VERSIÓN ÍNTEGRA Frances Hodgson Burnett Versión íntegra no adaptada ni abreviada Dirección editorial: Raquel López Varela Coordinación editorial: Ana Rodríguez Vega Maquetación: Carmen García Rodríguez Diseño de cubierta: Francisco Morais Ilustraciones: Juan Cáneva Clavero Ilustración de cubierta: Juan Cáneva Clavero Título original: The Secret Garden Traducción: Roberto Gómez Portugal Reservados todos los derechos de uso de este ejemplar. Su infracción puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual. Prohibida su reproducción total o parcial, distribución, comunicación pública, puesta a disposición, tratamiento informático, transformación en sus más amplios términos o transmisión sin permiso previo y por escrito. Para fotocopiar o escanear algún fragmento, debe solicitarse autorización a EVEREST ([email protected]) como titular de la obra, o a la entidad de gestión de derechos CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org). © EDITORIAL EVEREST, S. A. Carretera León-La Coruña, km 5 LEÓN ISBN: 978-84-441-1108-7 Depósito Legal: LE: 9-2013 Printed in Spain - Impreso en España EDITORIAL EVERGRÁFICAS, S. L. Carretera León-La Coruña, km 5 LEÓN (ESPAÑA) Atención al Cliente: 902 123 400 ÍNDICE Introducción I Ya no queda nadie II La señorita «Contreras» III A través del páramo IV Martha V El llanto en el corredor VI Había alguien llorando, ¡había alguien! VII La llave del jardín VIII El petirrojo que mostró el camino IX La casa más extraña en la que jamás ha vivido nadie XDickon XI El nido del tordo de Missel XII «¿Podría tener un poco de tierra?» XIII Yo soy Colin XIV Un joven rajá XV Haciendo nidos XVI ¡No lo haré! —dijo Mary XVII Una rabieta XVIII No hay tiempo que perder XIX ¡Ha venido! XX Voy a vivir para siempre ¡para siempre, para siempre! XXI Ben Weatherstaff XXII Cuando el sol se puso XXIIIMagia XXIV Déjelos que se rían XXV La cortina XXVI ¡Es madre! XXVII En el jardín 7 16 25 38 45 71 83 93 103 115 130 150 163 176 196 216 235 246 257 269 286 299 317 326 346 366 379 395 introducción «El jardín que había detrás de la casa estaba siempre repleto de bellezas y maravillas. Parecía como si en aquel jardín encantado, aislado del resto del mundo, fuera siempre primavera o verano, como si, a lo largo de toda una vida, hubiera permanecido intacto y fascinante, como el Jardín del Edén». Así se expresaba Frances Hodgson Burnett en 1892, cuando escribía sobre sus recuerdos de infancia vividos en la casa familiar de Manchester. Aquel jardín marcó indefectiblemente la memoria de la escritora, del tal forma que el escenario del jardín se mantiene como una constante al recrear su obra literaria y culmina en el que se ha calificado como su libro más logrado, El jardín secreto. La autora de este y otros relatos inolvidables, como El pequeño lord y La princesita, nació como Frances Eliza Hodgson, hija de un ferretero del norte de Inglaterra. Su padre murió prematuramente cuando la niña contaba tan solo tres años de edad y su madre se vio obligada a hacerse cargo del negocio familiar. Aquella primera etapa de su infancia transcurrió feliz y placenteramente para 7 Frances, que pasaba muchas horas al día en el jardín de la casa, inventando mil y una historias fantásticas sobre el pequeño universo que se encerraba en la parte trasera de la vivienda. Al cumplir Frances los siete años, su familia se trasladó a otra casa en el centro de la ciudad de Manchester y la niña cambió su romántico jardín por un escenario más urbano y duro, en el que, según sus propias palabras, «no había más flores que las margaritas y los ranúnculos del parque público, que crecían tímidamente sobre un suelo cubierto de carbonilla». Es obvio que nuestra escritora debió de lamentar profundamente el cambio; de su pequeño rincón mágico había sido trasladada a un mundo difícil y gris, donde las diferencias sociales y las injusticias provocadas por la industrialización eran evidentes, incluso para una niña de corta edad. Aunque su entorno estaba físicamente separado del de los niños pobres de las callejas, pronto se vio atraída y hasta fascinada por las vidas de aquellos desgraciados habitantes de los barrios proletarios. La diferencia entre ricos y pobres, aunque tratada de una forma un tanto superficial y a veces paternalista, será otro lugar común utilizado frecuentemente por Frances Hodgson. Durante estos años infantiles, Frances comienza a producir sus primeros relatos. Eran todos ellos apasionados folletines de amor, que relataba a sus compañeros de colegio y que luego escribía en pequeños libros de notas. 8 Cuando Frances era todavía una adolescente, se produjo un nuevo e importante cambio en su vida: el negocio familiar de la ferretería dejó de ser próspero y la madre acabó por venderlo. En 1865, toda la familia cruzaba el Atlántico camino de Estados Unidos. Allí vivía un hermano de la señora Hodgson, que había emigrado a América y regentaba un almacén de verduras en Knoxville, estado de Tenessee. Nuestra adolescente Frances hizo buenos amigos al poco tiempo de instalarse en su nuevo hogar. Entre sus amistades se encontraba la familia del médico local, el doctor Burnett, cuyo hijo Swan, que a la sazón contaba dieciocho años de edad, se enamoró locamente de la joven inglesita. En aquellos primeros tiempos de relación con Swan Burnett, Frances no prestaba demasiada atención a los sentimientos del muchacho; le complacía sobradamente una simple relación de amistad y estaba demasiado ocupada tratando de hacer algo de dinero con sus trabajos literarios, para poder contribuir así a la flaca economía familiar. Ya en los primeros contactos con los editores, vio cómo sus trabajos eran valorados y aceptados con entusiasmo por la escritora Sarah Josepha Hale, autora de Mary had a little lamb (Mary tenía un corderito). En 1870 muere la señora Hodgson y Frances se ve obligada a ocuparse de su familia a la edad de veinte años. Es en ese momento cuando su trabajo literario se vuelve 9 enormemente fecundo; la necesidad hace que su pluma se agilice y llega a escribir una media de hasta seis cuentos folletinescos al mes. No se puede negar que tal rapidez perjudicaba enormemente la calidad de sus trabajos, pero, no obstante estos condicionantes, uno de los críticos que ella frecuentaba con asiduidad reconoció el buen estilo literario de la autora bajo aquellos farragosos temas y animó a Frances a que se concentrara en una producción menor en número pero de mayor calidad. Así, empezó a escribir relatos que pronto fueron aceptados por publicaciones tan prestigiosas como Scribner’s. En 1872 ya había conseguido con su trabajo literario el suficiente desahogo económico como para permitirse viajar aquel año a Inglaterra. Antes de partir, accedió a contraer matrimonio con Swan Burnett, hecho ya todo un doctor en medicina, bien acomodado como médico local y tan locamente enamorado de ella como cuando eran niños. A su regreso de aquel viaje europeo, Frances se casó en Knoxville con Swan, a pesar de ciertos inconvenientes que ella veía en el joven doctor; le consideraba un sujeto poco romántico, muy alejado del mundo tan imbuido por la literatura y no podía soportar su nombre de pila, detalle que lejos de disimular, declaraba abiertamente. La nueva vida matrimonial en Knoxville aburría soberanamente a la joven esposa. Aquel ambiente en exceso 10 ordenado y plácido, la asfixiaba cada vez más a pesar de sus grandes esfuerzos por adaptarse a la nueva situación. Pasado un tiempo, consiguió convencer a un editor para que le adelantara una cantidad de dinero que le permitiera llevar a su marido y a su hijo Lionel a París. Aquel nuevo viaje le dio un respiro y fue importante para su evolución como autora. Su segundo hijo, Vivian, nació durante aquella estancia en Francia. Cuando regresa a América, publica su primera novela, That Lass o’Lowrie’s (1877), una historia ambientada en Lancashire, que obtuvo un considerable éxito a ambos lados del Atlántico e incluso llegó a ser adaptada para el teatro. Otros éxitos siguieron a esta primera novela y la producción de la señora Burnett comenzó a tomar un ritmo vertiginoso. Toda la familia se trasladó a Washington, donde la escritora tenía numerosos admiradores (y aduladores). Frances estaba pletórica; se veía rodeada de personas que hablaban su mismo «lenguaje» y con las que su delicado espíritu conectaba de forma inmediata y era una autora elogiada y aplaudida, que no hacía sino publicar un éxito tras otro. Tan solo un detalle empañaba aquella hermosa plenitud: aquel marido suyo desencajaba en el perfecto escenario de éxitos literarios y sensibilidades a flor de piel que con tanto esfuerzo había construido. Para mayor desgracia de nuestra novelista, empezó a percibir 11 que Swan (cuyo nombre seguía detestando), lejos de verse desplazado por la carrera de su mujer, se convertía poco a poco en algo así como su eficiente representante. Frances estaba convencida de que su marido no apreciaba tanto su persona y su obra como los beneficios que de ella pudieran obtenerse. Aquel presentimiento confirmado y la realidad de un matrimonio fracasado sumieron a la novelista en una profunda depresión, en cierto modo acentuada por la fatiga resultante del exceso de trabajo. Swan Burnett, a su vez, continuaba su carrera médica con éxito y fue nombrado profesor de la universidad de Georgetown. Marido y mujer iban separando sus vidas gradualmente hasta que el matrimonio se quebró y ambos establecieron residencias separadas. A lo largo de la década de los 80, Frances escribió varias novelas bajo la influencia de Henry James, entre ellas A Fair Barbarian (1881), relato que narra las peripecias de una chica americana en Inglaterra. El propio James, en 1883, fue espectador de una obra teatral de Frances, Esmeralda, que se estaba representando en Londres, y aunque consideró que se trataba de una pieza pobre y superficial, percibió que «su estilo podría ser recomendable para un cuento moralizante destinado a los jóvenes». Parece una coincidencia que, en aquella época, la autora hubiera empezado a escribir un relato para sus propios hijos, Lionel y Vivian. La obra se tituló El pequeño lord 12 y comenzó a publicarse por entregas, en 1885, en la revista St. Nicholas y podría considerarse como un retrato literario del menor de sus hijos, Vivian. Aquel primer libro dedicado a un público joven cosechó un gran éxito, lo que le animó a seguir escribiendo para los niños. Sara Crewe fue publicado en 1888 y, en 1889, vio la luz el libro Two little Pilgrims’ Progress, la historia de dos hermanos que viajan a Chicago para visitar la Exposición Universal. En esta etapa de su vida, Frances había comenzado a repartir su tiempo entre Europa y América, estableciendo su residencia en Inglaterra, en una mansión del condado de Kent. En 1898 se divorció de Swan Burnett, alegando abandono e incapacidad para cumplir con sus obligaciones materiales para con la familia. Se casó más tarde con un joven protegido suyo, actor aficionado y estudiante de medicina, llamado Stephen Townesed. Pero este matrimonio no resultó más feliz que el primero y pronto se vio muy ocupada con la ingrata labor de deshacerse de su segundo marido, lo que consiguió finalmente lograr sin demasiado esfuerzo. En 1902, adaptó para el teatro el libro Sara Crewe, bajo el nuevo título de A little princess (La princesita) y, posteriormente, reescribió el libro, dándole el mismo nombre de la versión teatral, con el cual ha sido universalmente conocido. 13 Entre 1906 y 1909, escribió un gran número de libros para niños, superficiales y poco ambiciosos, algunos de los cuales habían sido inventados durante los juegos con sus propios hijos. Fue en 1909, mientras se construía una nueva casa en Long Island, cuando comenzó a escribir uno de sus libros más celebrados The Secret Garden (El jardín secreto), cuya edición fue publicada en 1911, con ilustraciones de Charles Robinson. La idea del libro le había sido en parte inspirada por la Rosaleda de Maythan Hall, su residencia en Kent desde 1898, y donde, al igual que la protagonista del libro, Mary, hace amistad con un pajarillo que comía miguitas en su mano. La Rosaleda era un viejo jardín con arcadas, cubierto de yedra por el paso del tiempo y el abandono, al que se accedía por una pequeña puerta de madera. Ella lo había mandado adecentar y plantar de rosas. En 1907 dejó de residir en Maythan Hall al expirar su contrato de arrendamiento y la casa fue ocupada por otros inquilinos. El hijo de la escritora, Vivian, comentó que el libro inspirado en aquel escenario «se impregnó de un sentimiento de tristeza» cuando la autora conoció la falsa noticia de que los nuevos ocupantes de Maythan Hall habían destruido la Rosaleda para convertir aquel terreno en un huerto. El jardín secreto ha sido considerada como la obra más completa e importante de Frances Hodgson Burnett y 14 no sin razón: se trata de una obra estrella de la literatura infantil, llena de fantasía, imaginación y, lo que es más importante, de sensibilidad. Pocos libros existen tan edificantes como este relato, en el que los críticos han querido encontrar ecos de Cumbres borrascosas y Heidi. Tras el éxito de El jardín secreto, Frances continuó su viajera actividad, cruzando el Atlántico en repetidas ocasiones y escribió otra novela con un niño como protagonista, The Lost Prince (El príncipe perdido), que vio la luz en 1915. Pero, con el tiempo, los gustos de los lectores fueron cambiando y los especialistas recogieron esta evolución: su última novela, Robin, escrita para un público adulto en 1922, fue calificada por el Times Literary Supplement de auténtico «sirope literario». La ágil pluma de Frances Hodgson Burnett no volvió a producir ninguna otra obra de la talla del libro que nos ocupa; una novela perdurable en la memoria de aquellos que han disfrutado de su lectura y que, todavía, con el paso de los años, conserva esa singularidad que les procura constantemente nuevos admiradores. No en vano Margherita Laski lo definió como «el libro más gratificante de la literatura universal para niños». CARMEN KIFFER 15 capítulo 1 Ya no queda nadie Cuando Mary Lennox fue enviada a Misselthwaite Manor a vivir con su tío, todos dijeron que era la niña de aspecto más desagradable que jamás hubiesen visto y además, era verdad: tenía una carita delgada y delgado el cuerpecito, fino el cabello y una expresión agria. Su pelo y su cara eran amarillos porque había nacido en la India y siempre había estado enferma, de un modo u otro. Su padre había ocupado un puesto en el Gobierno Inglés y siempre estaba ocupado y enfermo. Su madre había sido una gran belleza que solo se interesaba por ir a fiestas y divertirse con gente alegre. Nunca había deseado tener una niña y cuando Mary nació la puso al cuidado de una Ayah, a quien se le dio a entender que si quería complacer a la Memsahib debería mantener a la niña fuera de su vista lo más posible. De modo que cuando era un bebé enfermizo, malhumorado y feo, se le mantuvo al margen, y cuando se convirtió en una criatura también enfermiza e irritable, se la 16 siguió marginando. No recordaba haber visto nunca familiarmente algo fuera de los rostros oscuros de su Ayah y de los demás sirvientes nativos que, como siempre la obedecían y le dejaban salirse con la suya en todo, porque la Memsahib se enfadaría si la molestaba con sus llantos, para cuando cumplió los seis años la habían convertido en el cerdito más tiránico y egoísta que hubiese existido jamás. A la joven institutriz inglesa que vino a enseñarle a leer y a escribir le desagradaba tanto, que dejó su puesto a los tres meses, y cuando vinieron otras maestras a tratar de ocuparlo, siempre se iban al cabo de menos tiempo que la primera. Así que si Mary no hubiera decidido que de verdad quería saber cómo leer un libro, nunca hubiera aprendido las letras. Una mañana espantosamente calurosa, cuando tenía unos nueve años, se despertó sintiéndose muy enfadada, y se enfadó aún más cuando vio que la sirviente que estaba al lado de su cama no era su Ayah. —¿Por qué has venido? —le dijo a la desconocida—. No dejaré que te quedes. Y cuando Mary se dejó llevar por la pasión y la golpeó y la pateó, solo pareció asustarse aún más, y repetía que no le había sido posible al Ayah venir con la señorita Sahib. 17 Había algo misterioso en el aire aquella mañana. Nada se hacía en el orden habitual y algunos de los sirvientes nativos parecían estar ausentes, en tanto que los que Mary veía se escabullían o pasaban deprisa, con caras cenizas y asustadas. Pero nadie le decía nada y su Ayah no había venido. En realidad, la dejaron sola a medida que avanzó la mañana y terminó por salir a vagar por el jardín. Comenzó a jugar sola bajo un árbol, cerca de la galería. Fingía que estaba haciendo un macizo de flores y metía grandes retoños de hibiscos rojos en unos montoncitos de tierra, poniéndose cada vez más enfadada y murmurando para sí las cosas que iba a decirle y lo que llamaría a Sadie cuando volviese. —¡Cerda! ¡Cerda! ¡Hija de cerdos! —decía, porque llamar cerdo a un nativo era el peor insulto posible. Rechinaba los dientes y repetía esto una y otra vez, cuando oyó a su madre salir a la galería con alguien. Estaba con un hombre apuesto y joven, y se quedaron hablando juntos en voz baja y extraña. Mary conocía a ese apuesto joven que parecía un muchacho. Había oído que era un oficial recién llegado de Inglaterra. La niña se quedó mirándola fijamente, pero más fijamente miraba a su madre. Siempre lo hacía cuando tenía ocasión de verla, 18 porque la Memsahib —Mary la llamaba así normalmente— era una persona muy alta, delgada y bonita, y llevaba ropas muy hermosas. Su pelo era como seda rizada, tenía una naricita delicada que parecía desdeñar todo y unos grandes ojos risueños. Toda su ropa era fina y vaporosa, Mary decía que estaba «llena de encajes». Aquella mañana parecía más llena de encajes que nunca, pero sus ojos no estaban risueños en absoluto, sino grandes y asustados, y miraban hacia arriba, como implorando, a la hermosa cara del joven oficial. —¿Es de verdad tan grave? ¿Oh, de verdad? —le oyó decir Mary. —Espantoso —contestó el joven con una voz temblorosa—. Espantoso, señora Lennox. Debía usted haberse ido a las colinas hace dos semanas. La Memsahib se frotó angustiosamente las manos. —¡Oh, ya sé que debí haberlo hecho! —chilló— solo me quedé para ir a esa estúpida cena. ¡Qué tonta he sido! En ese mismo instante, surgió un lamento tan sonoro de los cuartos de los sirvientes que ella le apretó el brazo y Mary se quedó temblando de pies a cabeza. El lamento se hizo más y más salvaje. —¿Qué es eso? ¿Qué es eso? —dijo la señora Lennox sin aliento. 19 —Alguien ha muerto —contestó el joven oficial—. Usted no había dicho que hubiese atacado ya a los sirvientes. —¡No lo sabía! —gritó la Memsahib—. ¡Venga conmigo! ¡Venga conmigo! —Y se volvió corriendo hacia la casa. Después de eso, sucedieron cosas aterradoras, y Mary comprendió el misterio de la mañana. El cólera había atacado en su forma más mortal y la gente moría como moscas. El Ayah se había puesto enferma por la noche y era precisamente porque acababa de morir por lo que los sirvientes sollozaban en sus chozas. Antes del nuevo día otros tres sirvientes habían muerto y otros huyeron aterrorizados. El pánico cundía por todas partes y la gente se moría en los bungalows. Durante la confusión y el asombro del segundo día, Mary se escondió en el cuarto de los niños y se borró de la mente de todos. Nadie pensó en ella, nadie la buscó y pasaron cosas extrañas de las que no se enteró. Mary lloraba y dormía alternativamente durante horas. Solo sabía que la gente estaba enferma y que se oían ruidos misteriosos y aterradores. Se deslizó una vez al comedor y lo encontró vacío, aunque había comida a medio consumir sobre la mesa y las sillas y los platos parecían haber sido alejados apresura20 damente cuando los comensales se levantaron de repente por alguna razón. La niña se comió algunas frutas y galletas y como tenía sed, se bebió una copa de vino que estaba casi llena. Estaba dulce y ella no sabía lo fuerte que era. Muy pronto le hizo sentirse muy amodorrada, regresó al cuarto de los niños y se encerró allí de nuevo, asustada por los gritos que oía en las chozas y por el ruido de pasos apresurados. El vino la había dejado tan adormilada que apenas podía mantener abiertos los ojos, se acostó en la cama y no supo nada más durante largo tiempo. Pasaron muchas cosas en las horas en las que durmió tan profundamente, pero no le molestaron los lamentos ni el ruido de cosas que llevaban y sacaban del bungalow. Cuando despertó, se quedó acostada mirando fijamente a la pared. La casa estaba en perfecta quietud. Nunca antes la había sentido tan callada. No oía ni voces ni pasos y se preguntaba si todo el mundo se había curado ya del cólera y si todo el problema se había acabado. También se preguntaba quién iba a cuidarla ahora que su Ayah estaba muerta. Vendría una nueva Ayah que tal vez supiera nuevos cuentos. Mary ya estaba algo cansada de los viejos. No lloró porque se hubiese muerto su 21 niñera. No era una niña afectuosa y nunca le había importado nadie mucho. El ruido, el ir y venir y los lamentos por el cólera la habían asustado y se había enfadado porque nadie parecía recordar que ella estaba viva. Todo el mundo estaba demasiado sobrecogido de pánico para pensar en una chiquilla a quien nadie tenía afecto. Cuando la gente tenía el cólera parecía que no se acordaba de nada más que de sí misma. Pero si ya todos se habían curado, seguro que alguien se acordaría y vendría a buscarla. Sin embargo, no vino nadie y mientras ella esperaba, la casa parecía ponerse más y más silenciosa. Oyó algo rozar bajo las esterillas y cuando miró hacia abajo, vio una pequeña serpiente que se deslizaba y que la miraba con ojos que parecían joyas. No estaba asustada, porque era un animalito inofensivo que no le haría daño y que parecía tener prisa por salir de la habitación. Se escurrió bajo la puerta mientras ella la miraba. —Qué raro y silencioso está todo —dijo ella. —Parece que no hubiese nadie en el bungalow más que yo y la serpiente. Casi enseguida oyó pasos en la propiedad y luego en la galería. Eran los pasos de alguien; unos hombres entraron en el bungalow y hablaron en voz baja. Nadie vino a recibirlos ni a hablarles, y 22 parecían abrir las puertas y mirar dentro de las habitaciones. —¡Qué desolación! —oyó decir a una voz—. ¡Esa hermosa, hermosa mujer! Supongo que también la niña. Oí decir que había una niña, aunque nunca la vio nadie. Mary estaba de pie en la mitad del cuarto de los niños cuando abrieron la puerta, unos cuantos minutos después. Parecía una criatura fea y enfadada y tenía una mueca porque comenzaba a tener hambre y a sentirse afrentosamente olvidada. El primer hombre que entró era una oficial grande al que había visto una vez hablando con su padre. Parecía cansado y preocupado, pero cuando la vio se quedó tan sorprendido que casi dio un salto. —¡Barney! —gritó—. ¡Aquí hay una niña! Una niña sola. En un lugar como este. Válgame Dios, ¿quién es? —Yo soy Mary Lennox —dijo la chiquilla, poniéndose derecha. Le pareció que el hombre era muy maleducado al llamar al bungalow de su padre «un lugar como este»—. Me quedé dormida cuando todos tenían el cólera y me acabo de despertar. ¿Por qué no viene nadie? —¡Esta es la niña que nunca vieron! —exclamó el hombre, volviéndose hacia sus compañeros—. ¡De verdad la habían olvidado! 23 —¿Por qué me olvidaron? —dijo Mary golpeando con el pie—. ¿Por qué no viene nadie? El joven que se llamaba Barney la miró muy tristemente. Mary incluso creyó verlo parpadear, como para alejar las lágrimas. —¡Pobre niñita! —dijo él—. Ya no queda nadie que pueda venir. De esa extraña y repentina forma, Mary se enteró de que ya no le quedaban madre ni padre; de que habían fallecido y se los habían llevado por la noche, y de que los pocos sirvientes nativos que no habían muerto también se habían ido de la casa tan pronto como pudieron, sin que ninguno se acordara siquiera de que había una señorita Sahib. Por eso estaba todo el lugar tan callado. Realmente no había nadie en el bungalow más que ella y la pequeña serpiente. 24