¿Empatía o simpatía? Una aproximación desde la cultura del pudor

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Humanidades médicas
F. Borrell Carrió*
Te o r í a y m é t o d o d e l a m e d i c i n a
¿Empatía o simpatía?
Una aproximación desde
la cultura del pudor
A
los médicos se nos pide algo poco natural: preocuparnos por
nuestros pacientes aun cuando nos sean unos perfectos desconocidos. ¿No es precisamente éste uno de los requerimientos
básicos de nuestra profesión? Sin embargo, también es fuente de
dudas permanentes: “no pude evitar llorar con esa mujer”, me
comentaba una compañera asombrada por la fragilidad de sus
sentimientos. Para ella el contacto con las personas –y los pacientes, en concreto– era un vaivén de simpatías y antipatías (por fortuna, más las primeras que las segundas). En el otro extremo una
residente alzaba una barrera emocional con sus pacientes (escasa
cordialidad), sin por ello menguar su fuerte compromiso en los
aspectos técnicos (estudiaba cada caso, consultaba dudas, etc.).
La mayoría de los profesionales nos encontramos en algún punto
equidistante entre ambas.
¿Qué sentimientos se despiertan en nuestra relación con los
pacientes? ¿Cuáles nos permitimos, cuáles nos exigimos y cuáles,
al fin, son los reales? A este respecto existe algo así como el manual del buen médico que nos impide ser completamente sinceros con nosotros mismos. Así, por ejemplo, nos duele pensar que
este pordiosero que nos molesta en un semáforo pueda convertirse en pocas horas en nuestro paciente. ¿Seríamos capaces, en
tal caso, de velar por su bienestar, y hacer por él lo mismo que
haríamos por nuestro mejor amigo/a? ¿Podemos fragmentar
nuestros sentimientos según actuemos como ciudadanos o como
médicos? ¿O es todo “una forma de hablar”, buenos propósitos
que no deben aplicarse forzosamente al día a día de nuestra profesión?
Una primera respuesta, ensayada desde la antigüedad, es la
del médico-héroe, un pequeño dios que alberga todos los sentimientos positivos, con una entrega hacia sus semejantes sin reserva temporal (horas de descanso o tiempo íntimo), ni emocional (“todo el mundo es bueno”). En este sentido, el médico rural
encarnaba parte de estos atributos. Es un modelo que ha superado siglos y culturas, a pesar de que ha sido desmentido por todas
las evidencias empíricas. Sin embargo, ha sido una utopía eficaz
como idea reguladora: “todos somos iguales delante del médico/delante de Dios/delante del juez”. El igualitarismo es piedra
angular de nuestro sistema democrático. Se fundó sobre la idea
religiosa de que todo ser humano valía igual porque todos teníamos alma, y más tarde, cuando el alma se difuminaba en una cultura laica, porque todos teníamos dignidad, y aún más tarde,
cuando la dignidad parecía demasiado abstracta, porque éramos
animales sufrientes, y el sufrimiento de cada cuál es similar.
Pero no era posible mantener la ficción de un amor a espuertas y tuvimos que bajar el listón. Propongo que el concepto de
empatía puede ir por ahí. Creo que se trata de una creación cul-
*Médico de Familia. Profesor Asociado. Facultad Medicina. Universidad
de Barcelona.
Por lo general somos empáticos cuando estamos desbordados de
emociones solidarias.
tural muy reciente, nacida al calor de un movimiento intelectual
que nos quiere acercar a una condición humana menos romántica y destinada probablemente a hacer compatible cierto grado
de simpatía, algo así como una “simpatía minor”, en un contexto
profesional. Partiría de las siguientes asunciones: a) no es necesario que usted sufra con el paciente, basta con que se percate de
su sufrimiento y se lo reconozca; b) es permisible la pequeña hipocresía –o el “teatro”– de declarar que “sentimos” un dolor ajeno cuando en realidad no es así, pues la consecuencia es positiva
para el paciente pero también para mí (me habitúa a la solidaridad emocional, como el actor que acaba por creerse su papel), y
c) usted no sólo tiene el derecho sino el deber de mantener una
distancia emocional con el paciente, pues ésta es terapéutica en
la medida en que le permite pensar y decidir de modo más analítico y ecuánime.
¿Cuánto de real y cuánto de hipotético hay detrás de un concepto de empatía, definido así, desde la óptica de nuestra cultura
mediterránea?
Llevo más de 15 años como profesor de comunicación asistencial y siempre experimento la dificultad de que mis alumnos
practiquen una respuesta empática. Entienden de maravilla el
concepto, pero no les resulta nada fácil ni natural mostrarse
empáticos. En realidad tampoco a mí me resulta fácil. ¿Cuál es
el escollo? La dificultad estriba en que por lo general somos
empáticos cuando estamos desbordados de emociones solidarias, es decir, cuando nadamos en simpatía por “el otro”, y aún
así muchas veces refrenamos por pudor frases que nos parecen
casi grandilocuentes. ¿Cómo vamos a pretender invertir la
ecuación y decir cosas como “lo siento”, “ya veo cuanto sufre”,
etc., cuando apenas asoma un atisbo de sentimiento solidario?
Deberíamos vencer este tipo de pudor. Venimos de una cultura
donde esconder las emociones era –y es– signo de fortaleza. En
la Cataluña profunda los sepelios transcurren en un clima de
contención emocional tan extremo que apenas se vislumbran
lágrimas. En una cultura del pudor la empatía es el sobrenadante de la simpatía. Sin embargo, la sociedad evoluciona y se
impregna, para bien, de “cualidades femeninas”. Hay más interacción entre todos, y se nos pide cordialidad en el trato, bue-
nas maneras, “poner cómodo al paciente”, porque el pacienteciudadano está cargado de derechos (en un sentido real tiene
más dignidad que en ningún momento histórico precedente), y
hay que curarlo, cuidarlo e incluso contentarlo. Ya no basta con
sentirse preocupado por su enfermedad o su sufrimiento, se
nos pide calidad empática, decir lo que uno apenas empieza a
sentir o casi no siente: el sobrenadante tiene que pasar a ser el
poso. ¡Menuda tarea!, invertir uno de los pedestales de la cultura del pudor (fig. 1).
Ahora bien, esa dificultad es muy nuestra y de ahora. Es decir,
nos encontramos en una gran progresión en las habilidades de
comunicación, una progresión que afecta a todas las profesiones
y de manera especial a las profesiones de contacto humano. Lo
que para nosotros es forzar nuestra naturaleza austera, para los
jóvenes es sencillamente repetir lo que ven en la televisión. Basta
mirar cualquiera de las series americanas al uso para oír: “lamento verte así”, “tienes la sonrisa más bella que he visto jamás” o
“¿por qué te pones triste?”. Son frases que en este contexto nos
parecen obvias, pero que configuran diálogos para la mayoría de
nosotros inverosímiles. En estas series todo tiene que ser muy
evidente y, además, debe despertar emociones muy humanas;
esa es la consigna que vende. Un optimista afirmaría que por este camino los jóvenes aprenderán a evidenciar sus emociones de
una manera más natural. Desaparece, en parte, el pudor, este
pudor que hace los paisajes del alma más hondos pero también
más aburridos. No sólo queremos vivir más años, sino que los
queremos vivir más intensamente. Pero también hay un lado negativo: confundir el sentido de la vida con la intensidad (o la excitación) de un momento. Miles de jóvenes se presentan como
candidatos para ingresar en el Gran Hermano, donde día y noche jugarán a hacer y deshacer el ovillo del amor, a calzón bajado
y frente a todos. Será excitante porque se dirán cosas apenas sentidas en un contexto de juego, experimentación y estrategia, pero
en sus ganas de vivir pueden engañarse fácilmente sobre sus sentimientos. Lo malo del caso es que si en algún sentido pudor es
preservar la intimidad; cuando desaparece el pudor hay un peligro real de que desaparezca la intimidad. Muchos concursantes
de Gran Hermano no aguantan el artificio y se deprimen. Eso
ocurre cuando banalizamos nuestros sentimientos: ya no sabemos lo que sentimos y, por ende, lo que somos. El tránsito (irremediable) hacia una cultura menos pudorosa puede anunciar el
calvario de una cultura de los gestos, algo histriónica. Por eso en
un futuro puede que el pudor vuelva a abrirse paso y reclame un
espacio para instalar “lo sagrado” de cada cual. La sociedad posmoderna ha descubierto la comunicación y juega con ella, llevando esta empatía que se justifica en el terreno profesional al interpersonal. Cuando esto ocurre se produce un terrible equívoco:
se relativizan las emociones de fondo y se juega a sentir sin verdadera simpatía; así, se cae irremisiblemente en un cinismo que
resta valor a la amistad.
Lo que ocurre en la relación social
Situación
Amistad
y simpatía
Manifestación
empática
Lo que ocurre en la relación profesional
Situación
Manifestación
empática
Amistad
profesional
Figura 1. La empatía arranca de la simpatía en el entorno social, pero se
pide como actitud en la relación asistencial.
TABLA I. Diferencias entre cordialidad, empatía y simpatía
Cordialidad
Emociones “Sea usted
bienvenido. Es un
placer hablar con
usted”
Empatía
Simpatía
“Entiendo como
se siente”
“Sufro con usted”
Actitud
Cumplir con
el rol determinado
por la sociedad
Puede esperarse
Siempre un “sí”,
de mí favores, pero como si fuera “
dentro de unas
de la familia”
normas (p. ej., que
sean justos)
Tipo de
amistad
Trato amable;
puede incluir trato
paternalista. No
hay propiamente
amistad
Amistad médica o
profesional
Amistad ilimitada
Voy a tratar de
hacer todo lo que
pueda por usted
siempre que sea
justo
Trataré de
beneficiarle al
máximo, incluso
dándole un trato
preferente
Contenido Soy un técnico y
como tal actúo.
ético
No se me puede
pedir más
Sin embargo, estamos obligados a defender la empatía en el
terreno profesional. Hay dos vertientes de la amistad: una, la más
obvia, como afecto desinteresado, afinidad, flujo emocional positivo (simpatía); la otra es la acción (y la actitud) de ayuda “más
allá” de los estrictos deberes, de un determinado rol social (la
amistad como ofrecimiento). Traducido a la práctica, el paciente
sabe que hay amistad cuando hay afecto, pero también cuando
puede pedir algo “fuera de programa”, o que vamos a hacer un
poco más de lo que nos corresponde como buenos médicos.
Aquí es donde la amistad nacida de la empatía presenta límites
razonables: “eso, lo siento mucho, no se lo puedo hacer”; “¡con lo
simpática que es usted, doctora!, ¿y no me lo va a hacer?”; “pues
no, no se lo puedo hacer”, y para sus adentros la doctora piensa:
“menos mal que soy empática, y no simpática, porque desde la
simpatía me sentiría obligada a decirle que sí a algo que resulta
ser completamente injusto”.
Cuando me muestro empático no doy simplemente una sonrisa de plástico, sino que ofrezco mi amistad entendida como afecto o como predisposición positiva hacia el paciente, (beneficencia), pero también de alguna manera limitada por unas reglas: la
justicia (tabla I). Es una manera de comprometerme profesionalmente con el sufrimiento del paciente poniendo fronteras a la
experiencia emocional. Ser justo antes que benefactor: he aquí
una posible caracterización ética de la empatía. Por otro lado, la
diferencia entre empatía y cordialidad, tan borrosa si nos restringimos al puro análisis de los gestos, se comprende mejor desde
el análisis de lo que se pretende: ¿hay por parte del médico la intención de provocar amistad, de ofrecerse? En tal caso hay empatía; en caso contrario, mera cordialidad.
Conjurado el miedo a un histrionismo vacuo y charlatán, celebremos la empatía como una calidad nueva en el contacto entre
seres humanos. Los médicos no somos sino la avanzadilla de este
cambio que poco a poco impregnará las relaciones sociales, en
una sociedad que sabe crear un arco iris sentimental, como es el
caso de una empatía un punto “desemocionada”, como arranque
de una relación progresivamente más amistosa. Una amistad que
para cada contexto profesional es razonable y puede tener un no
razonado. ¿Y las personas que practican la empatía en sus relaciones interpersonales como un mero automatismo? Bueno, mejor una sonrisa de plástico a un berrido, pero cuidado, ¿sabe esta
persona guardar un espacio para los sentimientos genuinos?
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