La Convención de Londres de 1861 Raúl González Lezama Investigador del INEHRM Años atrás, en 1861, España, Francia e Inglaterra firmaron un acuerdo en el que acordaron iniciar una intervención armada en la República Mexicana para exigir el pago de las deudas que con ellos tenía contraídas. Tras la máscara de un interés meramente económico, las tres potencias ocultaban otra clase de intenciones que no se atrevían a declaran de forma abierta. España se decía ofendida en su honor y deseaba lavar supuestos ultrajes inferidos contra sus súbditos, pero no despreciaba la idea de recuperar su antigua colonia. Inglaterra deseaba asegurar un mercado para sus productos y Francia conquistar un enclave desde donde dominar la política de Iberoamérica. En agosto se tuvo noticia en Europa de que el gobierno del presidente Juárez había declarado una moratoria por dos años en el pago del servicio de los créditos extranjeros. La deuda exterior de México proporcionó la excusa necesaria para justificar una intervención. De acuerdo con un cálculo elaborado por Manuel Payno, el saldo negativo que México tenía con Europa era el siguiente: Inglaterra, 69 994 544.54; España, 9 460 986.29, y Francia, 2 859 917.00 pesos. Siendo la nación a la que se debía la mayor suma, Inglaterra sondeó la opinión del resto de los afectados por el decreto de moratoria; de acuerdo con su política, no deseaba iniciar un conflicto bélico al otro lado del mundo; pretendía resolver el problema implantando una especie de intervención comercial ocupando las aduanas mexicanas y obteniendo toda clase de seguridades de que las personas y bienes de sus connacionales no se verían afectados en el futuro; de paso, deseaba aliviar una grave amenaza a su industria textil, cuyas productos representaban el 36% de las exportaciones británicas. El bloqueo de los de puertos comerciales de la Confederación, impuesto por la flota de la Unión, afectaba el vital suministro de algodón para las fábricas Inglesas. Un arreglo que diera control de los puertos mexicanos a la Gran Bretaña permitiría el tránsito de esta materia prima y evitaría la paralización de la producción. El discurso belicista español preocupaba a la Foreinger Office porque ponía en riesgo la recuperación de sus créditos; la solución era invitar a Francia a participar en una acción combinada de las tres naciones. Por su parte, el emperador francés Napoleón III encontró muy conveniente la proposición, pues combinaba perfectamente con proyectos que había anhelado realizar desde tiempo atrás; la oferta recibida y la situación política de Estados Unidos, enfrascado en la Guerra de Secesión, era una oportunidad que no deseaba dejar pasar. Queriendo establecer una monarquía en México, había dado ya pasos importantes en ese sentido, entablando discretos acercamientos con Viena para ofrecer la corona imperial al archiduque Maximiliano. La dificultad de ajustar sus auténticas intenciones a la justificación que pretendían exhibir para legitimar sus acciones futuras los enfrascó en una embrollada negociación diplomática que les llevó varios meses en los cuales cada una de las naciones involucradas hizo gala de hipocresía, y mala fe, el 31 de octubre de 1861. En la capital del Reino Unido se reunieron el conde Russell, primer secretario de Estado, encargado del despacho de Relaciones Exteriores de la Gran Bretaña, Xavier de Istúriz y Montero, ministro plenipotenciario de España, y el conde de Flahaut de la Billarderie, embajador francés, y firmaron el tratado que conocemos como Convención de Londres. En apariencia, el documento no entrañaba un ataque directo a la soberanía de México, sin embargo, aun sin proponérselo, los firmantes mostraban sus verdaderas miras: Artículo segundo.- Las altas partes contratantes se comprometen a no buscar para sí, al emplear las medidas coercitivas previstas por la presente convención, ninguna adquisición de territorio ni ventaja alguna particular, y a no ejercer en los asuntos interiores de México ninguna influencia que pueda afectar el derecho de la nación mexicana de elegir y constituir libremente la forma de su gobierno. El artículo citado ocultaba un gran peligro para el Estado mexicano; éste decía que las potencias no intervendrían en la forma de gobierno que quisiera adoptar México, lo que significaba en realidad era que no aceptaban o reconocían al gobierno que los mexicanos se habían ya otorgado de acuerdo con su Constitución, permitiendo en cambio que alguna facción política lograra el favor de los aliados y obtuviera de ellos el reconocimiento. Esta idea no resultaba nada novedosa. El Times de Londres especulaba ya el 4 de septiembre que los diplomáticos pretendían establecer a un príncipe español o francés en el trono de México. El 6 de septiembre, el mismo diario ya proponía que se formara una expedición de Inglaterra, Francia, España y Estados Unidos para implantar la monarquía constitucional en México. Carlos Marx escribió y publicó algunos artículos en los que denunciaba la maquinación europea en contra de México, una república soberana amenazada. Responsabilizaba especialmente al primer ministro inglés, lord Palmerston: La proyectada intervención de México por parte de Inglaterra, Francia y España, en mi opinión, es una de las empresas más monstruosas que jamás se haya registrado en los anales de la historia internacional. Se trata de una idea típicamente palmerstoniana, que asombra a los no iniciados por la locura del propósito y la imbecilidad de los medios empleados, que parecen ser bastante incompatibles con la conocida capacidad del viejo maquinador. Ser reconocido como interlocutor legítimo se convirtió entonces en una prioridad del presidente Juárez. Sus enemigos se percataron también de esa necesidad y se esforzaron por descalificarlo ante la opinión pública extranjera. El oaxaqueño no se cruzó de brazos e instruyó a sus representantes en Europa y Estados Unidos para que contrarrestara la propaganda en su contra. Antonio de la Fuente se trasladó a Inglaterra y allí intentó cumplir con su encargo. Por su parte Matías Romero se dedicó a promover un cambio en la percepción respecto a México en Estados Unidos. En su tarea no desaprovechó ningún medio a su alcance: banquetes, conferencias, artículos pagados en la prensa, folletos, etcétera. Logró establecer vínculos de amistad con otros latinoamericanos que radicaban en Nueva York y en Washington, y también logró interesar en el tema a los ministros del Perú, Venezuela, Chile y Colombia. Sus esfuerzos fueron inútiles. A finales de 1861, los primeros buques de la alianza tripartita hicieron acto de presencia en la costa de Veracruz.