El juego creativo. José Manuel Esteve. Addenda a la III ponencia: El lenguaje del cuerpo. Políticas y poéticas del cuerpo en educación. 1 El juego creativo José Manuel Esteve, Universidad de Málaga [email protected] RESUMEN El juego creativo se está olvidando. Tras un desarrollo teórico limitado a la década de 1970, apenas se utiliza en el momento actual para introducir a los niños en las posibilidades del lenguaje del cuerpo. Frente a la uniformidad expresiva de los medios de comunicación de masas, el juego creativo ofrece un enorme potencial para desarrollar la imaginación y la fantasía, y para perder el miedo a expresarse en público. El juego creativo se basa, exclusivamente, en la potencialidad expresiva de nuestro propio cuerpo. Para desarrollarlo no hace falta absolutamente nada, sólo diez metros cuadrados de espacio vacío; ya que el juego consiste en definir los espacios, marcar los objetos y crear los personajes de una situación que podemos ir modificando, sin reglas fijas, a partir de la fantasía de los participantes. En él, se trata de potenciar las capacidades expresivas de nuestro cuerpo, al margen de las formas de expresión convencionales, uniformadas por los medios de comunicación. Se trata de ofrecer unos paralelos compensadores en los que el niño o el adolescente rompa los tópicos expresivos y juegue con las posibilidades del lenguaje de su cuerpo, sobre la base de la espontaneidad, las capacidades expresivas y la toma de decisiones de los participantes en el juego. El que digamos que carece de reglas fijas, no significa que sean juegos sin ninguna regla donde cada uno hace lo que le parece. Aunque en las primeras etapas siempre hay que aceptar un periodo inevitable de improvisación, enseguida el grupo descubre, en la práctica del juego, las reglas expresivas con las que nuestro cuerpo define y ordena el espacio y el tiempo. De esta forma, se establecen unas reglas básicas, que el grupo va descubriendo y modificando a partir de un juicio colectivo sobre la menor o mayor potencialidad expresiva de las propuestas individuales de los participantes. Así, la participación de un grupo en el juego lleva a descubrir y mejorar la calidad de la expresión corporal, a partir de ensayos previos en los que se juega con distintas posibilidades expresivas, hasta que el grupo se marca a sí mismo un cierto nivel de exigencia respecto a su propia eficacia escénica. Se plantea, por tanto, una relación de equilibrio entre el juego espontáneo y creativo de cada participante, y la necesidad de conjugar su actuación con la de las demás personas que componen el grupo. De esta doble relación individualidad-sociedad, derivan una serie de reglas que el educador no necesita explicitar, pues están en la mente de todos y el mismo grupo se encarga de establecerlas y aplicarlas. Así, si proponemos partir de un cuento y representar una escena de la leyenda de los caballeros de la tabla redonda, y en el juego un escudero del rey Arturo decide no quedarse callado y apoyar al rey en cada una de sus actuaciones, será bien visto por todos; pero si recoge el guante con que le desafía el malvado y comienza a repartir mandobles por su cuenta, desde el rey al mismo malvado quedarán desconcertados, sin responder a una agresión que se sale del juego y que no deja cauces para continuarlo. El juego creativo debe respetar también una relación de equilibrio entre la expresión espontánea y la expresión técnica, a partir de la cual el grupo, cuanto más juega, va planteando mayores niveles de exigencia respecto a las técnicas de expresión que elevan la calidad del juego. Es decir, al principio, el grupo acepta cualquier ocurrencia individual y se conforma con cualquier forma de expresión de baja calidad técnica; pero conforme los participantes van descubriendo las capacidades expresivas de nuestro cuerpo, y conforme van incorporando recursos técnicos más eficaces, el mismo grupo se exige más y va elevando el nivel técnico del juego, incorporando recursos procedentes del mimo y descubriendo convenciones teatrales respecto a la presentación de los personajes y la expresión del espacio y el tiempo. Para el educador es imprescindible respetar los ritmos de estos descubrimientos por parte del grupo. Si el educador intenta imponer reglas y convenciones del mimo o del teatro se acaba el juego creativo, y entonces el descubrimiento de las propias capacidades expresivas se sustituye por las reglas de expresión marcadas por un director de escena, que define, con una exigencia de calidad técnica, cómo deben comportarse los personajes, qué lugar deben ocupar en el espacio y qué tiempo de intervención es adecuado para cada gesto y para cada escena. En el juego creativo, el equilibrio entre la expresión espontánea y la expresión técnica viene marcado por el juicio del grupo sobre las propuestas individuales de los participantes; así, si Macbeth decide asesinar al rey Duncan con una raíz retorcida de extraña forma, lo más probable es que a todos les parezca bien; pero si se empeña en asesinarlo con una zanahoria, probablemente tenga que enfrentarse a las iras del propio Duncan que se negará a dejarse asesinar de forma tan poco seria. A pesar de la búsqueda de estos equilibrios mínimos entre improvisación y calidad técnica, y de la progresiva exigencia por parte del grupo de incorporar recursos expresivos cada vez más avanzados, no tiene sentido exigir un perfecto ensamblaje de las actuaciones individuales, o la utilización de medios muy sofisticados que nos llevarían de lleno al campo de la dramatización. Georges Dobbelaere nos recuerda que se trata de un método global en el que ninguno de los instrumentos debe predominar por encima de los demás. Desde su punto de vista, el juego creativo debe alcanzar un cierto clima que él caracteriza como compuesto por las siguientes notas: libertad de acción, método activo, actividad en grupo y equilibrio entre la expresión individual y la dimensión social. “En resumen, -nos dice- tiene por objeto, a la vez, liberar la personalidad mediante la espontaneidad, y formar esta personalidad mediante la cultura. Propone múltiples orientaciones, siempre consideradas globalmente. Estas orientaciones son ofrecidas a la libre expresión de los niños. Desembocan en actividades. Estas actividades son colectivas. Se inscriben en un contexto contemporáneo y social” (Dobbelaere, 1970, 27-29). El juego creativo trata de proporcionar a los niños una posibilidad de expresión de lo que piensan y sienten, de su forma personal de imaginar una escena, un cuento o una situación determinada, en la que cada participante elige su propio papel. Por eso, es importante aceptar que se manifiesten de forma espontánea, con sus propios recursos expresivos, sin pretender desde el principio superar sus limitaciones expresivas mediante la imposición de reglas técnicas. Esta expresión espontánea nos ayudará a conocer mucho mejor a los niños y adolescentes pues en ella proyectan su personalidad y sus inhibiciones al tratar de encarnar el papel de líder a través de la figura del rey o el de un personaje secundario, en la figura de un vasallo. A partir de las primeras elecciones del niño, el juego creativo nos ofrece unas enormes posibilidades de recabar datos útiles para un diagnóstico de diferentes aspectos de su personalidad, de sus etapas de desarrollo social y moral, y de su grado de integración y aceptación en el grupo. El juego creativo, así planteado, ofrece al niño la posibilidad de construir sus propias formas expresivas, enseñándole a criticar y discernir entre la enorme masa de imágenes y frases estereotipadas que recibe a través de unos medios de comunicación capaces de imponer un lema, un modelo de hombre o de mujer, una forma de pensar o una canción entre millones de jóvenes, por el sencillo método de repetirlas hasta la saciedad. Como señalan Carmen y María Aymerich (1971, 12) estas nuevas formas de expresión, desarrolladas a través del juego creativo, pueden actuar como “paralelos compensadores” frente a la masificación de nuestras formas de expresión: se trata de fomentar cauces de expresión no estereotipados en los que exista un margen para la, en principio, torpe expresión de unos niños, con capacidades limitadas, que enseguida se inhiben y sienten vergüenza de hablar en público, recluyéndose en el silencio, porque comparan sus limitaciones expresivas con las de los profesionales de la comunicación que envían sus mensajes perfectos a través de la radio, el cine y la televisión. Para permitir el desarrollo de estos paralelos compensadores, es preciso que la acción formadora del educador, que trata de ofrecer nuevos cauces de expresión y de enriquecer los cauces espontáneos, sea posterior a un primer momento de expresión espontánea, en el que se acepte la improvisación, la desorganización y el error. Dobbelaere (1970, 48) hace gran hincapié en este punto: “Desde luego sería peligroso quedarse en esta etapa; ciertamente, el adulto debe interpretar un papel formador, pero solo debe interpretarlo a partir del momento en que el niño, después de haber ejercido libremente sus propias fuerzas creadoras, advierte la dificultad técnica que experimenta en dicho ejercicio. Aprender la técnica antes de haber desarrollado la espontaneidad equivale a anteponer la carreta a los bueyes, o realizar una “actividad escolar”; es sacar al niño del reino del juego para hacerle volver al de la escuela”. En el juego reglamentado, el desarrollo de la expresión espontánea queda en un plano muy rudimentario a causa de las reglas preestablecidas y del espíritu de competición que implica la presión del grupo para que cada actuación individual se coordine con el grupo; a pesar de ello, ofrece unas posibilidades diagnósticas y educativas muy amplias. El juego creativo se ofrece como una continuación y un complemento del juego reglamentado, en el que también aparecen actuaciones personales espontáneas con las que los participantes asumen papeles diferenciados. De la misma forma que en el juego reglamentado se empieza explicando las reglas, en el juego creativo se utiliza como base del juego un tema o una narración que se propone al grupo como base de una representación colectiva. Con un grupo poco experimentado es bueno comenzar con temas muy simples, proponiéndoles representar escenas de la vida cotidiana: el viejo juego de comunicar a otros el título de una película a través de la mímica es de los pocos vestigios de juego creativo que se usan frecuentemente. En un segundo nivel, se comienza contando una historia, un cuento sin excesiva complicación de personajes, para que sea realizable, pero con los suficientes para poder trabajar en una situación de grupo. En general, se aconseja que haya entre seis y diez personajes de los que podemos decir que tienen una intervención personal, un papel definido. Esto no nos impide que el resto pueda hacer papeles de “multitud”, “cortesanos”... etc., lo que llamaríamos “extras” o “comparsa” (para realizar este tipo de actividades, el número mayor posible es de unos quince chicos, si hay más, es mejor hacer diversos grupos). Hay que cuidar que los papeles que permiten mayores posibilidades expresivas vayan cambiando, y no recaigan siempre en los mismos niños, en los más lanzados o activos. La primera regla es que se trate de una narración que atraiga a los participantes; es decir, que se adapte a la edad y gustos de ellos. Es inútil tratar que los niños de catorce años se ilusionen con la corte del rey Arturo, o que los de once encuentren interesante incluir entre sus temas un conflicto laboral, un problema político o un suceso de la actualidad nacional o internacional. Una vez hecha la narración, se distribuyen los papeles. La distribución de los papeles varía en su forma, según la edad. Si son pequeños hay que procurar hacerla enseguida, antes de que se pierda el encanto de la narración. En un momento hay que buscar un rey Arturo, un Merlín, una Ginebra y los doce caballeros de la Mesa Redonda; el resto serán los cortesanos y el pueblo que los vitorea. Se hace una breve composición del lugar: la plaza con la espada en el centro, el camino por donde llega Arturo, el palacio al fondo; y se comienza la interpretación dejando que cada uno cree su propio personaje. El hilo de la historia se enriquece siempre por las actuaciones personales de un Merlín que se empeña en hace encantamientos a cada paso, o por un caballero de la Mesa Redonda que desea que acabe pronto la coronación del rey para salir a buscar aventuras. En el momento en que todos juegan y viven con el grupo las peripecias de la narración con sus propias interpretaciones personales, de una forma participada y activa, hemos logrado nuestro objetivo, aunque el juego acabe al revés de la narración original. Con chicos y chicas mayores el reparto de papeles puede ser más meditado, escogiendo cada uno su papel, discutiendo los casos dudosos, y preparando un poco más la escena y las líneas generales de cada personaje, por parte de cada uno, cuando ya tiene asignado un papel. En esta edad, hay que evitar en lo posible la existencia de papeles no personales: de grupo, extras, etc. Son poco valiosos en esta edad y se prestan al borregueo del grupo-masa sin un papel definido, lo cual suele degenerar en diversas formas de gamberreo. Con niños más pequeños, las primeras veces no suelen salir bien los juegos espontáneos. El interés va decayendo hasta que se siente que se ha agotado la historia, y el final suele quedar poco definido e incierto. Todos achacan el fracaso a los demás, y los que tuvieron un papel relevante desean volver a empezar. Mediante estos fracasos parciales, los chicos advierten que sin una disciplina colectiva y sin una coordinación del grupo, en principio con la ayuda de los educadores, la creación espontánea está condenada al fracaso. El niño sólo lo asimila cuando ha vivido esa primera experiencia de fracaso. El deseo de progreso sólo surge cuando la historia deja de ser aceptada pasivamente, como una proposición del educador, para ser vivida activamente convirtiéndose en algo propio; y sólo el juego espontáneo conduce a este fin. Naturalmente, el fracaso no puede ser el fin de nuestra actividad, aunque sea imprescindible una dosis inicial de fracaso. Si el ambiente de fracaso persiste hay que repetir la actividad comenzada en la siguiente reunión. Ahora, al distribuir los papeles, estará más clara la elección: hay papeles que cambiarán, porque los participantes no se vieron con posibilidades para lo que ellos querían, y desde la anterior sesión cada uno habrá pensado cuál es el personaje que él quería representar. Otros personajes se mantendrán: el rey Arturo que hizo una interpretación genial y creativa, el caballero que dedicó su tiempo libre entre actuación y actuación a construirse una lanza, etc. Cuando ya hemos fijado de nuevo los papeles, se vuelve a contar la historia, repasando las partes difíciles de cada papel y modificando un poco la historia de acuerdo con las posibilidades y los fallos que se vieron la vez anterior, adaptando, conforme a la anterior experiencia, el espacio del que se dispone y las diversas escenas. Se puede, incluso, dedicar algún tiempo a que cada uno fabrique su propio disfraz o algún efecto que haga un poco más real su papel; en este intervalo cada uno irá pensando cómo realizarlo, y repasarán mentalmente las escenas. Cuando todo está a punto, se comienza de nuevo el juego, esta vez bajo la dirección del educador, que puede intervenir como un narrador de la historia, dando así la entrada a cada personaje, y narrando el final de su actuación. En cualquier caso, no se trata nunca de la actuación de un director de escena, que repite lo que sale mal y hace volver al punto de partida; sino de un hilo para orientar la acción que debe permitir una actuación libre del niño, el nacimiento y desarrollo de un diálogo espontáneo y de una acción vivida y realmente asumida por los participantes. Acabaremos citando los principales objetivos educativos que, según Dobbelaere, se alcanzan mediante estas actividades: ampliación del conocimiento, estimulación de la imaginación, experiencia de la espontaneidad, sentido de la observación, sentido de la creación, dominio de técnicas de expresión corporal y vocal, facultad de transferencia de su personalidad (entendida como la facultad de olvidarse del propio yo, para –en una actitud de apertura- tratar de vivir o interiorizar las preocupaciones y la forma de vida de sus personajes), y desarrollo de un sentido colectivo, que exige un respeto a los demás para que todos puedan participar en el juego. BIBLIOGRAFÍA Aymerich, M. y C. (1971) Expresión y arte en la escuela. Barcelona, Teide. Dobbelaere, G. (1970) Pedagogía de la expresión. Barcelona, Nova Terra. Small, M. (1962) El niño actor y el juego de libre expresión. Buenos Aires, Kapelusz.