueño del mediodía. Las brisas de la tarde, impregnadas en murmullos y perfumes, juguetean con el
cáliz de las flores que se abren a sus besos. Las
aguas del Ganges, copiando en sus linfas transparentes la vigorosa vegetación de sus riberas, alzan
un himno melancólico, al que se unen las aladas y
suaves notas de los pájaros que despiden al día con
un dulcísimo y triste adiós.
XXIV
-Siannah -dice el caudillo con voz ahogada
por el llanto. -Siannah, esposa mía, ¿dónde estás
que no me oyes? Siannah, inseparable compañera
de mi dolor y mi infortunio, ¿quién te arrancó de mi
lado para robarme la única felicidad que me restaba
en la tierra? ¡Oh!, vuelve, vuelve, hermosa mía; sin
ti, mi vida será una noche sin aurora, un llanto sin
lágrimas.
XXV
Sólo el eco responde al enamorado Pulo,
que presa de un loco frenesí, corre de nuevo a las
orillas del Ganges, busca en la arena la huella de su
esposa, y vuelve a llamarla por su nombre cien y
cien veces: todo es inútil. La noche borra del cielo
los colores; y las nubes, las estrellas, mudos testigos de los pesares y la felicidad de los amantes,
aparecen unas tras otras rodeadas de un ligero
cendal de bruma, y Siannah no parece.
XXVI
-Insensato -dice una voz que resuena en el
viento, sin que se vea la boca de donde parte:¿que vas a hacer?
El caudillo, que ha desnudado el puñal para
asestarlo contra su pecho, se detiene sobrecogido y
escucha estas palabras:
-Si mueres, nunca la tornarás a ver; si conservas tu vida y cumples cuanto te he dicho, la
mancha de sangre de tus manos desaparecerá para
siempre, y encontrarás de nuevo a tu esposa.
Los sueños son el espíritu de la realidad
con las formas de la mentira; los dioses descienden
en él hasta los mortales, y sus visiones son páginas
del porvenir o recuerdos del pasado.
La voz que detiene al príncipe es la de Vichenú que se le había aparecido en sueños.
Canto quinto
I
El príncipe después de un año de peregrinación, llega al fin al término señalado por el genio.
Éste, durante las jornadas, fijos los ojos sobre su
protegido, ha velado día y noche por su vida hasta
dejarle en Kattak.
II
La aurora rasga el velo de la noche; de sus
trenzas de oro se desprenden el rocío en una lluvia
de perlas sobre las colinas y las llanuras; los horizontes del mar se encienden y las crestas de sus
olas brillan como las escamas de la armadura de un
guerrero en un día de combate; de las flores, húmedas aún con las lágrimas del crepúsculo, se eleva al
cielo una columna de aromas en emanaciones;
perfumadas emanaciones que los genios, cruzando
sobre las nubes celestes y ambarinas, recogen con
las matinales plegarias de los brahmines, para depositarlas a los pies de Bermach, autor de la maravillosa máquina de los mundos.
III
Pulo se ha sentado sobre una de las rocas
que erizan en aquella parte del reino de Kattak las
extensas playas del Océano. Su pensamiento está
dividido entre su esposa y su conciencia.
-Ya se aproxima -dice- la hora del perdón;
unos esfuerzos más, y me hallo en presencia del
ave misteriosa que Vichenú ha escogido pura intérprete de sus designios. Dios, que conservas cuanto
existe, apartando las tempestades y la muerte de la
cabeza de los hombres, no interpongas tu poder
entre mi corazón y la flecha de los guerreros, entre
mi vida y las garras del tigre, o los anillos del boa
gigante; pero defiéndeme contra mí mismo, arráncame el amor y la conciencia, cuyos golpes matan
sin que se vea la mano que los dirige.
IV
El sol se va levantando pausadamente del
seno del mar y remontándose por la cumbre del
firmamento. El caudillo, después de lavarse por
siete veces las manos y los sangrientos pies, recitando algunas oraciones misteriosas, emprende una
difícil ascensión para llegar a la cima de las colosales rocas, cuya frente han ennegrecido los rayos y
las tempestades, cuyas plantas besan o azotan las
hirvientes olas del Océano.
V
Después de trepar por espacio de una hora,
asiéndose a los arbustos y malezas que crecen en
las aberturas de las peñas, el príncipe consigue al
fin encontrarse en la cumbre del promontorio.
En una de las rocas de granito que coronan
su cúspide hay una hendidura, y en el fondo de ésta
le parece distinguir las formas confusas de un ave,
que fija en los suyos dos ojos que brillan en la oscuridad con una luz fantástica.
VI
-Ave de los dioses -prorrumpe Pulo cayendo
de rodillas ante el aéreo nido del cuervo de la cabeza blanca-; ave misteriosa, bajo cuyo negro plumaje
vivió por espacio de tres siglos el poderoso Vichenú,
logrando con este ardid evitar la muerte que el dios
de la destrucción le aprestaba; heme aquí esperando tus palabras, como los tulipanes agostados por
el fuego del día esperan las gotas del rocío de la
noche.
VII
El cuervo, abandonando su guarida, se abate sobre una de las enhiestas rocas, y, después de
agitar sus alas por tres veces, dice así al caudillo,
que lo escucha en silencio y con la frente humillada
en el polvo:
-Señor de Osira, poderoso descendiente de
los Dheli, conquistadores de la India y protegidos de
Vichenú, sé lo que vienes a preguntarme; así, es
inútil que me lo refieras. El templo que buscas se
halla lejos de este lugar; sigue mis pasos y te mostraré el sitio en que se empezarán las excavaciones.
VIII
El cuervo de la cabeza blanca se remonta
en los aires, dejándose caer al pie del promontorio,
donde espera a que baje el caudillo. Cuando éste
toca al término de su descensión, el ave misteriosa
emprende la marcha caminando a saltos pequeños
y sin abandonar las costas en que viene a romperse
el oleaje de crestas de oro.
Prosiguen durante todo el día sin abandonar
la ribera blanqueada por la espuma, y cuando ya el
sol desciende al seno de las ondas rodeado de
espesos y rojos celajes, el alado guía se aparta de
las playas, internándose tierra adentro, a través de
un pantano cenagoso y cubierto de juncos verdes y
altísimos.
IX
Las nubes, amontonándose en el Occidente, envuelven el cadáver del sol en un sudario de
brumas, antes que descienda a su sepulcro.
La noche se adelanta, una noche sin astros
y sin transparencia; la brisa murmura la oración de
los muertos, sollozando melancólica entre los espesos juncos; el perfume de las flores que se abren en
la sombra vaga en el espacio; el grito del chacal y el
silbo de las aves nocturnas resuenan confundiéndose con esos rumores siniestros y misteriosos que
nacen, tiemblan y se dilatan en el seno de la oscuridad, sin que podamos decir quién los produce.
-Ave inmortal -exclama Pulo deteniéndose
en su camino,- he aquí que la noche se ha apoderado de la tierra y que en balde procuro seguirte,
pues la sombra te ha robado a mi vista.
El grito del chacal se oye cada vez más
próximo; tú sabes que no le temo, mas estoy sin
armas, y por lo tanto inhábil para defenderme de
sus traidores ataques.
Volvamos atrás y esperemos al día para
proseguir nuestra jornada. Temerario valor juzgo el
de aquel que arriesga su vida contra enemigos que
no puede exterminar o vencer; si al menos la luna
brillara en el cielo, su luz me guiaría a través de
este pantano, donde a cada paso que doy temo
encontrar la muerte, sepultándome en sus aguas
cenagosas e inmóviles.
X
-No temas -responde el cuervo;- el dios que
nos envía cuidará de nosotros desde su elevación.
He aquí la manera de salir con bien de este peligro:
las llanuras que vamos a atravesar presenciaron la
derrota de tu padre, Schiven, celoso del culto que
éste rendía en el templo a que nos dirigimos al genio que te protege, reunió en su daño a los guerreros de Kattak y de Lahore, que ardiendo en sed de
venganza contra su vencedor, se juntaron entre las
sombras de la noche para afilar las espadas que
habían de herir a los predilectos de Vichenú.
XI
Un día tu padre abandonó el templo para dirigirse a las selvas que se extienden al pie de la
colina en cuya cumbre está oculto; de pronto una
nube de polvo blanca e inmensa, que elevándose
de la parte de Oriente oscurecía la luz del sol, atrajo
su curiosidad.
¿Qué nueva y numerosa caravana de peregrinos será la que se aproxima al templo de mi
dios?, dice, volviéndose a uno de los pérfidos rajás
portadores de su escudo y su aljaba.
XII
Éste, lanzando a sus compañeros una mirada de inteligencia, respondió al victorioso rey con
la sonrisa en los labios:
-¿Quién sabe cuál será el remoto país que
envía este enjambre de peregrinos? La fama del
asombroso templo de Kattak corre de boca en boca
hasta los más remotos confines del mundo.
Tu padre, después de fijar nuevamente las
miradas en aquella nube de polvo que se aproxima,
y de la cual brotan centellas de fuego, exclama con
voz terrible:
XIII
-¿Qué es esto? Los toscos yaids de los peregrinos llamean al rayo del sol como las armaduras
de los guerreros de Labore. ¿Oís? En las alas del
viento llega confuso el eco de la terrible y bárbara
armonía de sus trompas de guerra. ¡Oh! Ya no me
queda duda; el enemigo que hallé a mis pies se
endereza como la víbora para morderme en ellos.
No importa; veremos si los caudillos de Lahore han
aprendido de nuevo a vencer, tras tantos años de
acostumbrarse a huir.
XIV
-Valientes -prosigue dirigiéndose a los que
le acompañan- dadme el arco y el escudo, desnudad vuestros aceros, y que las roncas bocinas de
plata convoquen a mis huestes con sus bramidos.
Eldi Salek, uno de sus traidores capitanes,
por toda respuesta le hunde en el pecho su misma
espada, de que era portador, y blandiéndola después en los aires en ademán de triunfo prorrumpe a
voces:
-¡Ánimo, compañeros de esclavitud! ¡Ánimo,
domeñados ejércitos de Kattak y Lahore, desvanecidos un día al soplo del tirano como al del huracán
el humo! ¡Ánimo; nuestro país es libre!
XV
En tanto, el infelice rey, revolcándose en su
sangre, intenta en vano llamar en su socorro; la voz
se ahoga en su garganta; hace una postrer tentativa
para incorporarse, y cae a tierra muerto y con los
puños crispados y tendidos hacia las bárbaras
huestes, que se adelantan al bélico y rudo compás
de sus instrumentos de bronce.
XVI
Los sacerdotes de Vichenú se aperciben de
la sorpresa, y subiendo a las altas torres de la Pagoda, llenan el ámbito de los aires con los terribles
bramidos del caracol sagrado, al que responden en
la llanura las bocinas de marfil de los guerreros de
tu padre.
XVII
-¿Dónde está nuestro caudillo, que no corre
como el león al combate? ¿Por qué no vuela en la
primera fila su manto de púrpura y el chal amarillo
que ciñe su frente? ¡Mi dueño! -exclaman los valientes conquistadores de Kattak, y ninguno sabe decir
dónde se encuentra el señor de Osira, que no responde al rumor de la batalla con el grito de guerra.
XVIII
Los enemigos se adelantan, la llanura gime
bajo el peso de sus carros y elefantes de guerra, y
el eco de los lejanos montes repite sus salvajes
alaridos. Suena la señal del combate y de la muerte.
Los defensores de Vichenú expiran uno a uno al
rigor del acero; el templo de dios es presa de las
llamas, y con él la naciente ciudad que en sus inmediaciones levantó el rey de Osira en honor del
benéfico genio de Allah-abad.
XIX
Cuando llegó la noche, la expirante llama
del incendio, arrojando sus temblorosos círculos de
luz y de sombra sobre la llanura, chispeaba en el
casco de los valientes que habían sucumbido a los
golpes de Schiven, y que yacían entre el polvo cubiertos de sangre y de gloria.
Un hondo silencio reinaba en el que fue teatro de la sangrienta lucha, silencio que sólo interrumpía el imponente estruendo de los muros al
desplomarse abrasados por las silbadoras llamas, o
el ronco grito del chacal, que, ofuscado por el ardiente resplandor del fuego, rugía en su cueva,
temeroso de lanzarse sobre los cadáveres insepultos.
Los vencedores abandonaron con el día la
llanura donde desde esa época nadie osa poner la
planta, temiendo el enojo de Schiven, que quiso
tener en aquellos lugares un templo de ruinas, habitado por la soledad del espanto.
XX
Pulo escucha sobrecogido de un religioso
pavor, la historia del sangriento combate en que su
padre perdió la vida; historia que en su país cantan
las bayaderas al son de los címbalos, pero cuya
terrible sencillez nunca había arrancado una lágrima
tan ardiente a sus ojos, cual la que entonces rodó
abrasadora sobre su mejilla.
XXI
El cuervo prosigue así: -¿Ves allá, entre los
espesos cañaverales, encenderse una llama ligera y
cárdena, que vacila y corre sobre el haz de las fétidas aguas del pantano? Más lejos, al pie de la colina, donde a la sombra de un bosque sombrío se
levanta un grosero sepulcro formado de piedras
toscas e irregulares, ¿ves cómo se desarrolla el
brillante fluido, y vuela sobre la tumba, y se detiene
junto a los troncos de los árboles, y se multiplica
subdividiéndoles en mil otras llamas fantásticas,
ligeras y de un azulado resplandor?
XXII
Esos son los espíritus de los valientes que
en defensa del genio que te protege sucumbieron al
golpe de las hachas de Kattak. Dobla en tierra la
rodilla, que tu padre va a dejar el seno de la tumba
para guiarnos, a través de la noche, del pantano y
de las sombras de los valientes, al sitio en que cubiertos de musgo y escondidos entre las hierbas
altas y silenciosas hallaremos los restos mortales,
única reliquia del ara de Vichenú.
XXIII
Pulo se arrodilla, y del tosco sepulcro del
bosque se levanta una llama roja, que lanzándose
al vacío comienza a caminar con dirección al ocaso.
El cuervo sigue a la llama y el príncipe al
cuervo.
De repente aquélla se detiene sobre la
cumbre de la colina, en cuya falda duerme el viento
de la noche suspirando entre las hojas de los árboles.
El pájaro de la cabeza blanca tiende el vuelo, y cerniéndose en los aires sobre las ruinas de la
Pagoda, llama con una voz al caudillo: éste, maravillado y absorto, sube la suave pendiente que conduce al término de su peregrinación.
Canto sexto
I
-Vuelve a tu reino; derrama tus tesoros y
trae en tu compañía los artífices más celebrados
que en él encuentres. A la luz del sol durante el día,
a la de las antorchas durante la noche, que no se dé
un minuto de reposo a la ociosidad, fatigando el eco
de estos solitarios lugares con el alegre y bullicioso
clamor de los trabajadores, a los rudos y sonoros
golpes del martillo.
II
Seis años tienes de término para reedificar
la Pagoda, que llenará el mundo de admiración, y
alrededor de cuyas altísimas torres se agruparán las
nubes y estallaran las tempestades, como en las
crestas de las montañas. Sedas hay en Cachemira,
oro en Siam, cedros en Katay, elefantes en Lahore
y perlas en el golfo de Ormuz. Recorre estos países, y con sus ofrendas y tus adquisiciones la Pagoda de nuestros días resplandecerá como los astros, flotantes moradas de los genios.
Entonces se traba en el alma de Pulo una
lucha entre la curiosidad y el temor, lucha que concluye con el triunfo de aquélla.
Un genio de mal guía sus pasos a través de
la noche; y éstos se dirigen impulsados por una
fuerza incontrastable hacia el lugar en que se encuentra el peregrino.
III
Presta de nuevo atención; nada se escucha.
¿Qué hará? ¡Si fuera posible descubrir un arcano!
Diciendo así, el caudillo de las manos rojas
separa las colgaduras de seda y oro que cubren la
puerta de la habitación que ocupa el misterioso
viajero; un rayo que hubiera caído a sus pies no le
asombraría tanto como la escena que se presenta a
sus ojos.
IV
El peregrino ha desaparecido.
En mitad del aposento, y al débil resplandor
de una lámpara de alabastro, se ve el informe busto
de un horroroso ídolo.
La locura en sus fantásticas creaciones, el
sueño en sus angustiosas pesadillas, el insomnio en
su delirio abrumador, no forjaron nunca una imagen
tan repugnante y terrible.
V
No es su rostro el del genio benéfico que
protege al príncipe; ese rostro en cuyas facciones
se ven grabadas en armoniosas líneas y rasgos
atrevidos la noble fiereza, la salvaje y varonil hermosura del dios de la selva, no; la fisonomía de
aquella tosca escultura, que sin concluir aún se
presenta a los ojos del aterrado Pulo, tiene algo de
infernal y medroso; de sus redondas pupilas parece
pronto a brotar el rayo y la muerte; su dilatada boca
está contraída por una sonrisa feroz; todo en él
revela un genio del mal.
Es la imagen de Schiven y no la de Vichenú.
La impaciencia ha perdido para siempre al
desgraciado caudillo.
VI
Éste, presa de un vértigo y saliendo de su
inmovilidad: -Brahmines -exclama en alta voz,- despertad de vuestro sueño; la esperanza de dicha que
aún me restaba se ha desvanecido como el perfume
de un lirio que besa el simún. Schiven venció en el
combate; levantad el ídolo que lo representa; llevadlo al ara sobre vuestros hombros al compás de los
himnos del luto y el clamor de las plañideras y los
címbalos; suyo será el templo de su hermano, y con
él mi vida.
VII
Los brahmines y los servidores del príncipe
que han acudido a su llamamiento, se apresuran a
ejecutar sus mandatos, las apagadas antorchas
vuelven a despedir torrentes de luz; los guerreros
hieren sus escudos con el pomo de la espada; las
roncas bocinas de marfil ahuyentan el tranquilo
sueño de los habitantes de Kattak, y la triste e imponente comitiva que conduce al dios de la muerte
y del estrago se dirige a la gigantesca Pagoda, del
seno de la cual se escuchan levantarse, crecer y
morir temblando en el vacío; medrosos lamentos y
horribles carcajadas. Son los genios de la destrucción que solemnizan su victoria.
VIII
El día comienza a despuntar; la luna se
desvanece, y el mar se colora con la primera luz del
alba. El templo resplandece iluminado en su interior
por cien y cien magníficas lámparas de bronce y
oro; las blancas nubes que se elevan de los altares,
difunden la esencia de la mirra y del áloe por los
extensos ámbitos de la Pagoda; el príncipe ha ceñido la frente con el amarillo chal, emblema del poder
soberano, y cubierto con sus más ricas vestiduras
está de rodillas ante el ara.
Las ceremonias con que los brahmines, invocando la piedad de los genios, han dado posesión
al de la muerte del templo de Jaganata han concluido.
IX
-¡Sacerdotes, caudillos, siervos -prorrumpe
al fin el señor de Osira,- la cólera de los dioses está
suspendida sobre mi cabeza, como una espada
pendiente de un cabello; mis manos, que desde la
terrible hora en que subí al solio ningún mortal ha
visto desnudas, están manchadas de sangre. Vedlas; esta sangre es la de mi antecesor, la de mi
hermano, a quien arranque la vida con la corona.
Shiven, el dios del remordimiento y de la expiación,
me exige ojo por ojo, corona por corona, vida por
vida. Cúmplase su voluntad. Sacerdotes, caudillos,
siervos: rogad por el último de los Dheli, cuya raza
va a desaparecer de la tierra.
La multitud, sobrecogida y llena de terror,
permanece en silencio; Pulo, volviéndose hacia el
altar en que está colocado el dios, prosigue de este
modo, dirigiéndose al informe ídolo, que parece que
contrae sus labios con una muda e infernal sonrisa.
X
-Schiven, enemigo y extirpador de mi raza:
si la sangre puede borrar mis culpas apartando tu
cólera de la frente de Siannah, recíbela como mi
última ofrenda; pero concédeme al menos que, antes de partir del mundo, la contemple un instante
por la postrera vez; que su boca reciba el frío y
apagado aliento de la mía; que sus besos cierren
mis párpados a la eterna noche de la tumba.
XI
La muchedumbre que ocupa las naves del
templo tiene fijos sus ojos en el príncipe y arroja un
grito de horror.
Pulo se ha atravesado con su espada, y el
caliente borbotón de sangre que brotó de su herida
saltó humeando al rostro del genio.
En aquel instante, una mujer atraviesa el
atrio de la Pagoda, y se adelanta hasta el recinto en
que se eleva el ara de Schiven.
-¡Siannah! -murmura el príncipe reconociéndola: -Siannah, al fin te veo antes de morir. -Y
expira.
XII
Siannah, la perla de Ormuz, la violeta de
Osira, el símbolo de la hermosura y del amor, la que
formó Bermach en un delirio de placer, combinando
la gentileza de las palmas de Nepol, la flexibilidad
de los juncos del Ganges, la esmeralda de los ojos
de una schiva, la luz de un diamante de Golconda,
la armonía de una noche de verano y la esencia de
un lirio salvaje del Himalaya; Siannah, la hermosa
entre las hermosas siguió a Pulo a través de su
peregrinación en esas regiones desconocidas de las
que ningún viajero vuelve.
Siannah fue la primera viuda indiana que se
arrojó al fuego con el cadáver de su esposo.
El rayo de luna
Yo no sé si esto es una historia que parece
cuento o un cuento que parece historia; lo que puedo decir es que en su fondo hay una verdad, una
verdad muy triste, de la que acaso yo seré uno de
los últimos en aprovecharme, dadas mis condiciones de imaginación.
Otro, con esta idea, tal vez hubiera hecho
un tomo de filosofía lacrimosa; yo he escrito esta
leyenda que, a los que nada vean en su fondo, al
menos podrá entretenerles un rato.
I
Era noble, había nacido entre el estruendo
de las armas, y el insólito clamor de una trompa de
guerra no le hubiera hecho levantar la cabeza un
instante ni apartar sus ojos un punto del oscuro
pergamino en que leía la última cantiga de un trovador.
Los que quisieran encontrarle, no lo debían
buscar en el anchuroso patio de su castillo, donde
los palafreneros domaban los potros, los pajes enseñaban a volar a los halcones, y los soldados se
entretenían los días de reposo en afilar el hierro de
su lanza contra una piedra.
-¿Dónde está Manrique, dónde está vuestro
señor? -preguntaba algunas veces su madre.
-No sabemos -respondían sus servidores:acaso estará en el claustro del monasterio de la
Peña, sentado al borde de una tumba, prestando
oído a ver si sorprende alguna palabra de la conversación de los muertos; o en el puente, mirando
correr unas tras otras las olas del río por debajo de
sus arcos; o acurrucado en la quiebra de una roca y
entretenido en contar las estrellas del cielo, en seguir una nube con la vista o contemplar los fuegos
fatuos que cruzan como exhalaciones sobre el haz
de las lagunas. En cualquiera parte estará menos
en donde esté todo el mundo.
En efecto, Manrique amaba la soledad, y la
amaba de tal modo, que algunas veces hubiera
deseado no tener sombra, porque su sombra no le
siguiese a todas partes.
Amaba la soledad, porque en su seno, dando rienda suelta a la imaginación, forjaba un mundo
fantástico, habitado por extrañas creaciones, hijas
de sus delirios y sus ensueños de poeta, tanto, que
nunca le habían satisfecho las formas en que pudiera encerrar sus pensamientos, y nunca los había
encerrado al escribirlos.
Creía que entre las rojas ascuas del hogar
habitaban espíritus de fuego de mil colores, que
corrían como insectos de oro a lo largo de los troncos encendidos, o danzaban en una luminosa ronda
de chispas en la cúspide de las llamas, y se pasaba
las horas muertas sentado en un escabel junto a la
alta chimenea gótica, inmóvil y con los ojos fijos en
la lumbre.
Creía que en el fondo de las ondas del río,
entre los musgos de la fuente y sobre los vapores
del lago, vivían unas mujeres misteriosas, hadas,
sílfides u ondinas, que exhalaban lamentos y suspiros, o cantaban y se reían en el monótono rumor del
agua, rumor que oía en silencio intentando traducirlo.
En las nubes, en el aire, en el fondo de los
bosques, en las grietas de las peñas, imaginaba
percibir formas o escuchar sonidos misteriosos,
formas de seres sobrenaturales, palabras ininteligibles que no podía comprender.
¡Amar! Había nacido para soñar el amor, no
para sentirlo. Amaba a todas las mujeres un instante: a ésta porque era rubia, a aquélla porque tenía
los labios rojos, a la otra porque se cimbreaba al
andar como un junco.
Algunas veces llegaba su delirio hasta el
punto de quedarse una noche entera mirando a la
luna, que flotaba en el cielo entre un vapor de plata,
o a las estrellas que temblaban a lo lejos como los
cambiantes de las piedras preciosas. En aquellas
largas noches de poético insomnio, exclamaba: -Si
es verdad, como el prior de la Peña me ha dicho,
que es posible que esos puntos de luz sean mundos; si es verdad que en ese globo de nácar que
rueda sobre las nubes habitan gentes, ¡qué mujeres
tan hermosas serán las mujeres de esas regiones
luminosas, y yo no podré verlas, y yo no podré
amarlas!... ¿Cómo será su hermosura?... ¿Cómo
será su amor?...
Manrique no estaba aún lo bastante loco
para que le siguiesen los muchachos, pero sí lo
suficiente para hablar y gesticular a solas, que es
por donde se empieza.
II
Sobre el Duero, que pasaba lamiendo las
carcomidas y oscuras piedras de las murallas de
Soria, hay un puente que conduce de la ciudad al
antiguo convento de los Templarios, cuyas posesiones se extendían a lo largo de la opuesta margen
del río.
En la época a que nos referimos, los caballeros de la Orden habían ya abandonado sus históricas fortalezas; pero aún quedaban en pie los restos de los anchos torreones de sus muros, aún se
veían, como en parte se ven hoy, cubiertos de hiedra y campanillas blancas, los macizos arcos de su
claustro, las prolongadas galerías ojivales de sus
patios de armas, en las que suspiraba el viento con
un gemido, agitando las altas hierbas.
En los huertos y en los jardines, cuyos senderos no hollaban hacía muchos años las plantas
de los religiosos, la vegetación, abandonada a sí
misma, desplegaba todas sus galas, sin temor de
que la mano del hombre la mutilase, creyendo embellecerla. Las plantas trepadoras subían encaramándose por los añosos troncos de los árboles;
las sombrías calles de álamos, cuyas copas se tocaban y se confundían entre sí, se habían cubierto
de césped; los cardos silvestres y las ortigas brotaban en medio de los enarenados caminos, y en dos
trozos de fábrica, próximos a desplomarse, el jaramago, flotando al viento como el penacho de una
cimera, y las campanillas blancas y azules, balanceándose como en un columpio sobre sus largos y
flexibles tallos, pregonaban la victoria de la destrucción y la ruina.
Era de noche; una noche de verano, templada, llena de perfumes y de rumores apacibles, y
con una luna blanca y serena, en mitad de un cielo
azul, luminoso y transparente.
Manrique, presa su imaginación de un vértigo de poesía, después de atravesar el puente, desde donde contempló un momento la negra silueta
de la ciudad, que se destacaba sobre el fondo de
algunas nubes blanquecinas y ligeras arrolladas en
el horizonte, se internó en las desiertas ruinas de
los Templarios.
La media noche tocaba a su punto. La luna,
que se había ido remontando lentamente, estaba ya
en lo más alto del cielo, cuando al entrar en una
oscura alameda que conducía desde el derruido
claustro a la margen del Duero, Manrique exhaló un
grito leve y ahogado, mezcla extraña de sorpresa,
de temor y de júbilo.
En el fondo de la sombría alameda había
visto agitarse una cosa blanca, que flotó un momento y desapareció en la oscuridad. La orla del traje de
una mujer, de una mujer que había cruzado el sendero y se ocultaba entre el follaje, en el mismo instante en que el loco soñador de quimeras o imposibles penetraba en los jardines.
-¡Una mujer desconocida!... ¡En este sitio!...,
¡A estas horas! Esa, esa es la mujer que yo busco exclamó Manrique; y se lanzó en su seguimiento,
rápido como una saeta.
III
Llegó al punto en que había visto perderse
entre la espesura de las ramas a la mujer misteriosa. Había desaparecido. ¿Por dónde? Allá lejos,
muy lejos, creyó divisar por entre los cruzados troncos de los árboles como una claridad o una forma
blanca que se movía.
-¡Es ella, es ella, que lleva alas en los pies y
huye como una sombra! -dijo, y se precipitó en su
busca, separando con las manos las redes de hiedra que se extendían como un tapiz de unos en
otros álamos. Llegó rompiendo por entre la maleza
y las plantas parásitas hasta una especie de rellano
que iluminaba la claridad del cielo... ¡Nadie! -¡Ah!,
por aquí, por aquí va -exclamó entonces.- Oigo sus
pisadas sobre las hojas secas, y el crujido de su
traje que arrastra por el suelo y roza en los arbustos; -y corría y corría como un loco de aquí para
allá, y no la veía. -Pero siguen sonando sus pisadas
-murmuró otra vez;- creo que ha hablado; no hay
duda, ha hablado... El viento que suspira entre las
ramas; las hojas, que parece que rezan en voz baja,
me han impedido oír lo que ha dicho; pero no hay
duda, va por ahí, ha hablado... ha hablado... ¿En
qué idioma? No sé, pero es una lengua extranjera...
Y tornó a correr en su seguimiento, unas veces
creyendo verla, otras pensando oírla; ya notando
que las ramas, por entre las cuales había desaparecido, se movían; ya imaginando distinguir en la arena la huella de sus propios pies; luego, firmemente
persuadido de que un perfume especial que aspiraba a intervalos era un aroma perteneciente a aquella mujer que se burlaba de él, complaciéndose en
huirle por entre aquellas intrincadas malezas. ¡Afán
inútil!
Vagó algunas horas de un lado a otro fuera
de sí, ya parándose para escuchar, ya deslizándose
con las mayores precauciones sobre la hierba, ya
en una carrera frenética y desesperada.
Avanzando, avanzando por entre los inmensos jardines que bordaban la margen del río,
llegó al fin al pie de las rocas sobre que se eleva la
ermita de San Saturio. -Tal vez, desde esta altura
podré orientarme para seguir mis pesquisas a
través de ese confuso laberinto -exclamó trepando
de peña en peña con la ayuda de su daga.
Llegó a la cima, desde la que se descubre
la ciudad en lontananza y una gran parte del Duero
que se retuerce a sus pies, arrastrando una corriente impetuosa y oscura por entre las corvas márgenes que lo encarcelan.
Manrique, una vez en lo alto de las rocas,
tendió la vista a su alrededor; pero al tenderla y
fijarla al cabo en un punto, no pudo contener una
blasfemia.
La luz de la luna rielaba chispeando en la
estela que dejaba en pos de sí una barca que se
dirigía a todo remo a la orilla opuesta.
En aquella barca había creído distinguir una
forma blanca y esbelta, una mujer sin duda, la mujer
que había visto en los Templarios, la mujer de sus
sueños, la realización de sus más locas esperanzas. Se descolgó de las peñas con la agilidad de un
gamo, arrojó al suelo la gorra, cuya redonda y larga
pluma podía embarazarle para correr, y desnudándose del ancho capotillo de terciopelo, partió como
una exhalación hacia el puente.
Pensaba atravesarlo y llegar a la ciudad antes que la barca tocase en la otra orilla. ¡Locura!
Cuando Manrique llegó jadeante y cubierto de sudor
a la entrada, ya los que habían atravesado el Duero
por la parte de San Saturio, entraban en Soria por
una de las puertas del muro, que en aquel tiempo
llegaba hasta la margen del río, en cuyas aguas se
retrataban sus pardas almenas.
IV
Aunque desvanecida su esperanza de alcanzar a los que habían entrado por el postigo de
San Saturio, no por eso nuestro héroe perdió la de
saber la casa que en la ciudad podía albergarlos.
Fija en su mente esta idea, penetró en la población,
y dirigiéndose hacia el barrio de San Juan, comenzó
a vagar por sus calles a la ventura.
Las calles de Soria eran entonces, y lo son
todavía, estrechas, oscuras y tortuosas. Un silencio
profundo reinaba en ellas, silencio que sólo interrumpían, ora el lejano ladrido de un perro; ora el
rumor de una puerta al cerrarse, ora el relincho de
un corcel que piafando hacía sonar la cadena que le
sujetaba al pesebre en las subterráneas caballerizas.
Manrique, con el oído atento a estos rumores de la noche, que unas veces le parecían los
pasos de alguna persona que había doblado ya la
última esquina de un callejón desierto, otras, voces
confusas de gentes que hablaban a sus espaldas y
que a cada momento esperaba ver a su lado, anduvo algunas horas, corriendo al azar de un sitio a
otro.
Por último, se detuvo al pie de un caserón
de piedra, oscuro y antiquísimo, y al detenerse brillaron sus ojos con una indescriptible expresión de
alegría. En una de las altas ventanas ojivales de
aquel que pudiéramos llamar palacio, se veía un
rayo de luz templada y suave que, pasando a través
de unas ligeras colgaduras de seda color de rosa,
se reflejaba en el negruzco y grieteado paredón de
la casa de enfrente.
-No cabe duda; aquí vive mi desconocida murmuró el joven en voz baja sin apartar un punto
sus ojos de la ventana gótica;- aquí vive. Ella entró
por el postigo de San Saturio... por el postigo de
San Saturio se viene a este barrio... en este barrio
hay una casa, donde pasada la media noche aún
hay gente en vela... ¿En vela? ¿Quién sino ella, que
vuelve de sus nocturnas excursiones, puede estarlo
a estas horas?... No hay más; ésta es su casa.
En esta firme persuasión, y revolviendo en
su cabeza las más locas y fantásticas imaginacio-
nes, esperó el alba frente a la ventana gótica, de la
que en toda la noche no faltó la luz ni él separó la
vista un momento.
Cuando llegó el día, las macizas puertas del
arco que daba entrada al caserón, y sobre cuya
clave se veían esculpidos los blasones de su dueño,
giraron pesadamente sobre los goznes, con un chirrido prolongado y agudo. Un escudero reapareció
en el dintel con un manojo de llaves en la mano,
restregándose los ojos y enseñando al bostezar una
caja de dientes capaces de dar envidia a un cocodrilo.
Verle Manrique y lanzarse a la puerta, todo
fue obra de un instante.
-¿Quién habita en esta casa? ¿Cómo se
llama ella? ¿De dónde es? ¿A qué ha venido a Soria? ¿Tiene esposo? Responde, responde, animal. Ésta fue la salutación que, sacudiéndole el brazo
violentamente, dirigió al pobre escudero, el cual,
después de mirarle un buen espacio de tiempo con
ojos espantados y estúpidos, le contestó con voz
entrecortada por la sorpresa:
En esta casa vive el muy honrado señor D.
Alonso de Valdecuellos, montero mayor de nuestro
señor el rey, que herido en la guerra contra moros,
se encuentra en esta ciudad reponiéndose de sus
fatigas.
-Pero ¿y su hija? -interrumpió el joven impaciente;- ¿y su hija, o su hermana; o su esposa, o
lo que sea?
-No tiene ninguna mujer consigo.
-¡No tiene ninguna!... Pues ¿quién duerme
allí en aquel aposento, donde toda la noche he visto
arder una luz?
-¿Allí? Allí duerme mi señor D. Alonso, que,
como se halla enfermo, mantiene encendida su
lámpara hasta que amanece.
Un rayo cayendo de improviso a sus pies no
le hubiera causado más asombro que el que le causaron estas palabras.
V
-Yo la he de encontrar, la he de encontrar; y
si la encuentro, estoy casi seguro de que he de
conocerla... ¿En qué?... Eso es lo que no podré
decir... pero he de conocerla. El eco de sus pisadas
o una sola palabra suya que vuelva a oír, un extremo de su traje, un solo extremo que vuelva a ver,
me bastarán para conseguirlo. Noche y día estoy
mirando flotar delante de mis ojos aquellos pliegues
de una tela diáfana y blanquísima; noche y día me
están sonando aquí dentro, dentro de la cabeza, el
crujido de su traje, el confuso rumor de sus ininteligibles palabras... ¿Qué dijo?... ¿qué dijo? ¡Ah!, si yo
pudiera saber lo que dijo, acaso... pero aún sin saberlo la encontraré... la encontraré; me lo da el corazón, y mi corazón no me engaña nunca. Verdad
es que ya he recorrido inútilmente todas las calles
de Soria; que he pasado noches y noches al sereno, hecho poste de una esquina; que he gastado
más de veinte doblas en oro en hacer charlar a
dueñas y escuderos; que he dado agua bendita en
San Nicolás a una vieja, arrebujada con tal arte en
su manto de anascote, que se me figuró una deidad; y al salir de la Colegiata una noche de maitines, he seguido como un tonto la litera del arcediano, creyendo que el extremo de sus holapandas era
el del traje de mi desconocida; pero no importa... yo
la he de encontrar, y la gloria de poseerla excederá
seguramente al trabajo de buscarla.
¿Cómo serán sus ojos?... Deben de
azules, azules y húmedos como el cielo de la
che; me gustan tanto los ojos de ese color; son
expresivos, tan melancólicos, tan... Sí... no hay
ser
notan
du-
da; azules deben de ser, azules son, seguramente;
y sus cabellos negros, muy negros y largos para
que floten... Me parece que los vi flotar aquella noche, al par que su traje, y eran negros... no me engaño, no; eran negros.
¡Y qué bien sientan unos ojos azules, muy
rasgados y adormidos, y una cabellera suelta, flotante y oscura, a una mujer alta... porque... ella es
alta, alta y esbelta como esos ángeles de las portadas de nuestras basílicas, cuyos ovalados rostros
envuelven en un misterioso crepúsculo las sombras
de sus doseles de granito!
¡Su voz!... su voz la he oído... su voz es
suave como el rumor del viento en las hojas de los
álamos, y su andar acompasado y majestuoso como las cadencias de una música.
Y esa mujer, que es hermosa como el más
hermoso de mis sueños de adolescente, que piensa
como yo pienso, que gusta como yo gusto, que odia
lo que yo odio, que es un espíritu humano de mi
espíritu, que es el complemento de mi ser, ¿no se
ha de sentir conmovida al encontrarme? ¿No me ha
de amar como yo la amaré, como la amo ya, con
todas las fuerzas de mi vida, con todas las facultades de mi alma?
Vamos, vamos al sitio donde la vi la primera
y única vez que le he visto... ¿Quién sabe si, caprichosa como yo, amiga de la soledad y el misterio,
como todas las almas soñadoras, se complace en
vagar por entre las ruinas, en el silencio de la noche?
Dos meses habían transcurrido desde que
el escudero de D. Alonso de Valdecuellos desengañó al iluso Manrique; dos meses durante los cuales en cada hora había formado un castillo en el
aire, que la realidad desvanecía con un soplo; dos
meses, durante los cuales había buscado en vano a
aquella mujer desconocida, cuyo absurdo amor iba
creciendo en su alma, merced a sus aún más absurdas imaginaciones, cuando después de atrevesar absorto en estas ideas el puente que conduce a
los Templarios, el enamorado joven se perdió entre
las intrincadas sendas de sus jardines.
VI
La noche estaba serena y hermosa, la luna
brillaba en toda su plenitud en lo más alto del cielo,
y el viento suspiraba con un rumor dulcísimo entre
las hojas de los árboles.
Manrique llegó al claustro, tendió la vista
por su recinto y miró a través de las macizas columnas de sus arcadas... Estaba desierto.
Salió de él encaminó sus pasos hacia la oscura alameda que conduce al Duero, y aún no había
penetrado en ella, cuando de sus labios se escapó
un grito de júbilo.
Había visto flotar un instante y desaparecer
el extremo del traje blanco, del traje blanco de la
mujer de sus sueños, de la mujer que ya amaba
como un loco.
Corre, corre en su busca, llega al sitio en
que la ha visto desaparecer; pero al llegar se detiene, fija los espantados ojos en el suelo, permanece
un rato inmóvil; un ligero temblor nervioso agita sus
miembros, un temblor que va creciendo, que va
creciendo y ofrece los síntomas de una verdadera
convulsión, y prorrumpe al fin una carcajada, una
carcajada sonora, estridente, horrible.
Aquella cosa blanca, ligera, flotante, había
vuelto a brillar ante sus ojos, pero había brillado a
sus pies un instante, no más que un instante.
Era un rayo de luna, un rayo de luna que
penetraba a intervalos por entre la verde bóveda de
los árboles cuando el viento movía sus ramas.
Habían pasado algunos años. Manrique,
sentado en un sitial junto a la alta chimenea gótica
de su castillo, inmóvil casi y con una mirada vaga e
inquieta como la de un idiota, apenas prestaba
atención ni a las caricias de su madre, ni a los consuelos de sus servidores.
-Tú eres joven, tú eres hermoso -le decía
aquélla;- ¿por qué te consumes en la soledad? ¿Por
qué no buscas una mujer a quien ames, y que
amándote pueda hacerte feliz?
-¡El amor!... El amor es un rayo de luna murmuraba el joven.
-¿Por qué no despertáis de ese letargo? -le
decía uno de sus escuderos;- os vestís de hierro de
pies a cabeza, mandáis desplegar al aire vuestro
pendón de ricohombre, y marchamos a la guerra: en
la guerra se encuentra la gloria.
-¡La gloria!... La gloria es un rayo de luna.
-¿Queréis que os diga una cantiga, la última
que ha compuesto mosén Arnaldo, el trovador provenzal?
-¡No! ¡No! -exclamó el joven incorporándose
colérico en su sitial;- no quiero nada... es decir, sí
quiero... quiero que me dejéis solo... Cantigas...
mujeres... glorias... felicidad... mentiras todo, fantasmas vanos que formamos en nuestra imaginación y vestimos a nuestro antojo, y los amamos y
corremos tras ellos, ¿para qué?, ¿para qué?, para
encontrar un rayo de luna.
Manrique estaba loco: por lo menos, todo el
mundo lo creía así. A mí, por el contrario, se me
figuraba que lo que había hecho era recuperar el
juicio.
La cruz del diablo
Que lo crea o no, me importa bien
poco.
Mi abuelo se lo narró a mi padre;
mi padre me lo ha referido a mí,
y yo te lo cuento ahora,
siquiera no sea más que por pasar
el rato.
I
El crepúsculo comenzaba a extender sus ligeras alas de vapor sobre las pintorescas orillas del
Segre, cuando después de una fatigosa jornada
llegamos a Bellver, término de nuestro viaje.
Bellver es una pequeña población situada a
la falda de una colina, por detrás de la cual se ven
elevarse, como las gradas de un colosal anfiteatro
de granito, las empinadas y nebulosas crestas de
los Pirineos.
Los blancos caseríos que la rodean, salpicados aquí y allá sobre una ondulante sábana de
verdura, parecen a lo lejos un bando de palomas
que han abatido su vuelo para apagar su sed en las
aguas de la ribera.
Una pelada roca, a cuyos pies tuercen éstas
su curso, y sobre cuya cima se notan aún remotos
vestigios de construcción, señala la antigua línea
divisoria entre el condado de Urgel y el más importante de sus feudos.
A la derecha del tortuoso sendero que conduce a este punto, remontando la corriente del río y
siguiendo sus curvas y frondosos márgenes, se
encuentra una cruz.
El asta y los brazos son de hierro; la redonda base en que se apoya, de mármol, y la escalinata que a ella conduce, de oscuros y mal unidos
fragmentos de sillería.
La destructora acción de los años, que ha
cubierto de orín el metal, ha roto y carcomido la
piedra de este monumento, entre cuyas hendiduras
crecen algunas plantas trepadoras que suben enredándose hasta coronarlo, mientras una vieja y corpulenta encina le sirve de dosel.
Yo había adelantado algunos minutos a mis
compañeros de viaje, y deteniendo mi escuálida
cabalgadura, contemplaba en silencio aquella cruz,
muda y sencilla expresión de las creencias y la piedad de otros siglos.
Un mundo de ideas se agolpó a mi imaginación en aquel instante. Ideas ligerísimas, sin forma
determinada, que unían entre sí, como un invisible
hilo de luz, la profunda soledad de aquellos lugares,
el alto silencio de la naciente noche y la vaga melancolía de mi espíritu.
Impulsado de un pensamiento religioso, espontáneo e indefinible, eché maquinalmente pie a
tierra, me descubrí, y comencé a buscar en el fondo
de mi memoria una de aquellas oraciones que me
enseñaron cuando niño; una de aquellas oraciones,
que cuando más tarde se escapan involuntarias de
nuestros labios, parece que aligeran el pecho oprimido, y semejantes a las lágrimas, alivian el dolor,
que también toma estas formas para evaporarse.
Ya había comenzado a murmurarla, cuando
de improviso sentí que me sacudían con violencia
por los hombros.
Volví la cara: un hombre estaba al lado mío.
Era uno de nuestros guías natural del país,
el cual, con una indescriptible expresión de terror
pintada en el rostro, pugnaba por arrastrarme con-
sigo y cubrir mi cabeza con el fieltro que aún tenía
en mis manos.
Mi primera mirada, mitad de asombro, mitad
de cólera, equivalía a una interrogación enérgica,
aunque muda.
El pobre hombre sin cejar en su empeño de
alejarme de aquel sitio, contestó a ella con estas
palabras, que entonces no pude comprender, pero
en las que había un acento de verdad que me sobrecogió: -¡Por la memoria de su madre! ¡Por lo
más sagrado que tenga en el mundo, señorito,
cúbrase usted la cabeza y aléjese más que de prisa
de esta cruz! ¡Tan desesperado está usted que, no
bastándole la ayuda de Dios, recurre a la del demonio!
Yo permanecí un rato mirándole en silencio.
Francamente, creí que estaba loco; pero él prosiguió con igual vehemencia:
-Usted busca la frontera; pues bien, si delante de esa cruz le pide usted al cielo que le preste
ayuda, las cumbres de los montes vecinos se levantarán en una sola noche hasta las estrellas invisibles, sólo porque no encontremos la raya en toda
nuestra vida.
Yo no puedo menos de sonreírme.
-¿Se burla usted?... ¿Cree acaso que esa
es una cruz santa como la del porche de nuestra
iglesia?...
-¿Quién lo duda?
-Pues se engaña usted de medio a medio;
porque esa cruz, salvo lo que tiene de Dios, está
maldita... esa cruz pertenece a un espíritu maligno,
y por eso le llaman La cruz del diablo.
-¡La cruz del diablo! -repetí cediendo a sus
instancias, sin darme cuenta a mí mismo del involuntario temor que comenzó a apoderarse de mi
espíritu, y que me rechazaba como una fuerza desconocida de aquel lugar;- ¡la cruz del diablo! ¡Nunca
ha herido mi imaginación una amalgama más disparatada de dos ideas tan absolutamente enemigas!...
¡Una cruz... y del diablo!!! ¡Vaya, vaya! Fuerza será
que en llegando a la población me expliques este
monstruoso absurdo.
Durante este corto diálogo, nuestros camaradas, que habían picado sus cabalgaduras, se nos
reunieron al pie de la cruz; yo les expliqué en breves palabras lo que acababa de suceder; monté
nuevamente en mi rocín, y las campanas de la pa-
rroquia llamaban lentamente a la oración, cuando
nos apeamos en el más escondido y lóbrego de los
paradores de Bellver.
II
Las llamas rojas y azules se enroscaban
chisporroteando a lo largo del grueso tronco de
encina que ardía en el ancho hogar; nuestras sombras, que se proyectaban temblando sobre los ennegrecidos muros, se empequeñecían o tomaban
formas gigantescas, según la hoguera despedía
resplandores más o menos brillantes; el vaso de
saúco, ora vacío, ora lleno, y no de agua, como
cangilón de noria, había dado tres veces la vuelta
en derredor del círculo que formábamos junto al
fuego, y todos esperaban con impaciencia la historia
de La cruz del diablo, que a guisa de postres de la
frugal cena que acabábamos de consumir se nos
había prometido, cuando nuestro guía tosió por dos
veces, se echó al coleto un último trago de vino,
limpiose con el revés de la mano la boca, y comenzó de este modo:
Hace mucho tiempo, mucho tiempo, yo no
sé cuánto, pero los moros ocupaban aún la mayor
parte de España, se llamaban condes nuestros
reyes, y las villas y aldeas pertenecían en feudo a
ciertos señores, que a su vez prestaban homenaje a
otros más poderosos, cuando acaeció lo que voy a
referir a ustedes.
Concluida esta breve introducción histórica,
el héroe de la fiesta guardó silencio durante algunos
segundos como para coordinar sus recuerdos, y
prosiguió así:
-Pues es el caso que, en aquel tiempo remoto, esta villa y algunas otras formaban parte del
patrimonio de un noble barón, cuyo castillo señorial
se levantó por muchos siglos sobre la cresta de un
peñasco que baña el Segre, del cual toma su nombre.
Aún testifican la verdad de mi relación algunas informes ruinas que, cubiertas de jaramago y
musgo, se alcanzan a ver sobre su cumbre desde el
camino que conduce a este pueblo.
No sé si por ventura o desgracia quiso la
suerte que este señor, a quien por su crueldad detestaban sus vasallos, y por sus malas cualidades ni
el rey admitía en su corte, ni sus vecinos en el
hogar, se aburriese de vivir solo con su mal humor y
sus ballesteros en lo alto de la roca en que sus antepasados colgaron su nido de piedra.
Devanábase noche y día los sesos en busca de alguna distracción propia de su carácter, lo
cual era bastante difícil después de haberse cansado, como ya lo estaba, de mover guerra a sus vecinos, apalear a sus servidores y ahorcar a sus súbditos.
En esta ocasión cuentan las crónicas que
se le ocurrió, aunque sin ejemplar, una idea feliz.
Sabiendo que los cristianos de otras poderosas naciones se aprestaban a partir juntos en una
formidable armada a un país maravilloso para conquistar el sepulcro de Nuestro Señor Jesucristo, que
los moros tenían en su poder, se determinó a marchar en su seguimiento.
Si realizó esta idea con objeto de purgar sus
culpas, que no eran pocas, derramando su sangre
en tan justa empresa, o con el de trasplantarse a un
punto donde sus malas mañas no se conociesen, se
ignora; pero la verdad del caso es que, con gran
contentamiento de grandes y chicos, de vasallos y
de iguales, allegó cuanto dinero pudo, redimió a sus
pueblos del señorío, mediante una gruesa cantidad,
y no conservando de propiedad suya más que el
peñón del Segre y las cuatro torres del castillo,
herencia de sus padres, desapareció de la noche a
la mañana.
La comarca entera respiró en libertad durante algún tiempo, como si despertara de una pesadilla.
Ya no colgaban de sus sotos, en vez de frutas, racimos de hombres; las muchachas del pueblo
no temían al salir con su cántaro en la cabeza a
tomar agua de la fuente del camino, ni los pastores
llevaban sus rebaños al Segre por sendas impracticables y ocultas, temblando encontrar a cada revuelta de la trocha a los ballesteros de su muy
amado señor.
Así transcurrió el espacio de tres años; la
historia del mal caballero, que sólo por este nombre
se le conocía, comenzaba a pertenecer al exclusivo
dominio de las viejas, que en las eternas veladas
del invierno las relataban con voz hueca y temerosa
a los asombrados chicos; las madres asustaban a
los pequeñuelos incorregibles o llorones diciéndoles: ¡que viene el señor del Segre!, cuando he aquí
que no sé si un día o una noche, si caído del cielo o
abortado de los profundos, el temido señor apareció
efectivamente, y como suele decirse, en carne y
hueso, en mitad de sus antiguos vasallos.
Renuncio a describir el efecto de esta agradable sorpresa. Ustedes se lo podrán figurar mejor
que yo pintarlo, sólo con decirles que tornaba reclamando sus vendidos derechos, que si malo se
fue, peor volvió; y si pobre y sin crédito se encontraba antes de partir a la guerra; ya no podía contar
con más recursos que su despreocupación, su lanza y una media docena de aventureros tan desalmados y perdidos como su jefe.
Como era natural, los pueblos se resistieron
a pagar tributos que a tanta costa habían redimido;
pero el señor puso fuego a sus heredades, a sus
alquerías y a sus mieses.
Entonces apelaron a la justicia del rey; pero
el señor se burló de las cartas-leyes de los condes
soberanos; las clavó en el postigo de sus torres, y
colgó a los farautes de una encina.
Exasperados y no encontrando otra vía de
salvación, por último, se pusieron de acuerdo entre
sí, se encomendaron a la Divina Providencia y tomaron las armas: pero el señor llamó a sus secuaces, llamó en su ayuda al diablo, se encaramó a su
roca y se preparó a la lucha.
Ésta comenzó terrible y sangrienta. Se peleaba con todas armas, en todos sitios y a todas
horas, con la espada y el fuego, en la montaña y en
la llanura, en el día y durante la noche.
Aquello no era pelear para vivir; era vivir para pelear.
Al cabo triunfó la causa de la justicia. Oigan
ustedes cómo.
Una noche oscura, muy oscura, en que no
se oía ni un rumor en la tierra ni brillaba un solo
astro en el cielo, los señores de la fortaleza, engreídos por una reciente victoria, se repartían el botín, y
ebrios con el vapor de los licores, en mitad de la
loca y estruendosa orgía, entonaban sacrílegos
cantares en loor de su infernal patrono.
Como dejo dicho, nada se oía en derredor
del castillo, excepto el eco de las blasfemias, que
palpitaban perdidas en el sombrío seno de la noche,
como palpitan las almas de los condenados envueltas en los pliegues del huracán de los infiernos.
Ya los descuidados centinelas habían fijado
algunas veces sus ojos en la villa que reposaba
silenciosa, y se habían dormido sin temor a una
sorpresa, apoyados en el grueso tronco de sus lan-
zas, cuando he aquí que algunos aldeanos, resueltos a morir y protegidos por la sombra, comenzaron
a escalar el cubierto peñón del Segre, a cuya cima
tocaron a punto de la media noche.
Una vez en la cima, lo que faltaba por hacer
fue obra de poco tiempo: los centinelas salvaron de
un solo salto el valladar que separa el sueño de la
muerte; el fuego, aplicado con teas de resina al
puente y al rastrillo, se comunicó con la rapidez del
relámpago a los muros; y los escaladores, favorecidos por la confusión y abriéndose paso entre las
llamas, dieron fin con los habitantes de aquella guarida en un abrir y cerrar de ojos.
Todos perecieron.
Cuando el cercano día comenzó a blanquear las altas copas de los enebros, humeaban aún
los calcinados escombros de las desplomadas torres; y a través de sus anchas brechas, chispeando
al herirla la luz y colgada de uno de los negros pilares de la sala del festín, era fácil divisar la armadura
del temido jefe, cuyo cadáver, cubierto de sangre y
polvo, yacía entre los desgarrados tapices y las
calientes cenizas, confundido con los de sus oscuros compañeros.
El tiempo pasó; comenzaron los zarzales a
rastrear por los desiertos patios, la hiedra a enredarse en los oscuros machones, y las campanillas
azules a mecerse colgadas de las mismas almenas.
Los desiguales soplos de la brisa, el graznido de las
aves nocturnas y el rumor de los reptiles, que se
deslizaban entre las altas hierbas, turbaban sólo de
vez en cuando el silencio de muerte de aquel lugar
maldecido; los insepultos huesos de sus antiguos
moradores blanqueaban el rayo de la luna, y aún
podía verse el haz de armas del señor del Segre,
colgado del negro pilar de la sala del festín.
Nadie osaba tocarle; pero corrían mil fábulas acerca de aquel objeto, causa incesante de
hablillas y terrores para los que le miraban llamear
durante el día, herido por la luz del sol, o creían
percibir en las altas horas de la noche el metálico
son de sus piezas, que chocaban entre sí cuando
las movía el viento, con un gemido prolongado y
triste.
A pesar de todos los cuentos que a propósito de la armadura se fraguaron, y que en voz baja
se repetían unos a otros los habitantes de los alrededores, no pasaban de cuentos, y el único más
positivo que de ellos resultó, se redujo entonces a
una dosis de miedo más que regular, que cada uno
de por sí se esforzaba en disimular lo posible,
haciendo, como decirse suele, de tripas corazón.
Si de aquí no hubiera pasado la cosa, nada
se habría perdido. Pero el diablo, que a lo que parece no se encontraba satisfecho de su obra, sin duda
con el permiso de Dios y a fin de hacer purgar a la
comarca algunas culpas, volvió a tomar cartas en el
asunto.
Desde este momento las fábulas, que hasta
aquella época no pasaron de un rumor vago y sin
viso alguno de verosimilitud, comenzaron a tomar
consistencia y a hacerse de día en día más probables.
En efecto, hacía algunas noches que todo el
pueblo había podido observar un extraño fenómeno.
Entre las sombras, a lo lejos, ya subiendo
las retorcidas cuestas del peñón del Segre, ya vagando entre las ruinas del castillo, ya cerniéndose al
parecer en los aires, se veían correr, cruzarse, esconderse y tornar a aparecer para alejarse en distintas direcciones, unas luces misteriosas y fantásticas, cuya procedencia nadie sabía explicar.
Esto se repitió por tres o cuatro noches durante el intervalo de un mes, y los confusos aldeanos esperaban inquietos el resultado de aquellos
conciliábulos, que ciertamente no se hizo aguardar
mucho, cuando tres o cuatro alquerías incendiadas,
varias reses desaparecidas y los cadáveres de algunos caminantes despeñados en los precipicios,
pusieron en alarma a todo el territorio en diez leguas a la redonda.
Ya no quedó duda alguna. Una banda de
malhechores se albergaba en los subterráneos del
castillo.
Éstos, que sólo se presentaban al principio
muy de tarde en tarde y en determinados puntos del
bosque que aun en el día se dilata a lo largo de la
ribera, concluyeron por ocupar casi todos los desfiladeros de las montañas, emboscarse en los caminos, saquear los valles y descender como un torrente a la llanura, donde a éste quiero, a éste no quiero, no dejaban títere con cabeza.
Los asesinatos se multiplicaban; las muchachas desaparecían, y los niños eran arrancados de
las cunas a pesar de los lamentos de sus madres,
para servirlos en diabólicos festines, en que, según
la creencia general, los vasos sagrados sustraídos
de las profanadas iglesias servían de copas.
El terror llegó a apoderarse de los ánimos
en un grado tal, que al toque de oraciones nadie se
aventuraba a salir de su casa, en la que no siempre
se creían seguros de los bandidos del peñón.
Mas ¿quiénes eran éstos? ¿De dónde habían venido? ¿Cuál era el nombre de su misterioso
jefe? He aquí el enigma que todos querían explicar
y que nadie podía resolver hasta entonces, aunque
se observase desde luego que la armadura del señor feudal había desaparecido del sitio que antes
ocupara, y posteriormente varios labradores hubiesen afirmado que el capitán de aquella desalmada
gavilla marchaba a su frente cubierto con una que,
de no ser la misma, se le asemejaba en un todo.
Cuanto queda repetido, si se le despoja de
esa parte de fantasía con que el miedo abulta y
completa sus creaciones favoritas, nada tiene en sí
de sobrenatural y extraño.
¿Qué cosa más corriente en unos bandidos
que las ferocidades con que éstos se distinguían, ni
más natural que el apoderarse su jefe de las abandonadas armas del señor del Segre?
Sin embargo, algunas revelaciones hechas
antes de morir por uno de sus secuaces, prisionero
en las últimas refriegas, acabaron de colmar la medida, preocupando el ánimo de los más incrédulos.
Poco más o menos, el contenido de su confusión
fue éste:
Yo -dijo- pertenezco a una noble familia.
Los extravíos de mi juventud, mis locas prodigalidades y mis crímenes por último, atrajeron sobre mi
cabeza la cólera de mis deudos y la maldición de mi
padre, que me desheredó al expirar. Hallándome
solo y sin recursos de ninguna especie, el diablo sin
duda debió sugerirme la idea de reunir algunos
jóvenes que se encontraban en una situación idéntica a la mía, los cuales seducidos con la promesa de
un porvenir de disipación, libertad y abundancia, no
vacilaron un instante en suscribir a mis designios.
Éstos se reducían a formar una banda de
jóvenes de buen humor, despreocupados y poco
temerosos del peligro, que desde allí en adelante
vivirían alegremente del producto de su valor y a
costa del país, hasta tanto que Dios se sirviera disponer de cada uno de ellos conforme a su voluntad,
según hoy a mi me sucede.
Con este objeto señalamos esta comarca
para teatro de nuestras expediciones futuras, y escogimos como punto el más a propósito para nuestras reuniones el abandonado castillo del Segre,
lugar seguro no tanto por su posición fuerte y ventajosa, como por hallarse defendido contra el vulgo
por las supersticiones y el miedo.
Congregados una noche bajo sus ruinosas
arcadas, alrededor de una hoguera que iluminaba
con su rojizo resplandor las desiertas galerías, trabose una acalorada disputa sobre cual de nosotros
había de ser elegido jefe.
Cada uno alegó sus méritos; yo expuse mis
derechos: ya los unos murmuraban entre sí con
ojeadas amenazadoras; ya los otros, con voces
descompuestas por la embriaguez, habían puesto la
mano sobre el pomo de sus puñales para dirimir la
cuestión, cuando de repente oímos un extraño crujir
de armas, acompañado de pisadas huecas y sonantes, que de cada vez se hacían más distintas. Todos
arrojamos a nuestro alrededor una inquieta mirada
de desconfianza: nos pusimos de pie y desnudamos
nuestros aceros, determinados a vender caras las
vidas; pero no pudimos por menos de permanecer
inmóviles al ver adelantarse con paso firme e igual
un hombre de elevada estatura completamente
armado de la cabeza al pie y cubierto el rostro con
la visera del casco, el cual, desnudando su montante, que dos hombres podrían apenas manejar, y
poniéndole sobre uno de los carcomidos fragmentos
de las rotas arcadas, exclamó con voz hueca y profunda, semejante al rumor de una caída de aguas
subterráneas:
-Si alguno de vosotros se atreve a ser el
primero mientras yo habite en el castillo del Segre,
que tome esa espada, signo del poder.
Todos guardamos silencio, hasta que,
transcurrido el primer momento de estupor, le proclamamos a grandes voces nuestro capitán, ofreciéndole una copa de nuestro vino, la cual rehusó
por señas, acaso por no descubrir la faz, que en
vano procuramos distinguir a través de las rejillas de
hierro que la ocultaban a nuestros ojos.
No obstante, aquella noche pronunciamos
el más formidable de los juramentos, y a la siguiente
dieron principio nuestras nocturnas correrías. En
ella nuestro misterioso jefe marchaba siempre delante de todos. Ni el fuego le ataja, ni los peligros le
intimidan, ni las lágrimas le conmueven. Nunca
despliega sus labios; pero cuando la sangre humea
en nuestras manos, como cuando los templos se
derrumban calcinados por las llamas; cuando las
mujeres huyen espantadas entre las ruinas, y los
niños arrojan gritos de dolor, y los ancianos perecen
a nuestros golpes, contesta con una carcajada de
feroz alegría a los gemidos, a las imprecaciones y a
los lamentos.
Jamás se desnuda de sus armas ni abate la
visera de su casco después de la victoria, ni participa del festín, ni se entrega al sueño. Las espadas
que le hieren se hunden entre las piezas de su armadura, y ni le causan la muerte, ni se retiran teñidas en sangre; el fuego enrojece su espaldar y su
cota, y aún prosigue impávido entre las llamas, buscando nuevas víctimas; desprecia el oro, aborrece
la hermosura, y no le inquieta la ambición.
Entre nosotros, unos le creen un extravagante; otros un noble arruinado, que por un resto de
pudor se tapa la cara; y no falta quien se encuentra
convencido de que es el mismo diablo en persona.
El autor de esas revelaciones murió con la
sonrisa de la mofa en los labios y sin arrepentirse
de sus culpas; varios de sus iguales le siguieron en
diversas épocas al suplicio; pero el temible jefe a
quien continuamente se unían nuevos prosélitos, no
cesaba en sus desastrosas empresas.
Los infelices habitantes de la comarca, cada
vez más aburridos y desesperados, no acertaban ya
con la determinación que debería tomarse para
concluir de un todo con aquel orden de cosas, cada
día más insoportable y triste.
Inmediato a la villa, y oculto en el fondo de
un espeso bosque, vivía a esta sazón, en una pequeña ermita dedicada a San Bartolomé, un santo
hombre de costumbres piadosas y ejemplares, a
quien el pueblo tuvo siempre en olor de santidad,
merced a sus saludables consejos y acertadas predicciones.
Este venerable ermitaño, a cuya prudencia
y proverbial sabiduría encomendaron los vecinos de
Bellver la resolución de este difícil problema, después de implorar la misericordia divina por medio de
su santo Patrono, que, como ustedes no ignoran,
conoce al diablo muy de cerca y en más de una
ocasión le ha atado bien corto, les aconsejó que se
emboscasen durante la noche al pie del pedregoso
camino que sube serpenteando por la roca; en cuya
cima se encontraba el castillo, encargándoles al
mismo tiempo que, ya allí, no hiciesen uso de otras
armas para aprehenderlo que de una maravillosa
oración que les hizo aprender de memoria, y con la
cual aseguraban las crónicas que San Bartolomé
había hecho al diablo su prisionero.
Púsose en planta el proyecto, y su resultado
excedio a cuantas esperanzas se habían concebido;
pues aún no iluminaba el sol del otro día la alta torre
de Bellver, cuando sus habitantes, reunidos en grupos en la plaza Mayor, se contaban unos a otros,
con aire de misterio, cómo aquella noche, fuertemente atado de pies y manos y a lomos de una
poderosa mula, había entrado en la población el
famoso capitán de los bandidos del Segre.
De qué arte se valieron los acometedores
de esta empresa para llevarla a término, ni nadie se
lo acertaba a explicar, ni ellos mismos podían decirlo; pero el hecho era que gracias a la oración del
santo o al valor de sus devotos, la cosa había sucedido tal como se refería.
Apenas la novedad comenzó a extenderse
de boca en boca y de casa en casa, la multitud se
lanzó a las calles con ruidosa algazara y corrió a
reunirse a las puertas de la prisión. La campana de
la parroquia llamó a concejo, y los vecinos más
respetables se juntaron en capítulo, y todos aguar-
daban ansiosos la hora en que el reo había de
comparecer ante sus improvisados jueces.
Éstos, que se encontraban autorizados por
los condes de Urgel para administrarse por sí mismos pronta y severa justicia sobre aquellos malhechores, deliberaron un momento, pasado el cual,
mandaron comparecer al delincuente a fin de notificarle su sentencia.
Como dejo dicho, así en la plaza Mayor,
como en las calles por donde el prisionero debía
atravesar para dirigirse al punto en que sus jueces
se encontraban, la impaciente multitud hervía como
un apiñado enjambre de abejas. Especialmente en
la puerta de la cárcel, la conmoción popular tomaba
cada vez mayores proporciones; ya los animados
diálogos, los sordos murmullos y los amenazadores
gritos comenzaban a poner en cuidado a sus guardas, cuando afortunadamente llegó la orden de
sacar al reo.
Al aparecer éste bajo el macizo arco de la
portada de su prisión, completamente vestido de
todas armas y cubierto el rostro por la visera, un
sordo y prolongado murmullo de admiración y de
sorpresa se elevó de entre las compactas masas
del pueblo, que se abrían con dificultad para dejarle
paso.
Todos habían reconocido en aquella armadura la del señor del Segre: aquella armadura, objeto de las más sombrías tradiciones mientras se la
vio suspendida de los arruinados muros de la fortaleza maldita.
Las armas eran aquéllas, no cabía duda alguna: todos habían visto flotar el negro penacho de
su cimera en los combates que en un tiempo trabaran contra su señor; todos le habían visto agitarse al
soplo de la brisa del crepúsculo, a par de la hiedra
del calcinado pilar en que quedaron colgadas a la
muerte de su dueño. Mas ¿quién podría ser el desconocido personaje que entonces las llevaba? Pronto iba a saberse, al menos así se creía. Los sucesos
dirán cómo esta esperanza quedó frustada, a la
manera de otras muchas, y por qué de este solemne acto de justicia, del que debía aguardarse el
completo esclarecimiento de la verdad, resultaron
nuevas y más inexplicables confusiones.
El misterioso bandido penetró al fin en la sala del concejo, y un silencio profundo sucedió a los
rumores que se elevaran de entre los circunstantes,
al oír resonar bajo las altas bóvedas de aquel recin-
to el metático son de sus acicates de oro. Uno de
los que componían el tribunal, con voz lenta e insegura, le preguntó su nombre, y todos prestaron el
oído con ansiedad para no perder una sola palabra
de su respuesta; pero el guerrero se limitó a encoger sus hombros ligeramente, con un aire de desprecio e insulto que no pudo menos de irritar a sus
jueces, los que se miraron entre sí sorprendidos.
Tres veces volvió a repetirle la pregunta, y
otras tantas obtuvo semejante o parecida contestación.
-¡Que se levante la visera! ¡Que se descubra! ¡Que se descubra! -comenzaron a gritar los
vecinos de la villa presentes al acto-. ¡Que se descubra! Veremos si se atreve entonces a insultarnos
con su desdén, como ahora lo hace protegido por el
incógnito!
-Descubríos -repitió el mismo que anteriormente le dirigiera la palabra.
El guerrero permaneció impasible.
-Os lo mando en el nombre de nuestra autoridad.
La misma contestación.
-En el de los condes soberanos.
Ni por esas.
La indignación llegó a su colmo, hasta el
punto que uno de sus guardas, lanzándose sobre el
reo, cuya pertinacia en callar bastaría para apurar la
paciencia a un santo, le abrió violentamente la visera. Un grito general de sorpresa se escapó del auditorio, que permaneció por un instante herido de un
inconcebible estupor.
La cosa no era para menos.
El casco, cuya férrea visera se veía en parte
levantada hasta la frente, en parte caída sobre la
brillante gola de acero, estaba vacío... completamente vacío.
Cuando pasado ya el primer momento de
terror quisieron tocarle, la armadura se estremeció
ligeramente y, descomponiéndose en piezas, cayó
al suelo con un ruido sordo y extraño.
La mayor parte de los espectadores, a la
vista del nuevo prodigio, abandonaron tumultuosamente la habitación y salieron despavoridos a la
plaza.
La nueva se divulgó con la rapidez del pensamiento entre la multitud, que aguardaba impaciente el resultado del juicio; y fue tal alarma, la
revuelta y la vocería, que ya a nadie cupo duda
sobre lo que de pública voz se aseguraba, esto es,
que el diablo, a la muerte del señor del Segre, había
heredado los feudos de Bellver.
Al fin se apaciguó el tumulto, y decidiose
volver a un calabozo la maravillosa armadura.
Ya en él, despacháronse cuatro emisarios,
que en representación de la atribulada villa hiciesen
presente el caso al conde de Urgel y al arzobispo,
los que no tardaron muchos días en tornar con la
resolución de estos personajes, resolución que,
como suele decirse, era breve y compendillosa.
-Cuélguese -les dijeron- la armadura en la
plaza Mayor de la villa; que si el diablo la ocupa,
fuerza le será el abandonarla o ahorcarse con ella.
Encantados los habitantes de Bellver con
tan ingeniosa solución, volvieron a reunirse en concejo, mandaron levantar una altísima horca en la
plaza, y cuando ya la multitud ocupaba sus avenidas, se dirigieron a la cárcel por la armadura, en
corporación y con toda la solemnidad que la importancia del caso requería.
Cuando la respetable comitiva llegó al macizo arco que daba entrada al edificio, un hombre
pálido y descompuesto se arrojó al suelo en presencia de los aturdidos circunstantes, exclamando
con lágrimas en los ojos:
-¡Perdón, señores, perdón!
-¡Perdón! ¿Para quién? -dijeron algunos-;
¿para el diablo que habita dentro de la armadura del
señor del Segre?
-Para mí -prosiguió con voz trémula el infeliz, en quien todos reconocieron al alcaide de las
prisiones-, para mí... porque las armas... han desaparecido.
Al oír estas palabras, el asombro se pintó
en el rostro de cuantos se encontraban en el pórtico, que, mudos e inmóviles, hubieran permanecido
en la posición en que se encontraban Dios sabe
hasta cuándo, si la siguiente relación del aterrado
guardián no les hubiera hecho agruparse en su
alrededor para escuchar con avidez.
-Perdonadme, señores -decía el pobre alcaide-, y yo no os ocultaré nada, siquiera sea en
contra mía.
Todos guardaron silencio y él prosiguió así:
-Yo no acertaré nunca a dar razón; pero es
el caso que la historia de las armas vacías me pareció siempre una fábula tejida en favor de algún noble personaje, a quien tal vez altas razones de conveniencia pública no permitía ni descubrir ni castigar.
En esta creencia estuve siempre, creencia
en que no podía menos de confirmarme la inmovilidad en que se encontraban desde que por segunda
vez tornaron a la cárcel traídas del concejo. En vano
una noche y otra, deseando sorprender su misterio,
si misterio en ellas había, me levantaba poco a poco
y aplicaba el oído a los intersticios de la cerrada
puerta de su calabozo; ni un rumor se percibía.
En vano procuré observarlas a través de un
pequeño agujero producido en el muro; arrojadas
sobre un poco de paja y en uno de los más oscuros
rincones, permanecían un día y otro descompuestas
e inmóviles.
Una noche, por último, aguijoneado por la
curiosidad y deseando convencerme por mí mismo
de que aquel objeto de terror nada tenía de misterioso, encendí una linterna, bajé a las prisiones,
levanté sus dobles aldabas, y, no cuidando siquiera
-tanta era mi fe en que todo no pasaba de un cuento- de cerrar las puertas tras mí, penetré en el calabozo. Nunca lo hubiera hecho; apenas anduve algunos pasos; la luz de mi linterna se apagó por sí
sola, y mis dientes comenzaron a chocar y mis cabellos a erizarse. Turbando el profundo silencio que
me rodeaba, había oído como un ruido de hierros
que se removían y chocaban al unirse entre las
sombras.
Mi primer movimiento fue arrojarme a la
puerta para cerrar el paso, pero al asir sus hojas,
sentí sobre mis hombros una mano formidable cubierta con un guantelete, que después de sacudirme
con violencia me derribó bajo el dintel. Allí permanecí hasta la mañana siguiente, que me encontraron mis servidores falto de sentido, y recordando
sólo que, después de mi caída, había creído percibir
confusamente como unas pisadas sonoras, al
compás de las cuales resonaba un rumor de espuelas, que poco a poco se fue alejando hasta perderse.
Cuando concluyó el alcaide, reinó un silencio profundo, al que siguió luego un infernal concierto de lamentaciones, gritos y amenazas.
Trabajo costó a los más pacíficos el contener al pueblo que, furioso con la novedad, pedía a
grandes voces la muerte del curioso autor de su
nueva desgracia.
Al cabo logrose apaciguar el tumulto, y comenzaron a disponerse a una nueva persecución.
Ésta obtuvo también un resultado satisfactorio.
Al cabo de algunos días, la armadura volvió
a encontrarse en poder de sus perseguidores. Conocida la fórmula, y mediante la ayuda de San Bartolomé, la cosa no era ya muy difícil.
Pero aún quedaba algo por hacer; pues en
vano, a fin de sujetarla, la colgaron de una horca; en
vano emplearon la más exquisita vigilancia con el
objeto de quitarle toda ocasión de escaparse por
esos mundos. En cuanto las desunidas armas veían
dos dedos de luz, se encajaban, y pian pianito volvían a tomar el trote y emprender de nuevo sus excursiones por montes y llanos, que era una bendición del cielo.
Aquello era el cuento de nunca acabar.
En tan angustiosa situación, los vecinos se
repartieron entre sí las piezas de la armadura, que
acaso por la centésima vez se encontraba en sus
manos, y rogaron al piadoso eremita, que un día los
iluminó con sus consejos, decidiera lo que debía
hacerse de ella.
El santo varón ordenó al pueblo una penitencia general. Se encerró por tres días en el fondo
de la caverna que le servía de asilo, y al cabo de
ellos dispuso que se fundiesen las diabólicas armas,
y con ellas y algunos sillares del castillo del Segre,
se levantase una cruz.
La operación se llevó a término, aunque no
sin que nuevos y aterradores prodigios llenasen de
pavor el ánimo de los consternados habitantes de
Bellver.
En tanto que las piezas arrojadas a las llamas comenzaban a enrojecerse, largos y profundos
gemidos parecían escaparse de la ancha hoguera,
de entre cuyos troncos saltaban como si estuvieran
vivas y sintiesen la acción del fuego. Una tromba de
chispas rojas, verdes y azules danzaba en la cúspide de sus encendidas lenguas, y se retorcían crujiendo como si una legión de diablos, cabalgando
sobre ellas, pugnase por libertar a su señor de
aquel tormento.
Extraña, horrible fue la operación en tanto
que la candente armadura perdía su forma para
tomar la de una cruz.
Los martillos caían resonando con un espantoso estruendo sobre el yunque, al que veinte
trabajadores vigorosos sujetaban las barras del
hirviente metal, que palpitaba y gemía al sentir los
golpes.
Ya se extendían los brazos del signo de
nuestra redención, ya comenzaba a formarse la
cabecera, cuando la diabólica y encendida masa se
retorcía de nuevo como en una convulsión espantosa, y rodeándose al cuerpo de los desgraciados que
pugnaban por desasirse de sus brazos de muerte,
se enroscaba en anillas como una culebra o se contraía en zigzag como un relámpago.
El constante trabajo, la fe, las oraciones y el
agua bendita consiguieron, por último, vencer al
espíritu infernal, y la armadura se convirtió en cruz.
Esa cruz es la que hoy habéis visto, y a la
cual se encuentra sujeto el diablo que le presta su
nombre: ante ella, ni las jóvenes colocan en el mes
de Mayo ramilletes de lirios, ni los pastores se descubren al pasar, ni los ancianos se arrodillan, bastando apenas las severas amonestaciones del clero
para que los muchachos no la apedreen.
Dios ha cerrado sus oídos a cuantas plegarias se le dirijan en su presencia. En el invierno los
lobos se reúnen en manadas junto al enebro que la
protege, para lanzarse sobre las reses; los bandidos
esperan a su sombra a los caminantes, que entierran a su pie después que los asesinan; y cuando la
tempestad se desata, los rayos tuercen su camino
para liarse, silbando, al asta de esa cruz y romper
los sillares de su pedestal.
Tres fechas
En una cartera de dibujo que conservo aún
llena de ligeros apuntes, hechos durante algunas de
mis excursiones semiartísticas a la ciudad de Toledo, hay escritas tres fechas.
Los sucesos de que guardan la memoria estos números, son hasta cierto punto insignificantes.
Sin embargo, con su recuerdo me he entretenido en
formar algunas noches de insomnio una novela más
o menos sentimental o sombría, según que mi imaginación se hallaba más o menos exaltada y propensa a ideas risueñas o terribles.
Si a la mañana siguiente de uno de estos
nocturnos y extravagantes delirios hubiera podido
escribir los extraños episodios de las historias imposibles que forjo antes de que se cierren del todo mis
párpados, esas historias, cuyo vago desenlace flota,
por último, indeciso en ese punto que separa la
vigilia del sueño, seguramente formarían un libro
disparatado, pero original y acaso interesante.
No es eso lo que pretendo hacer ahora.
Esas fantasías ligeras y, por decirlo así, impalpables, son en cierto modo como las mariposas, que
no pueden cogerse en las manos sin que se quede
entre los dedos el polvo de oro de sus alas.
Voy, pues, a limitarme a narrar brevemente
los tres sucesos que suelen servir de epígrafe a los
capítulos de mis soñadas novelas; los tres puntos
aislados que yo suelo reunir en mi mente por medio
de una serie de ideas como un hilo de luz; los tres
temas, en fin, sobre que yo hago mil y mil variaciones, las que pudiéramos llamar absurdas sinfonías
de la imaginación.
I
Hay en Toledo una calle estrecha, torcida y
oscura, que guarda tan fielmente la huella de las
cien generaciones que en ella han habitado; que
habla con tanta elocuencia a los ojos del artista, y le
revela tantos secretos puntos de afinidad entre las
ideas y las costumbres de cada siglo, con la forma y
el carácter especial impreso en sus obras más insignificantes, que yo cerraría sus entradas con una
barrera, y pondría sobre la barrera un tarjetón con
este letrero:
«En nombre de los poetas y de los artistas,
en nombre de los que sueñan y de los que estudian,
se prohíbe a la civilización que toque a uno solo de
estos ladrillos con su mano demoledora y prosaica.»
Da entrada a esta calle por uno de sus extremos un arco macizo, achatado y oscuro, que
sostiene un pasadizo cubierto.
En su clave hay un escudo, roto ya y carcomido por la acción de los años, el en cual crece la
hiedra, que agitada con el aire, flota sobre el casco
que lo corona como un penacho de pluma.
Debajo de la bóveda y enclavado en el muro, se ve un retablo con su lienzo ennegrecido e
imposible de descifrar, su marco dorado y churrigueresco, su farolillo pendiente de un cordel y sus
votos de cera.
Más allá de este arco que baña con su
sombra aquel lugar, dándole un tinte de misterio y
tristeza indescriptible, se prolongan a ambos lados
dos hileras de casas oscuras, desiguales y extrañas, cada cual de su forma, sus dimensiones y su
color. Unas están construidas de piedras toscas y
desiguales, sin más adornos que algunos blasones
groseramente esculpidos sobre la portada; otras
son de ladrillos, y tienen un arco árabe que les sirve
de ingreso, dos o tres ajimeces abiertos a capricho
en un paredón grieteado, y un mirador que termina
en una alta veleta. Las hay con traza que no pertenece a ningún orden de arquitectura, y que tienen,
sin embargo, un remiendo de todas que son un
modelo acabado de un género especial y conocido,
o una muestra curiosa de las extravagancias de un
período del arte.
Éstas tienen un balcón de madera con un
cobertizo disparatado; aquéllas una ventana gótica
recientemente enlucida y con algunos tiestos de
flores, la de más allá unos pintorreados azulejos en
el marco de la puerta, clavos enormes en los tableros, y dos fustes de columnas, tal vez procedentes
de un alcázar morisco, empotrados en el muro.
El palacio de un magnate convertido en corral de vecindad; la casa de un alfaquí habitada por
un canónigo; una sinagoga judía transformada en
oratorio cristiano; un convento levantado sobre las
ruinas de una mezquita árabe, de la que aún queda
en pie la torre; mil extraños y pintorescos contrastes, mil y mil curiosas muestras de distintas razas,
civilizaciones y épocas compendiadas, por decirlo
así, en cien varas de terreno. He aquí todo lo que se
encuentra en esta calle: calle construida en muchos
siglos; calle estrecha, deforme, oscura y con infini-
dad de revueltas, donde cada cual al levantar su
habitación tomaba un saliente, dejaba un rincón o
hacía un ángulo con arreglo a su gusto, sin consultar el nivel, la altura ni la regularidad; calle rica en
no calculadas combinaciones de líneas, con un
verdadero lujo de detalles caprichosos, con tantos y
tantos accidentes, que cada vez ofrece algo nuevo
al que la estudia.
Cuando por primera vez fui a Toledo, mientras me ocupé en sacar algunos apuntes de San
Juan de los Reyes, tenía precisión de atravesarla
todas las tardes para dirigirme al convento desde la
posada con honores de fonda en que me había
hospedado.
Casi siempre la atravesaba de un extremo a
otro, sin encontrar en ella una sola persona, sin que
turbase su profundo silencio otro ruido que el ruido
de mis pasos, sin que detrás de las celosías de un
balcón, del cancel de una puerta o la rejilla de una
ventana, viese, ni aun por casualidad, el arrugado
rostro de una vieja curiosa o los ojos negros y rasgados de una muchacha toledana. Algunas veces
me parecía cruzar por en medio de una ciudad desierta, abandonada por sus habitantes desde una
época remota.
Una tarde sin embargo, al pasar frente a un
caserón antiquísimo y oscuro, en cuyos altos paredones se veían tres o cuatro ventanas de formas
desiguales, repartidas sin orden ni concierto, me fijé
casualmente en una de ellas. La formaba un gran
arco ojival, rodeado de un festón de hojas picadas y
agudas. El arco estaba cerrado por un ligero tabique, recientemente construido y blanco como la
nieve, en medio del cual se veía, como contenida en
la primera, una pequeña ventana con un marco y
sus hierros verdes, una maceta de campanillas azules, cuyos tallos subían a enredarse por entre las
labores de granito, y unas vidrieras con sus cristales
emplomados y su cortinilla de una tela blanca, ligera
y transparente.
Ya la ventana de por sí era digna de llamar
la atención por su carácter; pero lo que más poderosamente contribuyó a que me fijase en ella, fue al
notar que cuando volví la cabeza para mirarla, las
cortinillas se habían levantado un momento para
volver a caer, ocultando a mis ojos la persona que
sin duda me miraba en aquel instante.
Seguí mi camino preocupado con la idea de
la ventana, o mejor dicho, de la cortinilla, o más
claro todavía, de la mujer que la había levantado,
porque, indudablemente, a aquella ventana tan
poética, tan blanca, tan verde, tan llena de flores,
sólo una mujer podía asomarse, y cuando digo una
mujer, entiéndase que se supone joven y bonita.
Pasé otra tarde, pasé con el mismo cuidado; apreté los tacones, aturdiendo la silenciosa calle
con el ruido de mis pasos, que repetían, respondiéndose, dos o tres ecos; miré a la ventana, y la
cortinilla se volvió a levantar.
La verdad es que realmente detrás de ella
no vi nada; pero con la imaginación me pareció
descubrir un bulto, el bulto de una mujer, en efecto.
Aquel día me distraje dos o tres veces dibujando. Y pasé otros días, y siempre que pasaba, la
cortinilla se levantaba de nuevo, permaneciendo así
hasta que se perdía el ruido de mis pasos, y yo
desde lejos volvía a ella por última vez los ojos.
Mis dibujos adelantaban poca cosa. En
aquel claustro de San Juan de los Reyes, en aquel
claustro tan misterioso y bañado en triste melancolía, sentado sobre el roto capitel de una columna, la
cartera sobre las rodillas, el codo sobre la cartera y
la frente entre las manos, al rumor del agua que
corre allí con un murmullo incesante, al ruido de las
hojas del agreste y abandonado jardín, que agitaba
la brisa del crepúsculo, ¡cuánto no soñaría yo con
aquella ventana y aquella mujer! Yo la conocía; ya
sabía cómo se llamaba y hasta cuál era el color de
sus ojos.
La miraba cruzar por los extensos y solitarios patios de la antiquísima casa, alegrándolos con
su presencia como el rayo del sol que dora unas
ruinas. Otras veces me parecía verla en un jardín
con unas tapias muy altas y muy oscuras, con unos
árboles muy corpulentos y añosos, que debía de
haber allá en el fondo de aquella especie de palacio
gótico donde vivía, coger flores y sentarse sola en
un banco de piedra, y allí suspirar mientras las deshojaba pensando en... ¿quién sabe? Acaso en mí.
¿Qué digo acaso? En mí seguramente. ¡Oh! ¡Cuántos sueños, cuántas locuras, cuánta poesía despertó en mi alma aquella ventana mientras permanecí en Toledo!...
Pero transcurrió el tiempo que había de
permanecer en la ciudad. Un día, pesaroso y cabizbajo, guardé todos mis papeles en la cartera; me
despedí del mundo de las quimeras, y tomé un
asiento en el coche para Madrid.
Antes de que se hubiera perdido en el horizonte la más alta de las torres de Toledo, saqué la
cabeza por la portezuela para verla otra vez, y me
acordé de la calle.
Tenía aún la cartera bajo el brazo, y al volverme a mi asiento, mientras doblábamos la colina
que ocultó de repente la ciudad a mis ojos, saqué el
lápiz y apunté, una fecha. Es la primera de las tres,
a la que yo llamo la fecha de la ventana.
II
Al cabo de algunos meses volví a encontrar
ocasión de marcharme de la corte por tres o cuatro
días. Limpié el polvo a mi cartera de dibujo, me la
puse bajo el brazo y provisto de una mano de papel,
media docena de lápices y unos cuantos napoleones, deplorando que aún no estuviese concluida la
línea férrea, me encajoné en un vehículo para recorrer en sentido inverso, los puntos en que tiene lugar la célebre comedia de Tirso Desde Toledo a
Madrid.
Ya instalado en la histórica ciudad, me dediqué a visitar de nuevo los sitios que más me llamaron la atención en mi primer viaje, y algunos
otros que aún no conocía sino de nombre.
Así dejé transcurrir en largos y solitarios paseos entre sus barrios más antiguos la mayor parte
del tiempo de que podía disponer para mi pequeña
expedición artística, encontrando un verdadero placer en perderme en aquel confuso laberinto de callejones sin salida, calles estrechas, pasadizos oscuros y cuestas empinadas e impracticables.
Una tarde, la última que por entonces debía
permanecer en Toledo, después de una de estas
largas excursiones a través de lo desconocido, no
sabré decir siquiera por qué calles llegué hasta una
plaza grande, desierta, olvidada al parecer aun de
los mismos moradores de la población, y como escondida en uno de sus más apartados rincones.
La basura y los escombros arrojados de
tiempo inmemorial en ella, se habían identificado,
por decirlo así, con el terreno, de tal modo, que éste
ofrecía el aspecto quebrado y montuoso de una
Suiza en miniatura. En las lomas y los barrancos
formados por sus ondulaciones, crecían a su sabor
malvas de unas proporciones colosales, cerros de
gigantescas ortigas, matas rastreras de campanillas
blancas, prados de esa hierba sin nombre, menuda,
fina y de un verde oscuro, y meciéndose suavemente al leve soplo del aire, descollando como reyes
entre todas las otras plantas parásitas, los poéticos
al par que vulgares jaramagos, la verdadera flor de
los yermos y las ruinas.
Diseminados por el suelo, medio enterrados
unos, casi ocultos por las altas hierbas los otros,
veíanse allí una infinidad de fragmentos de mil y mil
cosas distintas, rotas y arrojadas en diferentes épocas a aquel lugar: donde iban formando capas en
las cuales hubiera sido fácil seguir un curso de geología histórica.
Azulejos moriscos esmaltados de colores,
trozos de columnas de mármol y de jaspe, pedazos
de ladrillos de cien clases diversas, grandes sillares
cubiertos de verdín y de musgo, astillas de madera
ya casi hechas polvo, restos de antiguos artesonados, jirones de tela, tiras de cuero, y otros cien y
cien objetos sin forma ni nombre, eran los que aparecían a primera vista a la superficie, llamando asimismo la atención y deslumbrando los ojos una
mirada de chispas de luz derramadas sobre la verdura como un puñado de diamantes arrojados a
granel, y que, examinados de cerca, no eran otra
cosa que pequeños fragmentos de vidrio, de pucheros, platos y vasijas, que, reflejando los rayos del
sol, fingían todo un cielo de estrellas microscópicas,
y deslumbrantes.
Tal era el pavimento de aquella plaza, empedrada a trechos con pequeñas piedrecitas de
varios matices formando labores, a trechos cubierta
de grandes losas de pizarra, y en su mayor parte,
según dejamos dicho, semejante a un jardín de
plantas parásitas o a un prado yermo e inculto.
Los edificios que dibujaban su forma irregular, no eran tampoco menos extraños y digno de
estudio.
Por un lado la cerraba una hilera de casucas oscuras y pequeñas, con sus tejados dentellados de chimeneas, veletas y cobertizos, sus guardacantones de mármol sujetos a las esquinas con
una anilla de hierro, sus balcones achatados o estrechos, sus ventanillos con tiestos de flores, y su
farol rodeado de una red de alambre que defiende
los ahumados vidrios de las pedradas de los muchachos.
Otro frente lo constituía un paredón negruzco, lleno de grietas y hendiduras, en donde algunos
reptiles asomaban su cabeza de ojos pequeños y
brillantes por entre las hojas de musgo: un paredón
altísimo formado de gruesos sillares, sembrado de
huecos de puertas y balcones tapiados con piedra y
argamasa, y a uno de cuyos extremos se unía, formando ángulo con él, una tapia de ladrillos, desconchada y llena de mechinales, manchada a trechos
de tintas rojas, verdes o amarillentas, y coronada de
un bardal de heno seco, entre el cual corrían algunos tallos de enredaderas.
Esto no era más, por decirlo así, que los
bastidores de la extraña decoración que al penetrar
en la plaza se presentó de improviso a mis ojos,
cautivando mi ánimo y suspendiéndolo durante
algún tiempo, pues el verdadero punto culminante
del panorama, el edificio que le daba el tono general, se veía alzarse en el fondo de la plaza, más
caprichoso, más original, infinitamente más bello en
su artístico desorden que todos los que se levantaban a su alrededor.
-¡He aquí lo que yo deseaba encontrar! exclamé al verle; y sentándome en un pedrusco,
colocando la cartera sobre mis rodillas y afilando un
lápiz de madera, me apercibí a trazar, aunque ligeramente sus formas irregulares y estrambóticas
para conservar por siempre su recuerdo.
Si yo pudiera pegar aquí con obleas el ligerísimo y mal trazado apunte que conservo de
aquel sitio, imperfecto y todo como es, me ahorraría
un cúmulo de palabras, dando a mis lectores una
idea más aproximada de él que todas las descripciones imaginables.
Ya que no puede ser así, trataré de pintarlo
del mejor modo posible, a fin de que, leyendo estos
renglones, puedan formarse una idea remota, si no
de sus infinitos detalles, al menos de la totalidad de
su conjunto.
Figuraos un palacio árabe, con sus puertas
enforma de herradura; sus muros engalanados con
lilas hileras de arcos que se cruzan cien y cien veces entre sí y corren sobre una franja de azulejos
brillanles: aquí se ve el hueco de un ajimez partido
en dos por un grupo de esbeltas columnas y encuadrado en un marco de labores menudas y caprichosas; allá se eleva una atalaya con su mirador ligero
y airoso, su cubierta de tejas vidriadas, verdes y
amarillas; y su aguda flecha de oro que se pierde en
el vacío; más lejos se divisa la cúpula que cubre un
gabinete pintado de oro y azul o las altas galerías
cerradas con persianas verdes, que al descorrerse
dejan ver los jardines con calles de arrayán, bos-
ques de laureles y surtidores altísimos. Todo es
original, todo armónico, aunque desordenado; todo
deja entrever el lujo y las marañas de su interior;
todo deja adivinar el carácter y las costumbres de
sus habitadores.
El opulento árabe que poseía ese edificio lo
abandona al fin; la acción de los años comienza a
desmoronar sus paredes, a deslustrar los colores y
a corroer hasta los mármoles. Un monarca castellano escoge entonces para su residencia aquel alcázar que se derrumba, y en este punto rompe un
lienzo y abre un arco ojival y lo adorna con una cenefa de escudos, por entre los cuales se enrosca
una guirnalda de hojas de cardo y de trébol; en
aquél levanta un macizo torreón de sillería con sus
saeteras estrechas y sus almenas puntiagudas; en
el de más allá construye un ala de habitaciones
altas y sombrías, en las cuales se ven por una parte
trozos de alicatado reluciente, por otra artesones
oscurecidos, o un ajimez solo, o un arco de herradura ligero y puro, que da entrada a un salón gótico
severo e imponente.
Pero llega el día en que el monarca abandona también aquél recinto, cediéndole a una comunidad de religiosas, y éstas a su vez fabrican de
nuevo, añadiéndole otros rasgos a la ya extraña
fisonomía del alcázar morisco. Cierran las ventanas
con celosías: entre dos arcos árabes colocan el
escudo de su religión esculpido en berroqueña;
donde antes crecían tamarindos y laureles, plantan
cipreses melancólicos y oscuros; y aprovechando
unos restos y levantando sobre otros, forman las
combinaciones más pintorescas y extravagantes
que pueden concebirse.
Sobre la portada de la iglesia, en donde se
ven como envueltos en el crepúsculo misterioso en
que los bañan las sombras de sus doseles, una
andanada de santos, ángeles y vírgenes, a cuyos
pies se retuercen, entre las hojas de acanto, sierpes, vestigios y endriagos de piedra, se mira elevarse un minarete esbelto y afiligranado con labores
moriscas; junto a las saeteras del murallón, cuyas
almenas están ya rotas, ponen un retablo, y tapian
los grandes huecos con tabiques cuajados de pequeños agujeritos y semejantes a una tabla de ajedrez; colocan cruces sobre todos los picos, y fabrican, por último, un campanario de espadaña con
sus campanas, que tañen melancólicamente noche
y día llamando a la oración, campanas que voltean
al impulso de una mano invisible, campanas cuyos
sonidos lejanos arrancan a veces lágrimas de involuntaria tristeza.
Después pasan los años y bañan con una
veladura de un medio color oscuro todo el edificio,
armonizan sus tintas y hacen brotar la hiedra en sus
hendiduras.
Las cigüeñas cuelgan su nido en la veleta
de la torre; los vencejos en el ala de los tejados; las
golondrinas en los doseles de granito, y el búho y la
lechuza escogen para su guarida los altos mechinales, desde donde en las noches tenebrosas asustan
a las viejas crédulas y a los atemorizados chiquillos
con el resplandor fosfórico de sus ojos redondos y
sus silbos extraños y agudos.
Todas estas revoluciones, todas estas circunstancias especiales, hubieran podido únicamente dar por resultado un edificio tan original, tan lleno
de contraste, de poesía y de recuerdos, como el
que aquella tarde se ofreció a mi vista y hoy he ensayado, aunque en vano, describir con palabras.
Yo lo había trazado en parte en una de las
hojas de mi cartera. El sol doraba apenas las más
altas agujas de la ciudad, la brisa del crepúsculo
comenzaba a acariciar mi frente, cuando absorto en
las ideas que de improviso me habían asaltado al
contemplar aquellos silenciosos restos de otras
edades, más poéticas que la material en que vivimos y nos ahogamos en pura prosa, dejé caer de
mis manos el lápiz y abandoné el dibujo, recostándome en la pared que tenía a mis espaldas y entregándome por completo a los sueños de la imaginación. ¿Qué pensaba? No sé si sabré decirlo: Veía
claramente sucederse las épocas, derrumbarse
unos muros y levantarse otros. Veía a unos hombres, o mejor dicho, veía a unas mujeres, dejar lugar a otras, y las primeras y las que venían después, convertirse en polvo y volar deshechas, llevando un soplo del viento la hermosura, hermosura
que arrancaba suspiros secretos, que engendró
pasiones y fue manantial de placeres: luego... qué
sé yo... todo confuso, veía muchas cosas revueltas,
y tocadores de encaje y de estuco con nubes de
aroma y lechos de flores; celdas estrechas y sombrías con un reclinatorio y un crucifijo; al pie del crucifijo un libro abierto, y sobre el libro una calavera;
salones severos y grandiosos, cubiertos de tapices
y adornados con trofeo de guerra, y muchas mujeres que cruzaban y volvían a cruzar ante mis ojos;
monjas altas, pálidas y delgadas; odaliscas morenas con labios muy encarnados y ojos muy negros;
damas de perfil puro, de confinente altivo y andar
majestuoso.
Todas estas cosas veía yo, y muchas más
de esas que después de pensadas, no pueden recordarse; de esas tan inmateriales que es imposible
encerrar en el círculo estrecho de la palabra, cuando de pronto di un salto sobre mi asiento y pasándome la mano por los ojos para convencerme de
que no seguía soñando, incorporándome como
movido de un resorte nervioso, fijé la mirada en uno
de los altos miradores del convento. Había visto, no
me puede caber duda, la había visto perfectamente,
una mano blanquísima, que saliendo por uno de los
huecos de aquellos miradores de argamasa, semejantes a tableros de ajedrez, se había agitado varias
veces como saludándome con un signo mudo y
cariñoso. Y me saludaba a mí; no era posible que
me equivocase... Estaba solo, completamente solo
en la plaza.
En balde esperé la noche, clavado en aquel
sitio y sin apartar un punto los ojos del mirador;
inútilmente volví muchas veces a ocupar la oscura
piedra que me sirvió de asiento la tarde en que vi
aparecer aquella mano misteriosa, objeto ya de mis
ensueños de la noche y de mis delirios del día. No
la volví a ver más...
Y llegó al fin la hora en que debía marcharme de Toledo, dejando allí, como una carga inútil y
ridícula, todas las ilusiones que en su seno se habían levantado en mi mente. Torné aguardar los papeles en mi cartera con un suspiro; pero antes de
guardarlos escribí otra fecha, la segunda, la que yo
conozco por la fecha de la mano. Al escribirla, miré
un momento la anterior, la de la ventana, y no pude
menos de sonreirme de mi locura.
III
Desde que tuvo lugar la extraña aventura
que he referido, hasta que volví a Toledo, transcurrió cerca de año, durante el cual no dejó de presentárseme a la imaginación su recuerdo, al principio, a todas horas y con todos sus detalles; después
con menos frecuencia, y por último, con tanta vaguedad, que yo mismo llegué a creer algunas veces
que había sido juguete de una ilusión, o de un sueño.
No obstante, apenas llegué a la ciudad que
con tanta razón llaman algunos la Roma española,
me asaltó nuevamente, y llena de él la memoria salí
preocupado a recorrer las calles, sin camino cierto,
sin intención preconcebida de dirigirme a ningún
punto fijo.
El día estaba triste, con esa tristeza que alcanza a todo lo que se oye, se ve y se siente. El
cielo era de color de plomo, y a su reflejo melancólico los edificios parecían más antiguos, más extraños y más oscuros. El aire gemía a lo largo de las
revueltas y angostas calles, trayendo en sus ráfagas, como notas perdidas de una sinfonía misteriosa, ya palabras ininteligibles, clamor de campanas o
ecos de golpes profundos y lejanos. La atmósfera
húmeda y fría helaba el alma con su soplo glacial.
Anduve durante algunas horas por los barrios más apartados y desiertos, absorto en mil confusas imaginaciones, y contra mi costumbre, con la
mirada vaga y perdida en el espacio, sin que lograse llamar mi atención ni un detalle caprichoso de
arquitectura, ni un monumento de orden desconocido, ni una obra de arte maravillosa y oculta, ninguna
cosa, en fin, de aquellas en cuyo examen minucioso
me detenía a cada paso, cuando sólo ocupaban mi
mente ideas de arte y recuerdos históricos.
El cielo cerraba de cada vez más oscuro; el
aire soplaba con más fuerza y más ruido, y había
comenzado a caer en gotas menudas una lluvia de
nieve deshecha, finísima y penetrante, cuando sin
saber por dónde, pues ignoraba aún el camino, y
como llevado allí por un impulso al que no podía
resistirme, impulso que me arrastraba misteriosamente al punto a que iban mis pensamientos, me
encontré en la solitaria plaza que ya conocen mis
lectores.
Al encontrarme en aquel lugar salí de la especie de letargo en que me hallaba sumido, como si
me hubiesen despertado de un sueño profundo con
una violenta sacudida.
Tendí una mirada a mi alrededor. Todo estaba como yo lo dejé. Digo mal, estaba más triste.
Ignoro si la oscuridad del cielo, la falta de verdura o
el estado de mi espíritu era la causa de esta tristeza; pero la verdad es que desde el sentimiento que
experimenté al contemplar aquellos lugares por la
vez primera, hasta el que me impresionó entonces,
había toda la distancia que existe desde la melancolía a la amargura.
Contemplé por algunos instantes el sombrío
convento, en aquella ocasión más sombrío que
nunca a mis ojos; y ya me disponía a alejarme,
cuando hirió mis oídos el son de una campana, una
campana de voz cascada y sorda, que tocaba pausadamente, mientras le acompañaba, formando
contraste con ella, una especie de esquiloncillo que
comenzó a voltear de pronto con una rapidez y un
tañido tan agudo y continuado, que parecía como
acometido de un vértigo.
Nada más extraño que aquel edificio, cuya
negra silueta se dibujaba sobre el cielo como la de
una roca erizada de mil y mil picos caprichosos,
hablando con sus lenguas de bronce por medio de
las campanas, que parecían agitarse al impulso de
seres invisibles, una como llorando con sollozos
ahogados, la otra como riendo con carcajadas estridentes, semejantes a la risa de una mujer loca.
A intervalos y confundidas con el atolondrador ruido de las campanas, creía percibir también
notas confusas de un órgano y palabras de un
cántico religioso y solemne.
Varié de idea; y en vez de alejarme de
aquel lugar, llegué a la puerta del templo y pregunté
a uno de los haraposos mendigos que había sentados en sus escalones de piedra:
-¿Qué hay aquí?
-Una toma de hábito -me contestó el pobre,
interrumpiendo la oración que murmuraba entre
dientes, para continuarla después, aunque no sin
haber besado antes la moneda de cobre que puse
en su mano al dirigirle mi pregunta.
Jamás había presenciado esta ceremonia;
nunca había visto tampoco el interior de la iglesia
del convento. Ambas consideraciones me impulsaron a penetrar en su recinto.
La iglesia era alta y oscura: formaban sus
naves dos filas de pilares compuestos de columnas
delgadas reunidas en un haz, que descansaban en
una base ancha y octógona, y de cuya rica coronación de capiteles partían los arranques de las robustas ojivas. El altar mayor estaba colocado en el fondo, bajo una cúpula de estilo del Renacimiento cuajada de angelones con escudos, grifos, cuyos remates fingían profusas hojarascas, cornisas con molduras y florones dorados, y dibujos caprichosos y
elegantes. En torno a las naves se veía una multitud
de capillas oscuras, en el fondo de las cuales ardían
algunas lámparas, semejantes a estrellas perdidas
en el cielo de una noche oscura. Capillas de una
arquitectura árabe, gótica o churrigueresca: unas,
cerradas con magníficas verjas de hierro; otras, con
humildes barandales de madera; éstas, sumidas en
las tinieblas, con una antigua tumba de mármol
delante del altar; aquéllas, profusamente alumbradas, con una imagen vestida de relumbrones y rodeada de votos de plata y cera con lacitos de cinta
de colorines.
Contribuía a dar un carácter más misterioso
a toda la iglesia, completamente armónica en su
confusión y su desorden artístico con el resto del
convento, la fantástica claridad que la iluminaba. De
las lámparas de plata y cobre, pendientes de las
bóvedas; de las velas de los altares y de las estrechas ojivas y los ajimeces del muro, partían rayosde
luz de mil colores diversos: blancos, los que penetraban de la calle por algunas pequeñas claraboyas
de la cúpula; rojos, los que se desprendían de los
cirios de los retablos; verdes, azules y de otros cien
matices diferentes, los que se abrían paso a través
de los pintados vidrios de las rosetas. Todos estos
reflejos, insuficientes a inundar con la bastante claridad aquel sagrado recinto, parecían como que
luchaban confundiéndose entre sí en algunos puntos, mientras que otros los hacían destacar con una
mancha luminosa y brillante sobre los fondos velados y oscuros de las capillas. A pesar de la fiesta
religiosa que allí tenía lugar, los fieles reunidos eran
pocos. La ceremonia había comenzado hacía bastante tiempo y estaba a punto de concluir. Los sacerdotes que oficiaban en el altar mayor, bajaban en
aquel momento las gradas, cubiertas de alfombras,
envueltos en una nube de incienso azulado que se
mecía lentamente en el aire, para dirigirse al coro,
en donde se oía a las religiosas entonar un salmo.
Yo también me encaminé hacia aquel sitio
con el objeto de asomarme a las dobles rejas que lo
separaban del templo. No sé; me pareció que había
de conocer en la cara a la mujer de quien sólo había
visto un instante la mano; y abriendo desmesuradamente los ojos y dilatando la pupila, como queriendo prestarle mayor fuerza y lucidez, la clavé en
el fondo del coro. Afán inútil: a través de los cruzados hierros, muy poco o nada podía verse. Como
unos fantasmas blancos y negros que se movían
entre las tinieblas, contra las que luchaba en vano el
escaso resplandor de algunos cirios encendidos;
una prolongada fila de sitiales altos y puntiagudos,
coronados de doseles, bajo los que se adivinaban,
veladas por la oscuridad, las confusas formas de las
religiosas, vestidas de luengas ropas talares; un
crucifijo, alumbrado por cuatro velas, que se destacaba sobre el sombrío fondo del cuadro, como esos
puntos de luz que en los lienzos de Rembrandt
hacen más palpables las sombras; he aquí cuanto
pude distinguir desde el lugar que ocupaba.
Los sacerdotes, cubiertos de sus capas pluviales bordadas de oro, precedidos de unos acólitos
que conducían una cruz de plata y dos ciriales, y
seguidos de otros que agitaban los incensarios perfumando el ambiente, atravesando por en medio de
los fieles, que besaban sus manos y las orlas de
sus vestiduras, llegaron al fin a la reja del coro.
Hasta aquel momento no pude distinguir,
entre las otras sombras confusas, cuál era la de la
virgen que iba a consagrarse al Señor.
¿No habéis visto nunca en esos últimos instantes del crepúsculo de la noche levantarse de las
aguas de un río, del haz de un pantano, de las olas
del mar o de la profunda cima de una montaña, un
jirón de niebla que flota lentamente en el vacío, y,
alternativamente, ya parece una mujer que se mueve y anda y deja volar su traje al andar, ya un velo
blanco prendido a la cabellera de alguna silfa invisible, ya un fantasma que se eleva en el aire cubriendo sus huesos amarillos con un sudario, sobre el
que se cree ver dibujadas sus formas angulosas?
Pues una alucinación de ese género experimenté yo
al mirar adelantarse hacia la reja, como desasién-
dose del fondo tenebroso del coro, aquella figura
blanca, alta y ligerísima.
El rostro no se lo podía ver. Vino a colocarse perfectamente delante de las velas que alumbraban el crucifijo, y su resplandor, formando como un
nimbo de luz alrededor de su cabeza, la hacía resaltar por oscuro bañándola en una dudosa sombra.
Reinó un profundo silencio; todos los ojos
se fijaron en ella, y comenzó la última parte de la
ceremonia.
La abadesa, murmurando algunas palabras
ininteligibles, palabras que a su vez repetían los
sacerdotes con voz sorda y profunda, le arrancó de
las sienes la corona de flores que las ceñía y la
arrojó lejos de sí... ¡Pobres flores! Eran las últimas
que había de ponerse aquella mujer, hermana de
las flores como todas las mujeres.
Después la despojó del velo, y su rubia cabellera se derramó como una cascada de oro sobre
sus espaldas y sus hombros, que sólo pudo cubrir
un instante, porque en seguida comenzó a percibirse, en mitad del profundo silencio que reinaba entre
los fieles, un chirrido metálico y agudo que crispaba
los nervios, y la magnífica cabellera se desprendió
de la frente que sombreaba, y rodaron por su seno y
cayeron al suelo después aquellos rizos que el aire
perfumado habría besado tantas veces...
La abadesa tornó a murmurar las ininteligibles palabras; los sacerdotes la repitieron, y todo
quedó de nuevo en silencio en la iglesia. Sólo de
cuando en cuando se oían a lo lejos como unos
quejidos largos y temerosos. Era el viento que zumbaba estrellándose en los ángulos de las almenas y
los torreones, y estremecía, al pasar, los vidrios de
color de las ojivas.
Ella estaba inmóvil, inmóvil y pálida como
una virgen de piedra arrancada del nicho de un
claustro gótico.
Y la despojaron de las joyas que le cubrían
los brazos y la garganta, y la desnudaron, por último, de su traje nupcial, aquel traje que parecía
hecho para que un amante rompiera sus broches
con mano trémula de emoción y cariño.
El esposo místico aguardaba a la esposa.
¿Dónde? Más allá de la muerte; abriendo sin duda
la losa del sepulcro y llamándola a traspasarlo, como traspasa la esposa tímida el umbral del santuario de los amores nupciales, porque ella cayó al
suelo desplomada como un cadáver. Las religiosas
arrojaron, como si fuese tierra, sobre su cuerpo,
puñados de flores, entonando una salmodia tristísima; se alzó un murmullo de entre la multitud, y los
sacerdotes con sus voces profundas y huecas comenzaron el oficio de difuntos, acompañados de
esos instrumentos que parece que lloran, aumentando el hondo temor que inspiran de por sí las
terribles palabras que pronuncian.
¡De profundis clamavi ad te! decían las religiosas desde el fondo del coro con voces plañideras
y dolientes.
¡Dies irœ, dies, illa!, le contestaban los sacerdotes con eco atronador y profundo, y en tanto
las campanas tañían lentamente tocando a muerto,
y de campanada a campanada se oía vibrar el
bronce con un zumbido extraño y lúgubre.
Yo estaba conmovido; no, conmovido no,
aterrado. Creía presenciar una cosa sobrenatural,
sentir como que me arrancaban algo preciso para
mi vida, y que a mi alrededor se formaba el vacío;
pensaba que acababa de perder algo, como un
padre, una madre o una mujer querida, y sentía ese
inmenso desconsuelo que deja la muerte por donde
pasa, desconsuelo sin nombre, que no se puede
pintar; y que sólo pueden concebir los que lo han
sentido...
Aún estaba clavado en aquel lugar con los
ojos extraviados, tembloroso y fuera de mí, cuando
la nueva religiosa se incorporó del suelo. La abadesa le vistió el hábito, las monjas tomaron en sus
manos velas encendidas, y formando dos largas
hileras, la condujeron como en procesión hacia el
fondo del coro.
Allí, entre las sombras, vi brillar un rayo de
luz: era la puerta claustral que se había abierto. Al
poner el pie bajo su dintel, la religiosa se volvió por
la vez última hacia el altar. El resplandor de todas
las luces la iluminó de pronto, y pude verle el rostro.
Al mirarlo, tuve que ahogar un grito. Yo conocía a
aquella mujer; no la había visto nunca, pero la conocía de haberla contemplado en sueños; era uno
de esos seres que adivina el alma o los recuerda
acaso de otro mundo mejor, del que, al descender a
éste, algunos no pierden del todo la memoria.
Di dos pasos adelante; quise llamarla, quise
gritar, no sé, me acometió como un vértigo, pero en
aquel instante la puerta claustral se cerró... para
siempre. Se agitaron las campanillas, los sacerdotes alzaron un ¡Hosanna!, subieron por el aire nubes
de incienso, el órgano arrojó un torrente de atronadora armonía por cien bocas de metal, y las campanas de la torre comenzaron a repicar; volteando con
una furia espantosa.
Aquella alegría loca y ruidosa me erizaba
los cabellos. Volví los ojos a mi alrededor buscando
a los padres, a la familia, huérfanos de aquella mujer. No encontré a nadie.
-Tal vez era sola en el mundo -dije; y no pude contener una lágrima.
-¡Dios te dé en el claustro la felicidad que no
te ha dado en el mundo! -exclamó al mismo tiempo
una vieja que estaba a mi lado, y sollozaba y gemía
agarrada a la reja.
-¿La conoce usted? -le pregunté.
-¿Pobrecita! Sí, la conocía. Y la he visto nacer y se ha criado en mis brazos.
-¿Y por qué profesa?
-Porque se vio sola en el mundo. Su padre y
su madre murieron, en el mismo día, del cólera,
hace poco más de un año. Al verla huérfana y desvalida, el señor Deán le dio el dote para que profesase; y ya veis... ¿que había de hacer?
-¿Y quién era ella?
-Hija del administrador del conde de C.... al
cual serví yo hasta su muerte.
-¿Dónde vivía?
Cuando oí el nombre de la calle, no pude
contener una exclamación de sorpresa.
Un hilo de luz, ese hilo de luz que se extiende rápido como la idea que brilla en la oscuridad
y la confusión de la mente, y reúne los puntos más
distantes y los relaciona entre sí de un modo maravilloso, ató mis vagos recuerdos, y todo lo comprendí o creí comprenderlo...
Esta fecha, que no tiene nombre, no la escribí en ninguna parte... Digo mal: la llevo escrita en
un sitio en que nadie más que yo la puede leer, y de
donde no se borrará nunca.
Algunas veces, recordando estos sucesos,
hoy mismo al consignarlos aquí, me he preguntado:
-Algún día, en esa hora misteriosa del
crepúsculo, cuando el suspiro de la brisa de primavera, tibio y cargado de aromas, penetra hasta en el
fondo de los más apartados retiros, llevando allí
como una ráfaga de recuerdos del mundo, sola,
perdida en la penumbra de un claustro gótico; la
mano en la mejilla, el codo apoyado en el alféizar de
una ojiva, ¿habrá exhalado un suspiro alguna mujer
al cruzar su imaginación la memoria de estas fechas?
¡Quién sabe!
¡Oh! Y si ha suspirado, ¿dónde estará ese
suspiro?
El Cristo de la calavera
I
El rey de Castilla marchaba a la guerra de
moros, y para combatir con los enemigos de la religión había apellidado en son de guerra a todo lo
más florido de la nobleza de sus reinos. Las silenciosas calles de Toledo resonaban noche y día con
el marcial rumor de los atabales y los clarines, y ya
en la morisca puerta de Visagra, ya en la del
Cambrón, o en la embocadura del antiguo puente
de San Martín, no pasaba hora sin que se oyese el
ronco grito de los centinelas, anunciando la llegada
de algún caballero que, precedido de su pendón
señorial y seguido de jinetes y peones, venía a reunirse al grueso del ejército castellano.
El tiempo que faltaba para emprender el
camino de la frontera y concluir de ordenar las
huestes reales, discurría en medio de fiestas públicas, lujosos convites y lucidos torneos, hasta que,
llegada al fin la víspera del día señalado de antemano por S. A. para la salida del ejército, se dispuso un postrer sarao, con el que debieran terminar
los regocijos.
La noche del sarao, el alcázar de los reyes
ofrecía un aspecto singular. En los anchurosos patios, alrededor de inmensas hogueras, y diseminados sin orden ni concierto, se veía una abigarrada
multitud de pajes, soldados, ballesteros y gente
menuda, quienes, éstos aderezando sus corceles y
sus armas y disponiéndolos para el combate; aquéllos saludando con gritos o blasfemias las inesperadas vueltas de la fortuna, personificada en los dados del cubilete; los otros repitiendo en coro el
refrán de un romance de guerra, que entonaba un
juglar acompañado de la guzla; los de más allá
comprando a un romero conchas, cruces y cintas
tocadas en el Sepulcro de Santiago, o riendo con
locas carcajadas de los chistes de un bufón, o ensayando en los clarines el aire bélico para entrar en
la pelea, propio de sus señores, o refiriendo antiguas historias de caballerías o aventuras de amor, o
milagros recientemente acaecidos, formaban un
infernal y atronador conjunto imposible de pintar con
palabras.
Sobre aquel revuelto océano de cantares de
guerra, rumor de martillos que golpeaban los yunques, chirridos de limas que mordían el acero, piafar
de corceles, voces descompuestas, risas inextinguibles, gritos desaforados, notas destempladas, jura-
mentos y sonidos extraños y discordes, flotaban a
intervalos, como un soplo de brisa armoniosa, los
lejanos acordes de la música del sarao.
Éste, que tenía lugar en los salones que
formaban el segundo cuerpo del alcázar, ofrecía a
su vez un cuadro, si no tan fantástico, y caprichoso,
más deslumbrador y magnífico.
Por las extensas galerías que se prolongaban a lo lejos formando un intrincado laberinto de
pilastras esbeltas y ojivas caladas y ligeras como el
encaje; por los espaciosos salones vestidos de tapices, donde la seda y el oro habían representado,
con mil colores diversas escenas de amor, de caza
y de guerra, y adornados con trofeos de armas y
escudos, sobre los cuales vertían un mar de chispeante luz un sin número de lámparas y candelabros de bronce, plata y oro, colgadas aquéllas de
las altísimas bóvedas y enclavados éstos en los
gruesos sillares de los muros; por todas partes
adonde se volvían los ojos, se veía oscilar y agitarse en distintas direcciones una nube de damas
hermosas con ricas vestiduras chapadas en oro,
redes de perlas aprisionando sus rizos, joyas de
rubíes llameando sobre su seno, plumas sujetas en
vaporoso cerco a un mango de marfil, colgadas del
puño, y rostrillos de blancos encajes que acariciaban sus mejillas, o alegres turbas de galanes con
talabartes de terciopelo, justillos de brocado y calzas de seda, borceguíes de tafilete, capotillos de
mangas perdidas y caperuza, puñales con pomo de
filigrana y estoques de corte bruñidos, delgados y
ligeros.
Pero entre esta juventud brillante y deslumbradora, que los ancianos miraban desfilar con una
sonrisa de gozo, sentados en los altos sitiales de
alerce que rodeaban el estrado real, llamaba la
atención, por su belleza incomparable, una mujer
aclamada reina de la hermosura en todos los torneos y las cortes de amor de la época, cuyos colores
habían adoptado por emblema los caballeros más
valientes; cuyos encantos eran asunto de las copias
de los trovadores más versados en la ciencia del
gay saber; a la que se volvían con asombro todas
las miradas; por la que suspiraban en secreto todos
los corazones; alrededor de la cual se veían agruparse con afán, como vasallos humildes en torno de
su señora, los más ilustres vástagos de la nobleza
toledana, reunida en el sarao de aquella noche.
Los que asistían de contínuo a formar el
séquito de presuntos galanes de doña Inés de Tor-
desillas, que tal era el nombre de esta celebrada
hermosura, a pesar de su carácter altivo y desdeñoso, no desmayaban jamás en sus pretensiones; y
éste, animado con una sonrisa que había creído
adivinar en sus labios; aquél, con una mirada benévola que juzgaba haber sorprendido en sus ojos; el
otro, con una palabra lisonjera, un ligerísimo favor o
una promesa remota, cada cual esperaba en silencio ser el preferido. Sin embargo, entre todos ellos
había dos que más particularmente se distinguían
por su asiduidad y rendimiento, dos que al parecer,
si no los predilectos de la hermosa, podrían calificarse de los más adelantados en el camino de su
corazón. Estos dos caballeros, iguales en cuna,
valor y nobles prendas, servidores de un mismo rey
y pretendientes de una misma dama, llamábanse
Alonso de Carrillo el uno, y el otro Lope de Sandoval.
Ambos habían nacido en Toledo; juntos
habían hecho sus primeras armas, y en un mismo
día, al encontrarse sus ojos con los de doña Inés,
se sintieron poseídos de un secreto y ardiente amor
por ella, amor que germinó algún tiempo retraído y
silencioso, pero que al cabo comenzaba a descubrirse y a dar involuntarias señales en existencia en
sus acciones y discursos.
En los torneos del Zocodover, en los juegos
florales de la corte, siempre que se les había presentado coyuntura para rivalizar entre sí en gallardía o donaire, la habían aprovechado con afán ambos caballeros, ansiosos de distinguirse a los ojos
de su dama; y aquella noche, impelidos sin duda
por un mismo afán, trocando los hierros por las
plumas y las mallas por los brocados y la seda, de
pie junto al sitial donde ella se reclinó un instante
después de haber dado una vuelta por los salones,
comenzaron una elegante lucha de frases enamoradas e ingeniosas o epigramas embozados y agudos.
Los astros menores de esta brillante constelación, formando un dorado semicírculo en torno de
ambos galanes, reían y esforzaban las delicadas
burlas; y la hermosa, objeto de aquel torneo de
palabras, aprobaba con una imperceptible sonrisa
los conceptos escogidos o llenos de intención que,
ora salían de los labios de sus adoradores como
una ligera onda de perfume que halagaba su vanidad, ora partían como una saeta aguda que iba a
buscar, para clavarse en él, el punto más vulnerable
del contrario: su amor propio.
Ya el cortesano combate de ingenio y galanura comenzaba a hacerse de cada vez más crudo;
las frases eran aún corteses en la forma, pero breves, secas, y al pronunciarlas, si bien las acompañaba una ligera dilatación de los labios, semejante a
una sonrisa, los ligeros relámpagos de los ojos,
imposibles de ocultar, demostraban que la cólera
hervía comprimida en el seno de ambos rivales.
La situación era insostenible. La dama lo
comprendió así, y levantándose del sitial se disponía a volver a los salones, cuando un nuevo incidente
vino a romper la valla del respetuoso comedimiento
en que se contenían los dos jóvenes enamorados.
Tal vez con intención, acaso por descuido, doña
Inés había dejado sobre su falda uno de los perfumados guantes, cuyos botones de oro se entretenía
en arrancar uno a uno mientras duró la conversación. Al ponerse de pie, el guante resbaló por entre
los anchos pliegues de seda, y cayó en la alfombra.
Al verle caer, todos los caballeros que formaban su
brillante comitiva se inclinaron presurosos a recogerle, disputándose el honor de alcanzar un leve
movimiento de cabeza en premio de su galantería.
Al notar la precipitación con que todos hicieron el ademán de inclinarse, una imperceptible son-
risa de vanidad satisfecha asomó a los labios de la
orgullosa doña Inés, que después de hacer un saludo general a los galanes que tanto empeño mostraban en servirla, sin mirar apenas y con la mirada
alta y desdeñosa, tendió la mano para recoger el
guante en la dirección en que se encontraban Lope
y Alonso, los primeros que parecían haber llegado
al sitio en que cayera. En efecto, ambos jóvenes
habían visto caer el guante cerca de sus pies, ambos se habían inclinado con igual presteza a recogerle, y al incorporarse cada cual le tenía asido por
un extremo. Al verlos inmóviles, desafiándose en
silencio con la mirada, y decididos ambos a no
abandonar el guante que acababan de levantar del
suelo, la dama dejó escapar un grito leve e involuntario, que ahogó el murmullo de los asombrados
espectadores, los cuales presentían una escena
borrascosa, que en el alcázar y en presencia del rey
podría calificarse de un horrible desacato.
No obstante, Lope y Alonso permanecían
impasibles, mudos, midiéndose con los ojos, de la
cabeza a los pies, sin que la tempestad de sus almas se revelase más que por un ligero temblor nervioso, que agitaba sus miembros como si se hallasen acometidos de una repentina fiebre.
Los murmullos y las exclamaciones iban
subiendo de punto; la gente comenzaba a agruparse en torno de los actores de la escena; doña Inés,
o aturdida o complaciéndose en prolongarla, daba
vueltas de un lado a otro, como buscando donde
refugiarse y evitar las miradas de la gente, que cada
vez acudía en mayor número. La catástrofe era ya
segura; los dos jóvenes habían ya cambiado, algunas palabras en voz sorda, y mientras que con la
una mano sujetaban el guante con una fuerza convulsiva, parecían ya buscar instintivamente con la
otra el puño de oro de sus dagas, cuando se entreabrió respetuosamente el grupo que formaban los
espectadores, y apareció el rey.
Su frente estaba serena; ni había indignación en su rostro ni cólera en su ademán.
Tendió una mirada alrededor, y esta sola
mirada fue bastante para darle a conocer lo que
pasaba. Con toda la galantería del doncel más
cumplido, tomó el guante de las manos de los caballeros, que, como movidas por un resorte, se abrieron sin dificultad al sentir el contacto de la del monarca, y volviéndose a doña Inés de Tordesillas,
que apoyada en el brazo de una dueña, parecía
próxima a desmayarse, exclamó, presentándolo,
con acento, aunque templado, firme:
-Tomad, señora, y cuidad de no dejarle caer
en otra ocasión donde al devolvérsele, os lo devuelva manchado en sangre.
Cuando el rey terminó de decir estas palabras, doña Inés, no acertaremos a decir si a impulsos de la emoción o por salir más airosa del paso,
se había desvanecido en brazos de los que la rodeaban.
Alonso y Lope, el uno estrujando en silencio
entre sus manos el birrete de terciopelo, cuya pluma
arrastraba por la alfombra, y el otro mordiéndose los
labios hasta hacerse brotar la sangre, se clavaron
una mirada tenaz e intensa.
Una mirada en aquel lance equivalía a un
bofetón, a un guante arrojado al rostro, a un desafío
a muerte.
II
Al llegar la media noche, los reyes se retiraron a su cámara. Terminó el sarao, y los curiosos de
la plebe que aguardaban con impaciencia este momento, formando grupos y corrillos en las avenidas
del palacio, corrieron a estacionarse en la cuesta
del alcázar, los miradores y el Zocodover.
Durante una o dos horas, en las calles inmediatas a estos puntos reinó un bullicio, una animación y un movimiento indescriptible. Por todas
partes se veían cruzar escuderos caracoleando en
sus corceles ricamente enjaezados, reyes de armas
con lujosas casullas llenas de escudos y blasones,
timbaleros vestidos de colores vistosos, soldados
cubiertos de armaduras resplandecientes, pajes con
capotillos de terciopelo y birretes coronados de
plumas, y servidores de a pie que precedían las
lujosas literas y las andas cubiertas de ricos paños,
llevando en sus manos grandes hachas encendidas,
a cuyo rojizo resplandor podía verse a la multitud,
que, con cara atónita, labios entreabiertos y ojos
espantados miraba desfilar con asombro a todo lo
mejor de la nobleza castellana, rodeada en aquella
ocasión de un fausto y un esplendor fabulosos.
Luego, poco a poco fue cesando el ruido y
la animación; los vidrios de colores de las altas ojivas del palacio dejaron de brillar; atravesó por entre
los apiñados grupos la última cabalgata; la gente del
pueblo, a su vez, comenzó a dispersarse en todas
direcciones, perdiéndose entre las sombras del
enmarañado laberinto de calles oscuras, estrechas
y torcidas, y ya no turbaba el profundo silencio de la
noche más que el grito lejano de vela de algún guerrero, el rumor de los pasos de algún curioso que se
retiraba el último, o el ruido que producían las aldabas de algunas puertas al cerrarse, cuando en lo
alto de la escalinata que conducía a la plataforma
del palacio apareció un caballero, el cual, después
de tender la vista por todos lados como buscando a
alguien que debía esperarle, descendió lentamente
hasta la cuesta del alcázar, por la que se dirigió
hacia el Zocodover.
Al llegar a la plaza de este nombre se detuvo un momento y volvió a pasear la mirada a su
alrededor. La noche estaba oscura; no brillaba una
sola estrella en el cielo, ni en toda la plaza se veía
una sola luz; no obstante, allá a lo leios, y en la
misma dirección en que comenzó a percibirse un
ligero ruido como de pasos que iban aproximándose, creyó distinguir el busto de un hombre: era, sin
duda, el mismo a quien parecía aguardaba con
tanta impaciencia.
El caballero que acababa de abandonar el
alcázar para dirigirse al Zocodover era Alonso Carrillo, que, en razón al puesto de honor que desempe-
ñaba cerca de la persona del rey, había tenido que
acompañarle en su cámara hasta aquellas horas. El
que saliendo de entre las sombras de los arcos que
rodean la plaza vino a reunírsele, Lope de Sandoval. Cuando los dos caballeros se hubieron reunido,
cambiaron algunas frases en voz baja.
-Presumí que me aguardabas -dijo el uno.
-Esperaba que lo presumirías -contestó el
otro.
-Y ¿adónde iremos?
-A cualquiera parte en que se puedan hallar
cuatro palmos de terreno donde revolverse y un
rayo de claridad que nos alumbre.
Terminado este brevísimo diálogo, los dos
jóvenes se internaron por una de las estrechas calles que desembocan en el Zocodover, desapareciendo en la oscuridad como esos fantasmas de la
noche que, después de aterrar un instante al que
los ve, se deshacen en átomos de niebla y se confunden en seno de las sombras.
Largo rato anduvieron dando vueltas a
través de las calles de Toledo, buscando un lugar a
propósito para terminar sus diferencias; pero la os-
curidad de la noche era tan profunda, que el duelo
parecía imposible. No obstante, ambos deseaban
batirse, y batirse antes que rayase el alba, pues al
amanecer debían partir las huestes reales, y Alonso
con ellas.
Prosiguieron, pues, cruzando al azar plazas
desiertas, pasadizos sombríos, callejones estrechos
y tenebrosos, hasta que por último, vieron brillar a lo
lejos una luz, una luz pequeña y moribunda, en
torno de la cual, la niebla formaba un cerco de claridad fantástica y dudosa.
Habían llegado a la calle del Cristo, y la luz
que se divisaba en uno de sus extremos parecía ser
la del farolillo que alumbraba en aquella época, y
alumbra aún, a la imagen que le da su nombre.
Al verla, ambos dejaron escapar una exclamación de júbilo, y apresurando el paso en su dirección, no tardaron mucho en encontrarse junto al
retablo en que ardía.
Un arco rehundido en el muro, en el fondo
del cual se veía la imagen del Redentor enclavado
en la cruz y con una calavera al pie; un tosco cobertizo de tablas que lo defendían de la intemperie, y el
pequeño farolillo colgado de una cuerda que lo ilu-
minaba débilmente, vacilando al impulso del aire,
formaban todo el retablo, alrededor del cual colgaban algunos festones de hiedra que habían crecido
entre los oscuros y rotos sillares, formando una
especie de pabellón de verdura.
Los caballeros, después de saludar respetuosamente la imagen de Cristo, quitándose los
birretes y murmurando en voz baja una corta oración, reconocieron el terreno con una ojeada, echaron a tierra sus mantos, y apercibiéndose mutuamente para el combate y dándose la señal con un
leve movimiento de cabeza, cruzaron los estoques.
Pero apenas se habían tocado los aceros y antes
que ninguno de los combatientes hubiesen podido
dar un solo paso o intentar un golpe, la luz se apagó
de repente y la calle quedó sumida en la oscuridad
más profunda. Como guiados de un mismo pensamiento y al verse rodeados de repentinas tinieblas,
los dos combatientes dieron un paso atrás, bajaron
al suelo las puntas de sus espadas y levantaron los
ojos hacia el farolillo, cuya luz, momentos antes
apagada, volvió a brillar de nuevo al punto en que
hicieron ademán de suspender la pelea.
-Será alguna ráfaga de aire que ha abatido
la llama al pasar -exclamó Carrillo volviendo a po-
nerse en guardia y previniendo con una voz a Lope,
que parecía preocupado.
Lope dio un paso adelante para recuperar el
terreno perdido, tendió el brazo y los aceros se tocaron otra vez; mas al tocarse, la luz se tornó a
apagar por sí misma, permaneciendo así mientras
no se separaron los estoques.
-En verdad que esto es extraño -murmuró
Lope mirando al farolillo, que espontáneamente
había vuelto a encenderse y se mecía con lentitud
en el aire, derramando una claridad trémula y extraña sobre el amarillo cráneo de la calavera colocada
a los pies del Cristo.
-¡Bah! -dijo Alonso-. Será que la beata encargada de cuidar del farol del retablo sisa a los
devotos y escasea el aceite, por lo cual la luz,
próxima a morir, luce y se oscurece a intervalos en
señal de agonía. Y dichas estas palabras, el impetuoso joven tornó a colocarse en actitud de defensa.
Su contrario le imitó; pero esta vez, no tan sólo volvió a rodearlos una sombra espesísima e impenetrable, sino que al mismo tiempo hirió sus oídos el
eco profundo de una voz misteriosa, semejante a
esos largos gemidos del vendaval que parece que
se queja y articula palabras al correr aprisionado por
las torcidas, estrechas y tenebrosas calles de Toledo.
Qué dijo aquella voz medrosa y sobrehumana, nunca pudo saberse; pero al oírla, ambos
jóvenes se sintieron poseídos de tan profundo terror, que las espadas se escaparon de sus manos,
el cabello se les erizó y por sus cuerpos, que estremecía un temblor involuntario, y por sus frentes,
pálidas y descompuestas, comenzó a correr un
sudor frío como el de la muerte.
La luz, por tercera vez apagada, por tercera
vez volvió a resucitar, y las tinieblas se disiparon.
¡Ah! -exclamó Lope al ver a su contrario entonces, y en otros días su mejor amigo, asombrado
como él, como él pálido e inmóvil-; Dios no quiere
permitir este combate, porque es una lucha fratricida; porque un combate entre nosotros ofende al
cielo, ante el cual nos hemos jurado cien veces una
amistad eterna.
Y esto diciendo se arrojó en los brazos de
Alonso, que le estrechó entre los suyos con una
fuerza y una efusión indecibles.
III
Pasados algunos minutos, durante los cuales ambos jóvenes se dieron toda clase de muestras
de amistad y cariño, Alonso tomó la palabra, y con
acento conmovido aún por la escena que acabamos
de referir, exclamó dirigiéndose a su amigo:
-Lope, yo sé que amas a doña Inés; ignoro
si tanto como yo, pero la amas. Puesto que un duelo entre nosotros es imposible, resolvámonos a encomendar nuestra suerte en sus manos. Vamos en
su busca; que ella decida con libre albedrío cuál ha
de ser el dichoso, cuál el infeliz. Su decisión será
respetada por ambos, y el que no merezca sus favores mañana saldrá con el rey de Toledo, e irá a
buscar el consuelo del olvido en la agitación de la
guerra.
-Pues tú lo quieres, sea -contestó Lope.
Y el uno apoyado en el brazo del otro, los
dos amigos se dirigieron hacia la catedral, en cuya
plaza, y en un palacio del que ya no quedan ni aun
los restos, habitaba doña Inés de Tordesillas.
Estaba a punto de rayar el alba, y como algunos de los deudos de doña Inés, sus hermanos
entre ellos, marchaban al otro día con el ejército
real, no era imposible que en las primeras horas de
la mañana pudiesen penetrar en su palacio.
Animados con esta esperanza llegaron, en
fin, al pie de la gótica torre del templo; mas al llegar
a aquel punto, un ruido particular llamó su atención
y deteniéndose en uno de los ángulos, ocultos entre
las sombras de los altos machones que flaquean los
muros, vieron, no sin grande asombro, abrirse el
balcón del palacio de su dama, aparecer en él un
hombre que se deslizó hasta el suelo con la ayuda
de una cuerda, y, por último, una forma blanca,
doña Inés sin duda, que, inclinándose sobre el calado antepecho, cambió algunas tiernas frases de
despedida con su misterioso galán.
El primer movimiento de los dos jóvenes fue
llevar las manos al puño de sus espadas; pero deteniéndose como heridos de una idea súbita, volvieron los ojos a mirarse, y se hubieron de encontrar
con una cara de asombro tan cómica, que ambos
prorrumpieron en una ruidosa carcajada, carcajada
que, repitiéndose de eco en eco en el silencio de la
noche, resonó en toda la plaza y llegó hasta el palacio.
Al oírla, la forma blanca desapareció del
balcón, se escuchó el ruido de las puertas que se
cerraron con violencia, y todo volvió a quedar en
silencio.
Al día siguiente, la reina, colocada en un estrado lujosísimo, veía desfilar las huestes que marchaban a la guerra de moros teniendo a su lado a
las damas más principales de Toledo. Entre ellas
estaba doña Inés de Tordesillas, en la que aquel
día, como siempre, se fijaban todos los ojos; pero,
según a ella le parecía advertir, con diversa expresión que la de costumbre. Diríase que en todas las
curiosas miradas que a ella se volvían retozaba una
sonrisa burlona.
Este descubrimiento no dejaba de inquietarla algo, sobre todo teniendo en cuenta las ruidosas
carcajadas que la noche anterior había creído percibir a lo lejos y en uno de los ángulos de la plaza,
cuando cerraba el balcón y despedía a su amante;
pero al mirar aparecer entre las filas de los combatientes, que pasaban por debajo del estrado lanzando chispas de fuego de sus brillantes armaduras, y
envueltos en una nube de polvo, los pendones reunidos de las casas de Carrillo y Sandoval; al ver la
significativa sonrisa que al saludar a la reina le dirigieron los dos antiguos rivales que cabalgaban juntos, todo lo adivinó, y la púrpura de la vergüenza
enrojeció su frente y brilló en sus ojos una lágrima
de despecho.
La corza blanca
I
En un pequeño lugar de Aragón; y allá por
los años de mil trescientos y pico, vivía retirado en
su torre señorial un famoso caballero llamado don
Dionís, el cual después de haber servido a su rey en
la guerra contra infieles, descansaba a la sazón,
entregado al alegre ejercicio de la caza, de las rudas fatigas de los combates.
Aconteció una vez a este caballero, hallándose en su favorita diversión acompañado de su
hija, cuya belleza singular y extraordinaria blancura
le habían granjeado el sobrenombre de Azucena,
que como se les entrase a más andar el día engolfados en perseguir a una res en el monte de su
feudo, tuvo que acogerse, durante las horas de la
siesta, a una cañada por donde corría un riachuelo,
saltando de roca en roca con un ruido manso y
agradable.
Haría cosa de unas dos horas que don
Dionís se encontraba en aquel delicioso lugar, recostado sobre la menuda grama a la sombra de una
chopera, departiendo amigablemente con sus monteros sobre las peripecias del día, y refiriéndose
unos a otros las aventuras más o menos curiosas
que en su vida de cazadores les habían acontecido,
cuando por lo alto de la más empinada ladera y a
través de los alternados murmullos del viento que
agitaba las hojas de los árboles, comenzó a percibirse, cada vez más cerca, el sonido de una esquililla semejante a la del guión de un rebaño.
En efecto, era así, pues a poco de haberse
oído la esquililla empezaron a saltar por entre las
apiñadas matas de cantueso y tomillo, y a descender a la orilla opuesta del riachuelo, hasta unos cien
corderos blancos como la nieve, detrás de los cuales, con su caperuza calada para libertarse la cabeza de los perpendiculares rayos del sol, y su atillo al
hombro en la punta de un palo, apareció el zagal
que los conducía.
-A propósito de aventuras extraordinarias exclamó al verle uno de los monteros de don Dionís,
dirigiéndose a su señor-: ahí tenéis a Esteban el
zagal, que de algún tiempo a esta parte anda más
tonto que lo que naturalmente lo hizo Dios, que no
es poco, y el cual puede haceros pasar un rato divertido refiriendo la causa de sus continuos sustos.
-¿Pues qué le acontece a ese pobre diablo?
-exclamó don Dionís con aire de curiosidad picada.
-¡Friolera! -añadió el montero en tono de
zumba-: es el caso que, sin haber nacido en Viernes
Santo, ni estar señalado con la cruz, ni hallarse en
relaciones con el demonio, a lo que se puede colegir de sus hábitos de cristiano viejo, se encuentra,
sin saber cómo ni por dónde, dotado de la facultad
más maravillosa que ha poseído hombre alguno, a
no ser Salomón, de quien se dice que sabía hasta el
lenguaje de los pájaros.
-¿Y a qué se refiere esa facultad maravillosa?
-Se refiere -prosiguió el montero- a que,
según él afirma, y lo jura y perjura por todo lo más
sagrado del mundo, los ciervos que discurren por
estos montes se han dado de ojo para dejarle en
paz, siendo lo más gracioso del caso que en más de
una ocasión los ha sorprendido concertando entre sí
las burlas que han de hacerle, y después que estas
burlas se han llevado a término, ha oído las ruidosas carcajadas con que las celebran.
Mientras esto decía el montero, Constanza,
que -así se llamaba la hermosa hija de don Dionís,
se había aproximado al grupo de los cazadores, y
como demostrase su curiosidad por conocer la extraordinaria historia de Esteban, uno de éstos se
adelantó hasta el sitio en donde el zagal daba de
beber a su ganado, y le condujo a presencia de su
señor, que, para disipar la turbación y el visible encogimiento del pobre mozo, se apresuró a saludarle
por su nombre, acompañando al saludo con una
bondadosa sonrisa.
Era Esteban un muchacho de diez y nueve
a veinte años, fornido, con la cabeza pequeña y
hundida entre los hombros; los ojos pequeños y
azules, la mirada incierta y torpe como la de los
albinos, la nariz roma, los labios gruesos y entreabiertos, la frente calzada, la tez blanca, pero ennegrecida por el sol, y el cabello, que le caía parte
sobre los ojos y parte alrededor de la cara, en guedejas ásperas y rojas semejantes a los crines de un
rocín colorado.
Esto, sobre poco más o menos, era Esteban
en cuanto al físico; respecto a su moral, podía asegurarse, sin temor de ser desmentido ni por él ni por
ninguna de las personas que le conocían, que era
perfectamente simple, aunque un tanto suspicaz y
malicioso como buen rústico.
Una vez el zagal respuesto de su turbación,
le dirigió de nuevo la palabra don Dionís, y con el
tono más serio del mundo, y fingiendo un extraordi-
nario interés por conocer los detalles del suceso a
que su montero se había referido, le hizo una multitud de preguntas, a la que Esteban comenzó a contestar de una manera evasiva, como deseando evitar explicaciones sobre el asunto.
Estrechado, sin embargo, por las interrogaciones de su señor y por los ruegos de Constanza,
que parecía la más curiosa e interesada en que el
pastor refiriese sus estupendas aventuras, decidiose éste a hablar, mas no sin que antes dirigiese a
su alrededor una mirada de desconfianza, como
temiendo ser oído por otras personas que las que
allí estaban presentes, y de rascarse tres o cuatro
veces la cabeza tratando de reunir sus recuerdos o
hilvanar su discurso, que al fin comenzó de esta
manera.
-Es el caso, señor, que según me dijo un
preste de Tarazona, al que acudí no ha mucho para
consultar mis dudas, con el diablo no sirven juegos,
sino punto en boca, buenas y muchas oraciones a
San Bartolomé, que es quien le conoce las cosquillas, y dejarle andar: que Dios, que es justo y está
allá arriba, proveerá a todo.
Firme en esta idea, había decidido no volver
a decir palabra sobre el asunto a nadie, ni por nada;
pero lo haré hoy por satisfacer vuestra curiosidad, y
a fe, a fe que después de todo, si el diablo me lo
toma en cuenta y torna a molestarme en castigo de
mi indiscreción, buenos Evangelios llevo cosidos a
la pellica y con su ayuda creo que, como otras veces, no me será inútil el garrote.
-Pero, vamos -exclamó don Dionís, impaciente al escuchar las digresiones del zagal, que
amenazaba no concluir nunca-, déjate de rodeos y
ve derecho al asunto.
-A él voy -contestó con calma Esteban, que
después de dar una gran voz acompañada de un
silbido para que se agruparan los corderos que no
perdía de vista y comenzaban a desparramarse por
el monte, tornó a rascarse la cabeza y prosiguió así:
-Por una parte vuestras continuas excursiones, y por otra el dale que le das de los cazadores
furtivos, que ya con trampa o con ballesta no dejan
res a vida en veinte jornadas al contorno, habían no
hace mucho agotado la caza en estos montes, hasta el extremo de no encontrarse un venado en ellos
ni por un ojo de la cara.
Hablaba yo esto mismo en el lugar, sentado
en el porche de la iglesia, donde después de aca-
bada la misa del domingo solía reunirme con algunos peones de los que labran la tierra de Veratón,
cuando algunos de ellos me dijeron:
-Pues, hombre, no sé el qué consista en
que tú no los topes, pues de nosotros podemos
asegurarte que no bajamos una vez a las hazas que
no nos encontremos rastro, y hace tres o cuatro
días, sin ir más lejos, una manada, que a juzgar por
las huellas debía componerse de más de veinte, le
segaron antes de tiempo una pieza de trigo al santero de la Virgen del Romeral.
-¿Y hacia qué sitio segura el rastro? pregunté a los peones, con ánimo de ver si topaba
con la tropa.
-Hacia la cañada de los cantuesos -me contestaron.
No eché en saco roto la advertencia, y
aquella noche misma fui a apostarme entre los chopos. Durante toda ella estuve oyendo por acá y por
allá, tan pronto lejos como cerca, el bramido de los
ciervos que se llamaban unos a otros, y de vez en
cuando sentía moverse el ramaje a mis espaldas;
pero por más que me hice todo ojos, la verdad es
que no pude distinguirla ninguno.
No obstante, al romper el día, cuando llevé
los corderos al agua, a la orilla de este río, como
obra de dos tiros de honda del sitio en que nos
hallamos, y en una umbría de chopos, donde ni a la
hora de siesta se desliza un rayo de sol, encontré
huellas recientes de los ciervos, algunas ramas
desgajadas, la corriente un poco turbia y, lo que es
más particular, entre el rastro de las reses las breves huellas de unos pies pequeñitos como la mitad
de la palma de mi mano sin ponderación alguna.
Al decir esto, el mozo instintivamente y al
parecer buscando un punto de comparación, dirigió
la vista hacia el pie de Constanza, que asomaba por
debajo del brial, calzado de un precioso chapín de
tafilete amarillo; pero como al par de Esteban bajasen también los ojos don Dionís y algunos de los
monteros que le rodeaban, la hermosa niña se
apresuró a esconderlo, exclamando con el tono más
natural del mundo:
-¡Oh, no!; por desgracia, no los tengo yo tan
pequeñitos, pues de este tamaño sólo se encuentran en las hadas, cuya historia nos refieren los
trovadores.
-Pues no paró aquí la cosa -continuó el zagal cuando Constanza hubo concluido-, no que otra
vez, habiéndome colocado en otro escondite por
donde indudablemente habían de pasar los ciervos
para dirigirse a la cañada, allá al filo de la media
noche me rindió un poco el sueño, aunque no tanto
que no abriese los ojos en el mismo punto en que
creí percibir que las ramas se movían a mi alrededor. Abrí los ojos, según dejo dicho; me incorporé
con sumo cuidado, y poniendo atención a aquel
confuso murmullo que cada vez sonaba más próximo, oí en las ráfagas del aire como gritos y cantares
extraños, carcajadas y tres o cuatro voces distintas
que hablaban entre sí, con un ruido y algarabía
semejante al de las muchachas del lugar, cuando
riendo y bromeando por el camino vuelven en bandadas de la fuente con sus cántaros a la cabeza.
Según colegía de la proximidad de las voces y del cercano chasquido de las ramas que crujían al romperse para dar paso a aquella turba de
locuelas, iban a salir de la espesura a un pequeño
rellano que formaba el monte en el sitio donde yo
estaba oculto, enteramente a mis espaldas, tan
cerca o más que me encuentro de vosotros, oí una
nueva voz fresca, delgada y vibrante, que dijo...
creedlo, señores, esto es tan seguro como me he
de morir... dijo... claro y distintamente estas propias
palabras:
¡Por aquí, por aquí, compañeras,
que está ahí el bruto de Esteban!
Al llegar a este punto de la relación del zagal, los circunstantes no pudieron ya contener por
más tiempo la risa que hacía largo rato les retozaba
en los ojos, y dando rienda a su buen humor, prorrumpieron en una carcajada estrepitosa. De los
primeros en comenzar a reír y de los últimos en
dejarlo, fueron don Dionís, que a pesar de su fingida
circunspección no pudo menos de tomar parte en el
general regocijo, y su hija Constanza, la cual cada
vez que miraba a Esteban todo suspenso y confuso,
tornaba a reírse como una loca hasta el punto de
saltarle las lágrimas a los ojos.
El zagal, por su parte, aunque sin atender al
efecto que su narración había producido, parecía
todo turbado e inquieto; y mientras los señores reían a sabor de sus inocentadas, él tornaba la vista a
un lado y a otro con visibles muestras de temor y
como queriendo descubrir algo a través de los cruzados troncos de los árboles.
-¿Qué es eso, Esteban, qué te sucede? -le
preguntó unos de los monteros notando la creciente
inquietud del pobre mozo, que ya fijaba sus espan-
tadas pupilas en la hija risueña de don Dionís, ya
las volvía a su alrededor con una expresión asombrada y estúpida.
-Me sucede una cosa muy extraña -exclamó
Esteban-. Cuando, después de escuchar las palabras que dejo referidas, me incorporé con prontitud
para sorprender a la persona que las había pronunciado, una corza blanca como la nieve salió de entre
las mismas matas en donde yo estaba oculto, y
dando unos saltos enormes por cima de los carrascales y los lentiscos, se alejó seguida de una tropa
de corzas de su color natural, y así éstas como la
blanca que las iba guiando, no arrojaban bramidos
al huir, sino que se reían con unas carcajadas cuyo
eco juraría que aún me está sonando en los oídos
en este momento.
-¡Bah!... ¡bah!... Esteban -exclamó don
Dionís con aire burlón-, sigue los consejos del preste de Tarazona; no hables de tus encuentros con los
corzos amigos de burlas, no sea que haga el diablo
que al fin pierdas el poco juicio que tienes; y pues
ya estás provisto de los Evangelios y sabes las oraciones de San Bartolomé, vuélvete a tus corderos,
que empiezan a desbandarse por la cañada. Si los
espíritus malignos tornan a incomodarte, ya sabes
el remedio: Pater noster y garrotazo.
El zagal, después de guardarse en el zurrón
un medio pan blanco y un trozo de carne de jabalí y
en el estómago un valiente trago de vino que le dio
por orden de su señor uno de los palafreneros, despidiose de don Dionís y su hija, y apenas anduvo
cuatro pasos, comenzó a voltear la honda para reunir a pedradas los corderos.
Como a esta sazón notase don Dionís que
entre unas y otras las horas del calor eran ya pasadas y el vientecillo de la tarde comenzaba a mover
las hojas de los chopos y a refrescar los campos,
dio orden a su comitiva para que aderezasen las
caballerías que andaban paciendo sueltas por el
inmediato soto; y cuando todo estuvo a punto, hizo
seña a los unos para que soltasen las traíllas, y a
los otros para que tocasen las trompas, y saliendo
en tropel de la chopera, prosiguió adelante la interrumpida caza.
II
Entre los monteros de don Dionís había uno
llamado Garcés, hijo de un antiguo servidor de la
familia, y por tanto el más querido de sus señores.
Garcés tenía poco más o menos la edad de
Constanza, y desde muy niño hablase acostumbrado a prevenir el menor de sus deseos y a adivinar y
satisfacer el más leve de sus antojos.
Por su mano se entretenía en afilar en los
ratos de ocio las agudas saetas de su ballesta de
marfil; él domaba los potros que había de montar su
señora; él ejercitaba en los ardides de la caza a sus
lebreles favoritos y amaestraba a sus halcones, a
los cuales compraba en las ferias de Castilla caperuzas rojas bordadas de oro.
Para con los otros monteros, los pajes y la
gente menuda del servicio de don Dionís, la exquisita solicitud de Garcés y el aprecio con que sus señores le distinguían, habíanle valido una especie de
general animadversión, y al decir de los envidiosos,
en todos aquellos cuidados con que se adelantaba
a prevenir los caprichos de su señora, revelábase
su carácter adulador y rastrero. No faltaban, sin
embargo, algunos que, más avisados o maliciosos,
creyeron sorprender en la asiduidad del solícito
mancebo algunas señales de mal disimulado amor.
Si en efecto era así, el oculto cariño de
Garcés tenía más que sobrada disculpa en la incomparable hermosura de Constanza. Hubiérase
necesitado un pecho de roca y un corazón de hielo
para permanecer impasible un día y otro al lado de
aquella mujer singular por su belleza y sus raros
atractivos.
La Azucena del Moncayo, llamábanla en
veinte leguas a la redonda, y bien merecía este
sobrenombre, porque era tan airosa, tan blanca y
tan rubia, que, como a las azucenas, parecía que
Dios la había hecho de nieve y oro.
Y, sin embargo, entre los señores comarcanos murmurábase que la hermosa castellana de
Veratón no era tan limpia de sangre como bella y
que, a pesar de sus trenzas rubias y su tez de alabastro, había tenido por madre una gitana. Lo de
cierto que pudiera haber en estas murmuraciones
nadie pudo nunca decirlo, porque la verdad era que
don Dionís tuvo una vida bastante azarosa en su
juventud, y después de combatir largo tiempo bajo
la conducta del monarca aragonés, del cual recabó
entre otras mercedes el feudo del Moncayo, marchose a Palestina, en donde anduvo errante algunos años, para volver por último a encerrarse en su
castillo de Veratón con una hija pequeña, nacida sin
duda en aquellos países remotos. El único que
hubiera podido decir algo acerca del misterioso
origen de Constanza, pues acompañó a don Dionís
en sus lejanas peregrinaciones, era el padre de
Garcés, y éste había ya muerto hacía bastante
tiempo, sin decir una sola palabra sobre el asunto ni
a su propio hijo, que varias veces y con muestras de
grande interés se lo había preguntado.
El carácter, tan pronto retraído y melancólico como bullicioso y alegre de Constanza, la extraña exaltación de sus ideas, sus extravagantes caprichos, sus nunca vistas costumbres, hasta la particularidad de tener los ojos y las cejas negros como
la noche, siendo blanca y rubia como el oro, habían
contribuido a dar pábulo a las hablillas de sus convecinos, y aún el mismo Garcés, que tan íntimamente la trataba, había llegado a persuadirse que
su señora era algo especial y no se parecía a las
demás mujeres.
Presente a la relación de Esteban, como los
otros monteros, Garcés fue acaso el único que oyó
con verdadera curiosidad los pormenores de su
increíble aventura, y si bien no pudo menos de sonreír cuando el zagal repitió las palabras de la corza
blanca, desde que abandonó el soto en que habían
sesteado comenzó a revolver en su mente las más
absurdas imaginaciones.
-No cabe duda que todo eso de hablar las
corzas es pura aprensión de Esteban, que es un
completo mentecato -decía entre sí el joven montero mientras que, jinete en un poderoso alazán, seguía paso a paso el palafrén de Constanza, la cual
también parecía mostrarse un tanto distraída y silenciosa, y retirada del tropel de los cazadores,
apenas tomaba parte en la fiesta-. Pero ¿quién dice
que en lo que refiere ese simple no existirá algo de
verdad? -prosiguió pensando el mancebo-. Cosas
más extrañas hemos visto en el mundo, y una corza
blanca bien puede haberla, puesto que si se ha de
dar crédito a las cantigas del país, San Huberto,
patrón de los cazadores, tenía una. ¡Oh, sí yo pudiese coger viva una corza blanca para ofrecérsela
a mi señora!
Así pensando y discurriendo pasó Garcés la
tarde, y cuando ya el sol comenzó a esconderse por
detrás de las vecinas lomas y don Dionís mandó
volver grupas a su gente para tornar al castillo, separose sin ser notado de la comitiva y echó en busca del zagal por lo más espeso e intrincado del
monte.
La noche había cerrado casi por completo
cuando don Dionís llegaba a las puertas de su casti-
llo. Acto continuo dispusiéronle una frugal colación y
sentose con su hija a la mesa.
-Y Garcés ¿dónde está? -preguntó Constanza, notando que su montero no se encontraba
allí para servirla como tenía de costumbre.
-No sabemos -se apresuraron a contestar
los otros servidores-; desapareció de entre nosotros
cerca de la cañada, y ésta es la hora en que todavía
no le hemos visto.
En este punto llegó Garcés todo sofocado,
cubierta aún de sudor la frente, pero con la cara
más regocijada y satisfecha que pudiera imaginarse.
-Perdonadme, señora -exclamó, dirigiéndose a Constanza-, perdonadme si he faltado un momento a mi obligación; pero allá de donde vengo a
todo el correr de mi caballo, como aquí, sólo me
ocupaba el serviros.
-¿En servirme? -repitió Constanza-: no
comprendo lo que quieres decir.
-Sí, señora, en serviros -repitió el joven-,
pues he averiguado que es verdad que la corza
blanca existe. A más de Esteban, lo dan por seguro
otros varios pastores, que juran haberla visto más
de una vez, y con ayuda de los cuales espero en
Dios y en mi patrón San Huberto que antes de tres
días, viva o muerta, os la traeré al castillo.
-¡Bah!... ¡Bah!. -exclamó Constanza con aire
de zumba, mientras hacían coro a sus palabras las
risas más o menos disimuladas de los circunstantes-; déjate de cacerías nocturnas y de corzas blancas: mira que el diablo ha dado en la flor de tentar a
los simples, y si te empeñas en andarle a los talones, va a dar que reír contigo cómo con el pobre
Esteban.
-Señora -interrumpió Garcés con voz entrecortada y disimulando en lo posible la cólera que le
producía el burlón regocijo de sus compañeros-, yo
no me he visto nunca con el diablo, y, por consiguiente, no sé todavía cómo las gasta; pero conmigo os juro que todo podrá hacer menos dar que reír,
porque el uso de ese privilegio sólo en vos sé tolerarlo.
Constanza conoció el efecto que su burla
había producido en el enamorado joven; pero deseando apurar su paciencia hasta lo último, tornó a
decir en el mismo tono:
-¿Y si al dispararle te saluda con alguna risa
del género de la que oyó Esteban, o se te ríe en la
nariz, y al escuchar sus sobrenaturales carcajadas
se te cae la ballesta de las manos, y antes de reponerte del susto ya ha desaparecido la corza blanca
más ligera que un relámpago?
-¡Oh! -exclamó Garcés-: en cuanto a eso,
estad segura que como yo la topase a tiro de ballesta, aunque me hiciese más momos que un juglar,
aunque me hablara, no ya en romance, sino en
latín, como el abad de Munilla, no se iba sin un
arpón en el cuerpo.
En este punto del diálogo terció don Dionís,
y con una desesperante gravedad a través de la
que se adivinaba toda la ironía de sus palabras,
comenzó a darle al ya asendereado mozo los consejos más originales del mundo, para el caso de
que se encontrase de manos a boca con el demonio
convertido en corza blanca. A cada nueva ocurrencia de su padre, Constanza fijaba sus ojos en el
atribulado Garcés y rompía a reír como una loca, en
tanto que los otros servidores esforzaban las burlas
con sus miradas de inteligencia y su mal encubierto
gozo.
Mientras duró la colación prolongose esta
escena, en que la credulidad del joven montero, fue
por decirlo así, el tema obligado del general regocijo; de modo que cuando se levantaron los paños, y
don Dionís y Constanza se retiraron a sus habitaciones, y toda la gente del castillo se entregó al
reposo, Garcés permaneció un largo espacio de
tiempo irresoluto, dudando si, a pesar de las burlas
de sus señores, proseguiría firme en su propósito o
desistiría completamente de la empresa.
-¡Qué diantre! -exclamó saliendo del estado
de incertidumbre en que se encontraba:- mayor mal
del que me ha sucedido no puede sucederme, y si
por el contrario, es verdad lo que nos ha contado
Esteban... ¡oh, entonces, cómo he de saborear mi
triunfo!
Esto diciendo, armó su ballesta, no sin
haberle hecho antes la señal de la cruz en la punta
de la vira, y colocándosela a la espalda se dirigió a
la poterna del castillo para tomar la vereda del monte.
Cuando Garcés llegó a la cañada y al punto
en que, según las instrucciones de Esteban, debía
aguardar la aparición de las corzas, la luna comen-
zaba a remontarse con lentitud por detrás de los
cercanos montes.
A fuer de buen cazador y práctico en el oficio, antes de elegir un punto a propósito para colocarse al acecho de las reses, anduvo un buen rato
de acá para allá examinando las trochas y las veredas vecinas, la disposición de los árboles, los accidentes del terreno, las curvas del río y la profundidad de sus aguas.
Por último, después de terminar este minucioso reconocimiento del lugar en que se encontraba, agazapose en un ribazo junto a unos chopos de
copas elevadas y oscuras, a cuyo pie crecían unas
matas de lentisco, altas lo bastante para ocultar a
un hombre echado en tierra.
El río, que desde las musgosas rocas donde
tenía su nacimiento venía siguiendo las sinuosidades del Moncayo, a entrar en la cañada por una
vertiente, deslizándose desde allí bañando el pie de
los sauces que sombreaban sus orillas, o jugueteando con alegre murmullo entre las piedras rodadas
del monte, hasta caer en una hondura próxima al
lugar que servía de escondrijo al montero.
Los álamos, cuyas plateadas hojas movía el
aire con un rumor dulcísimo, los sauces que inclinados sobre la limpia corriente humedecían en ella las
puntas de sus desmayadas ramas, y los apretados
carrascales por cuyos troncos subían y se enredaban las madreselvas y las campanillas azules, formaban un espeso muro de follaje alrededor del
remanso del río.
El viento, agitando los frondosos pabellones
de verdura que derramaban en torno de su flotante
sombra, dejaba penetrar a intervalos un furtivo rayo
de luz, que brillaba como un relámpago de plata
sobre la superficie de las aguas inmóviles y profundas.
Oculto tras los matojos, con el oído atento al
más leve rumor y la vista clavada en el punto en
donde según sus cálculos debían aparecer las corzas, Garcés esperó inútilmente un gran espacio de
tiempo.
Todo permanecía a su alrededor sumido en
una profunda calma.
Poco a poco, y bien fuese que el peso de la
noche, que ya había pasado de la mitad, comenzara
a dejarse sentir, bien que el lejano murmullo del
agua, el penetrante aroma de las flores silvestres y
las caricias del viento comunicasen a sus sentidos
el dulce sopor en que parecía estar impregnada la
Naturaleza toda, el enamorado mozo que hasta
aquel punto había estado entretenido revolviendo
en su mente las más halagüeñas imaginaciones,
comenzó a sentir que sus ideas se elaboraban con
más lentitud y sus pensamientos tomaban formas
más leves e indecisas.
Después de mecerse un instante en ese
vago espacio que media entre la vigilia y el sueño,
entornó al fin los ojos, dejó escapar la ballesta de
sus manos y se quedó profundamente dormido.
Cosa de dos horas o tres haría ya que el joven montero roncaba a pierna suelta, disfrutando a
todo sabor de uno de los sueños más apacibles de
su vida, cuando de repente entreabrió los ojos sobresaltado, e incorporándose a medias lleno aún de
ese estupor del que se vuelve en sí de improviso
después de un sueño profundo.
En las ráfagas del aire y confundido con los
leves rumores de la noche, creyó percibir un extraño
rumor de voces delgadas, dulces y misteriosas que
hablaban entre sí, reían o cantaban cada cual por
su parte y una cosa diferente, formando una alga-
rabía tan ruidosa y confusa como la de los pájaros
que despiertan al primer rayo del sol entre las frondas de una alameda.
Este extraño rumor sólo se dejó oír un instante, y después todo volvió a quedar en silencio.
-Sin duda soñaba con las majaderías que
nos refirió el zagal -exclamó Garcés restregándose
los ojos con mucha calma, y en la firme persuasión
de que cuanto había creído oír no era más que esa
vaga huella del ensueño que queda, al despertar,
en la imaginación, como queda en el oído la última
cadencia de una melodía después que ha expirado
temblando la última nota. Y dominado por la invencible languidez que embargaba sus miembros, iba a
reclinar de nuevo la cabeza sobre el césped, cuando tornó a oír el eco distante de aquellas misteriosas voces que, acompañándose del rumor del aire,
del agua y de las hojas cantaban así:
CORO
«El arquero que velaba en lo alto de la torre
ha reclinado su pesada cabeza en el muro.
Al cazador furtivo que esperaba sorprender
la res, lo ha sorprendido el sueño.
El pastor que aguarda el día consultando
las estrellas, duerme ahora y dormirá hasta el amanecer.
Reina de las ondinas, sigue nuestros pasos.
Ven a mecerte en las ramas de los sauces
sobre el haz del agua.
Ven a embriagarte con el perfume de las
violetas que se abren entre las sombras.
Ven a gozar de la noche, que es el día de
los espíritus.»
Mientras flotaban en el aire las suaves notas de aquella deliciosa música, Garcés se mantuvo
inmóvil. Después que se hubo desvanecido, con
mucha precaución apartó un poco las ramas, y no
sin experimentar algún sobresalto vio aparecer las
corzas, que en tropel y salvando los matorrales con
ligereza increíble unas veces, deteniéndose como a
escuchar otras jugueteando entre sí, ya escondiéndose entre la espesura, ya saliendo nuevamente a
la senda, bajaban del monte con dirección al remanso del río.
Delante de sus compañeras, más ágil, más
linda, más juguetona y alegre que todas, saltando,
corriendo, parándose y tornando a correr, de modo
que parecía no tocar el suelo con los pies, iba la
corza blanca, cuyo extraño color destacaba como
una fantástica luz sobre el oscuro fondo de los árboles.
Aunque el joven se sentía dispuesto a ver
en cuanto le rodeaba algo de sobrenatural y maravilloso, la verdad del caso era que, prescindiendo de
la momentánea alucinación que turbó un instante
sus sentidos, fingiéndole músicas, rumores y palabras, ni en la forma de las corzas, ni en sus movimientos ni en los cortos bramidos con que parecían
llamarse, había nada con que no debiese estar ya
muy familiarizado un cazador práctico en esta clase
de expediciones nocturnas.
A medida que desechaba la primera impresión, Garcés comenzó a comprenderlo así, y riéndose interiormente de su incredulidad y su miedo,
desde aquel instante sólo se ocupó en averiguar,
teniendo en cuenta la dirección que seguían, el
punto donde se hallaban las corzas.
Hecho el cálculo, cogió la ballesta entre los
dientes, y arrastrándose como una culebra por
detrás de los lentiscos, fue a situarse obra de unos
cuarenta pasos más lejos del lugar en que antes se
encontraba. Una vez acomodado en su nuevo escondite esperó el tiempo suficiente para que las
corzas estuvieran ya dentro del río, a fin de hacer el
tiro más seguro. Apenas empezó a escucharse ese
ruido particular que produce el agua que se bate a
golpes o se agita con violencia, Garcés comenzó a
levantarse poquito a poco y con las mayores precauciones, apoyándose en la tierra primero sobre la
punta de los dedos, y después con una de las rodillas.
Ya de pie, y cerciorándose a tientas de que
el arma estaba preparada, dio un paso hacia adelante, alargó el cuello por encima de los arbustos
para dominar el remanso, y tendió la ballesta; pero
en el mismo punto en que, a par de la ballesta, tendió la vista buscando el objeto que había de herir,
se escapó de sus labios un imperceptible e involuntario grito de asombro.
La luna, que había ido remontándose con
lentitud por el ancho horizonte, estaba inmóvil y
como suspendida en la mitad del cielo. Su dulce
claridad inundaba el soto, abrillantaba la intranquila
superficie del río, y hacía ver los objetos como a
través de una gasa azul.
Las corzas habían desaparecido.
En su lugar, lleno de estupor y casi de miedo, vio Garcés un grupo de bellísimas mujeres, de
las cuales unas entraban en el agua jugueteando,
mientras las otras acababan de despojarse de las
ligeras túnicas que aún ocultaban a la codiciosa
vista el tesoro de sus formas.
En esos ligeros y cortados sueños de la
mañana, ricos en imágenes risueñas y voluptuosas,
sueños diáfanos y celestes como la luz que entonces comienza a transparentarse a través de las
blancas cortinas del lecho, no ha habido nunca imaginación de veinte años que bosquejase con los
colores de la fantasía una escena semejante a la
que se ofrecía en aquel punto a los ojos del atónico
Garcés.
Despojadas ya de sus túnicas y sus velos
de mil colores, que destacaban sobre el fondo suspendidos de los árboles o arrojados con descuido
sobre la alfombra del césped, las muchachas discurrían a su placer por el soto, formando grupos
pintorescos, y entraban y salían en el agua, haciéndola saltar en chispas luminosas sobre las flores de
la margen como una menuda lluvia de rocío.
Aquí una de ellas, blanca como el vellón de
un cordero, sacaba su cabeza rubia entre las verdes
y flotantes hojas de una planta acuática, de la cual
parecía una flor a medio abrir, cuyo flexible tallo
más bien se adivinaba que se veía temblar debajo
de los infinitos círculos de luz de las ondas.
Otra allá, con el cabello suelto sobre los
hombros, mecíase suspendida de la rama de un
sauce sobre la corriente del río, y sus pequeños
pies, color de rosa, hacían una raya de plata al pasar rozando la tersa superficie. En tanto que éstas
permanecían recostadas aún al borde del agua con
los ojos azules adormidos, aspirando con voluptuosidad el perfume de las flores y estremeciéndose
ligeramente al contacto de la fresca brisa, aquéllas
danzaban en vertiginosa ronda, entrelazando caprichosamente sus manos, dejando caer atrás la cabeza con delicioso abandono, e hiriendo el suelo
con el pie en alternada cadencia.
Era imposible seguirlas en sus ágiles movimientos, imposible abarcar con una mirada los infinitos detalles del cuadro que formaban, unas corriendo, jugando y persiguiéndose con alegres risas
por entre el laberinto de los árboles; otras surcando
el agua como un cisne y rompiendo la corriente con
el levantado seno; otras, en fin, sumergiéndose en
el fondo, donde permanecían largo rato para volver
a la superficie, trayendo una de esas flores extrañas
que nacen escondidas en el lecho de las aguas
profundas.
La mirada del atónito montero vagaba absorta de un lado a otro, sin saber donde fijarse, hasta que, sentado bajo un pabellón de verdura que
parecía servirle de dosel, y rodeado de un grupo de
mujeres todas a cual más bellas, que la ayudaban a
despojarse de sus ligerísimas vestiduras, creyó ver
el objeto de sus ocultas adoraciones: la hija del
noble don Dionís, la incomparable Constanza.
Marchando de sorpresa en sorpresa, el
enamorado joven no se atrevía ya a dar crédito ni al
testimonio de sus sentidos, y creíase bajo la influencia de un sueño fascinador y engañoso.
No obstante, pugnaba en vano por persuadirse de que todo cuanto veía era efecto del desarreglo de su imaginación; porque mientras más la
miraba, y más despacio, más se convencía de que
aquella mujer era Constanza.
No podía caber duda, no; suyos eran aquellos ojos oscuros y sombreados de largas pestañas,
que apenas bastaban a mortiguar la luz de sus pupilas; suyas aquella rubia y abundante cabellera que,
después de coronar su frente, se derramaba por su
blanco seno y sus redondas espaldas como una
cascada de oro; suyos, en fin aquel cuello airoso,
que sostenía su lánguida cabeza, ligeramente inclinada como una flor que se rinde al peso de las gotas de rocío, y aquellas voluptuosas formas que él
había soñado tal vez, y aquellas manos semejantes
a manojos de jazmines, y aquellos pies diminutos,
comparables sólo con dos pedazos de nieve que el
sol no ha podido derretir y que a la mañana blanquean entre la verdura.
En el momento en que Constanza salió del
bosquecillo, sin velo alguno que ocultase a los ojos
de su amante los escondidos tesoros de su hermosura, sus compañeras comenzaron nuevamente a
cantar estas palabras con una melodia dulcísima.
CORO
«Genios del aire, habitadores del luminoso
éter, venid envueltos en un jirón de niebla plateada.
Silfos invisibles, dejad el cáliz de los entreabiertos lirios, venid en vuestros carros de nácar, a
los que vuelan uncidas las mariposas.
Larvas de las fuentes, abandonad el techo
de musgo y caed sobre nosotras en menuda lluvia
de perlas.
Escarabajos de esmeralda, luciérnagas de
fuego, mariposas negras, ¡venid!
Y venid vosotros todos, espíritus de la noche, venid zumbando como un enjambre de insectos de luz y de oro.
Venid, que ya el astro protector de los misterios brilla en la plenitud de su hermosura.
Venid, que ha llegado el momento de las
transformaciones maravillosas.
Venid, que los que os aman os esperan impacientes.»
Garcés, que permanecía inmóvil, sintió al
oír aquellos cantares misteriosos que el áspid de los
celos le mordía el corazón, y obedeciendo a un
impulso más poderoso que su voluntad, deseando
romper de una vez el encanto que fascinaba sus
sentidos, separó con mano trémula y convulsa el
ramaje que le ocultaba, y de un solo salto se puso
en la margen del río. El encanto se rompió, desvaneciose todo como el humo, y al tender en torno
suyo la vista, no vio ni oyó más que el bullicioso
tropel con que las tímidas corzas, sorprendidas en
lo mejor de sus nocturnos juegos, huían espantadas
de su presencia, una por aquí, otra por allá, cuál
salvando de un salto los matorrales, cuál ganando a
todo correr la trocha del monte.
-¡Oh!, bien dije yo que todas estas cosas no
eran más que fantasmagorías del diablo -exclamó
entonces el montero- pero por fortuna esta vez ha
andado un poco torpe dejándome entre las manos
la mejor presa.
Y, en efecto, era así: la corza blanca, deseando escapar por el soto, se había lanzado entre el
laberinto de sus árboles, y enredándose en una red
de madreselvas, pugnaba en vano por desasirse.
Garcés la encaró la ballesta; pero en el mismo punto en que iba a herirla, la corza se volvió hacia el
montero, y con voz clara y aguda detuvo su acción
con un grito, diciéndole:
-Garcés, ¿qué haces? -El joven vaciló y,
después de un instante de duda, dejó caer al suelo
el arma, espantado a la sola idea de haber podido
herir a su amante. Una sonora y estridente carcajada vino a sacarle al fin de su estupor; la corza blanca había aprovechado aquellos cortos instantes
para acabarse de desenredar y huir ligera como un
relámpago, riéndose de la burla hecha al montero.
-¡Ah! condenado engendro de Satanás -dijo
éste con voz espantosa, recogiendo la ballesta con
una rapidez indecible-; pronto has cantado la victoria, pronto te has creído fuera de mi alcance; y esto
diciendo, dejó volar la saeta, que partió silbando y
fue a perderse en la oscuridad del soto, en el fondo
del cual sonó al mismo tiempo un grito, al que siguieron después unos gemidos sofocados.
-¡Dios mío! -exclamó Garcés al percibir
aquellos lamentos angustiosos-. ¡Dios mío, si será
verdad! Y fuera de sí, como loco, sin darse cuenta
apenas de lo que pasaba, corrió en la dirección en
que había disparado la saeta, que era la misma en
que sonaban los gemidos. Llegó al fin; pero al llegar, sus cabellos se erizaron de horror, las palabras
se anudaron en su garganta, y tuvo que agarrarge
al tronco de un árbol para no caer a tierra.
Constanza, herida por su mano, expiraba
allí a su vista, revolcándose en su propia sangre,
entre las agudas zarzas del monte.
La rosa de pasión
Una tarde de verano, y en un jardín de Toledo, me refirió esta singular historia una muchacha
muy buena y muy bonita.
Mientras me explicaba el misterio de su
forma especial, besaba las hojas y los pistilos que
iba arrancando uno a uno de la flor que da a su
nombre esta leyenda.
Si yo la pudiera referir con el suave encanto
y la tierna sencillez que tenía en su boca, os conmovería como a mí me conmovió la historia de la
infeliz Sara.
Ya que esto no es posible, ahí va lo que de
esa tradición se me acuerda en este instante.
I
En una de las callejas más oscuras y tortuosas de la ciudad imperial, empotrada y casi escondida entre la alta torre morisca de una antigua
parroquia muzárabe y los sombríos y blasonados
muros de una casa solariega, tenía hace muchos
años su habitación raquítica, tenebrosa y miserable
como su dueño, un judío llamado Daniel Leví.
Era este judío rencoroso y vengativo como
todos los de su raza, pero más que ninguno engañador e hipócrita.
Dueño, según los rumores del vulgo, de una
inmensa fortuna, veíasele, no obstante, todo el día
acurrucado en el sombrío portal de su vivienda,
componiendo y aderezando cadenillas de metal,
cintos viejos o guarniciones rotas, con las que traía
un gran tráfico entre los truhanes del Zocodover las
revendedoras del Postigo y los escuderos pobres.
Aborrecedor implacable de los cristianos y
de cuanto a ellos pudiera pertenecer, jamás pasó
junto a un caballero principal o un canónigo de la
primada sin quitarse una y hasta diez veces el mugriento bonetillo que cubría su cabeza calva y amarillenta, ni acogió en su tenducho a uno de sus habituales parroquianos sin agobiarle a fuerza de humildes salutaciones acompañadas de aduladoras sonrisas.
La sonrisa de Daniel había llegado a hacerse proverbial en toda Toledo, y su mansedumbre a
prueba de las jugarretas más pesadas y las burlas y
rechiflas de sus vecinos, no conocía límites.
Inútilmente los muchachos, para desesperarte, tiraban piedras a su tugurio; en vano los pajecillos y hasta los hombres de armas del próximo
palacio pretendían aburrirle con los nombres más
injuriosos o las viejas devotas de la feligresía se
santiguaban al pasar por el dintel de su puerta como
si viesen al mismo Lucifer en persona. Daniel sonreía eternamente con una sonrisa extraña e indescriptible. Sus labios delgados y hundidos se dilataban a
la sombra de su nariz desmesurada y corva como el
pico de un aguilucho; y aunque de sus ojos pequeños, verdes, redondos y casi ocultos entre las espesas cejas brotaba una chispa de mal reprimida cólera, seguía impasible golpeando con su martillito de
hierro el yunque donde aderezaba las mil baratijas
mohosas y, al parecer, sin aplicación alguna de que
se componía su tráfico.
Sobre la puerta de la casucha del judío y
dentro de un marco de azulejos de vivos colores, se
abría un ajimez árabe, resto de las antiguas construcciones de los moros toledanos. Alrededor de las
caladas franjas del ajimez, y enredándose por la
columnilla de mármol que lo partía en dos huecos
iguales, subía desde el interior de la vivienda una de
esas plantas trepadoras que se mecen verdes y
llenas de savia y lozanía sobre los ennegrecidos
muros de los edificios ruinosos.
En la parte de la casa que recibía una dudosa luz por los estrechos vanos de aquel ajimez,
único abierto en el musgoso y grieteado paredón de
la calleja, habitaba Sara, la hija predilecta de Daniel.
Cuando los vecinos del barrio pasaban por
delante de la tienda del judío y veían por casualidad
a Sara tras de las celosías de su ajimez morisco y a
Daniel acurrucado junto a su yunque, exclamaban
en alta voz admirados de las perfecciones de la
hebrea: -¡Parece mentira que tan ruin tronco haya
dado de sí tan hermoso vástago!
Porque, en efecto, Sara era un prodigio de
belleza. Tenía los ojos grandes y rodeados de un
sombrío cerco de pestañas negras, en cuyo fondo
brillaba el punto de luz de su ardiente pupila, como
una estrella en el ciclo de una noche oscura. Sus
labios, encendidos y rojos, parecían recortados
hábilmente de un paño de púrpura por las invisibles
manos de una hada. Su tez blanca, pálida y transparente como el alabastro de la estatua de un sepulcro. Contaba apenas diez y seis años, y ya se
veía grabada en su rostro esa dulce tristeza de las
inteligencias precoces y ya hinchaban su seno y se
escapaban de su boca esos suspiros que anuncian
el vago despertar del deseo.
Los judíos más poderosos de la ciudad,
prendados de su maravillosa hermosura, la habían
solicitado para esposa; pero la hebrea, insensible a
los homenajes de sus adoradores y a los consejos
de su padre, que la instaba para que eligiese un
compañero antes de quedar sola en el mundo, se
mantenía encerrada en un profundo silencio, sin dar
más razón de su extraña conducta que el capricho
de permanecer libre. Al fin un día, cansado de sufrir
los desdenes de Sara y sospechando que su eterna
tristeza era indicio cierto de que su corazón abrigaba algún secreto importante, uno de sus adoradores
se acercó a Daniel y le dijo:
-¿Sabes, Daniel, que entre nuestros hermanos se murmura de tu hija?
El judío levantó un instante los ojos de su
yunque, suspendió su continuo martilleo y, sin mostrar la menor emoción, preguntó a su interpelante:
-¿Y qué dicen de ella?
-Dicen -prosiguió su interlocutor-, dicen...
qué sé yo... muchas cosas... Entre otras, que tu hija
está enamorada de un cristiano...-Al llegar a este
punto, el desdeñado amante de Sara se detuvo
para ver el efecto que sus palabras hacían en Daniel.
Daniel levantó de nuevo sus ojos, le miró un
rato fijamente sin decir palabra, y bajando otra vez
la vista para seguir su interrumpida tarea, exclamó:
-¿Y quien dice que eso no es una calumnia?
-Quien los ha visto conversar más de una
vez en esta misma calle, mientras tú asistes al oculto sanedrín de nuestros rabinos -insistió el joven
hebreo admirado de que sus sospechas primero y
después sus afirmaciones no hiciesen mella en el
ánimo de Daniel.
Éste, sin abandonar su ocupación, fija la mirada en el yunque, sobre el que después de dejar a
un lado el martillo se ocupaba en bruñir el broche de
metal de una guarnición con una pequeña lima,
comenzó a hablar en voz baja y entrecortada, como
si maquinalmente fuese repitiendo su labio las ideas
que cruzaban por su mente.
-¡Je! ¡je! ¡je! -decía riéndose de una manera
extraña y diabólica-. ¿Conque a mi Sara, al orgullo
de la tribu, el báculo en que se apoya mi vejez,
piensa arrebatármela un perro cristiano?... ¿Y vosotros creéis que lo hará? ¡Je! ¡je! -continuaba siempre hablando para sí y siempre riéndose, mientras
la lima chirriaba cada vez con más fuerza, mordiendo el metal con sus dientes de acero-. ¡Je! ¡Je! Pobre Daniel, dirán los míos, ¡ya chochea! ¿Para qué
quiere ese viejo moribundo y decrépito esa hija tan
hermosa y tan joven, si no sabe guardarla de los
codiciosos ojos de nuestros enemigos?... ¡Je! ¡je!
¡je! ¿Crees tú por ventura que Daniel duerme?
¿Crees tú por ventura que si mi hija tiene un amante... que bien puede ser, y ese amante es cristiano y
procura seducirla, y la seduce, que todo es posible,
y proyecta huir con ella, que también es fácil, y huye
mañana, por ejemplo, lo cual cabe dentro de lo
humano, crees tú que Daniel se dejará así arrebatar
su tesoro, crees tú que no sabrá vengarse?
-Pero -exclamó interrumpiéndole el joven-,
¿sabéis acaso?...
-Sé -dijo Daniel levantándose y dándole un
golpecito en la espalda-, sé más que tú, que nada
sabes ni nada sabrías si no hubiese llegado la hora
de decirlo todo... Adiós; avisa a nuestros hermanos
para que cuanto antes se reúnan. Esta noche, dentro de una o dos horas, yo estaré con ellos. ¡Adiós!
Y esto diciendo, Daniel empujó suavemente
a su interlocutor hacia la calle, recogió sus trabajos
muy despacio y comenzó a cerrar con dobles cerrojos y aldabas la puerta de la tiendecilla.
El ruido que produjo ésta al encajarse rechinando sobre sus premiosos goznes, impidió al
que se alejaba oír el rumor de las celosías del ajimez que en aquel punto cayeron de golpe, como si
la judía acabara de retirarse de su alféizar.
II
Era noche de Viernes Santo, y los habitantes de Toledo, después de haber asistido a las tinieblas en su magnífica catedral, acababan de entregarse al sueño, o referían al amor de la lumbre
consejas parecidas a la del Cristo de la Luz, que
robado por unos judíos, dejó un rastro de sangre
por el cual se descubrió el crimen, o la historia del
Santo Niño de la Guarda, en quien los implacables
enemigos de nuestra fe renovaron la cruel Pasión
de Jesús. Reinaba en la ciudad un silencio profundo: interrumpido a intervalos, ya por las lejanas
voces de los guardias nocturnos que en aquella
época velaban en derredor del alcázar, ya por los
gemidos del viento que hacía girar las veletas de las
torres o zumbaba entre las torcidas revueltas de las
calles, cuando el dueño de un barquichuelo que se
mecía amarrado a un poste cerca de los molinos,
que parecen como incrustados al pie de las rocas
que baña el Tajo y sobre las que se asienta la ciudad, vio aproximarse a la orilla, bajando trabajosamente por uno de los estrechos senderos que desde lo alto de los muros conducen al río, a una persona a quien al parecer aguardaba con impaciencia.
-¡Ella es! -murmuró entre dientes el barquero-. ¡No parece sino que esta noche anda revuelta
toda esa endiablada raza de judíos!... ¿Dónde diantres se tendrán dada cita con Satanás, qué todos
acuden a mi barca teniendo tan cerca el puente?...
No, no irán a nada bueno, cuando así evitan toparse
de manos a boca con los hombres de armas de San
Servando...; pero, en fin, ello es que me dan buenos
dineros a ganar, y a su alma su palma, que yo en
nada entro ni salgo.
Esto diciendo el buen hombre, sentándose
en su barca aparejó los remos, y cuando Sara, que
no era otra la persona a quien al parecer había
aguardado hasta entonces, hubo saltado al barquichuelo, soltó la amarra que lo sujetaba y comenzó a
bogar en dirección a la orilla opuesta.
-¿Cuántos han pasado esta noche? preguntó Sara al barquero apenas se hubieron alejado de los molinos y como refiriéndose a algo de
que ya habían tratado anteriormente.
-Ni los he podido contar -respondió el interpelado-; ¡un enjambre! Parece que esta noche será
la última que se reúnen.
-¿Y sabes de qué tratan y con qué objeto
abandonan la ciudad a estas horas?
-Lo ignoro...; pero ello es que aguardan a
alguien que debe de llegar esta noche... Yo no sé
para qué le aguardarán, aunque presumo que para
nada bueno.
Después de este breve diálogo, Sara se
mantuvo algunos instantes sumida en un profundo
silencio y como tratando de coordinar sus ideas. -No
hay duda -pensaba entre sí-; mi padre ha sorprendido nuestro amor y prepara alguna venganza horrible. Es preciso que yo sepa adónde van, qué hacen,
qué intentan. Un momento de vacilación podría
perderle.
Cuando Sara se puso un instante de pie, y
como para alejar las horribles dudas que la preocupaban se pasó la mano por la frente, que la angus-
tia había cubierto de un sudor glacial, la barca tocaba a la orilla opuesta.
-Buen hombre -exclamó la hermosa hebrea
arrojando algunas monedas a su conductor y señalando un camino estrecho y tortuoso que subía serpenteando por entre las rocas-, ¿es ese el camino
que siguen?
-Ese es, y cuando llegan a la Cabeza del
Moro desaparecen por la izquierda. Después el
diablo y ellos sabrán adónde se dirigen -respondió
el barquero.
Sara se alejó en la dirección que éste le
había indicado. Durante algunos minutos se le vio
aparecer y desaparecer alternativamente entre
aquel oscuro laberinto de rocas oscuras y cortadas
a pico: después, y cuando hubo llegado a la cima
llamada la Cabeza del Moro, su negra silueta se
dibujó un instante sobre el fondo azul del cielo, y por
último desapareció entre las sombras de la noche.
III
Siguiendo el camino donde hoy se encuentra la pintoresca ermita de la Virgen del Valle, y
como a dos tiros de ballesta del picacho que el vulgo conoce en Toledo por la Cabeza del Moro, exist-
ían, aún en aquella época los ruinosos restos de
una iglesia bizantina, anterior a la conquista de los
árabes.
En el atrio que dibujaban algunos pedruscos
diseminados por el suelo, crecían zarzales y hierbas
parásitas, entre los que yacían medio ocultos, ya el
destrozado capitel de una columna, ya un sillar groseramente esculpido con hojas entrelazadas, endriagos horribles y grotescos, e informes figuras
humanas. Del templo sólo quedaban en pie los muros laterales y algunos arcos rotos y cubiertos de
hiedra.
Sara, a quien parecía guiar un sobrenatural
presentimiento, al llegar al punto que le había señalado su conductor, vaciló algunos instantes, indecisa
acerca del camino que debía seguir; pero, por último, se dirigió con paso firme y resuelto hacia las
abandonadas ruinas de la iglesia.
En efecto, su instinto no la había engañado.
Daniel, que ya no sonreía. Daniel, que no era ya el
viejo débil y humilde, sino que antes bien, despidiendo cólera de sus pequeños y redondos ojos,
parecía animado del espíritu de la venganza, rodeado de una multitud como él, ávida de saciar su
sed de odio en uno de los enemigos de su religión,
estaba allí y parecía multiplicarse dando órdenes a
los unos, animando en el trabajo a los otros, disponiendo, en fin, con una horrible solicitud los aprestos
necesarios para la consumación de la espantosa
obra que había estado meditando días y días mientras golpeaba impasible el yunque en su covacha de
Toledo.
Sara, que a favor de la oscuridad había logrado llegar hasta el atrio de la iglesia, tuvo que
hacer un esfuerzo para no arrojar un grito de horror
al penetrar en su interior con la mirada. Al rojizo
resplandor de una fogata que proyectaba la forma
de aquel círculo infernal en los muros del templo,
había creído ver que algunos hacían esfuerzos por
levantar en alto una pesada cruz, mientras otros
tejían una corona con las ramas de los zarzales o
aplastaban sobre una piedra las puntas de los
enormes clavos de hierro. Una idea espantosa
cruzó por su mente; recordó que a los de su raza
los habían acusado más de una vez de misteriosos
crímenes; recordó vagamente la aterradora historia
del Niño Crucificado, que ella hasta entonces había
creído una grosera calumnia, inventada por el vulgo
para apostrofar y zaherir a los hebreos.
Pero ya no le cabía duda alguna; allí, delante de sus ojos, estaban aquellos horribles instrumentos de martirio, y los feroces verdugos sólo
aguardaban la víctima.
Sara, llena de una santa indignación, rebosando en generosa ira y animada de esa fe inquebrantable en el verdadero Dios que su amante le
había revelado, no pudo contenerse a la vista de
aquel espectáculo, y rompiendo por entre la maleza
que la ocultaba, presentose de improviso en el dintel del templo.
Al verla aparecer, los judíos arrojaron un grito de sorpresa; y Daniel, dando un paso hacia su
hija en ademán amenazante, le preguntó con voz
ronca: -¿Qué buscas aquí, desdichada?
-Vengo a arrojar sobre vuestras frentes -dijo
Sara con voz firme y resuelta- todo el baldón de
vuestra infame obra, y vengo a deciros que en vano
esperáis la víctima para el sacrificio, si ya no es que
intentáis cebar en mí vuestra sed de sangre; porque
el cristiano a quien aguardáis no vendrá, porque yo
le he prevenido de vuestras asechanzas.
-¡Sara! -exclamó el judío rugiendo de cólera-, Sara, eso no es verdad; tú no puedes habernos
hecho traición hasta el punto de revelar nuestros
misteriosos ritos; y si es verdad que los has revelado, tú no eres mi hija...
-No; ya no lo soy: he encontrado otro padre,
un padre todo amor para los suyos, un padre a
quien vosotros enclavasteis en una afrentosa cruz, y
que murió en ella por redimirnos, abriéndonos para
una eternidad las puertas del cielo. No; ya no soy
vuestra hija, porque soy cristiana y me avergüenzo
de mi origen.
Al oír estas palabras, pronunciadas con esa
enérgica entereza que sólo pone el cielo en boca de
los mártires, Daniel, ciego de furor, se arrojó sobre
la hermosa hebrea, y derribándola en tierra y asiéndola por los cabellos, la arrastró como poseído de
un espíritu infernal hasta el pie de la Cruz, que parecía abrir sus descarnados brazos para recibirla,
exclamando al dirigirse a los que les rodeaban:
-Ahí os la entrego; haced vosotros justicia
de esa infame, que ha vendido su honra, su religión
y a sus hermanos.
IV
Al día siguiente, cuando las campanas de la
catedral atronaban los aires tocando a gloria, y los
honrados vecinos de Toledo se entretenían en tirar
ballestazos a los judas de paja, ni más ni menos
que como todavía lo hacen en algunas de nuestras
poblaciones, Daniel abrió la puerta de su tenducho,
como tenía de costumbre, y con su eterna sonrisa
en los labios comenzó a saludar a los que pasaban,
sin dejar por eso de golpear en el yunque con su
martillito de hierro; pero las celosías del morisco
ajimez de Sara no volvieron a abrirse, ni nadie vio
más a la hermosa hebrea recostada en su alféizar
de azulejos de colores.
Cuentan que algunos años después un pastor trajo al arzobispo una flor hasta entonces nunca
vista, en la cual se veían figurados todos los atributos del martirio del Salvador; flor extraña y misteriosa que había crecido y enredado sus tallos por entre
los ruinosos muros de la derruida iglesia.
Cavando en aquel lugar y tratando de inquirir el origen de aquella maravilla, añaden que se
hallo el esqueleto de una mujer, y enterrados con
ella otros tantos atributos divinos como la flor tenía.
El cadáver, aunque nunca se pudo averiguar de quién era, se conservó por largos años con
veneración especial en la ermita de San Pedro el
Verde, y la flor, que hoy se ha hecho bastante
común, se llama Rosa de Pasión.
FIN DEL TOMO PRIMERO
Obras completas de Gustavo Adolfo
Bécquer
TOMO SEGUNDO
Creed en Dios
Cantiga provenzal
«Yo fui el verdadero Teobaldo de Montagut,
barón de Fortcastell. Noble o villano,
señor o pechero, tú, cualquiera que seas,
que te detienes un instante al borde de mi sepu
cree en Dios, como yo he creído, y ruégale por
I
Nobles aventureros que, puesta la lanza en
la cuja, caída la visera del casco y jinetes sobre un
corcel poderoso, recorréis la tierra sin más patrimonio que vuestro nombre clarísimo y vuestro montante, buscando honra y prez en la profesión de las
armas: si al atravesar el quebrado valle de Montagut
os han sorprendido en él la tormenta y la noche, y
habéis encontrado un refugio en las ruinas del monasterio que aún se ve en su fondo, oídme.
II
Pastores que seguís con lento paso a vuestras ovejas, que pacen derramadas por las colinas y
las llanuras: si al conducirlas al borde del transparente riachuelo que corre, forcejea y salta por entre
los peñascos del valle de Montagut, en el rigor del
verano y en una siesta de fuego habéis encontrado
la sombra y el reposo al pie de las derruidas arcadas del monasterio, cuyos musgosos pilares besan
las ondas, oídme.
III
Niñas de las cercanas aldeas, lirios silvestres que crecéis felices al abrigo de vuestra humildad: si en la mañana del santo Patrono de estos
lugares, al bajar al valle de Montagut a coger tréboles y margaritas con que embellecer su retablo,
venciendo el temor que os inspira el sombrío monasterio que se alza en sus peñas, habéis penetrado en su claustro mudo y desierto para vagar entre
sus abandonadas tumbas, a cuyos bordes crecen
las margaritas más dobles y los jacintos más azules,
oídme.
IV
Tú, noble caballero, tal vez al resplandor de
un relámpago; tú, pastor errante, calcinado por los
rayos del sol; tú, en fin, hermosa niña, cubierta aún
con gotas de rocío semejantes a lágrimas: todos
habréis visto en aquel santo lugar una tumba, una
tumba humilde. Antes la componían una piedra
tosca y una cruz de palo; la cruz ha desaparecido y
sólo queda la piedra. En esa tumba, cuya inscripción es el mote de mi canto, reposa en paz el último
barón de Fortcastell, Teobaldo de Montagut, del
cual voy a referiros la peregrina historia.
I
Cuando la noble condesa de Montagut estaba en cinta de su primogénito Teobaldo, tuvo un
ensueño misterioso y terrible. Acaso un aviso de
Dios; tal vez una vana fantasía que el tiempo realizó
más adelante. Soñó que en su seno engendraba
una serpiente, una serpiente monstruosa que, arrojando agudos silbidos, y ora arrastrándose entre la
menuda hierba, ora replegándose sobre sí misma
para saltar, huyó de su vista, escondiéndose al fin
entre unas zarzas.
-¡Allí está!, ¡allí está! -gritaba la condesa en
su horrible pesadilla, señalando a sus servidores la
zarza en que se había escondido el asqueroso reptil.
Cuando sus servidores llegaron presurosos
al punto que la noble dama, inmóvil y presa de un
profundo terror, les señalaba aún con el dedo, una
blanca paloma se levantó de entre las breñas y se
remontó a las nubes.
La serpiente había desaparecido.
II
Teobaldo vino al mundo. Su madre murió al
darlo a luz, su padre pereció algunos años después
en una emboscada, peleando como bueno contra
los enemigos de Dios.
Desde este punto, la juventud del primogénito de Fortcastell sólo puede compararse a un
huracán. Por donde pasaba se veía señalando su
camino un rastro de lágrimas y de sangre. Ahorcaba
a sus pecheros, se batía con sus iguales, perseguía
a las doncellas, daba de palos a los monjes, y en
sus blasfemias y juramentos ni dejaba santo en paz
ni cosa sagrada que no maldijese.
III
Un día que salió de caza y que, como era
su costumbre, hizo entrar a guarecerse de la lluvia a
toda su endiablada comitiva de pajes licenciosos,
arqueros desalmados y siervos envilecidos, con
perros, caballos y gerifaltes, en la iglesia de una
aldea de sus dominios, un venerable sacerdote,
arrostrando su cólera y sin temer los violentos
arranques de su carácter impetuoso, le conjuró, en
nombre del Cielo y llevando una hostia consagrada
en sus manos, a que abandonase aquel lugar y
fuese a pie y con un bordón de romero a pedir al
Papa la absolución de sus culpas.
-¡Déjeme en paz, viejo loco! -exclamó Teobaldo al oírle-; déjeme en paz; o, ya que no he encontrado una sola pieza durante el día, te suelto mis
perros y te cazo como a un jabalí para distraerme.
IV
Teobaldo era hombre de hacer lo que decía.
El sacerdote, sin embargo, se limitó a contestarle: Haz lo que quieras, pero ten presente que hay un
Dios que castiga y perdona, y que si muero a tus
manos, borrará mis culpas del libro de su indignación, para escribir tu nombre y hacerte expiar tu
crimen.
-¡Un Dios que castiga y perdona! prorrumpió el sacrílego barón con una carcajada-.
Yo no creo en Dios, y para darte una prueba voy a
cumplirte lo que te he prometido; porque, aunque
poco rezador, soy amigo de no faltar a mis palabras.
¡Raimundo! ¡Gerardo! ¡Pedro! Azuzad la jauría,
dadme el venablo, tocad el alalí en vuestras trompas, que vamos a darle caza a este imbécil, aunque
se suba a los retablos de sus altares.
V
Ya, después de dudar un instante y a una
nueva orden de su señor, comenzaban los pajes a
desatar los lebreles, que aturdían la iglesia con sus
ladridos; ya el barón había armado su ballesta riendo con una risa de Satanás, y el venerable sacerdote murmurando una plegaria, elevaba sus ojos al
cielo y esperaba tranquilo la muerte, cuando se oyó
fuera del sagrado recinto una vocería terrible, bramidos de trompas que hacían señales de ojeo, y
gritos de -¡Al jabalí! -¡Por las breñas! -¡Hacia el
monte! Teobaldo, al anuncio de la deseada res,
corrió a las puertas del santuario, ebrio de alegría;
tras él fueron sus servidores, y con sus servidores
los caballos y los lebreles.
VI
-¿Por dónde va el jabalí? -preguntó el barón
subiendo a su corcel, sin apoyarse en el estribo ni
desarmar la ballesta. -Por la cañada que se extiende al pie de esas colinas -le respondieron. Sin escuchar la última palabra, el impetuoso cazador hundió su acicate de oro en el ijar del caballo, que partió al escape. Tras él partieron todos.
Los habitantes de la aldea, que fueron los
primeros en dar la voz de alarma, y que al aproximarse el terrible animal se habían guarecido en sus
chozas, asomaron tímidamente la cabeza a los quicios de sus ventanas; y cuando vieron desaparecer
la infernal comitiva por entre el follaje de la espesura, se santiguaron en silencio.
VII
Teobaldo iba delante de todos. Su corcel,
más ligero o más castigado que los de sus servidores, seguía tan de cerca a la res, que dos o tres
veces, dejándole la brida sobre el cuello al fogoso
bruto, se había empinado sobre los estribos y
echándose al hombro la ballesta para herirlo. Pero
el jabalí, al que sólo divisaba a intervalos entre los
espesos matorrales, tornaba a desaparecer de su
vista para mostrársele de nuevo fuera del alcance
de su arma.
Así corrió muchas horas, atravesó las cañadas del valle y el pedregoso lecho del río, e internándose en un bosque inmenso, se perdió entre
sus sombrías revueltas, siempre fijos los ojos en la
codiciada res, siempre creyendo alcanzarla, siempre viéndose burlado por su agilidad maravillosa.
VIII
Por último, pudo encontrar una ocasión propicia, tendió el brazo y voló la saeta que fue a clavarse temblando en el lomo del terrible animal, que
dio un salto y un espantoso bufido. -¡Muerto está! exclama con un grito de alegría el cazador, volviendo a hundir por la centésima vez el acicate en el
sangriento ijar de su caballo-; ¡muerto está!, en balde huye. El rastro de la sangre que arroja marca su
camino. Y esto diciendo comenzó a hacer en la
bocina la señal del triunfo para que la oyesen sus
servidores.
En aquel instante el corcel se detuvo, flaquearon sus piernas, un ligero temblor agitó sus
contraídos músculos, y cayó al suelo desplomado
arrojando por la hinchada nariz cubierta de espuma
un caño de sangre.
Había muerto de fatiga, había muerto cuando la carrera del herido jabalí comenzaba a acortarse, cuando bastaba un solo esfuerzo más para alcanzarlo.
IX Pintar la ira del colérico Teobaldo sería
imposible. Repetir sus maldiciones y sus blasfemias, sólo repetirlas, fuera escandaloso e impío.
Llamó a grandes voces a sus servidores, y únicamente le contestó el eco en aquellas inmensas soledades, y se arrancó los cabellos y se mesó las
barbas, presa de la más espantosa desesperación. Le seguiré a la carrera, aun cuando haya de reventarme -exclamó al fin, armando de nuevo su ballesta
y disponiéndose a seguir a la res; pero en aquel
momento sintió ruido a sus espaldas, se entreabrieron las ramas de la espesura y se presentó a sus
ojos un paje que traía del diestro un corcel negro
como la noche.
-El cielo me lo envía -dijo el cazador,
lanzándose sobre sus lomos ágil como un gamo. El
paje, que era delgado, muy delgado, y amarillo como la muerte, se sonrió de una manera extraña al
presentarle la brida.
X
El caballo relinchó con una fuerza que hizo
estremecer el bosque; dio un bote increíble, un bote
en que se levantó más de diez varas del suelo, y el
aire comenzó a zumbar en los oídos del jinete, como zumba una piedra arrojada por la honda. Había
partido al escape; pero a un escape tan rápido que,
temeroso de perder los estribos y caer a tierra turbado por el vértigo, tuvo que cerrar los ojos y agarrarse con ambas manos a sus flotantes crines.
Y sin agitar sus riendas, sin herirle con el
acicate ni animarlo con la voz, el corcel corría, corría sin detenerse. ¿Cuánto tiempo corrió Teobaldo
con él, sin saber por dónde, sintiendo que las ramas
le abofeteaban el rostro al pasar, y los zarzales
desgarraban sus vestidos, y el viento silbaba a su
alrededor? Nadie lo sabe.
XI
Cuando, recobrado el ánimo, abrió los ojos
un instante para arrojar en torno suyo una mirada
inquieta se encontró lejos, muy lejos de Montagut, y
en unos lugares para él completamente extraños. El
corcel corría, corría sin detenerse, y árboles, rocas,
castillos y aldeas pasaban a su lado como una exhalación. Nuevos y nuevos horizontes se abrían
ante su vista; horizontes que se borraban para dejar
lugar a otros más y más desconocidos. Valles angostos, herizados de colosales fragmentos de granito que las tempestades habían arrancado de la
cumbre de las montañas; alegres campiñas, cubiertas de un tapiz de verdura y sembradas de blancos
caseríos; desiertos sin límites, donde hervían las
arenas calcinadas por los rayos de un sol de fuego;
vastas soledades, llanuras inmensas, regiones de
eternas nieves, donde los gigantescos témpanos
asemejaban, destacándose sobre un cielo gris y
oscuro, blancos fantasmas que extendían sus brazos para asirle por los cabellos al pasar, todo esto, y
mil y mil otras cosas que yo no podré deciros, vio en
su fantástica carrera, hasta tanto que, envuelto en
una niebla oscura, dejó de percibir el ruido que producían los cascos del caballo al herir la tierra.
I
Nobles caballeros, sencillos pastores, hermosas niñas, que escucháis mi relato: si os maravilla lo que os cuento, no creáis que es un fábula
tejida a mi antojo para sorprender vuestra credulidad; de boca en boca ha llegado hasta mí esta tradición y la leyenda del sepulcro que aún subsiste en
el monasterio de Montagut es un testimonio irrecusable de la veracidad de mis palabras.
Creed, pues, lo que he dicho, y creed lo que
aún me resta por decir, que es tan cierto como lo
anterior, aunque más maravilloso. Yo podré acaso
adornar con algunas galas de la poesía el desnudo
esqueleto de esta sencilla y terrible historia, pero
nunca me apartaré un punto de la verdad a sabiendas.
II
Cuando Teobaldo dejó de percibir las pisadas de su corcel y se sintió lanzado en el vacío, no
pudo reprimir un involuntario estremecimiento de
terror. Hasta entonces había creído que los objetos
que se representaban a sus ojos eran fantasmas de
su imaginación, turbada por el vértigo, y que su
corcel corría desbocado, es verdad, pero corría sin
salir del término de su señorío. Ya no le quedaba
duda de que era juguete de un poder sobrenatural,
que le arrastraba, sin que supiese adonde, a través
de aquellas nieblas oscuras, de aquellas nubes de
formas caprichosas y fantásticas, en cuyo seno, que
se iluminaba a veces con el resplandor de un
relámpago, creía distinguir las hirvientes centellas,
próximas a desprenderse.
El corcel corría, o mejor dicho, nadaba en
aquel océano de vapores caliginosos y encendidos,
y las maravillas del cielo comenzaron a desplegarse
unas tras otras ante los espantados ojos de su jinete.
III
Cabalgando sobre las nubes, vestidos de
luengas túnicas con orlas de fuego, suelta al
huracán la encendida cabellera y blandiendo sus
espadas que relampagueaban arrojando chispas de
cárdena luz, vio a los ángeles, ministros de la cólera
del Señor, cruzar como un formidable ejército sobre
las alas de la tempestad.
Y subió más alto, y creyó divisar a lo lejos
las tormentosas nubes semejantes a un mar de
lava, y oyó mugir el trueno a sus pies como muge el
Océano azotando la roca desde cuya cima le contempla el atónito peregrino.
IV
Y vio el arcángel, blanco como la nieve, que
sentado sobre un inmenso globo de cristal, lo dirige
por el espacio en las noches serenas, como un bajel
de plata sobre la superficie de un lago azul.
Y vio el sol volteando encendido sobre ejes
de oro en una atmósfera de colores y de fuego, y en
su foco a los ígneos espíritus que habitan incólumes
entre las llamas, y desde su ardiente seno entonan
al Criador himnos de alegría.
Vio los hilos de luz imperceptibles que atan
los hombres a las estrellas, y vio el arco iris, echado
como un puente colosal sobre el abismo que separa
al primer cielo del segundo.
V
Por una escala misteriosa vio bajar las almas a la tierra: vio bajar muchas y subir pocas. Cada una de aquellas almas inocentes iba acompañada de un arcángel purísimo que le cubría con la
sombra de sus alas. Los que tornaban solos tornaban en silencio y con lágrimas en los ojos; los que
no, subían cantando como suben las alondras en
las mañanas de Abril.
Después, las tinieblas rosadas y azules que
flotaban en el espacio como cortinas de gasa transparente, se rasgaron como el día de gloria se rasga
en nuestros templos el velo de los altares; y el paraíso de los justos se ofreció a sus miradas deslumbrador y magnífico.
VI
Allí estaban los santos profetas que habréis
visto groseramente esculpidos en las portadas de
piedra de nuestras catedrales; allí las vírgenes luminosas, que intenta en vano copiar de sus sueños
el pintor, en los vidrios de colores de las ojivas; allí
los querubines, con sus largas y flotantes vestiduras
y sus nimbos de oro, como los de las tablas de los
altares; allí, en fin, coronada de estrellas, vestida de
luz, rodeada de todas las jerarquías celestes, y
hermosa sobre toda ponderación, Nuestra Señora
de Monserrat, la Madre Dios, la reina de los arcángeles, el amparo de los pecadores y el consuelo de
los afligidos.
VII
Más allá el paraíso de los justos, más allá el
trono donde se sienta la Virgen María. El ánimo de
Teobaldo se sobrecogió temeroso, y un hondo pavor se apoderó de su alma. La eterna soledad; el
eterno silencio viven en aquellas regiones; que conducen al misterioso santuario del Señor. De cuando
en cuando azotaba su frente una ráfaga de aire, frío
como la hoja de un puñal, que crispaba sus cabellos
de horror y penetraba hasta la médula de sus huesos, ráfagas semejantes a las que anunciaban a los
profetas la aproximación del espíritu divino. Al fin
llegó a un punto donde creyó percibir un rumor sordo, que pudiera compararse al zumbido lejano de
un enjambre de abejas, cuando, en las tardes del
otoño, revolotean en derredor de las últimas flores.
VIII
Atravesaba esa fantástica región adonde
van todos los acentos de la tierra, los sonidos que
decimos que se desvanecen, las palabras que juzgamos que se pierden en el aire, los lamentos que
creemos que nadie oye.
Aquí, en un círculo armónico, flotan las plegarias de los niños, las oraciones de las vírgenes,
los salmos de los piadosos eremitas, las peticiones
de los humildes, las castas palabras de los limpios
de corazón, las resignadas quejas de los que padecen, los ayes de los que sufren y los himnos de los
que esperan. Teobaldo oyó entre aquellas voces,
que palpitaban aún en el éter luminoso, la voz de su
santa madre que pedía a Dios por él; pero no oyó la
suya.
IX
Más allá hirieron sus oídos con un estrépito
discordante mil y mil acentos ásperos y roncos,
blasfemias, gritos de venganzas, cantares de org-
ías, palabras lúbricas, maldiciones de la desesperación, amenazas de impotencia y juramentos sacrílegos de la impiedad.
Teobaldo atravesó el segundo círculo con la
rapidez que el meteoro cruza el cielo en una tarde
de verano, por no oír su voz que vibraba allí sonante y atronadora, sobreponiéndose a las otras voces
en medio de aquel concierto infernal.
-¡No creo en Dios! ¡No creo en Dios! decían aún su acento agitándose en aquel océano
de blasfemias; y Teobaldo comenzaba a creer.
X
Dejó atrás aquellas regiones y atravesó
otras inmensidades llenas de visiones terribles, que
ni él pudo comprender ni yo acierto a concebir, y
llegó al cabo al último círculo de la espiral de los
cielos, donde los serafines adoran al Señor, cubierto
el rostro con las triples alas y prosternados a sus
pies.
Él quiso mirarlo.
Un aliento de fuego abrasó su cara, un mar
de luz oscureció sus ojos, un trueno gigante retumbó en sus oídos, y, arrancado del corcel y lan-
zado al vacío como la piedra candente que arroja un
volcán, se sintió bajar y bajar sin caer nunca, ciego,
abrasado y ensordecido, como cayó el ángel rebelde cuando Dios derribó el pedestal de su orgullo
con un soplo de sus labios.
I
La noche había cerrado y el viento gemía
agitando las hojas de los árboles, por entre cuyas
frondosas ramas se deslizaba un suave rayo de
luna, cuando Teobaldo, incorporándose sobre el
codo y restregándose los ojos como si despertara
de un profundo sueño, tendió alrededor una mirada
y se encontró en el mismo bosque donde hirió al
jabalí, donde cayó muerto su corcel, donde le dieron
aquella fantástica cabalgadura que le había arrastrado a unas regiones desconocidas y misteriosas.
Un silencio de muerte reinaba en su alrededor; un silencio que sólo interrumpía el lejano bramido de los ciervos, el temeroso murmullo de las
hojas y el eco de una campana distante que de vez
en cuando traía el viento en sus ráfagas.
-Habré soñado dijo el barón; y emprendió su
camino a través del bosque, y salió al fin a la llanura.
II
En lontananza, y sobre las rocas de Montagut, vio destacarse la negra silueta de su castillo
sobre el fondo azulado y transparente del cielo de la
noche. -Mi castillo está lejos y estoy cansado murmuró-; esperaré el día en un lugar cercano -y se
dirigió al lugar. Llamó a una puerta. -¿Quién sois? le preguntaron. -El barón de Fortcastell -respondió,
y se le rieron en sus barbas. Llamó a otra. -¿Quién
sois y qué queréis? -tornaron a preguntarle. Vuestro señor -insistió el caballero, sorprendido de
que no le conociesen-; Teobaldo de Montagut. ¡Teobaldo de Montagut! -dijo colérica su interlocutora, que no era una vieja-; ¡Teobaldo de Montagut el
del cuento! ¡Bah!... Seguid vuestro camino, y no
vengáis a sacar de su sueño a las gentes honradas
para decirles chanzonetas insulsas.
III
Teobaldo, lleno de asombro, abandonó la
aldea y se dirigió al castillo, a cuyas puertas llegó
cuando apenas clareaba el día. El foso estaba cegado, con los sillares de las derruidas almenas; el
puente levadizo, inútil ya se pudría colgado aún de
sus fuertes tirantes de hierro, cubiertos de orín por
la acción de los años; en la torre del homenaje tañía
lentamente una campana; frente al arco principal de
la fortaleza sobre un pedestal de granito se elevaba
una cruz; en los muros no se veía un solo soldado;
y, confuso y sordo, parecía que de su seno se elevaba como un murmullo lejano, un himno religioso,
grave, solemne y magnífico.
-¡Y éste es mi castillo, no hay duda! -decía
Teobaldo, paseando su inquieta mirada de un punto
a otro, sin acertar a comprender lo que le pasaba-.
¡Aquél es mi escudo, grabado aún sobre la clave del
arco! ¡Ese es el valle de Montagut! Estas tierras que
domino, el señorío de Fortcastell...
En aquel instante las pesadas hojas de la
puerta giraron sobre sus goznes y apareció en su
dintel un religioso.
IV
-¿Quién sois y qué hacéis aquí? -preguntó
Teobaldo al monje.
-Yo soy -contestó éste- un humilde servidor
de Dios, religioso del monasterio del Montagut.
-Pero... -interrumpió el barón- Montagut ¿no
es un señorío?
-Lo fue... -prosiguió el monje- hace mucho
tiempo... A su último señor, según cuentan, se lo
llevó el diablo; y como no tenía a nadie que le sucediese en el feudo, los condes soberanos hicieron
donación de estas tierras a los religiosos de nuestra
regla, que están aquí desde habrá cosa de ciento a
ciento veinte años. Y vos, ¿quién sois?
-Yo... -balbuceó el barón de Fortcastell,
después de un largo rato de silencio-; yo soy... un
miserable pecador que arrepentido de sus faltas,
viene a confesarlas a vuestro abad, y a pedirle que
lo admita en el seno de su religión.
La promesa
I
Margarita lloraba con el rostro oculto entre
las manos; lloraba sin gemir, pero las lágrimas corrían silenciosas a lo largo de sus mejillas, deslizándose por entre sus dedos para caer en la tierra
hacia la que había doblado su frente.
Junto a Margarita estaba Pedro, quien levantaba de cuando en cuando los ojos para mirarla,
y viéndola llorar tornaba a bajarlos, guardando a su
vez un silencio profundo.
Y todo callaba alrededor y parecía respetar
su pena. Los rumores del campo se apagaban; el
viento de la tarde dormía, y las sombras comenzaban a envolver los espesos árboles del soto.
Así transcurrieron algunos minutos, durante
los cuales se acabó de borrar el rastro de luz que el
sol había dejado al morir en el horizonte; la luna
comenzó a dibujarse vagamente sobre el fondo
violado del cielo del crepúsculo, y unas tras otras
fueron apareciendo las mayores estrellas.
Pedro rompió al fin aquel silencio angustioso, exclamando con voz sorda y entrecortada y
como si hablase consigo mismo:
-¡Es imposible... imposible!
Después, acercándose a la desconsolada
niña y tomando una de sus manos, prosiguió con
acento más cariñoso y suave:
-Margarita, para ti el amor es todo, y tú no
ves nada más allá del amor. No obstante, hay algo
tan respetable como nuestro cariño, y es mi deber.
Nuestro señor el conde de Gómara parte mañana
de su castillo para reunir su hueste a las del rey Don
Fernando, que va a sacar a Sevilla del poder de los
infieles, y yo debo partir con el conde. Huérfano
oscuro, sin nombre y sin familia, a él le debo cuanto
soy. Yo le he servido en el ocio de las paces, he
dormido bajo su techo, me he calentado en su
hogar y he comido el pan a su mesa. Si hoy le
abandono, mañana sus hombres de armas, al salir
en tropel por las poternas de su castillo, preguntarán maravillados de no verme: -¿Dónde está el
escudero favorito del conde de Gómara? Y mi señor
callará con vergüenza, y sus pajes y sus bufones
dirán en son de mofa: -El escudero del conde no es
más que un galán de justes, un lidiador de cortesía.
Al llegar a este punto, Margarita levantó sus
ojos llenos de lágrimas para fijarlos en los de su
amante, y removió los labios como para dirigirle la
palabra; pero su voz se ahogó en un sollozo.
Pedro, con acento aún más dulce y persuasivo, prosiguió así:
-No llores, por Dios, Margarita; no llores,
porque tus lágrimas me hacen daño. Voy a alejarme
de ti; mas yo volveré después de haber conseguido
un poco de gloria para mi nombre oscuro...
El cielo nos ayudará en la santa empresa;
conquistaremos a Sevilla, y el rey nos dará feudos
en las riberas del Guadalquivir a los conquistadores.
Entonces volveré en tu busca y nos iremos juntos a
habitar en aquel paraíso de los árabes, donde dicen
que hasta el cielo es más limpio y más azul que el
de Castilla.
Volveré, te lo juro; volveré a cumplir la palabra solemnemente empeñada el día en que puse en
tus manos ese anillo, símbolo de una promesa.
-¡Pedro! -exclamó entonces Margarita dominando su emoción y con voz resuelta y firme-. Ve,
ve a mantener tu honra; -y al pronunciar estas palabras, se arrojó por última vez en brazos de su
amante. Después añadió con acento más sordo y
conmovido:- Ve a mantener tu honra pero vuelve...,
vuelve a traerme la mía.
Pedro besó la frente de Margarita, desató
su caballo, que estaba sujeto a uno de los árboles
del soto, y se alejó al galope por el fondo de la alameda.
Margarita siguió a Pedro con los ojos hasta
que su sombra se confundió entre la niebla de la
noche; y cuando ya no pudo distinguirle, se volvió
lentamente al lugar, donde la aguardaban sus hermanos.
-Ponte tus vestidos de gala -le dijo uno de
ellos al entrar-, que mañana vamos a Gómara con
todos los vecinos del pueblo para ver al conde que
se marcha a Andalucía.
-A mí más me entristece que me alegra ver
irse a los que acaso no han de volver -respondió
Margarita con un suspiro.
-Sin embargo -insistió el otro hermano-, has
de venir con nosotros y has de venir compuesta y
alegre: así no dirán las gentes murmuradoras que
tienes amores en el castillo y que tus amores se van
a la guerra.
II
Apenas rayaba en el cielo la primera luz del
alba, cuando empezó a oírse por todo el campo de
Gómara la aguda trompetería de los soldados del
conde, y los campesinos que llegaban en numerosos grupos de los lugares cercanos vieron desplegarse al viento el pendón señorial en la torre más
alta de la fortaleza.
Unos sentados al borde de los fosos, otros
subidos en las copas de los árboles, éstos vagando
por la llanura; aquéllos coronando las cumbres de
las colinas, los de más allá formando un cordón a lo
largo de la calzada, ya haría cerca de una hora que
los curiosos esperaban el espectáculo, no sin que
algunos comenzaran a impacientarse, cuando volvió
a sonar de nuevo el toque de los clarines, rechinaron las cadenas del puente, que cayó con pausa
sobre el foso, y se levantaron los rastrillos, mientras
se abrían de par en par y gimiendo sobre sus goznes las pesadas puertas del arco que conducía al
patio de armas.
La multitud corrió a agolparse en los ribazos
del camino para ver más a su sabor las brillantes
armaduras y los lujosos arreos del séquito del con-
de de Gómara, célebre en toda la comarca por su
esplendidez y sus riquezas.
Rompieron la marcha los farautes que deteniéndose de trecho en trecho, pregonaban en voz
alta y a son de caja las cédulas del rey llamando a
sus feudatarios a la guerra de moros, y requiriendo
a las villas y lugares libres para que diesen paso y
ayuda a sus huestes.
A los farautes siguieron los heraldos de corte, ufanos con sus casullas de seda, sus escudos
bordados de oro y colores y sus birretes guarnecidos de plumas vistosas.
Después vino el escudero mayor de la casa,
armado de punta en blanco, caballero sobre un
potro morcillo, llevando en sus manos el pendón de
rico-hombre con sus motes y sus calderas, y al estribo izquierdo el ejecutor de las justicias del señorío, vestido de negro y rojo.
Precedían al escudero mayor hasta una
veintena de aquellos famosos trompeteros de la
tierra llana, célebres en las crónicas de nuestros
reyes por la increíble fuerza de sus pulmones.
Cuando dejó de herir el viento el agudo
clamor de la formidable trompetería, comenzó a
oírse un rumor sordo, acompasado y uniforme. Eran
los peones de la mesnada, armados de largas picas
y provistos de sendas adargas de cuero. Tras éstos
no tardaron en aparecer los aparejadores de las
máquinas, con sus herramientas y sus torres de
palo, las cuadrillas de escaladores y la gente menuda del servicio de las acémilas.
Luego, envueltos en la nube de polvo que
levantaba el casco de sus caballos, y lanzando
chispas de luz de sus petos de hierro, pasaron los
hombres de armas del castillo formados en gruesos
pelotones, que semejaban a lo lejos un bosque de
lanzas.
Por último, precedido de los timbaleros, que
montaban poderosas mulas con gualdrapas y penachos, rodeado de sus pajes, que vestían ricos trajes
de seda y oro, y seguido de los escuderos de su
casa, apareció el conde.
Al verle, la multitud levantó un clamor inmenso para saludarle, y entre la confusa vocería se
ahogó el grito de una mujer, que en aquel momento
cayó desmayada y como herida de un rayo en los
brazos de algunas personas que acudieron a socorrerla. Era Margarita, Margarita que había conocido
a su misterioso amante en el muy alto y muy temido
señor conde de Gómara, uno de los más nobles y
poderosos feudatarios de la corona de Castilla.
III
El ejército de Don Fernando, después de
salir de Córdoba, había venido por sus jornadas
hasta Sevilla, no sin haber luchado antes en Écija,
Carmona y Alcalá del Río de Guadaira, donde, una
vez expugnado el famoso castillo, puso los reales a
la vista de la ciudad de los infieles.
El conde de Gómara estaba en la tienda
sentado en un escaño de alerce, inmóvil, pálido,
terrible, las manos cruzadas sobre la empuñadura
del montante y los ojos fijos en el espacio, con esa
vaguedad del que parece mirar un objeto y, sin embargo, no ve nada de cuanto hay a su alrededor.
A un lado y de pie, le hablaba el más antiguo de los escuderos de su casa, el único que en
aquellas horas de negra melancolía hubiera osado
interrumpirle sin atraer sobre su cabeza la explosión
de su cólera. -¿Qué tenéis, señor? -le decía-. ¿Qué
mal os aqueja y consume? Triste vais al combate y
triste volvéis, aun tornando con la victoria. Cuando
todos los guerreros duermen rendidos a la fatiga del
día, os oigo suspirar angustiado; y si corro a vuestro
lecho, os miro allí luchar con algo invisible que os
atormenta. Abrís los ojos, y vuestro terror no se
desvanece. ¿Qué os pasa, señor? Decídmelo. Si es
un secreto, yo sabré guardarlo en el fondo de mi
memoria como en un sepulcro.
El conde parecía no oír al escudero; no obstante, después de un largo espacio, y como si las
palabras hubiesen tardado todo aquel tiempo en
llegar desde sus oídos a su inteligencia, salió poco
a poco de su inmovilidad y, atrayéndole hacia sí
cariñosamente, le dijo con voz grave y reposada:
-He sufrido mucho en silencio. Creyéndome
juguete de una vana fantasía, hasta ahora he callado por vergüenza; pero no, no es ilusión lo que me
sucede.
Yo debo de hallarme bajo la influencia de
alguna maldición terrible. El cielo o el infierno deben
de querer algo de mí, y lo avisan con hechos sobrenaturales.
¿Te acuerdas del día de nuestro encuentro
con los moros de Nebrija en el aljarafe de Triana?
Éramos pocos; la pelea fue dura y yo estuve a punto de perecer. Tú lo viste: en lo más reñido del combate, mi caballo herido y ciego de furor se precipitó
hacia el grueso de la hueste mora. Yo pugnaba en
balde por contenerle; las riendas se habían escapado de mis manos, y el fogoso animal corría llevándome a una muerte segura.
Ya los moros, cerrando sus escuadrones,
apoyaban en tierra el cuento de sus largas picas
para recibirme en ellas; una nube de saetas silbaba
en mis oídos: el caballo estaba a algunos pies de
distancia del muro de hierro en que íbamos a estrellarnos, cuando..., créeme, no fue una ilusión, vi una
mano que agarrándole de la brida lo detuvo con una
fuerza sobrenatural, y volviéndole en dirección a las
filas de mis soldados, me salvó milagrosamente.
En vano pregunté a unos y otros por mi salvador; nadie le conocía, nadie le había visto.
-Cuando volabais a estrellaros en la muralla
de picas -me dijeron-, ibais solo, completamente
solo; por eso nos maravillamos al veros tornar, sabiendo que ya el corcel no obedecía al jinete.
-Aquella noche entré preocupado en mi
tienda; quería en vano arrancarme de la imaginación el recuerdo de la extraña aventura; mas al dirigirme al lecho, torné a ver la misma mano, una mano hermosa, blanca hasta la palidez, que descorrió
las cortinas, desapareciendo después de descorrerlas. Desde entonces, a todas horas, en todas partes, estoy viendo esa mano misteriosa que previene
mis deseos y se adelanta a mis acciones. La he
visto, al expugnar el castillo de Triana, coger entre
sus dedos y partir en el aire una saeta que venía a
herirme; la he visto, en los banquetes donde procuraba ahogar mi pena entre la confusión y el tumulto,
escanciar el vino en mi copa, y siempre se halla
delante de mis ojos, y por donde voy me sigue: en
la tienda, en el combate, de día, de noche.... ahora
mismo, mírala, mírala aquí apoyada suavemente en
mis hombros.
Al pronunciar estas últimas palabras, el
conde se puso de pie y dio algunos pasos como
fuera de sí y embargado de un terror profundo.
El escudero se enjugó una lágrima que corría por sus mejillas. Creyendo loco a su señor, no
insistió, sin embargo, en contrariar sus ideas, y se
limitó a decirle con voz profundamente conmovida:
-Venid..., salgamos un momento de la tienda; acaso la brisa de la tarde refrescará vuestras
sienes, calmando ese incomprensible dolor, para el
que yo no hallo palabras de consuelo.
IV
El real de los cristianos se extendía por todo
el campo de Guadaira, hasta tocar en la margen
izquierda del Guadalquivir. Enfrente del real y destacándose sobre el luminoso horizonte, se alzaban
los muros de Sevilla flanqueados de torres almenadas y fuertes. Por encima de la corona de almenas
rebosaba la verdura de los mil jardines de la morisca ciudad, y entre las oscuras manchas del follaje
lucían los miradores blancos como la nieve, los
minaretes de las mezquitas y la gigantesca atalaya,
sobre cuyo aéreo pretil lanzaban chispas de luz,
heridas por el sol, las cuatro grandes bolas de oro,
que desde el campo de los cristianos parecían cuatro llamas.
La empresa de Don Fernando, una de las
más heroicas y atrevidas de aquella época, había
traído a su alrededor a los más célebres guerreros
de los diferentes reinos de la Península, no faltando
algunos que de países extraños y distantes vinieran
también; llamados por la fama, a unir sus esfuerzos
a los del santo rey.
Tendidas a lo largo de la llanura, mirábanse,
pues, tiendas de campaña de todas formas y colores, sobre el remate de las cuales ondeaban al vien-
to distintas enseñas con escudos partidos, astros,
grifos, leones, cadenas, barras y calderas, y otras
cien y cien figuras o símbolos heráldicos que pregonaban el nombre y la calidad de sus dueños. Por
entre las calles de aquella improvisada ciudad circulaban en todas direcciones multitud de soldados que
hablando dialectos diversos, y vestidos cada cual al
uso de su país y cada cual armado a su guisa, formaban un extraño y pintoresco contraste.
Aquí descansaban algunos señores de las
fatigas del combate sentados en escaños de alerce
a la puerta de sus tiendas y jugando a las tablas, en
tanto que sus pajes les escanciaban el vino en copas de metal; allí algunos peones aprovechaban un
momento de ocio para aderezar y componer sus
armas, rotas en la última refriega; más allá cubrían
de saetas un blanco los más expertos ballesteros de
la hueste entre las aclamaciones de la multitud,
pasmada de su destreza; y el rumor de los atambores, el clamor de las trompetas, las voces de los
mercaderes ambulantes, el golpear del hierro contra
el hierro, los cánticos de los juglares que entretenían a sus oyentes con la relación de hazañas portentosas, y los gritos de los farautes que publicaban
las ordenanzas de los maestres de campo, llenando
los aires de mil y mil ruidos discordes, prestaban a
aquel cuadro de costumbres guerreras una vida y
una animación imposibles de pintar con palabras.
El conde de Gómara, acompañado de su
fiel escudero, atravesó por entre los animados grupos sin levantar los ojos de la tierra, silencioso, triste, como si ningún objeto hiriese su vista ni llegase
a su oído el rumor más leve. Andaba maquinalmente, a la manera que un sonámbulo, cuyo espíritu se
agita en el mundo de los sueños, se mueve y marcha sin la conciencia de sus acciones y como arrastrado por una voluntad ajena a la suya.
Próximo a la tienda del rey y en medio de
un corro de soldados, pajecillos y gente menuda
que le escuchaban con la boca abierta, apresurándose a comprarle algunas de las baratijas que
anunciaba a voces y con hiperbólicos encomios,
había un extraño personaje, mitad romero, mitad
juglar, que ora recitando una especie de letanía en
latín bárbaro, ora diciendo una bufonada o una chocarrería, mezclaba en su interminable relación chistes capaces de poner colorado a un ballestero con
oraciones devotas, historias de amores picarescos
con leyendas de santos. En las inmensas alforjas
que colgaban de sus hombros se hallaban revueltos
y confundidos mil objetos diferentes: cintas tocadas
en el sepulcro de Santiago; cédulas con palabras
que él decía ser hebraicas, las mismas que dijo el
rey Salomón cuando fundaba el templo, y las únicas
para libertarse de toda clase de enfermedades contagiosas; bálsamos maravillosos para pegar a hombres partidos por la mitad; Evangelios cosidos en
bolsitas de brocatel; secretos para hacerse amar de
todas las mujeres; reliquias de los santos patronos
de todos los lugares de España: joyuelas, cadenillas, cinturones, medallas y otras muchas baratijas
de alquimia de vidrio y de plomo.
Cuando el conde llegó cerca del grupo que
formaban el romero y sus admiradores, comenzaba
éste a templar una especie de bandolín o guzla
árabe con que se acompaña en la relación de sus
romances. Después que hubo estirado bien las
cuerdas unas tras otras y con mucha calma, mientras su acompañante daba la vuelta al corro sacando los últimos cornados de la flaca escarcela de los
oyentes, el romero empezó a cantar con voz gangosa y con un aire monótono y plañidero un romance
que siempre terminaba con el mismo estribillo.
El conde se acercó al grupo y prestó atención. Por una coincidencia, al parecer extraña, el
título de aquella historia respondía en un todo a los
lúgubres pensamientos que embargaban su ánimo.
Según había anunciado el cantor antes de comenzar, el romance se titulaba el Romance de la mano
muerta.
Al oír el escudero tan extraño anuncio,
pugnó por arrancar a su señor de aquel sitio, pero el
conde, con los ojos fijos en el juglar, permaneció
inmóvil, escuchando esta cantiga:
I
La niña tiene un amante
que escudero se decía;
el escudero le anuncia
que a la guerra se partía.
-Te vas y acaso no tornes.
-Tornaré por vida mía.
Mientras el amante jura,
diz que el viento repetía:
¡Mal haya quien en promesas de hombre fía!
II
El conde con la mesnada
de su castillo salía:
ella, que le ha conocido,
con gran aflicción gemía:
-¡Ay de mí, que se va el conde
y se lleva la honra mía!
Mientras la cuitada llora,
diz que el viento repetía:
¡Mal haya quien en promesas de hombre fía!
III
Su hermano, que estaba allí,
éstas palabras oía:
-Nos has deshonrado, dice.
-Me juró que tornaría.
-No te encontrará, si torna,
donde encontrarte solía.
Mientras la infelice muere,
diz que el viento repetía:
¡Mal haya quien en promesas de hombre fía!
IV
Muerta la llevan al soto,
la han enterrado en la umbría;
por más tierra que la echaban,
la mano no se cubría:
la mano donde un anillo
que le dio el conde tenía.
De noche, sobre la tumba,
diz que el viento repetía:
¡Mal haya quien en promesas de hombre fía!
Apenas el cantor había terminado la última
estrofa, cuando rompiendo el muro de curiosos, que
se apartaban con respeto al reconocerle, el conde
llegó adonde se encontraba el romero, y cogiéndole
con fuerza del brazo, le preguntó en voz baja y convulsa:
-¿De qué tierra eres?
-De tierra de Soria -le respondió éste sin alterarse.
-¿Y dónde has aprendido ese romance? ¿A
quién se refiere la historia que cuentas? -volvió a
exclamar su interlocutor, cada vez con muestras de
emoción más profunda.
-Señor -dijo el romero clavando sus ojos en
los del conde con una fijeza imperturbable-, esta
cantiga la repiten de unos en otros los aldeanos del
campo de Gómara y se refiere a una desdichada
cruelmente ofendida por un poderoso. Altos juicios
de Dios han permitido que al enterrarla quedase
siempre fuera de la sepultura la mano en que su
amante le puso un anillo al hacerle una promesa.
Vos sabréis quizá a quién toca cumplirla.
V
En un lugarejo miserable y que se encuentra a un lado del camino que conduce a Gómara, he
visto no hace mucho el sitio en donde se asegura
tuvo lugar la extraña ceremonia del casamiento del
conde.
Después que éste, arrodillado sobre la
humilde fosa, estrechó en la suya la mano de Margarita, y un sacerdote autorizado por el Papa bendijo la lúgubre unión, es fama que cesó el prodigio, y
la mano muerta se hundió para siempre.
Al pie de unos árboles añosos y corpulentos
hay un pedacito de prado, que al llegar la primavera
se cubre espontáneamente de flores.
La gente del país dice que allí está enterrada Margarita.
El beso
I
Cuando una parte del ejército francés se
apoderó a principios de este siglo de la histórica
Toledo, sus jefes, que no ignoraban el peligro a que
se exponían en las poblaciones españolas diseminándose en alojamientos separados, comenzaron
por habilitar para cuarteles los más grandes y mejores edificios de la ciudad.
Después de ocupado el suntuoso alcázar de
Carlos V, echose mano de la casa de Consejos; y
cuando ésta no pudo contener más gente comenzaron a invadir el asilo de las comunidades religiosas,
acabando a la postre por transformar en cuadras
hasta las iglesias consagradas al culto. En esta
conformidad se encontraban las cosas en la población donde tuvo lugar el suceso que voy a referir,
cuando una noche, ya a hora bastante avanzada,
envueltos en sus oscuros capotes de guerra y ensordeciendo las estrechas y solitarias calles que
conducen desde la Puerta del Sol a Zocodover, con
el choque de sus armas y el ruidoso golpear de los
cascos de sus corceles, que sacaban chispas de los
pedernales, entraron en la ciudad hasta unos cien
dragones de aquellos altos, arrogantes y fornidos,
de que todavía nos hablan con admiración nuestras
abuelas.
Mandaba la fuerza un oficial bastante joven,
el cual iba como a distancia de unos treinta pasos
de su gente hablando a media voz con otro, también
militar a lo que podía colegirse por su traje. Éste,
que caminaba a pie delante de su interlocutor, llevando en la mano un farolillo, parecía seguirle de
guía por entre aquel laberinto de calles oscuras,
enmarañadas y revueltas.
-Con verdad -decía el jinete a su acompañante-, que si el alojamiento que se nos prepara es
tal y como me lo pintas, casi, casi sería preferible
arrancharnos en el campo o en medio de una plaza.
-¿Y qué queréis, mi capitán -contestole el
guía, que efectivamente era un sargento aposentador-; en el alcázar no cabe ya un grano de trigo,
cuanto más un hombre; de San Juan de los Reyes
no digamos, porque hay celda de fraile en la que
duermen quince húsares. El convento adonde voy a
conduciros no era mal local, pero hará cosa de tres
o cuatro días nos cayó aquí como de las nubes una
de las columnas volantes que recorren la provincia,
y gracias que hemos podido conseguir que se
amontonen por los claustros y dejen libre la iglesia.
-En fin -exclamó el oficial después de un
corto silencio y como resignándose con el extraño
alojamiento que la casualidad le deparaba-, más
vale incómodo que ninguno. De todas maneras, si
llueve, que no será difícil según se agrupan las nubes, estamos a cubierto, y algo es algo.
Interrumpida la conversación en este punto,
los jinetes precedidos del guía, siguieron en silencio
el camino adelante hasta llegar a una plazuela, en
cuyo fondo se destacaba la negra silueta del convento con su torre morisca, su campanario de espadaña, su cúpula ojival y sus tejados de crestas desiguales y oscuras.
-He aquí vuestro alojamiento -exclamó el
aposentador al divisarle y dirigiéndose al capitán,
que, después que hubo mandado hacer alto a la
tropa, echó pie a tierra, tomó el farolillo de manos
del guía y se dirigió hacia el punto que éste le señalaba.
Como quiera que la iglesia del convento estaba completamente desmantelada, los soldados
que ocupaban el resto del edificio habían creído que
las puertas le eran ya poco menos que inútiles, y un
tablero hoy, otro mañana, habían ido arrancándolas
pedazo a pedazo para hacer hogueras con que
calentarse por las noches.
Nuestro joven oficial no tuvo, pues, que torcer llaves ni descorrer cerrojos para penetrar en el
interior del templo.
A la luz del farolillo, cuya dudosa claridad se
perdía entre las espesas sombras de las naves y
dibujaba con gigantescas proporciones sobre el
muro la fantástica sombra del sargento aposentador
que iba precediéndole, recorrió la iglesia de arriba
abajo y escudriñó una por una todas sus desiertas
capillas, hasta que una vez hecho cargo del local,
mandó echar pie a tierra a su gente, y, hombres y
caballos revueltos, fue acomodándola como mejor
pudo.
Según dejamos dicho, la iglesia estaba
completamente desmantelada, en el altar mayor
pendían aún de las altas cornisas los rotos girones
del velo con que lo habían cubierto los religiosos al
abandonar aquel recinto; diseminados por las naves
veíanse algunos retablos adosados al muro, sin
imágenes en las hornacinas; en el coro se dibujaban con un ribete de luz los extraños perfiles de la
oscura sillería de alerce; en el pavimento, destrozado en varios puntos, distinguíanse aún anchas losas
sepulcrales llenas de timbres; escudos y largas
inscripciones góticas; y allá a lo lejos, en el fondo de
las silenciosas capillas y a la largo del crucero, se
destacaban confusamente entre la oscuridad, semejantes a blancos e inmóviles fantasmas, las estatuas
de piedra que, unas tendidas, otras de hinojos sobre
el mármol de sus tumbas, parecían ser los únicos
habitantes del ruinoso edificio.
A cualquiera otro menos molido que el oficial de dragones; el cual traía una jornada de catorce leguas en el cuerpo, o menos acostumbrado a
ver estos sacrilegios como la cosa más natural del
mundo, hubiéranle bastado dos adarmes de imaginación para no pegar los ojos en toda la noche en
aquel oscuro e imponente recinto, donde las blasfemias de los soldados que se quejaban en alta voz
del improvisado cuartel, el metálico golpe de sus
espuelas que resonaban sobre las anchas losas
sepulcrales del pavimento, el ruido de los caballos
que piafaban impacientes, cabeceando y haciendo
sonar las cadenas con que estaban sujetos a los
pilares, formaban un rumor extraño y temeroso que
se dilataba por todo el ámbito de la iglesia y se reproducía cada vez más confuso, repetido de eco en
eco en sus altas bóvedas.
Pero nuestro héroe, aunque joven, estaba
ya tan familiarizado con estas peripecias de la vida
de campaña, que apenas hubo acomodado a su
gente, mandó colocar un saco de forraje al pie de la
grada del presbiterio, y arrebujándose como mejor
pudo en su capote y echando la cabeza en el escalón, a los cinco minutos roncaba con más tranquilidad que el mismo rey José en su palacio de Madrid.
Los soldados, haciéndose almohadas de las
monturas, imitaron su ejemplo, y poca a poco fue
apagándose el murmullo de sus voces.
A la media hora sólo se oían los ahogados
gemidos del aire que entraba por las rotas vidrieras
de las ojivas del templo, el atolondrado revolotear
de las aves nocturnas que tenían sus nidos en el
dosel de piedra de las esculturas de los muros, y el
alternado rumor de los pasos del vigilante que se
paseaba, envuelto en los anchos pliegues de su
capote a lo largo del pórtico.
II
En la época a que se remonta la relación de
esta historia, tan verídica como extraordinaria, lo
mismo que al presente, para los que no sabían
apreciar los tesoros del arte que encierran sus muros, la ciudad de Toledo no era más que un poblachón destartalado, antiguo, ruinoso e insufrible.
Los oficiales del ejército francés, que, a juzgar por los actos de vandalismo con que dejaron en
ella triste y perdurable memoria de su ocupación, de
todo tenían menos de artistas o arqueólogos, no
hay para que decir que se fastidiaban soberanamente en la vetusta ciudad de los Césares.
En esta situación de ánimo, la más insignificante novedad que viniese a romper la monótona
quietud de aquellos días eternos e iguales, era acogida con avidez entre los ociosos: así es que la
promoción al grado inmediato de uno de sus camaradas; la noticia del movimiento estratégico de una
columna volante, la salida de un correo de gabinete
o la llegada de una fuerza cualquiera a la ciudad,
convertíanse en tema fecundo de conversación y
objeto de toda clase de comentarios, hasta tanto
que otro incidente venía a sustituirlo, sirviendo de
base a nuevas quejas, críticas y suposiciones.
Como era de esperar, entre los oficiales
que; según tenían de costumbre, acudieron al día
siguiente a tomar el sol y a charlar un rato en el
Zocodover, no se hizo platillo de otra cosa que la
llegada de los dragones, cuyo jefe dejamos en el
anterior capítulo durmiendo a pierna suelta y descansando de las fatigas de su viaje. Cerca de una
hora hacía que la conversación giraba alrededor de
este asunto, y ya comenzaba a interpretarse de
diversos modos la ausencia del recién venido, a
quien uno de los presentes, antiguo compañero
suyo de colegio, había citado para el Zocodover,
cuando en una de las bocacalles de la plaza apareció al fin nuestro bizarro capitán despojado de su
ancho capotón de guerra, luciendo un gran casco
de metal con penacho de plumas blancas, una casaca azul turquí con vueltas rojas y un magnífico
mandoble con vaina de acero, que resonaba
arrastrándose al compás de sus marciales pasos y
del golpe seco y agudo de sus espuelas de oro.
Apenas le vio su camarada, salió a su encuentro para saludarle, y con él se adelantaron casi
todos los que a la sazón se encontraban en el corrillo, en quienes habían despertado la curiosidad y la
gana de conocerle los pormenores que ya habían
oído referir acerca de su carácter original y extraño.
Después de los estrechos abrazos de costumbre y de las exclamaciones, plácemes y preguntas de rigor en estas entrevistas; después de hablar
largo y tendido sobre las novedades que andaban
por Madrid, la varia fortuna de la guerra y los amigotes muertos o ausentes rodando de uno en otro
asunto la conversación, vino a parar al tema obligado, esto es, las penalidades del servicio, la falta de
distracciones de la ciudad y el inconveniente de los
alojamientos.
Al llegar a este punto, uno de los de la reunión que, por lo visto, tenía noticias del mal talante
con que el joven oficial se había resignado a acomodar su gente en la abandonada iglesia, le dijo
con aire de zumba:
-Y a propósito de alojamiento, ¿qué tal se
ha pasado la noche en el que ocupáis?
-Ha habido de todo -contestó el interpelado; pues si bien es verdad que no he dormido gran
cosa, el origen de mi vigilia merece la pena de la
velada. El insomnio junto a una mujer bonita no es
seguramente el peor de los males.
-¡Una mujer! -repitió su interlocutor como
admirándose de la buena fortuna del recién venido;
eso es lo que se llama llegar y besar el santo.
-Será tal vez algún antiguo amor de la corte
que le sigue a Toledo para hacerle más soportable
el ostracismo -añadió otro de los del grupo.
-¡Oh!, no -dijo entonces el capitán-; nada
menos que eso. Juro, a fe de quien soy, que no la
conocía y que nunca creí hallar tan bella patrona en
tan incómodo alojamiento. Es todo lo que se llama
una verdadera aventura.
-¡Contadla!, ¡contadla! -exclamaron en coro
los oficiales que rodeaban al capitán; y como éste
se dispusiera a hacerlo así, todos prestaron la mayor atención a sus palabras mientras él comenzó la
historia en estos términos:
-Dormía esta noche pasada como duerme
un hombre que trae en el cuerpo trece leguas de
camino, cuando he aquí que en lo mejor del sueño
me hizo despertar sobresaltado e incorporarme
sobre el codo un estruendo, horrible, un estruendo
tal, que me ensordeció un instante para dejarme
después los oídos zumbando cerca de un minuto,
como si un moscardón me cantase a la oreja.
Como os habréis figurado, la causa de mi
susto era el primer golpe que oía de esa endiablada
campana gorda, especie de sochantre de bronce,
que los canónigos de Toledo han colgado en su
catedral con el laudable propósito de matar a disgustos a los necesitados de reposo.
Renegando entre dientes de la campana y
del campanero que la toca, disponíame, una vez
apagado aquel insólito y temeroso rumor, a coger
nuevamente el hilo del interrumpido sueño, cuando
vino a herir mi imaginación y a ofrecerse ante mis
ojos una cosa extraordinaria. A la dudosa luz de la
luna que entraba en el templo por el estrecho ajimez
del muro de la capilla mayor, vi a una mujer arrodillada junto al altar.
Los oficiales se miraron entre sí con expresión entre asombrada e incrédula; el capitán sin
atender al efecto que su narración producía, continuó de este modo:
-No podéis figuraros nada semejante, aquella nocturna y fantástica visión que se dibujaba confusamente en la penumbra de la capilla, como esas
vírgenes pintadas en los vidrios de colores que
habréis visto alguna vez destacarse a lo lejos, blancas y luminosas, sobre el oscuro fondo de las catedrales.
Su rostro ovalado, en donde se veía impreso el sello de una leve y espiritual demacración, sus
armoniosas facciones llenas de una suave y melancólica dulzura, su intensa palidez, las purísimas
líneas de su contorno esbelto, su ademán reposado
y noble, su traje blanco flotante, me traían a la memoria esas mujeres que yo soñaba cuando casi era
un niño. ¡Castas y celestes imágenes, quimérico
objeto del vago amor de la adolescencia!
Yo me creía juguete de una alucinación, y
sin quitarle un punto los ojos, ni aun osaba respirar,
temiendo que un soplo desvaneciese el encanto.
Ella permanecía inmóvil.
Antojábaseme, al verla tan diáfana y luminosa que no era una criatura terrenal, sino un espíritu que, revistiendo por un instante la forma humana,
había descendido en el rayo de la luna, dejando en
el aire y en pos de sí la azulada estela que desde el
alto ajimez bajaba verticalmente hasta el pie del
opuesto muro, rompiendo la oscura sombra de
aquel recinto lóbrego y misterioso.
-Pero...-exclamó interrumpiéndole su camarada de colegio, que comenzando por echar a broma la historia, había concluido interesándose con su
relato -¿cómo estaba allí aquella mujer? ¿No le
dijiste nada? ¿No te explicó su presencia en aquel
sitio?
-No me determiné a hablarle, porque estaba
seguro de que no había de contestarme, ni verme,
ni oírme.
-¿Era sorda?
-¿Era ciega?
-¿Era muda? -exclamaron a un tiempo tres
o cuatro de los que escuchaban la relación.
-Lo era todo a la vez -exclamó al fin el capitán después de un momento de pausa-, porque
era... de mármol.
Al oír el estupendo desenlace de tan extraña aventura, cuantos había en el corro prorrumpieron en una ruidosa carcajada, mientras uno de ellos
dijo al narrador de la peregrina historia, que era el
único que permanecía callado y en una grave actitud:
-¡Acabáramos de una vez! Lo que es de ese
género, tengo yo más de un millar, un verdadero
serrallo, en San Juan de los Reyes; serrallo que
desde ahora pongo a vuestra disposición, ya que, a
lo que parece, tanto os da de una mujer de carne
como de piedra.
-¡Oh!, no... -continuó el capitán, sin alterarse
en lo más mínimo por las carcajadas de sus compañeros-: estoy seguro de que no pueden ser como
la mía. La mía es una verdadera dama castellana
que por un milagro de la escultura parece que no la
han enterrado en su sepulcro, sino que aún permanece en cuerpo y alma de hinojos sobre la losa que
lo cubre, inmóvil, con las manos juntas en ademán
suplicante, sumergida en un éxtasis de místico
amor.
-De tal modo te explicas, que acabarás por
probarnos la verosimilitud de la fábula de Galatea.
-Por mi parte, puedo deciros que siempre la
creí una locura; mas desde anoche comienzo a
comprender la pasión del escultor griego.
-Dadas las especiales condiciones de tu
nueva dama, creo que no tendrás inconveniente en
presentarnos a ella. De mí sé decir que ya no vivo
hasta ver esa maravilla. Pero... ¿qué diantres te
pasa?... diríase que esquivas la presentación. ¡Ja!,
¡ja!, ¡ja! Bonito fuera que ya te tuviéramos hasta
celoso.
-Celoso -se apresuró a decir el capitán-, celoso... de los hombres, no...; mas ved, sin embargo,
hasta dónde llega mi extravagancia. Junto a la imagen de esa mujer, también de mármol, grave y al
parecer con vida como ella, hay un guerrero... su
marido sin duda... Pues bien...: lo voy a decir todo,
aunque os moféis de mi necesidad... Si no hubiera
temido que me tratasen de loco, creo que ya lo
habría hecho cien veces pedazos.
Una nueva y aún más ruidosa carcajada de
los oficiales saludó esta original revelación del estrambótico enamorado de la dama de piedra.
-Nada, nada; es preciso que la veamos decían los unos.
-Sí, sí; es preciso saber si el objeto corresponde a tan alta pasión -añadían los otros.
-¿Cuándo nos reunimos a echar un trago en
la iglesia en que os alojáis? -exclamaron los demás.
-Cuando mejor os parezca: esta misma noche si queréis -respondió el joven capitán, recobrando su habitual sonrisa, disipada un instante por
aquel relámpago de celos-. A propósito. Con los
bagajes he traído hasta un par de docenas de botellas de Champagne, verdadero Champagne, restos
de un regalo hecho a nuestro general de brigada,
que, como sabéis, es algo pariente.
-¡Bravo!, ¡bravo! -exclamaron los oficiales a
una voz, prorrumpiendo en alegres exclamaciones.
-¡Se beberá vino del país!
-¡Y cantaremos una canción de Ronsard!
-Y hablaremos de mujeres, a propósito de la
dama del anfitrión.
-Conque... ¡hasta la noche!
¡Hasta la noche!
III
Ya hacía largo rato que los pacíficos habitantes de Toledo habían cerrado con llave y cerrojo
las pesadas puertas de sus antiguos caserones; la
campana gorda de la catedral anunciaba la hora de
la queda, y en lo alto del alcázar, convertido en
cuartel, se oía el último toque de silencio de los
clarines, cuando diez o doce oficiales que poco a
poco habían ido reuniéndose en el Zocodover tomaron el camino que conduce desde aquel punto al
convento en que se alojaba el capitán, animados
más con la esperanza de apurar las prometidas
botellas, que con el deseo de conocer la maravillosa
escultura.
La noche había cerrado sombría y amenazadora; el cielo estaba cubierto de nubes de color
de plomo; el aire, que zumbaba encarcelado en las
estrechas y retorcidas calles, agitaba la moribunda
luz del farolillo de los retablos o hacía girar con un
chirrido agudo las veletas de hierro de las torres.
Apenas los oficiales dieron vista a la plaza
en que se hallaba situado el alojamiento de su nuevo amigo, éste, que les aguardaba impaciente, salió
a encontrarles; y después de cambiar algunas palabras a media voz, todos penetraron juntos en la
iglesia, en cuyo lóbrego recinto la escasa claridad
de una linterna luchaba trabajosamente con las
oscuras y espesísimas sombras.
-¡Por quién soy! -exclamó uno de los convidados tendiendo a su alrededor la vista-, que el
local es de los menos a propósito del mundo para
una fiesta.
-Efectivamente -dijo otro-; nos traes a conocer a una dama, y apenas si con mucha dificultad se
ven los dedos de la mano.
-Y, sobre todo, hace un frío, que no parece
sino que estamos en la Siberia -añadió un tercero
arrebujándose en el capote.
-Calma, señores, calma -interrumpió el anfitrión-; calma, que a todo se proveerá. ¡Eh, muchacho! -prosiguió dirigiéndose a uno de sus asistentes-: busca por ahí un poco de leña, y enciéndenos
una buena fogata en la capilla mayor.
El asistente, obedeciendo las órdenes de su
capitán, comenzó a descargar golpes en la sillería
del coro, y después que hubo reunido una gran
cantidad de leña que fue apilando al pie de las gradas del presbiterio, tornó la linterna y se dispuso a
hacer un auto de fe con aquellos fragmentos tallados de riquísimas labores, entre los que se veían,
por aquí, parte de una columnilla salomónica; por
allá, la imagen de un santo abad, el torso de una
mujer o la disforme cabeza de un grifo asomado
entre hojarascas.
A los pocos minutos, una gran claridad que
de improviso se derramó por todo el ámbito de la
iglesia anunció a los oficiales que había llegado la
hora de comenzar el festín.
El capitán, que hacía los honores de su alojamiento con la misma ceremonia que hubiera
hecho los de su casa, exclamó dirigiéndose a los
convidados:
Si gustáis, pasaremos al buffet.
Sus camaradas, afectando la mayor gravedad, respondieron a la invitación con un cómico
saludo, y se encaminaron a la capilla mayor precedidos del héroe de la fiesta, que al llegar a la escalinata se detuvo un instante, y extendiendo la mano
en dirección al sitio que ocupaba la tumba, les dijo
con la finura más exquisita.
-Tengo el placer de presentaros a la dama
de mis pensamientos. Creo que convendréis conmigo en que no he exagerado su belleza.
Los oficiales volvieron los ojos al punto que
les señalaba su amigo, y una exclamación de
asombro se escapó involuntariamente de todos los
labios.
En el fondo de un arco sepulcral revestido
de mármoles negros, arrodillada delante de un reclinatorio, con las manos juntas y la cara vuelta
hacia el altar, vieron, en efecto, la imagen de una
mujer tan bella, que jamás salió otra igual de manos
de un escultor, ni el deseo pudo pintarla en la fantasía más soberanamente hermosa.
-En verdad que es un ángel -exclamó uno
de ellos.
-¡Lástima que sea de mármol! -añadió otro.
-No hay duda que, aunque no sea más que
la ilusión de hallarse junto a una mujer de este calibre, es lo suficiente para no pegar los ojos en toda
la noche.
-¿Y no sabéis quién es ella? -preguntaron
algunos de los que contemplaban la estatua al capitán, que sonreía satisfecho de su triunfo.
-Recordando un poco del latín que en mi niñez supe, he conseguido a duras penas, descifrar la
inscripción de la tumba -contestó el interpelado-; y,
a lo que he podido colegir, pertenece a un título de
Castilla; famoso guerrero que hizo la campaña con
el Gran Capitán. Su nombre lo he olvidado; mas su
esposa, que es la que veis, se llama Doña Elvira de
Castañeda, y por mi fe que, si la copia se parece al
original, debió ser la mujer más notable de su siglo.
Después de estas breves explicaciones, los
convidados, que no perdían de vista el principal
objeto de la reunión, procedieron a destapar algunas de las botellas y, sentándose alrededor de la
lumbre, empezó a andar el vino a la ronda.
A medida que las libaciones se hacían más
numerosas y frecuentes, y el vapor del espumoso
Champagne comenzaba a trastornar las cabezas,
crecían la animación, el ruido y la algazara de los
jóvenes, de los cuales éstos arrojaban a los monjes
de granito adosados a los pilares los cascos de las
botellas vacías, y aquellos cantaban a toda voz
canciones báquicas y escandalosas, mientras los de
más allá prorrumpían en carcajadas, batían las palmas en señal de aplauso o disputaban entre sí con
blasfemias y juramentos.
El capitán bebía en silencio como un desesperado y sin apartar los ojos de la estatua de
doña Elvira.
Iluminada por el rojizo resplandor de la
hoguera, y a través del confuso velo que la embriaguez había puesto delante de su vista, parecíale
que la marmórea imagen se transformaba a veces
en una mujer real, parecíale que entreabría los labios como murmurando una oración; que se alzaba
su pecho como oprimido y sollozante; que cruzaba
las manos con más fuerza que sus mejillas se colo-
reaban, en fin, como si se ruborizase ante aquel
sacrílego y repugnante espectáculo.
Los oficiales, que advirtieron la taciturna
tristeza de su camarada, le sacaron del éxtasis en
que se encontraba sumergido y, presentándole una
copa, exclamaron en coro:
-¡Vamos, brindad vos, que sois el único que
no lo ha hecho en toda la noche!
El joven tomó la copa y, poniéndose de pie
y alzándola en alto, dijo encarándose con la estatua
del guerrero arrodillado junto a doña Elvira:
-¡Brindo por el emperador, y brindo por la
fortuna de sus armas, merced a las cuales hemos
podido venir hasta el fondo de Castilla a cortejarle
su mujer en su misma tumba a un vencedor de Ceriñola!
Los militares acogieron el brindis con una
salva de aplausos, y el capitán, balanceándose, dio
algunos pasos hacia el sepulcro.
-No... -prosiguió dirigiéndose siempre a la
estatua del guerrero, y con esa sonrisa estúpida
propia de la embriaguez-, no creas que te tengo
rencor alguno porque veo en ti un rival...; al contra-
rio, te admiro como un marido paciente, ejemplo de
longanimidad y mansedumbre, y a mi vez quiero
también ser generoso. Tú serías bebedor a fuer de
soldado..., no se ha de decir que te he dejado morir
de sed, viéndonos vaciar veinte botellas...: ¡toma!
Y esto diciendo llevose la copa a los labios,
y después de humedecérselos con el licor que contenía, le arrojó el resto a la cara prorrumpiendo en
una carcajada estrepitosa al ver cómo caía el vino
sobre la tumba goteando de las barbas de piedra
del inmóvil guerrero.
-¡Capitán! -exclamó en aquel punto uno de
sus camaradas en tono de zumba- cuidado con lo
que hacéis... Mirad que esas bromas con la gente
de piedra suelen costar caras... Acordaos de lo que
aconteció a los húsares del 5.º en el monasterio de
Poblet... Los guerreros del claustro dicen que pusieron mano una noche a sus espadas de granito, y
dieron que hacer a los que se entretenían en pintarles bigotes con carbón.
Los jóvenes acogieron con grandes carcajadas esta ocurrencia; pero el capitán, sin hacer
caso de sus risas, continuó siempre fijo en la misma
idea:
-¿Creéis que yo le hubiera dado el vino a no
saber que se tragaba al menos el que le cayese en
la boca?... ¡Oh!... ¡no!.... yo no creo, como vosotros,
que esas estatuas son un pedazo de mármol tan
inerte hoy como el día en que lo arrancaron de la
cantera. Indudablemente el artista, que es casi un
dios, da a su obra un soplo de vida que no logra
hacer que ande y se mueva, pero que le infunde
una vida incomprensible y extraña; vida que yo no
me explico bien, pero que la siento, sobre todo
cuando bebo un poco.
-¡Magnífico! -exclamaron sus camaradas-,
bebe y prosigue.
El oficial bebió, y, fijando los ojos en la imagen de doña Elvira, prosiguió con una exaltación
creciente:
-¡Miradla!... ¡miradla!... ¿No veis esos cambiantes rojos de sus carnes mórbidas y transparentes?... ¿No parece que por debajo de esa ligera
epidermis azulada y suave de alabastro circula un
fluido de luz color de rosa?... ¿Queréis más vida?...
¿Queréis más realidad?...
-¡Oh!, sí, seguramente -dijo uno de los que
le escuchaban-; quisiéramos que fuese de carne y
hueso.
-¡Carne y hueso!... ¡Miseria, podredumbre!...
-exclamó el capitán-. Yo he sentido en una orgía
arder mis labios y mi cabeza; yo he sentido este
fuego que corre por las venas hirviente como la lava
de un volcán, cuyos vapores caliginosos turban y
trastornan el cerebro y hacen ver visiones extrañas.
Entonces el beso de esas mujeres materiales me
quemaba como un hierro candente, y las apartaba
de mí con disgusto, con horror, hasta con asco;
porque entonces, como ahora, necesitaba un soplo
de brisa del mar para mi frente calurosa, beber hielo
y besar nieve... nieve teñida de suave luz, nieve
coloreada por un dorado rayo de sol.... una mujer
blanca, hermosa y fría, como esa mujer de piedra
que parece incitarme con su fantástica hermosura,
que parece que oscila al compás de la llama, y me
provoca entreabriendo sus labios y ofreciéndome un
tesoro de amor... ¡Oh!... sí... un beso... sólo un beso
tuyo podrá calmar el ardor que me consume.
-¡Capitán! -exclamaron algunos de los oficiales al verle dirigirse hacia la estatua como fuera
de sí, extraviada la vista y con pasos inseguros-,
¿qué locura vais a hacer? ¡Basta de broma y dejad
en paz a los muertos!
El joven ni oyó siquiera las palabras de sus
amigos y tambaleando y como pudo llegó a la tumba y aproximose a la estatua; pero al tenderle los
brazos resonó un grito de horror en el templo. Arrojando sangre por ojos, boca y nariz, había caído
desplomado y con la cara deshecha al pie del sepulcro.
Los oficiales, mudos y espantados, ni se
atrevían a dar un paso para prestarle socorro.
En el momento en que su camarada intentó
acercar sus labios ardientes a los de doña Elvira,
habían visto al inmóvil guerrero levantar la mano y
derribarle con una espantosa bofetada de su guantelete de piedra.
El Monte de las Ánimas
La noche de difuntos me despertó a no sé
qué hora el doble de las campanas; su tañido monótono y eterno me trajo a las mientes esta tradición
que oí hace poco en Soria.
Intenté dormir de nuevo; ¡imposible! Una
vez aguijoneada, la imaginación es un caballo que
se desboca y al que no sirve tirarle de la rienda. Por
pasar el rato me decidí a escribirla, como en efecto
lo hice.
Yo la oí en el mismo lugar en que acaeció, y
la he escrito volviendo algunas veces la cabeza con
miedo cuando sentía crujir los cristales de mi
balcón, estremecidos por el aire frío de la noche.
Sea de ello lo que quiera, ahí va, como el
caballo de copas.
I
-Atad los perros; haced la señal con las
trompas para que se reúnan los cazadores, y demos la vuelta a la ciudad. La noche se acerca, es
día de Todos los Santos y estamos en el Monte de
las Ánimas.
-¡Tan pronto!
-A ser otro día, no dejara yo de concluir con
ese rebaño de lobos que las nieves del Moncayo
han arrojado de sus madrigueras; pero hoy es imposible. Dentro de poco sonará la oración en los
Templarios, y las ánimas de los difuntos comenzarán a tañer su campana en la capilla del monte.
-¡En esa capilla ruinosa! ¡Bah! ¿Quieres
asustarme?
-No, hermosa prima; tú ignoras cuanto sucede en este país, porque aún no hace un año que
has venido a él desde muy lejos. Refrena tu yegua,
yo también pondré la mía al paso, y mientras dure el
camino te contaré esa historia.
Los pajes se reunieron en alegres y bulliciosos grupos; los condes de Borges y de Alcudiel
montaron en sus magníficos caballos, y todos juntos
siguieron a sus hijos Beatriz y Alonso, que precedían la comitiva a bastante distancia.
Mientras duraba el camino, Alonso narró en
estos términos la prometida historia:
-Ese monte que hoy llaman de las Ánimas,
pertenecía a los Templarios, cuyo convento ves allí,
a la margen del río. Los Templarios eran guerreros
y religiosos a la vez. Conquistada Soria a los ára-
bes, el rey los hizo venir de lejanas tierras para defender la ciudad por la parte del puente, haciendo
en ello notable agravio a sus nobles de Castilla; que
así hubieran solos sabido defenderla como solos la
conquistaron.
Entre los caballeros de la nueva y poderosa
Orden y los hidalgos de la ciudad fermentó por algunos años, y estalló al fin, un odio profundo. Los
primeros tenían acotado ese monte, donde reservaban caza abundante para satisfacer sus necesidades y contribuir a sus placeres; los segundos determinaron organizar una gran batida en el coto, a
pesar de las severas prohibiciones de los clérigos
con espuelas, como llamaban a sus enemigos.
Cundió la voz del reto, y nada fue parte a
detener a los unos en su manía de cazar y a los
otros en su empeño de estorbarlo. La proyectada
expedición se llevó a cabo. No se acordaron de ella
las fieras; antes la tendrían presente tantas madres
como arrastraron sendos lutos por sus hijos. Aquello
no fue una cacería, fue una batalla espantosa: el
monte quedó sembrado de cadáveres, los lobos a
quienes se quiso exterminar tuvieron un sangriento
festín. Por último, intervino la autoridad del rey: el
monte, maldita ocasión de tantas desgracias, se
declaró abandonado, y la capilla de los religiosos,
situada en el mismo monte y en cuyo atrio se enterraron juntos amigos y enemigos, comenzó a arruinarse.
Desde entonces dicen que cuando llega la
noche de difuntos se oye doblar sola la campana de
la capilla, y que las ánimas de los muertos, envueltas en jirones de sus sudarios, corren como en una
cacería fantástica por entre las breñas y los zarzales. Los ciervos braman espantados, los lobos aúllan, las culebras dan horrorosos silbidos, y al otro
día se han visto impresas en la nieve las huellas de
los descarnados pies de los esqueletos. Por eso en
Soria le llamamos el Monte de las Ánimas, y por eso
he querido salir de él antes que cierre la noche.
La relación de Alonso concluyó justamente
cuando los dos jóvenes llegaban al extremo del
puente que da paso a la ciudad por aquel lado. Allí
esperaron al resto de la comitiva, la cual, después
de incorporárseles los dos jinetes, se perdió por
entre las estrechas y oscuras calles de Soria.
II
Los servidores acababan de levantar los
manteles; la alta chimenea gótica del palacio de los
condes de Alcudiel despedía un vivo resplandor
iluminando algunos grupos de damas y caballeros
que alrededor de la lumbre conversaban familiarmente, y el viento azotaba los emplomados vidrios
de las ojivas del salón.
Solas dos personas parecían ajenas a la
conversación general: Beatriz y Alonso: Beatriz
seguía con los ojos, absorta en un vago pensamiento, los caprichos de la llama. Alonso miraba el reflejo de la hoguera chispear en las azules pupilas de
Beatriz.
Ambos guardaban hacía rato un profundo
silencio.
Las dueñas referían, a propósito de la noche de difuntos, cuentos tenebrosos en que los
espectros y los aparecidos representaban el principal papel; y las campanas de las iglesias de Soria
doblaban a lo lejos con un tañido monótono y triste.
-Hermosa prima -exclamó al fin Alonso
rompiendo el largo silencio en que se encontraban-;
pronto vamos a separarnos tal vez para siempre; las
áridas llanuras de Castilla, sus costumbres toscas y
guerreras, sus hábitos sencillos y patriarcales sé
que no te gustan; te he oído suspirar varias veces,
acaso por algún galán de tu lejano señorío.
Beatriz hizo un gesto de fría indiferencia;
todo un carácter de mujer se reveló en aquella desdeñosa contracción de sus delgados labios.
-Tal vez por la pompa de la corte francesa;
donde hasta aquí has vivido -se apresuró a añadir el
joven-. De un modo o de otro, presiento que no
tardaré en perderte... Al separarnos, quisiera que
llevases una memoria mía... ¿Te acuerdas cuando
fuimos al templo a dar gracias a Dios por haberte
devuelto la salud que vinistes a buscar a esta tierra?
El joyel que sujetaba la pluma de mi gorra cautivó tu
atencion. ¡Qué hermoso estaría sujetando un velo
sobre tu oscura cabellera! Ya ha prendido el de una
desposada; mi padre se lo regaló a la que me dio el
ser, y ella lo llevó al altar... ¿Lo quieres?
-No sé en el tuyo -contestó la hermosa-, pero en mi país una prenda recibida compromete una
voluntad. Sólo en un día de ceremonia debe aceptarse un presente de manos de un deudo... que aún
puede ir a Roma sin volver con las manos vacías.
El acento helado con que Beatriz pronunció
estas palabras turbó un momento al joven, que después de serenarse dijo con tristeza:
-Lo sé prima; pero hoy se celebran Todos
los Santos, y el tuyo ante todos; hoy es día de ceremonias y presentes. ¿Quieres aceptar el mío?
Beatriz se mordió ligeramente los labios y
extendió la mano para tomar la joya, sin añadir una
palabra.
Los dos jóvenes volvieron a quedarse en silencio, y volviose a oír la cascada voz de las viejas
que hablaban de brujas y de trasgos y el zumbido
del aire que hacía crujir los vidrios de las ojivas, y el
triste monótono doblar de las campanas.
Al cabo de algunos minutos, el interrumpido
diálogo tornó a anudarse de este modo:
-Y antes de que concluya el día de Todos
los Santos, en que así como el tuyo se celebra el
mío, y puedes, sin atar tu voluntad, dejarme un recuerdo, ¿no lo harás? -dijo él clavando una mirada
en la de su prima, que brilló como un relámpago,
iluminada por un pensamiento diabólico.
-¿Por qué no? -exclamó ésta llevándose la
mano al hombro derecho como para buscar alguna
cosa entre las pliegues de su ancha manga de terciopelo bordado de oro... Después, con una infantil
expresión de sentimiento, añadió:
-¿Te acuerdas de la banda azul que llevé
hoy a la cacería, y que por no sé qué emblema de
su color me dijiste que era la divisa de tu alma?
-Sí.
-Pues... ¡se ha perdido! Se ha perdido, y
pensaba dejártela como un recuerdo.
-¡Se ha perdido!, ¿y dónde? -preguntó
Alonso incorporándose de su asiento y con una
indescriptible expresión de temor y esperanza.
-No sé.... en el monte acaso.
-¡En el Monte de las Ánimas -murmuró palideciendo y dejándose caer sobre el sitial-; en el
Monte de las Ánimas!
Luego prosiguió con voz entrecortada y sorda:
-Tú lo sabes, porque lo habrás oído mil veces; en la ciudad, en toda Castilla, me llaman el rey
de los cazadores. No habiendo aún podido probar
mis fuerzas en los combates, como mis ascendentes, he llevado a esta diversión, imagen de la guerra, todos los bríos de mi juventud, todo el ardor,
hereditario en mi raza. La alfombra que pisan tus
pies son despojos de fieras que he muerto por mi
mano. Yo conozco sus guaridas y sus costumbres;
y he combatido con ellas de día y de noche, a pie y
a caballo, solo y en batida, y nadie dirá que me ha
visto huir el peligro en ninguna ocasión. Otra noche
volaría por esa banda, y volaría gozoso como a una
fiesta; y, sin embargo, esta noche.... esta noche. ¿A
qué ocultártelo?, tengo miedo. ¿Oyes? Las campanas doblan, la oración ha sonado en San Juan del
Duero, las ánimas del monte comenzarán ahora a
levantar sus amarillentos cráneos de entre las malezas que cubren sus fosas... ¡las ánimas!, cuya
sola vista puede helar de horror la sangre del más
valiente, tornar sus cabellos blancos o arrebatarle
en el torbellino de su fantástica carrera como una
hoja que arrastra el viento sin que se sepa adónde.
Mientras el joven hablaba, una sonrisa imperceptible se dibujó en los labios de Beatriz, que
cuando hubo concluido exclamó con un tono indiferente y mientras atizaba el fuego del hogar, donde
saltaba y crujía la leña, arrojando chispas de mil
colores:
-¡Oh! Eso de ningún modo. ¡Qué locura! ¡Ir
ahora al monte por semejante friolera! ¡Una noche
tan oscura, noche de difuntos, y cuajado el camino
de lobos!
Al decir esta última frase, la recargó de un
modo tan especial, que Alonso no pudo menos de
comprender toda su amarga ironía, movido como
por un resorte se puso de pie, se pasó la mano por
la frente, como para arrancarse el miedo que estaba
en su cabeza y no en su corazón, y con voz firme
exclamó, dirigiéndose a la hermosa, que estaba aún
inclinada sobre el hogar entreteniéndose en revolver
el fuego:
-Adiós Beatriz, adiós... Hasta pronto.
-¡Alonso! ¡Alonso! -dijo ésta, volviéndose
con rapidez; pero cuando quiso o aparentó querer
detenerle, el joven había desaparecido.
A los pocos minutos se oyó el rumor de un
caballo que se alejaba al galope. La hermosa, con
una radiante expresión de orgullo satisfecho que
coloreó sus mejillas, prestó atento oído a aquel ru-
mor que se debilitaba, que se perdía, que se desvaneció por último.
Las viejas, en tanto, continuaban en sus
cuentos de ánimas aparecidas; el aire zumbaba en
los vidrios del balcón y las campanas de la ciudad
doblaban a lo lejos.
III
Había pasado una hora, dos, tres; la media
roche estaba a punto de sonar, y Beatriz se retiró a
su oratorio. Alonso no volvía, no volvía, cuando en
menos de una hora pudiera haberlo hecho.
-¡Habrá tenido miedo! -exclamó la joven cerrando su libro de oraciones y encaminándose a su
lecho, después de haber intentado inútilmente murmurar algunos de los rezos que la iglesia consagra
en el día de difuntos a los que ya no existen.
Después de haber apagado la lámpara y
cruzado las dobles cortinas de seda, se durmió; se
durmió con un sueño inquieto, ligero, nervioso.
Las doce sonaron en el reloj del Postigo.
Beatriz oyó entre sueños las vibraciones de la campana, lentas, sordas; tristísimas, y entreabrió los
ojos. Creía haber oído a par de ellas pronunciar su
nombre; pero lejos, muy lejos, y por una voz ahogada y doliente. El viento gemía en los vidrios de la
ventana.
-Será el viento -dijo; y poniéndose la mano
sobre el corazón, procuró tranquilizarse. Pero su
corazón latía cada vez con más violencia. Las puertas de alerce del oratorio habían crujido sobre sus
goznes, con un chirrido agudo prolongado y estridente.
Primero unas y luego las otras más cercanas, todas las puertas que daban paso a su habitación iban sonando por su orden, éstas con un ruido
sordo y grave, aquéllas con un lamento largo y crispador. Después silencio, un silencio lleno de rumores extraños, el silencio de la media noche, con un
murmullo monótono de agua distante; lejanos ladridos de perros, voces confusas, palabras ininteligibles; ecos de pasos que van y vienen, crujir de ropas que se arrastran, suspiros que se ahogan, respiraciones fatigosas que casi se sienten, estremecimientos involuntarios que anuncian la presencia
de algo que no se ve y cuya aproximación se nota
no obstante en la oscuridad.
Beatriz, inmóvil, temblorosa, adelantó la cabeza fuera de las cortinillas y escuchó un momento.
Oía mil ruidos diversos; se pasaba la mano por la
frente, tornaba a escuchar: nada, silencio.
Veía, con esa fosforescencia de la pupila en
las crisis nerviosas, como bultos que se movían en
todas direcciones; y cuando dilatándolas las fijaba
en un punto, nada, oscuridad, las sombras impenetrables.
-¡Bah! -exclamó, volviendo a recostar su
hermosa cabeza sobre la almohada de raso azul del
lecho-; ¿soy yo tan miedosa como esas pobres
gentes, cuyo corazón palpita de terror bajo una
armadura, al oír una conseja de aparecidos?
Y cerrando los ojos intentó dormir...; pero en
vano había hecho un esfuerzo sobre sí misma.
Pronto volvió a incorporarse más pálida, más inquieta, más aterrada. Ya no era una ilusión: las colgaduras de brocado de la puerta habían rozado al separarse, y unas pisadas lentas sonaban sobre la alfombra; el rumor de aquellas pisadas era sordo, casi
imperceptible, pero continuado, y a su compás se
oía crujir una cosa como madera o hueso. Y se
acercaban, se acercaban, y se movió el reclinatorio
que estaba a la orilla de su lecho. Beatriz lanzó un
grito agudo, y arrebujándose en la ropa que la cubría, escondió la cabeza y contuvo el aliento.
El aire azotaba los vidrios del balcón; el
agua de la fuente lejana caía y caía con un rumor
eterno y monótono; los ladridos de los perros se
dilataban en las ráfagas del aire, y las campanas de
la ciudad de Soria, unas cerca, otras distantes, doblan tristemente por las ánimas de los difuntos.
Así pasó una hora, dos, la noche, un siglo,
porque la noche aquella pareció eterna a Beatriz. Al
fin despuntó la aurora: vuelta de su temor, entreabrió los ojos a los primeros rayos de la luz. Después de una noche de insomnio y de terrores, ¡es
tan hermosa la luz clara y blanca del día! Separó las
cortinas de seda del lecho, y ya se disponía a reírse
de sus temores pasados, cuando de repente un
sudor frío cubrió su cuerpo, sus ojos se desencajaron y una palidez mortal descoloró sus mejillas:
sobre el reclinatorio había visto sangrienta y desgarrada la banda azul que perdiera en el monte, la
banda azul que fue a buscar Alonso.
Cuando sus servidores llegaron despavoridos a noticiarle la muerte del primogánito de Alcudiel, que a la mañana había aparecido devorado por
los lobos entre las malezas del Monte de las Ánimas, la encontraron inmóvil, crispada, asida con
ambas manos a una de las columnas de ébano del
lecho, desencajados los ojos, entreabierta la boca;
blancos los labios, rígidos los miembros, muerta;
¡muerta de horror!
IV
Dicen que después de acaecido este suceso, un cazador extraviado que pasó la noche de
difuntos sin poder salir del Monte de las Ánimas, y
que al otro día, antes de morir, pudo contar lo que
viera, refirió cosas horribles. Entre otras, asegura
que vio a los esqueletos de los antiguos templarios
y de los nobles de Soria enterrados en el atrio de la
capilla levantarse al punto de la oración con un
estrépito horrible, y, caballeros sobre osamentas de
corceles, perseguir como a una fiera a una mujer
hermosa, pálida y desmelenada, que con los pies
desnudos y sangrientos, y arrojando gritos de
horror, daba vueltas alrededor de la tumba de Alonso.
La cueva de la mora
I
Frente al establecimiento de baños de Fitero, y sobre unas rocas cortadas a pico, a cuyos pies
corre el río Alhama, se ven todavía los restos abandonados de un castillo árabe, célebre en los fastos
gloriosos de la Reconquista, por haber sido teatro
de grandes y memorables hazañas, así por parte de
los que le defendieron, como los que valerosamente
clavaron sobre sus almenas el estandarte de la
cruz.
De los muros no quedan más que algunos
ruinosos vestigios; las piedras de la atalaya han
caído unas sobre otras al foso y lo han cegado por
completo; en el patio de armas crecen zarzales y
matas de jaramago; por todas partes adonde se
vuelven los ojos no se ven más que arcos rotos,
sillares oscuros y carcomidos: aquí un lienzo de
barbacana, entre cuyas hendiduras nace la hiedra;
allí un torreón, que aún se tiene en pie como por
milagro; más allá los postes de argamasa, con las
anillas de hierro que sostenían el puente colgante.
Durante mi estancia en los baños, ya por
hacer ejercicio que, según me decían, era conve-
niente al estado de mi salud, ya arrastrado por la
curiosidad, todas las tardes tomaba entre aquellos
vericuetos el camino que conduce a las ruinas de la
fortaleza árabe, y allí me pasaba las horas y las
horas escarbando el suelo por ver si encontraba
algunas armas, dando golpes en los muros para
observar si estaban huecos y sorprender el escondrijo de un tesoro, y metiéndome por todos los rincones con la idea de encontrar la entrada de algunos de esos subterráneos que es fama existen en
todos los castillos de los moros.
Mis diligentes pesquisas fueron por demás
infructuosas.
Sin embargo, una tarde en que, ya desesperanzado de hallar algo nuevo y curioso en lo alto
de la roca sobre que se asienta el castillo, renuncié
a subir a ella y limité mi paseo a las orillas del río
que corre a sus pies, andando, andando a lo largo
de la ribera, vi una especie de boquerón abierto en
la peña viva y medio oculto por frondosos y espesísimos matorrales. No sin mi poquito de temor separé el ramaje que cubría la entrada de aquello que
me pareció cueva formada por la Naturaleza y que
después que anduve algunos pasos vi era un subterráneo abierto a pico. No pudiendo penetrar hasta
el fondo, que se perdía entre las sombras, me limité
a observar cuidadosamente las particularidades de
la bóveda y del piso, que me pareció que se elevaba formando como unos grandes peldaños en dirección a la altura en que se halla el castillo de que
ya he hecho mención, y en cuyas ruinas recordé
entonces haber visto una poterna cegada. Sin duda
había descubierto uno de esos caminos secretos
tan comunes en las obras militares de aquella época, el cual debió de servir para hacer salidas falsas
o coger durante el sitio, el agua del río que corre allí
inmediato.
Para cerciorarme de la verdad que pudiera
haber en mis inducciones, después que salí de la
cueva por donde mismo había entrado, trabé conversación con un trabajador que andaba podando
unas viñas en aquellos vericuetos, y al cual me
acerqué so pretexto de pedirle lumbre para encender un cigarrillo.
Hablamos de varias cosas indiferentes; de
las propiedades medicinales de las aguas de Fitero,
de la cosecha pasada y la por venir, de las mujeres
de Navarra y el cultivo de las viñas; hablamos, en
fin, de todo lo que al buen hombre se le ocurrió,
primero que de la cueva, objeto de mi curiosidad.
Cuando, por último, la conversación recayó
sobre este punto, le pregunté si sabía de alguien
que hubiese penetrado en ella y visto su fondo.
-¡Penetrar en la cueva de la mora! -me dijo
como asombrado al oír mi pregunta-. ¿Quién había
de atreverse? ¿No sabe usted que de esa sima sale
todas las noches un ánima?
-¡Un ánima! -exclamé yo sonriéndome-. ¿El
ánima de quién?
-El ánima de la hija de un alcaide moro que
anda todavía penando por estos lugares, y se la ve
todas las noches salir vestida de blanco de esa
cueva, y llena en el río una jarrica de agua.
Por la explicación de aquel buen hombre vine en conocimiento de que acerca del castillo árabe
y del subterráneo que yo suponía en comunicación
con él, había alguna historieta; y como yo soy muy
amigo de oír todas estas tradiciones, especialmente
de labios de la gente del pueblo; le supliqué me la
refiriese, lo cual hizo, poco más o menos, en los
mismos términos que yo a mi vez se la voy a referir
a mis lectores.
II
Cuando el castillo del que ahora sólo restan
algunas informes ruinas, se tenía aún por los reyes
moros, y sus torres, de las que no ha quedado piedra sobre piedra, dominaban desde lo alto de la
roca en que tienen asiento todo aquel fertilísimo
valle que fecunda el río Alhama, ocurrió junto a la
villa de Fitero una reñida batalla, en la cual cayó
herido y prisionero de los árabes un famoso caballero cristiano, tan digno de renombre por su piedad
como por su valentía.
Conducido a la fortaleza y cargado de hierros por sus enemigos, estuvo algunos días en el
fondo de un calabozo luchando entre la vida y la
muerte hasta que, curado casi milagrosamente de
sus heridas, sus deudos le rescataron a fuerza de
oro.
Volvió el cautivo a su hogar; volvió a estrechar entre sus brazos a los que le dieron el ser. Sus
hermanos de armas y sus hombres de guerra se
alborozaron al verle, creyendo la llegada de emprender nuevos combates; pero el alma del caballero se había llenado de una profunda melancolía, y ni
el cariño paterno ni los esfuerzos de la amistad eran
parte a disipar su extraña melancolía.
Durante su cautiverio logró ver a la hija del
alcaide moro, de cuya hermosura tenía noticias por
la fama antes de conocerla; pero cuando la hubo
conocido la encontró tan superior a la idea que de
ella se había formado, que no pudo resistir a la seducción de sus encantos, y se enamoró perdidamente de un objeto para él imposible.
Meses y meses pasó el caballero forjando
los proyectos más atrevidos y absurdos: ora imaginaba un medio de romper las barreras que lo separaban de aquella mujer; ora hacía los mayores esfuerzos para olvidarla; ya se decidía por una cosa,
ya se mostraba partidario de otra absolutamente
opuesta, hasta que al fin un día reunió a sus hermanos y compañeros de armas, mandó llamar a sus
hombres de guerra, y después de hacer con el mayor sigilo todos los aprestos necesarios, cayó de
improviso sobre la fortaleza que guardaba a la hermosura, objeto de su insensato amor.
Al partir a esta expedición, todos creyeron
que sólo movía a su caudillo el afán de vengarse de
cuanto le habían hecho sufrir aherrojándole en el
fondo de sus calabozos; pero después de tomada la
fortaleza, no se ocultó a ninguno la verdadera causa
de aquella arrojada empresa, en que tantos buenos
cristianos habían perecido para contribuir al logro de
una pasión indigna.
El caballero, embriagado en el amor que al
fin logró encender en el pecho de la hermosísima
mora, ni hacía caso de los consejos de sus amigos,
ni paraba mientes en las murmuraciones y las quejas de sus soldados. Unos y otros clamaban por
salir cuanto antes de aquellos muros, sobre los cuales era natural que habían de caer nuevamente los
árabes, repuestos del pánico de la sorpresa.
Y en efecto, sucedió así: el alcaide allegó
gentes de los lugares comarcanos; y una mañana el
vigía que estaba puesto en la atalaya de la torre
bajó a anunciar a los enamorados amantes que por
toda la sierra que desde aquellas rocas se descubre
se veía bajar tal nublado de guerreros, que bien
podía asegurarse que iba a caer sobre el castillo la
morisma entera.
La hija del alcaide se quedó al oírlo pálida
como la muerte; el caballero pidió sus armas a
grandes voces, y todo se puso en movimiento en la
fortaleza. Los soldados salieron en tumulto de sus
cuadras; los jefes comenzaron a dar órdenes; se
bajaron los rastrillos; se levantó el puente colgante,
y se coronaron de ballesteros las almenas.
Algunas horas después comenzó el asalto.
Al castillo con razón podía llamarse inexpugnable. Sólo por sorpresa, como se apoderaron
de él los cristianos, era posible rendirlo. Resistieron,
pues, sus defensores, una, dos y hasta diez embestidas.
Los moros se limitaron, viendo la inutilidad
de sus esfuerzos, a cercarlo estrechamente para
hacer capitular a sus defensores por hambre.
El hambre comenzó, en efecto, a hacer estragos horrorosos entre los cristianos; pero sabiendo que, una vez rendido el castillo, el precio de la
vida de sus defensores era la cabeza de su jefe,
ninguno quiso hacerle traición, y los mismos que
habían reprobado su conducta, juraron perecer en
su defensa.
Los moros, impacientes: resolvieron dar un
nuevo asalto al mediar la noche. La embestida fue
rabiosa, la defensa desesperada y el choque horrible. Durante la pelea, el alcaide, partida la frente de
un hachazo, cayó al foso desde lo alto del muro, al
que había logrado subir con ayuda de una escala, al
mismo tiempo que el caballero recibía un golpe
mortal en la brecha de la barbacana, en donde unos
y otros combatían cuerpo a cuerpo entre las sombras.
Los cristianos comenzaron a cejar y a replegarse. En este punto la mora se inclinó sobre su
amante que yacía en el suelo moribundo, y tomándole en sus brazos con unas fuerzas que hacían
mayores la desesperación y la idea del peligro, lo
arrastró hasta el patio de armas. Allí tocó a un resorte, y, por la boca qué dejó ver una piedra al levantarse como movida de un impulso sobrenatural,
desapareció con su preciosa carga y comenzó a
descender hasta llegar al fondo del subterráneo.
III
Cuando el caballero volvió en sí, tendió a su
alrededor una mirada llena de extravío, y dijo: ¡Tengo sed! ¡Me Muero! ¡Me abraso!- Y en su delirio, precursor de la muerte, de sus labios secos, por
los cuales silbaba la respiración al pasar, sólo se
oían salir estas
palabras angustiosa: -¡Tengo sed! ¡Me
abraso! ¡Agua! ¡Agua!
La mora sabía que aquel subterráneo tenía
una salida al valle por donde corre el río. El valle y
todas las alturas que lo coronan estaban llenos de
soldados moros, que una vez rendida la fortaleza
buscaban en vano por todas partes al caballero y a
su amada para saciar en ellos su sed de exterminio:
sin embargo, no vaciló un instante, y tomando el
casco del moribundo, se deslizó como una sombra
por entre los matorrales que cubrían la boca de la
cueva y bajó a la orilla del río.
Ya había tomado el agua, ya iba a incorporarse para volver de nuevo al lado de su amante,
cuando silbó una saeta y resonó un grito.
Dos guerreros moros que velaban alrededor
de la fortaleza habían disparado sus arcos en la
dirección en que oyeron moverse las ramas.
La mora, herida de muerte, logró, sin embargo, arrastrarse a la entrada del subterráneo y
penetrar hasta el fondo, donde se encontraba el
caballero. Éste, al verla cubierta de sangre y próxima a morir, volvió en su corazón; y conociendo la
enormidad del pecado que tan duramente expiaban;
volvió los ojos al cielo, tomó el agua que su amante
le ofrecía, y sin acercársela a los labios, preguntó a
la mora: -¿Quieres ser cristiana? ¿Quieres morir en
mi religión, y si me salvo salvarte conmigo? La mora, que había caído al suelo desvanecida con la
falta de la sangre, hizo un movimiento imperceptible
con la cabeza, sobre la cual derramó el caballero el
agua bautismal, invocando el nombre del Todopoderoso.
Al otro día, el soldado que disparó la saeta
vio un rastro de sangre a la orilla del río, y siguiéndolo, entró en la cueva, donde encontró los cadáveres del caballero y su amada, que aún vienen por
las noches a vagar por estos contornos.
El gnomo
I
Las muchachas del lugar volvían de la fuente con sus cántaros en la cabeza, volvían cantando
y riendo con un ruido y una algazara que sólo pudieran compararse a la alegre algarabía de una banda
de golondrinas cuando revolotean espesas como el
granizo alrededor de la veleta de un campanario.
En el pórtico de la iglesia, y sentado al pie
de un enebro, estaba el tío Gregorio. El tío Gregorio
era el más viejecito del lugar: tenía cerca de noventa navidades, el pelo blanco, la boca de risa, los
ojos alegres y las manos temblonas. De niño fue
pastor, de joven soldado; después cultivó una pequeña heredad, patrimonio de sus padres, hasta
que, por último, le faltaron las fuerzas y se sentó
tranquilo a esperar la muerte, que ni temía ni deseaba. Nadie contaba un chascarrillo con más gracia que él, ni sabía historias más estupendas, ni
traía a cuento tan oportunamente un refrán, una
sentencia o un adagio.
Las muchachas, al verle, apresuraron el paso con ánimo de irle a hablar, y cuando estuvieron
en el pórtico, todas comenzaron a suplicarle que les
contase una historia con que entretener el tiempo
que aún faltaba para hacerse de noche, que no era
mucho, pues el sol poniente hería de soslayo la
tierra, y las sombras de los montes se dilataban por
momentos a lo largo de la llanura.
El tío Gregorio escuchó sonriendo la petición de las muchachas, las cuales, una vez obtenida la promesa de que les refería alguna cosa, dejaron los cántaros en el suelo, y sentándose a su alrededor formaron un corro, en cuyo centro quedó el
viejecito, que comenzó a hablarles de esta manera:
-No os contaré una historia, porque aunque
recuerdo algunas en este momento, atañen a cosas
tan graves, que ni vosotras, que sois unas locuelas,
me prestaríais atención para escucharlas, ni a mí,
por lo avanzado de la tarde, me quedaría espacio
para referirlas. Os daré en su lugar un consejo.
-¡Un consejo! -exclamaron las muchachas
con aire visible de mal humor-. ¡Bah!, no es para oír
consejos para lo que nos hemos detenido; cuando
nos hagan falta ya nos los dará el señor cura.
-Es -prosiguió el anciano con su habitual
sonrisa y su voz cascada y temblona- que el señor
cura acaso no sabría dárosle en esta ocasión tan
oportuna como os lo puede dar el tío Gregorio; porque él, ocupado en sus rezos y letanías, no habrá
echado, como yo, de ver que cada día vais por agua
a la fuente más temprano y volvéis más tarde.
Las muchachas se miraron entre sí con una
imperceptible sonrisa de burla: no faltando algunas
de las que estaban colocadas a sus espaldas que
se tocasen la frente con el dedo, acompañando su
acción con un gesto significativo.
-¿Y qué mal encontráis en que nos detengamos en la fuente charlando un rato con las amigas y vecinas?... -dijo una de ellas-. ¿Andan acaso
chismes en el lugar porque los mozos salen al camino a echarnos flores o vienen a brindarse para
traer nuestros cántaros hasta la entrada del pueblo?
-De todo hay -contestó el viejo a la moza
que le había dirigido la palabra en nombre de sus
compañeras-. Las viejas del lugar murmuran de que
hoy vayan las muchachas a loquear y entretenerse
a un sitio al cual ellas llegaban de prisa y temblando
a tomar el agua, pues sólo de allí puede traerse; y
yo encuentro mal que perdáis poco a poco el temor
que a todos inspira el sitio donde se halla la fuente,
porque podría acontecer que alguna vez os sorprendiese en él la noche.
El tío Gregorio pronunció estas últimas palabras con un tono tan lleno de misterio, que las
muchachas abrieron los ojos espantadas para mirarle, y con mezcla de curiosidad y burla tornaron a
insistir:
-¡La noche! ¿Pues qué pasa de noche en
ese sitio, que tales aspavientos hacéis y con tan
temerosas y oscuras palabras nos habláis de lo que
allí podría acontecernos? ¿Se nos comerán acaso
los lobos?
-Cuando el Moncayo se cubre de nieve, los
lobos, arrojados de sus guaridas, bajan en rebaños
por su falda, y más de una vez los hemos oído aullar en horroroso concierto, no sólo en los alrededores de la fuente, sino en las mismas calles del lugar;
pero no son los lobos los huéspedes más terribles
del Moncayo: en sus profundas simas, en sus cumbres solitarias y ásperas, en su hueco seno, viven
unos espíritus diabólicos que durante la noche bajan por sus vertientes como un enjambre, y pueblan
el vacío, y hormiguean en la llanura, y saltan de
roca en roca, juegan entre las aguas o se mecen en
las desnudas ramas de los árboles. Ellos son los
que aúllan en las grietas de las peñas; ellos los que
forman y empujan esas inmensas bolas de nieve
que bajan rodando desde los altos picos y arrollan y
aplastan cuanto encuentran a su paso; ellos los que
llaman con el granizo a nuestros cristales en las
noches de lluvia y corren como llamas azules y ligeras sobre el haz de los pantanos. Entre estos espíritus que, arrojados de las llanuras por las bendiciones y los exorcismos de la Iglesia, han ido a refugiarse a las crestas inaccesibles de las montañas,
los hay de diferente naturaleza y que al parecer a
nuestros ojos se revisten de formas variadas. Los
más peligrosos, sin embargo, los que se insinúan
con dulces palabras en el corazón de las jóvenes y
las deslumbran con promesas magníficas, son los
gnomos. Los gnomos viven en las entrañas de los
montes; conocen sus caminos subterráneos, y,
eternos guardadores de los tesoros que encierran,
velan día y noche junto a los veneros de los metales
y las piedras preciosas. ¿Veis? -prosiguió el viejo
señalando con el palo que le servía de apoyo la
cumbre del Moncayo, que se levantaba a su derecha, destacándose oscuro y gigantesco sobre el
cielo violado y brumoso del crepúsculo-, ¿veis esa
inmensa mole coronada aún de nieve?, pues en su
seno tienen sus moradas esos diabólicos espíritus.
El palacio que habitan es horroroso y magnífico a la
vez.
Hace muchos años que un pastor, siguiendo a una res extraviada, penetró por la boca de una
de esas cuevas, cuyas entradas cubren espesos
matorrales y cuyo fin no ha visto ninguno. Cuando
volvió al lugar, estaba pálido como la muerte; había
sorprendido el secreto de los gnomos; había respirado su envenenada atmósfera, y pagó su atrevimiento con la vida; pero antes de morir refirió cosas
estupendas. Andando por aquella caverna adelante,
había encontrado al fin unas galerías subterráneas
e inmensas, alumbradas con un resplandor dudoso
y fantástico, producido, por la fosforescencia de las
rocas, semejantes allí a grandes pedazos de cristal
cuajado de en mil formas caprichosas y extrañas. El
suelo, la bóveda y las paredes de aquellos extensos
salones, obra de la Naturaleza, parecían jaspeados
como los mármoles más ricos; pero las vetas que
los cruzaban eran de oro y plata, y entre aquellas
vetas brillantes se veían como incrustadas multitud
de piedras preciosas de todos los colores y tamaños. Allí había jacintos y esmeraldas en montón, y
diamantes, y rubíes, y zafiros, y qué sé yo, otras
muchas piedras desconocidas que él no supo nombrar; pero tan grandes y tan hermosas, que sus ojos
se deslumbraron al contemplarlas. Ningún ruido
exterior llegaba al fondo de la fantástica caverna;
sólo se percibían a intervalos unos gemidos largos y
lastimosos del aire que discurría por aquel laberinto
encantado, un rumor confuso de fuego subterráneo
que hervía comprimido, y murmullos de aguas corrientes que pasaban sin saberse por dónde.
El pastor, sólo y perdido en aquella inmensidad, anduvo no sé cuantas horas sin hallar la salida, hasta que por último tropezó con el nacimiento
del manantial cuyo murmullo había oído. Éste brotaba del suelo como una fuente maravillosa, con un
salto de agua coronado de espuma, que caía firmando una vistosa cascada y produciendo un murmullo sonoro al alejarse resbalando por entre las
quebraduras de las peñas. A su alrededor crecían
unas plantas nunca vistas, con hojas anchas y
gruesas las unas, delgadas y largas como cintas
flotantes las otras. Medio escondidos entre aquella
húmeda frondosidad discurrían unos seres extraños, en parte hombres, en parte reptiles, o ambas
cosas a la vez, pues transformándose continuamente, ora parecían criaturas humanas, deformes y
pequeñuelas, ora salamandras luminosas o llamas
fugaces que danzaban en círculos sobre la cúspide
del surtidor. Allí, agitándose en todas direcciones,
corriendo por el suelo en forma de enanos repugnantes y contrahechos, encaramándose en las pa-
redes, babeando y retorciéndose en figura de reptiles, o bailando con apariencia de fuegos fatuos
sobre el haz del agua, andaban los gnomos, señores de aquellos lugares, cantando y removiendo sus
fabulosas riquezas. Ellos saben dónde guardan los
avaros esos tesoros que en vano buscan después
los herederos; ellos conocen el lugar donde los
moros, antes de huir, ocultaron sus joyas; y las alhajas que se pierden, las monedas que se extravían, todo lo que tiene algún valor y desaparece,
ellos son los que lo buscan, lo encuentran y lo roban, para esconderlo en sus guaridas, porque ellos
saben andar todo el mundo por debajo de la tierra y
por caminos secretos e ignorados. Allí tenían, pues,
hacinados en montón toda clase de objetos raros y
preciosos. Había joyas de un valor inestimable,
collares y gargantillas de perlas y piedras finas;
ánforas de oro, de forma antiquísima, llenas de rubíes; copas cinceladas, armas ricas, monedas con
bustos y leyendas imposibles de conocer o descifrar; tesoros, en fin, tan fabulosos e inmensos, que
la imaginación apenas puede concebirlos. Y todo
brillaba a la vez lanzando unas chispas de colores y
unos reflejos tan vivos, que parecía como que todo
estaba ardiendo y se movía y temblaba. Al menos,
el pastor refirió que así le había parecido.
Al llegar aquí el anciano se detuvo un momento: las muchachas, que comenzaron por oír la
relación del tío Gregorio con una sonrisa de burla,
guardaban entonces un profundo silencio, esperando a que continuase, con los ojos espantados, los
labios ligeramente entreabiertos y la curiosidad y el
interés pintados en el rostro. Una de ellas rompió al
fin el silencio y exclamó sin poderse contener, entusiasmada al oír la descripción de las fabulosas riquezas que se habían ofrecido a la vista del pastor:
-Y qué, ¿no se trajo nada de aquello?
-Nada -contestó el tío Gregorio.
-¡Qué tonto! -exclamaron en coro las muchachas.
-El cielo le ayudó en el trance -prosiguió el
anciano-, pues en aquel momento en que la avaricia, que a todo se sobrepone, comenzaba a disipar
su miedo, y alucinado a la vista de aquellas joyas,
de las cuales una sola bastaría a hacerle poderoso,
el pastor iba a apoderarse de algunas, dice que oyó,
¡maravillaos del suceso!, oyó claro y distinto en
aquellas profundidades, y a pesar de las carcajadas
y las voces de los gnomos, del hervidero del fuego
subterráneo, del rumor de las aguas corrientes y de
los lamentos del aire, oyó, digo, como si estuviese
al pie de la colina en que se encuentra, el clamor de
la campana que hay en la ermita de Nuestra Señora
del Moncayo.
Al oír la campana que tocaba el Ave-María,
el pastor cayó al suelo invocando a la Madre de
Nuestro Señor Jesucristo, y sin saber cómo ni por
dónde se encontró fuera de aquellos lugares, y en el
camino que conduce al pueblo, echado en una senda y presa de un gran estupor, como si hubiera
salido de un sueño.
Desde entonces se explicó todo el mundo
por qué la fuente del lugar trae a veces entre sus
aguas como un polvo finísimo de oro; y cuando
llega la noche, en el rumor que produce, se oyen
palabras confusas, palabras engañosas con que los
gnomos que la inficionan desde su nacimiento procuran seducir a los incautos que les prestan oídos,
prometiéndoles riquezas y tesoros que han de ser
su condenación.
Cuando el tío Gregorio llegaba a este punto
de su historia, ya la noche había entrado y la campana de la iglesia comenzó a tocar las oraciones.
Las muchachas se persignaron devotamente, murmurando un Ave-María en voz baja, y después de
despedirse del tío Gregorio, que les tornó a aconsejar que no perdieran el tiempo en la fuente, cada
cual tomó su cántaro, y todas juntas salieron silenciosas y preocupadas del atrio de la iglesia. Ya lejos
del sitio en que se encontraron al viejecito, y cuando
estuvieron en la plaza del lugar donde habían de
separarse, exclamó la más resuelta y decidora de
ellas:
-¿Vosotras creéis algo de las tonterías que
nos ha contado el tío Gregorio?
-¡Yo no! -dijo una.
-¡Yo tampoco! -exclamó otra.
-¡Ni yo! ¡Ni yo! -repitieron las demás,
burlándose con risas de su credulidad de un momento.
El grupo de las mozuelas se disolvió alejándose cada cual hacia uno de los extremos de la
plaza. Luego que doblaron las esquinas de las diferentes calles que venían a desembocar a aquel
sitio, dos muchachas, las únicas que no habían
desplegado aún los labios para protestar con sus
burlas de la veracidad del tío Gregorio, y que, preocupadas con la maravillosa relación, parecían absortas en sus ideas, se marcharon juntas y con esa
lentitud propia de las personas distraídas, por una
calleja sombría, estrecha y tortuosa.
De aquellas dos muchachas, la mayor, que
parecía tener unos veinte años, se llamaba Marta; y
la más pequeña, que aún no había cumplido los
dieciséis, Magdalena.
El tiempo que duró el camino, ambas guardaron un profundo silencio; pero cuando llegaron a
los umbrales de su casa y dejaran los cántaros en el
asiento de piedra del portal, Marta dijo a Magdalena: -¿Y tú crees en las maravillas del Moncayo y en
los espíritus de la fuente?... -Yo -contestó Magdalena con sencillez-, yo creo en todo. ¿Dudas tú acaso? -¡Oh, no! se apresuró a interrumpir Marta; -yo
también creo en todo, en todo lo que deseo creer.
II
Marta y Magdalena eran hermanas. Huérfanas desde los primeros años de la niñez, vivían
miserablemente a la sombra de una parienta de su
madre que las había recogido por caridad, y que a
cada paso les hacía sentir con sus dicterios y sus
humillantes palabras el peso de su beneficio. Todo
parecía contribuir a que se estrechasen los lazos
del cariño entre aquellas dos almas hermanas, no
sólo por el vínculo de la sangre, sino por los de la
miseria y el sufrimiento, y, sin embargo, entre Marta
y Magdalena existían una sorda emulación, una
secreta antipatía que sólo pudiera explicar el estudio de sus caracteres, tan en absoluta contraposición como sus tipos.
Marta era altiva, vehemente en sus inclinaciones y de una rudeza salvaje en la expresión de
sus afectos: no sabía ni reír ni llorar, y por eso no
había llorado ni reído nunca. Magdalena, por el
contrario, era humilde, amante, bondadosa, y en
más de una ocasión se la vio llorar y reír a la vez
como los niños.
Marta tenía los ojos más negros que la noche, y de entre sus oscuras pestañas diríase que a
intervalos saltaban chispas de fuego como de un
carbón ardiente.
La pupila azul de Magdalena parecía nadar
en un fluido de luz dentro del cerco de oro de sus
pestañas rubias. Y todo era en ellas armónico con la
diversa expresión de sus ojos. Marta, enjuta de
carnes, quebrada de color, de estatura esbelta,
movimientos rígidos y cabellos crespos y oscuros,
que sombreaban su frente y caían por sus hombros
como un manto de terciopelo: formaba un singular
contraste con Magdalena, blanca, rosada, pequeña,
infantil en su fisonomía y sus formas, y con unas
trenzas rubias que rodeaban sus sienes, semejantes al nimbo dorado de la cabeza de un ángel.
A pesar de la inexplicable repulsión que
sentían la una por la otra, las dos hermanas habían
vivido hasta entonces en una especie de indiferencia, que hubiera podido confundirse con la paz y el
afecto: no habían tenido caricias que disputarse, ni
preferencias que envidiar; iguales en la desgracia y
el dolor. Marta se había encerrado para sufrir en un
egoísta y altivo silencio: y Magdalena, encontrando
seco el corazón de su hermana, lloraba a solas
cuando las lágrimas se agolpaban involuntariamente a sus ojos.
Ningún sentimiento era común entre ellas;
nunca se confiaron sus alegrías y sus pesares, y sin
embargo, el único secreto que procuraban esconder
en lo más profundo del corazón, se lo habían adivinado mutuamente con ese instinto maravilloso de la
mujer enamorada y celosa. Marta y Magdalena tenían efectivamente puestos sus ojos en un mismo
hombre.
La pasión de la una era el deseo tenaz, hijo
de un carácter indomable y voluntarioso; en la otra,
el cariño se parecía a esa vaga y espontánea ternura de la adolescencia, que necesitando un objeto en
qué emplearse, ama el primero que se ofrece a su
vista. Ambas guardaban el secreto de su amor,
porque el hombre que lo había inspirado tal vez
hubiera hecho mofa de un cariño que se podía interpretar como ambición absurda en unas muchachas plebeyas y miserables. Ambas, a pesar de la
distancia que las separaba del objeto de su pasión,
alimentaban una esperanza remota de poseerle.
Cerca del lugar, y sobre un alto que dominaba los contornos, había un antiguo castillo abandonado por sus dueños. Las viejas, en las noches
de velada, referían una historia llena de maravillas
acerca de sus fundadores. Contaban que hallándose el rey de Aragón en guerra con sus enemigos,
agotados ya sus recursos, abandonado de sus parciales y próximo a perder el trono, se le presentó un
día una pastorcita de aquella comarca, y después
de revelarle la existencia de unos subterráneos por
donde podía atravesar el Moncayo sin que lo advirtiesen sus enemigos, le dio un tesoro en perlas finas, riquísimas piedras preciosas y barras de oro y
plata, con las cuales el rey pagó sus mesnadas,
levantó un poderoso ejército, y marchando por debajo de la tierra durante toda una noche, cayó al
otro día sobre sus contrarios y los desbarató, asegurando la corona en su cabeza.
Después que hubo alcanzado tan señalada
victoria, cuentan que dijo el rey a la pastorcita: Pídeme lo que quieras, que, aun cuando fuese la
mitad de mi reino, juro que te lo he de dar al instante.
-Yo no quiero más que volverme a cuidar de
mi rebaño -respondió la pastorcita.- No cuidarás
sino de mis fronteras -replicó el rey, y le dio el señorío de toda la raya, y le mandó edificar una fortaleza en el pueblo más fronterizo a Castilla, adonde
se trasladó la pastora, casada ya con uno de los
favoritos del rey, noble, galán, valiente y señor asimismo de muchas fortalezas y muchos feudos.
La estupenda relación del tío Gregorio acerca de los gnomos del Moncayo, cuyo secreto estaba
en la fuente del lugar, exaltó nuevamente las locas
fantasías de las dos enamoradas hermanas, completando, por decirlo así, la ignorada historia del
tesoro hallado por la pastorcita de la conseja: tesoro
cuyo recuerdo había turbado más de una vez sus
noches de insomnio y de amargura, presentándose
a su imaginación como un débil rayo de esperanza.
La noche siguiente a la tarde del encuentro
con el tío Gregorio, todas las muchachas del lugar
hicieron conversación en sus casas de la estupenda
historia que los había referido. Marta y Magdalena
guardaron un profundo silencio; y ni en aquella noche, ni en todo el día que amaneció después, volvieron a cambiar una sola palabra relativa al asunto,
tema de todas las conversaciones y objeto de los
comentarios de sus vecinas.
Cuando llegó la hora de costumbre, Magdalena tomó su cántaro y le dijo a su hermana: ¿Vamos a la fuente? -Marta no contestó, y Magdalena volvió a decirle: -¿Vamos a la fuente? Mira que
si no nos apresuramos se pondrá el sol antes de la
vuelta. -Marta exclamó al fin con un acento breve y
áspero: -Yo no quiero ir hoy. -Ni yo tampoco -añadió
Magdalena después de un instante de silencio, durante el cual mantuvo los ojos clavados en los de su
hermana, como si quisiera adivinar en ellos la causa
da su resolución.
III
Las muchachas del lugar hacía cerca de
una hora que estaban de vuelta en sus casas. La
última luz del crepúsculo se había apagado en el
horizonte, y la noche comenzaba a cerrar de cada
vez más oscura, cuando Marta y Magdalena, esquivándose mutuamente y cada cual por diverso
camino, salieron del pueblo con dirección a la fuente
misteriosa. La fuente brotaba escondida entre unos
riscos cubiertos de musgo en el fondo de una larga
alameda. Después que se fueron apagando poco a
poco los rumores del día y ya no se escuchaba el
lejano eco de la voz de los labradores que vuelven
caballeros en sus yuntas cantando al compás del
timón del arado que arrastran por la tierra; después
que se dejó de percibir el monótono ruido de las
esquilillas del ganado, y las voces de los pastores, y
el ladrido de los perros que reúnen las reses, y sonó
en la torre del lugar la postrera campanada del toque de oraciones, reinó ese doble y augusto silencio
de la noche y la soledad; silencio lleno de murmullos extraños y leves que lo hacen aún más perceptibles.
Marta y Magdalena deslizaron por entre el
laberinto de los árboles, y, protegidas por la oscuridad, llegaron sin verse al fin de la alameda. Marta
no conocía el temor, y sus pasos eran firmes y seguros. Magdalena temblaba con sólo el ruido que
producían sus pies al hollar las hojas secas que
tapizaban el suelo. Cuando las dos hermanas estuvieron junto a la fuente, el viento de la noche co-
menzó a agitar las copas de los álamos, y al murmullo de sus soplos desiguales parecía responder el
agua del manantial con un rumor compasado y uniforme.
Marta y Magdalena se prestaron atención a
aquellos ruidos que pasaban bajo sus pies como un
susurro constante, y sobre sus cabezas como un
lamento que nacía y se apagaba para tornar y crecer y dilatarse por la espesura. A medida que transcurrían las horas, aquel sonar eterno del aire y del
agua empezó a producirse una extraña exaltación,
una especie de vértigo, que, turbando la vista y
zumbando en el oído, parecía trastornarlas por
completo. Entonces, a la manera que se oye hablar
entre sueños con un eco lejano y confuso, les pareció percibir entre aquellos rumores sin nombre sonidos inarticulados como los de un niño que quiere y
no puede llamar a su madre; luego palabras que se
repetían una vez y otra, siempre lo mismo; después
frases inconexas y dislocadas sin orden ni sentido, y
por último... por último comenzaron a hablar el viento vagando entre los árboles y el agua saltando de
risco en risco.
Y hablaban así:
EL AGUA.- ¡Mujer!..., ¡mujer!..., óyeme...,
óyeme y acércate para oírme, que yo besaré tus
pies mientras tiemblo al copiar tu imagen en el foqdo sombrío de mis ondas ¡Mujer!..., óyeme, que mis
murmullos son palabras.
EL VIENTO.- ¡Niña!... niña gentil, levanta tu
cabeza, déjame en paz besar tu frente, en tanto que
agito tus cabellos. Niña gentil, escúchame, que yo
sé hablar también y murmuraré al oído frases cariñosas.
MARTA.- ¡Oh! ¡Habla, habla que yo te comprenderé porque mi inteligencia flota en un vértigo,
como flotan tus palabras indecisas!
Habla misteriosa corriente.
MAGDALENA.- Tengo miedo. ¡Aire de la
noche, aire de perfumes, refrescan mi frente que
arde! Dime algo que me infunda valor porque mi
espíritu vacila.
EL AGUA.- Yo he cruzado el tenebroso seno de la tierra, he sorprendido el secreto de su maravillosa fecundidad, y conozco los fenómenos de
sus entrañas, donde germinan las futuras creaciones.
Mi rumor adormece y despierta: despierta
tú, que lo comprendes.
EL VIENTO.- Yo soy el aire que mueven los
ángeles con sus alas inmensas al cruzar el espacio.
Yo amontono en el Occidente las nubes que ofrecen
al sol un lecho de púrpura, y traigo al amanecer, con
las neblinas que se deshacen en gotas, una lluvia
de perlas sobre las flores, mis suspiros son un
bálsamo: ábreme tu corazón y le inundaré de felicidad.
MARTA.- Cuando yo oí por primera vez el
murmullo de una corriente subterránea, no en balde
me inclinaba a la tierra prestándole oído. Con ella
iba un misterio que yo debía comprender al cabo.
MAGDALENA.- Suspiros del viento, yo os
conozco: vosotros me acariciabais dormida cuando,
fatigada por el llanto, me rendía al sueño en mi niñez, y vuestro rumor se me figuraban las palabras
de una madre que arrulla a su hija.
El agua enmudeció por algunos instantes, y
no sonaba sino como agua que se rompe entre
peñas. El viento calló también, y su ruido no fue otra
cosa que ruido de hojas movidas. Así pasó algún
tiempo, y después volvieron a hablar, y hablaron
así:
EL AGUA.- Después de filtrarme gota a gota
a través del filón de oro de una mina inagotable;
después de correr por un lecho de plata y saltar
como sobre guijarros entre un sin número de zafiros
y amatistas, arrastrando en vez de arenas diamantes y rubíes, me he unido en misterioso consorcio a
un genio. Rica con su poder y con las ocultas virtudes de las piedras preciosas y los metales, de cuyos átomos vengo saturada, puedo ofrecerte cuanto
ambicionas. Yo tengo la fuerza de un conjuro, el
poder de un talismán y la virtud de las siete piedras
y los siete colores.
EL VIENTO.- Yo vengo de vagar por la llanura, y, como la abeja que vuelve a la colmena con
su botín de perfumadas mieles, traigo suspiros de
mujer, plegarias de niños, palabras de casto amor y
aromas de nardos y azucenas silvestres. Yo no he
recogido a mi paso más que perfumes y ecos de
armonías; mis tesoros son inmateriales, pero ellos
dan la paz del alma y la vaga felicidad de sueños
venturosos.
Mientras su hermana, atraída como por un
encanto, se inclinaba al borde de la fuente para oír
mejor, Magdalena se iba instintivamente separando
de los riscos entre los cuales brotaba el manantial.
Ambas tenían sus ojos fijos, la una en el
fondo de las aguas, la otra en el fondo del cielo.
Y exclamaba Magdalena mirando brillar los
luceros en la altura: -Esos son los nimbos de luz de
los ángeles invisibles que nos custodian.
En tanto decía Marta, viendo temblar en la
linfa de la fuente el reflejo de las estrellas: -Esas
son las partículas de oro que arrastra el agua en su
misterioso curso.
El manantial y el viento, que por segunda
vez habían enmudecido un instante, tornaron a
hablar; y dijeron:
EL AGUA.- Remonta mi corriente, desnúdate del temor como de una vestidura grosera, y osa
traspasar los umbrales de lo desconocido. Yo he
adivinado que tu espíritu es de la esencia de los
espíritus superiores. La envidia te habrá arrojado tal
vez del cielo para revolcarte en el lodo de la miseria.
Yo veo, sin embargo, en tu frente sombría un sello
de altivez que te hace digna de nosotros, espíritus
fuertes y libres... Ven, yo te voy a enseñar palabras
mágicas de tal virtud, que al pronunciarlas se
abrirán las rosas y te brindarán con los diamantes
que están en su seno, como las perlas en las conchas que sacan del fondo del mar los pescadores.
Ven, te daré tesoros para que vivas feliz; y más
tarde, cuando se quiebre la cárcel que te aprisiona,
tu espíritu se asimilará a los nuestros, que son espíritus humanos, y todos confundidos seremos la
fuerza motora, el rayo vital de la creación, que circula como un fluido por sus arterias subterráneas.
EL VIENTO.- El agua lame la tierra y vive
en el cieno: yo discurro por las regiones etéreas y
vuelo en el espacio sin límites. Sigue los movimientos de tu corazón, deja que tu alma suba como la
llama y las azules espirales del humo. ¡Desdichado
el que, teniendo alas, desciende a las profundidades para buscar el oro, pudiendo remontarse a la
altura para encontrar amor y sentimiento!
Vive oscura como la violeta, que yo te traeré
en un beso fecundo el germen vivificante de otra flor
hermana tuya, y rasgaré las nieblas para que no
falte un rayo de sol que ilumine tu alegría. Vive oscura, vive ignorada, que cuando tu espíritu se desate, yo lo subiré a las regiones de la luz en una
nube roja.
Callaron el viento y el agua, y apareció el
gnomo.
El gnomo era, como un hombrecillo transparente: una especie de enano de luz, semejante a un
fuego fatuo, que se reía a carcajadas, sin ruido, y
saltaba de peña en peña, y mareaba con su vertiginosa movilidad. Unas veces se sumergía en el agua
y continuaba brillando en el fondo como una joya de
mil colores; otras salía a la superficie y agitaba los
pies y las manos, y sacudía la cabeza a un lado y a
otro con una rapidez que tocaba en prodigio.
Marta vio al gnomo y le estuvo siguiendo
con la vista extraviada en todas sus extravagantes
evoluciones; y cuando el diabólico espíritu se lanzó
al fin por entre las escabrosidades del Moncayo,
como una llama que corre, agitando su cabellera de
chispas, sintió una especie de atracción irresistible y
siguió tras él con una carrera frenética.
-¡Magdalena! -decía en tanto el aire que se
alejaba lentamente; y Magdalena, paso a paso y
como una sonámbula, guiada en el sueño por una
voz amiga, siguió tras la ráfaga, que iba suspirando
por la llanura.
Después todo quedó otra vez en silencio en
la oscura alameda, y el viento y el agua siguieron
resonando con los murmullos y los rumores de
siempre.
IV
Magdalena tornó al lugar pálida y llena de
asombro. A Marta la esperaron en vano toda la noche.
Cuando llegó la tarde del otro día, las muchachas encontraron un cántaro roto al borde de la
fuente de la alameda. Era el cántaro de Marta, de la
cual nunca volvió a saberse. Desde entonces las
muchachas del lugar van por agua tan temprano,
que madrugan con el Sol. Algunas me han asegurado que de noche se ha oído en más de una ocasión el llanto de Marta, cuyo espíritu vive aprisionado en la fuente. Yo no sé qué crédito dar a esta
última parte de la historia, porque la verdad es que
desde entonces ninguno se ha atrevido a penetrar
para oírlo en la alameda después del toque del AveMaría.
El miserere
Hace algunos meses que visitando la célebre abadía de Fitero y ocupándome en revolver
algunos volúmenes en su abandonada biblioteca,
descubrí en uno de sus rincones dos o tres cuadernos de música bastante antiguos, cubiertos de polvo
y hasta comenzados a roer por los ratones.
Era un Miserere.
Yo no sé la música; pero la tengo tanta afición, que, aun sin entenderla, suelo coger a veces
la partitura de una ópera, y me paso las horas muertas hojeando sus páginas, mirando los grupos de
notas más o menos apiñadas, las rayas, los semicírculos, los triángulos y las especies de etcéteras,
que llaman llaves, y todo esto sin comprender una
jota ni sacar maldito el provecho.
Consecuente con mi manía, repasé los
cuadernos, y lo primero que me llamó la atención
fue qué, aunque en la última página había esta palabra latina, tan vulgar en todas las obras, finis, la
verdad era que el Miserere no estaba terminado,
porque la música no alcanzaba sino hasta el décimo
versículo.
Esto fue sin duda lo que me llamó la atención primeramente; pero luego que me fijé un poco
en las hojas de música, me chocó más aún el observar que en vez de esas palabras italianas que
ponen en todas, como maestoso, allegro, ritardando, piú vivo, a piacere, había unos renglones escritos con letra muy menuda y en alemán, de los cuales algunos servían para advertir cosas tan difíciles
de hacer como esto; Crujen... crujen los huesos, y
de sus médulas han de parecer que salen los alaridos; o esta otra: La cuerda aúlla sin discordar, el
metal atruena sin ensordecer; por eso suena todo, y
no se confunde nada, y todo es la Humanidad que
solloza y gime, o la más original de todas, sin duda,
recomendaba al pie del último versículo: Las notas
son huesos cubiertos de carne; lumbre inextinguible, los cielos y su armonía... ¡fuerza!... fuerza y
dulzura.
-¿Sabéis qué es esto? -pregunté a un viejecito que me acompañaba, al acabar de medio traducir estos renglones, que parecían frases escritas
por un loco.
El anciano me contó entonces la leyenda
que voy a referiros.
I
Hace ya muchos años, en una noche lluviosa y oscura, llegó a la puerta claustral de esta abadía un romero, y pidió un poco de lumbre para secar
sus ropas, un pedazo de pan con que satisfacer su
hambre, y un albergue cualquiera donde esperar la
mañana y proseguir con la luz del sol su camino.
Su modesta colación, su pobre lecho y su
encendido hogar, puso el hermano a quien se hizo
esta demanda a disposición del caminante, al cual,
después que se hubo repuesto de su cansancio,
interrogó acerca del objeto de su romería y del punto a que se encaminaba.
-Yo soy músico -respondió el interpelado-,
he nacido muy lejos de aquí, y en mi patria gocé un
día de gran renombre. En mi juventud hice de mi
arte un arma poderosa de seducción, y encendí con
él pasiones que me arrastraron a un crimen. En mi
vejez quiero convertir al bien las facultades que he
empleado para el mal, redimiéndome por donde
mismo pude condenarme.
Como las enigmáticas palabras del desconocido no pareciesen del todo claras al hermano
lego, en quien ya comenzaba la curiosidad a despertarse, e instigado por ésta continuara en sus
preguntas, su interlocutor prosiguió de este modo:
-Lloraba yo en el fondo de mi alma la culpa
que había cometido; mas al intentar pedirle a Dios
misericordia, no encontraba palabras para expresar
dignamente mi arrepentimiento, cuando un día se
fijaron mis ojos por casualidad sobre un libro santo.
Abrí aquel libro y en una de sus páginas encontré
un gigante grito de contrición verdadera, un salmo
de David, el que comienza ¡Miserere mei, Deus!
Desde el instante en que hube leído sus estrofas, mi
único pensamiento fue hallar una forma musical tan
magnífica, tan sublime, que bastase a contener el
grandioso himno de dolor del Rey Profeta. Aún no la
he encontrado; pero si logro expresar lo que siento
en mi corazón, lo que oigo confusamente en mi
cabeza, estoy seguro de hacer un Miserere tal y tan
maravilloso, que no hayan oído otro semejante los
nacidos: tal y tan desgarrador, que al escuchar el
primer acorde los arcángeles, dirán conmigo cubiertos los ojos de lágrimas y dirigiéndose al Señor:
¡misericordia!, y el Señor la tendrá de su pobre criatura.
El romero, al llegar a este punto de su narración, calló por un instante; y después, exhalando
un suspiro, tornó a coger el hilo de su discurso. El
hermano lego, algunos dependientes de la abadía y
dos o tres pastores de la granja de los frailes, que
formaban círculo alrededor del hogar, le escuchaban en un profundo silencio.
-Después -continuó- de recorrer toda Alemania, toda Italia y la mayor parte de este país
clásico para la música religiosa, aún no he oído un
Miserere en que pueda inspirarme, ni uno, ni uno, y
he oído tantos, que puedo decir que los he oído
todos.
-¿Todos? -dijo entonces interrumpiéndole
uno de los rabadanes-. ¿A qué no habéis oído aún
el Miserere de la Montaña?
-¡El Miserere de la Montaña! -exclamó el
músico con aire de extrañeza-. ¿Qué Miserere es
ése?
-¿No dije? -murmuró el campesino; y luego
prosiguió con una entonación misteriosa-. Ese Miserere, que sólo oyen por casualidad los que como yo
andan día y noche tras el ganado por entre breñas y
peñascales, es toda una historia; una historia muy
antigua, pero tan verdadera como al parecer increíble.
Es el caso, que en lo más fragoso de esas
cordilleras, de montañas que limitan el horizonte del
valle, en el fondo del cual se halla la abadía, hubo
hace ya muchos años, ¡que digo muchos años!,
muchos siglos, un monasterio famoso; monasterio
que, a lo que parece, edificó a sus expensas un
señor con los bienes que había de legar a su hijo, al
cual desheredó al morir, en pena de sus maldades.
Hasta aquí todo fue bueno; pero es el caso
que este hijo, que, por lo que se verá más adelante,
debió de ser de la piel del diablo, si no era el mismo
diablo en persona, sabedor de que sus bienes estaban en poder de los religiosos, y de que su castillo
se había transformado en iglesia, reunió a unos
cuantos bandoleros, camaradas suyos en la vida de
perdición que emprendiera al abandonar la casa de
sus padres, y una noche de Jueves Santo, en que
los monjes se hallaban en el coro, y en el punto y
hora en que iban a comenzar o habían comenzado
el Miserere, pusieron fuego al monasterio, saquearon la iglesia, y a éste quiero, a aquél no, se dice
que no dejaron fraile con vida.
Después de esta atrocidad, se marcharon
los bandidos y su instigador con ellos, adonde no se
sabe, a los profundos tal vez.
Las llamas redujeron el monasterio a escombros; de la iglesia aún quedan en pie las ruinas
sobre el cóncavo peñón, de donde nace la cascada,
que, después de estrellarse de peña en peña, forma
el riachuelo que viene a bañar los muros de esta
abadía.
-Pero -interrumpió impaciente el músico- ¿y
el Miserere?
-Aguardaos -continuó con gran sorna el rabadán-, que todo irá por partes. Dicho lo cual, siguió
así su historia:
-Las gentes de los contornos se escandalizaron del crimen: de padres a hijos y de hijos a nietos se refirió con horror en las largas noches de
velada; pero lo que mantiene más viva su memoria,
es que todos los años, tal noche como la en que se
consumó, se ven brillar luces a través de las rotas
ventanas de la iglesia; se oye como una especie de
música extraña y unos cantos lúgubres y aterradores que se perciben a intervalos en las ráfagas del
aire.
Son los monjes, los cuales, muertos tal vez
sin hallarse preparados para presentarse en el tribunal de Dios limpios de toda culpa, vienen aún del
purgatorio a impetrar su misericordia cantando el
Miserere.
Los circunstantes se miraron unos a otros
con muestras de incredulidad; sólo el romero, que
parecía vivamente preocupado con la narración de
la historia, preguntó con ansiedad al que la había
referido:
-¿Y decís que ese portento se repite aún?
-Dentro de tres horas comenzará sin falta
alguna, porque precisamente esta noche es la de
jueves Santo, y acaban de dar las ocho en el reloj
de la abadía.
-¿A qué distancia se encuentra el monasterio?
-A una legua y media escasa...; pero ¿qué
hacéis? ¿Adónde vais con una noche como ésta?
¡Estáis dejado de la mano de Dios! -exclamaron
todos al ver que el romero, levantándose de su escaño y tomando el bordón, abandonaba el hogar
para dirigirse a la puerta.
-¿A dónde voy? A oír esa maravillosa música, a oír el grande, el verdadero Miserere, el Miserere de los que vuelven al mundo después de muertos, y saben lo que es morir en el pecado.
Y esto, diciendo, desapareció de la vista del
espantado lego y de los no menos atónitos pastores.
El viento zumbaba y hacía crujir las puertas,
como si una mano poderosa pugnase por arrancarlas de sus quicios; la lluvia caía en turbiones, azotando los vidrios de las ventanas, y de cuando en
cuando la luz de un relámpago iluminaba por un
instante todo el horizonte que desde ellas se descubría.
Pasado el primer momento de estupor, exclamó el lego:
-¡Está loco!
-¡Está loco! -repitieron los pastores; y atizaron de nuevo la lumbre y se agruparon alrededor del
hogar.
II
Después de una o dos horas de camino, el
misterioso personaje que calificaron de loco en la
abadía remontando la corriente del riachuelo que le
indicó el rabadán de la historia, llegó al punto en
que se levantaban negras e imponentes las ruinas
del monasterio.
La lluvia había cesado; las nubes flotaban
en oscuras bandas, por entre cuyos jirones se deslizaba a veces un furtivo rayo de luz pálida y dudosa;
y el aire, al azotar los fuertes machones y extenderse por los desiertos claustros, diríase que exhalaba
gemidos. Sin embargo, nada sobrenatural, nada
extraño venía a herir la imaginación. Al que había
dormido más de una noche sin otro amparo que las
ruinas de una torre abandonada o un castillo solitario; al que había arrostrado en su larga peregrinación cien y cien tormentas, todos aquellos ruidos le
eran familiares.
Las gotas de agua que se filtraban por entre
las grietas de los rotos arcos y caían sobre las losas
con un rumor acompasado, como el de la péndola
de un reloj; los gritos del búho, que graznaba refugiado bajo el nimbo de piedra de una imagen, de pie
aún en el hueco de un muro; el ruido de los reptiles,
que despiertos de su letargo por la tempestad sacaban sus disformes cabezas de los agujeros donde
duermen, o se arrastraban por entre los jaramagos
y los zarzales que crecían al pie del altar, entre las
junturas de las lápidas sepulcrales que formaban el
pavimento de la iglesia, todos esos extraños y misteriosos murmullos del campo, de la soledad y de la
noche, llegaban perceptibles al oído del romero que,
sentado sobre la mutilada estatua de una tumba,
aguardaba ansioso la hora en que debiera realizarse el prodigio.
Transcurrió tiempo y tiempo, y nada se percibió; aquellos mil confusos rumores seguían sonando y combinándose de mil maneras distintas,
pero siempre los mismos.
-¡Si me habrá engañado! -pensó el músico;
pero en aquel instante se oyó un ruido nuevo, un
ruido inexplicable en aquel lugar, como el que produce un reloj algunos segundos antes de sonar la
hora: ruido de ruedas que giran, de cuerdas que se
dilatan, de maquinaria que se agita sordamente y se
dispone a usar de su misteriosa vitalidad mecánica,
y sonó una campanada..., dos..., tres..., hasta once.
En el derruido templo no había campana, ni
reloj, ni torre ya siquiera.
Aún no había expirado, debilitándose de
eco en eco, la última campanada; todavía se escuchaba su vibración temblando en el aire, cuando los
doseles de granito que cobijaban las esculturas, las
gradas de mármol de los altares, los sillares de las
ojivas, los calados antepechos del coro, los festones
de tréboles de las cornisas, los negros machones
de los muros, el pavimento, las bóvedas, la iglesia
entera, comenzó a iluminarse espontáneamente, sin
que se viese una antorcha, un cirio o una lámpara
que derramase aquella insólita claridad.
Parecía como un esqueleto, de cuyos huesos amarillos se desprende ese gas fosfórico que
brilla y humea en la oscuridad como una luz azulada, inquieta y medrosa.
Todo pareció animarse, pero con ese movimiento galvánico que imprime a la muerte contracciones que parodian la vida, movimiento instantáneo, más horrible aún que la inercia del cadáver que agita con su desconocida fuerza. Las piedras se reunieron a piedras; el ara, cuyos rotos
fragmentos se veían antes esparcidos sin orden, se
levantó intacta como si acabase de dar en ella su
último golpe de cincel el artífice, y al par del ara se
levantaron las derribadas capillas, los rotos capiteles y las destrozadas e inmensas series de arcos
que, cruzándose y enlazándose caprichosamente
entre sí, formaron con sus columnas un laberinto de
pórfido.
Un vez reedificado el templo, comenzó a
oírse un acorde lejano que pudiera confundirse con
el zumbido del aire, pero que era un conjunto de
voces lejanas y graves, que parecía salir del seno
de la tierra e irse elevando poco a poco, haciéndose
cada vez más perceptible.
El osado peregrino comenzaba a tener miedo; pero con su miedo luchaba aún su fanatismo por
todo lo desusado y maravilloso, y alentado por él
dejó la tumba sobre que reposaba, se inclinó al
borde del abismo por entre cuyas rocas saltaba el
torrente, despeñándose con un trueno incesante y
espantoso, y sus cabellos se erizaron de horror.
Mal envueltos en los jirones de sus hábitos,
caladas las capuchas, bajo los pliegues de las cuales contrastaban con sus descarnadas mandíbulas y
los blancos dientes las oscuras cavidades de los
ojos de sus calaveras, vio los esqueletos de los
monjes, que fueron arrojados desde el pretil de la
iglesia a aquel precipicio, salir del fondo de las
aguas, y agarrándose con los largos dedos de sus
manos de hueso a las grietas de las peñas, trepar
por ellas hasta tocar el borde, diciendo con voz baja
y sepulcral, pero con una desgarradora expresión
de dolor, el primer versículo del salmo de David:
¡Miserere mei, Deus, secundum magnam
misericordiam tuam!
Cuando los monjes llegaron al peristilo del
templo, se ordenaron en dos hileras, y penetrando
en él, fueron a arrodillarse en el coro, donde con
voz más levantada y solemne prosiguieron entonando los versículos del salmo. La música sonaba
al compás de sus voces: aquella música era el rumor distante del trueno, que desvanecida la tempestad, se alejaba murmurando; era el zumbido del aire
que gemía en la concavidad del monte; era el
monótono ruido de la cascada que caía sobre las
rocas, y la gota de agua que se filtraba, y el grito del
búho escondido, y el roce de los reptiles inquietos.
Todo esto era la música, y algo más que no puede
explicarse ni apenas concebirse, algo más que parecía como el eco de un órgano que acompañaba
los versículos del gigante himno de contrición del
Rey Salmista, con notas y acordes tan gigantes
como sus palabras terribles.
Siguió la ceremonia; el músico que la presenciaba, absorto y aterrado, creía estar fuera del
mundo real, vivir en esa región fantástica del sueño
en que todas las cosas se revisten de formas extrañas y fenomenales.
Un sacudimiento terrible vino a sacarle de
aquel estupor que embargaba todas las facultades
de su espíritu. Sus nervios saltaron al impulso de
una emoción fortísima, sus dientes chocaron,
agitándose con un temblor imposible de reprimir, y
el frío penetrar hasta la médula de los huesos.
Los monjes pronunciaban en aquel instante
estas espantosas palabras del Miserere:
In iniquitatibus conceptus sum: et in peccatis concepit me mater mea.
Al resonar este versículo y dilatarse sus
ecos retumbando de bóveda en bóveda, se levantó
un alarido tremendo, que parecía un grito de dolor
arrancado a la Humanidad entera por la conciencia
de sus maldades, un grito horroroso, formado de
todos los lamentos del infortunio, de todos los aullidos de la desesperación, de todas las blasfemias de
la impiedad; concierto monstruoso, digno intérprete
de los que viven en el pecado y fueron concebidos
en la iniquidad.
Prosiguió el canto, ora tristísimo y profundo,
ora semejante a un rayo de sol que rompe la nube
oscura de una tempestad, haciendo suceder a un
relámpago de terror otro relámpago de júbilo, hasta
que merced a una transformación súbita, la iglesia
resplandeció bañada en luz celeste; las osamentas
de los monjes se vistieron de sus carnes; una aureola luminosa brilló en derredor de sus frentes; se
rompió la cúpula, y a través de ella se vio el cielo
como un océano de lumbre abierto a la mirada de
los justos.
Los serafines, los arcángeles, los ángeles y
las jerarquías acompañaban con un himno de gloria
este versículo, que subía entonces al trono del Señor como una tromba armónica, como una gigantesca espiral de sonoro incienso:
Auditui meo dabis gaudium et lœtitiam: et
exultabunt ossa humiliata.
En este punto la claridad deslumbradora
cegó los ojos del romero, sus sienes latieron con
violencia, zumbaron sus oídos y cayó sin conocimiento por tierra, y nada más oyó.
III
Al día siguiente, los pacíficos monjes de la
abadía de Fitero, a quienes el hermano lego había
dado cuenta de la extraña visita de la noche anterior, vieron entrar por sus puertas, pálido y como
fuera de sí, al desconocido romero.
-¿Oísteis al cabo el Miserere? -le preguntó
con cierta mezcla de ironía el lego, lanzando a hurtadillas una mirada de inteligencia a sus superiores.
-Sí -respondió el músico.
-¿Y qué tal os ha parecido?
-Lo voy a escribir. Dadme un asilo en vuestra casa -prosiguió dirigiéndose al abad-; un asilo y
pan por algunos meses, y voy a dejaros una obra
inmortal del arte, un Miserere que borre mis culpas
a los ojos de Dios, eternice mi memoria y eternice
con ella la de esta abadía.
Los monjes, por curiosidad, aconsejaron al
abad que accediese a su demanda; el abad, por
compasión, aun creyéndole un loco, accedió al fin a
ella, y el músico, instalado ya en el monasterio,
comenzó su obra.
Noche y día trabajaba con un afán incesante. En mitad de su tarea se paraba, y parecía como
escuchar algo que sonaba en su imaginación, y se
dilataban sus pupilas, saltaba en el asiento, y exclamaba: -¡Eso es; así, así, no hay duda..., así! Y
proseguía escribiendo notas con una rapidez febril,
que dio en más de una ocasión que admirar a los
que le observaban sin ser vistos.
Escribió los primeros versículos y los siguientes, y hasta la mitad del Salmo, pero al llegar
al último que había oído en la montaña, le fue imposible proseguir.
Escribió uno, dos, cien, doscientos borradores; todo inútil. Su música no se parecía a aquella
música ya anotada, y el sueño huyó de sus párpados, y perdió el apetito, y la fiebre se apoderó de su
cabeza, y se volvió loco, y se murió, en fin, sin poder terminar el Miserere, que, como una cosa extraña, guardaron los frailes a su muerte y aún se conserva hoy en el archivo de la abadía.
Cuando el viejecito concluyó de contarme
esta historia, no pude menos de volver otra vez los
ojos al empolvado y antiguo manuscrito del Miserere, que aún estaba abierto sobre una de las mesas.
In peccatis concepit me mater mea
Éstas eran las palabras de la página que
tenía ante mi vista, y que parecía mofarse de mí con
sus notas, sus llaves y sus garabatos ininteligibles
para los legos en la música.
Por haberlas podido leer hubiera dado un
mundo.
¿Quién sabe sí no serán una locura?
La arquitectura árabe en Toledo
Llevando en una mano el Corán y en la otra
la espada, los hijos de Ismael habían ya recorrido
una gran parte del mundo. Merced a la sangrienta
persecución de estos guerreros apóstoles de falso
profeta, el Oriente comenzaba a constituirse en un
gran pueblo, y el Asia y el África se unían por medio
del lazo de las creencias, santificado con el sello de
las victorias, cuando la traición abrió nuestra Península a las huestes de Tarif y la monarquía gótica
cayó derrocada en las orillas del Guadalete con su
último rey.
Acostumbrados a vencer, los árabes no tardaron mucho en posesionarse de casi todo el reino.
Como es indudable que a sus conquistas presidía
un gran pensamiento, el exterminio no siguió de
cerca a sus victorias; las ventajosas condiciones
con que aceptaron la rendición de un gran número
de ciudades, los privilegios en el goce de los cuales
dejaron a los cristianos, prueban claramente que
antes trataban de consolidar que de destruir, y que
al emprender sus aventuradas expediciones, no les
impulsaba sólo una sed de combates sin fruto y de
triunfos efímeros. La historia de los grandes conquistadores de todas las épocas ofrece muy raros
ejemplos de estas elevadas máximas de sabiduría,
puestas en acción por los árabes en la larga carrera
de sus victorias.
Dueños, pues, de casi toda la Península
ibérica y calmada la sed de luchas y de dominio que
agitó el espíritu guerrero de aquellas razas ardientes, salidas de entre las abrasadoras arenas del
Desierto, las diversas ideas de civilización y de adelanto, rico botín de la inteligencia que habían recogido en su marcha triunfal a través de las antiguas
naciones, comenzaron a fundirse en su imaginación
en un solo pensamiento regenerador.
Hasta entonces el árabe, fiel a las tradiciones de vida nómada, no había encontrado un momento de reposo. Primeramente pone su movible
tienda, ya al pie de una palmera del Desierto, ya en
la falda de una colina; después se hace conquistador, y derramándose por el mundo, hoy sestea en el
Cairo, a la tarde duerme en el África, y al amanecer
levanta su campamento y le sorprende el sol con el
nuevo día en Europa.
Pero el momento de recoger el fruto de sus
conquistas, la hora de recibir el precio de su sangre,
tan prodigiosamente derramada, había llegado. Sus
leyes, y con ellas sus costumbres, comenzaron a
dulcificarse y a tomar una índole propia; el círculo
de sus aspiraciones y sus necesidades se hizo mayor, y la sociedad que comenzaba a constituir puso
el pie en la senda del progreso a la que llamaban su
grandeza y su poder.
Como es de presumir, el arte no existía aún
entre los sectarios de Mahoma; pero el desarrollo
de la nueva religión lo comenzaba a hacer una necesidad. Y decimos una necesidad, porque es digna
de ser observada la influencia que las creencias
religiosas ejercen sobre la imaginación de los pueblos que crean un nuevo estilo. Recórrase, siquiera
ligeramente, la historia moral, por decirlo así, de
todos los países, y no se podrá por menos de conceder a esta influencia la gloria de haber dado, a
cada una de las naciones que civilizó, unas costumbres en perfecta afinidad con sus necesidades, y
una arquitectura original en maravillosa armonía con
su culto.
Los adoradores de Isis, los sacerdotes de
sus terribles misterios, después de poblar sus altares de locas e incomprensibles concepciones, crearon el arte egipcio con sus esfinges monstruosas,
sus gigantescas pirámides y oscuros jeroglíficos. El
pensamiento de un mundo viril y grande se halla
grabado con sus caracteres indelebles en los colosos del Desierto.
La India, con su atmósfera de fuego, su vegetación poderosa y sus imaginaciones ardientes,
alimentadas por una religión todo maravillas y mitos
emblemáticos, ahuecó los montes para tallar en su
seno las subterráneas pagodas de sus dioses. La
extraña y salvaje poesía de los Vedas parece que
toma formas y vive cuando a la moribunda luz que
se abre paso a través de las grutas sagradas se ven
desfilar, confundiéndose entre las sombras de sus
muros, las silenciosas procesiones de monstruosos
elefantes, guiados por esos deformes genios que
despliegan sus triples miembros en semicírculo,
como las plumas de un quitasol.
La Grecia coronó de flores sus divinidades,
les prestó el ideal de la belleza humana y las colocó
sobre altares risueños, levantados a la sombra de
edificios que respiraban sencillez y majestad. Basta
examinar sus templos, ricos de armonía y de luz;
basta hacerse cargo de la matemática euritmia de
sus construcciones, para comprender a aquella
sociedad que sujetó la idea a la forma, que tiranizó
la libre imaginación por medio de los preceptos del
arte.
La arquitectura árabe parece la hija del
sueño de un creyente dormido después de una
batalla a la sombra de una palmera. Sólo la religión
que con tan brillantes colores pinta las huríes del
paraíso y sus embriagadoras delicias pudo reunir
las confusas ideas de mil diferentes estilos y entretejerlos en la forma de un encaje. Sus gentiles creaciones no son más que una hermosa página del
libro de su legislador poeta, escrita con alabastro y
estuco en las paredes de una mezquita o en las
tarbeas de una aljama.
La Religión del Crucificado tradujo el Apocalipsis y las fantásticas visiones de los eremitas. La
luz y las sombras, la sencilla parábola y el oscuro
misterio se dan la mano en ese poema místico del
sacerdote, interpretado por el arte, al que la Edad
Media prestó sus severas y melancólicas tintas.
Ni Roma ni Bizancio tuvieron una arquitectura absolutamente original y completa; sus obras
fueron modificaciones, no creaciones, porque, como
dejamos dicho, sólo una nueva religión puede crear
una nueva sociedad, y sólo en ésta hay poder de
imaginación suficiente a concebir un nuevo arte.
Roma no fue más que el espíritu de Grecia encarnado en un gran pueblo, y Bizancio el cadáver gal-
vanizado del Imperio, eslabón que en la cadena de
los siglos unió por algunos instantes el mundo que
desaparecía con el que se levantaba.
He aquí por qué dijimos que, derrocada en
nuestra Península la raza del Norte por la del Oriente, el desarrollo de la religión había hecho del desarrollo del arte una necesidad. El secreto impulso que
lo empujaba a su destino existía, pues, en la conciencia del genio ismaelita; pero aún se encontraba
muy distante del término de su carrera, por lo que
en los primeros pasos se limitó a satisfacer sus
necesidades por medio de la imitación.
En este punto, como fácilmente se comprende, comenzó la primera época de las tres principales en que puede dividirse la historia de la arquitectura muslímica toledana, época que a su vez
puede dividirse en dos períodos, uno de imitación, y
otro de lucha entre la idea original y la influencia
extraña de los diferentes géneros arquitectónicos
que se amalgamaron entre sí para crear el nuevo
estilo, y que duró en Toledo casi tanto tiempo cuanto permaneció aquella ciudad en poder de los infieles.
Pocas son las muestras que nos quedan
hoy de ambos períodos, pues habiendo desapareci-
do la grande aljama o alcázar de los reyes moros,
como asimismo la mezquita mayor, sobre los cimientos de la cual Fernando el Santo levantó la
iglesia primada, sus obras de mayor importancia, y,
por lo tanto, las más dignas de estudio, se hallan
fuera del alcance de nuestra crítica. Sin embargo,
basta examinar la antigua mezquita que es hoy
capilla del Cristo de la Luz, la iglesia de Santa María
la Blanca, la de San Román, y algunos otros restos
de la arquitectura de los árabes toledanos, para
poder señalar, hasta cierto punto con exactitud, los
caracteres que la distinguen.
Obsérvanse en ella restos de las construcciones góticas como capiteles y fustes de columnas
empleados en las fábricas, que, para atender a sus
primeras necesidades erigieron los sectarios de
(2)
Mahoma después de conquistada la ciudad. La
forma de los templos guarda, por lo regular, bastante analogía con la de las basílicas cristianas, hallándose compartidas en naves como éstas, y comenzando en la cabecera algunas veces con ábside.
Los arcos que soportan las techumbres de las naves son redondos o de herradura, observándose
asimismo, hasta en las construcciones más primitivas, el empleo de los arcos dúplices en la ornamentación de los muros.
Los fustes de las columnas que sostienen
las arquerías de estos edificios, son unas veces de
mármol y otras de ladrillo y argamasa; pero siempre
gruesos y pesados. La forma octógona, que en
algunos de ellos se observa, es uno de los caracteres distintivos de este período. Los arabescos o
adornos del gusto árabe con que embellecían sus
obras son escasos, toscos y casi siempre imitación
o copia adulterada de los adornos propios de las
órdenes de arquitectura que habían visto al pasar,
triunfadores de los pueblos que amarraron a su
yugo. En los capiteles imitan las formas griegas,
aunque modificándolas más o menos, según el capricho de sus autores; en la ornamentación, el bizantino es uno de los géneros que presta con más
abundancia sus caprichosos adornos al arte de los
muslimes.
El segundo período de esta grande época
de nacimiento y desarrollo de las ideas originales y
propias del pueblo ismaelita, se desenvolvió en
Toledo cuando a principios del siglo XI Abu Mohammad Ismael ben Dz'en-non fundó la dinastía de
los Beni Dz'en-non, erigiendo a esta ciudad en capital del reino nuevamente constituido. A este tiempo
perteneció, sin duda, la ornamentación de la mezquita mayor y la grande aljama, edificios de los que,
como de otros muchos de la misma edad sólo nos
quedan vagas y confusas tradiciones, unidas a alguno que otro fragmento.
Obsérvase, sin embargo, que, en esta segunda mitad de la creación de su arte, los alarifes
mahometanos, en la lucha empeñada entre su inspiración y la influencia de otros estilos, llevan una
considerable ventaja.
Las alharacas o adornos de follaje con que
cubren los capiteles de sus columnas, la archivolta
de sus arcos o los entrepaños de sus muros, las
adarajas o lacerías de sus orlas, y el menudo almocárabe que sirve de fondo a su ornamentación,
comienzan ya a determinarse y a tomar un carácter
propio. Nótase este adelanto muy particularmente
en los edificios árabes de este tiempo que aún existen en varios puntos de España. En Toledo, como
ya dejamos dicho, son pocos los ejemplares que de
estos dos períodos, y especialmente del último, se
conservan.
La segunda época, la época de virilidad y
esplendor de este género maravilloso y delicado,
comenzó a florecer en la ciudad imperial después
que Don Alfonso la reconquistó del poder de los
musulmanes. Los alarifes andaluces que habían
estudiado en la Alhambra y en el alcázar de Sevilla,
magníficos edificios en que el genio oriental desplegó todo el lujo de su imaginación inagotable, se
desparramaron en este tiempo por la Península, y
llevaron las nuevas ideas al seno de las ciudades
reconquistadas, en las que, así los árabes que aún
permanecían en ellas, como los cristianos y los
judíos que en gran número se encontraban en las
grandes poblaciones, usaron casi exclusivamente
por espacio de dos o tres siglos de esta arquitectura, ya para sus palacios, ya para sus templos y
fábricas de utilidad común.
Imposible sería describir con palabras la brillante metamorfosis que en esta edad experimentó
el arte que hemos visto en los siglos anteriores seguir tímidamente el sendero de la imitación, ensayando con pobreza y miedo alguna que otra idea
original. Sus formas groseras y pesadas han adquirido una esbeltez y una gallardía admirables; sus
arcos, compuestos de mil y mil líneas atrevidas y
nuevas, se sostienen sobre columnas tan frágiles,
que no se concibe que pudieran soportar los muros,
si éstos a su vez no fuesen calados y ligeros como
el rostrillo de encaje de una castellana; las geométricas combinaciones de sus lacerías se complican y
enredan entre sí de un modo inconcebible, y cada
capitel, cada faja, cada detalle, en fin, de estas
magníficas creaciones, son a su vez una obra artística maravillosa en las que otros detalles secundarios aparecen a los ojos del observador y lo asombran por su delicadeza, su novedad y su número.
La iglesia del Tránsito, antigua sinagoga, la
ornamentación de Santa María la Blanca, los restos
del alcázar del rey Don Pedro, la casa de Mesa y
otros muchos edificios, ya religiosos, ya profanos,
representan dignamente en la capital de Castilla la
Nueva este período de esplendor y grandeza de la
arquitectura arábiga, cuyos rasgos más característicos son los que a continuación expresamos.
El empleo de ojivas túmido conopiales, ya
simples, ya incluidas en arcos de herradura o estalactíticos; el uso, cada vez más frecuente, de dobles
ajimeces, sostenidos por parteluces esbeltísimos y
cuajados de ornamentación y figuras geométricas;
arcos de diversas formas, en los que se combinan
de mil maneras extrañas porciones de círculo, que
dibujan las archivoltas y perfilan los vanos; arcos
trazados por líneas rectas combinadas con porciones de círculo; pechinas de dobles y triples hileras
de bovedillas apiñadas, las que también se usaron
en algunos edificios del género ojival, construidos
en épocas posteriores, como en San Juan de los
Reyes; sustitución en las leyendas que adornan los
muros de los caracteres cúficos, usados en la primera época, por los neskhi, de forma más ligera y
gallarda; adornos en la ornamentación completamente originales y propios del arte arábigo, los que,
aun cuando guardan alguna remota idea de los
bizantinos, ya se han hecho más ricos y elegantes;
artesonados cuajados de lujosos detalles; lacerías
combinadas de cierto modo, que les da alguna semejanza con las tracerías del estilo ojival; uso casi
general de aliceres o anchas fajas de azulejos brillantes de infinitos colores y formas, adornando las
zonas inferiores de las tarbeas o salones; sustitución en algunas cenefas de las hojas agudas y entrelargas, propias de la ornamentación de otros
estilos, con la parra, roble y otras de parecido dibujo, las que, revelándose sobre fondos de ataurique y
combinándose entre sí, forman a veces dobles postas. He aquí los principales caracteres que, unidos a
la delicadeza y perfección con que están ejecutados
todos los detalles, dan a conocer este período a
primera vista.
La tercera época, la época de la decadencia, no tiene, por decirlo así, una fisonomía propia.
Se hace notar por la falta de lujo y de riqueza en
sus obras, por el abandono de aquella prodigalidad
de ornamentación que caracterizó a esta arquitectura en su período de gloria, y por la adulteración de
algunas de las partes de que se compone.
El estilo ojival, que cada día adelantaba un
paso más en la senda de la perfección, comenzó a
oscurecer y a poner en olvido el arte arábigo, el
cual, no obstante, prolongó su existencia; aunque
trabajosamente, hasta mediados del siglo XVI, en el
que el Renacimiento destronó a un tiempo a los dos
géneros, representantes genuinos, el uno de la
religión cristiana y el otro de la islamita.
¡Es raro!
Tomábamos el té en casa de una señora
amiga mía, y se hablaba de esos dramas sociales
que se desarrollan ignorados del mundo, y cuyos
protagonistas hemos conocido, si es que no hemos
hecho un papel en algunas de sus escenas.
Entre otras muchas personas que no recuerdo, se encontraba allí una niña rubia, blanca y
esbelta, que a tener una corona de flores en lugar
del legañoso perrillo, que gruñía medio oculto entre
los anchos pliegues de su falda, hubiérasela comparado, sin exagerar, con la Ofelia de Shakespeare.
Tan puros eran el blanco de su frente y el
azul de sus ojos.
De pie, apoyada una mano en la causeuse
de terciopelo azul que ocupaba la niña rubia, y acariciando con la otra los preciosos dijes de su cadena
de oro, hablaba con ella un joven, en cuya afectada
pronunciación se notaba un leve acento extranjero,
a pesar de que su aire y su tipo eran tan españoles
como los del Cid o Bernardo del Carpio.
Un señor de cierta edad, alto, seco, de maneras distinguidas y afables, y que parecía seriamente preocupado en la operación de dulcificar a
punto su taza de té, completaba el grupo de las
personas más próximas a la chimenea, al calor de
la cual me senté para contar esta historia. Esta historia parece un cuento, pero no lo es: de ella pudiera hacerse un libro; yo lo he hecho, algunas veces
en mi imaginación. No obstante, la referiré en pocas
palabras, pues para el que haya de comprenderla
todavía sobrarán algunas.
I
Andrés, porque así se llamaba el héroe de
mi narración, era uno de esos hombres en cuya
alma rebosan el sentimiento que no han gastado
nunca, y el cariño que no pueden depositar en nadie.
Huérfano casi al nacer, quedó al cuidado de
unos parientes. Ignoro los detalles de su niñez; sólo
puedo decir que, cuando le hablaban de ella, se
oscurecía su frente y exclamaba con un suspiro: ¡Ya pasó aquello!
Todos decimos lo mismo, recordando con
tristeza las alegrías pasadas. ¿Era ésta la explicación de la suya? Repito que no lo sé; pero sospecho
que no.
Ya joven, se lanzó al mundo. Sin que por
esto se crea que yo trato de calumniarle, la verdad
es que el mundo para los pobres, y para cierta clase
de pobres sobre todo, no es un paraíso ni mucho
menos. Andrés era, como suele decirse, de los que
se levantan la mayor parte de los días con veinticuatro horas más; juzguen, pues, mis lectores cuál
sería el estado de un alma toda idealismo, toda
amor, ocupada en la difícil cuanto prosaica tarea de
buscarse el pan nuestro cotidiano.
No obstante, algunas veces, sentándose a
la orilla de su solitario lecho, con los codos sobre las
rodillas y la cabeza entre las manos, exclamaba:
-¡Si yo tuviese alguien a quien querer con
toda mi alma! ¡Una mujer, un caballo, un perro siquiera!
Como no tenía un cuarto, no le era posible
tener nada, ningún objeto en que satisfacer su
hambre de amor. Ésta se exasperó hasta el punto
de que en sus crisis llegó a cobrarle cariño al cuchitril donde habitaba, a los mezquinos muebles que le
servían hasta a la patrona, que era su genio del
mal.
No hay que extrañarlo; Josefo refiere que
durante el sitio de Jerusalén fue tal el hambre, que
las madres se comieron a sus hijos.
Un día pudo proporcionarse un escasísimo
sueldo para vivir. La noche de aquel día, cuando se
retiraba a su casa, al atravesar una calle estrecha,
oyó una especie de lamentos, como lloros de una
criatura recién nacida. No bien hubo dado algunos
pasos más después de oír aquellos gemidos, cuando exclamó deteniéndose:
-Diantre, ¿qué es esto?
Y tocó con la punta del pie una cosa blanda
que se movía y tornó a chillar y a quejarse. Era uno
de esos perrillos que arrojan a la basura de pequeñuelos.
-La Providencia lo ha puesto en mi camino dijo para sí Andrés, recogiéndole y abrigándole con
el faldón de su levita; y se lo llevó a su cuchitril.
-¡Cómo es eso! -refunfuñó la patrona al verle entrar con el perrillo.- No nos faltaba más que ese
nuevo embeleco en casa; ahora mismo lo deja usted donde lo encontró, o mañana busca donde
acomodarse con él.
Al otro día salió Andrés de la casa, y en el
discurso de dos o tres meses salió de otras doscientas por la misma cuestión. Pero todos estos disgustos, y otros mil que es imposible detallar, los compensaban con usura la inteligencia y el cariño del
perro; con el cual se distraía como con una persona
en sus eternas horas de soledad y fastidio. Juntos
comían, juntos descansaban y juntos daban la vuelta a la Ronda, o se marchaban a lo largo del camino
de los Carabancheles.
Tertulias, paseos, teatros, cafés, sitios donde no se permitían o estorbaban los perros, estaban
vedados para nuestro héroe, que exclamaba algunas veces con toda la efusión de su alma y como
correspondiendo a las caricias del suyo:
-¡Animalito! no le falta más que hablar.
II
Sería enfadoso explicar cómo, pero es el
caso que Andrés mejoró algo de posición, y viéndose con algún dinero, dijo:
-¡Si yo tuviese una mujer! Pero para tener
una mujer es preciso mucho; los hombres como yo,
antes de elegirla, necesitan un paraíso que ofrecerle, y hacer un paraíso de Madrid cuesta un ojo de la
cara... Si pudiera comprar un caballo. ¡Un caballo!
No hay animal más noble ni más hermoso. ¡Cómo lo
había de querer mi perro, cómo se divertirían el uno
con el otro y yo con los dos!
Una tarde fue a los toros y antes de comenzar la función dirigiose maquinalmente al corral,
donde esperaban ensillados los que habían de salir
a la lidia.
No sé si mis lectores habrán tenido alguna
vez la curiosidad de ir a verlos. Yo de mí puedo
asegurarles que, sin creerme tan sensible como el
protagonista de esta historia, he tenido algunas
veces ganas de comprarlos todos. Tal ha sido la
lástima que me ha dado de ellos.
Andrés no pudo menos de experimentar
una sensación penosísima al encontrarse en aquel
sitio. Unos, cabizbajos, con la piel pegada a los
huesos y la crin sucia y descompuesta, aguardaban
inmóviles su turno, como si presintiesen la desastrosa muerte que había de poner término, dentro de
breves horas, a la miserable vida que arrastraban;
otros, medio ciegos, buscaban olfateando el pesebre y comían, o, hiriendo el suelo con el casco y
dando fuertes resoplidos, pugnaban por desasirse y
huir del peligro que olfateaban con horror. Y todos
aquellos animales habían sido jóvenes y hermosos.
¡Cuántas manos aristócratas habrían acariciado sus
cuellos! ¡Cuántas voces cariñosas los habrían alentado en su carrera, y ahora todo era juramentos por
acá, palos por acullá, y por último, la muerte, la
muerte con una agonía horrible, acompañada de
chanzonetas y silbidos!
-Si piensan algo -decía Andrés-, ¿qué pensarán estos animales en el fondo de su confusa
inteligencia, cuando en medio de la plaza se muerden la lengua y expiran con una contracción espantosa? En verdad que la ingratitud del hombre es
algunas veces inconcebible.
De estas reflexiones vino a sacarle la
aguardentosa voz de uno de los picadores, que
juraba y maldecía mientras probaba las piernas de
uno de los caballos, dando con el cuento de la garrocha en la pared. El caballo no parecía del todo
despreciable; por lo visto, debía de ser loco o tener
alguna enfermedad de muerte.
Andrés pensó en adquirirlo. Costar, no debería de costar mucho; pero ¿y mantenerlo? El picador le hundió la espuela en el ijar y se dispuso a
salir; nuestro joven vaciló un instante y le detuvo.
Cómo lo hizo no lo sé; pero en menos de un cuarto
de hora convenció al jinete para que lo dejase,
buscó al asentista, ajustó el caballo y se quedó con
él.
Creo excusado decir que aquella tarde no
vio los toros.
Llevose el caballo; pero el caballo, en efecto, estaba o parecía estar loco.
-Mucha leña en él -le dijo un inteligente.
-Poco de comer -le aconsejó un mariscal.
El caballo seguía en sus trece. -¡Bah! exclamó al fin su dueño-: démosle de comer lo que
quiera, y dejémosle hacer lo que le dé la gana. El
caballo no era viejo, y comenzó a engordar y a ser
más dócil. Verdad que tenía sus caprichos y que
nadie podía montarlo más que Andrés; pero decía
éste: -Así no me lo pedirán prestado, y en cuanto a
rarezas, ya nos iremos acostumbrando mutuamente
a las que tenemos. Y llegaron a acostumbrarse de
tal modo, que Andrés sabía cuando el caballo tenía
ganas de hacer una cosa y cuando no, y a éste le
bastaba una voz de su dueño para saltar, detenerse
o partir al escape, rápido como un huracán.
Del perro no digamos nada: llegó a familiarizarse de tal modo con su nuevo camarada, que ni
a beber salían el uno sin el otro. Desde aquel punto,
cuando se perdía al escape entre una nube de polvo por el camino de los Carabancheles, y su perro
le acompañaba, saltando y se adelantaba para tornar a buscarle o le dejaba pasar para volver a seguirle. Andrés se creía el más feliz de los hombres.
III
Pasó algún tiempo; nuestro joven estaba rico o casi rico.
Un día, después de haber corrido mucho, se
apeó fatigado junto a un árbol y se recostó a su
sombra.
Era un día de primavera, luminoso y azul,
de esos en que se respira con voluptuosidad una
atmósfera tibia e impregnada de deseos, en que se
oyen en las ráfagas del aire como armonías lejanas,
en que los limpios horizontes se dibujan con líneas
de oro y flotan ante nuestros ojos átomos brillantes
de no se qué, átomos que semejan formas transparentes que nos siguen, nos rodean y nos embriagan
a un tiempo de tristeza y de felicidad.
-Yo quiero mucho a estos dos seres exclamó Andrés después de sentarse, mientras
acariciaba a su perro con una mano y con la otra le
daba a su caballo un puñado de yerbas-, mucho;
pero todavía hay un hueco en mi corazón que no se
ha llenado nunca; todavía me queda por emplear un
cariño más grande, más santo, más puro. Decididamente necesito una mujer.
En aquel momento pasaba por el camino
una muchacha con un cántaro en la cabeza.
Andrés no tenía sed, y sin embargo, le pidió
agua. La muchacha se detuvo para ofrecérsela, y lo
hizo con tanta amabilidad, que nuestro joven comprendió perfectamente uno de los más patriarcales
episodios de la Biblia.
-¿Cómo te llamas? -le preguntó así que
hubo bebido.
-Plácida.
-¿Y en qué te ocupas?
-Soy hija de un comerciante que murió
arruinado y perseguido por sus opiniones políticas.
Después de su muerte, mi madre y yo nos retiramos
a una aldea, donde lo pasamos bien mal, con una
pensión de tres reales por todo recurso. Mi madre
está enferma y yo tengo que hacerlo todo.
-¿Y cómo no te has casado?
-No sé; en el pueblo dicen que no sirvo para
trabajar, que soy muy delicada, muy señorita.
La muchacha se alejó después de despedirse.
Mientras la miraba alejarse, Andrés permaneció en silencio; cuando la perdió de vista, dijo con
la satisfacción del que resuelve un problema:
-Esa mujer me conviene.
Montó en su caballo, y seguido de su perro
se dirigió a la aldea. Pronto hizo conocimiento con
la madre y casi tan pronto se enamoró perdidamente de la hija. Cuando al cabo de algunos meses ésta
se quedó huérfana, se casó enamorado de su mujer, que es una de las mayores felicidades de este
mundo.
Casarse y establecerse en una quinta situada en uno de los sitios más pintorescos de su país,
fue obra de algunos días.
Cuando se vio en ella rico, con su mujer, su
perro y su caballo, tuvo que restregarse los ojos:
creía que soñaba. Tan feliz, tan completamente feliz
era el pobre Andrés.
IV
Así vivió por espacio de algunos años, dichoso si Dios tenía qué, cuando una noche creyó
observar que alguien rondaba su quinta, y más tarde sorprendió a un hombre moldeando el ojo de la
cerradura de una puerta del jardín.
-Ladrones tenemos -dijo. Y determinó avisar
al pueblo más cercano, donde había una pareja de
guardias civiles.
-¿Adónde vas? -le preguntó su mujer.
-Al pueblo.
-¿A qué?
-A dar aviso a los civiles, porque sospecho
que alguien nos ronda la quinta.
Cuando la mujer oyó esto, palideció ligeramente. Él, dándole un beso, prosiguió:
-Me marcho a pie, porque el camino es corto. ¡Adiós!, hasta la tarde.
Al pasar por el patio para dirigirse a la puerta, entró un momento en la cuadra, vio a su caballo,
y acariciándolo le dijo:
-¡Adiós, pobrecito, adiós!: hoy descansarás,
que ayer te di un mate como para ti solo.
El caballo, que acostumbraba a salir todos
los días con su dueño, relinchó tristemente al sentirle alejarse.
Cuando Andrés se disponía a abandonar la
quinta, su perro comenzó a hacerle fiestas.
-No, no vienes conmigo -exclamó hablándole como si lo entendiese-: cuando vas al pueblo,
ladras a los muchachos y corres a las gallinas, y el
mejor día del año te van a dar tal golpe, que no te
quedan ánimos de volver por otro... No abrirle hasta
que yo me marche -prosiguió dirigiéndose a un criado, y cerró la puerta para que no le siguiese.
Ya había dado la vuelta al camino, cuando
todavía escuchaba los largos aullidos del perro.
Fue al pueblo, despachó su diligencia, se
entretuvo un poco con el alcalde charlando de diversas cosas, y se volvió hacia su quinta. Al llegar a
las inmediaciones, extrañó bastante que no saliese
el perro a recibirle, el perro que otras veces, como si
lo supiera, salía hasta la mitad del camino... Silba...,
¡nada! Entra en la posesión; ¡ni un criado! -¡Qué
diantres será esto! -exclama con inquietud, y se
dirige al caserío.
Llega a él, entra en el patio; lo primero que
se ofrece a su vista es el perro tendido en un charco
de sangre a la puerta de la cuadra. Algunos pedazos de ropa diseminados por el suelo, algunas hilachas pendientes aún de sus fauces, cubiertas de
una rojiza espuma, atestiguan que se ha defendido
y que al defenderse recibió las heridas que lo cubren.
Andrés lo llama por su nombre; el perro moribundo entreabre los ojos, hace un inútil esfuerzo
para levantarse, menea débilmente la cola, lame la
mano que lo acaricia y muere.
-Mi caballo, ¿dónde está mi caballo? exclama entonces con voz sorda y ahogada por la
emoción, al ver desierto el pesebre y rota la cuerda
que lo sujetaba a él.
Sale de allí como un loco: llama a su mujer,
nadie responde; a sus criados, tampoco; recorre
toda la casa fuera de sí..., sola, abandonada. Sale
de nuevo al camino, ve las señales del casco de su
caballo, del suyo, no le cabe duda, porque él conoce o cree conocer hasta las huellas de su animal
favorito.
-Todo lo comprendo -dice como iluminado
por una idea repentina-; los ladrones se han aprovechado de mi ausencia para hacer su negocio, y
se llevan a mi mujer para exigirme por su rescate
una gran suma de dinero. ¡Dinero!, mi sangre, la
salvación daría por ella. ¡Pobre perro mío! -exclama
volviéndolo a mirar, y parte a correr como un desesperado, siguiendo la dirección de las pisadas.
Y corrió, corrió sin descansar un instante en
pos de aquellas señales, una hora, dos, tres.
-¿Habéis visto -preguntaba a todo el mundo- a un hombre a caballo con una mujer a la grupa?
-Sí -le respondían.
-¿Por dónde van?
-Por allí.
Y Andrés tomaba nuevas fuerzas, y seguía
corriendo.
La noche comenzaba a caer. A la misma
pregunta siempre encontraba la misma respuesta; y
corría, corría, hasta que al fin divisó una aldea, y
junto a la entrada, al pie de una cruz que señalaba
el punto en que se dividía en dos el camino, vio un
grupo de gente, gañanes, viejos, muchachos, que
contemplaban con curiosidad una cosa que él no
podía distinguir.
Llega, hace la misma pregunta de siempre,
y le dice uno de los del grupo:
-Sí; hemos visto a esa pareja; mirad, por
más señas, el caballo que la conducía, que cayó
aquí reventado de correr.
Andrés vuelve los ojos en la dirección que le
señalaban, y ve en efecto su caballo, su querido
caballo, que algunos hombres del pueblo se disponían a desollar para aprevecharse de la piel. No pudo
apenas resistir la emoción; pero, reponiéndose enseguida, volvió a asaltarle la idea de su esposa.
-Y decidme -exclamó precipitadamente-,
¿cómo no prestasteis ayuda a aquella mujer desgraciada?
-Vaya si se la prestamos -dijo otro de los del
corro -; como que yo les he vendido otra caballería
para que prosiguiesen su camino con toda la prisa
que al parecer les importa.
-Pero -interrumpió Andrés- esa mujer va robada; ese hombre es un bandido que, sin hacer
caso de sus lágrimas y sus lamentos, la arrastra no
se adónde.
Los maliciosos patanes cambiaron entre sí
una mirada, sonriéndose, de compasión.
-¡Quiá, señorito! ¿Qué historias está usted
contando? -prosiguió con sorna su interlocutor-.
¡Robada! Pues ella era la que decía con más ahínco: «Pronto, pronto, huyamos de estos lugares; no
me veré tranquila hasta que los pierda de vista para
siempre».
Andrés lo comprendió todo; una nube de
sangre pasó por delante de sus ojos, de los que no
brotó ni una lágrima, y cayó al suelo desplomado
como un cadáver.
Estaba loco; a los pocos días, muerto.
Le hicieron la autopsia; no le encontraron
lesión orgánica alguna. ¡Ah! Si pudiera hacerse la
disección del alma, ¡cuántas muertes semejantes a
ésta se explicarían!
-¿Y efectivamente murió de eso? -exclamó
el joven, que proseguía jugando con los dijes de su
reloj, al concluir mi historia.
Yo le miré como diciendo: ¿Le parece a usted poco? Él prosiguió con cierto aire de profundidad: -¡Es raro! Yo sé lo qué es sufrir; cuando en las
últimas carreras, tropezó mi Herminia, mató al jochey y se quebró una pierna; la desgracia de aquel
animal me causó un disgusto horrible; pero, francamente, no tanto..., no tanto.
Aún proseguía mirándole con asombro,
cuando hirió mi oído una voz armoniosa y ligeramente velada, la voz de la niña de los ojos azules.
-¡Efectivamente es raro! Yo quiero mucho a
mi Medoro -dijo dándole un beso en el hocico al
enteco y legañoso faldero, que gruñó sordamente-:
pero si se muriese o me lo mataran, no creo que me
volvería loca ni cosa que lo valga.
Mi asombro rayaba en estupor; aquellas
gentes no me habían comprendido o no querían
comprenderme.
Al cabo me dirigí al señor que tomaba té,
que en razón a sus años debía de ser algo más
razonable.
-Y a usted, ¿qué le parece? -le pregunté.
-Le diré a usted -me respondió-: yo soy casado, quise a mi mujer, la aprecio todavía, me parece; tuvo lugar entre nosotros un disgustillo doméstico, que por su publicidad exigía una reparación por
mi parte, sobrevino un duelo, tuve la fortuna de herir
a mi adversario, un chico excelente, decidor y chistoso si los hay, con quien suelo tomar café algunas
noches en la Iberia. Desde entonces dejé de hacer
vida común con mi esposa, y me dediqué a viajar...
Cuando estoy en Madrid, vivo con ella, pero como
dos amigos; y todo esto sin violentarme, sin grandes
emociones, sin sufrimientos extraordinarios. Después de este ligero bosquejo de mi carácter y de mi
vida. ¡qué le he de decir a usted de esas explosiones fenomenales del sentimiento, sino que todo eso
me parece raro, muy raro!
Cuando mi interlocutor acabó de hablar, la
niña rubia y el joven que le hacía el amor repasaban
juntos un álbum de caricaturas de Gavarni. A los
pocos momentos, él mismo servía con una fruición
deliciosa la tercera taza de té.
Al pensar que oyendo el desenlace de mi
historia habían dicho «¡es raro!» exclamé yo para
mí mismo..., «¡es natural!»
Las hojas secas
El sol se había puesto: las nubes, que cruzaban hechas jirones sobre mi cabeza, iban a
amontonarse unas sobre otras en el horizonte lejano. El viento frío de las tardes de otoño arremolinaba las hojas secas a mis pies.
Yo estaba sentado al borde de un camino,
por donde siempre vuelven menos de los que van.
No sé en qué pensaba, si en efecto pensaba entonces en alguna cosa. Mi alma temblaba a
punto de lanzarse al espacio, como el pájaro tiembla y agita ligeramente las alas antes de levantar el
vuelo.
Hay momentos en que, merced a una serie
de abstracciones, el espíritu se sustrae a cuanto le
rodea, y replegándose en sí mismo analiza y comprende todos los misteriosos fenómenos de la vida
interna del hombre.
Hay otros en que se desliga de la carne,
pierde su personalidad y se confunde con los elementos de la Naturaleza, se relaciona con su modo
de ser y traduce su incomprensible lenguaje.
Yo me hallaba en uno de estos últimos momentos, cuando solo y en medio de la escueta llanura oí hablar cerca de mí.
Eran dos hojas secas las que hablaban, y
éste, poco más o menos, su extraño diálogo:
-¿De dónde vienes, hermana?
-Vengo de rodar con el torbellino, envuelta
en la nube de polvo y de las hojas secas nuestras
compañeras, a lo largo de la interminable llanura.
¿Y tú?
-Yo he se guido algún tiempo la corriente
del río, hasta que el vendaval me arrancó de entre
el légamo y los juncos de la orilla.
-¿Y adónde vas?
-No lo sé: ¿lo sabe acaso el viento que me
empuja?
-¡Ay! ¿Quién diría que habíamos de acabar
amarillas y secas arrastrándonos por la tierra, nosotras que vivimos vestidas de color y de luz meciéndonos en el aire?
-¿Te acuerdas de los hermosos días en que
brotamos; de aquella apacible mañana en que, roto
el hinchado botón que nos servía de cuna, nos desplegamos al templado beso del sol como un abanico
de esmeraldas?
-¡Oh! ¡Qué dulce era sentirse balanceada
por la brisa a aquella altura, bebiendo por todos los
poros el aire y la luz!
-¡Oh! ¡Qué hermoso era ver correr el agua
del río que lamía las retorcidas raíces del añoso
tronco que nos sustentaba, aquel agua limpia y
transparente que copiaba como un espejo el azul
del cielo, de modo que creíamos vivir suspendidas
entre dos abismos azules!
-¡Con qué placer nos asomábamos por cima
de las verdes frondas para vernos retratadas en la
temblorosa corriente!
-¡Cómo cantábamos juntas imitando el rumor de la brisa y siguiendo el ritmo de las ondas!
-Los insectos brillantes revoloteaban desplegando sus alas de gasa a nuestro alrededor.
-Y las mariposas blancas y las libélulas azules, que giran por el aire en extraños círculos, se
paraban un momento en nuestros dentellados bor-
des a contarse los secretos de ese misterioso amor
que dura un instante y les consume la vida.
-Cada cual de nosotras era una nota en el
concierto de los bosques.
-Cada cual de nosotras era un tono en la
armonía de su color.
-En las noches de luna, cuando su plateada
luz resbalaba sobre la cima de los montes, ¿te
acuerdas cómo charlábamos en voz baja entre las
diáfanas sombras?
-Y referíamos con un blando susurro las historias de los silfos que se columpian en los hilos de
oro que cuelgan las arañas entre los árboles.
-Hasta que suspendíamos nuestra monótona charla para oír embebecidas las quejas del ruiseñor, que había escogido nuestro tronco por escabel.
-Y eran tan tristes y tan suaves sus lamentos que, aunque llenas de gozo al oírle, nos amanecía llorando.
-¡Oh! ¡Qué dulces eran aquellas lágrimas
que nos prestaba el rocío de la noche y que res-
plandecían con todos los colores del iris a la primera
luz de la aurora!
-Después vino la alegre banda de jilgueros
a llenar de vida y de ruidos el bosque con la alborozada y confusa algarabía de sus cantos.
-Y una enamorada pareja colgó junto a nosotras su redondo nido de aristas y de plumas.
-Nosotras servíamos de abrigo a los pequeñuelos contra las molestas gotas de la lluvia en las
tempestades de verano.
-Nosotras les servíamos de dosel y los defendíamos de los importunos rayos del sol.
-Nuestra vida pasaba como un sueño de
oro, del que no sospechábamos que se podría despertar.
-Una hermosa tarde en que todo parecía
sonreír a nuestro alrededor, en que el sol poniente
encendía el ocaso y arrebolaba las nubes, y de la
tierra ligeramente húmeda se levantaban efluvios de
vida y perfumes de flores, dos amantes se detuvieron a la orilla del agua y al pie del tronco que nos
sostenía.
-¡Nunca se borrará ese recuerdo de mi memoria. Ella era joven, casi una niña, hermosa y pálida. Él le decía con ternura: -¿Por qué lloras? Perdona este involuntario sentimiento de egoísmo le respondió ella enjugándose una lágrima-; lloro por
mí. Lloro la vida que me huye: cuando el cielo se
corona de rayos de luz, y la tierra se viste de verdura y de flores, y el viento trae perfumes y cantos de
pájaros y armonías distantes, y se ama y se siente
una amada, ¡la vida es buena! -¿Y por qué no has
de vivir? -insistió él estrechándole las manos conmovido. -Porque es imposible. Cuando caigan secas esas hojas que murmuran armoniosas sobre
nuestras cabezas, yo moriré también, y el viento
llevará algún día su polvo y el mío ¿quién sabe
adónde?
Yo lo oí y tú lo oíste, y nos estremecimos y
callamos. ¡Debíamos secarnos! ¡Debíamos morir y
girar arrastradas por los remolinos del viento! Mudas y llenas de terror permanecíamos aún cuando
llegó la noche. ¡Oh! ¡Qué noche tan horrible!
-Por la primera vez faltó a su cita el enamorado ruiseñor que la encantaba con sus quejas.
-A poco volaron los pájaros, y con ellos sus
pequeñuelos ya vestidos de plumas; y quedó el nido
solo, columpiándose lentamente y triste como la
cuna vacía de un niño muerto.
Y huyeron las mariposas blancas y las libélulas azules, dejando su lugar a los insectos oscuros
que venían a roer nuestras fibras y a depositar en
nuestro seno sus asquerosas larvas.
-¡Oh! ¡Y cómo nos estremecíamos encogidas al helado contacto de las escarchas de la noche!
-Perdimos el color y la frescura.
-Perdimos la suavidad y la forma, y lo que
antes al tocarnos era como rumor de besos, como
murmullo de palabras de enamorados, luego se
convirtió en áspero ruido, seco, desagradable y
triste.
-¡Y al fin volamos desprendidas!
-Hollada bajo el pie del indiferente pasajero,
sin cesar arrastrada de un punto a otro entre el polvo y el fango, me he juzgado dichosa cuando podía
reposar un instante en el profundo surco de un camino.
-Yo he dado vueltas sin cesar, arrastrada
por la turbia corriente, y en mi larga peregrinación
vi, solo, enlutado y sombrío, contemplando con una
mirada distraída las aguas que pasaban y las hojas
secas que marcaban su movimiento, a uno de los
dos amantes cuyas palabras nos hicieron presentir
la muerte.
-¡Ella también se desprendió de la vida y
acaso dormirá en una fosa reciente, sobre la que yo
me detuve un momento!
-¡Ay! Ella duerme y reposa al fin; pero nosotras, ¿cuándo acabaremos este largo viaje?...
-¡Nunca!... Ya el viento que nos dejó reposar un punto vuelve a soplar, y ya me siento estremecida para levantarme de la tierra y seguir con él.
¡Adiós, hermana!
-¡Adiós!...
Silbó el aire, que había permanecido un
momento callado, y las hojas se levantaron en confuso remolino, perdiéndose a lo lejos entre las tinieblas de la noche.
Y yo pensé entonces algo que no puedo recordar, y que, aunque lo recordase, no encontraría
palabras para decirlo.
La mujer de piedra
(Fragmento)
Yo tengo una particular predilección hacia
todo lo que puede vulgarizar el contacto o el juicio
de la multitud indiferente. Si pintara paisajes, los
pintaría sin figuras. Me gustan las ideas peregrinas
que resbalan sin dejar huella por las inteligencias de
los hombres positivistas, como una gota de agua
sobre un tablero de mármol. En las ciudades que
visito, busco las calles estrechas y solitarias; en los
edificios que recorro, los rincones oscuros y los
ángulos de los patios interiores, donde crece la yerba y la humedad enriquece con sus manchas de
color verdoso la tostada tinta del muro; en las mujeres que me causan impresión, algo de misterioso
que creo traslucir confusamente en el fondo de sus
pupilas, como el resplandor incierto de una lámpara
que arde ignorada en el santuario de su corazón,
sin que nadie sospeche su existencia; hasta en las
flores de un mismo arbusto creo encontrar algo de
más pudoroso y excitante en la que se esconde
entre las hojas, y allí, oculta, llena de perfume el
aire sin que la profanen las miradas. Encuentro en
todo ello algo de la virginidad de los sentimientos y
de las cosas.
Esta pronunciada afición degenera a veces
en extravagancia, y sólo teniéndola en cuenta podrá
comprenderse la historia que voy a referir.
I
Vagando al acaso por el laberinto de calles
estrechas y tortuosas de cierta antigua población
castellana, acerté a pasar cerca de un templo en
cuya fachada el arte ojival y el bizantino, amalgamados por la mano de dos centurias, habían escrito
una de las páginas más originales de la arquitectura
española. Una ojiva, gallarda y coronada de hojas
de cardo desenvueltas, contenía la redonda clave
del arco de la iglesia, en la que el tosco picapedrero
del siglo XII dejó esculpidas, en interminables hileras de figuras enanas y características de aquel
siglo, las más extrañas fantasías de su cerebro, rico
en leyendas y piadosas tradiciones. Por todo el
frente de la fachada se veían interpolados con un
desorden, del cual, no obstante, resultaba cierta
inexplicable armonía, fragmentos de arcadas
románticas incluidas en lienzos de muros, cuyos
entrepaños dibujaban las descarnadas líneas de los
pilares acodillados, con sus basas angulosas y sus
capiteles de espárrago, propios del género gótico;
trozos de molduras compuestas de adornos circula-
res combinados geométricamente, que se interrumpían a veces para dejar espacio a la ornamentación afiligranada y ondeante de una ventana de
arco apuntado, enriquecida de figuritas más airosas
y altas y adornada de vidrios de colores. A donde
quiera que se fijaban los ojos, podían observarse
detalles delicados de los dos géneros a que pertenecía el edificio, y muestras de la feliz alianza con
que la generación posterior supo, imprimiéndole su
sello especial, conservar algo de la fisonomía y
espíritu severo y sencillo en su tosquedad, del primitivo monumento.
Siguiendo una invariable costumbre mía,
después de haber contemplado atentamente la
fachada del templo, de haber abarcado el conjunto
del pórtico, con la cuadrada torre bizantina y las
puntas de las agudas flechas ojivales que coronaban, flanqueándola, la cúpula de la nave central,
comencé a dar vueltas alrededor de su recinto, inspeccionando sus muros que, ora se presentaban en
lienzos de prolongadas líneas, ora se escondían
tras algunas miserables casuquillas adosadas a los
sillares, para asomar más a lo lejos sus dentelladas
crestas por cima de los humildes tejados. A poco de
comenzada esta minuciosa inspección de la parte
exterior del templo, y habiendo cruzado por debajo
de un pasadizo cubierto, que a manera de puerta
unía la iglesia a un antiguo edificio contiguo a ella,
me encontré en una pequeña plaza de forma irregular, cuyo perímetro dibujaban por un lado la antiquísima portada de un palacio en ruinas, y por otro las
altas y descarnadas tapias del jardín de un convento; ocupando el resto y cerrando el mal trazado semicírculo de aquella plazoleta sin salida, parte de la
vetusta muralla romana de la población y el ábside
del templo que acababa de admirar, ábside maravilloso de color y de formas, y en el cual, satisfecho
sin duda el maestro que lo trazó, al verle tan gallardo y rico de líneas y accidentes, empleó para ejecutarle los más hábiles artífices de aquella época, en
que era vulgar labrar la piedra con la exquisita ligereza con que se teje un encaje.
Por grande que sea la impresión que me
causa un objeto expuesto de continuo a la mirada
del vulgo, parece como que la debilita la idea de
que tengo que compartirla con otros muchos. Por el
contrario, cuando descubro un detalle o un accidente que creo ha pasado hasta entonces inadvertido,
encuentro cierta egoísta voluptuosidad en contemplarlo a solas, en creer que únicamente para mí
existe guardado, a fin de que yo lo aspire y goce su
delicado perfume de virginidad y misterio. Al encon-
trar en el ángulo de aquella plaza, cuyo piso cubierto de menuda yerba indicaba bien a las claras su
soledad continua, el cubo de piedra flanqueado de
arbotantes terminados en agudos pináculos de granito, que constituían el ábside o parte posterior del
magnífico templo, experimenté una sensación profunda, semejante a la del avaro que, removiendo la
tierra, encuentra inopinadamente un tesoro.
Y en efecto, para un entusiasta por el arte,
aquel armonioso conjunto de líneas elegantes y
airosas, aquella profusión de ojivas rasgadas y llenas de delicadas tracerías, por entre cuyos huecos
se dibujaban confusamente los vidrios de color enriquecidos de imágenes, hojas revueltas y blasones
heráldicos, junto con las grandes masas de sombras y luz que ofrecían los pilares al presentarse
iluminados de una claridad dorada, mientras bañaban los muros con sus anchos batientes azulados y
ligeros, constituían una verdadera maravilla.
Largo rato estuve contemplando otra obra
tan magnífica; recorriendo con los ojos todos sus
delicados accidentes y deteniéndome a desentrañar
el sentido simbólico de las figurillas monstruosas y
los animales fantásticos, que se ocultaban o parecían alternativamente entre los calados festones de
las molduras. Una por una admiré las extrañas
creaciones con que el artífice había coronado el
muro para dar salida a las aguas por las fauces de
un grifo, de una sierpe, de un león alado o de un
demonio horrible con cabeza de murciélago y garra
de águila; una por una estudié asimismo las severas
y magníficas cabezas de las imágenes de tamaño
natural que, envueltas en grandes paños, simétricamente plegados; custodiaban inmóviles el santuario, como centinelas de granito, desde lo alto de las
caladas repisas que formaban, al unirse y retorcerse
entre sí, las hojas y los nervios de los pilares exteriores. Todas ellas pertenecían a la mejor época del
arte ojival, ofreciendo en sus contornos generales,
en la expresión de sus rostros y en la profusión y
acentuada plegadura de sus ropas, el modelo perfecto del misterioso amor establecido por los ignorados escultores, que siguiendo una tradición que
arranca de las logias germanas, poblaron de un
mundo de piedra las catedrales de toda Europa.
Heraldos con blasonadas casullas, ángeles con
triples alas, evangelistas, patriarcas y apóstoles
llamaban hacia sí, por sus imponentes o graciosas
formas, por sus cualidades de ejecución o de gallardía, la atención y el estudio del que los contemplaban; pero entre todas estas figuras una fue la
que logró conmoverme con una impresión parecida
a la que al descubrirlo me produjo el ábside de la
iglesia, una figura que al pronto reconcentraba todo
el interés de aquella máquina maravillosa, para la
cual parecía levantada la mejor y más bella parte
del monumento; como pedestal de una estatua o
marco de una pintura, del que podía decirse era la
pudorosa flor que escondida entre las hojas, perfumaba de misterio y poesía aquella selva petrificada
y apocalíptica en cuyo seno y por entre las guirnaldas de acanto, los tréboles y los cardos puntiagudos, pululaban millares de criaturas deformes; sierpes, trasgos y dragones reptiles, con alas monstruosas e inmensas.
Yo guardo aún vivo el recuerdo de la imagen de piedra, del rincón solitario, del color y de las
formas que armoniosamente combinados formaban
un conjunto inexplicable; pero no creo posible dar
con la palabra una idea de ella, ni mucho menos
reducir a términos comprensibles la impresión que
me produjo.
Sobre una repisa volada, compuesta de un
blasón entrelazados de hojas y sostenido por la
deforme cabeza de un demonio, que parecía gemir
con espantosas contorsiones bajo el peso del sillar,
se levantaba una figura de mujer esbelta y airosa. El
dosel de granito que cobijaba su cabeza, trasunto
en miniatura de una de esas torres agudas y en
forma de linterna que sobresalen majestuosas sobre
la mole de las catedrales, bañaba en sombra su
frente; una toca plegada recogía sus cabellos, de
los cuales se escapaban dos trenzas, que bajaban
ondulando desde el hombro hasta la cintura, después de encerrar como en un marco el perfecto
óvalo de su cara. En sus ojos, modestamente entornados, parecía arder una luz que se transparentaba al través del granito; su ligera sonrisa animaba
todas las facciones del rostro de un encanto suave,
que penetraba hasta el fondo del alma del que la
veía, agitando allí sentimientos dormidos, mezcla
confusa de impulsos de éxtasis y de sombras de
deseos indefinibles.
El sol, que doraba las agudas flechas de los
arbotantes, arrojaba sobre el templo el dentellado
batiente de las almenas del muro y perfilaba de luz
el ennegrecido y roto blasón de la casa solariega,
que cerraba uno de los costados de la plaza, comenzó poco a poco a ocultarse detrás de una masa
de edificios cercanos; las sombras tendidas antes
por el suelo y que insensiblemente se habían ido
alargado hasta llegar al pie del ábside, por cuyo
lienzo subían como una marea creciente, acabaron
por envolverle en una tinta azulada y ligera; la silueta oscura del templo se dibujó vigorosa sobre el
claro cielo del crepúsculo que se desarrollaba a su
espalda limpio y transparente, como esos fondos
luminosos que dejan ver por un hueco las tablas de
los antiguos pintores alemanes. Los detalles de la
arquitectura comenzaban a confundirse; los ángulos
perdían algo de la dureza de sus cortes a bisel; las
figuras de los pilares se dibujaban indecisas, como
fantasmas sin consistencias, envueltas en la oscuridad que arrojaban sobre ellas los monumentales
doseles.
Inmóvil, absortó en una contemplación muda, permanecía yo aún con los ojos fijos en la figura
de aquella mujer, cuya especial belleza había herido
mi imaginación de un modo tan extraordinario. Parecíame a veces que su contorno se destacaba
entre la oscuridad; que notaba en toda ella como
una imperceptible oscilación; que de un momento a
otro iba a moverse y adelantar el pie que se asomaba por entre los grandes pliegues de su vestido, al
borde de la repisa.
Y así estuve hasta que la noche cerró por
completo. Una noche sin luna, sin más que una
confusa claridad de las estrellas, que apenas bastaba a destacar unas de otras las grandes masas de
construcción que cerraban el ámbito de la plaza. Yo
creía, no obstante, distinguir aún la imagen de la
mujer entre las tinieblas. Mas no era verdad. Lo que
veía de una manera muy confusa era el reflejo de
aquella visión, conservada por la fantasía, porque
cuando me separé de allí aún creía percibirla flotando delante de mí entre las espesas sombras de las
torcidas calles que conducían a mi alojamiento.
II
Por qué durante los catorce o quince días
que llevaba de residencia en aquella población,
aunque continuamente estuve dando vueltas sin
rumbo fijo por sus calles, nunca tropecé con aquella
iglesia y aquella plaza, y desde la tarde en que las
descubrí, todos los días, cualquiera que fuese el
camino que emprendiera, siempre iba a dar aquel
sitio, es lo que yo no podré explicar nunca, como
nunca pude darme razón, cuando muchacho, del
por qué para ir a cualquier punto de la ciudad donde
nací era preciso pasar antes por la casa de mi novia. Pero ello era que unas veces de propósito
hecho, otras por casualidad, ya porque a las mañanas se tomaba bien el sol contra la tapia del con-
vento, ya porque al caer la tarde de un día nebuloso
y frío se sentía allí menos el embate del aire, iba allí
a todas horas, y me encontraba frente al ábside de
la iglesia, sentado en algunas piedras amontonadas
al pie del arco de la antigua casa solariega, y con
los ojos clavados en aquella figura que parecía
atraerme con una fuerza irresistible.
Más de una vez, deseando llevar conmigo
un recuerdo de ella, intenté copiarla. Tantas como lo
intenté, rompí en pedazos el lápiz y maldije de la
torpeza de mi mano, inhábil para fijar el esbelto
contorno de aquella figura. Acostumbrado a reproducir el correcto perfil de las estatuas griegas, irreprochables de forma, pero debajo de cuya modelada superficie, cuando más se ve palpitar la carne y
plegarse o dilatarse el músculo, no podía hallar la
fórmula de aquella estatua, a la vez incorrecta y
hermosa, que, sin tener la idealidad de formas del
antiguo, antes por el contrario, rebosando vida real
en ciertos detalles, tenía sin embargo, en el más
alto grado el ideal del sentimiento y la expresión.
Inmóvil, las ropas cayendo a plomo y vistiendo de
anchos pliegues el tronco para detenerse, quebrando las líneas, al tocar el pedestal, los ojos entornados, las manos cruzadas sobre un libro de oraciones; y el largo brial perdido entre las ondulaciones
de la falda, podía asegurarse, y al menos este efecto producía, que debajo de aquel granito circulaba
como un fluido sutil un espíritu que le prestaba
aquella vida incomprensible, vida extraña, que no
he podido traslucir jamás en esas otras figuras
humanas cuyas ropas agita el aire al pasar, cuyas
facciones se contraen o dilatan con una determinada expresión y que, a pesar de todo, son únicamente, al tocar la meta de su perfección posible, mármol
que se mueve como un maravilloso autómata, sin
sentir ni pensar.
Indudablemente la fisonomía de aquella escultura reflejaba la de una persona que había existido. Podían observarse en ella ciertos detalles característicos que sólo se reproducen delante del natural
o guardando un vivísimo recuerdo. Las obras de la
imaginación tienen siempre algún punto de contacto
con la realidad. Hay una belleza típica y uniforme
hacia la que así en lo bueno como en lo malo, se
nota cierta tendencia en el arte. El placer y el dolor,
la risa y el llanto tienen expresiones especiales consignadas por las reglas. La cabeza de aquella mujer
rompía con todas las tradiciones: era hermosa sin
ser perfecta; ofrecía rasgos tan propios como los
que se observan en un retrato de la mano de un
maestro, el cual tiene tanta personalidad, por decirlo
así, que, aun sin conocer el tipo a que se refiere, se
siente la verdad de la semejanza. Cada mujer tiene
su sonrisa propia, y esa suave dilatación de los
labios toma formas infinitas, perceptibles apenas,
pero que les sirve de sello. La hermosa mujer de
piedra que contemplaba extasiado, tenía asimismo
una sonrisa suya, que le daba tal carácter y expresión, que enamorarse de aquel gesto especial era
enamorarse de aquella escultura, pues no sería
posible hallar otra perfectamente semejante. Con
los ojos entornados y los labios ligerísimamente
entreabiertos, parecía que pensaba algo agradable
y que la luz de su pura e interior alegría se revelaba
por medio de reflejos imperceptibles, como se acusa por la transparencia la luz que arde dentro de un
vaso de alabastro. Pero ¿quién era aquella mujer?
¿Por qué capricho el escultor, interrumpiendo la
larga fila de graves personajes que rodeaban el
ábside, había colocado en el sitio más escondido,
es verdad, aunque seguramente el más misterioso
de toda la fábrica arquitectónica, aquella figura que
tenía algo de ángel, pero que carecía de alas, que
descubría en su rostro la dulzura y la bondad de los
bienaventurados, pero que no ostentaba sobre su
cabeza el nimbo celeste de los Santos y Apóstoles?
¿Sería acaso recuerdo de una protectora del tem-
plo? No podía ser. Yo había visto posteriormente la
oscura losa sepulcral, que cubría los restos del fundador, prelado valeroso que contribuyó con un rey
leonés a la reconquista de aquel pueblo, y en la
capilla mayor, a la sombra de un lucillo realzado de
gótica crestería, había tenido igualmente ocasión de
examinar las tumbas con las estatuas yacentes de
los ilustres magnates que en época posterior restauraron la iglesia, imprimiéndole el carácter ojival. En
ninguno de estos monumentos funerarios encontré
un blasón que tuviese siquiera un cuartel del que se
veía en la repisa de la estatua del ábside. ¿Quién
podría ser entonces?
Es muy común encontrar en las portadas de
las catedrales, en los capiteles de los claustros y en
las entreojivas de la urna de los sepulcros góticos
multitud de figuras extrañas, y que no obstante se
refieren sin duda a personajes reales; indescifrable
simbolismo de los escultores de aquella época, con
el cual escribían a la manera que los egipcios en
sus obeliscos, sátiras, tradiciones, páginas personales, caricaturas o fórmulas cabalísticas de alquimia
o adivinación. Cuando la inteligencia se ha acostumbrado a deletrear esos libros de piedra, poco a
poco se va haciendo la luz en el caos de líneas y
accidentes que ofrecen a la mirada del profano, el
cual necesita mucho tiempo y mucha tenacidad
para iniciarse en sus fórmulas misteriosas y sorprender una a una de las letras de su escritura jeroglífica. A fuerza de contemplación y meditaciones,
yo había llegado por aquella época a deletrear algo
del oscuro germanismo de los monumentos de la
Edad Media; sabía buscar en el recodo más sombrío de los pilares acodillados del sillar que contenía
la marca masónica de los constructores; calculaba
con acierto el machón o la parte del muro que gravitaba sobre el arca de plomo, o la piedra redonda en
que se grababan con el nombre de secta del maestro, su escuadra, el martillo y la simbólica estrella de
cinco puntas, o la cabeza de pájaro que recuerda el
ibis de los Faraones. Una parábola, aun abajo en el
segundo velo, una alusión histórica o un rasgo de
las costumbres, aunque ataviadas con el disfraz
místico, no podían pasar inadvertidos a mis ojos si
los hacía objeto de inspección minuciosa. No obstante, por más que buscaba la cifra del misterio,
sumando y restando la entidad de aquella figura con
las que la rodeaban; por más que trataba de encontrar una relación entre ella y las creaciones de los
capiteles y franjas, algunas de efecto microscópico,
y combinaba el todo con la idea del diablo que
abrazaba el escudo, gimiendo bajo el peso de la
repisa, nunca veía claro, nunca me era posible explicarme el verdadero objeto, el sentido oculto, la
idea particular que movió al autor de la imagen para
modelarla con tanto amor e imprimirle tan extraordinario sello de realismo. Cierto que algunas veces
creía ver flotar ante mi vista el hilo de luz que había
de conducirme seguro a través del dédalo de confusas ideas de mi fantasía, y por un momento se me
figuraba encontrar y ver palpable la escondida relación de los versos sueltos de aquel maravilloso
poema de piedra, en el cual se presentaba en primer término y rodeada de ángeles y monstruos, de
santos y de hijos de las tinieblas, la imagen de la
desconocida dama, como Beatriz en la divina y terrible trilogía del genio florentino; pero también es
verdad que, después de vislumbrar todo un mundo
de misterios como iluminado por la breve luz de un
relámpago, volvía a sumergirme en nuevas dudas y
más profunda oscuridad. Entregado a estas ideas,
pasaba días enteros.
Desde mi celda
Cartas literarias
Carta primera
Monasterio de Veruela, 1864.
Queridos amigos: Heme aquí transportado
de la noche a la mañana a mi escondido valle de
Veruela; heme aquí instalado de nuevo en el oscuro
rincón del cual salí por un momento para tener el
gusto de estrecharos la mano una vez más, fumar
un cigarro juntos, charlar un poco y recordar las
agradables, aunque inquietas horas de mi antigua
vida. Cuando se deja una ciudad por otra, particularmente hoy, que todos los grandes centros de
población se parecen, apenas se percibe el aislamiento en que nos encontramos, antojándosenos, al
ver la identidad de los edificios, los trajes y las costumbres, que al volver la primera esquina vamos a
hallar la casa a que concurríamos, las personas que
estimábamos, las gentes a quienes teníamos costumbre de ver y hallar de continuo. En el fondo de
este valle, cuya melancólica belleza impresiona
profundamente, cuyo eterno silencio agrada y sobrecoge a la vez; diríase, por el contrario, que los
montes que lo cierran como un valladar inaccesible
me separan por completo del mundo. ¡Tan notable
es el contraste de cuanto se ofrece a mis ojos; tan
vagos y perdidos quedan al confundirse entre la
multitud de nuevas ideas y sensaciones los recuerdos de las cosas más recientes!
Ayer, con vosotros en la tribuna del Congreso, en la redacción, en el teatro Real, en La Iberia;
hoy, sonándome aún en el oído la última frase de
una discusión ardiente la última palabra de un artículo de fondo, el postrer acorde de un andante, el
confuso rumor de cien conversaciones distintas,
sentado a la lumbre de un campestre hogar donde
arde un tronco de carrasca que salta y cruje antes
de consumirse, saboreo en silencio mi taza de café,
único exceso que en estas soledades me permito
sin que turbe la honda calma que me rodea otro
ruido que el del viento que gime a lo largo de las
desiertas ruinas y el agua que lame los altos muros
del monasterio o corre subterránea atravesando sus
claustros sombríos y medrosos. Una muchacha con
su zagalejo corto y naranjado, su corpiño oscuro, su
camisa blanca y cerrada, sobre la que brillan dos
gruesos hilos de cuentas rojas, sus medias azules y
sus abarcas atadas con un listón negro, que sube
cruzándose caprichosamente hasta la mitad de la
pierna, va y viene cantando a media voz por la cocina, atiza la lumbre del hogar, tapa y destapa los
pucheros donde se condimenta la futura cena, y
dispone el agua hirviente, negra y amarga que me
mira beber con asombro. A estas alturas, y mientras
dura el frío, la cocina es el estrado, el gabinete y el
estudio.
Cuando sopla el cierzo, cae la nieve o azota
la lluvia los vidrios del balcón de mi celda, corro a
buscar la claridad rojiza y alegre de la llama, y allí,
teniendo a mis pies al perro, que se enrosca junto a
la lumbre, viendo brillar en el oscuro fondo de la
cocina las mil chispas de oro con que se abrillantan
las cacerolas y los trastos de la espetera, al reflejo
del fuego, ¡cuántas veces he interrumpido la lectura
de una escena de La Tempestad, de Shakespeare,
o del Caín, de Byron, para oír el ruido del agua que
hierve a borbotones, coronándose de espuma y
levantando con sus penachos de vapor. azul y ligero
la tapadera de metal que golpea los bordes de la
vajilla! Un mes hace que falto de aquí y todo se
encuentra lo mismo que antes de marcharme. El
temeroso respeto de estos criados hacia todo lo que
me pertenece, no puede menos de traerme a la
imaginación las irreverentes limpiezas, los temibles
y frecuentes arreglos de cuarto de mis patronas de
Madrid. Sobre aquella tabla, cubiertos de polvo,
pero con las mismas señales y colocados en el orden que yo los tenía, están aún mis libros y mis
papeles. Más allá cuelga de un clavo la cartera de
dibujo; en un rincón veo la escopeta, compañera
inseparable de mis filosóficas excursiones, con la
cual he andado mucho, he pensado bastante y no
he matado casi nada. Después de apurar mi taza de
café, y mientras miro danzar las llamas violadas,
rojas y amarillas a través del humo del cigarro que
se extiende ante mis ojos como una gasa azul, he
pensado un poco sobre qué escribiría a ustedes
para El Contemporáneo, ya que me he comprometido a contribuir con una gota de agua, a fin de llenar
ese océano sin fondo, ese abismo de cuartillas que
se llama periódico, especie de tonel que, como al de
las Danaidas, siempre se le está echando original y
siempre está vacío. Las únicas ideas que me han
quedado como flotando en la memoria y sueltas de
la masa general que ha oscurecido y embotado el
cansancio del viaje, se refieren a los detalles de
éste, que carecen en sí de interés, que en otras mil
ocasiones he podido estudiar, pero que nunca, como ahora, se han ofrecido a mi imaginación en conjunto y contrastando entre sí de un modo tan extraordinario y patente.
Los diversos medios de locomoción de que
he tenido que servirme para llegar hasta aquí, me
han recordado épocas y escenas tan distintas, que
algunos ligeros rasgos de lo que de ellas recuerdo,
trazados por pluma más avezada que la mía a esta
clase de estudios bastarían a bosquejar un curioso
cuadro de costumbres.
Como por todo equipaje no llevaba más que
un pequeño saco de noche, después de haberme
despedido de ustedes llegué a la estación del ferrocarril a punto de montar en el tren. Previo un ligero
saludo de cabeza dirigido a las pocas personas que
de antemano se encontraban en el coche y que
habían de ser mis compañeros de viaje, me acomodé en un rincón, esperando el momento de partir,
que no debía de tardar mucho, a juzgar por la precipitación de los rezagados, el ir y venir de los guardas de la vía y el incesante golpear de las portezuelas. La locomotora arrojaba ardientes y ruidosos
resoplidos, como un caballo de raza impaciente
hasta ver que cae al suelo la cuerda que lo detiene
en el hipódromo. De cuando en cuando una pequeña oscilación hacía crujir las coyunturas de acero
del monstruo; por último sonó la campana, el coche
hizo un brusco movimiento de delante atrás y de
atrás adelante, y aquella especie de culebra negra y
monstruosa partió arrastrándose por el suelo a lo
largo de los raíles y arrojando silbidos estridentes
que resonaban de una manera particular en el silencio de la noche. La primera sensación que se
experimenta al arrancar un tren es siempre insoportable. Aquel confuso rechinar de ejes, aquel crujir de
vidrios estremecidos, aquel fragor de ferretería ambulante, igual aunque en grado máximo, al que produce un simón desvencijado al rodar por una calle
mal empedrada, crispa los nervios, marea y aturde.
Verdad que en ese mismo aturdimiento hay algo de
la embriaguez de la carrera, algo de lo vertiginoso
que tiene todo lo grande; pero como quiera que
aunque mezclado con algo que place, hay mucho
que incomoda, también es cierto que hasta que
pasan algunos minutos y la continuación de las
impresiones embota la sensibilidad, no se puede
decir que se pertenece uno a sí mismo por completo.
Apenas hubimos andado algunos kilómetros, y cuando pude enterarme de lo que había a mi
alrededor, empecé a pasar revista a mis compañeros de coche; ellos, por su parte, creo que hacían
algo por el estilo, pues con más o menos disimulo
todos comenzamos a mirarnos unos a otros de los
pies a la cabeza.
Como dije antes, en el coche nos encontrábamos muy pocas personas. En el asiento que
hacia frente al que yo me había colocado, y sentada
de modo que los pliegues de su amplia y elegante
falda de seda me cubrían casi los pies, iba una joven como de diez y seis a diez y siete años, la cual,
a juzgar por la distinción de su fisonomía y ese no
sé qué aristocrático que se siente y no puede explicarse, debía de pertenecer a una clase elevada.
Acompañábala un aya, pues tal me pareció una
señora muy atildada y fruncida que ocupaba el
asiento inmediato, y que de cuando en cuando le
dirigía la palabra en francés para preguntarle cómo
se sentía, qué necesitaba, o advertirle de qué manera estaría más cómoda. La edad de aquella señora y el interés que se tomaba por la joven, pudieran
hacer creer que era su madre; pero, a pesar de
todo, yo notaba en su solicitud algo de afectado y
mercenario, que fue el dato de que desde luego
tuve en cuenta para clasificarla.
Haciendo vis-à-vis con el aya francesa y
medio enterrado entre los almohadones de un
rincón, como viajero avezado a las noches de ferrocarril, estaba un inglés alto y rubio como casi todos
los ingleses, pero más que ninguno grave, afeitado
y limpio. Nada más acabado y completo que su traje
de touriste; nada más curioso que sus mil cachivaches de viaje, todos blancos y relucientes; aquí la
manta escocesa, sujeta con sus hebillas de acero;
allá el paraguas y el bastón con su funda de vaqueta, terciada al hombro la cómoda y elegante bolsa
de piel de Rusia. Cuando volví los ojos para mirarle,
el inglés, desde todo lo alto de su deslumbradora
corbata blanca, paseaba una mirada olímpica sobre
nosotros, y luego que su pupila verde, dilatada y
redonda, se hubo empapado bien en los objetos,
entornó nuevamente los párpados, de modo que,
heridas por la luz que caía de lo alto, sus pestañas
largas y rubias se me antojaban a veces dos hilos
de oro que sujetaban por el cabo una remolacha,
pues no a otra cosa podía compararse su nariz.
Formando contraste con este seco y estirado gentleman, que, una vez entornados los ojos y bien
acomodado en su rincón, permanecía inmóvil como
una esfinge de granito, en el extremo opuesto del
coche, y ya poniéndose de pie, ya agachándose
para colocar una enorme sombrerera debajo del
asiento, o recostándose alternativamente de un lado
y de otro, como el que siente un dolor agudo y de
ningún modo se encuentra bien, bullía sin cesar un
señor de unos cuarenta años, saludable, mofletudo
y rechoncho, el cual señor, a lo que pude colegir por
sus palabras, vivía en un pueblo de los inmediatos a
Zaragoza, de donde nunca había salido sino a la
capital de su provincia, hasta que, con ocasión de
ciertos negocios propios del Ayuntamiento de que
formaba parte, había estado últimamente en la corte
como cosa de un mes.
Todo esto y mucho más, se lo dijo él solo
sin que nadie se lo preguntara, porque el bueno del
hombre era de lo más expansivo con que he topado
en mi vida, mostrando tal afán por enredar conversación sobre cualquier cosa, que no perdonaba
coyuntura.
Primero suplicó al inglés le hiciese el favor
de colocar un cestito con dos botellas en la bolsa
del coche que tenía más próxima; el inglés entreabrió los ojos, alargó una mano, y lo hizo sin contestar una sola palabra a las expresivas frases con que
le agradeciera el obsequio. De seguida se dirigió a
la joven para preguntarle si la señora que la acompañaba era su mamá. La joven le contestó que no
con una desdeñosa sobriedad de palabras. Después se encaró conmigo, deseando saber si seguiría hasta Pamplona: satisfice esta pregunta, y él,
tomando pie de mi contestación, dijo que se quedaba en Tudela; y a propósito de esto, habló de mil
cosas diferentes y todas a cual de menos importancia, sobre todo para los que le escuchábamos. Cansado de su desesperante monólogo o agotados los
recursos de su imaginación, nuestro buen hombre,
que por lo visto se fastidiaba a más no poder dentro
de aquella atmósfera glacial y afectada, tan de buen
tono entre personas que no se conocen, comenzó a
poco, sin duda para distraer su aburrimiento, una
serie de maniobras a cual más inconvenientes y
originales. Primero cantó un rato a media voz alguna de las habaneras que había oído en Madrid a la
criada de la casa de pupilos; después comenzó a
atravesar el coche de un extremo a otro, dando aquí
al inglés con el codo o pisando allí el extremo del
traje de las señoras para asomarse a las ventanillas
de ambos lados; por último, y ésta fue la broma más
pesada, dio en la flor de bajar los cristales en cada
una de las estaciones para leer en alta voz el nombre del pueblo, pedir agua o preguntar los minutos
que se detendría el tren. En unas y otras, ya nos
encontrábamos cerca de Medinaceli, y la noche se
había entrado fría, anubarrada y desagradable; de
modo que cada vez que se abría una de las portezuelas, se estaba en peligro inminente de coger un
catarro. El inglés, que hubo de comprenderlo así, se
envolvió silenciosamente en su magnífica manta
escocesa; la joven, por consejo del aya, que se lo
dijo en alta voz, se puso un abrigo; yo, a falta de
otra cosa, me levanté el cuello del gabán y hundí
cuanto pude la cabeza entre los hombros. Nuestro
hombre sin embargo, prosiguió impertérrito practicando la misma peligrosa operación tantas veces
cuantas paraba el tren, hasta que al cabo, no sé si
cansado de este ejercicio o advertido de la escena
muda de arropamiento general que se repetía tantas veces cuantas él abría la ventanilla, cerró con
aire de visible mal humor los cristales, tornando a
echarse en su rincón donde a los pocos minutos
roncaba como un bendito, amenazando aplastarme
la nariz con la coronilla en uno de aquellos bruscos
vaivenes que de cuando en cuando le hacían salir
sobresaltado de su modorra para restregarse los
ojos, mirar el reloj y volverse a dormir de nuevo. El
peso de las altas horas de la noche comenzaba a
dejarse sentir. En el vangón reinaba un silencio
profundo, interrumpido sólo por el eterno y férreo
crujir del tren y algún que otro resoplido de nuestro
amodorrado compañero, que alternaba en esta
tarea con la máquina.
El inglés se durmió también; pero se durmió
grave y dignamente sin mover pie ni mano, como si
a pesar del letargo que le embargaba tuviese la
conciencia de su posición. El aya comenzó a cabecear un poco, acabando por bajar el velo de su capota oscura y dormirse en estilo semiserio. Quedamos, pues, desvelados como las vírgenes prudentes de la parábola, tan sólo la joven y yo. A decir
verdad, yo también me hubiera rendido al peso del
aturdimiento y a las fatigas de la vigilia si hubiese
tenido la seguridad de mantenerme en mi sueño en
una actitud, si no tan grave como la del inmóvil gentleman, al menos no tan grotesca como la del buen
regidor aragonés, que ora dejándose caer la gorra
de una cabezada, ora roncando como un órgano o
balbuceando palabras ininteligibles, ofrecía el espectáculo más chistoso que imaginarse puede. Para
despabilarme un poco resolví dirigir la palabra a la
joven; pero por una parte temía cometer una indiscreción, mientras por otra; y no era esto lo menos
para permanecer callado, no sabía como empezar.
Entonces volví los ojos, que había tenido clavados
en ella con alguna insistencia, y me entretuve en ver
pasar a través de los cristales, y sobre una faja de
terreno oscuro y monótono, ya las blancas nubes de
humo y de chispas que se quedaban al paso de la
locomotora rozando la tierra y como suspendidas e
inmóviles, ya los palos del telégrafo, que parecían
perseguirse y querer alcanzarse unos a otros lanza-
dos a una carrera fantástica. No obstante, la
aproximación de aquella mujer hermosa que yo
sentía aun sin mirarla, el roce de su falda de seda
que tocaba a mis pies y crujía a cada uno de sus
movimientos, el sopor vertiginoso del incesante
ruido, la languidez del cansancio, la misteriosa embriaguez de las altas horas de la noche, que pesan
de una manera tan particular sobre el espíritu, comenzaron a influir en mi imaginación, ya sobreexcitada extrañamente.
Estaba despierto, pero mis ideas iban poco
a poco tomando esa forma extravagante de los ensueños de la mañana, historias sin principio ni fin,
cuyos eslabones de oro se quiebran con un rayo de
enojosa claridad y vuelven a soldarse apenas se
corren las cortinas del lecho. La vista se me fatigaba
de ver pasar, eterna, monótona y oscura como un
mar de asfalto, la línea del horizonte, que ya se
alzaba, ya se deprimía, imitando el movimiento de
las olas. De cuando en cuando dejaba caer la cabeza sobre el pecho, rompía el hilo de las historias
extraordinarias que iba fingiendo en la mente y entornaba los ojos; pero apenas los volvía a abrir encontraba siempre delante de ellos a aquella mujer, y
tornaba a mirar por los cristales; y tornaba a soñar
imposibles. Yo he oído decir a muchos, y aun la
experiencia me ha enseñado un poco, que hay
horas peligrosas, horas lentas y cargadas de extraños pensamientos y de una voluptuosa pesadez,
contra la que es imposible defenderse: en esas
horas, como cuando nos turban la cabeza los vapores del vino, los sonidos se debilitan y parece que
se oyen muy distantes, los objetos se ven como
velados por una gasa azul, y el deseo presta audacia al espíritu, que recobra para sí todas las fuerzas
que pierde la materia. Las horas de la madrugada,
esas horas que deben tener más minutos que las
demás, esas horas en que entre el caos de la noche
comienza a forjarse el día siguiente, en que el sueño se despide con su última visión y la luz se anuncia con ráfagas de claridad incierta, son sin duda
alguna, las que en más alto grado reúnen semejantes condiciones. Yo no sé el tiempo que trascurrió
mientras a la vez dormía y velaba, ni tampoco me
sería fácil apuntar algunas de las fantásticas ideas
que cruzaron por mi imaginación, porque ahora sólo
recuerdo cosas desasidas y sin sentido, como esas
notas sueltas de una música lejana que trae el viento a intervalos en ráfagas sonoras: lo que sí puedo
asegurar es que gradualmente se fueron embotando mis sentidos, hasta el punto que cuando un gran
estremecimiento, una bocanada de aire frío y la voz
del guarda de la vía me anunciaron que estaba en
Tudela, no supe explicarme cómo me encontraba
tan pronto en el término de la primera parte de mi
peregrinación.
Era completamente de día, y por la ventanilla del coche, que había abierto de par en par el
señor gordo, entraban a la vez el sol rojizo y el aire
fresco de la mañana. Nuestro regidor aragonés que
por lo que podía colegirse no veía la hora de dejar
tan poco agradable reunión, apenas se convenció
de que estábamos en Tudela, torciose la capa al
hombro, cogió en una mano su sombrerera monstruo, en la otra el cesto, y saltó al andén con una
agilidad que nadie hubiera sospechado en sus años
y en su gordura. Yo torné asimismo el pequeño
saco, que era todo mi equipaje; dirigí una última
mirada a aquella mujer a quien acaso no volvería a
ver más y que había sido la heroína de mi novela de
una noche, y después de saludar a mis compañeros, salí del vagón buscando a un chico que llevase
aquel bulto y me condujese a una fonda cualquiera.
Tudela es un pueblo grande, con ínfulas de
ciudad, y el parador adonde me condujo mi guía,
una posada con ribetes de fonda. Senteme y almorcé; por fortuna, si el almuerzo no fue gran cosa,
la mesa y el servicio estaban limpios. Hagamos esta
justicia a la navarra que se encuentra al frente del
establecimiento. Aún no había tomado los postres,
cuando el campanilleo de las colleras, los chasquidos del látigo y las voces del zagal que enganchaba
las mulas, me anunciaron que el coche de Tarazona
iba a salir muy pronto. Acabé deprisa y corriendo de
tomar una taza de café bastante malo y clarito por
más señas, y ya se oían los gritos de ¡al coche, al
coche! unidos a las despedidas en alta voz, al ir y
venir de los que colocaban los equipajes en la baca,
y las advertencias mezcladas de interjecciones del
mayoral, que dirigía las maniobras desde el pescante como un piloto desde la popa de su buque.
La decoración había cambiado por completo, y nuevos y característicos personajes se encontraban en escena. En primer término, y unos recostados contra la pared, otros sentados en los marmolillos de las esquinas o agrupados en derredor del
coche, veíanse hasta quince o veinte desocupados
del lugar para quienes el espectáculo de una diligencia que entra o sale es todavía un gran acontecimiento. Al pie del estribo algunos muchachos,
desarrapados y sucios, abrían con gran oficiosidad
las portezuelas, pidiendo indirectamente una limosna, y en el interior del ómnibus, pues éste era pro-
piamente el nombre que debiera darse al vehículo
que iba a conducirnos a Tarazona, comenzaban a
ocupar sus asientos los viajeros. Yo fui uno de los
primeros en colocarme en mi sitio al lado de las dos
mujeres, madre e hija, naturales de un pueblo cercano, y que venían de Zaragoza, a donde, según
me dijeron, habían ido a cumplir no sé qué voto a la
Virgen del Pilar: la muchacha tenía los ojos retozones, y de la madre se conservaba todo lo que a los
cuarenta y pico de años puede conservarse de una
buena moza. Tras mí entró un estudiante del seminario, a quien no hubo de parecer saco de paja la
muchacha, pues viendo que no podía sentarse junto
a ella, porque ya lo había hecho yo, se compuso de
modo que en aquellas estrecheces se tocasen rodilla con rodilla. Siguieron al estudiante otros dos
individuos del sexo feo, de los cuales el primero
parecía militar en situación de reemplazo, y el segundo uno de esos pobres empleados de poco
sueldo, a quienes a cada instante trasiega el ministerio de una provincia a otra. Ya estábamos todos, y
cada uno en su lugar correspondiente, y dándonos
el parabién porque íbamos a estar un poco holgados, cuando apareció en la portezuela, y como un
retrato dentro de su moldura, la cabeza de un clérigo entrado en edad, pero guapote, y de buen color,
al que acompañaba una ama o dueña, como por
aquí es costumbre llamarles, que en punto a cecina
de mujer era de lo mejor conservado y apetitoso a la
vista que yo he encontrado de algún tiempo a esta
parte.
Sintieron unos y se alegraron otros de la
llegada de los nuevos compañeros, siendo de los
segundos el escolar, el cual encontró ocasión de
encajarse más estrechamente con su vecina de
asiento, mientras hacía un sitio al ama del cura, sitio
pequeño para el volumen que había de ocuparlo,
aunque grande por la buena voluntad con que se le
ofrecía. Sentose el ama, acomodose el clérigo, y ya
nos disponíamos a partir, cuando, como llovido del
cielo o salido de los profundos, hete aquí que se
nos aparece mi famoso hombre gordo del ferrocarril,
con su imprescindible cesto y su monstruosa sombrerera. Referir las cuchufletas, las interjecciones,
las risas y los murmullos que se oyeron a su llegada, sería asunto imposible, como tampoco es fácil
recordar las maniobras de cada uno de los viajeros
para impedir que se acomodase a su lado. Pero
aquél era el elemento de nuestro hombre gordo: allí
donde se reía, se empujaba, y unos manoteando,
otros impasibles, todos hablaban a un tiempo, se
encontraba el buen regidor como el pez en el agua
o el pájaro en el aire. A las cuchufletas respondía
con chanzas; a las interjecciones, encogiéndose de
hombros, y a los envites de codos, con codazos, de
manera que a los pocos minutos ya estaba sentado
y en conversación con todos, como si los conociese
de antigua fecha. En esto partió el coche, comenzando ese continuo vaivén al compás del trote de
las mulas, las campanillas del caballo delantero, el
saltar de los cristales, el revolotear de los visillos y
los chasquidos del látigo del mayoral, que constituyen el fondo de armonía de una diligencia en marcha. Las torres de Tudela desaparecieron detrás de
una loma bordada de viñedos y olivares. Nuestro
hombre gordo, apenas se vio engolfado camino
adelante y en compañía tan franca, alegre y de su
gusto, desenvainó del cesto una botella y la merienda correspondiente para echar un trago. Dada la
señal del combate, el fuego se hizo general en toda
la línea, y unos de la fiambrera de hoja de lata, otros
de un canastillo o del número de un periódico, cada
cual sacó su indispansable tortilla de huevos con
variedad de tropezones. Primero la botella, y cuando ésta se hubo apurado, una bota de media azumbre del seminarista, comenzaron a andar a la ronda
por el coche. Las mujeres, aunque se excusaban
tenazmente, tuvieron que humedecerse la boca con
el vino; el mayoral, dejando el cuidado de las mulas
al delantero, sentose de medio ganchete en el pescante y formó parte del corro, no siendo de los más
parcos en el beber; yo, aunque con nada había
contribuido al festín, también tuve que empinar el
codo más de lo que acostumbro.
A todo esto no cesaba el zarandeo del carruaje; de modo que con el aturdimiento del vinillo,
el continuo vaivén, el tropezón de codos y rodillas,
las risotadas de éstos, el gritar de aquéllos, las palabritas a media voz de los de más allá, un poco de
sol enfilado a los ojos por las ventanillas y un bastante de polvo del que levantaban las mulas, las tres
horas de camino que hay desde Tarazona a Tudela
pasaron entre gloria y purgatorio, ni tan largas que
me dieran lugar a desesperarme, ni tan breves que
no viera con gusto el término de mi segunda jornada.
En Tarazona nos apeamos del coche entre
una doble fila de curiosos, pobres y chiquillos. Despedímonos cordialmente los unos de los otros, volví
a encargar a un chicuelo de la conducción de mi
equipaje y me encaminé al azar por aquellas calles
estrechas, torcidas y oscuras, perdiendo de vista, tal
vez para siempre, a mi famoso regidor, que había
empezado por fastidiarme, concluyendo al fin por
hacerme feliz con su eterno buen humor, su incansable charla y su inquietud increíble en una persona
de su edad y su volumen. Tarazona es una ciudad
pequeña y antigua; más lejos del movimiento que
Tudela, no se nota en ella el mismo adelanto, pero
tiene un carácter más original y artístico. Cruzando
sus calles con arquillos y retablos, con caserones
de piedra llenos de escudos y timbres heráldicos,
con altas rejas de hierro de labor exquisita y extraña, hay momentos en que se cree uno transportado
a Toledo, la ciudad histórica por excelencia.
Al fin, después de haber discurrido un rato
por aquel laberinto de calles, llegamos a la posada,
que posada era con todos los accidentes y el carácter de tal el sitio a que me condujo mi guía. Figúrense ustedes un medio punto de piedra carcomida y
tostada en cuya clave luce un escudo con un casco
que en vez de plumas tiene en la cimera una pomposa mata de jaramagos amarillos, nacida entre las
hendiduras de los sillares; junto al blasón de los que
fueron un día señores de aquella casa solariega,
hay un palo, con una tabla en la punta a guisa de
banderola, en que se lee con grandes letras de
almagre el título del establecimiento; el nudoso y
retorcido tronco de una parra que comienza a reto-
ñar, cubre de hojas verdes, transparentes e inquietas, un ventanuquillo abierto en el fondo de una
antigua ojiva rellena de argamasa y guijarros de
colores; a los lados del portal sirven de asiento algunos trozos de columnas, sustentados por rimeros
de ladrillos o capiteles rotos y casi ocultos entre las
yerbas que crecen al pie del muro, en el cual, entre
remiendos y parches de diferentes épocas, unos
blancos y brillantes aún, otros con oscuras manchas
de ese barniz particular de los años, se ven algunas
estaquillas de madera clavadas en las hendiduras.
Tal se ofreció a mis ojos el exterior de la posada; el
interior no parecía menos pintoresco.
A la derecha, y perdiéndose en la media luz
que penetraba de la calle, veíase una multitud de
arcos chatos y macizos que se cruzaban entre sí,
dejando espacio en sus huecos a una larga fila de
pesebres, formados de tablas mal unidas al pie de
los postes, y diseminados por el suelo, tropezábase
aquí con las enjalmas de una caballería, allá con
unos cuantos pellejos de vino o gruesas sacas de
lana, sobre las que merendaban, sentados en corro
y con el jarro en primer lugar, algunos arrieros y
trajinantes.
En el fondo, y caracoleando, pegada a los
muros o sujeta con puntales, subía a las habitaciones interiores una escalerilla empinada y estrecha,
en cuyo hueco, y revolviendo un haz de paja, picoteaban los granos perdidos hasta una media docena
de gallinas; la parte de la izquierda, a la que daba
paso un arco apuntado y ruinoso, dejaba ver un
rincón de la cocina iluminado por el resplandor rojizo y alegre del hogar, en donde formaban un gracioso grupo la posadera, mujer frescota y de buen
temple, aunque entrada en años, una muchacha
vivaracha y despierta como de quince a diez y seis,
y cuatro o cinco chicuelos rubios y tiznados, amén
de un enorme gato rucio y dos o tres perros que se
habían dormido al amor de la lumbre.
Después de dar un vistazo a la posada, hice
presente al posadero el objeto que en su busca me
traía, el cual estaba reducido a que me pusiese en
contacto con alguien que me quisiera ceder una
caballería para trasladarme a Veruela, punto al que
no se puede llegar de otro modo.
Hízolo así el posadero, ajusté el viaje con
unos hombres que habían venido a vender carbón
de Purujosa y se tornaban de vacío, y héteme aquí
otra vez en marcha y camino del Moncayo, atalaja-
do en una mula como en los buenos tiempos de la
Inquisición y del absoluto. Cuando me vi en mitad
del camino, entre aquellas subidas y bajadas tan
escabrosas, rodeado de los caborneros, que marchaban a pie a mi lado cantando una canción monótona y eterna; delante de mis ojos la senda, que
parecía una culebra blancuzca e interminable que
se alejaba enroscándose por entre las rocas, desapareciendo aquí y tornando a aparecer más allá, y
a un lado y otro los horizontes inmóviles y siempre
los mismos, figurábaseme que hacía un año me
había despedido de ustedes, que Madrid se había
quedado en el otro cabo del mundo, que el ferrocarril que vuela, dejando atrás las estaciones y los
pueblos, salvando los ríos y horadando las montañas, era un sueño de la imaginación o un presentimiento de lo futuro. Como la verdad es que yo
fácilmente me acomodo a todas las cosas, pronto
me encontré bien con mi última manera de caminar,
y dejando ir a la mula a su paso lento y uniforme,
eché a volar la fantasía por los espacios imaginarios, para que se ocupase en la calma y en la frescura sombría de los sotos de álamos que bordan el
camino, en la luminosa serenidad del cielo, o saltase, como salta el ligero montañés, de peñasco en
peñasco, por entre las quiebras del terreno, ora
envolviéndose como en una gasa de plata en la
nube que viene rastrera, ora mirando con vertiginosa emoción el fondo de los precipicios por donde va
el agua, unas veces ligera, espumosa y brillante, y
otras sin ruido, sombría y profunda.
Como quiera que cuando se viaja así, la
imaginación desasida de la materia tiene espacio y
lugar para correr volar y juguetear como una loca
por donde mejor le parece, el cuerpo, abandonado
del espíritu, que es el que lo percibe todo, sigue
impávido su camino hecho un bruto y atalajado como un pellejo de aceite, sin darse cuenta de sí mismo, ni saber si se cansa o no. En esta disposición
de ánimo anduvimos no sé cuántas horas, porque
ya no tenía ni conciencia del tiempo, cuando un
airecillo agradable, aunque un poco fuerte, me
anunció que habíamos llegado a la más alta de las
cumbres que por la parte de Tarazona rodean el
valle, término de mis peregrinaciones. Allí, después
de haberme apeado de la caballería para seguir a
pie el poco camino que me faltaba, pude exclamar
como los Cruzados a la vista de la ciudad santa:
Ecco apparir Gerusalem si vede
En efecto, en el fondo del melancólico y silencioso valle, al pie de las últimas ondulaciones del
Moncayo, que levantaba sus aéreas cumbres coronadas de nieve y de nubes, medio ocultas entre el
follaje oscuro de sus verdes alamedas y heridas por
la última luz del sol poniente, vi las vetustas murallas y las puntiagudas torres del monasterio, en
donde ya instalado en una celda, y haciendo una
vida mitad por mitad literaria y campestre, espera
vuestro compañero y amigo recobrar la salud, si
Dios es servido de ello, y ayudaros a soportar la
pesada carga del periódico en cuanto la enfermedad y su natural propensión a la vagancia se lo
permitan.
Carta segunda
Queridos amigos: Si me vieran ustedes en
algunas ocasiones con la pluma en la mano y el
papel delante, buscando un asunto cualquiera para
emborronar catorce o quince cuartillas, tendrían
lástima de mí. Gracias a Dios que no tengo la perniciosa, cuanto fea costumbre, de morderme las uñas
es caso de esterilidad, pues hasta tal punto me encuentro apurado e irresoluto en estos trances, que
ya sería cosa de haberme comido la primera falange de los dedos. Y no es precisamente porque se
hayan agotado de tal modo mis ideas, que registrando en el fondo de la imaginación, en donde andan enmarañadas e indecisas, no pudiese topar con
alguna y traerla, a ser preciso, por la oreja, como
dómine de lugar a muchacho travieso. Pero no basta tener una idea; es necesario despojarla de su
extraña manera de ser, vestirla un poco al uso para
que esté presentable, aderezarla y condimentarla,
en fin, a propósito, para el paladar de los lectores de
un periódico, político por añadidura. Y aquí está lo
espinoso del caso, aquí la gran dificultad.
Entre los pensamientos que antes ocupaban mi imaginación y los que aquí han engendrado
la soledad y el retiro, se ha trabado una lucha titáni-
ca, hasta que, por último, vencidos los primeros por
el número y la intensidad de sus contrarios, han ido
a refugiarse no sé dónde, porque yo los llamo y no
me contestan, los busco y no parecen. Ahora bien:
lo que se siente y se piensa aquí en armonía con la
profunda calma y el melancólico recogimiento de
estos lugares, ¿podrá encontrar un eco en los que
viven en ese torbellino de intereses opuestos, de
pasiones sobreexcitadas, de luchas continuas que
se llama la Corte?
Yo juzgo de la impresión que pueden hacer
ideas que nacen y se desarrollan en la austera soledad de estos claustros, por la que a su vez me
producen las que ahí hierven y de las cuales diariamente me trae El Contemporáneo como un
abrasado soplo. Al periódico que todas las mañanas
encontramos en Madrid sobre la mesa del comedor
o en el gabinete de estudio, se le recibe como a un
amigo de confianza que viene a charlar un rato,
mientras se hace hora de almorzar con la ventaja de
que si saboreamos un veguero, mientras él nos
refiere, comentándola, la historia del día de ayer, ni
siquiera hay necesidad de ofrecerle otro, como al
amigo. Y esa historia de ayer que nos refiere, hasta
cierto punto la historia de nuestros cálculos, de
nuestras simpatías o de nuestros intereses; de mo-
do que su lenguaje apasionado, sus frases palpitantes, suelen hablar a un tiempo a nuestra cabeza, a
nuestro corazón y a nuestro bolsillo: en unas ocasiones repite lo que ya hemos pensado, y nos complace hallarle acorde con nuestro modo de ver;
otras nos dice la última palabra de algo que comenzábamos a adivinar, o nos da el tema en armonía con las vibraciones de nuestra inteligencia
para proseguir pensando. Tan íntimamente está
enlazada su vida intelectual con la nuestra; tan una
es la atmósfera en que se agitan nuestras pasiones
y las suyas. Aquí, por el contrario, todo parece
conspirar a un fin diverso. El periódico llega a los
muros de este retiro como uno de esos círculos que
se abren en el agua cuando se arroja una piedra, y
que poco a poco se van debilitando a medida que
se alejan del punto de donde partieron, hasta que
vienen a morir en la orilla con un rumor apenas perceptible. El estado de nuestra imaginación, la soledad que nos rodea, hasta los accidentes locales
parecen contribuir a que sus palabras suenen de
otro modo en el oído. Juzgad si no por lo que a mí
me sucede.
Todas las tardes, y cuando el sol comienza
a caer, salgo al camino que pasa por delante de las
puertas del monasterio para aguardar al conductor
de la correspondencia que me trae los periódicos de
Madrid. Frente al arco que da entrada al primer
recinto de la abadía, se extiende una larga alameda
de chopos tan altos que, cuando agita las ramas el
viento de la tarde, sus copas se unen y forman una
inmensa bóveda de verdura. Por ambos lados del
camino, y saltando y cayendo con un murmullo apacible por entre las retorcidas raíces de los árboles,
corren dos arroyos de agua cristalina y transparente, fría como la hoja de una espada y delgada como
su filo. El terreno sobre el cual flotan las sombras de
los chopos, salpicadas de manchas inquietas y luminosas, está a trechos cubierto de una yerba alta,
espesa y finísima, entre la que nacen tantas margaritas blancas, que semejan a primera vista esa lluvia
de flores con que alfombran el suelo los árboles
frutales en los templados días de abril. En los ribazos, y entre los zarzales y los juncos del arroyo;
crecen las violetas silvestres, que, aunque casi ocultas entre sus rastreras hojas, se anuncian a gran
distancia con su intenso perfume; y, por último,
también cerca del agua y formando como un segundo término, déjase ver por entre los huecos que
quedan de tronco a tronco una doble fila de nogales
corpulentos con sus copas redondas, compactas y
oscuras.
Como a la mitad de esta alameda deliciosa,
y en un punto en que varios olmos dibujan un círculo pequeño, enlazando entre sí sus espesas ramas,
que recuerdan, al tocarse en la altura, la cúpula de
un santuario; sobre una escalinata formada de
grandes sillares de granito, por entre cuyas hendiduras nacen y se enroscan los tallos y las flores
trepadoras, se levanta gentil, artística y alta, casi
como los árboles, una cruz de mármol, que, merced
a su color, es conocida en estas cercanías por la
Cruz negra de Veruela. Nada más hermosamente
sombrío que este lugar. Por un extremo del camino
limita la vista el monasterio con sus arcos ojivales,
sus torres puntiagudas y sus muros almenados e
imponentes; por el otro, las ruinas de una pequeña
ermita se levantan al pie de una eminencia sembrada de tomillos y romeros en flor. Allí, sentado al pie
de la cruz, y teniendo en las manos un libro que casi
nunca leo, y que muchas veces dejo olvidado en las
gradas de piedra, estoy una o dos y a veces hasta
cuatro horas aguardando el periódico. De cuando
en cuando veo atravesar a lo lejos una de esas
figuras aisladas que se colocan en un paisaje para
hacer sentir mejor la soledad del sitio. Otras veces,
exaltada la imaginación, creo distinguir confusamente, sobre el fondo oscuro del follaje, a los monjes
blancos que van y vienen silenciosos alrededor de
su abadía, o a una muchacha de la aldea que pasa
por ventura al pie de la cruz con un manojo de flores
en el halda, se arrodilla un momento y deja un lirio
azul sobre los peldaños. Luego, un suspiro que se
confunde con el rumor de las hojas; después..., ¡qué
sé yo!..., escenas sueltas de no sé qué historia que
yo he oído o que inventaré algún día; personajes
fantásticos, que, unos tras otros; van pasando ante
mi vista, y de los cuales cada uno me dice una palabra o me sugiere una idea: ideas y palabras que
más tarde germinarán en mi cerebro y acaso den
fruto en el porvenir.
La aproximación del correo viene siempre a
interrumpir una de estas maravillosas historias. En
el profundo silencio que me rodea, el lejano rumor
de los pasos de su caballo que cada vez se percibe
más distinto, lo anuncia a larga distancia; por fin
llega a donde estoy, saca el periódico de la bolsa de
cuero que trae terciada al hombro, me lo entrega, y
después de cambiar algunas palabras o un saludo,
desaparece por el extremo opuesto del camino que
trajo.
Como lo he visto nacer, como desde que vino al mundo he vivido con su vida febril y apasiona-
da, El Contemporáneo no es para mí un papel como
otro cualquiera, sino que sus columnas son ustedes
todos, mis amigos, mis compañeros de esperanzas
o desengaños, de reveses o de triunfos, de satisfacciones o de amarguras. La primera impresión
que siento, pues, al recibirle, es siempre una impresión de alegría, como la que se experimenta al romper la cubierta de una carta en cuyo sobre hemos
visto una letra querida, o como cuando en un país
extranjero se estrecha la mano de un compatriota y
se oye hablar el idioma nativo. Hasta el olor particular del papel húmedo y la tinta de imprenta, olor
especialísimo que por un momento viene a sustituir
el perfume de las flores que aquí se respira por
todas partes, parece que hiere la memoria del olfato, memoria extraña y viva que indudablemente
existe, y me trae un pedazo de mi antigua vida; de
aquella inquietud, de aquella actividad, de aquella
fiebre fecunda del periodismo. Recuerdo el incesante golpear y crujir de la máquina que multiplicaba
por miles las palabras que acabábamos de escribir
y que salían aún palpitando de la pluma; recuerdo el
afán de las últimas horas de redacción, cuando la
noche va de vencida y el original escasea; recuerdo,
en fin, las veces que nos ha sorprendido el día corrigiendo un artículo o escribiendo una noticia última
sin hacer más caso de las poéticas bellezas de la
alborada que de la carabina de Ambrosio. En Madrid, y para nosotros en particular, ni sale ni se pone
el sol: se apaga o se enciende la luz, y es por la
única cosa que lo advertimos.
Al fin rompo la faja del periódico, y comienzo a pasar la vista por sus renglones hasta que
gradualmente me voy engolfando en su lectura, y ya
ni veo ni oigo nada de lo que se agita a mi alrededor. El viento sigue suspirando entre las copas de
los árboles, el agua sonriendo a mis pies, y las golondrinas, lanzando chillidos agudos, pasan sobre
mi cabeza; pero yo, cada vez más absorto y embebido con las nuevas ideas que comienzan a despertarse a medida que me hieren las frases del diario,
me juzgo transportado a otros sitios y a otros días.
Paréceme asistir de nuevo a la Cámara, oír los discursos ardientes, atravesar los pasillos del Congreso, donde entre el animado cuchicheo de los grupos
se forman las futuras crisis; y luego veo las secretarias de los ministerios en donde se hace la política
oficial; las redacciones donde hierven las ideas que
han de caer al día siguiente como la piedra en el
lago, y los círculos de la opinión pública que comienzan en el casino, siguen en las mesas de los
cafés y acaban en los guardacantones de las calles.
Vuelvo a seguir con interés las polémicas acaloradas, vuelvo a reanudar el roto hilo de las intrigas, y
ciertas fibras embotadas aquí, las fibras de las pasiones violentas, la inquieta ambición, el ansia de
algo más perfecto, el afán de hallar la verdad escondida a los ojos humanos, tornan a vibrar nuevamente y a encontrar en mi alma un eco profundo.
«El Diario Español, El Pensamiento o La Iberia,
hablan de esto, afirman aquello o niegan lo de más
allá», dice El Contemporáneo; y yo sin saber apenas dónde estoy, tiendo las manos para cogerlos,
creyendo que están allí a mi alcance, como si me
encontrara sentado a le mesa de la redacción.
Pero esa tromba de pensamientos tumultuosos, que pasan por mi cabeza como una nube de
tronada, se desvanecen apenas nacidos. Aún no he
acabado de leer las primeras columnas del periódico, cuando el último reflejo del sol, que dobla lentamente la cumbre del Moncayo, desaparece de la
más alta de las torres del monasterio, en cuya cruz
de metal llamea un momento antes de extinguirse.
Las sombras de los montes bajan a la carrera y se
extienden por la llanura; la luna comienza a dibujarse en el Oriente como un círculo de cristal que
transparenta el cielo, y la alameda se envuelve en la
indecisa luz del crepúsculo. Ya es imposible conti-
nuar leyendo. Aún se ven por una parte y entre los
huecos de las ramas chispazos rojizos del sol poniente, y por la otra una claridad violada y fría. Poco
a poco comienzo a percibir otra vez, semejante a
una armonía confusa, el ruido de las hojas y el
murmullo del agua, fresco, sonoro y continuado, a
cuyo compás vago y suave vuelven a ordenarse las
ideas y se van moviendo con más lentitud en una
danza cadenciosa, que languidece al par de la
música, hasta que por último se aguzan unas tras
otras como esos puntos de luz apenas perceptibles
que de pequeños nos entreteníamos en ver morir en
las pavesas de un papel quemado. La imaginación
entonces, ligera y diáfana; se mece y flota al rumor
del agua, que la arrulla como una madre arrulla a un
niño. La campana del monasterio, la única que ha
quedado colgada en su ruinosa torre bizantina, comienza a tocar la oración, y una cerca, otra lejos,
éstas con una vibración metálica y aguda, aquéllas
con un tañido sordo y triste, les responden las otras
campanas de los lugares del Somontano. De estos
pequeños lugares, unos están en las puntas de las
rocas colgados como el nido de una águila, y otros
medio escondidos en las ondulaciones del monte o
en lo más profundo de los valles. Parece una armonía que a la vez baja del cielo y sube de la tierra,
y se confunde y flota en el espacio, mezclándose al
último rumor del día que muere el primer suspiro de
la noche que nace.
Ya todo pasó, Madrid, la política, las luchas
ardientes, las miserias humanas, las pasiones, las
contrariedades, los deseos, todo se ha ahogado en
aquella música divina. Mi alma está ya tan serena
como el agua inmóvil y profunda. La fe en algo más
grande, en un destino futuro y desconocido, más
allá de esta vida, la fe de la eternidad, en fin, aspiración absorbente, única e inmensa, mata esa fe al
por menor que pudiéramos llamar personal, la fe en
el mañana, especie de aguijón que espolea los
espíritus irresolutos, y que tanto se necesita para
luchar y vivir y alcanzar cualquier cosa en la tierra.
Absorto en estos pensamientos doblo el periódico y me dirijo a mi habitación. Cruzo la sombría
calle de árboles y llego a la primera cerca del monasterio, cuya dantellada silueta se destaca por
oscuro sobre el cielo en un todo semejante a la de
un castillo feudal; atravieso el patio de armas con
sus arcos redondos y timbrados, sus bastiones llenos de saeteras y coronados de almenas puntiagudas, de las cuales algunas yacen en el foso, medio
ocultas entre los jaramagos y los espinos. Entre dos
cubos de muralla, altos, negros e imponentes, se
alza la torre que da paso al interior; una cruz clavada en la punta indica el carácter religioso de aquel
edificio, cuyas enormes puertas de hierro y muros
fortísimos, más parece que deberían guardar soldados que monjes.
Pero apenas las puertas se abren rechinando sobre sus goznes enmohecidos, la abadía aparece con todo su carácter. Una larga fila de olmos,
entre los que se elevan algunos cipreses, deja ver
en el fondo la iglesia bizantina con su portada semicircular llena de extrañas esculturas, por la derecha
se extiende la remendada tapia de un huerto, por
encima de la cual asoman las copas de los árboles,
y a la izquierda se descubre el palacio abacial, severo y majestuoso en medio de su sencillez. Desde
este primer recinto se pasa al inmediato por un arco
de medio punto, después del cual se encuentra el
sitio donde en otro tiempo estuvo el enterramiento
de los monjes. Un arroyuelo, que luego desaparece
y se oye gemir por debajo de tierra, corre al pie de
tres o cuatro árboles viejos y nudosos: a un lado se
descubre el molino medio agazapado entre unas
ruinas, y más allá, oscura como la boca de una cueva, la portada monumental del claustro con sus
pilastras platerescas llenas de hojarascas, bichos,
ángeles, cariátides y dragones de granito que sostienen emblemas de la Orden, mitras y escudos.
Siempre que atravieso este recinto cuando
la noche se aproxima y comienza a influir en la imaginación con su alto silencio y sus alucinaciones
extrañas, voy pisando quedo y poco a poco las sendas abiertas entre los zarzales y las yerbas parásitas, como temeroso de que al ruido de mis pasos
despierte en sus fosas y levante la cabeza alguno
de los monjes que duermen allí el sueño de la eternidad. Por último, entro en el claustro; donde ya
reina una oscuridad profunda: la llama del fósforo
que enciendo para atravesarlo vacila agitada por el
aire, y los círculos de luz que despide luchan trabajosamente con las tinieblas. Sin embargo, a su incierto resplandor, pueden distinguirse las largas
series de ojivas, festoneadas de hojas de trébol, por
entre las que asoman, con una mueca muda y
horrible, esas mil fantásticas y caprichosas creaciones de la imaginación que el arte misterioso de la
Edad Media dejó grabadas en el granito de sus
basílicas: aquí un endriago que se retuerce por una
columna y saca su deforme cabeza por entre la
hojarasca del capitel; allí un ángel que lucha con un
demonio y entre los dos soportan la recaída de un
arco que se apunta al muro; más lejos, y sombrea-
das por el batiente oscuro del lucillo que las contiene, las urnas de piedra donde bien con la mano en
el montante o revestidas de la cogulla, se ven las
estatuas de los guerreros y abades más ilustres que
han patrocinado este monasterio o lo han enriquecido con sus dones.
Los diferentes y extraordinarios objetos que
unos tras otros van hiriendo la imaginación, la impresionan de una manera tan particular, que cuando, después de haber discurrido por aquellos patios
sombríos, aquellas alamedas misteriosas y aquellos
claustros imponentes penetro al fin en mi celda y
desdoblo otra vez El Contemporáneo para proseguir
su lectura, paréceme que está escrito en un idioma
que no entiendo. Bailes, modas, el estreno de una
comedía, un libro nuevo, un cantante extraordinario,
una comida en la embajada de Rusia, la compañía
de Price, la muerte de un personaje, los clownes,
los banquetes políticos, la música, todo revuelto:
una obra de caridad con un crimen, un suicidio con
una boda, un entierro con una función de toros extraordinaria.
A esta distancia y en este lugar me parece
mentira que existe aún ese mundo que yo conocía,
el mundo del Congreso y las redacciones, del casi-
no y de los teatros, del Suizo y de la Fuente Castellana, y que existe tal como yo le dejé, rabiando y
divirtiéndose, hoy en una broma, mañana en un
funeral, todos deprisa, todos cosechando esperanzas y decepciones, todos corriendo detrás de una
cosa que no alcanzan nunca, hasta que corriendo
den en uno de esos lazos silenciosos que nos va
tendiendo la muerte, y desaparezcan como por escotillón con una gacetilla por epitafio.
Cuando me asaltan estas ideas, en vano
hago esfuerzos por templarme como ustedes y entrar a compás de la danza. No oigo la música que
lleva a todos envueltos como en un torbellino; no
veo en esa agitación continua, en ese ir y venir, más
que lo que ve el que mira un baile desde lejos; una
pantomima muda e inexplicable, grotesca unas veces, terrible otras.
Ustedes, sin embargo, quieren que escriba
alguna cosa, que lleve mi parte en la sinfonía general, aun a riesgo de salir desafinado. Sea, y sirva
esto de introducción y preludio: quiere decir que si
alguno de mis lectores ha sentido otra vez algo de
lo que yo siento ahora, mis palabras le llevarán el
recuerdo de más tranquilos días, como el perfume
de un paraíso distante; y los que no, tendrán en
cuenta mi especial posición para tolerar que de
cuando en cuando rompa con una nota desacorde
la armonía de un periódico político.
Carta tercera
Queridos amigos: Hace dos o tres días, andando a la casualidad por entre estos montes, y
habiéndome alejado más de lo que acostumbro en
mis paseos matinales, acerté a descubrir casi oculto
entre las quiebras del terreno y fuera de todo camino un pueblecillo, cuya situación, por extremo pintoresca, me agradó tanto que no pude por menos de
aproximarme a él para examinarlo a mis anchas. Ni
aun pregunté su nombre; y si mañana o el otro quisiera buscarlo por su situación en el mapa, creo que
no lo encontraría: tan pequeño es y tan olvidado
parece entre las ásperas sinuosidades del Moncayo. Figúrense ustedes, en el declive de una montaña inmensa y sobre una roca que parece servirle de
pedestal, un castillo del que sólo quedan en pie la
torre del homenaje y algunos lienzos de muro carcomidos y musgosos: agrupadas alrededor de este
esqueleto de fortaleza, cual si quisiesen todavía
dormir seguras a su sombra como en la edad de
hierro en que debió de alzarse, se ven algunas casas, pequeñas heredades con sus bardales de
heno, sus tejados rojizos, y sus chimeneas desiguales y puntiagudas, por cima de las que se eleva el
campanario de la parroquia con su reloj de sol, su
esquiloncillo que llama a la primera misa, y su gallo
de hoja de lata que gira en lo alto de la veleta a
merced de los vientos.
Una senda que sigue el curso del arroyo
que cruza el valle serpenteando por entre los cuadros de los trigos, verdes y tirantes como el paño de
una mesa de billar, sube dando vueltas a los amontonados pedruscos sobre que se asienta el pueblo,
hasta el punto en que un pilarote de ladrillos con
una cruz en el remate señala la entrada. Sucede
con estos pueblecitos tan pintorescos, cuando se
ven en lontananza tantas líneas caprichosas, tantas
chimeneas arrojando pilares de humo azul, tantos
árboles y peñas y accidentes artísticos, lo que con
otras muchas cosas del mundo, en que todo es
cuestión de la distancia a que se miran; y la mayor
parte de las veces, cuando se llega a ellos, la poesía se convierte en prosa. Ya en la cruz de la entrada, lo que pude descubrir del interior del lugar no
me pareció, en efecto, que respondía ni con mucho
a su perspectiva; de modo que, no queriendo
arriesgarme por sus estrechas, sucias y empinadas
callejas, comencé a costearlo, y me dirigí a una
reducida llanura que se descubre a su espalda,
dominada sólo por la iglesia y el castillo. Allí, en
unos campos de trigo, y junto a dos o tres nogales
aislados que comenzaban a cubrirse de hojas, está
lo que por su especial situación y la pobre cruz de
palo enclavada sobre la puerta, colegí que sería el
cementerio. Desde muy niño concebí, y todavía
conservo, una instintiva aversión a los camposantos
de las grandes poblaciones: aquellas tapias encaladas y llenas de huecos, como la estantería de una
tienda de géneros de ultramarinos; aquellas calles
de árboles raquíticos, simétricas y enarenadas,
como las avenidas de un parque inglés; aquella
triste parodia de jardín con flores sin perfume y verdura sin alegría, me oprimen el corazón y me crispan los nervios. El afán de embellecer grotesca y
artificialmente la muerte, me trae a la memoria a
esos niños de los barrios bajos, a quienes después
de expirar embadurnan la cara con arrebol, de modo que, entre el cerco violado de los ojos, la intensa
palidez de las sienes y el rabioso carmín de las
mejillas, resulta una mueca horrible.
Por el contrario, en más de una aldea he
visto un cementerio chico, abandonado, pobre, cubierto de ortigas y cardos silvestres, y me ha causado una impresión siempre melancólica, es verdad,
pero mucho más suave, mucho más respetuosa y
tierna. En aquellos vastos almacenes de la muerte,
siempre hay algo de esa repugnante actividad del
tráfico; la tierra, constantemente removida, deja ver
fosas profundas que parecen aguardar su presa con
hambre. Aquí nichos vacíos, a los que no falta más
que un letrero: «Esta casa se alquila»; allí huesos
que se retrasan en el pago de su habitación, y son
arrojados qué sé yo adónde para dejar lugar a otros;
y lápidas con filetes de relumbrones, y décimas y
coronas de flores de trapo, y siemprevivas de comerciantes de objetos fúnebres. En estos escondidos rincones, último albergue de los ignorados
campesinos, hay una profunda calma: nadie turba
su santo recogimiento, y después de envolverse en
su ligera capa de tierra, sin tener siquiera encima el
peso de una losa, deben de dormir mejor y más
sosegados.
Cuando, no sin tener que forcejear antes un
poco, logré abrir la carcomida y casi deshecha puerta del pequeño cementerio que por casualidad había encontrado en mi camino, y éste se ofreció a mi
vista, no pude menos de confiarme nuevamente en
mis ideas. Es imposible ni aun concebir un sitio más
agreste, más solitario y más triste, con una agradable tristeza, que aquél. Nada habla allí de la muerte
con ese lenguaje enfático y pomposo de los epitafios; nada la recuerda de modo que horrorice con el
repugnante espectáculo de sus atavíos y despojos.
Cuatro lienzos de tapia humilde, compuestos de
arena amasada con piedrecillas de colores, ladrillos
rojos y algunos sillares cubiertos de musgo en los
ángulos, cercan un pedazo de tierra, en el cual la
poderosa vegetación de este país, abandonada a sí
misma, despliega sus silvestres galas con un lujo y
una hermosura imponderables. Al pie de las tapias y
por entre sus rendijas, crecen la hiedra y esas campanillas de color de rosa pálido que suben sosteniéndose en las asperezas del muro hasta trepar a
los bardales de heno, por donde se cruzan y se
mecen como una flotante guirnalda de verdura. La
espesa y fina hierba que cubre el terreno y marca
con suave claroscuro todas sus ondulaciones, produce el efecto de un tapiz bordado de esas mil florecillas cuyos poéticos nombres ignora la ciencia, y
sólo podrían decir las muchachas del lugar que en
las tardes de mayo las cogen en el halda para engalanar el retablo de la Virgen.
Allí, en medio de algunas espigas cuya simiente acaso trajo el aire de las eras cercanas, se
columpian las amapolas con sus cuatro hojas
purpúreas y descompuestas; las margaritas blancas
y menudas, cuyos pétalos arrancan uno a uno los
amantes, semejan copos de nieve que el calor no
ha podido derretir, contrastando con los dragoncillos
corales y esas estrellas de cinco rayos amarillas e
inodoras que llaman de los muertos, las cuales crecen salpicadas en los camposantos entre las ortigas, las rosas de los espinos, los cardos silvestres y
las alcachoferas puntiagudas y frondosas. Una brisa
pura y agradable mueve las flores, que se balancean con lentitud, y las altas yerbas, que se inclinan y
levantan a su empuje como las pequeñas olas de
un mar verde y agitado. El sol resbala suavemente
sobre los objetos, los ilumina o los transparenta,
aumentando la intensidad y la brillantez de sus tintas, y parece que los dibuja con un perfil de oro para
que destaquen entre sí con más limpieza. Algunas
mariposas revolotean de acá para allá haciendo en
el aire esos giros extraños que fatigan1a vista, que
inútilmente se empeña en seguir su vuelo tortuoso;
y mientras las abejas estrechan sus círculos zumbando alrededor de los cálices llenos de perfumada
miel, y los pardillos picotean los insectos que pululan por el bardal de la tapia, una lagartija asoma su
cabeza triangular y aplastada y sus ojos pequeños y
vivos por entre sus hendiduras, y huye temerosa a
guarecerse en su escondite al menor movimiento.
Después que hube abarcado con una mirada el conjunto de aquel cuadro, imposible de reproducir con frases siempre descoloridas y pobres, me
senté en un pedrusco, lleno de esa emoción sin
ideas que experimentamos siempre que una cosa
cualquiera nos impresiona profundamente y parece
que nos sobrecoge por su novedad o su hermosura.
En esos instantes rapidísimos en que la sensación
fecunda la inteligencia, y allá en el fondo del cerebro
tiene lugar la misteriosa concepción de los pensamientos que han de surgir algún día evocados por la
memoria, nada se piensa, nada se razona: los sentidos todos parecen ocupados en recibir y guardar la
impresión que analizarán más tarde.
Sintiendo aún las vibraciones de esta primera sacudida del alma, que la sumerge en un agradable sopor, estuve, pues, largo tiempo, hasta que
gradualmente comenzaron a extinguirse, y poco a
poco fueron levantándose las ideas relativas. Estas
ideas, que ya han cruzado otras veces por la imaginación y duermen olvidadas en alguno de sus rincones, son siempre las primeras en acudir cuando
se toca su resorte misterioso. No sé si a todos les
habrá pasado igualmente: pero a mí me ha sucedido con bastante frecuencia preocuparme en ciertos
momentos con la idea de la muerte; y pensar largo
rato y concebir deseos y formular votos acerca de la
destinación futura, no sólo de mi espíritu, sino de
mis despojos mortales. En cuanto al alma, dicho se
está siempre he deseado se encaminase al Cielo.
Con el destino que darían a mi cuerpo es con lo que
más he batallado, y acerca de lo cual he echado
más a menudo a volar la fantasía. En aquel punto
en que todas aquellas viejas locuras de mi imaginación salieron en tropel de los desvanes de la cabeza
donde tengo arrinconados, como trastos inútiles, los
pensamientos extraños, las ambiciones absurdas y
las historias imposibles de la adolescencia, ilusiones
rosadas que, como los trajes antiguos, se han ajado
ya y se han puesto de color de ala de mosca con los
años, fue cuando pude apreciar sonriendo al compararlas entre sí, la candidez de mis aspiraciones
juveniles.
En Sevilla, y en la margen del Guadalquivir
que conduce al convento de San Jerónimo, hay
cerca del agua una especie de remanso que fertiliza
un valle en miniatura formado por el corte natural de
la ribera, que en aquel lugar es bien alta y tiene un
rápido declive. Dos o tres álamos blancos, corpulentos y frondosos, entretejiendo sus copas, defienden
aquel sitio de los rayos del Sol, que rara vez logra
deslizarse entre las ramas, cuyas hojas producen
un ruido manso y agradable cuando el viento las
agita y las hace parecer ya plateadas, ya verdes:
según del lado que las empuja. Un sauce baña sus
raíces en la corriente del río, hacia el que se inclina
como agobiado de un peso invisible, y a su alrededor crecen multitud de juncos y de esos lirios amarillos y grandes que nacen espontáneos al borde de
los arroyos y las fuentes.
Cuando yo tenía catorce o quince años, y
mi alma estaba henchida de deseos sin nombre, de
pensamientos puros y de esa esperanza sin límites
que es la más preciada joya de la juventud; cuando
yo me juzgaba poeta; cuando mi imaginación estaba llena de esas risueñas fábulas del mundo clásico, y Rioja en sus silvas a las flores, Herrera en sus
tiernas elegías y todos mis cantores sevillanos, dioses penates de mi especial literatura, me hablaban
de continuo del Betis majestuoso, el río de las ninfas, de las náyades y los poetas, que corre al Océano escapándose de un ánfora de cristal, coronado
de espadañas y laureles, ¡cuántos días, absorto en
la contemplación de mis sueños de niño, fui a sentarme en su ribera, y allí, donde los álamos me protegían con su sombra, daba rienda suelta a mis
pensamientos y forjaba una de esas historias imposibles en las que hasta el esqueleto de la muerte se
vestía a mis ojos con galas fascinadoras y espléndidas! Yo soñaba entonces una vida independiente y
dichosa, semejante a la del pájaro, que nace para
cantar y Dios le procura de comer; soñaba esa vida
tranquila del poeta que irradia con suave luz de una
en otra generación; soñaba que la ciudad que me
vio nacer se enorgulleciese con mi nombre, añadiéndolo al brillante catálogo de sus ilustres hijos; y
cuando la muerte pusiera un término a mi existencia, me colocasen para dormir el sueño de oro de la
inmortalidad a la orilla del Betis, al que yo habría
cantado en odas magníficas, y en aquel mismo punto donde iba tantas veces a oír el suave murmullo
de sus ondas. Una piedra blanca con una cruz y mi
nombre, serían todo el monumento.
Los álamos blancos, balanceándose día y
noche sobre mi sepultura, parecerían rezar por mi
alma con el susurro de sus hojas plateadas y verdes, entre las que vendrían a refugiarse los pájaros
para cantar al amanecer un himno alegre a la resurrección del espíritu a regiones más serenas; el
sauce, cubriendo aquel lugar de una flotante sombra, le prestaría su vaga tristeza, inclinándose y
derramando en derredor sus ramas desmayadas y
flexibles como para proteger y acariciar mis despojos; y hasta el río, que en las horas de creciente casi
vendría a besar el borde de la losa cercada de juncos, arrullaría mi sueño con una música agradable.
Pasado algún tiempo, y después que la losa comenzara a cubrirse de manchas de musgo, una
mata de campanillas, de esas campanillas azules
con un disco de carmín en el fondo que tanto me
gustaban, crecería a su lado enredándose por entre
sus grietas y vistiéndola con sus hojas anchas y
transparentes, que no sé por qué misterio tienen la
forma de un corazón: los insectos de oro con alas
de luz, cuyo zumbido convida a dormir en la calurosa siesta, vendrían a revolotear en torno de sus
cálices; para leer mi nombre, ya borroso por la acción de la humedad y los años, sería preciso descorrer un cortinaje de verdura. Pero ¿para qué leer mi
nombre? ¿Quién no sabría que yo descansaba allí?
Algún desconocido admirador de mis versos plantaría un laurel que descollando altivo entre los otros
árboles, hablase a todos de mi gloria; y ya una mujer enamorada que halló en mis cantares un rasgo
de esos extraños fenómenos del amor que sólo las
mujeres saben sentir y los poetas descifrar, ya un
joven que se sintió inflamado con el sacro fuego que
hervía en mi mente, y a quien mis palabras revelaron nuevos mundos de la inteligencia, hasta entonces para él ignotos, o un extranjero que vino a Sevilla llamado por la fama de su belleza y los recuerdos
que en ella dejaron sus hijos, echaría una flor sobre
mi tumba, contemplándola un instante con tierna
emoción, con noble envidia o respetuosa curiosidad;
a la mañana, las gotas del rocío resbalarían como
lágrimas sobre su superficie.
Después de remontado el Sol, sus rayos la
dorarían, penetrando tal vez en la tierra y abrigando
con su dulce calor mil huesos. En la tarde y a la
hora en que las aguas del Guadalquivir copian temblando el horizonte de fuego, la árabe torre y los
muros romanos de mi hermosa ciudad, los que siguen la corriente del río en un ligero bote que deja
en pos una inquieta línea de oro, dirían al ver aquel
rincón de verdura donde la piedra blanqueada al pie
de los árboles: «allí duerme el poeta». Y cuando él
gran Betis dilatarse sus riberas hasta los montes;
cuando sus alteradas ondas cubriendo el pequeño
valle, subiese hasta la mitad del tronco de los álamos, las ninfas que viven ocultas en el fondo de sus
palacios, diáfanos y transparentes, vendrían a agruparse alrededor de mi tumba: yo sentiría la frescura
y el rumor del agua agitada por sus juegos; sorprendería el secreto de sus misteriosos amores;
sentiría tal vez la ligera huella de sus pies de nieve
al resbalar sobre el mármol en una danza cadenciosa, oyendo, en fin, como cuando se duerme ligeramente se oyen las palabras y los sonidos de una
manera confusa, el armonioso coro de sus voces
juveniles y las notas de sus liras de cristal.
Así soñaba yo en aquella época. ¡A tanto y
a tan poco se limitaban entonces mis deseos! Pasados algunos años, luego que hube salido de mi
ciudad querida; después de mis ideas tomaron poco
a poco otro rumbo, y la imaginación, cansada ya de
idilios, de ninfas, de poesías y de flores, comenzó a
remontarse a épocas distantes, complaciéndose en
vestir con sus galas las dramáticas escenas de la
historia, fingiendo un marco de oro para cada uno
de sus cuadros y haciendo un pedestal para cada
uno de sus personajes volví a soñar, y, como en las
comedias de magia, nuevas decoraciones de fantasía sustituyeron a las antiguas y la vara mágica
del deseo hizo posible en la mente nuevos absurdos.
¡Cuántas veces, después de haber discurrido por las anchurosas naves de alguna de nuestras
inmensas catedrales góticas, o de haberme sorprendido la noche en uno de esos imponentes y
severos claustros de nuestras históricas abadías, he
vuelto a sentir inflamada mi alma con la idea de la
gloria, pero una gloria más ruidosa y ardiente que la
del poeta! Yo hubiera querido ser un rayo de la guerra, haber influido poderosamente en los destinos
de mi patria, haber dejado en sus leyes y sus costumbres la profunda huella de mi paso; que mi
nombre resonase unido, y como personificándola, a
alguna de sus grandes revoluciones, y luego, satisfecha mi sed de triunfos y de estrépito, caer en un
combate, oyendo como el último rumor del mundo el
agudo clamor de la trompetería de mis valerosas
huestes para ser conducido sobre el pavés, envuelto en los pliegues de mi destrozada bandera, emblema de cien victorias, a encontrar la paz del sepulcro en el fondo de uno de esos claustros santos,
donde viven el eterno silencio y al que los siglos
prestan su majestad y su color misterioso e indefinible. Una airosa ojiva, erizada de hojas revueltas y
puntiagudas, por entre las cuales se enroscaran,
asomando su deforme cabeza, por aquí un grifo, por
allá uno de esos monstruos alados, engendro de la
imaginación del artífice, bañaría en oscura sombra
mi sepulcro: a su alrededor, y debajo de calados
doseletes, los santos patriarcas, los bienaventurados y los mártires con sus miembros de hierro y sus
emblemáticos atributos, parecerían santificarle con
su presencia. Dos guerreros inmóviles y vestidos de
su fantástica y blanca armadura velarían día y noche de hinojos a sus costados; y mientras que mi
estatua de alabastro riquísimo y transparente, con
arreos de batallar, la espada sobre el pecho y un
león a los pies, dormiría majestuosa sobre el túmu-
lo, los ángeles que envueltos en largas túnicas y
con un dedo en los labios, sostuviesen el cojín sobre que descansaba mi cabeza, parecerían llamar
con sus plegarias a las santas visiones de oro que
llenan el desconocido sueño de la muerte de los
justos, defendiéndome con sus alas de los terrores
y de las angustias de una pesadilla eterna.
En los huecos de la urna y entre un sinnúmero de arcos con caireles y grumos de hojas de
trébol, rosetas caladas, haces de columnillas y esas
largas procesiones de plañideras que, envueltas en
sus mantos de piedra, andan, al parecer, en torno
del monumento llorando con llanto sin gemidos, se
verían mis escudos triangulares soportados, por
reyes de armas con sus birretes y sus blasonadas
casullas, y en los cuarteles, realzados con vivos
colores, merced a un hábil iluminador, las bandas
de oro, las estrellas, los veros y los motes heráldicos cor una larga inscripción en esa letra gótica,
estrecha y puntiaguda, donde el curioso, lleno de
hondo respeto, leería con pena, y casi descifrándolos, mi nombre, mis títulos y mi gloria. Allí, rodeado
de esa atmósfera de majestad que envuelve a todo
lo grande, sin que turbara mi reposo más que el
agudo chillido de una de esas aves nocturnas de
ojos redondos y fosfóricos que acaso viniera a ani-
dar entre los huecos del arco, viviría todo lo que
vive un recuerdo histórico y glorioso unido a una
magnífica obra de arte; y en la noche, cuando un
furtivo rayo de luna dibujase en el pavimento del
claustro los severos perfiles de las ojivas; cuando
sólo se oyesen los gemidos del aire extendiéndose
de eco en eco por sus inmensas bóvedas; después
de haberse perdido la última vibración de la campana que toca la queda, mi estatua, en la que habría
algo de lo que yo fui, un poco de ese soplo que
anima el barro encadenado por un fenómeno incomprensible al granito, ¡quién sabe si se levantarla
de su lecho de piedra para discurrir por entre aquellas gigantes arcadas con los otros guerreros que
tendrían su sepultura por allí cerca, con los prelados
revestidos de sus capas pluviales y sus mitras, y
esas damas de largo brial y plegagados monjiles
que, hermosas aun en la muerte, duermen sobre las
urnas de mármol en los más oscuros ángulos de los
templos!...
Desde que, impresionada la imaginación
por la vaga melancolía o la imponente hermosura
de un lugar cualquiera, se lanzaba a construir con
fantásticos materiales uno de esos poéticos recintos, último albergue de mis mortales despojos, hasta el punto aquel en que, sentado al pie de la humil-
de tapia del cementerio de una aldea oscura, parecía como que se reposaba mi espíritu en su honda
calma y se abrían mis ojos a la luz de la realidad de
las cosas, ¡qué revolución tan radical y profunda no
se ha hecho en todas mis ideas! ¡Cuántas tempestades silenciosas no han pasado por mi frente;
cuántas ilusiones no se han secado en mi alma; a
cuántas historias de poesía no les he hallado una
repugnante vulgaridad en el último capítulo! Mi corazón, a semejanza de nuestro Globo, era como
una masa incandescente y líquida, que poco a poco
se va enfriando y endureciendo. Todavía queda
algo que arde allá en lo más profundo, pero rara vez
sale a la superficie. Las palabras amor, gloria, poesía no me suenan al oído como me sonaban antes.
¡Vivir!... Seguramente que deseo vivir, porque la
vida, tomándola tal como es sin exageraciones ni
engaños, no es tan mala como dicen algunos; pero
vivir oscuro y dichoso en cuanto es posible, sin deseos, sin inquietudes, sin ambiciones, con esa felicidad de la planta que tiene a la mañana su gota de
rocío y su rayo de sol; después un poco de tierra
echada con respeto y que no apisonen y pateen los
que sepultan por oficio; un poco de tierra blanda y
floja que no ahogue ni oprima; cuatro ortigas, un
cardo silvestre y alguna yerba que me cubra con su
manto de raíces, y, por último, un tapial que sirva
para que no aren en aquel sitio ni revuelvan los
huesos.
He aquí, hoy por hoy, todo lo que ambiciono: ser un comparsa en la inmensa comedia de la
Humanidad; y concluido mi papel de hacer bulto,
meterme entre bastidores sin que me silben ni me
aplaudan, sin que nadie se dé cuenta siquiera de mi
salida.
No obstante esta profunda indiferencia, se
me resiste el pensar que podrían meterme preso en
un ataúd formado con las cuatro tablas de un cajón
de azúcar en uno de los huecos de la estantería de
una sacramental, para esperar allí la trompeta del
Juicio, como empapelado, detrás de una lápida con
una redondilla elogiando mis virtudes domésticas e
indicando precisamente, el día y la hora de mi nacimiento y de mi muerte. Esta profunda e instintiva
preocupación ha sobrevivido, no sin asombro por mi
parte, a casi todas las que he ido abandonando en
el curso de los años, pero, al paso que voy, probablemente mañana no existirá tampoco; y entonces
me será tan igual que me coloquen debajo de una
pirámide egipcia, como que me aten una cuerda a
los pies y me echen a un barranco como a un perro.
Ello es que cada día voy creyendo más que
de lo que vale, de lo que es algo, no ha de quedar ni
un átomo aquí.
Carta cuarta
Queridos amigos: El tiempo, que hasta aquí
se mantenía revuelto y mudable, ha sufrido últimamente una nueva e inesperada variación, cosa, a la
verdad, poco extraña a estas alturas, donde la
proximidad del Moncayo nos tiene de continuo como a los espectadores de una comedia de magia,
embobados y suspensos con el rápido mudar de las
decoraciones y de las escenas. A las alternativas de
frío y de calor, de aires y de bochorno de una primavera, que en cuanto a desigual y caprichosa
nada tiene que envidiar a la que disfrutan ustedes
en la coronada villa, ha sucedido un tiempo constante, sereno y templapo. Merced a estas circunstancias y a encontrarme bastante mejor de las dolencias que, cuando no me imposibilitan del todo,
me quitan por lo menos el gusto para las largas
expediciones, he podido dar una gran vuelta por
estos contornos y visitar los pintorescos lugares del
Somontano. Fuera del camino, ya trepando de roca
en roca, ya siguiendo el curso de alguna huella o las
profundidades de una cañada, he vagado tres o
cuatro días de un punto a otro por donde me llamaban el atractivo de la novedad, un sitio inexplorado,
una senda quebrada, una punta al parecer inaccesible.
No pueden ustedes figurarse el botín de
ideas e impresiones que, para enriquecer la imaginación, he recogido en esta vuelta por un país virgen aún y refractario a las innovaciones civilizadoras. Al volver al monasterio, después de haberme
detenido aquí para recoger una tradición oscura de
boca de una aldeana, allá para apuntar los fabulosos datos sobre el origen de un lugar o la fundación
de un castillo, trazar ligeramente con el lápiz al contorno de una casuca medio árabe, medio bizantina,
un recuerdo de las costumbres o un tipo perfecto de
los habitantes, no he podido menos de recordar el
antiguo y manoseado símil de las abejas que andan
revoloteando de flor en flor y vuelven a su colmena
cargadas de miel. Los escritores y los artistas debían hacer con frecuencia algo de esto mismo. Sólo
así podríamos recoger la última palabra de una
época que se va, de la que sólo quedan hoy algunos rastros en los más apartados rincones de nuestras provincias, y de la que apenas restará mañana
un recuerdo confuso.
Yo tengo fe en el porvenir: me complazco
en asistir mentalmente a esa inmensa e irresistible
invasión de las nuevas ideas que van transformando poco a poco la faz de la Humanidad, que merced
a sus extraordinarias invenciones fomentan el co-
mercio de la inteligencia, estrechan el vínculo de los
países, fortificando el espíritu de las grandes nacionalidades, y borrando, por decirlo así, las preocupaciones y las distancias, hacen caer unas tras otras
las barreras que separan a los pueblos. No obstante, sea cuestión de poesía, sea que es inherente a
la naturaleza frágil del hombre simpatizar con lo que
parece y volver los ojos con cierta triste complacencia hacia lo que ya no existe, ello es que en el fondo
de mi alma consagro como una especie de culto,
una veneración profunda a todo lo que pertenece al
pasado, y las poéticas tradiciones, las derruidas
fortalezas, los antiguos usos de nuestra vieja España, tienen para mí todo ese indefinible encanto, esa
vaguedad misteriosa de la puesta del sol de un día
espléndido, cuyas horas, llenas de emociones,
vuelven a pasar por la memoria vestidas de colores
y de luz, antes de sepultarse en las tinieblas en que
se han de perder para siempre.
Cuando no se conocen ciertos períodos de
la Historia más que por la incompleta y descarnada
relación de los enciclopedistas, o por algunos restos
diseminados como los huesos de un cadáver, no
pudiendo apreciar ciertas figuras desasidas del verdadero fondo del cuadro en que estaban colocadas,
suele juzgarse de todo lo que fue con un sentimien-
to de desdeñosa lástima o un espíritu de aversión
intransigente; pero si se penetra, merced a un estudio concienzudo, en algunos de sus misterios, si se
ven los resortes de aquella gran máquina que hoy
juzgamos absurda al encontrarla rota, si, merced a
un supremo esfuerzo de la fantasía ayudada por la
erudición y el conocimiento de la época, se consigue condensar en la mente algo de aquella atmósfera de arte, de entusiasmo, de virilidad y de fe, el
ánimo se siente sobrecogido ante el espectáculo de
su múltiple organización, en que las partes relacionadas entre sí correspondían perfectamente al todo,
y en que los usos, las leyes, las ideas y las aspiraciones se encontraban en una armonía maravillosa.
No es esto decir que yo desee para mí ni para nadie
la vuelta de aquellos tiempos. Lo que ha sido no
tiene razón de ser nuevamente, y no será.
Lo único que yo desearía es un poco de
respetuosa atención para aquellas edades, un poco
de justicia para los que lentamente vinieron preparando el camino por donde hemos llegado hasta
aquí, y cuya obra colosal quedará acaso olvidada
por nuestra ingratitud e incuria. La misma certeza
que tengo de que nada de lo que desapareció ha de
volver, y que en la lucha de las ideas, las nuevas
han herido de muerte a las antiguas, me hace mirar
cuanto con ellas le relaciona con algo de esa piedad
que siente hacia el vencido un vencedor generoso.
En este sentimiento hay también un poco de egoísmo. La vida de una nación, a semejanza de la del
hombre, parece como que se dilata con la memoria
de las cosas que fueron y a medida que es más viva
y más completa su imagen, es más real esa segunda existencia del espíritu en lo pasado, existencia
preferible y más positiva tal vez que la del punto
presente. Ni de lo que está siendo ni de lo que será,
puede aprovecharse la inteligencia para sus altas
especulaciones: ¿qué nos resta, pues, de nuestro
dominio absoluto, sino la sombra de lo que ha sido?
Por eso al contemplar los destrozos causados por la
ignorancia, el vandalismo o la envidia durante nuestras últimas guerras; al ver todo lo que en objetos
dignos de estimación, en costumbres peculiares y
primitivos recuerdos de otras épocas, se ha extraviado y puesto en desuso de sesenta años a esta
parte; lo que las exigencias de la nueva manera de
ser social trastornan y desencajan; lo que las necesidades y las aspiraciones crecientes desechan u
olvidan, un sentimiento de profundo dolor se apodera de mi alma, y no puedo menos de culpar el descuido o el desdén de lo que a fines del siglo pasado
pudieron aún recoger para transmitírnoslas íntegras
las últimas palabras de la tradición nacional, estudiando detenidamente nuestra vieja España, cuando aún estaban de pie los monumentos testigos de
sus glorias, cuando aún en las costumbres y en la
vida interna quedaban huellas perceptibles de su
carácter.
Pero de esto nada nos queda ya hoy; y sin
embargo, ¿quién sabe si nuestros hijos a su vez
nos envidiarán a nosotros, doliéndose de nuestra
ignorancia o nuestra culpable apatía para trasmitirles siquiera un trasunto de lo que fue un tiempo su
patria? ¿Quién sabe si, cuando con los años todo
haya desaparecido, tendrán las futuras generaciones que contentarse y satisfacer su ansia de conocer el pasado con las ideas más o menos aproximadas de algún nuevo Cuvier de la arqueología,
que partiendo de algún mutilado resto o una vaga
tradición lo reconstruya hipotéticamente? Porque no
hay duda: el prosaico rasero de la civilización va
igualándolo todo. Un irresistible y misterioso impulso
tiende a unificar los pueblos con los pueblos, las
provincias con las provincias, las naciones con las
naciones, y quién sabe si las razas con las razas. A
medida que la palabra vuela por los hilos telegráficos, que el ferrocarril se extiende, la industria se
acrecienta y el espíritu cosmopolita de la civilización
invade nuestro país, van desapareciendo de él sus
rasgos característicos, sus costumbres inmemoriales, sus trajes pintorescos y sus rancias ideas. A la
inflexible línea recta, sueño dorado de todas las
poblaciones de alguna importancia, se sacrifican las
caprichosas revueltas de nuestros barrios moriscos,
tan llenos de carácter, de misterio y de fresca sombra: de un retablo al que vivía unida una tradición,
no queda aquí más que el nombre escrito en el
azulejo de una bocacalle; a un palacio histórico con
sus arcos redondos y sus muros blasonados, sustituye más allá una manzana de casas a la moderna;
las ciudades, no cabiendo ya dentro de su antiguo
perímetro, rompen el cinturón de fortalezas que las
ciñe, y una tras otras vienen al suelo las murallas
fenicias, romanas, godas o árabes.
¿Dónde están los canceles y las celosías
morunas? ¿Dónde los pasillos embovedados, los
aleros salientes de maderas labradas, los balcones
con su guardapolvo triangular, las ojivas con estrellas de vidrio, los muros de los jardines por donde
rebosa la verdura, las encrucijadas medrosas, los
carasoles de las tafurerías y los espaciosos atrios
de los templos? El albañil, armado de su impacable
piqueta, arrasa los ángulos caprichosos, tira los
puntiagudos tejados o demuele los moriscos mira-
dores, y mientras el brochista roba a los muros el
artístico color que le han dado los siglos, embadurnándolos de cal y almagra, el arquitecto los embellece a su modo con carteles de yeso y cariátides
de escayola, dejándolos más vistosos que una caja
de dulces franceses. No busquéis ya los cosos donde justaban los galanes, las piadosas ermitas albergue de los peregrinos, o el castillo hospitalario para
el que llamaba de paz a sus puertas. Las almenas
caen unas tras otras de lo alto de los muros y van
cegando los fosos; de la picota feudal sólo queda un
trozo de granito informe, y el arado abre un profundo surco en el patio de armas. El traje característico
del labriego comienza a parecer un disfraz fuera del
rincón de su provincia: las fiestas peculiares de
cada población comienzan a encontrarse, ridículas
o del mal gusto por los más ilustrados, y los antiguos usos caen en olvido, la tradición se rompe y
todo lo que no es nuevo se menosprecia.
Estas innovaciones tienen su razón de ser,
y por tanto no seré yo quién las anatematice. Aunque me entristece el espectáculo de esa progresiva
destrucción de cuanto trae a la memoria épocas
que, si en efecto no lo fueron, sólo por no existir ya
nos parecen mejores, yo dejaría al tiempo seguir su
curso y completar sus inevitables revoluciones, co-
mo dejamos a nuestras mujeres o a nuestras hijas
que arrinconen en un desván los trastos viejos de
nuestros padres para sustituirlos con muebles modernos y de más buen tono; pero ya que ha llegado
la hora de la gran transformación, ya que la sociedad animada de un nuevo espíritu se apresura a
revestirse de una nueva forma, debíamos guardar,
merced al esfuerzo de nuestros escritores y nuestros artistas, la imagen de todo eso que va a desaparecer, como se guarda después que muere el
retrato de una persona querida. Mañana, al verlo
todo constituido de una manera diversa, al saber
que nada de lo que existe existía hace algunos siglos, se preguntarán los que vengan detrás de nosotros de qué modo vivían sus padres, y nadie
sabrá responderles; y no conociendo ciertos pormenores de localidad, ciertas costumbres, el influjo de
determinadas ideas en el espíritu de una generación, que tan perfectamente reflejaran sus adelantos
y sus aspiraciones, leerán la Historia sin saberla
explicar; y verán moverse a nuestros héroes nacionales con la estupefacción con que los muchachos
ven moverse a una marioneta sin saber los resortes
a que obedece.
A mí me hace gracia observar cómo se afanan los sabios, qué grandes cuestiones enredan y
con qué exquisita diligencia se procuran los datos
acerca de las más insignificantes particularidades
de la vida doméstica de los egipcios o los griegos,
en tanto que se ignoran los más curiosos pormenores de nuestras costumbres propias; cómo se remontan y se pierden de inducción en inducción, por
entre el laberinto de las lenguas caldaicas, sajonas
o sánscritas, en busca del origen de las palabras,
en tanto que se olvidan de investigar algo más interesante: el origen de las ideas.
En otros países más adelantados que el
nuestro, y donde, por consiguiente, el ansia de las
innovaciones lo ha trastornado todo más profundamente, se deja ya sentir la reacción en sentido favorable a este género de estudios; y aunque tarde,
para que sus trabajos den el fruto que se debió
esperar, la Edad Media y los períodos históricos que
más de cerca se encadenan con el momento actual,
comienzan a ser estudiados y comprendidos. Nosotros esperaremos regularmente a que se haya borrado la última huella para empezar a buscarla. Los
esfuerzos aislados de algún que otro admirador de
esas cosas, poco o casi nada pueden hacer. Nuestros viajeros son en muy corto número, y por lo regular no es su país el campo de sus observaciones.
Aunque así no fuese, una excursión por las capita-
les, hoy que en su gran mayoría están ligadas con
la gran red de vías férreas, escasamente lograría
llenar el objeto de los que desean hacer un estudio
de esta índole. Es preciso salir de los caminos trillados, vagar al acaso de un lugar en otro, dormir medianamente y no comer mejor; es preciso fe y verdadero entusiasmo por la idea que se persigue para
ir a buscar los tipos originales, las costumbres primitivas y los puntos verdaderamente artísticos a los
rincones donde su oscuridad les sirve de salvaguardia, y de donde poco a poco los van desalojando la
invasora corriente de la novedad y los adelantos de
la civilización. Todos los días vemos a los Gobiernos emplear grandes sumas en enviar gentes que
no sin peligros y dificultades recogen en lejanos
países, bichitos, florecitas y conchas.
Porque yo no sea un sabio, ni mucho menos, no dejo de conocer la verdadera importancia
que tienen las ciencias naturales; pero la ciencia
moral, ¿por qué ha de dejarse en un inexplicable
abandono? ¿Por qué al mismo tiempo que se recogen los huesos de un animal antediluviano no se
han de recoger las ideas de otros siglos traducidas
en objetos de arte y usos extraños, diseminados
acá y allá como los fragmentos de un coloso hecho
mil pedazos? Este inmenso botín de impresiones,
de pequeños detalles, de joyas extraviadas, de trajes pintorescos, de costumbres características animadas y revestidas de esa vida que presta a cuanto
toca una pluma inteligente o un lápiz diestro, ¿no
creen ustedes, como yo, que sería de grande utilidad para los estudios particulares y verdaderamente
filosóficos de un período cualquiera de la Historia?
Verdad que nuestro fuerte no es la Historia. Si algo
hemos de saber en este punto casi siempre se ha
de tomar algún extranjero el trabajo de decírnoslo
del modo que a él mejor le parece. Pero ¿por qué
no se ha de abrir este ancho campo a nuestros escritores, facilitándoles el estudio y despertando y
fomentando su afición? Hartos estamos de ver en
obras dramáticas, en novelas que se llaman históricas y cuadros que llenan nuestras exposiciones,
asuntos localizados en este o el otro período de un
siglo cualquiera, y que, cuando más, tienen de ellos
un carácter muy dudoso y susceptible de severa
crítica, si los críticos a su vez no supieran en este
punto lo mismo o menos que los autores y artistas a
quienes han de juzgar.
Las colecciones de trajes y muebles de
otros países, los detalles que acerca de costumbres
de remotos tiempos se hallan en las novelas de
otras naciones, o lo poco o mucho que nuestros
pensionados aprenden relativo a otros tipos históricos y otras épocas, nunca son idénticos ni tienen un
sello especial; son las únicas fuentes donde bebe
su erudición y forma su conciencia artística la mayoría. Para remediar este mal, muchos medios
podrían proponerse más o menos eficaces, pero
que al fin darían algún resultado ventajoso. No es
mi ánimo, ni he pensado lo suficiente sobre la materia, el trazar un plan detallado y minucioso que,
como la mayor parte de los que se trazan, no llegue
a realizarse nunca. No obstante, en esta o la otra
forma, bien pensionándolos, bien adquiriendo sus
estudios o coadyuvando a que se diesen a luz, el
Gobierno debía fomentar la organización periódica
de algunas expediciones artísticas a nuestras provincias. Estas expediciones, compuestas de grupos
de un pintor, un arquitecto y un literato, seguramente recogerían preciosos materiales para obras de
grande entidad. Unos y otros se ayudarían en sus
observaciones mutuamente, ganarían en esa fraternidad artística, en ese comercio de ideas tan continuamente relacionadas entre sí, y sus trabajos reunidos serían un verdadero arsenal de datos, ideas
y descripciones útiles para todo género de estudios.
Además de la ventaja inmediata que reportaría esta especie de inventario artístico e histórico
de todos los restos de nuestra pasada grandeza,
¿qué inmensos frutos no daría más tarde esa semilla de impresiones, de enseñanza y de poesía, arrojada en el alma de la generación joven, donde iría
germinando para desarrollarse tal vez en lo porvenir? Ya que el impulso de nuestra civilización, de
nuestras costumbres, de nuestras artes y de nuestra literatura viene del Extranjero, ¿por qué no se ha
de procurar modificarlo poco a poco, haciéndolo
más propio y más característico con esa levadura
nacional?...
Como introducción al rápido bosquejo de
uno de esos tipos originales de nuestro país, que he
podido estudiar en mis últimas correrías, comencé a
apuntar de pasada y a manera de introducción algunas reflexiones acerca de la utilidad de este
género de estudios. Sin saber cómo ni por dónde, la
pluma ha ido corriendo, y me hallo ahora con que
para introducción es esto muy largo, si bien ni por
sus dimensiones y su interés parece bastante para
formar artículo de por sí. De todos modos, allá van
estas cuartillas, valgan por lo que valieren: que si
alguien de más conocimientos e importancia, una
vez apuntada la idea, la desarrolla y prepara la opinión para que fructifique, no serán perdidas del
todo. Yo, entretanto, voy a trazar un tipo bastante
original y que desconfío de poder reproducir. Ya que
no de otro modo, y aunque poco valga, contribuiré
al éxito de la predicación con el ejemplo.
Carta quinta
Queridos amigos: Entre los muchos sitios
pintorescos y llenos de carácter que se encuentran
en la antigua ciudad de Tarazona, la plaza del Mercado es sin duda alguna el más original y digno de
estudio. Parece que no ha pasado para ella el tiempo que todo lo destruye o altera. Al verse en mitad
de aquel espacio de forma irregular y cerrado por
lienzos de edificios a cual más caprichoso y vetusto,
nadie diría que nos hallamos en pleno siglo XIX,
siglo amante de la novedad por excelencia, siglo
aficionado hasta la exageración a lo flamante, lo
limpio y lo uniforme. Hay cosas que son más para
vistas que para trasladadas al lienzo, siquiera el que
lo intente sea un artista consumado, y esta plaza es
una de ellas. Adonde no alcanza, pues, ni la paleta
del pintor con sus infinitos recursos, ¿cómo podrá
llegar mi pluma sin más medios que la palabra, tan
pobre, tan insuficiente para dar idea de lo que es
todo un efecto de líneas, de claroscuro, de combinación de colores, de detalles que se ofrecen juntos
a la vista, de rumores y sonidos que se perciben a
la vez, de grupos que se forman y se deshacen, de
movimiento que no cesa, de luz que hiere, de ruido
que aturde, de vida, en fin, con sus múltiples manifestaciones, imposibles de sorprender con sus infini-
tos accidentes ni aun merced a la cámara fotográfica? Cuando se acomete la difícil empresa de descomponer esa extraña armonía de la forma, el color
y el sonido; cuando se intenta dar a conocer sus
pormenores, enumerando unas tras otras las partes
del todo; la atención se fatiga, el discurso se embrolla y se pierde por completo la idea de la íntima relación que estas cosas tienen entre sí, el valor que
mutuamente se prestan al ofrecerse reunidas a la
mirada del espectador, para producir el efecto del
conjunto, que es, a no dudarlo, su mayor atractivo.
Renuncio, pues, a describir el panorama del
mercado con sus extensos soportales, formados de
arcos macizos y redondos sobre los que gravitan
esas construcciones voladas tan propias del siglo
XVI, llenas de tragaluces circulares; de rejas de
hierro labradas a martillo, de balcones imposibles
de todas formas y tamaños, de aleros puntiagudos y
de canes de madera, ya medio podrida y cubierta
de polvo, que deja ver a trechos el costoso entalle,
muestra de su primitivo esplendor.
Los mil y mil accidentes pintorescos que a
la vez cautivan el ánimo y llaman la vista como reclamando la prioridad de la descripción; las dobles
hileras de casuquillas de extraño contorno y extra-
vagantes proporciones, éstas altas y estrechas como un castillo, aquéllas chatas y agazapadas entre
el ángulo de un templo y los muros de un palacio
como una verruga de argamasa y escombros; los
recortados lienzos de edificios con un remiendo
moderno, un trozo de piedra que acusa su antigüedad, un escudo de pizarra que oculta casi el rótulo
de una mercería, un retablillo con una imagen de la
Purísima y su farol ahumado y diminuto, o el retorcido tronco de una vid que sale del interior por un
agujero practicado en la pared y sube hasta sombrear con un toldo de verdura el alféizar de un ajimez árabe, confundidos y entremezclados en mi
memoria con el recuerdo de la monumental fachada
de la casa-ayuntamiento, con sus figuras colosales
de granito, sus molduras de hojarasca, sus frisos
por donde se extiende una larga y muda procesión
de guerreros de piedra, precedidos de timbales y
clarines, sus torres cónicas, sus arcos chatos y fuertes y sus blasones soportados por ángeles y grifos
rampantes, forman en mi cabeza un caos tan difícil
de desembrollar en este momento, que si ustedes
con su imaginación no hacen en él la luz y lo ordenan, y colocan a su gusto todas estas cosas que yo
arrojo a granel sobre las cuartillas, las figuras de mi
cuadro se quedarán sin fondo, los actores de mi
comedia se agitarán en un escenario sin decoración
ni acompañamiento.
Figúrense ustedes, pues, partiendo de estos
datos y como mejor les plazca, el mercado de Tarazona: figúrense ustedes que ven por aquí cajones
formados de tablas y esteras, tenduchos levantados
de improviso con estacas y lienzos, mesillas cojas y
contrahechas, bancos largos y oscuros, y por allá
cestos de frutas que ruedan hasta el arroyo, montones de hortalizas frescas y verdes, rimeros de panes blancos y rubios, trozos de carne que cuelgan
de garfios de hierro, tenderentes de ollas, pucheros
y platos, guirnaldas de telas de colorines, pañuelos
de tintas rabiosas, zapatos de cordobán y alpargatas de cáñamo que engalanan los soportales, sujetos con cordeles de columna a columna, y figúrense
ustedes circulando por medio de ese pintoresco
cúmulo de objetos, producto de la atrasada agricultura y la pobre industria de este rincón de España,
una multitud abigarrada de gentes que van y vienen
en todas direcciones, paisanos con sus mantas de
rayas, sus pañuelos rojos unidos a las sienes, su
faja morada y su calzón estrecho, mujeres de los
lugares circunvecinos con sayas azules, verdes,
encarnadas y amarillas; por este lado un señor antiguo, de los que ya sólo aquí se encuentran, con su
calzón corto, su media de lana oscura y su sombrero de copa; por aquél un estudiante con sus manteos y su tricornio, que recuerdan los buenos tiempos
de Salamanca, y chiquillos que corren y vocean,
caballerías que cruzan, vendedores que pregonan,
una interjección característica por acá, los desaforados gritos de los que disputan y riñen, todo envuelto y confundido con ese rumor sin nombre que
se escapa de las reuniones populares, donde todos
hablan, se mueven y hacen ruido a la vez, mientras
se codean, avanzan, retroceden, empujan o resisten, llevados por el oleaje de la multitud.
La primera vez que tuve ocasión de presenciar este espectáculo lleno de animación y de vida,
perdido entre los numerosos grupos que llenaban la
plaza de un extremo a otro, apenas pude darme
cuenta exacta de lo que sucedía a mi alrededor. La
novedad de los tipos, los trajes y las costumbres; el
extraño aspecto de los edificios y las tiendecillas,
encajonadas unas entre dos pilares de mármol,
otras bajo un arco severo e imponente, o levantadas
al aire libre sobre tres o cuatro palitroques; hasta el
pronunciado y especial acento de los que voceaban
pregonando sus mercancías, nuevo completamente
para mí, eran causa más que bastante a producirme
ese aturdimiento que hace imposible la percepción
detallada de un objeto cualquiera. Mis miradas,
vagando de un punto a otro sin cesar un momento,
no tenían ni voluntad propia para fijarse en un sitio.
Así estuve cerca de una hora cruzando en todos
sentidos la plaza, a la que, por ser día de fiesta y
uno de los más clásicos de mercado, había acudido
más gente que de costumbre, cuando en uno de
sus extremos y cerca de una fuente donde unos
lavaban las verduras, otros recogían agua en un
cacharro o daban de beber a sus caballerías, distinguí un grupo de muchachas que, en su original y
airoso atavío, en sus maneras y hasta en su particular modo de expresarse, conocí que sería de alguno
de los pueblos de las inmediaciones de Tarazona,
donde más puras y primitivas se conservan las antiguas costumbres y ciertos tipos del Alto Aragón. En
efecto, aquellas muchachas, cuya fisonomía especial, cuya desenvoltura varonil, cuyo lenguaje mezclado de las más enérgicas interjecciones, contrastaba de un modo notable con la expresión de ingenua sencillez de sus rostros, con su extremada juventud y con la inocencia que descubren a través
del somero barniz de malicia de su alegre dicharacheo, se distinguían tanto de las otras mujeres de
las aldeas y lugares de los contornos que, como
ellas, vienen al mercado de la ciudad, que desde
luego se despertó en mí la idea de hacer un estudio
más detenido de sus costumbres, enterándome del
punto de que procedían y el género de tráfico en
que se ocupaban.
So pretexto de ajustar una carga de leña de
las varias que tenían sobre algunos borriquillos pequeños, huesosos y lanudos, trabé conversación
con una de las que me parecieron más juiciosas y
formales, mientras las otras nos aturdían con sus
voces, sus risotadas o sus chistes, pues es tal la
fama de alegres y decidoras que tienen entre las
gentes de la ciudad, que no hay seminarista desocupado o zumbón que al pasar no les diga alguna
cosa, seguro de que no ha de faltarles una ocurrencia oportuna y picante para responderles.
Mi conversación, en la que por incidencia
toqué dos o tres puntos de los que deseaba aclarar,
fue por lo tanto todo lo insuficiente que, dadas las
condiciones del sitio y de mis interlocutoras, se podía presumir. Supe, no obstante, que eran de Añón,
pueblecito que dista unas tres horas de camino de
Tarazona y que, en mis paseos, alrededor de esta
abadía, he tenido ocasión de ver varias veces muy
en lontananza y casi oculto por las gigantescas
ondulaciones del Moncayo, en cuya áspera falda
tiene su asiento, y que su ocupación diaria consistía
en ir y venir desde su aldea a la ciudad, donde traían un pequeño comercio con la leña que en gran
abundancia les suministran los montes, entre los
cuales viven. Estas noticias, aunque vulgares, escasas y unidas a las que después pude adquirir por
el dueño del parador en que estuve los dos o tres
días que permanecí en Tarazona, en aquella ocasión sólo sirvieron para avivar mi deseo de conocer
más a fondo las costumbres de este tipo particular
de mujeres, en las que desde luego llaman la atención sus rasgos de belleza nada comunes y su aire
resuelto y gracioso.
Esto aconteció hará cosa de tres o cuatro
meses, en el intervalo de los cuales, todas las mañanas, antes de salir el sol, y confundiéndose con la
algarabía de los pájaros, llegaban hasta mi celda,
sacándome a veces de mi sueño, las voces alegres
y sonoras, aunque un tanto desgarradas, de esas
mismas muchachas que, mordiendo un tarugo de
pan negro, cantando a grito herido, e interrumpiendo su canción para arrear el borriquillo en que conducen la carga de leña, atraviesan impávidas con
fríos y calores, con nieves o tormentas, las tres leguas mortales de precipicios y alturas que hay desde su lugar a Tarazona. Últimamente, como ya dije
a ustedes en mi anterior, el tiempo y mis dolencias,
poniéndose de acuerdo para dar un punto de reposo, el uno en sus continuas variaciones y las otras
en sus diarias incomodidades, me han permitido
satisfacer en parte la curiosidad, visitando los lugares del Somontano, entre los que se encuentra
Añón, sin duda alguna el más original por sus costumbres y el más pintoresco por sus alrededores y
posición topográfica. En mi corta visita a este lugar,
me expliqué perfectamente por qué en el aire y en
la fisonomía de las añoneras hay algo extraordinario, algo que las particulariza y distingue de entre
todas las mujeres del país. Sus costumbres, su
educación especial y su género de vida, son, en
efecto, diversos de los de aquellos pueblos. Añón,
que en otra época perteneció a los caballeros de
San Juan, cuya Orden mantiene aún en él un priorato, está situado sobre una altura en el punto en que
comienza el áspero bosque de carrascas que cubre
como una sábana de verdura la base del monte.
Cuando lo tenían por sí los caballeros de la
Orden hospitalaria, debió de ser lugar fuerte y cerrado; hoy sólo quedan como testigos de su pasado
esplendor las colosales ruinas de un castillo de inmensas proporciones y algunos lienzos de muro
que ya se esconden, ya aparecen por entre los roji-
zos tejados de las casas que se agrupan en derredor de estos despojos. Cada uno de los pueblos de
estas cercanías tiene una reducida llanura propia
para el cultivo, sólo Añón, encaramado sobre sus
rocas; sin el recurso siquiera del monte, que ya no
le pertenece, sin otras tierras para sembrar que los
pequeños remansos que forman una de sus laderas
que se degrada en ásperos escalones, necesita
apelar a su genio y a un trabajo rudo y peligroso
para sostenerse. Yo no sabré decir a ustedes si
esto proviene de que los hombres se ocupaban de
muy antiguo en el servicio de los caballeros, por lo
cual tenían abandonadas sus casas al dominio de
las mujeres, o de otra causa cualquiera que yo no
me he podido explicar; ello es que en este pueblo
hay algo de lo que nos refieren las fábulas de las
amazonas o de lo que habrán ustedes tenido ocasión de ver en la Isla de San Balandrán.
No es esto decir que el sexo feo y fuerte deje de serlo tanto cuanto es necesario para justificar
ampliamente estos apelativos; pero la población
femenina se agita tan en primer término, desempeña un papel tan activo en la vida pública, trabaja y
va y viene de un punto a otro con tal resolución y
desenfado, que puede asegurarse que ella es la
que da el carácter al lugar y la que lo hace conocido
y famoso en veinte leguas a la redonda. En la plaza
de Tarazona, teatro de sus habilidades, en los caminos que atraviesa cantando, en el monte, a donde
va a buscar furtivamente su mercancía, en las fiestas del lugar, en cualquier parte que se encuentre, si
una vez se ha visto a una añonera, es imposible
confundirla con las demás aldeanas.
La escasa comunicación que tienen estos
pueblecillos entre sí es el origen de las radicales
diferencias que se notan a primera vista entre los
habitantes, aún de los más próximos. Dentro del
tipo aragonés, que es el general a todos ellos, hay
infinitos matices que caracterizan a cada región de
la provincia, a cada aldea de por sí. El tipo de las
añoneras es uno, con muy leves alteraciones; su
traje, idéntico; sus costumbres y su índole, las mismas siempre.
Más esbeltas que altas, en lo erguido del talle, en el brío con que caminan, en la elasticidad de
sus músculos, en la prontitud de todos sus movimientos, revelan la fuerza de que están dotadas y la
resolución de su ánimo. Sus facciones, curtidas por
el viento y el sol, ofrecen rasgos perfectamente
regulares, mezclándose en ellas con extraña armonía la volubilidad y ese no sé qué imposible de definir
que constituye la gracia, con esa leve expresión de
la osadía que dilata imperceptiblemente la nariz y
pliega el labio en ademán desdeñoso. Nada más
pintoresco y sencillo a la vez que su traje. Un apretador de colores vivos les ciñe la cintura y deja ver
la camisa, blanca como la nieve, que se pliega en
derredor del cuello, sobre el que se levanta erguida,
morena y varonil, la cabeza coronada de cabellos
oscuros y abundantes. Una saya corta, airosa y
encarnada o amarilla, les llega justamente hasta el
punto de la pierna en que se atan las abarcas con
un listón negro, que sube serpenteando sobre la
media azul hasta bastante más arriba del tobillo.
Acostumbradas casi desde que nacen a saltar de roca en roca por entre las quebraduras del
monte, su pie adquiere esa firmeza peculiar de todos los habitantes de las montañas, hasta el punto
de que algunas veces da miedo cuando se las mira
atravesar un sendero estrecho que bordea un barranco, emparejadas con el borriquillo que conduce
la leña, y saltando de una piedra en otra de las que
costean el camino. Así andan las leguas, tal vez en
ayunas, pero siempre riendo, siempre cantando,
siempre de humor para cambiar una cuchufleta con
sus compañeros de viaje. Y no hay miedo de que su
cabeza vacile al atravesar un sitio peligroso, o su
ligero paso se acorte al llegar a lo último de la penosa jornada; su vista tiene algo de la fijeza e intensidad de la del águila, acaso porque como ella se ha
acostumbrado a medir indiferente los abismos; sus
miembros endurecidos con la costumbre del trabajo,
soportan las fatigas más rudas sin que el cansancio
los entorpezca un instante.
Sólo de este modo les es posible vivir en
medio de la miseria que las agobia. Cuando la noche es más oscura; cuando la nieve borra hasta las
lindes de los senderos, cuando supone que los
guardas de los montes del Estado no se atreverán a
aventurarse por aquellas brechas profundas y aquellos bosques de árboles intrincados y sombríos,
entonces la añonera, desafiando todos los peligros,
adivinando las sendas, sufriendo el temporal, escuchando por uno y otro lado los aullidos de los lobos,
sale furtivamente de su lugar. Más bien que baja,
puede decirse que se descuelga de roca en roca
hasta el último valle que lo separa del Moncayo;
armada del hacha penetra en el laberinto de carrascas oscuras, a cuyo pie nacen espinos y zarzas en
montón, y descargando rudos golpes con una fuerza y una agilidad inconcebibles, hace su acopio de
leña, que después oculta para conducirla poco a
poco, primero a su casa y más tarde a Tarazona,
donde recibe por su trabajo material, por los peligros que afronta y las fatigas que sufre, seis o siete
reales a lo sumo. Francamente hablando, hay en
este mundo desigualdades que asustan.
¿Quién puede sospechar que a la misma
hora en que nuestras grandes damas de la corte se
agrupan en el peristilo del teatro Real, envueltas en
sus calientes y vistosos albornoces, y esperan el
carruaje que ha de conducirlas sobre blandos almohadones de seda a su palacio, otras mujeres, hermosas quizás como ellas, como ellas débiles al
nacer, sacuden de cuando en cuando la cabeza de
un lado a otro para esparcir la nieve que se les
amontona encima, en tanto que rodeadas de oscuridad profunda, de peligros y de sobresaltos, hacen
resonar el bosque con el crujido de los troncos que
caen derribados a los golpes del hacha?
Grandes, inmensas desigualdades existen,
no cabe duda; pero también es cierto que todas
tienen su compensación. Yo he visto levantarse
agitado y dejar escapar un comprimido sollozo a
más de un pecho cubierto de leve gasa y seda; yo
he visto más de una altiva frente inclinarse triste y
sin color como agobiada bajo el peso de su espléndida diadema de pedrería; en cambio, hoy como
ayer, sigue despertándome el alegre canto de las
añoneras que pasan por delante de las puertas del
monasterio para dirigirse a Tarazona; mañana como
hoy, si salgo al camino o voy a buscarlas al mercado, las encontraré riendo y en continua broma, felices con sus seis reales, satisfechas, porque llevarán un pan negro a su familia, ufanas con la satisfacción de que a ellas se deben la burda saya que
visten y el bocado de pan que comen.
Dios, aunque invisible, tiene siempre una
mano tendida para levantar por un extremo la carga
que abruma al pobre. Si no, ¿quién subiría la áspera cumbre de la vida con el pesado fardo de la miseria al hombro?
Carta sexta
Queridos amigos: Hará cosa de dos o tres
años, tal vez leerían ustedes en los periódicos de
Zaragoza la relación de un crimen que tuvo lugar en
uno de los pueblecillos de estos contornos. Tratábase del asesinato de una pobre vieja a quien sus
convecinos acusaban de bruja. Últimamente, y por
una coincidencia extraña, he tenido ocasión de conocer los detalles y la historia circunstanciada de un
hecho que se comprende apenas en mitad de un
siglo tan despreocupado como el nuestro.
Ya estaba para acabar el día. El cielo, que
desde el amanecer se mantuvo cubierto y nebuloso,
comenzaba a oscurecerse a medida que el Sol, que
antes transparentaba su luz a través de las nieblas,
iba debilitándose, cuando, con la esperanza de ver
su famoso castillo como término y remate de mi
artística expedición, dejé a Litago para encaminarme a Trasmoz, pueblo del que me separa una distancia de tres cuartos de hora por el camino más
corto. Como de costumbre, y exponiéndome, a
trueque de examinar a mi gusto los parajes más
ásperos y accidentados, a las fatigas y la incomodidad de perder el camino por entre aquellas zarzas y
peñascales, tomé el más difícil, el más dudoso y
más largo, y lo perdí en efecto, a pesar de las minuciosas instrucciones de que me pertreché a la salida
del lugar.
Ya enzarzado en lo más espeso y fragoso
del monte, llevando del diestro la caballería por
entre sendas casi impracticables, ora por las cumbres para descubrir la salida del laberinto, ora por
las honduras con la idea de cortar terreno, anduve
vagando al azar un buen espacio de tarde, hasta
que, por último, en el fondo de una cortadura tropecé con un pastor, el cual abrevaba su ganado en
el riachuelo que, después de deslizarse sobre un
cauce de piedras de mil colores, salta y se retuerce
allí con un ruido particular que se oye a gran distancia, en medio del profundo silencio de la Naturaleza
que en aquel punto y a aquella hora parece muda o
dormida.
Pregunté al pastor el camino del pueblo, el
cual, según mis cuentas, no debía de distar mucho
del sitio en que nos encontrábamos, pues, aunque
sin senda fija, yo había procurado adelantar siempre
en la dirección que me habían indicado. Satisfizo el
buen hombre mi pregunta lo mejor que pudo, y ya
me disponía a proseguir mi azarosa jornada, subiendo con pies y manos y tirando de la caballería
como Dios me daba a entender, por entre unos
pedruscos erizados de matorrales y puntas, cuando
el pastor, que me veía subir desde lejos, me dio una
gran voz advirtiéndome que no tomara la senda de
la tía Casca, si quería llegar sano y salvo a la cumbre. La verdad era que el camino, que equivocadamente había tomado, se hacía cada vez más áspero
y difícil, y que por una parte la sombra que ya arrojaban las altísimas rocas, que parecían suspendidas
sobre mi cabeza, y por otra el ruido vertiginoso del
agua que corría profunda a mis pies, y de la que
comenzaba a elevarse una niebla inquieta y azul,
que se extendía por la cortadura borrando los objetos y los colores, parecían contribuir a turbar la vista
y conmover el ánimo con una sensación de penoso
malestar que vulgarmente podría llamarse preludio
de miedo. Volví pies atrás, bajé de nuevo hasta
donde se encontraba el pastor, y mientras seguíamos juntos por una trocha que se dirigía al pueblo,
adonde también iba a pasar la noche mi improvisado guía, no pude menos de preguntarle con alguna
insistencia por qué, aparte de las dificultades que
ofrecía el ascenso, era tan peligroso subir a la cumbre por la senda que llamó de la tía Casca.
-Porque antes de terminar la senda -me dijo
con el tono más natural del mundo- tendríais que
costear el precipicio a que cayó la maldita bruja que
le da su nombre, y en el cual se cuenta que anda
penando el alma que, después de dejar el cuerpo, ni
Dios ni el diablo han querido para suya.
-¡Hola! -exclamé entonces como sorprendido, aunque, a decir verdad, ya me esperaba una
contestación de esta o parecida clase-. Y ¿en qué
diantres se entretiene el alma de esa pobre vieja por
estos andurriales?
-En acosar y perseguir a los infelices pastores que se arriesgan por esa parte del monte, ya
haciendo ruido entre las matas, como si fuese un
lobo, ya dando quejidos lastimeros como de criatura, o acurrucándose en las quiebras de las rocas
que están en el fondo del precipicio, desde donde
llama con su mano amarilla y seca a los que van por
el borde, les clava la mirada de sus ojos de búho, y
cuando el vértigo comienza a desvanecer su cabeza, da un gran salto, se les agarra a los pies y pugna hasta despeñarlos en la sima... ¡Ah, maldita bruja! -exclamó después de un momento el pastor tendiendo el puño crispado hacia las rocas, como
amenazándola-; ¡ah, maldita bruja!, muchas hiciste
en vida y ni aun muerta hemos logrado que nos
dejes en paz; pero no hay cuidado, que a ti y a tu
endiablada raza de hechiceras os hemos de aplastar una a una, como a víboras.
-Por lo que veo -insistí, después que hubo
concluido su extravagante imprecación-, está usted
muy al corriente de las fechorías de esa mujer. Por
ventura, ¿alcanzó usted a conocerla? Porque no me
parece de tanta edad como para haber vivido en el
tiempo en que las brujas andaban todavía por el
mundo.
Al oír estas palabras el pastor, que caminaba delante de mí para mostrarme la senda, se detuvo un poco, y fijando en los míos sus asombrados
ojos, como para conocer si me burlaba, exclamó
con un acento de buena fe pasmosa: -¡Que no le
parezco a usted de edad bastante para haberla
conocido! Pues ¿y si yo le dijera que no hace aún
tres años cabales que con estos mismos ojos, que
se ha de comer la tierra, la vi caer por lo alto de ese
derrumbadero, dejando en cada uno de los peñascos y de las zarzas un jirón de vestido o de carne,
hasta que llegó al fondo, donde se quedó aplastada
como un sapo que se coge debajo del pie?
-Entonces -respondí asombrado a mi vez de
la credulidad de aquel pobre hombre- daré crédito a
lo que usted dice, sin objetar palabra; aunque a mí
se me había figurado -añadí recalcando estas últimas frases para ver el efecto que le hacían- que
todo eso de las brujas y los hechizos no eran sino
antiguas y absurdas patrañas de las aldeas.
-Eso dicen los señores de la ciudad, porque
a ellos no les molestan; y, fundados en que todo es
puro cuento, echaron a presidio a algunos infelices
que nos hicieron un bien de caridad a la gente del
Somontano, despeñando a esa mala mujer.
-¿Conque no cayó casualmente ella, sino
que la hicieron rodar que quieras que no? ¡A ver, a
ver! Cuénteme usted cómo pasó eso, porque debe
de ser curioso -añadí, mostrando toda la credulidad
y el asombro suficiente, para que el buen hombre
no maliciase que sólo quería distraerme un rato
oyendo sus sandeces; pues es de advertir que hasta que no me refirió los pormenores del suceso no
hice memoria de que, en efecto, yo había leído en
los periódicos de provincia una cosa semejante. El
pastor, convencido, por las muestras de interés con
que me disponía a escuchar su relato, de que yo no
era uno de esos señores de la ciudad, dispuesto a
tratar de majaderías su historia, levantó la mano en
dirección a uno de los picachos de la cumbre, y
comenzó así, señalándome una de las rocas que se
destacaba oscura e imponente sobre el fondo gris
del cielo, que el Sol, al ponerse tras las nubes, teñía
de algunos cambiantes rojizos.
-¿Ve usted aquel cabezo alto, alto, que parece cortado a pico y por entre cuyas peñas crecen
las aliagas y los zarzales? Me parece que sucedió
ayer. Yo estaba algunos doscientos pasos camino
atrás de donde nos encontramos en este momento:
próximamente sería la misma hora, cuando creí
escuchar unos alaridos distantes, y llantos e imprecaciones que se entremezclaban con voces varoniles y coléricas, que ya se oían por un lado, ya por
otro, como de pastores que persiguen un lobo por
entre los zarzales. El Sol, según digo, estaba al
ponerse, y por detrás de la altura se descubría un
jirón del cielo, rojo y encendido como la grana, sobre el que vi aparecer alta, seca y haraposa, semejante a un esqueleto que se escapa de su fosa,
envuelto aún en los jirones del sudario, a una vieja
horrible, en la que conocí a la tía Casca. La tía Casca era famosa en todos estos contornos, y me bastó
distinguir sus greñas blancuzcas que se enredaban
alrededor de su frente como culebras, sus formas
extravagantes, su cuerpo encorvado y sus brazos
disformes, que se destacaban angulosos y oscuros
sobre el fondo de fuego del horizonte, para recono-
cer en ella a la bruja de Trasmoz. Al llegar ésta al
borde del precipicio, se detuvo un instante sin saber
qué partido tomar. Las voces de los que parecían
perseguirla sonaban cada vez más cerca, y de
cuando en cuando se la veía hacer una contorsión,
encogerse o dar un brinco para evitar los cantazos
que la arrojaban. Sin duda, no traía el bote de sus
endiablados untos, porque, a traerlo, seguro que
habría atravesado al vuelo la cortadura, dejando a
sus perseguidores burlados y jadeantes como lebreles que pierden la pista. ¡Dios no lo quiso así, permitiendo que de una vez pagara todas sus maldades!... Llegaron los mozos que venían en su seguimiento, y la cumbre se coronó de gentes, éstos con
piedras en las manos, aquéllos con garrotes, los de
más allá con cuchillos. Entonces comenzó una cosa
horrible. La vieja, ¡maldita hipocritona!, viéndose sin
huida, se arrojó al suelo, se arrastró por la tierra
besando los pies de los unos, abrazándose a las
rodillas de los otros, implorando en su ayuda a la
Virgen y a los santos, cuyos nombres sonaban en
su condenada boca como una blasfemia. Pero los
mozos, así hacían caso de sus lamentos como yo
de la lluvia cuando estoy bajo techado. -Yo soy una
pobre vieja que no ha hecho daño a nadie; no tengo
hijos ni parientes que me vengan a amparar: ¡per-
donadme, tened compasión de mí! -aullaba la bruja;
y uno de los mozos, que con la una mano la había
asido de las greñas, mientras tenía en la otra la
navaja que procuraba abrir con los dientes, le contestaba rugiendo de cólera: ¡Ah, bruja de Lucifer, ya
es tarde para lamentaciones, ya te conocemos todos! -Tú hiciste un mal a mi mulo, que desde entonces no quiso probar bocado, y murió de hambre
dejándome en la miseria! -decía uno. -¡Tú has
hecho mal de ojo a mi hijo, y lo sacas de la cuna y
lo azotas por las noches! -añadía el otro; y cada
cual exclamaba por su lado: -¡Tú has echado una
suerte a mi hermana! ¡Tú has ligado a mi novia! ¡Tú
has emponzoñado la yerba! ¡Tú has embrujado al
pueblo entero!
Yo permanecía inmóvil en el mismo punto
en que me había sorprendido aquel clamoreo infernal, y no acertaba a mover pie ni mano, pendiente
del resultado de aquella lucha.
La voz de la tía Casca, aguda y estridente,
dominaba el tumulto de todas las otras voces que
se reunían para acusarla, dándole en el rostro con
sus delitos, y siempre gimiendo, siempre sollozando, seguía poniendo a Dios y a los santos patronos
del lugar por testigos de su inocencia.
Por último, viendo perdida toda esperanza,
pidió como última merced que la dejasen un instante implorar del Cielo, antes de morir, el perdón de
sus culpas, y, de rodillas al borde de la cortadura
como estaba, la vieja inclinó la cabeza, juntó las
manos y comenzó a murmurar entre dientes qué sé
yo qué imprecaciones ininteligibles: palabras que yo
no podía oír por la distancia que me separaba de
ella, pero que ni los mismos que estaban a su lado
lograron entender. Unos aseguraban que hablaba
en latín, otros que en una lengua salvaje y desconocida, no faltando quien pudo comprender que en
efecto rezaba, aunque diciendo las oraciones al
revés, como es costumbre de estas malas mujeres.
En este punto se detuvo el pastor un momento, tendió a su alrededor una mirada, y prosiguió así:
-¿Siente usted este profundo silencio que
reina en todo el monte, que no suena un guijarro,
que no se mueve una hoja, que el aire está inmóvil
y pesa sobre los hombros y parece que aplasta?
¿Ve usted esos jirones de niebla oscura que se
deslizan poco a poco a lo largo de la inmensa pendiente del Moncayo, como si sus cavidades no bastaran a contenerlos? ¿Los ve usted cómo se ade-
lantan mudos y con lentitud, como una legión aérea
que se mueve por un impulso invisible? El mismo
silencio de muerte había entonces, el mismo aspecto extraño y temeroso ofrecía la niebla de la tarde,
arremolinada en las lejanas cumbres, todo el tiempo
que duró aquella suspensión angustiosa. Yo lo confieso con toda franqueza: llegué a tener miedo.
¿Quién sabía si la bruja aprovechaba aquellos instantes para hacer uno de esos terrible conjuros que
sacan a los muertos de sus sepulturas, estremecen
el fondo de los abismos y traen a la superficie de la
tierra, obedientes a sus imprecaciones, hasta a los
más rebeldes espíritus infernales? La vieja rezaba,
rezaba sin parar; los mozos permanecían en tanto
inmóviles, cual si estuviesen encadenados por un
sortilegio, y las nieblas oscuras seguían avanzando
y envolviendo las peñas, en derredor de las cuales
fingían mil figuras extrañas, como de monstruos
deformes, cocodrilos rojos y negros, bultos colosales de mujeres envueltas en paños blancos, y listas
largas de vapor que, heridas por la última luz del
crepúsculo, semejaban inmensas serpientes de
colores.
Fija la mirada en aquel fantástico ejército de
nubes que parecía correr al asalto de la peña sobre
cuyo pico iba a morir la bruja, yo estaba esperando
por instantes cuándo se abrían sus senos para
abortar a la diabólica multitud de espíritus malignos,
comenzando una lucha horrible al borde del derrumbadero, entre los que estaban allí para hacer
justicia en la bruja y los demonios que, en pago de
sus muchos servicios, vinieran a ayudarla en aquel
amargo trance.
-Y, por fin -exclamé interrumpiendo el animado cuento de mi interlocutor e impaciente ya por
conocer el desenlace-, ¿en qué acabó todo ello?
¿Mataron a la vieja? Porque yo creo que, por muchos conjuros que recitara la bruja y muchas señales que usted viese en las nubes y en cuanto le
rodeaba, los espíritus malignos se mantendrían
quietecitos cada cual en su agujero sin mezclarse
para nada en las cosas de la tierra. ¿No fue así?
-Así fue, en efecto. Bien porque en su turbación la bruja no acertara con la fórmula o, lo que
yo más creo, por ser viernes, día en que murió
Nuestro Señor Jesucristo, y no haber acabado aún
las vísperas; durante las que los malos no tienen
poder alguno, ello es que, viendo que no concluían
nunca con su endiablada monserga, un mozo le dijo
que acabase, y levantando en alto el cuchillo, se
dispuso a herirla. La vieja entonces, tan humilde,
tan hipocritona hasta aquel punto, se puso de pie
con un movimiento tan rápido como el de una culebra enroscada a la que se pisa y despliega sus anillos irguiéndose llena de cólera. -¡Oh!, no; ¡no quiero
morir, no quiero morir -decía-; dejadme u os morderé las manos con que me sujetáis!... Pero aún no
había pronunciado estas palabras, abalanzándose a
sus perseguidores, fuera de sí, con las greñas sueltas, los ojos inyectados de sangre y la hedionda
boca entre abierta y llena de espuma, cuando la oí
arrojar un alarido espantoso, llevarse, por dos o tres
veces las manos al costado con grande precipitación, mirárselas y volvérselas a mirar maquinalmente, y, por último, dando tres o cuatro pasos vacilantes como si estuviese borracha, la vi caer al derrumbadero. Uno de los mozos a quien la bruja
hechizó a una hermana, la más hermosa, la más
buena del lugar, la había herido de muerte en el
momento en que sintió que le clavaba en el brazo
sus dientes negros y puntiagudos. ¿Pero cree usted
que acabó ahí la cosa? Nada menos que eso; la
vieja de Lucifer tenía siete vidas como los gatos.
Cayó por un derrumbadero donde cualquiera otro a
quien se le resbalase un pie no pararía hasta lo más
hondo, y ella, sin embargo, tal vez porque el diablo
le quitó el golpe o porque los harapos de las sayas
la enredaron en los zarzales, quedó suspendida de
uno de los picos que erizan la cortadura, barajándose y retorciéndose allí como un reptil colgado por la
cola. ¡Dios, cómo blasfemaba! ¡Qué imprecaciones
tan horribles salían de su boca! Se estremecían las
carnes y se ponían de punta los cabellos sólo de
oírla... Los mozos seguían desde lo alto todas sus
grotescas evoluciones, esperando el instante en
que se desgarraría el último jirón de la saya a que
estaba sujeta, y rodaría dando tumbos de pico en
pico hasta el fondo del barranco; pero ella, con el
ansia de la muerte y sin cesar de proferir, ora horribles blasfemias, ora palabras santas mezcladas de
maldiciones, se enroscaba en derredor de los matorrales; sus dedos largos, huesosos y sangrientos, se
agarraban como tenazas a las hendiduras de las
rocas, de modo que ayudándose de las rodillas, de
los dientes, de los pies y de las manos, quizás
hubiese conseguido subir hasta el borde, si algunos
de los que la contemplaban y que llegaron a temerlo
así, no hubiesen levantado en alto una piedra gruesa, con la que le dieron tal cantazo en el pecho, que
piedra y bruja bajaron a la vez saltando de escalón
en escalón por entre aquellas puntas calcáreas,
afiladas como cuchillos, hasta dar por último, en ese
arroyo que se ve en lo más profundo del valle... Una
vez allí, la bruja permaneció un largo rato inmóvil,
con la cara hundida entre el légamo y el fango del
arroyo que corría enrojecido con la sangre; después, poco a poco, comenzó como a volver en sí y
a agitarse convulsivamente. El agua cenagosa y
sangrienta saltaba en derredor batida por sus manos, que de vez en cuando se levantaban en el aire
crispadas y horribles, no sé si implorando piedad o
amenazando aún en las últimas ansias... Así estuvo
algún tiempo removiéndose y queriendo inúltimente
sacar la cabeza fuera de la corriente buscando un
poco de aire, hasta que al fin se desplomó muerta;
muerta del todo, pues los que la habíamos visto
caer y conocíamos de lo que es capaz una hechicera tan astuta como la tía Casca no apartamos de
ella los ojos hasta que, completamente entrada la
noche, la oscuridad nos impidió distinguirla, y en
todo ese tiempo no movió pie ni mano; de modo que
si la herida y los golpes no fueron bastantes a acabarla, es seguro que se ahogó en el riachuelo cuyas
aguas tantas veces había embrujado en vida para
hacer morir nuestras reses. -¡Quien en mal anda, en
mal acaba! -exclamamos después de mirar una
última vez al fondo oscuro del despeñadero; y santiguándonos santamente y pidiendo a Dios nos ayudase en todas las ocasiones, como en aquella, con-
tra el diablo y y los suyos, emprendimos con bastante despacio la vuelta al pueblo, en cuya desvencijada torre las campanas llamaban a la oración a los
vecinos devotos.
Cuando el pastor terminó su relato, llegábamos precisamente a la cumbre más cercana al
pueblo, desde donde se ofreció a mi vista el castillo
oscuro e imponente con su alta torre del homenaje,
de la que sólo queda en pie un lienzo de muro con
dos saeteras, que transparentaban la luz y parecían
los ojos de un fantasma. En aquel castillo, que tiene
por cimiento la pizarra negra de que está formado el
monte, y cuyas vetustas murallas, hechas de pedruscos enormes, parecen obras de titanes, es fama que las brujas de los contornos tienen sus nocturnos conciliábulos.
La noche había cerrado ya, sombría y nebulosa. La Luna se dejaba ver a intervalos por entre
los jirones de las nubes que volaban en derredor
nuestro, rozando casi con la tierra, y las campanas
de Trasmoz dejaban oír lentamente el toque de
oraciones, como al final de la horrible historia que
me acababan de referir.
Ahora que estoy en mi celda tranquilo, escribiendo para ustedes la relación de estas impre-
siones extrañas, no puedo menos de maravillarme y
dolerme de que las viejas supersticiones tengan
todavía tan hondas raíces entre las gentes de las
aldeas, que den lugar a sucesos semejantes; pero,
¿por qué no he de confesarlo, sonándome aún las
últimas palabras de aquella temerosa relación, teniendo junto a mí a aquel hombre que de tan buena
fe imploraba la protección divina para llevar a cabo
crímenes espantosos, viendo a mis pies el abismo
negro y profundo en donde se revolvía el agua entre
las tinieblas, imitando gemidos y lamentos, y en
lontananza el castillo tradicional, coronado de almenas oscuras, que parecían fantasmas asomadas a
los muros, sentí una impresión angustiosa, mis cabellos se erizaron involuntariamente, y la razón,
dominada por la fantasía, a la que todo ayudaba, el
sitio, la hora y el silencio de la noche, vaciló un punto, y casi creí que las absurdas consejas de las
brujerías y los maleficios pudieran ser posibles.
Postdata.- Al terminar esta carta y cuando
ya me disponía a escribir el sobre, la muchacha que
me sirve y que ha concluido en este instante de
arreglar los trebejos de la cocina y de apagar la
lumbre, armada de un enorme candil de hierro, se
ha colocado junto a mi mesa a esperar, como tiene
de costumbre siempre que me ve escribir de noche,
que le entregue la carta que ella a su vez dará mañana al correo, el cual baja de Añón a Tarazona al
romper el día. Sabiendo que es de un lugar inmediato a Trasmoz y que en este último pueblo tiene
gran parte de su familia, me ha ocurrido preguntarle
si conoció a la tía Casca y si sabe alguna particularidad de sus hechizos, famosos en todo el Somontano. No pueden ustedes figurarse la cara que ha
puesto al oír el nombre de la bruja, ni la expresión
de medrosa inquietud con que ha vuelto la vista a
su alrededor, procurando iluminar con el candil los
rincones oscuros de la celda, antes de responderme. Después de practicada esta operación, y con
voz baja y alterada, sin contestar a mi interpelación,
me ha preguntado a su vez:
-¿Sabe usted en qué día de la semana estamos?
-No, chica -le respondí-; pero ¿a qué conduce saber el día de la semana?
-Porque si es viernes, no puedo despegar
los labios sobre ese asunto. Los viernes, en memoria de que nuestro Señor Jesucristo murió en semejante día, no pueden las brujas hacer mal a nadie;
pero en cambio oyen desde su casa cuanto se dice
de ellas, aunque sea al oído y en el último rincón del
mundo.
-Tranquilízate por ese lado, pues a lo que
yo puedo colegir de la proximidad del último domingo, todo lo más, andaremos por el martes o el miércoles.
-No es esto decir que yo le tenga miedo a la
bruja, pues de los míos sólo a mi hermana la mayor,
al pequeñico y a mi padre puede hacerles mal.
-¡Calle!, ¿y en qué consiste el privilegio?
-En que al echarnos el agua no se equivocó
el cura ni dejó olvidada ninguna palabra del Credo.
-¿Y eso se lo has ido tú a preguntar al cura
tal vez?
-¡Quia! No, señor: el cura no se acordaría.
Se lo hemos preguntado a un cedazo.
-Que es el que debe saberlo... No me parece mal. ¿Y cómo se entra en conversación con un
cedazo? Porque eso debe de ser curioso.
-Verá usted...: después de las doce de la
noche, pues las brujas que lo quisieran impedir no
tienen poder sino desde las ocho hasta esa hora, se
toma el cedazo, se hacen sobre él tres cruces con
la mano izquierda, y suspendiéndole en el aire,
cogido por el aro con las puntas de unas tijeras, se
le pregunta. Si se ha olvidado alguna palabra del
Credo, da vueltas por sí sólo, y si no, se está quietico, quietico, como la hoja en el árbol cuando no se
mueve una paja de aire.
-Según eso, ¿tú estás completamente tranquila de que no han de embrujarte?
-Lo que es por mí, completamente; pero sin
embargo, mirando por los de la casa, cuido siempre
de hacer antes de dormir una cruz en el hogar con
las tenazas para que no entren por la chimenea, y
tampoco se me olvida poner la escoba en la puerta
con el palo en el suelo.
-¡Ah!, vamos; ¿conque la escoba que encuentro algunas mañanas a la puerta de mi habitación con las palmas hacia arriba y que me ha hecho
pensar que era uno de tus frecuentes olvidos, no
estaba allí sin su misterio? Pero se me ocurre preguntar una cosa: si ya mataron a la bruja y, una vez
muerta, su alma no puede salir del precipicio donde
por permisión divina anda penando, ¿contra quien
tomas esas precauciones?
-¡Toma, toma! Mataron a una; pero como
que son una familia entera y verdadera, que desde
hace un siglo o dos vienen heredando el unto de
unas en otras, se acabó con una tía Casca, pero
queda su hermana, y cuando acaben con ésta, que
acabarán también, le sucederá su hija, que aún es
moza y ya dicen que tiene sus puntos de hechicera.
-Según lo que veo, ¿esa es una dinastía
secular de brujas que se vienen sucediendo regularmente por la línea femenina desde los tiempos
más remotos?
-Yo no sé lo que son; pero lo que puedo decirle es que acerca de estas mujeres se cuenta en
el pueblo una historia muy particular, que yo he oído
referir algunas veces en las noches de invierno.
-Pues vaya, deja ese candil en el suelo,
acerca una silla y refiéreme esa historia, que yo me
parezco a los niños en mis aficiones.
-Es que esto no es cuento.
-O historia, como tú quieras -añadí por último, para tranquilizarla respecto a la entera fe con
que sería acogida la relación por mi parte.
La muchacha, después de colgar el candil
en un clavo, y de pie a una respetuosa distancia de
la mesa, por no querer sentarse, a pesar de mis
instancias, me ha referido la historia de las brujas
de Trasmoz, historia original que yo a mi vez contaré a ustedes otro día, pues ahora voy a acostarme
con la cabeza llena de brujas, hechicerías y conjuros, pero tranquilo, porque, al dirigirme a mi alcoba,
he visto el escobón junto a la puerta haciéndome la
guardia, más tieso y formal que un alabardero en
día de ceremonia.
Carta séptima
Queridos amigos: Prometí a ustedes en mi
última carta referirles, tal como me la contaron, la
maravillosa historia de las brujas de Trasmoz. Tomo, pues, la pluma para cumplir lo prometido, y va
de cuento.
Desde tiempo inmemorial, es artículo de fe
entre las gentes del Somontano que Trasmoz es la
corte y punto de cita de las brujas más importantes
de la comarca. Su castillo, como los tradicionales
campos de Barahona y el valle famoso de Zugarramurdi, pertenece a la categoría de conventículo de
primer orden y lugar clásico para las grandes fiestas
nocturnas de las amazonas de escobón, los sapos
con collareta y toda la abigarrada servidumbre del
macho cabrío, su ídolo y jefe. Acerca de la fundación de este castillo, cuyas colosales ruinas, cuyas
torres oscuras y dentelladas, patios sombríos y profundos fosos, parecen, en efecto digna escena de
tan diabólicos personajes, se refiere una tradición
muy antigua. Parece que en tiempo de los moros,
época que para nuestros campesinos corresponde
a las edades mitológicas y fabulosas de la Historia,
pasó el rey por las cercanías del sitio en que ahora
se halla Trasmoz; y viendo con maravilla un punto
como aquél, donde gracias a la altura, las rápidas
pendientes y los cortes a plomo de la roca, podía el
hombre, ayudado de la Naturaleza, hacer un lugar
fuerte e inexpugnable, de grande utilidad por encontrarse próximo a la raya fronteriza, exclamó volviéndose a los que iban en su seguimiento, y tendiendo
la mano en dirección de la cumbre:
-De buena gana tendría allí un castillo.
Oyole un pobre viejo, que apoyado en un
báculo de caminante y con unas miserables alforjillas al hombro pasaba a la sazón por el mismo sitio,
y adelantándose hasta salirle al encuentro y a riesgo de ser atropellado por la comitiva real, detuvo
por la brida el caballo de su señor y le dijo estas
solas palabras:
-Si me lo dais en alcaidía perpetua, yo me
comprometo a llevaros mañana a vuestro palacio
sus llaves de oro.
Rieron grandemente el rey y los suyos de la
extravagante proposición del mendigo, de modo que
arrojándole una pequeña pieza de plata al suelo, a
manera de limosna, contestole el soberano con aire
de zumba:
-Tomad esa moneda para que compréis
unas cebollas y un pedazo de pan con que desayunaros, señor alcaide de la improvisada fortaleza de
Trasmoz, y dejadnos en paz proseguir nuestro camino.
Y, esto diciendo, le apartó suavemente a un
lado de la senda, tocó el ijar de su corcel con el
acicate, y se alejó seguido de sus capitanes, cuyas
armaduras, incrustadas de arabescos de oro, resonaban y resplandecían al compás del galope, mal
ocultas por los blancos y flotantes alquiceles.
-¿Luego me confirmáis en la alcaidía? añadió el pobre viejo, en tanto que se bajaba para
recoger la moneda, y dirigiéndose en alta voz hacia
los que ya apenas se distinguían entre la nube de
polvo que levantaban los caballos, un punto detenidos, al arrancar de nuevo.
-Seguramente -díjole el rey desde lejos y
cuando ya iba a doblar una de las vueltas del monte-; pero con la condición de que esta noche levantarás el castillo y mañana irás a Tarazona a entregarme las llaves.
Satisfecho el pobrete con la contestación
del rey, alzó, como digo, la moneda del suelo, besó-
la con muestras de humildad; y, después de atarla
en un pico del guiñapo blancuzco que le servía de
turbante, se dirigió poco a poco hacia la aldehuela
de Trasmoz. Componían entonces este lugar quince
o veinte casuquillas sucias y miserables, refugio de
algunos pastores que llevaban a pacer sus ganados
al Moncayo. Pasito a pasito, aquí cae, allí tropieza,
como el que camina agobiado del doble peso de la
edad y de una larga jornada, llegó al fin nuestro
hombre al pueblo, y comprando, según se lo había
dicho el rey, un mendrugo de pan y tres o cuatro
cebollas blancas, jugosas y relucientes, sentose a
comerlas a la orilla de un arroyo, en el cual los vecinos tenían costumbre de venir a hacer sus abluciones de la tarde, y en donde, una vez instalado, comenzó a despachar su pitanza con tanto gusto, y
moviendo sus descarnadas mandíbulas, de las que
pendían unas barbillas blancas y claruchas, con tal
priesa, que, en efecto, parecía no haberse desayunado en todo lo que iba de día, que no era poco,
pues el Sol comenzaba a trasmontar las cumbres.
Sentado estaba, pues, nuestro pobre viejo a
la orilla del arroyo dando buena cuenta con gentil
apetito de su frugal comida, cuando llegó hasta el
borde del agua uno de los pastores del lugar, hizo
sus acostumbradas zalemas, vuelto hacia el Orien-
te, y concluida esta operación, comenzó a lavarse
las manos y el rostro murmurando sus rezos de la
tarde. Tras éste vinieron otros cuantos, hasta cinco
o seis, y cuando todos hubieron concluido de rezar
y remojarse el cogote, llamólos el viejo y les dijo:
-Veo con gusto que sois buenos musulmanes y que ni las ordinarias ocupaciones, ni las fatigas de vuestros ejercicios os distraen de las santas
ceremonias que a sus fieles dejó encomendadas el
Profeta. El verdadero creyente tarde o temprano,
alcanza el premio: unos lo recogen en la tierra, otros
en el paraíso, no faltando a quienes se les da en
ambas partes, y de estos seréis vosotros.
Los pastores, que durante la arenga no habían apartado un punto sus ojos del mendigo, pues
por tal le juzgaron al ver su mal pelaje, y peor desayuno, se miraban entre sí, después de concluido,
como no comprendiendo adónde iría a parar aquella
introducción si no era a pedir una limosna; pero, con
grande asombro de los circunstantes, prosiguió de
este modo su discurso:
-He aquí que yo vengo de una tierra lejana
a buscar servidores leales para la guarda y custodia
de un famoso castillo. Yo me he sentado al borde
de las fuentes que saltan sobre una taza de pórfido,
a la sombra de las palmeras en las mezquitas de las
grandes ciudades, y he visto uno tras otros venir
muchos hombres a hacer las abluciones con sus
aguas, éstos por mera limpieza, aquéllos por hacer
lo mismo que todos, los más por dar el espectáculo
de una piedad de fórmula. Después os he visto en
estas soledades, lejos de las miradas del mundo,
atentos sólo al ojo que vela sobre las acciones de
los mortales, cumplir con nuestros ritos, impulsados
por la conciencia de un deber, y he dicho para mí: He aquí hombres fieles a su religión; igualmente lo
serán a su palabra. De hoy más no vagaréis por los
montes con nieves y fríos para comer un pedazo de
pan negro; en la magnífica fortaleza de que os
hablo, tendréis alimento abundante y vida holgada.
Tú cuidarás de la atalaya, atento siempre a las señales de los corredores del campo, y pronto a encender la hoguera que brilla en las sombras, como
el penacho de fuego del casco de un arcángel. Tú
cuidarás del rastrillo y del puente; tú darás vueltas
cada tres horas alrededor de las torres, por entre la
barbacana y el muro. A ti te encargaré de las caballerizas; bajo la guarda de ése estarán los depósitos
de materiales de guerra, y, por último, aquel otro
correrá con los almacenes de víveres.
Los pastores, de cada vez más asombrados
y suspensos, no sabían qué juicio formar del improvisado protector que la casualidad les deparaba; y
aunque su aspecto miserable no convenía del todo
bien con sus generosas ofertas, no faltó alguno que
le preguntase entre dudoso y crédulo:
-¿Dónde está ese castillo? Si no se halla
muy lejos de estos lugares entre cuyas peñas estamos acostumbrados a vivir, y a los que tenemos el
amor que todo hombre tiene a la tierra que le vio
nacer, yo, por mi parte, aceptaría con gusto tus
ofrecimientos, y creo que como yo todos los que se
encuentran presentes.
-Por eso no temáis, pues está bien cerca de
aquí -respondió el viejo impasible-; cuando el Sol se
esconde por detrás de las cumbres del Moncayo, su
sombra cae sobre vuestra aldea.
-¿Y cómo puede ser eso -dijo entonces el
pastor-, si por aquí no hay castillo ni fortaleza alguna, y la primera sombra que envuelve nuestro lugar
es la del cabezo del monte en cuya falda se ha levantado?
-Pues en ese cabezo se halla, porque allí
están las piedras, y donde están las piedras está el
castillo, como está la gallina en el huevo y la espiga
en el grano -insistió el extraño personaje, a quien
sus interlocutores, irresolutos hasta aquel punto, no
dudaron en calificar de loco de remate.
-¿Y tú serás, sin duda, el gobernador de
esa fortaleza famosa? -exclamó, entre las carcajadas de sus compañeros, otro de los pastores-. Porque a tal castillo, tal alcaide.
-Yo lo soy -tornó a contestar el viejo, siempre con la misma calma, y mirando a sus risueños
oyentes con una sonrisa particular-. ¿No os parezco
digno de tan honroso cargo?
-¡Nada menos que eso! -se apresuraron a
responderle-. Pero el Sol ha doblado las cumbres, la
sombra de vuestro castillo envuelve ya en sus pliegues nuestras pobres chozas. ¡Poderoso y temido
alcaide de la invisible fortaleza de Trasmoz, si queréis pasar la noche a cubierto, os podemos ofrecer
un poco de paja en el establo de nuestras ovejas; si
preferís quedaros al raso, que Alá os tenga en su
santa guarda, el Profeta os colme de sus beneficios
y los arcángeles de la noche velen a vuestro alrededor con sus espadas encendidas!
Acompañando estas palabras, dichas en tono de burlesca solemnidad, con profundos y humildes saludos, los pastores tomaron el camino de su
pueblo, riendo a carcajadas de la original aventura.
Nuestro buen hombre no se alteró, sin embargo, por
tan poca cosa, sino que, después de acabar con
mucho despacio su merienda, tomó en el hueco de
la mano algunos sorbos de agua limpia y transparente del arroyo, limpiose con el revés la boca, sacudió las migajas de pan de la túnica y, echándose
otra vez las alforjillas al hombro y apoyándose en su
nudoso báculo, emprendió de nuevo el camino adelante, en la misma dirección que sus futuros sirvientes.
La noche comenzaba, en efecto, a entrarse
fría y oscura. De pico a pico de la elevada cresta del
Moncayo se extendían largas bandas de nubes
color de plomo, que, arrolladas hasta a aquel momento por la influencia del Sol, parecían haber esperado a que se ocultase para comenzar a removerse con lentitud, como esos monstruos deformes
que produce el mar y que se arrastran trabajosamente en las playas desiertas. El ancho horizonte
que se descubría desde las alturas, iba poco a poco
palideciendo y pasando del rojo al violado por un
punto, mientras que por el contrario asomaba la
Luna redonda, encendida, grande, como un escudo
de batallar, y por el dilatado espacio del cielo las
estrellas aparecían unas tras otras, amortiguada su
luz, por la del astro de la noche.
Nuestro buen viejo, que parecía conocer
perfectamente el país, pues nunca vacilaba al escoger las sendas que más pronto habían de conducirle
al término de su peregrinación, dejó a un lado la
aldea, y siempre subiendo con bastante fatiga por
entre los enormes peñascos y las espesas carrascas, que entonces como ahora cubrían la áspera
pendiente del monte, llegó por último a la cumbre
cuando las sombras se habían apoderado por completo de la Tierra, y la Luna, que se dejaba ver a
intervalos por entre las oscuras nubes, se había
remontado a la primera región del cielo. Cualquiera
otro hombre, impresionado por la soledad del sitio,
el profundo silencio de la Naturaleza y el fantástico
panorama de las sinuosidades del Moncayo, cuyas
puntas coronadas de nieve parecían las olas de un
mar inmóvil y gigantesco, hubiera temido aventurarse por entre aquellos matorrales, adonde en mitad
del día, apenas osaban llegar los pastores; pero el
héroe de nuestra relación, que, como ya habrán
sospechado ustedes, y si no lo han sospechado lo
verán claro más adelante, debía de ser un magicazo
de tomo y lomo, no satisfecho con haber trepado a
la eminencia, se encaramó en la punta de la más
elevada roca, y desde aquél aéreo asiento comenzó
a pasear la vista a su alrededor, con la misma firmeza que el águila, cuyo nido pende de un peñasco
al borde del abismo, contempla sin temor el fondo.
Después que se hubo reposado un instante
de las fatigas del camino, sacó de las alforjillas un
estuche de forma particular y extraña, un librote
muy carcomido y viejo, y un cabo de vela verde,
corto y a medio consumir. Frotó con sus dedos descarnados y huesosos en uno de los extremos del
estuche, que parecía de metal y era a modo de
linterna, y a medida que frotaba, veíase como una
lumbre sin claridad, azulada, medrosa e inquieta,
hasta que por último brotó una llama y se hizo luz:
con aquella luz encendió el cabo de vela verde, a
cuyo escaso resplandor, y no sin haberse calado
antes unas disformes antiparras redondas, comenzó
a hojear el libro, que para mayor comodidad había
puesto delante de sí sobre una de las peñas. Según
que el nigromante iba pasando las hojas del libro,
llenas de caracteres árabes, caldeos y siriacos trazados con tinta azul, negra, roja y violada, y de figuras y signos misteriosos, murmuraba entre dientes
frases ininteligibles, y, parando de cierto en cierto
tiempo la lectura, repetía un estribillo singular con
una especie de salmodia lúgubre, que acompañaba
hiriendo la tierra con el pie y agitando la mano que
le dejaba libre el cuidado de la vela, como si se
dirigiese a alguna persona.
Concluida la primera parte de su mágica letanía, en la que, unos tras otros, había ido llamando
por sus nombres, que yo no podré repetir, a todos
los espíritus del aire y de la tierra, del fuego y de las
aguas, comenzó a percibirse en derredor un ruido
extraño, un rumor de alas invisibles que se agitaban
a la vez, y murmullos y confusos, como de muchas
gentes que se hablasen al oído. En los días revueltos del otoño, y cuando las nubes, amontonadas en
el horizonte, parecen amenazar con una lluvia copiosa, pasan las grullas por el cielo, formando un
oscuro triángulo, con un ruido semejante. Mas lo
particular del caso era que allí a nadie se veía, y
aun cuando se percibiese el aleteo cada vez más
próximo, y el aire agitado moviera en derredor las
hojas de los árboles, y el rumor de las palabras
dichas en voz baja se hiciese gradualmente más
distinto, todo semejaba cosa de ilusión o ensueño.
Paseó el mágico la mirada en todas direcciones
para contemplar a los que sólo a sus ojos parecían
visibles y, satisfecho sin duda del resultado de su
primera operación, volvió a la interrumpida lectura.
Apenas su voz temblona, cascada y un poco nasal
comenzó a dejarse oír pronunciando las enrevesadas palabras del libro, se hizo en torno un silencio
tan profundo, que no parecía sino que la Tierra, los
astros y los genios de la noche estaban pendientes
de los labios del nigromante, que ora hablaba con
frases dulces y de suave inflexión, como quien suplica, ora con acento áspero, enérgico y breve, como quien manda. Así leyó largo rato, hasta que al
concluir la última hoja se produjo un murmullo en el
invisible auditorio, semejante al que forman en los
templos las confusas voces de los fieles cuando
acabada una oración, todos contestan amén en mil
diapasones distintos. El viejo, que a medida que
rezaba y rezaba aquellos diabólicos conjuros había
ido exaltándose y cobrando una energía y un vigor
sobrenaturales, cerró el libro con un gran golpe, dio
un soplo a la vela verde y, despojándose de las
antiparras redondas, se puso de pie sobre la altísima peña donde estuvo sentado y desde donde se
dominaban las infinitas ondulaciones de la falda del
Moncayo; con los valles, las rocas y los abismos
que la quiebran. Allí, de pie, con la cabeza erguida y
los brazos extendidos, el uno al Oriente y el otro al
Occidente, alzó la voz y exclamó dirigiéndose a la
infinita muchedumbre de seres invisibles y misteriosos que, encadenados a su palabra por la fuerza de
los conjuros, esperaban sumisos sus órdenes:
-¡Espíritus de las aguas y de los aires, vosotros que sabéis horadar las rocas y abatir los troncos más corpulentos, agitaos y obedecedme!
Primero suave, como cuando levanta el
vuelo una banda de palomas; después más fuerte,
como cuando azota el mástil de un buque una vela
hecha jirones, oyose el ruido de las alas al plegarse
y desplegarse con una prontitud increíble, y aquel
ruido fue creciendo, creciendo, hasta que llegó a
hacerse espantoso, como el de un huracán desencadenado. El agua de los torrentes próximos saltaba y se retorcía en el cauce, espumarajeando e
irguiéndose como una culebra furiosa; el aire, agitado y terrible, zumbaba en los huecos de las peñas,
levantaba remolinos de polvo y de hojas secas, y
sacudía, inclinándolas hasta el suelo, las copas de
los árboles. Nada más extraño y horrible que aquella tempestad circunscrita a un punto, mientras la
Luna se remontaba tranquila y silenciosa por el
cielo, y las aéreas lejanas cumbres de la cordillera
parecían bañadas de un sereno y luminoso vapor.
Las rocas crujían como si sus grietas se dilatasen, e
impulsadas de una fuerza oculta e interior amenazaban volar hechas mil pedazos. Los troncos más
corpulentos arrojaban gemidos y chasqueaban,
próximos a hendirse, como si un súbito desenvolvimiento de sus fibras fuese a rajar la endurecida
corteza. Al cabo, y después de sentirse sacudido el
monte por tres veces, las piedras se desencajaron y
los árboles se partieron, y árboles y piedras comenzaron a saltar por los aires en furioso torbellino,
cayendo semejantes a una lluvia espesa, en el lugar
que de antemano señaló el nigromante a sus servidores. Los colosales troncos y los inmensos témpanos de granito y pizarra oscura, que eran como
arrojados al azar, caían, no obstante, unos sobre
otros con admirable orden, e iban formando una
cerca altísima a manera de bastión, queel agua de
los torrentes, arrastrando arenas, menudas piedrecillas y cal de su alveolo, se encargaba de completar,
llenando las hendiduras con una argamasa indestructible.
-La obra adelanta. ¡Ánimo!, ¡ánimo! murmuró el viejo-; aprovechemos los instantes, que
la noche es corta, y pronto cantará el gallo trompeta
del día.
Y, esto diciendo, se inclinó hacia el borde
de una sima profunda, abierta al impulso de las
convulsiones de la montaña, y como dirigiéndose a
otros seres ocultos en su fondo, prosiguió:
-Espíritus de la tierra y del fuego: vosotros
que conocéis los tesoros de metal de sus entrañas y
circuláis por sus caminos subterráneos con los mares de lava encendida y ardiente, agitaos y cumplid
mis órdenes.
Aún no había expirado el eco de la última
palabra del conjuro, cuando se comenzó a oír un
rumor sordo y continuo como el de un trueno lejano,
rumor que asimismo fue creciendo, creciendo, hasta
que se hizo semejante al que produce un escuadrón
de jinetes que cruza al galope el puente de una
fortaleza, y entonces retumba el golpear del casco
de los caballos, crujen los maderos, rechinan las
cadenas y resuena, metálico y sonoro, el choque de
las armaduras, de las lanzas y los escudos. A medida que el ruido tomaba mayores proporciones, veíase salir por las grietas de las rocas un resplandor
vivo y brillante, como el que despide una fragua
ardiendo, y de eco en eco se repetía por las concavidades del monte el fragor de millares de martillos
que caían con un estrépito espantoso sobre los
yunques, en donde los gnomos trabajan el hierro de
las minas, fabricando puertas, rastrillos, armas y
toda la ferretería indispensable para la seguridad y
complemento de la futura fortaleza. Aquello era un
tumulto imposible de describir; un desquiciamiento
general y horroroso: por un lado rebramaba el aire
arrancando las rocas, que se hacinaban con estruendo en la cúspide del monte; por otro mugía el
torrente, mezclando sus bramidos con el crujir de
los árboles que se tronchaban y el golpear incesante de los martillos, que caían alternados sobre los
yunques, como llevando el compás en aquella
diabólica sinfonía.
Los habitantes de la aldea, despertados de
improviso por tan infernal y asordadora baraúnda,
no osaban siquiera asomarse al tragaluz de sus
chozas para descubrir la causa del extraño terremoto, no faltando algunos que, poseídos de terror creyeron llegado el instante en que, próxima la destrucción del mundo, había de bajar la muerte a enseñorearse de su imperio, envuelta en el jirón de un
sudario, sobre un corcel fantástico y amarillo, tal
como en sus revelaciones la pinta el Profeta.
Esto se prolongó hasta momentos antes de
amanecer, en que los gallos de la aldea comenza-
ron a sacudir las plumas y a saludar el día próximo
con su canto sonoro y estridente. A esta sazón, el
rey, que se volvía a su corte haciendo pequeñas
jornadas, y que accidentalmente había dormido en
Tarazona, bien porque de suyo fuese madrugador y
despabilado, bien porque extrañase la habitación,
que todo cabe, en lo posible, saltaba de la cama
listo como él solo, y después de poner en un pie
como las grullas a su servidumbre, se dirigía a los
jardines de palacio. Aún no había pasado una hora
desde que vagaba al azar por el intrincado laberinto
de sus alamedas, departiendo con uno de sus capitanes todo lo amigablemente que puede departir un
rey, moro por añadidura, con uno de sus súbditos,
cuando llegó hasta él, cubierto de sudor y de polvo,
el más ágil de los corredores de la frontera, y le dijo,
previas las salutaciones de costumbre:
-Señor, hacia la parte de la raya de Castilla
sucede una cosa extraordinaria. Sobre la cumbre
del monte de Trasmoz, y donde ayer no se encontraban más que rocas y matorrales, hemos descubierto al amanecer un castillo tan alto, tan grande y
tan fuerte como no existe ningún otro en todos
vuestros estados. En un principio dudamos del testimonio de nuestros ojos, creyendo que tal vez fingía la mole la niebla arremolinada sobre las alturas;
pero después ha salido el Sol, la niebla se ha deshecho, y el castillo subsiste allí oscuro, amenazador
y gigante, dominando los contornos con su altísima
atalaya.
Oír el rey este mensaje y recordar su encuentro con el mendigo de las alforjas, todo fue una
cosa misma; y reunir estas dos ideas y lanzar una
mirada amenazadora e interrogante a los que estaban a su lado tampoco fue cuestión de más tiempo.
Sin duda su alteza árabe sospechaba que alguno
de sus emires, conocedores del diálogo del día anterior, se había permitido darle una broma sin precedentes en los anales de la etiqueta musulmana,
pues con acento de mal disimulado enojo exclamó,
jugando con el pomo de su alfanje de una manera
particular, como solía hacerlo cuando estaba a punto de estallar su cólera:
-¡Pronto, mi caballo más ligero, y a Trasmoz
que juro por mis barbas y las del Profeta que, si es
cuento el mensaje de los corredores, donde debiera
estar el castillo he de poner una picota para los que
lo han inventado!
Esto dijo el rey, y minutos después, no corría, volaba camino de Trasmoz seguido de sus capitanes. Antes de llegar a lo que se llama el Somon-
tano, que es una reunión de valles y alturas que van
subiendo gradualmente hasta llegar al pie de la
cordillera que domina el Moncayo, coronado de
nieblas y de nubes como el gigante y colosal monarca de estos montes, hay viniendo de Tarazona,
una gran eminencia que lo oculta a la vista hasta
que se llega a su cumbre. Tocaba el rey casi a la
cúspide de esta altura, conocida hoy por la Ciezma,
cuando, con gran asombro suyo y de los que le
seguían, vio venir a su encuentro al viejecito de las
alforjas, con la misma túnica raída y remendada del
día anterior, el mismo turbante, hecho jirones y sucio, y el propio báculo, tosco y fuerte, en que se
apoyaba, mientras él, en son de burla, después de
haber oído su risible propuesta, le arrojó una moneda para que comprase pan y cebollas. Detúvose el
rey delante del viejo, y éste, postrándose de hinojos
y sin dar lugar a que le preguntara cosa alguna,
sacó de las alforjas, envueltas en un paño de púrpura, dos llaves de oro, de labor admirable y exquisita,
diciendo al mismo tiempo que las presentaba a su
soberano:
-Señor, yo he cumplido ya mi palabra; a vos
toca sacar airosa de su empeño la vuestra.
-Pero ¿no es fábula lo del castillo? preguntó el rey entre receloso y suspenso, y fijando
alternativamente la mirada, ya en las magníficas
llaves que por su materia y su inconcebible trabajo
valían de por sí un tesoro, ya en el viejecito, a cuyo
aspecto miserable se renovaba en su ánimo el deseo de socorrerle con una limosna.
-Dad algunos pasos más y lo veréis respondió el alcaide; pues, una vez cumplida su
promesa y siendo la que le habían empeñado palabra de rey, que al menos en estas historias tiene
fama de inquebrantable, por tal podemos considerarle desde aquel punto. Dio algunos pasos más el
soberano; llegó a lo más alto de la Ciezma, y, en
efecto, el castillo de Trasmoz apareció a sus ojos,
no tal como hoy se ofrecería a los de ustedes, si por
acaso tuvieran la humorada de venir a verlo, sino tal
como fue en lo antiguo, con sus cinco torres gigantes, su atalaya esbelta, sus fosos profundos, sus
puertas chapeadas de hierro, fortísimas y enormes,
su puente levadizo y sus muros coronados de almenas puntiagudas.
Al llegar a este punto de mi carta, advierto
que, sin querer, he faltado a la promesa que hice en
la anterior y ratifiqué al tomar hoy la pluma para
escribir a ustedes. Prometí contarles la historia de la
bruja de Trasmoz y sin saber cómo les he relatado
en su lugar la del castillo. Con estos cuentos sucede
lo que con las cerezas: sin pensarlo, salen unas
enredadas en otras. ¿Qué le hemos de hacer?
Conseja por conseja, allá va la primera que se ha
enredado en el pico de la pluma; merced a ella y
teniendo presente su diabólico origen, comprenderán ustedes por qué las brujas, cuya historia quedo siempre comprometido a contarles, tienen una
marcada predilección por las ruinas de este castillo
y se encuentran en él como en su casa.
Carta octava
Queridos amigos: En una de mis cartas anteriores dije a ustedes en qué ocasión y por quién
me fue referida la estupenda historia de las brujas,
que a mi vez he prometido repetirles. La muchacha
que se encuentra a mi servicio, tipo perfecto del
país, con su apretador verde, su saya roja y sus
medias azules, había colgado el candil en un ángulo
de mi habitación, débilmente alumbrada, aun con
este aditamento de luz, por una lamparilla, a cuyo
escaso resplandor escribo. Las diez de la noche
acababan de sonar en el antiguo reloj de pared,
único resto del mobiliario de los frailes, y solamente
se oían, con breves intervalos de silencio, profundo,
esos ruidos apenas perceptibles y propios de un
edificio deshabitado e inmenso, que producen el
aire que gime, los techos que crujen, las puertas
que rechinan y los animaluchos de toda calaña que
vagan a su placer por los sótanos, las bóvedas y las
galerías del monasterio, cuando después de contarme la leyenda que corre más válida acerca de la
fundación del castillo, y que ya conocen ustedes,
prosiguió su relato, no sin haber hecho antes un
momento de pausa para calcular el efecto que la
primera parte de la historia me había producido, y la
cantidad de fe con que podía contar en su oyente
para la segunda.
He aquí la historia, poco más o menos, tal
como me la refirió mi criada, aunque sin giros extraños y sin locuciones pintorescas y características
del país, que ni yo puedo recordar, ni, caso que las
recordase, ustedes podrían entender.
Ya había pasado el castillo de Trasmoz a
poder de los cristianos, y éstos a su vez, terminadas
las continuas guerras de Aragón y Castilla, habían
concluido por abandonarle, cuando es fama que
hubo en el lugar un cura tan exacto en el cumplimiento de sus deberes, tan humilde con sus inferiores y tan lleno de ardiente caridad para con los infelices, que su nombre, al que iba unido una intachable reputación de virtud, llegó a hacerse conocido y
venerado en todos los pueblos de la comarca.
Muchos y muy señalados beneficios debían
los habitantes de Trasmoz a la inagotable bondad
del buen cura, que ni para disfrutar de una canonjía,
con que en repetidas ocasiones le brindó el obispo
de Tarazona, quiso abandonarlos; pero el mayor sin
duda fue el libertarlos, merced a sus santas plegarias y poderosos exorcismos, de la incómoda vecindad de las brujas, que desde los lugares más remo-
tos del reino venían a reunirse ciertas noches del
año en las ruinas del castillo, que, quizás por deber
su fundación a un nigromante, miraban como cosa
propia y lugar el más aparente para sus nocturnas
zambras y diabólicos conjuros. Como quiera que,
antes de aquella época, muchos otros exorcistas
habían intentado desalojar de allí a los espíritus
infernales, y sus rezos y sus aspersiones fueron
inútiles, la fama de mosén Gil el limosnero (que por
este nombre era conocido nuestro cura) se hizo
tanto más grande cuanto más difícil e imposible se
juzgó hasta entonces dar cima a la empresa que él
había acometido y llevado a cabo con feliz éxito,
gracias a la poderosa intercesión de sus plegarias y
al mérito de sus buenas obras. Su popularidad y el
respeto que los campesinos le profesaban, iban,
pues, creciendo a medida que la edad, cortando,
por decirlo así, los últimos lazos que pudieran ligarle
a las cosas terrestres, acendraba sus virtudes y el
generoso desprendimiento con que siempre dio a
los pobres hasta lo que él había de menester para
sí; de modo que, cuando el venerable sacerdote,
cargado de años y de achaques, salía a dar una
vueltecita por el porche de su humilde iglesia, era
de ver como los chicuelos corrían desde lejos para
venir a besarle la mano, los hombres se descubrían
respetuosamente y las mujeres llegaban a pedirle
su bendición, considerándose dichosa la que podía
alcanzar como reliquia y amuleto contra los maleficios un jirón de su raída sotana. Así vivía en paz y
satisfecho con su suerte el bueno de mosén Gil;
mas como no hay felicidad completa en el mundo, y
el diablo anda de continuo buscando ocasión de
hacer mal a sus enemigos, éste, sin duda, dispuso
que por muerte de una hermana menor, viuda y
pobre, viniese a parar a casa del caritativo cura una
sobrina que él recibió con los brazos abiertos, y a la
cual consideró desde aquel punto como apoyo providencial deparado por la bondad divina para consuelo de su vejez.
Dorotea, que así se llamaba la heroína de
esta verídica historia, contaba escasamente dieciocho abriles; parecía educada en un santo temor de
Dios, un poco encogida en sus modales, melosa en
el hablar y humilde en presencia de extraños, como
todas las sobrinas de los curas que yo he conocido
hasta ahora; pero tanto como la que más, o más
que ninguna, preciada del atractivo de sus ojos
negros y traidores, y amiga de emperejilarse y componerse. Esta afición a los trapos, según nosotros
los hombres solemos decir, tan general en las muchachas de todas las clases y de todos los siglos, y
que en Dorotea predominaba exclusivamente sobre
las demás aficiones, era causa continua de domésticos disturbios entre la sobrina y el tío, que contando con muy pocos recursos en su pobre curato de
aldea, y siempre en la mayor estrechez a causa de
su largueza para con los infelices, según él decía
con una ingenuidad admirable, andaba desde que
recibió las primeras órdenes procurando hacerse un
manteo nuevo, y aún no había encontrado ocasión
oportuna. De vez en cuando las discusiones a que
daban lugar las peticiones de la sobrina solían
agriarse, y ésta le echaba en cara las muchas necesidades a que estaban sujetos, y la desnudez en
que ambos se veían por dar a los pobres no sólo lo
superfluo, sino hasta lo necesario. Mosén Gil entonces, echando mano de los más deslumbradores
argumentos de su cristiana oratoria, después de
repetir que cuanto a los pobres se da a Dios se
presta, acostumbraba a decirle que ño se apurase
por una saya de más o de menos para los cuatro
días que se han de estar en este valle de lágrimas y
miserias, pues mientras más sufrimientos sobrellevase con resignación y más desnuda anduviese por
amor hacia el prójimo, más pronto iría, no ya a la
hoguera que se enciende los domingos en la plaza
del lugar, y emperejilada con una mezquina saya de
paño rojo, franjada de vellorí, sino a gozar del Paraíso eterno, danzando en torno de la lumbre inextinguible, y vestida de la gracia divina, que es el
más hermoso de todos los vestidos imaginables.
Pero váyale usted con estas evangélicas filosofías a
una muchacha de dieciocho años, amiga de parecer
bien, aficionada de perifollos, con sus ribetes de
envidiosa y con unas vecinas en la casa de enfrente
que hoy estrenan un apretador amarillo, mañana un
jubón negro y el otro una saya azul turquí con unas
franjas rojas que deslumbran la vista y llaman la
atención de los mozos a tres cuartos de hora de
distancia.
El bueno de mosén Gil podía considerar
perdido su sermón, aunque no predicase en desierto, pues Dorotea, aunque callada y no convencida,
seguía mirando de mal ojo a los pobres que continuamente asediaban la puerta de su tío, y prefiriendo un buen jubón y unas agujetas azules de las que
miraba suspirando en la calle de Botigas, cuando
por casualidad iba a Tarazona, a todos los adornos
y galas que en un futuro, más o menos cercano,
pudieran prometerle en el Paraíso en cambio de su
presente resignación y desprendimiento.
En este estado las cosas, una tarde, víspera
del día del santo patrono del lugar, y mientras el
cura se ocupaba en la iglesia en tenerlo todo dispuesto para la función que iba a verificarse a la
mañana siguiente, Dorotea se sentó triste y pensativa a la puerta de su casa. Unas mucho, otras poco,
todas las muchachas del pueblo habían traído algo
de Tarazona para lucirse en el Mayo y en el baile de
la hoguera, en particular sus vecinas, que, sin duda
con intención de aumentar su despecho, habían
tenido el cuidado de sentarse en el portal a coserse
las sayas nuevas y arreglar los dijes que les habían
feriado sus padres. Sólo ella, la más guapa y la más
presumida también, no participaba de esa alegre
agitación, esa prisa de costura, ese animado aturdimiento que preludian entre las jóvenes, así en las
aldeas como en las ciudades, la aproximación de
una solemnidad por largo tiempo esperada. Pero,
digo mal, también Dorotea tenía aquella noche su
quehacer extraordinario; mosén Gil le había dicho
que amasase para el día siguiente veinte panes
más que los de costumbre, a fin de distribuírselos a
los pobres, después de concluida la misa.
Sentada estaba, pues, a la pmerta de su
casa la malhumorada sobrina del cura, barajando
en su imaginación mil desagradables pensamientos,
cuando acertó a pasar por la calle una vieja muy
llena de jirones y de andrajos que, agobiada por el
peso de la edad, caminaba apoyándose en un palito.
-Hija mía -exclamó al llegar junto a Dorotea,
con un tono compungido y doliente-: ¿me quieres
dar una limosnita, que Dios te lo pagará con usura
en su santa gloria?
Estas palabras, tan naturales en los que imploran la caridad pública, que son como una fórmula
consagrada por el tiempo y la costumbre, en aquella
ocasión, y pronunciadas por aquella mujer, cuyos
ojillos verdes y pequeños parecían reír con una
expresión diabólica, mientras el labio articulaba su
acento más plañidero y lastimoso, sonaron en el
oído de Doretea como un sarcasmo horrible,
trayéndole a la memoria las magníficas promesas
para más allá de la muerte con que mosén Gil solía
responder a sus exigencias continuas. Su primer
impulso fue echar enhoramala a la vieja; pero conteniéndose, por respetos a ser su casa la del cura
del lugar, se limitó a volverla la espalda con un gesto de desagrado y mal humor bastante signifitativo.
La vieja, a quien antes parecía complacer que no
afligir esta repulsa, aproximose más a la joven y,
procurando dulcificar todo lo posible su voz de carraca destemplada, prosiguió de este modo, sonriendo siempre con sus ojillos verdosos, como sonreiría la serpiente que sedujo a Eva en el Paraíso:
-Hermosa niña, si no por el amor de Dios,
por el tuyo propio, dame una limosna. Yo sirvo a un
señor que no se limita a recompensar a los que
hacen bien a los suyos en la otra vida, sino que les
da en ésta cuanto ambicionan. Primero te pedí por
el que tú conoces; ahora torno a demandarte socorro por el que yo reverencio.
-¡Bah, bah!, dejadme en paz, que no estoy
de humor para oír disparates -dijo Dorotea, que
juzgó loca o chocheando a la haraposa vieja que le
hablaba de un modo para ella incomprensible. Y sin
volver siquiera el rostro, al despedirla tan bruscamente, hizo ademán de entrarse en el interior de la
casa; pero su interlocutora, que no parecía dispuesta a ceder con tanta facilidad en su empeño, asiéndola de la saya la detuvo un instante, y tornó a decirle:
-Tú me juzgas fuera de mi juicio; pero te
equivocas, porque no sólo sé bien lo que yo hablo,
sino lo que tú piensas, como conozco igualmente la
ocasión de tus pesares.
Y cual si su corazón fuese un libro y éste
estuviera abierto ante sus ojos, repitió a la sobrina
del cura, que no acertaba a volver en sí de su
asombro, cuantas ideas habían pasado por su mente, al comparar su triste situación con la de las otras
muchachas del pueblo.
-Mas no te apures -continuó la astuta arpía
después de darle esta prueba de su maravillosa
perspicacia-; no te apures: hay un señor tan poderoso como el de mosén Gil, y en cuyo nombre me
he acercado a hablarte so pretexto de pedir una
limosna; un señor que no sólo no exige sacrificios
penosos de los que le sirven, sino que se esmera y
complace en secundar todos sus deseos; alegre
como un juglar, rico como todos los judíos de la
tierra juntos y sabio hasta el extremo de conocer los
más ignorados secretos de la ciencia, en cuyo estudio se afanan los hombres. Las que le adoran viven
en una continua zambra, tienen cuantas joyas y
dijes desean, y poseen filtros de una virtud tal, que
con ellos llevan a cabo cosas sobrenaturales; se
hacen obedecer de los espíritus, del Sol y de la
Luna, de los peñascos, de los montes y de las olas
del mar, e infunden el amor o el aborrecimiento en
quien mejor les cuadra. Si quieres ser de los suyos,
si quieres gozar de cuanto ambicionas, a muy poca
costa puedes conseguirlo. Tú eres joven, tú eres
hermosa, tú eres audaz, tú no has nacido para consumirte al lado de un viejo achacoso e impertinente,
que al fin te dejará sola en el mundo y sumida en la
miseria, merced a su caridad extravagante.
Dorotea, que al principio se prestó de mala
voluntad a oír las palabras de la vieja, fue poco a
poco interesándose en aquella halagüeña pintura
del brillante porvenir, que podía ofrecerle, y aunque
sin desplegar los labios, con una mirada entre
crédula y dudosa, pareció preguntarle en que consistía lo que debiera hacer para alcanzar aquello
que tanto deseaba. La vieja entonces, sacando una
botija verde que traía oculta entre el harapiento
delantal, le dijo:
-Mosén Gil tiene a la cabecera de su cama
una pila de agua bendita de la que todas las noches, antes de acostarse, arroja algunas gotas,
pronunciando una oración, por la ventana que da
frente al castillo. Si sustituyes aquella agua con
ésta, y después de apagado el hogar dejas las tenazas envueltas en las cenizas, yo vendré a verte
por la chimenea al toque de ánimas, y el señor a
quien obedezco, y que en muestra de su generosidad te envía este anillo, te dará cuanto desees.
Esto diciendo, le entregó la botija, no sin
haberle puesto antes en el dedo de la misma mano
con que la tomara un anillo de oro, con una piedra
hermosa sobre toda ponderación.
La sobrina del cura, que maquinalmente dejaba hacer a la vieja, permanecía aún irresoluta y
más suspensa que convencida de sus razones;
pero tanto le dijo sobre el asunto y con tan vivos
colores supo pintarle el triunfo de su amor propio
ajado, cuando al día siguiente, merced a la obediencia, lograse ir a la hoguera de la plaza vestida
con un lujo desconocido, que al fin cedió a sus sugestiones prometiendo obedecerla en un todo.
Pasó la tarde, llegó la noche, llegando con
ella la oscuridad y las horas aparentes para los misterios y los conjuros, y ya mosén Gil, sin caer en la
cuenta de la sustitución del agua con un brebaje
maldito, había hecho sus inútiles aspersiones y
dormía con el sueño reposado de los ángeles,
cuando Dorotea, después de apagar la lumbre del
hogar y poner, según fórmula, las tenazas entre las
cenizas, se sentó a esperar a la bruja, pues bruja y
no otra cosa podía ser la vieja miserable que disponía de joyas de tanto valor como el anillo y visita-
ba a sus amigos a tales horas y entrando por la
chimenea.
Los habitantes de la aldea de Trasmoz
dormían asimismo como lirones, excepto algunas
muchachas que velaban, cosiendo sus vestidos
para el día siguiente. Las campanas de la iglesia
dieron al fin el toque de ánimas, y sus golpes lentos
y acompasados se perdieron dilatándose en las
ráfagas del aire para ir a expirar entre las ruinas del
castillo. Dorotea, que hasta aquel momento, y una
vez adoptada su resolución, había conservado la
firmeza y sangre fría suficientes para obedecer las
órdenes de la bruja, no pudo menos de turbarse y
fijar los ojos con inquietud en el cañón de la chimenea por donde había de verla aparecer de un modo
tan extraordinario. No se hizo esperar mucho, y
apenas se perdió el eco de la última campanada,
cayó de golpe entre la ceniza en forma de gato gris
y haciendo un ruido extraño y particular de estos
animalitos, cuando con la cola levantada y el cuerpo
hecho un arco, van y vienen de un lado a otro acariciándose con nuestras piernas. Tras el gato gris
cayó otro rubio, y después otro negro, más otro de
los que llaman moriscos, y hasta catorce o quince
de diferentes dimensiones y color, revueltos con
una multitud de sapillos verdes y tripudos con un
cascabel al cuello, y una a manera de casaquilla
roja. Una vez juntos los gatos, comenzaron a ir y
venir por la cocina, saltando de un lado a otro; éstos
por los vasares, entre los pucheros y las fuentes,
aquéllos por el ala de la chimenea, los de más allá
revolcándose entre la ceniza y levantando una gran
polvareda, mientras que los sapillos, haciendo sonar
su cascabel, se ponían de pie al borde de las marmitas, daban volteretas en el aire o hacían equilibrios y dislocaciones pasmosas, como los clownes
de nuestros circos ecuestres. Por último, el gato
gris, que parecía el jefe de la banda, en cuyos ojillos
verdosos y fosforescentes había creído reconocer la
sobrina del cura los de la vieja que le habló por la
tarde, levantándose sobre las patas traseras en la
silla en que se encontraba subido, dirigió la palabra
en estos términos.
-Has cumplido lo que prometiste, y aquí nos
tienes a tus órdenes. Si quieres vernos en nuestra
primitiva forma y que comencemos a ayudarte a
fraguar las galas para las fiestas y a amasar los
panes que te ha encargado tu tío, haz tres veces la
señal de la cruz con la mano izquierda invocando a
la trinidad de los infiernos: Belcebú, Astarot y Belial.
Dorotea, aunque temblando, hizo punto por
punto lo que se le decía, y los gatos se convirtieron
en otras tantas mujeres, de las cuales, unas comenzaron a cortar y otras a coser telas de mil colores, a cual más vistoso y llamativo, hilvanando y
concluyendo sayas y jubones a toda prisa, en tanto
que los sapillos, diseminados por aquí y por allá,
con unas herramientas diminutas y brillantes, fabricaban pendientes de filigrana de oro para las orejas,
anillos con piedras preciosas para los dedos, o armados de su tirapié y su lezna en miniatura, cosían
unas zapatillas de tafilete, tan monas y tan bien
acabadas, que merecían calzar el pie de una hada.
Todo era animación y movimiento en derredor de
Dorotea; hasta la llama del candil que alumbraba
aquella escena extravagante parecía danzar alegre
en su piquera de hierro, chisporroteando y plegando
y volviendo a desplegar su abanico de luz, que se
proyectaba en los muros en círculos movibles, ora
oscuros, ora brillantes. Esto se prolongó hasta rayar
el día, en que el bullicioso repique de las campanas
de la parroquia echadas a vuelo en honor del santo
patrono del lugar, y el agudo canto de los gallos,
anunciaron el alba a los habitantes de la aldea.
Pasó el día entre fiestas y regocijos. Mosén Gil, sin
sospechar la parte que las brujas habían tomado en
su elaboración, repartió, terminada la misa, sus
panes entre los pobres; las muchachas bailaron en
las eras al son de la gaita y el tamboril, luciendo los
dijes y las galas que habían traído de Tarazona, y
¡cosa particular!, Dorotea, aunque al parecer fatigada de haber pasado la noche en claro amasando el
pan de la limosna, como pequeño asombro de su
tío, ni se quejó de su suerte, ni hizo alto en las bandas de mozas y mozos que pasaban emperejilados
por sus puertas, mientras ella permanecía aburrida
y sola en su casa.
Al fin llegó la hoche, que a la sobrina del cura pareció tardar más que otras veces. Mosén Gil se
metió en su cama al toque de oraciones, según
tenía de costumbre, y la gente joven del lugar encendió la hoguera en la plaza donde debía continuar
el baile: Dorotea, entonces, aprovechando el sueño
de su tío, se adornó apresuradamente con los hermosos vestidos, presente de las brujas, púsose los
pendientes de filigrana de oro, cuyas piedras blancas y luminosas semejaban sobre sus frescas mejillas gotas de rocío sobre un melocotón dorado, y,
con sus zapatillas de tafilete y un anillo en cada
dedo, se dirigió al punto en que los mozos y las
mozas bailaban al son del tamboril y las vihuelas, al
resplandor del fuego; cuyas lenguas rojas, corona-
das de chispas de mil colores, se levantaban por
cima de los tejados de las casas, arrojando a lo
lejos las prolongadas sombras de las chimeneas y
la torre del lugar. Figúrense ustedes el efecto que
su aparición produciría. Sus rivales en hermosura,
que hasta allí la habían superado en lujo, quedaron
oscurecidas y arrinconadas; los hombres se disputaban el honor de alcanzar una mirada de sus ojos,
y las mujeres se mordían los labios de despecho.
Como le habían anunciado las brujas, el triunfo de
su vanidad no podía ser más grande.
Pasaron las fiestas del santo, y anque Dorotea tuvo buen cuidado de guardar sus joyas y sus
vestidos en el fondo del arca, durante un mes no se
habló en el pueblo de otro asunto.
-¡Vaya! ¡Vaya! -decían sus feligreses a
Mosén Gil-: tenéis a vuestra sobrina hecha un pimpollo de oro. ¡Qué lujo! ¡Quién había de creer que,
después de dar lo que dais en limosnas, aún os
quedaba para esos rumbos!
Pero mosén Gil, que era la bondad misma y
que ni siquiera podía figurarse la verdad de lo que
pasaba, creyendo que querían embromarle, aludiendo a la pobreza y la humildad en el vestir de
Dorotea, impropias de la sobrina de un cura, perso-
naje de primer orden en los pueblos, se limitaba a
contestar sonriendo y como para seguir la broma:
-¿Qué queréis? Donde lo hay, se luce.
Las galas de Dorotea hacían entretanto su
efecto.
Desde aquella noche en adelante no faltaron enramadas en sus ventanas, música en sus
puertas y rondadores en las esquinas. Estas rondas, estos cantares y estos ramos tuvieron el fin
que era natural, y a los dos meses la sobrina del
cura se casaba con uno de los mozos mejor acomodados del pueblo; el cual para que nada faltase a
su triunfo, hasta la famosa noche en que se presentó en la hoguera, había sido novio de una de
aquellas vecinas que tanto la hicieron rabiar en
otras ocasiones, sentándose a coser sus vestidos
en el portal de la calle. Sólo el pobre mosén Gil
perdió desde aquella época para siempre el latín de
sus exorcismos y el trabajo de sus aspersiones. Las
brujas, con grande asombro suyo y de sus feligreses, tornaron a aposentarse en el castillo; sobre los
ganados cayeron plagas sin cuento; las jóvenes del
lugar se veían atacadas de enfermedades incomprensibles; los niños eran azotados por las noches
en sus cunas, y los sábados, después que la cam-
pana de la iglesia dejaba oír el toque de ánimas,
unas sonando panderos, otras añafiles o castañuelas, y todas a caballo sobre sus escobas, los habitantes de Trasmoz veían pasar una banda de viejas,
espesa como las grullas, que iban a celebrar sus
endiablados ritos a la sombra de los muros y de la
ruinosa atalaya que corona la cumbre del monte.
Después de oír esta historia, he tenido ocasión de conocer a la tía Casca, hermana de la otra
Casca famosa, cuyo trágico fin he referido a ustedes, y vástago de la dinastía de brujas de Trasmoz
que comienza en la sobrina de mosén Gil y acabará
no se sabe cuándo ni dónde. Por más que, al decir
de los revolucionarios furibundos, ha llegado la hora
final de las dinastías seculares, ésta, a juzgar por el
estado en que se hallan los espíritus en el país,
promete prolongarse aún mucho, pues teniendo en
cuenta que la que vive no será para largo en razón
a su avanzada edad, ya comienza a decirse que la
hija despunta en el oficio y que una netezuela tiene
indudables disposiciones; tan arraigada está entre
estas gentes la creencia de que de una en otra lo
vienen heredando. Verdad es que, como ya creo
haber dicho antes de ahora, hay aquí en cuanto a
uno le rodea un no sé qué de agreste, misterioso y
grande que impresiona profundamente el ánimo y lo
predispone a creer en lo sobre-natural.
De mí puedo asegurarles que no he podido
ver a la actual bruja sin sentir un estremecimiento
involuntario, como si, en efecto, la colérica mirada
que me lanzó, observando la curiosidad impertinente con que espiaba sus acciones, hubiera podido
hacerme daño. La vi hace pocos días, ya muy
avanzada la tarde, y por una especie de tragaluz, al
que se alcanza desde un pedrusco enorme de los
que sirven de cimiento y apoyo a las casas de
Trasmoz. Es alta, seca, arrugada, y no lo querrán
ustedes creer, pero hasta tiene sus barbillas blancuzcas y su nariz corva, de rigor en las brujas de
todas las consejas.
Estaba encogida y acurrucada junto al
hogar entre un sinnúmero de trastos viejos, pucherillos, cántaros, marmitas y cacerolas de cobre, en las
que la luz de la llama parecía centuplicarse con sus
brillantes y fantásticos reflejos. Al calor de la lumbre
hervía yo no sé qué en un cacharro, que de tiempo
en tiempo removía la vieja con una cuchara. Tal vez
sería un guiso de patatas para la cena; pero impresionado a su vista, y presente aún la relación que
me habían hecho de sus antecesoras, no pude me-
nos de recordar, oyendo el continuo hervidero del
guiso, aquel pisto infernal, aquella horrible cosa sin
nombre de las brujas del Macbeth de Shakespeare.
Carta novena
A la señorita doña M. L. A.
Apreciable amiga: Al enviarle una copia
exacta, quizás la única que de ella se ha sacado
hasta hoy, prometí a usted referirle la peregrina
historia de la imagen, en honor de la cual un príncipe poderoso levantó el monasterio, desde una de
cuyas celdas he escrito mis cartas anteriores.
Es una historia que, aunque transmitida
hasta nosotros por documentos de aquel siglo y
testificada aún por la presencia de un monumento
material, prodigio del arte, elevado en su conmemoración, no quisiera entregarla al frío y severo análisis de la crítica filosófica, piedra de toque a cuya
prueba se someten hoy día todas las verdades.
A esa terrible crítica, que, alentada con algunos ruidosos triunfos, comenzó negando las tradiciones gloriosas y los héroes nacionales, y ha
acabado por negar hasta el carácter divino de
Jesús, ¿qué concepto le podría merecer ésta, que
desde luego calificaría de conseja de niños?
Yo escribo y dejo poner estas desaliñadas
líneas en letras de molde, porque la mía es mala, y
sólo así le será posible entenderme; por lo demás,
yo las escribo para usted, para usted exclusivamente, porque sé que las delicadas flores de la tradición
sólo puede tocarlas la mano de la piedad, y sólo a
ésta le es dado aspirar su religioso perfume sin
marchitar sus hojas.
En el valle de Veruela, y como a una media
hora de distancia de su famoso monasterio, hay, al
fin de una larga alameda de chopos que se extiende
por la falda del monte, un grueso pilar de argamasa
y ladrillo. En la mitad más alta de este pilar, cubierto
ya de musgo, merced a la continuada acción de las
lluvias, y al que los años han prestado su color oscuro e indefinible, se ve una especie de nicho que
en su tiempo debió de contener una imagen, y sobre el cónico capitel que lo remata, el asta de hierro
de una cruz cuyos brazos han desaparecido. Al pie
crecen y exhalan un penetrante y campesino perfume, entre una alfombra de menudas yerbas, las
aliagas espinosas y amarillas, los altos romeros de
flores azules, y otra gran porción de plantas olorosas y saludables. Un arroyo de agua cristalina corre
allí con un ruido apacible, medio oculto entre el espeso festón de juncos y lirios blancos que dibuja sus
orillas, y, en el verano, las ramas de los chopos,
agitadas por el aire que continuamente sopla de la
parte del Moncayo, dan a la vez música y sombra.
Llaman a este sitio La Aparecida, porque en él
aconteció, hará próximamente unos siete siglos, el
suceso que dio origen a la fundación del célebre
monasterio de la Orden del Cister, conocido con el
nombre de Santa María de Veruela.
Refiere un antiguo códice, y es tradición
constante en el país, que, después, de haber renunciado a la corona que le ofrecieron los aragoneses, a poco de ocurrida la muerte de Don Alonso,
en la desgraciada empresa de Fraga, Don Pedro
Atares, uno de los más poderosos magnates de
aquella época, se retiró al castillo de Borja, del que
era señor, y donde en compañía de algunos de sus
leales servidores, y como descanso de las continuas inquietudes, de las luchas palaciegas y del
batallar de los campos, decidió pasar el resto de sus
días entregado al ejercicio de la caza, ocupación
favorita de aquellos rudos y valientes caballeros,
que sólo hallaban gusto durante la paz en lo que tan
propiamente se ha llamado simulacro e imagen de
la guerra.
El valle en que está situado el monasterio,
que dista tres leguas escasas de la ciudad de Borja,
y la falda del Moncayo, que pertenece a Aragón,
eran entonces parte de su dilatado señorío; y como
quiera que de los pueblecillos que ahora se ven
salpicados aquí y allá por entre las quiebras del
terreno, no existían más que las atalayas y algunas
miserables casucas, abrigo de pastores, que las
tierras no se habían roturado, ni las crecientes necesidades de la población habían hecho caer al
golpe del hacha los añosísimos árboles que lo cubrían, el valle de Veruela, con sus bosques de encinas y carrascas seculares, y sus intrincados laberintos de vegetación virgen y lozana, ofrecía seguro
abrigo a los ciervos y jabalíes, que vagaban por
aquellas soledades en número prodigioso.
Aconteció una vez que, habiendo salido el
señor de Borja, rodeado de sus más hábiles ballesteros, sus pajes y sus ojeadores, a recorrer esta
parte de sus dominios, en busca de la caza en que
era tan abundante, sobrevino la tarde sin que, cosa
verdaderamente extraordinaria, dadas las condiciones del sitio, encontrasen una sola pieza que llevar
a la vuelta de la jornada como trofeo de la expedición.
Dábase a todos los diablos Don Pedro Atares, y, a pesar de su natural prudencia, juraba y
perjuraba que había de colgar de una encina a los
cazadores furtivos, causa, sin duda, de la incom-
prensible escasez de reses que por vez primera
notaba en sus cotos; los perros gruñían cansados
de permanecer tantas horas ociosos atados a la
traílla; los ojeadores roncos de vocear en balde,
volvían a reunirse a los mohínos ballesteros, y todos
se disponían a tomar la vuelta del castillo para salir
de lo más espeso del carrascal antes que la noche
cerrase, tan oscura y tormentosa como lo auguraban las nubes suspendidas sobre la cumbre del
vecino Moncayo, cuando de repente una cierva, que
parecía haber estado oyendo la conversación de los
cazadores, oculta por el follaje, salió por entre las
matas más cercanas, y, como burlándose de ellos,
desapareció a su vista para ir a perderse entre el
laberinto del monte. No era aquélla seguramente la
hora más a propósito para darle caza, pues la oscuridad del crepúsculo, aumentada por la sombra de
las nubes que poco a poco iban entoldando el cielo,
se hacía cada vez más densa; pero el señor de
Borja, a quien desesperaba la idea de volverse con
las manos vacías de tan larga excursión, sin hacer
alto en las observaciones de los más experimentados, dio apresuradamente la orden de arrancar en
su seguimiento, y, mandando a los ojeadores por un
lado y a los ballesteros por otro, salió a brida suelta
y seguido de sus pajes, a quienes pronto dejó reza-
gados en la furia de su carrera tras la imprudente
res que de aquel modo parecía haber venido a
burlársele en sus barbas.
Como era de suponer, la cierva se perdió en
lo más intrincado del monte, y a la media hora de
correr en busca suya, cada cual en una dirección
diferente, así don Pedro Atares, que se había quedado completamente solo, como los menos conocedores de terreno de su comitiva, se encontraron
perdidos en la espesura. En este intervalo cerró la
noche, y la tormenta, que durante toda la tarde se
estuvo amasando en la cumbre del Moncayo, comenzó a descender lentamente por la falda y a tronar y a relampaguear, cruzando las llanuras como
un majestuoso paseo. Los que las han presenciado
pueden sólo figurarse toda la terrible majestad de
las repentinas tempestades que estallan a aquella
altura, donde los truenos, repercutidos por las concavidades de las peñas, las ardientes exhalaciones,
atraídas por la frondosidad de los árboles, y el espeso turbión de granizo congelado por las corrientes
de aire frío e impetuoso, sobrecogen el ánimo hasta
el punto de hacernos creer que los montes se desquician, que la tierra va a abrirse debajo de los pies,
o que el cielo, que cada vez parece estar más bajo
y más pesado, nos oprime como con una capa de
plomo. Don Pedro Atares, sólo y perdido en aquellas inmensas soledades, conoció tarde su imprudencia y en vano se esforzaba para reunir en torno
suyo a su dispersa comitiva; el ruido de la tempestad que cada vez se hacía mayor, ahogaba sus
voces.
Ya su ánimo, siempre esforzado y valeroso,
comenzaba a desfallecer ante la perspectiva de una
noche eterna, perdido en aquellas soledades y expuesto al furor de los desencadenados elementos;
ya su noble cabalgadura, aterrorizada y medrosa,
se negaba a proseguir adelante, inmóvil y como
clavada en la tierra, cuando, dirigiendo sus ojos al
cielo, dejó escapar involuntariamante de sus labios
una piadosa oración a la Virgen, a quien el cristiano
caballero tenía costumbte de invocar en los más
duros trances de la guerra, y que en más de una
ocasión le había dado la victoria.
La Madre de Dios oyó sus palabras y descendió a la tierra para protegerle. Yo quisiera tener
la fuerza de imaginación bastante para poderme
figurar cómo fue aquello. Yo he visto pintadas por
nuestros más grandes artistas algunas de esas
místicas escenas; yo he visto, y usted habrá visto
también, a la misteriosa luz de la gótica catedral de
Sevilla; uno de esos colosales lienzos en que Murillo, el pintor de las santas visiones, ha intentado fijar
para pasmo de los hombres un rayo de esa diáfana
atmósfera en que nadan los ángeles como en un
océano de luminoso vapor; pero allí es necesaria la
intensidad de las sombras en un punto del cuadro
para dar mayor realce a aquel en que se entreabren
las nubes como una explosión de claridad; allí, pasada la primera impresión del momento, se ve el
arte luchando con sus limitados recursos para dar
idea de lo imposible.
Yo me figuro algo más, algo que no se puede decir con palabras ni traducir con sonidos o con
colores. Me figuro un esplendor vivísimo que todo lo
rodea; todo lo abrillanta, que, por decirlo así, se
compenetra en todos los objetos y los hace aparecer como de cristal, y en su foco ardiente lo que
pudiéramos llamar la luz dentro de la luz. Me figuro
como se iría descomponiendo el temeroso fragor de
la tormenta en notas largas y suavísimas, en acordes distintos, en rumor de alas, en armonías extrañas de cítaras y salterios; me figuro ramas inmóviles, el viento suspendido, y la tierra, estremecida de
gozo, con un temblor ligerísimo al sentirse hollada
otra vez por la divina planta de la Madre de su
Hacedor, absorta, atónita y muda, sostenerla por un
instante sobre sus hombros. Me figuro, en fin, todos
los esplendores del cielo y de la la tierra reunidos en
un solo esplendor, todas las armonías en una sola
armonía, y en mitad de aquel foco de luz y de sonidos, la celestial Señora, resplandeciendo como una
llama más viva que las otras resplandece entre las
llamas de una hoguera, como dentro de nuestro sol
brillaría otro sol más brillante.
Tal debió de aparecer la Madre de Dios a
los ojos del piadoso caballero, que bajando de su
cabalgadura y postrándose hasta tocar el sucio con
la frente, no osó levantarlos mientras la celeste visión le hablaba, ordenándole que en aquel lugar
erigiese un templo en honra y gloria suya.
El divino éxtasis duró cortos instantes; la luz
se comenzó a debilitar como la de un astro que se
eclipsa; la armonía se apagó, temblando sus notas
en el aire, como el eco de una música lejana, y don
Pedro Atares lleno de un estupor indecible, corrió a
tocar con sus labios el punto en que había puesto
sus pies la Virgen. Pero ¡cuál no sería su asombro
al encontrar en él una milagrosa imagen, testimonio
real de aquel prodigio, prenda sagrada que, para
eterna memoria de tan señalado favor, le dejaba al
desaparecer la celestial Señora!
A esta sazón, aquellos de sus servidores
que habían logrado reunirse y que, después de
haber encendido algunas teas, recorrían el monte
en todas direcciones, haciendo señales con las
trompas de ojeo a fin de encontrar a su señor por
entre aquellas intrincadas revueltas, donde era de
temer le hubiera acontecido una desgracia, llegaron
al sitio en que acababa de tener lugar la maravillosa
aparición. Reunida, pues, la comitiva y conocedores
todos del suceso, improvisáronse unas andas con
las ramas de los árboles, y en piadosa procesión,
conduciendo los caballos del diestro e iluminándola
con el rojizo resplandor de las teas, llevaron consigo
la milagrosa imagen hasta Borja, en cuyo histórico
castillo entraron al mediar la noche.
Como puede presumirse, don Pedro Atares
no dejó pasar mucho tiempo sin realizar el deseo
que había manifestado la Virgen. Merced a sus
fabulosas riquezas, se allanaron todas las dificultades que parecían oponerse a su erección, y el suntuoso monasterio con su magnífica iglesia, semejante a una catedral, sus claustros imponentes y sus
almenados muros, levantose como por encanto en
medio de aquellas soledades.
San Bernardo en persona vino a establecer
en él la comunidad de su Regla y asistir a la traslación de la milagrosa imagen desde el castillo de
Borja, donde había estado custodiada, hasta su
magnífico templo, de Veruela, a cuya solemne congregación asistieron seis prelados y estuvieron presentes muchos magnates y príncipes poderosos,
amigos y deudos de su ilustre fundador, don Pedro
Atares, el cual, para eterna memoria del señalado
favor que había obtenido de la Virgen, mandó colocar una cruz y la copia de su divina imagen en el
mismo lugar en que la había visto descender del
cielo. Este lugar es el mismo de que he hablado a
usted al principio de esta carta, y que todavía se
conoce con el nombre de La Aparecida.
Yo oí por primera vez referir la historia, que
a mi vez he contado, al pie del humilde pilar que la
recuerda, y antes de haber visto el monasterio que
ocultaban aún a mis ojos las altas alamedas de
árboles, entre cuyas copas se esconden sus puntiagudas torres.
Puede usted, pues, figurarse con qué mezcla de curiosidad y veneración traspasaría luego los
umbrales de aquel imponente recinto, maravilla del
arte cristiano; que guarda aún en su seno la miste-
riosa escultura, objeto de ardiente devoción por
tantos siglos, y a la que nuestros antepasados, de
una generación en otra, han tributado sucesivamente las honras más señaladas y grandes. Allí, día y
noche, y hasta hace poco, ardían delante del altar
en que se encontraba la imagen, sobre un escabel
de oro, doce lámparas de plata que brillaban, meciéndose lentamente, entre las sombras del templo,
como una constelación de estrellas; allí los piadosos
monjes, vestidos de sus blancos hábitos, entonaban
a todas horas sus alabanzas en un canto grave y
solemne, que se confundían con los amplios acordes del órgano; allí los hombres de armas del monasterio, mitad templo, mitad fortaleza; los pajes del
poderoso abad y sus innumerables servidores la
saludaban con ruidosas aclamaciones de júbilo,
como a la hermosa castellana de aquel castillo,
cuando en los días clásicos, la sacaban un momento por sus patios, coronados de almenas, bajo un
palio de tisú y pedrería.
Al penetrar en aquel anchuroso recinto,
ahora mudo y solitario, al ver las almenas de sus
altas torres caídas por el suelo, la hiedra serpenteando por las hendiduras de sus muros, y las ortigas
y los jaramagos que crecen en montón por todas
partes, se apodera del alma una profunda sensa-
ción de involuntaria tristeza. Las enormes puertas
de hierro de la torre se abren rechinando sobre sus
enmohecidos goznes con un lamento agudo, siempre que un curioso viene a turbar aquel alto silencio,
y dejan ver el interior de la abadía con sus calles de
cipreses, su iglesia bizantina en el fondo y el severo
palacio de los abades. Pero aquella otra gran puerta
del templo, tan llena de símbolos incomprensibles y
de esculturas extrañas, en cuyos sillares han dejado
impresos artífices de la Edad Media los signos misteriosos de su masónica hermandad; aquella gran
puerta que se colgaba un tiempo de tapices y se
abría de par en par en las grandes solemnidades,
no volverá a abrirse; ni volverá a entrar por ella la
multitud de los fieles, convocados al son de las
campanas que volteaban alegres y ruidosas en la
elevada torre. Para penetrar hoy en el templo es
preciso cruzar nuevos patios, tan extensos, tan ruinosos y tan tristes como el primero, internarse en el
claustro procesional, sombrío y húmedo como un
sótano, y, dejando a un lado las tumbas en que
descansan los hijos del fundador, llegar hasta un
pequeño arco que apenas si en mitad del día se
distingue entre las sombras eternas de aquellos
medrosos pasadizos, y donde una losa negra, sin
inscripción y con una espada groseramente esculpi-
da, señala el humilde lugar en que el famoso Don
Pedro Atares quiso que reposasen sus huesos.
Figúrese usted una iglesia tan grande y tan
imponente como la más imponente y más grande de
nuestras catedrales. En un rincón, sobre un magnífico pedestal labrado de figuras caprichosas y formando el más extraño contraste, una pequeña jofaina de loza de la más basta de Valencia hace las
veces de pila para el agua bendita; de las robustas
bóvedas cuelgan aún las cadenas de metal que
sostuvieron las lámparas, que ya han desaparecido;
en los pilares se ven las estacas y las anillas de
hierro de que pendían las colgaduras de terciopelo
franjado de oro, de las que sólo queda la memoria;
entre dos arcos existe todavía el hueco que ocupaba el órgano; no hay vidrios en las ojivas que dan
paso a la luz; no hay altares en las capillas, el coro
está hecho pedazos; el aire, que penetra sin dificultad por todas partes, gime por los ángulos del templo, y los pasos resuenan de un modo tan particular
que parece que se anda por el interior de una inmensa tumba.
Allí, sobre un mezquino altar, hecho de los
despedazados restos de otros altares, recogidos por
alguna mano piadosa, y alumbrado por una lampari-
lla de cristal con más agua que aceite, cuya luz
chisporrotea próxima a extinguirse, se descubre la
santa imagen, objeto de tanta veneración en otras
edades, a la sombra de cuyo altar duermen el sueño de la muerte tantos próceres ilustres, a la puerta
de cuyo monasterio dejó su espada como en señal
de vasallaje un monarca español, que atraído por la
fama de sus milagros, vino a rendirle, en época no
muy remota, el tributo de sus oraciones. De tanto
esplendor, de tanta grandeza, de tantos días de
exaltación y de gloria, sólo queda ya un recuerdo en
las antiguas crónicas del país, y una piadosa tradición entre los campesinos que de cuando en cuando atraviesan con temor los medrosos claustros del
monasterio para ir a arrodillarse ante Nuestra Señora de Veruelas, que para ellos, así en la época de
su grandeza como en la de su abandono, es la santa protectora de su escondido valle.
En cuanto a mí, puedo asegurar a usted
que en aquel templo, abandonado y desnudo, rodeado de tumbas silenciosas, donde descansan
ilustres próceres, sin descubrir, al pie del ara que la
sostiene, más que las mudas e inmóviles figuras de
los abades muertos, esculpidas groseramente sobre
las losas sepulcrales del pavimento de la capilla, la
milagrosa imagen, cuya historia conocía de ante-
mano, me infundió más hondo respeto, me pareció
más hermosa, más rodeada de una atmósfera de
solemnidad y grandeza indefinibles que otras muchas que había visto antes en retablos churriguerescos, muy cargadas de joyas ridículas, muy alumbradas de luces en forma de pirámides y de estrellas, muy engalanadas con profusión de flores de
papel y de trapo.
A usted y a todo el que sienta en su alma la
verdadera poesía de la religión, creo que le sucedería lo mismo.
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