EN UNA COMA - Gobierno de Canarias

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EN UNA COMA
Raúl Viñas Abadía
Los cuentos siempre han sido mi pasión. Escribir y poder
expresarte mediante letras es un poder infravalorado. Es muy fácil
escribir y es muy fácil expresarte, pero hacerlo de una forma que
emocione a reyes, haga llorar a elefantes y deje boquiabiertos a los
niños, no es tan fácil. De todas las personas, animales o seres a los que
puedes contar un cuento, el público más duro somos los niños. Sí,
nosotros los pequeños ignorantes que no sabemos nada de literatura,
más aún los que no sabemos leer, somos los más difíciles de cautivar,
los más exigentes. Los cuentos siempre han sido mi pasión, pero han de
ser buenos. Un cuento no se puede utilizar para hacer dormir, sino para
hacer soñar.
Mi padre es un gran escritor, muy famoso en el país entero. Está
un poco mayor ya, sin embargo, es el mejor de todos los cuentacuentos
que he tenido el placer de conocer. Desgraciadamente no he heredado
ni un ápice de su poder. Tras varias noches intentado escribir no
conseguí rellenar una página de mi libreta que lograse expresar lo que
realmente me hubiese gustado trasmitir. Los sentimientos aporreaban
la puerta para salir, pero mis dedos eran incapaces de plasmarlos en un
papel.
Para escribir se ha de estar en la cama, o por la mañana o por la
noche, pero en la cama. Es aquí donde los sentimientos fluyen con
mayor facilidad, estas lejos del mundo real, en silencio, sin
interrupciones. Eso decía siempre mi padre, a mí no me funcionaba.
Cada vez que me iba a acostar no lograba escribir nada. La tinta no
formaba palabras sin tacharlas más tarde, el papel se arrugaba por la
acides de las frases como si fueran zumo de limón. Hasta que,
milagrosamente, mi libreta empezó a rellenarse sola. No es ninguna
personificación, la libreta se rellenaba sola. Lo intentaba todas las
noches y no conseguía nada, pero una mañana la libreta tenía escritas
diecisiete páginas. La noche anterior yo no había escrito nada.
Empecé a leer. Era magia. Podía oler el mar que el cuento
describía, podía notar el agua salpicándome la cara y sentir la velocidad
surfeando. Aun estando en la cama, estaba a la vez en la playa. Era real,
palpable. De repente se acabó, en una coma. Quería saber que pasaría a
continuación, necesitaba saber que ocurriría. Enganchado como si
fuese una droga, leí de nuevo las diecisiete páginas y una sensación de
déjà vu recorrió mi cuerpo. Sentía que lo había vivido, pero estaba
demasiado agarrado a cada palabra como para lograr recordar, es más,
no quería recordar. Al llegar a la última coma, me inundó una gran
decepción, pensaba que esta vez continuaría. Aun así, lo que sí
continuó fue la necesidad de volverlo a leer, de saber qué pasaría
después.
No sé cuantas veces releí esas diecisiete páginas obsesivamente,
notando el viento marino chocar contra mi cara y oyendo las gaviotas,
pero al final, mi padre me interrumpió. Llegaba tarde a clase, guardé la
libreta y salí corriendo.
Durante todo el día no pude dejar de pensar en quién habría
escrito ese fragmento, cómo, cuándo. ¿Mi padre?, no podía ser, conocía
su estilo y no se parecía en nada. Me moría de ganas de saber quién era,
me moría de ganas de saber qué había detrás de la coma.
En el colegio me preguntaban y no sabía si estaba en clase o en la
playa del cuento, me llevé varias broncas. Mi profesora de inglés me
dejó en ridículo delante de todos los alumnos, incluida Alma. Profesaba
un inmenso odio a esa profesora. Alma era mi gran amor. Alma lo era
todo para mí, era por lo que iba al colegio, por lo que hacía la tarea, por
lo que hacía deporte, por lo que respiraba y por lo que suspiraba.
Por la noche leí otra vez el cuento, reviví todas las sensaciones. El
déjà vu volvió a recorrer mi cuerpo, las gaviotas volvieron a entrar en
mi habitación, el agua volvió a mojar mi cara y la brisa marina volvió a
inundar mis pulmones. Supongo que me quedé dormido después de la
coma, vete a saber cuántas veces lo leí antes de caer rendido.
Por la mañana la libreta tenía escrita nueve páginas más. Igual
de palpables, igual de mágicas. Pero estas nuevas nueve páginas no
olían a libertad sino a dolor y vergüenza. Tenían tacto rugoso, y la
magia que las formaba no parecía cristalina, sino negra. Las letras
oprimían el alma y las frases encadenaban el corazón. Cada punto
pesaba mil toneladas y arrastraba el ánimo hasta el fondo de una
profunda fosa. Relataba el sufrimiento de un chico joven acosado por
una bruja en una cueva, la cueva olía como un perro callejero mojado y
las luces creaban sombras mareantes en las paredes. El único
sentimiento que inundaba mi cuerpo era el odio, y la necesidad de
vomitar parecía inminente.
Al acabar de leer el cuento tiré la libreta contra la pared
estruendosamente y lloré con la cara hundida en mi almohada.
Necesitaba chillar, aporrear y dar patadas a la pared. Cuando se me
secaron las lágrimas noté algo que tiraba de mí desde el fondo de mí
ser. Me urgía a hacer lo que decía. Una necesidad, una droga. Sin ser
consciente, cogí la libreta y empecé a leer. Como si fuese la primera vez,
me dieron arcadas y lloré.
Cansado y mareado asistí a clase. Si se rieron de mí o me
regañaron no me enteré. Hasta el recreo estuve en un estado
mínimamente consciente, seguía la rutina y obedecía órdenes pero no
pensaba en nada, ni siquiera en el libro. Mi mente vagaba sin rumbo de
pensamiento en pensamiento, sin procesarlo ni comprenderlo. Lo que
hizo arrepentirme de estar en este estado y lo que impidió que volviese
a caer en él, ocurrió en el recreo. No sé ni cómo, ni sé el porqué,
tampoco tengo la menor idea de todo lo que hice hasta ese momento,
pues cuando único se despejó mi mente como si le hubiesen arrojado
un cubo de agua helada, fue cuando Alma besó mi mejilla.
Todos mis problemas desaparecieron antes de que hubiese
despegado sus labios de su inexperto beso. No recuerdo cómo
desembocó en ese final nuestra conversación, de hecho, no recuerdo lo
más mínimo de la conversación. Después me dijo adiós, me sonrió y se
fue. Las tres primeras horas me las había pasado en el fondo de una
fosa abismal, el resto del día estuve en lo alto del Himalaya.
Cuando me fui a acostar, ni me propuse tocar la libreta. La fuerza
que ejercía sobre mí ese libro era muy grande, pero el amor era una
droga mayor que ninguna. No quería que el libro me contagiase con su
enfermedad y arruinase mi euforia.
La mágica libreta volvió a alargar su historia. Esta vez abarcaba
doce páginas escritas con fuerza y entusiasmo. Las letras impregnaban
el cerebro con aromas florales, curaban todas las heridas del alma y
hacían suspirar. El libro parecía una montaña rusa. Seguía los mismo
patrones que el amor, como si intentase enamorarme me dejaba leer
una de cal y una de arena. La siguiente mañana reflejaba un episodio
insípido seguido de otro negro como el azabache. Dos mañanas de
alegría y libertad y luego otra donde reinaba el aburrimiento y la
dejadez. Unas tras otras, las páginas me volvían loco.
La libreta era mágica. Justo el día que lo asumí una idea iluminó
mi mente, como un claro en un cielo gris deja pasar luz nueva. La
libreta describía exactamente los sentimientos que yo tenía durante el
día. En seguida eliminé la idea de la magia y pensé que alguien lo
escribía todo por la noche. Podría ser mi hermana, puesto que ya había
eliminado la sospecha de que era mi padre hacía tiempo. En el caso de
que fuera mi hermana explicaría que yo no tuviese nada del poder
familiar, lo habría heredado todo ella. Muy típico de ella ser tan egoísta.
Decidí poner una cámara por la noche para demostrar mi teoría.
A la mañana siguiente descubrí que habían vuelto a escribir en la
libreta, como preveía. Corrí hacia la cámara y puse a cámara rápida la
grabación. Lo que vi cambió mi vida de forma radical.
Era yo quién escribía el libro en la noche. Todas las noches me
despertaba sonámbulo a las 6:51 de la mañana y escribía. Más tarde me
acostaba y me dormía placenteramente. Repetí varias veces más la
grabación para comprobarlo. Estaba claro que era yo el autor de la
obra, el cocinero de mi propia droga. Esa era la razón por la que salían
en el cuento todas mis sensaciones, y por la que el cuento era como una
montaña rusa, como el amor, porque yo mismo estaba enamorado.
Decidí regalarle la libreta a Alma cuando la acabase para
demostrarle mi amor, esperaba lograr hacerle probar la misma droga
que yo consumía en forma de letras.
Meses después la libreta se acabó, pero la última frase acababa en
una coma.
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