“La revolución por dentro, o sea, La república federal explicada por

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Observaciones sobre un proyecto de constitución federal de
1870: “La revolución por dentro, o sea, la república federal
explicada por ella misma”
“La revolución por dentro”, obra editada en 1870, no es más que un
proyecto de constitución federal que salió de la pluma de uno de los más
famosos republicanos y federalistas españoles del siglo XIX, Roque Barcia.
Siempre a la izquierda de la democracia, se suele recordar su participación y
liderazgo durante la revolución cantonal de Cartagena. La obra que hoy
publicamos en la BSF surge en el contexto político inmediatamente posterior
al triunfo de la Gloriosa y a la fundación del Partido Republicano Federal.
Con este texto Roque Barcia pretende, sin duda, el doble objetivo de defender
la forma de gobierno republicana en unos años en los que se busca
desesperadamente un rey para la nación, y la articulación federal del Estado
español. En realidad se trata de un proyecto que contiene cuatro
constituciones: la federal, cantonal o estatal (Barcia emplea indistintamente
los términos Cantón o Estado particular para referirse a la misma comunidad
política), provincial y municipal.
Según la Constitución federal propuesta por Barcia, el Estado español pasa
a denominarse Estados Unidos de España, pues se trata de una confederación
o república federal (utiliza también como sinónimos ambos términos) que
surge del pacto establecido de abajo arriba por Cantones o Estados
particulares y soberanos. La forma de gobierno de los Estados Unidos de
España es republicana, democrática y federativa (p. 18). El órgano máximo
de representación de la confederación puede admitir nuevos Estados y
territorios en la confederación española. Pero de ninguna manera puede, sin
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Antonio Rivera García,
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el consentimiento formal de los Cantones o Estados particulares ya
constituidos, “legislar para que se formen nuevos Estados dentro de la
jurisdicción de otros, ni para que se haga uno nuevo por la incorporación de
otros, ni para que se haga uno nuevo por la incorporación de dos o más
Estados o partes de ellos”. Como insistirá el líder de los federalistas, Pi y
Margall, más allá de que incurriera durante la I República en una penosa
contradicción al respecto, la federación se ha de construir de abajo arriba, y
no desde arriba, desde los órganos de representación de la república federal.
Al igual que la mayoría del Partido Republicano Federal, Barcia estima que
la solución a los conatos de independencia de los territorios ultramarinos pasa
por reconocer a Cuba, Puerto-Rico y Filipinas la condición de Estados libres
y soberanos dentro del Pacto de la Confederación.
En los primeros artículos se hace referencia a que nadie puede ejercer
derechos políticos en más de un Cantón, a que la lengua castellana es el
idioma oficial de la república federal, a que quedan abolidos los diezmos,
señoríos y cualquier resto de derecho feudal, etc. La parte más sustantiva del
proyecto tiene que ver con la regulación de los tres poderes clásicos,
legislativo, ejecutivo y judicial, de la república federal, poderes que también
encontraremos en las otras unidades federadas inferiores, el Estado, Provincia
y municipio.
El poder legislativo de la Confederación se halla en la asamblea federal
compuesta por el Consejo Nacional, que representa a la confederación, y el
Consejo de los Estados, que representa a los Cantones y se asemeja al clásico
senado federal. Esta diferencia relativa al representado explica que los
diputados del Consejo Nacional sean retribuidos por el Tesoro de la
república, mientras que los del Consejo de los Estados lo sean por los
Cantones. No obstante, ambas asambleas se componen de dos diputados por
cada una de las provincias federadas.
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En cuanto a la iniciativa legislativa, quizá lo más original sea que los
Cantones o Estados poseen el derecho de ejercer la iniciativa legislativa por
escrito. El régimen de inmunidad de los representantes e incompatibilidad
con otros cargos públicos es el habitual en el pensamiento republicanofederal. Aunque Barcia sigue la línea revolucionaria democrática cuando
establece claramente la superioridad del legislativo sobre el ejecutivo,
concede, no obstante, al ejecutivo el poder de veto suspensivo. De este modo,
si los ministros no firman el proyecto de ley, éste se devuelve con las
objeciones pertinentes a la asamblea para que las tome en consideración. Sin
embargo, después de la nueva votación el proyecto es erigido en ley sin
necesidad de una nueva aprobación por parte del ejecutivo. Por lo demás, si
los ministros no devuelven el proyecto en el plazo de diez días, también se
entiende que se eleva a la condición de ley.
La tradicional primacía republicana o democrática del legislativo sobre el
ejecutivo se refleja en artículos que, como el séptimo de la sección IV de la
Constitución federal de Barcia, niegan la facultad de los ministros para
disolver las cámaras. Es más, todo intento de disolución sin consentimiento
de la propia asamblea federal, será tenido como delito de traición. No
podemos dejar de mencionar otro rasgo que pone de relieve el
anticlericalismo característico de los federalistas españoles: únicamente son
elegibles como diputados los ciudadanos españoles legos o seglares.
Las atribuciones de la asamblea federal son las que solemos encontrar en
los documentos del Partido Republicano Federal. El listado de facultades
acaba con una cláusula general que choca con las tradicionales limitaciones
del federalismo, pues abre la posibilidad de añadir cuantas competencias crea
necesaria la confederación. Dicha cláusula, que se encuentra en la facultad
número 42, establece que la asamblea puede dictar “todas las leyes y
disposiciones convenientes encaminadas a poner en práctica las antedichas
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facultades y las demás que el pacto otorgue al Gobierno de la república”. Esta
apertura a otras atribuciones no consignadas expresamente en la constitución
se complementa con una sección en la que se especifican las restricciones de
la asamblea federal, ya que difícilmente podríamos encontrarnos ante una
constitución federal si no se subrayaran estos límites.
El poder ejecutivo se halla en el Consejo federal, compuesto por cinco
consejeros de Estado, Gobernación, Hacienda, Justicia y cultos, Guerra y
Marina, iguales en responsabilidad y en poderes. El consejo elige presidente a
un individuo de su seno, que se limita a activar y dirigir la acción de sus
colegas. Como sucede con la asamblea federal, el proyecto dedica toda una
sección a regular tanto sus funciones, desde el mando de las fuerzas armadas
hasta el deber de hacer cumplir las leyes, como sus limitaciones. A diferencia
de las constituciones modernas, los miembros del ejecutivo no pueden formar
parte del legislativo, e incluso no pueden estar presentes en el salón de las
sesiones durante la votación de los presupuestos y cuentas federales.
El poder judicial se ejerce por un tribunal federal, por los tribunales
inferiores establecidos por la asamblea y el jurado popular y gratuito. Cuando
se trata de delitos comunes, el tribunal propio de los jueces es el jurado,
tribunal popular que a lo largo del siglo XIX será reivindicado tanto por
progresistas como por demócratas. Si se trata, en cambio, de delito de traición
consistente “en hacer armas contra la república o en adherirse a sus
enemigos”, en soborno o en abuso cometido por funcionario público en el
desempeño de sus funciones, la acusación se sustanciará dentro del Consejo
Nacional y la sentencia la pronunciará el Consejo de los Estados. En la línea
de la democracia decimonónica, que entronca con las reformas ilustradas
defendidas desde Beccaria, la Constitución prohíbe las penas crueles, las
multas que priven a los ciudadanos de los recursos necesarios para sobrevivir
y, desde luego, la esclavitud. En otra sección se extiende sobre el sistema
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penitenciario y la necesidad de reformar y reintegrar a la sociedad al penado
mediante la educación, la enseñanza de un oficio y el trabajo. El fruto de este
último se invertirá sobre todo en sostener el establecimiento, pero una cuarta
parte se reserva al penado para entregársela tras acabar su condena.
Los tres últimos capítulos del proyecto de Constitución federal están
dedicados a las fuerzas armadas, la instrucción pública y la revisión de la
Constitución. La fuerza armada de la república española se divide en tres
clases que, en realidad, hacen referencia tanto a los ejércitos como a la policía
o fuerzas de orden público: los ejércitos de la Confederación; la guardia civil
y rural que corren a cargo y pagan los Estados o cantones; y la guardia
municipal que se halla bajo la dirección y financiación de los municipios.
Aparte de la abolición de las quintas, lo más interesante quizá sea el
reconocimiento de la milicia nacional, que tanta polémica genera a lo largo
del siglo XIX y a la que siempre se opuso el liberalismo conservador. A este
respecto el proyecto indica que “todo ciudadano español que ejerza sus
derechos políticos, puede tener armas para su defensa y la República está
obligada a proveerle de armamento necesario, que se costeará con fondos
federales”. Esta milicia voluntaria ostenta el rango de “cuerpo libre para la
salvaguardia de la República y del pueblo”, y recibe el nombre de “Milicia
matriculada y pasiva de la República” (pp. 26-7). No olvida el proyecto, en
contra de lo que va a ser regla general en los Estados liberales, de defender
los derechos civiles y políticos de los militares. De ahí que, siempre que
cumplan con los deberes de su cargo, no deban ser castigados “por la
manifestación pacífica y legal de sus opiniones políticas y de sus creencias
religiosas” (p. 29).
En relación con la instrucción pública, la república federal no tiene ninguna
competencia. La instrucción primaria, que es obligatoria, le toca al
municipio; la secundaria, a la provincia; y la superior, al Cantón o Estado
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particular. Y con respecto a la revisión de la Constitución o pacto federal
puede ser revisada total o parcialmente. Ello sólo resulta posible si lo pide
una cuarta parte de los electores de la República, de los municipios, de las
diputaciones provinciales o de las asambleas de los Cantones. En cualquier
caso la revisión siempre será sometida al voto del pueblo.
Termina el proyecto constitucional de la república federal con tres artículos
adicionales, dos de ellos de especial significación. El segundo subraya el
principio federal, esto es, la necesidad de que la república respete la
autonomía soberana del Cantón: “la Confederación española no tiene poderes
ni autoridad algunas sobre las propiedades de los Cantones, sobre la
integridad de su territorio, sobre su instrucción, administración y economía,
cuyos intereses tocan por completo a la autonomía de los Estados
particulares, como si fuesen otras tantas Repúblicas libres, independientes y
soberanas” (p. 34). Y el tercero seguramente traerá a la mente del lector
contemporáneo la debatida legislación sobre memoria histórica, pero debe ser
leído en el contexto revolucionario y antimonárquico de la época. En este
último artículo adicional se hace referencia nada menos que a la creación de
una comisión denominada “Jurado de justicia social” encargada de juzgar los
crímenes cometidos por reyes y otros “malhechores del pueblo” desde 1801,
es decir, se trata en el fondo de juzgar la política de los Borbones del XIX,
desde Carlos IV hasta Isabel II.
Las otras tres constituciones, cantonal, provincial y municipal, siguen una
parecida estructura, pues, aparte de consignar los derechos individuales y
políticos de los ciudadanos, se regulan los tres poderes públicos, legislativo,
ejecutivo y judicial. De la cantonal puede ser interesante mencionar los
Estados particulares que, según Barcia, compondrán los futuros Estados
Unidos de España: el Estado de Cataluña, el de Andalucía, Aragón, Castilla,
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Valencia, Alicante y Murcia, Extremadura y la Mancha, Galicia y Asturias,
Cantabria, Canarias, Cuba, Puerto-Rico y Filipinas.
En esta constitución se proclama que todos los bienes de la Iglesia, así
como los de la antigua Corona que no se hubieran incorporado a la Hacienda
Pública, son de exclusiva propiedad de los Estados particulares, los cuales,
además, deben enajenar “la parte de esos bienes que sea enajenable”. Barcia
no quiere, sin embargo, volver a caer en los males de la pasada
desamortización. Como ya señaló Flórez Estrada, la venta de los bienes
expropiados a la Iglesia perjudicó gravemente a unos campesinos que, en
lugar de elevarse a la condición de propietarios, se convirtieron en
arrendatarios de señores que establecían un censo o renta superior al que la
Iglesia les había impuesto durante siglos. Se trata ahora, por el contrario, de
dividir las tierras en pequeños lotes “con el fin de hacer el mayor número de
propietarios”. Pero aún más importante es que el producto de “esas
cuantiosas ventas” se emplee en “fundar Bancos agrícolas, industriales y
comerciales”. Tales Bancos han de tener como principal función la de prestar
dinero a las “clases laboriosas” para acabar con la usura privada (el interés no
debe exceder del dos por ciento), y, sobre todo, ayudar a las sociedades
cooperativas de obreros. Recordemos que el pensamiento de la democracia o
republicano adopta como principal solución al problema social el principio
asociativo, que en realidad no es más que la extensión del principio federal al
plano social, a la industria y al campo. Barcia, en la línea del ala socialista del
Partido Republicano Federal, verá en las sociedades cooperativas de obreros
y campesinos la única vía para emancipar al proletariado, como dice
enfáticamente en el siguiente fragmento: “[…] ayudar a las sociedades
cooperativas de obreros, redimiéndolas de la tiranía del capital, creando la
verdadera libertad del trabajo, haciendo posible el gran milagro de la Historia
del mundo, que consiste en el advenimiento del trabajador a la vida pública, a
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la vida social, a la vida humana: es decir, a la vida, porque ahora no vive en
la vida sino en la muerte” (p. 37).
Otro de los artículos que aparece en la Constitución cantonal, y cuya lectura
no deja indiferente, es aquel en el que se admite el derecho de resistencia de
los Cantones: “Toda mudanza verificada en la Constitución política de la
Confederación española que no se discuta y vote libremente en la Asamblea
federal, será considerada como una tropelía contra las supremas leyes patrias
y autorizará a la desobediencia pasiva o a la rebelión armada de los Cantones
confederados, según la gravedad de los hechos, a juicio de la mitad más uno
de los grandes Consejos cantonales, en el caso de que la Asamblea federal no
esté reunida, o no pueda deliberar sobre el asunto” (p. 39). Casi parece una
reedición del derecho legal de resistencia que en el pasado fue desarrollado
por los monarcómacos, y que implicaba normalmente el establecimiento de
un complejo sistema de censura y deposición de los magistrados tiránicos.
Barcia se extiende también en la Constitución cantonal sobre los derechos
individuales y políticos, sin que sea muy riguroso en su delimitación. Pues
mientras entre los individuales menciona la igualdad ante la ley, entre los
derechos políticos alude al derecho individual por excelencia, el derecho a la
vida “que es el fundamento de todos los derechos humanos”, y otros derechos
que se hallan a medio camino entre los individuales y los políticos como la
libertad de cultos o la libertad de expresión (“de palabra y de la prensa”).
No nos extenderemos más en esta breve reseña sobre la regulación de las
Constituciones que, a juicio de Barcia, han de promulgarse con el triunfo de
la revolución federal. Tan sólo subrayar que nos encontramos ante un
magnífico ejemplo de lo que será el constitucionalismo revolucionario
defendido por el Partido Republicano Federal durante esa época de la historia
de España comprendida entre el triunfo de la Gloriosa y la proclamación de la
I República. La escisión ocurrida dentro del partido republicano español con
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motivo de la revolución cantonal, y en la que como decíamos al principio
Barcia desempeñó un papel protagonista, forma ya parte de las desventuras
de la I República española. No obstante, la radicalidad y el tono de la
pequeña obra revolucionaria que hoy publicamos ya permite adivinar la
posición que adoptará en el futuro el republicano federal Roque Barcia.
Antonio Rivera García
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