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de las bragas de oro
Marc Reins
de las bragas de oro
Hace tiempo que quería contar esta historia. Tal vez la
recuerde en estas fechas, porque sucedió a finales de
agosto de un verano; ¡Qué verano aquel!
Había conocido a Lucía en la fiesta que dieron unos amigos para dar por finalizada la temporada estival en su residencia de verano. Yo no vivía en la ciudad, por lo que
tuve que desplazarme. Mis amigos habían insistido en
que me hospedara en su casa, pero decidí hacerlo en un
hotel, ya que aproveché el viaje para realizar algunas gestiones que había dejado pendientes. Por lo tanto, llegué
unos días antes de la celebración de la fiesta.
La casa de mis amigos estaba a las afueras de la ciudad,
en un lugar paradisíaco, cerca de una cala y alejada del
mundanal ruido. Como era lógico, asistí solo a la fiesta y
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pasé parte de la noche conversando con la gente que me
iban presentando de forma ocasional.
Era de madrugada cuando los invitados empezaron a
abandonar la casa y emprender el camino de regreso a la
ciudad, que estaba a más de treinta kilómetros. Fue entonces cuando me presentaron a Lucía. Yo la estuve observando durante toda la noche. Entre conversación y
conversación, mis ojos la buscaban constantemente entre
los invitados. No tenía pareja; estaba sola, y era el centro
de nuestras miradas.
Aquella chica me había impactado de forma especial, y
maldije mil veces al destino por no darme la oportunidad
de haberla conocido unas horas antes.
Cuando nos presentaron, Lucía apenas hizo gestos significativos y respondió de forma mecánica al saludo. Es
más, llegué a pensar que ni se había fijado en mí.
Fui el último de los invitados en abandonar la casa. El
camino de regreso lo hice acompañado de mis baladas
favoritas y con la imagen de Lucía dando vueltas en mi
cabeza. No dejaba de pensar en ella. El verano había dejado su marca en el cuerpo de aquella chica. Alta, delgada
y con unas piernas refinadas. Su pelo oscuro y corto, y un
color que ensalzaba aquel vestido blanco.
Esa noche a penas pude dormir. Fue ahí cuando empecé
a urdir un plan para volver a verla. No tenía su teléfono,
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solo sabía que su nombre era Lucía y que vivía en el centro de la ciudad. Por lo tanto, nada más llegar a casa me
puse en contacto con mis amigos para conseguir su
número de teléfono. Fue entonces cuando supe que era
editora y que estaba a la búsqueda de nuevos talentos
literarios. No lo dudé ni un instante. El motivo para volver a verla era hablarle de un amigo mío que estaba dando los primeros pasos en el difícil mundo de la literatura.
Días después me puse en contacto con ella. Una vez más,
un estado de pesimismo me embargó por completo. Necesité un tiempo y varias explicaciones para que se acordara de mí y del día en que nos presentaron. Definitivamente no había impactado a aquella chica. Ahora tenía
que actuar con cuidado para que no llegara a descubrir
que lo único que buscaba era volver a verla.
No dudé en regalarle halagos, pero tampoco parecía responder a estos estímulos de forma especial. Todo aquello
me estaba resultando muy difícil.
Yo invité a la cena y ella eligió el lugar del encuentro. No
quiso que fuera a recogerla, prefería que nos encontrásemos allí, y así sucedió. Yo no quise ser descortés y llegué al restaurante con tiempo suficiente. Busqué una mesa que nos permitiera un poco de intimidad y esperé a
que llegara Lucía. Cuando entró en el local fue el centro
de atención de todo el sector masculino de la sala, que
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seguía sus movimientos con atención. Me levanté y le di
un beso a modo de saludo.
—¡Qué guapa estás! —fueron las primeras palabras que
salieron de mi boca—. Y qué bien te sienta ese vestido.
—Lo he comprado para esta noche —dijo mientras tomaba asiento en la mesa.
El vestido tenía un corte muy similar al que llevaba el día
que la conocí. Parece que en verano su color preferido es
el blanco, y así quedaba demostrado. Aquel vestido marcaba perfectamente la silueta de Lucía, y dejaba al descubierto unas esbeltas piernas y un sugerente escote.
—Tienes que perdonar, pero cuando me llamaste no
sabía quién eras, aquella noche conocí a tanta gente que
hoy no sabría ubicarla —dijo a la vez que buscaba el teléfono en el bolso—. Me dices que tienes un amigo que
escribe.
—Sí. Cierto. Hoy tuve que venir a realizar unas gestiones
personales y me pareció una buena idea hablarte de él.
Nunca ha publicado nada, pero sé que es muy bueno. Leí
cosas suyas.
Mentira. Nunca había leído nada de mi amigo, porque
simplemente no tengo ningún amigo que navegue en el
campo de la literatura. Tenía que estar con los ojos muy
abiertos y no cometer errores. Si Lucía advierte que estacometadigital.com
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ba mintiendo me vería en una situación muy complicada
y de difícil justificación.
—¿Y qué escribe tu amigo? —dijo mirándome fijamente
a los ojos.
—Pues… —guardé unos segundos de silencio y respiré
profundamente—; un poco de todo. Aunque lo que más
le gusta son los relatos cortos.
—¿Puedes pasarme algo que haya escrito?
—Claro. Te mandaré algunos textos por correo —
necesitaba ganar tiempo, y también cambiar rápidamente
de conversación. Tenía miedo a equivocarme o que me
pillara en algún renuncio—. Dame tu correo y te los
envío.
Durante la cena hablamos de nosotros. Lucía descubrió
algunos de sus secretos y yo me limitaba a observar a
aquella chica que tanto me había impactado. Sin embargo, con el paso de las horas rompimos el muro que nos
separaba y cada vez me iba pareciendo más cercana. En
la cena tomé una copa de vino para dar un sabor especial
a aquel encuentro.
Aquí pasé mi primer momento de apuro. Después de
abonar el importe de la cena, aguardamos a que el camarero nos trajera la vuelta. Como tardaba y no sabía qué
hacer, invité a Lucía a abandonar el local, pero ella, tenaz,
dijo:
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—No. ¿Por qué tenemos que dejarle la vuelta? Esperemos.
Yo no sabía qué hacer, y me pareció una situación incómoda. No quería dar la imagen de hombre interesado,
para no dejar unos euros de propina. Finalmente fue ella
quien llamó a un camarero para reclamar la vuelta.
A la salida del restaurante no sabía qué hacer y esperé
que fuera ella quien tomara las riendas de la noche.
Podrían suceder dos cosas: que me despidiera con un
beso en la mejilla y dándome las gracias por haberla invitado o que me hiciera una propuesta más sugerente. Y así
fue, me habló de un local con sabor cubano en el que
servían unos excelentes mojitos. Así que, como quedaba
cerca del restaurante decidimos ir caminando hasta nuestro próximo destino. La noche era perfecta para pasear, y
yo me encontraba muy bien a su lado.
El local era ideal para ir acompañado de una chica como
Lucía. Buena música, ambiente agradable y la luz necesaria para dejarse llevar por las emociones. Como es natural, nos tomamos unos mojitos. He de reconocer que no
soy muy amigo de este tipo de bebidas, pero tomaría lo
que fuera por estar con Lucía. Puede que esas ganas
hicieran que aquel mojito me sentara mejor que otros
muchos que había tomado en el pasado, y volví a repetir.
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Lucía empezó a bailar con expresiones y movimientos
que hicieron que mi temperatura corporal y mental se
elevara a cotas que me resultaban difíciles de controlar.
Necesitaba otro mojito; y me tomé otro mojito.
En un momento de la noche ella quiso hacerme algún
comentario, pero el ruido de la música y la gente impedía
que pudiera entenderla, por lo que se acercó tanto que
nuestros labios se acariciaron en un tímido encuentro.
Nos miramos y sonreímos en un gesto de complicidad.
Fue en ese momento cuando me sentí por primera vez
seguro de lo que estaba viviendo, y me lancé a besarla
con todas mis fuerzas. Lucía respondió a ese gesto de
pasión con la misma entereza y, allí, entre la gente que se
movía al ritmo acompasado de la música, nos arrastramos a un mundo de impetuoso deseo.
Entre el vino que había tomado en la cena, los mojitos y
los besos apasionados de Lucía, ya había ascendido al
séptimo cielo. Fue entonces cuando tuve la osadía de
decirle a Lucía que no llevaba nada debajo del pantalón.
Estaba tan eufórico que hubiera soltado cualquier cosa
por esta boca mía. Lucía empezó a reír, aproximó sus
labios a mi oído y susurró:
—Pues yo voy al baño y me quito el tanga, ya verás; espera un momento.
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Me quedé en blanco. Es cierto que yo estaba en otra dimensión, pero sabía que no lo haría. Entre la oscuridad
del local, vi cómo se mezclaba caminando entre la gente
en dirección al baño. Mi mente, sucia en ese momento,
empezó a imaginar escenas atrevidas y osadas, algo que
es muy corriente en los hombres cuando un poco de alcohol corre por nuestras venas.
Al llegar, Lucía traía una sonrisa atrevida que cubría toda
su cara. Se acercó y me dijo:
—Mira lo que tengo aquí —sacando algo de un pequeño
bolsillo del vestido.
No podía dar crédito. Toqué con mis manos esa minúscula prenda que esconde el secreto más íntimo de una
mujer. En este juego erótico y excitante, Lucía permitió
que cogiera el tanga en mis manos, mientras mi mente,
otra vez sucia, imaginaba escenas que iban más allá de la
propia pureza de los sentimientos. Muy excitado le dije:
—Déjame que lo guarde en mi bolso, puede caerte de ese
bolsillo tan pequeño.
Asintió con la cabeza, y guardé con mucho cuidado la
prenda más íntima que llevaba Lucía esa noche.
A partir de entonces los juegos eróticos que nos regalamos iban creciendo en intensidad, y como ya no podíamos más, decidimos marcharnos de allí. Ahí volví a pasar
por un momento de dudas. Se planteaba qué hacer descometadigital.com
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pués de tantas emociones vividas en aquel local. Fue entonces cuando Lucía me cogió de la mano y dijo:
—Vamos a mi casa. Quiero hacerlo contigo.
Definitivamente aquella era mi noche; qué digo: ¡mi gran
noche! Ya no me acordaba de la historia que inventé sobre un supuesto amigo escritor. El verdadero escritor era
yo, que estaba escribiendo la historia más impresionante
que me había sucedido. Pero a diferencia de cualquier
otro junta letras, yo la estaba viviendo.
Cuando llegamos a casa, Lucía empezó a desalojar todo
lo que tenía encima de su cama. Ella también deseaba
que fuera una gran noche. Y así fue, nos dejamos llevar
por la oscuridad de aquella alcoba y nos perdimos entre
suspiros y gemidos de placer.
Abrimos los ojos cuando los primeros rayos de luz bañaban las sábanas que la noche anterior vieron lo que allí
pasó. Nos dimos los buenos días y nos levantamos con
toda la calma que requiere un despertar así. Salimos a
desayunar a una cafetería que hay frente a la casa de
Lucía. Hablamos y nos reímos con algunos detalles de la
noche anterior. Cuando fui a pagar, nos acercamos a la
barra y allí, sin saber cómo pudo suceder, cayó delante de
los ojos del camarero el pequeño tanga que Lucía se
había quitado en el lugar donde tomamos los mojitos. El
camarero dejó caer una maliciosa sonrisa y desvió la micometadigital.com
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rada queriendo decir que no había visto nada. Lucía me
miró soltando una cómplice sonrisa y yo guardé con disimulo aquella prenda tentadora.
Al salir del local no pudimos reprimir unas sonoras carcajadas, que llamaron la atención de los que en aquel
momento pasaban a nuestro lado. Terminamos la mañana con un paseo por la ciudad. Lucía me invitó a comer
antes de regresar a casa. Aún tuvimos tiempo de volver a
repetir las emocionantes vivencias de la última noche.
Lucía me acompañó hasta el coche y ninguno de los dos
hemos vuelto a nombrar a mi amigo escritor, que fue el
causante de que yo pudiera conocer a esta maravillosa
mujer…
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