LA PLUMA DEL PROCURADOR Una mañana Adolfo Quezada

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LA PLUMA DEL PROCURADOR
por: Adrián Roa Mendieta
Una mañana Adolfo Quezada recibió una llamada. El procurador Salvador Diez-Coletos
quería verle. Quezada entró en pánico: era un ratón de biblioteca frente al funcionario
elefante del gobierno. No se conocían en nada pero Diez-Coletos lo necesitaba para
escribir su próximo discurso. Tardaron unos días en sostener la primera cita.
La procuraduría cayó en coma, eso todos lo sabemos. Lo que ignoramos es lo sucedido
entre bambalinas. El oficio se remonta a la antigua época romana. En ese entonces, siglo
IV a.C., ya existían los logógrafos quienes escribían para provecho de otros a cambio de
una paga. Yo no lo sé de cierto, pero escuché tantas veces sobre Adolfo Quezada que
terminé por aprenderme su historia de memoria:
Eran días negros para el país. En plena crisis, el remedio para aliviar el malestar de los
mexicanos tardaría en llegar. Se dice que todo comenzó en esa oficina, la del
procurador.
– ¡Adolfo Quezada sólo tiene 25 años!– gritó con furia Salvador Diez-Coletos –Lo que
necesitamos es un escritor, no un chamaco que viene de terminar la escuela. Revisa de
nueva cuenta los expedientes, ¿entendiste? Debe haber una persona en la procuraduría
que sepa poner los puntos y las comas en su lugar.
La pregunta de los familiares era la misma que se formulaban millones de jóvenes,
quienes temían correr con semejante suerte si osaban levantar la voz: ¿dónde estarán los
43 estudiantes desaparecidos?
Salvador Diez-Coletos hacía su mejor esfuerzo por hallar los cuerpos de los normalistas,
pero la búsqueda no arrojaba ningún resultado. El procurador era conocido por ser un
político de la vieja escuela con cierta experiencia acumulada, también se sabía de su
buena relación con el presidente.
La presión de las organizaciones independientes y los movimientos estudiantiles tenían
al funcionario con el agua hasta el cuello. Con los culpables sueltos y las víctimas que
no aparecían, ¿qué iba a decir el procurador en su próximo discurso?
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– ¡Los encontramos!
– ¿A los desaparecidos?
– No, a los escritores que usted solicitó, señor procurador.
–¿Revisaste sus currículums?
–Sí.
–Entonces lleva a mi oficina al mejor aspirante. Despacha al resto, ¿entendiste?
El elegido fue un tal Adolfo Quezada Flores. Era un chamaco, como decía el
procurador, pero a la hora de soltar la pluma todos le debían respeto. Estudió Leyes con
el secretario general de la procuraduría, fue su profesor quien insistió para que DiezColetos lo aceptara en su equipo de trabajo.
–No lo juzgue, señor procurador. Quezada escribe y escribe estupendamente bien. Lo
tuve como alumno en la universidad. Lo que este país necesita, señor procurador, es
contar con el apoyo de sus jóvenes, ¿no se ha dado cuenta?
Mientras tanto, los actos de hostilidad social alrededor del país no dejaban de poner el
dedo sobre el renglón. Cada vez se subrayaba con más énfasis la irresponsabilidad de
las autoridades. Con decir que el tema llegó a la conversación de dos señoras quienes,
sentadas en la banca de un parque, se preguntaban por el futuro de los suyos.
– ¿Escuchaste las noticias?
–Sí.
–Yo pienso que los tiene el ejército.
– ¿Será que ya estén muertos?
–Quién sabe.
–Pero los papás siguen buscando.
–Yo haría lo mismo.
–El gobierno seguro les suelta una lana para que dejen de hacer alboroto.
– ¿Cobrarías para aceptar la muerte de tu hijo?
– ¡Ni en sueños! Primero me muero yo…
Ser logógrafo significa ahorrar tiempo al político. Significa incrustarse en la mente del
personaje para atrapar su esencia; entender lo que quiere decir para trasladarlo a las
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palabras. Adolfo Quezada comprendió de inmediato este concepto. Ése fue su mayor
acierto.
La primera entrevista con el procurador era la más importante de su carrera y de su vida,
probablemente. No obstante, el muchacho agarró rumbo al Monumento a la Revolución,
donde la bulla por los cinco meses de la desaparición forzada en Iguala, Guerrero
tendría lugar.
En la calle se respiraba un aire de rebeldía, a Quezada siempre le gustó inflar sus
pulmones de ese ambiente. De pronto, los músicos quebraron el silencio para dar paso
al movimiento organizado a través de las redes sociales. De esta forma, los jóvenes a
nivel nacional, y en el extranjero, rellenaron con arte y cultura el hueco dejado por los
43 que hacían falta: el teatro gesticuló el desdén, la danza bailó rebelde y la escultura
levantó una imagen de hartazgo. Todos reunidos en una simple pero significativa frase:
¡Vivos se los llevaron…vivos los queremos!
–Y qué piensas hacer, ¿trabajar para el gobierno?
Quezada no contestó.
–Ya ni la amuelas, Quezada, si es contra quien estamos marchando, ¿te das cuenta?
Quezada no pronunció palabra.
–¿Te van a pagar mucho al menos?
Quezada movió la cabeza en forma de sí, pero continuó sin abrir la boca.
–Pensé que querías otras cosas para tu vida.
Quezada alzó y bajó los hombros. No dijo nada.
–Sabes que lo mismo hacen narcos, inmigrantes y políticos. Todos detrás del dinero,
pero… ¿un escritor?
–¡Oye!– Quezada levantó la voz, al fin.
– ¿Qué pasa?
–No se lo digas a nadie…
Ser logógrafo significa trabajar a la sombra del político, pues contra todo pronóstico no
son los de traje y corbata los responsables de redactar lo pronunciado frente al público.
Un logógrafo, por ejemplo, nunca saldrá en televisión. Su cara, como la de un luchador
enmascarado, permanece anónima. Nadie lo reconoce y sin embargo su presencia
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intelectual es la más importante. A pesar de la agenda repleta de reuniones y entrevistas,
Salvador Diez-Coletos asistió puntual a la cita con su nuevo empleado.
–Si te llamé fue a la desesperada. Al parecer en este país nadie sabe escribir como Dios
manda. En el folder vienen unas líneas generales. Escuché de tu talento con la pluma.
No me decepciones. Dentro de tres días quiero ese discurso sobre mi escritor…
¿entendiste?
Son múltiples los nombres y los sentidos que a lo largo de la historia ha recibido el
oficio de logógrafo: prosista, historiador, redactor de discursos, sofista, escritor,
declamador o redactor de tratados. Hoy día son llamados “plumas” o “sombras”. A
pesar de la diversidad de calificativos, los escritores del discurso forman parte de una
labor milenaria como lo es el ejercicio del poder.
Además, ¿qué sería de un político sin alguien que esté a su lado para escribir? Dura vida
es la del logógrafo, pues los aplausos son para los que hablan, no para quienes escriben.
En un mundo donde la inmediatez ha ganado terreno al contenido, son agallas las que se
necesitan para equilibrar estas dos cualidades.
Adolfo Quezada se sentó frente a su escritorio. En ese momento se percató del embrollo
en el que estaba metido. Había conseguido el trabajo de sus sueños: el de escritor, pero
jamás imaginó que las letras, y sus ideas, terminarían en boca de un personaje como
Diez- Coletos.
Cuando leyó las intenciones del funcionario en aquellas líneas, Quezada captó el
mensaje: el político renunciaría a su puesto en la procuraduría, es decir, en un par de
días, y con el discurso que estaba a punto de construir, el gobierno intentaría dar
carpetazo al tema de los normalistas desaparecidos.
Fue entonces cuando el muchacho se dejó llevar e hizo con sus manos lo que mejor
sabían hacer. Después de dos noches, el discurso se encontraba sobre el escritorio del
procurador, tal como lo había ordenado. A Quezada le temblaban las piernas. DiezColetos parecía más relajado, aunque en ese momento un terremoto sacudía sus
pensamientos. El procurador se colocó las gafas y se puso de pie para leer en silencio.
La oficina se encontraba en el octavo piso. Desde la ventana la vista apuntaba hacia la
gran ciudad. Las paredes del cuarto estaban tapizadas por los retratos de los
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procuradores anteriores. Quezada imaginó el rostro de Diez-Coletos colgando a la par
de los demás.
En un momento dado, el procurador apartó la vista de los papeles. Se quitó las gafas y
se dirigió hasta el asiento del muchacho. Con voz gruesa, como papá aconsejando a su
hijo, espetó:
–Te felicito Quezada, has hecho un buen esfuerzo, pero no estoy satisfecho con el
resultado. Debo ser sincero, en la primera lectura el contenido me pareció
extraordinario, magnífico. Pensé por un momento que habías elegido las palabras
correctas. Sin embargo a la segunda y a la tercera lectura, el discurso perdió toda su
fuerza, me pareció deslucido y sin empaque.
Ante la sinceridad del procurador, Quezada soltó una risa, y con ella liberó el estrés que
lo tenía temblando de pies a cabeza. Diez-Coletos por su parte percibió un sentimiento
de burla que de ninguna manera permitiría dentro de su oficina, ni en ninguna otra parte.
Antes que cualquier otra cosa sucediera, Quezada se adelantó para decir:
–Permítame una pregunta señor procurador: ¿pretende usted pronunciar el discurso más
de una vez delante de la gente?
El procurador quedó mudo.
Cuentan que Salvador Diez-Coletos se deshizo del cargo a la mañana siguiente. Como
hacen la mayoría de los políticos, nunca más se volvió a saber de él. Su rostro ahora
cuelga en la pared de la oficina, tal como Quezada lo imaginó ese día.
Acerca del caso Ayotzinapa me gustaría contar mejores noticias, pero en este país más
vale pedir perdón que pedir permiso. Para el dolor de los mexicanos, los estudiantes
siguen desaparecidos.
Prefiero concluir esta historia hablando sobre Adolfo Quezada o la pluma del
procurador. Si bien el discurso cumplió con su propósito, el muchacho renunció
igualmente a la procuraduría. Dicen que nunca dejó de escribir. Si yo tuviera su mismo
talento, seguro me dedicaría al oficio de poner los puntos y las comas en su lugar, así
como Dios, y el señor procurador, mandan.
FIN
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