Los hombres más feos del mundo

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Los hombres más feos del mundo
El viejo Señor Luisao, el muy viejo Señor Luisao, hablaba bajito y grumoso,
como si un gargajo sempiterno permaneciera colgado de su garganta y ni las toses ni el
aguardiente consiguieran despegarlo. Contaba con pocos dientes el viejo marinero por
lo que el aire y la saliva al escapar por las rendijas generaban un seseo que, junto con su
cargado acento portugués, otorgaba a sus letanías un halo chocante a nuestros ojos.
Completaban la impactante atmósfera que rodeaba a aquel añejo Neptuno, las
blanquecinas pupilas teñidas por unas amenazantes cataratas y las manos apergaminadas
terminadas en huesudos dedos de amarillentas uñas, duras y ganchudas, con las que
gesticulaba y nos señalaba como si se tratase de un escamoso monstruo marino surgido
frente a la proa de nuestras naos.
Yo era pequeño, como el resto de los que nos enroscábamos en torno suyo en las
tardes en que las madres remendaban redes y los hombres pintaban barcas. Eran las
tardes de sol y pantalones cortos, tardes en que el viejo Señor Luisao salía en busca del
sol como un lagarto arrugado y pesaroso. Y no hay mucha exageración en lo que digo
porque la piel del viejo portugués portaba tantas arrugas que una de mis prácticas
preferidas consistía en contárselas, nunca llegué más allá de las treinta y dos de la cara
pero estaba seguro que de haber tenido tiempo y ánimo podría haber constatado que
aquel anciano era el hombre más arrugado del mundo.
A nuestros ojos no es que aquel marinero momificado fuera anciano es que era
prehistórico, y ayudaba el hecho de que él mismo lo constatase diciendo que aún
quedaban dinosaurios en las aguas cuando él nació, esto, en nuestro infantil
entendimiento era como si estuviéramos ante el mismísimo oráculo de Delfos, de modo
que cualquier historia surgida de aquellos labios consumidos, por muy fantasiosa e
increíble que resultara, contaba siempre con el beneficio de la duda, lo que propiciaba
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no pocas veces, tras escuchar algún relato, un encendido enfrentamiento en el clan
infantil entre crédulos y recelosos, eso sí, jamás delante del oráculo, jamás delante de
aquella cara desgastada y su ajada colilla de picadura.
Las sesiones comenzaban siempre de la misma manera, las partidas de caza de
chavales del pueblo se formaban y confluían hasta aquel rellano de cemento donde el
líder de la manada siempre tentaba al viejo de la misma manera.
⎯¿Por qué se vino de Portugal Señor Luisao? ⎯preguntaba pícaro el crío como
si no hubiese escuchado cientos de veces la respuesta.
El taimado anciano entonces levantaba la vista y observando a las mujeres que
despatarradas tejían cuerda sobre los desgarrones de las saladas redes replicaba.
⎯Por las hembras, ⎯para añadir con sonrisa desdentada⎯ porque en mi tierra
las mujeres tienen más bigotes que los hombres ⎯dicho lo cual se solazaba observando
cómo su ocurrencia despertaba las sonrisas entre el hacendoso corro de féminas, no
importaba cuántas veces hiciéramos la pregunta y cuántas veces aquellas madres y
abuelas hubiesen escuchado la respuesta, siempre sonreían.
Era este un juego de repeticiones, de historias manidas, de roles y códigos
personales, una representación privada de rigurosa exclusividad, algo nuestro, ligado al
sol y a las tardes frente al mar. Sabido es que los críos pueden escuchar una misma
historia cientos de veces sin cansarse, y que tras escucharla una enésima vez solicitarán
le sea contada un vez más, quizá haya algo en la tierna mente del niño que le impide
renunciar a algo que le resulta placentero, no lo sé pero de lo que estoy seguro es que la
vejez hace que se recupere ese mismo gusto por la repetición, y así el viejo es niño o el
niño quizá viejo, y lo sé porque el Señor Luisao jamás se cansaba de contar sus historias
de mar.
Sucedía que, especialmente en verano cuando llegaban veraneantes y había
nuevos miembros en la pandilla, solicitábamos siempre la misma historia, el mismo
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relato, la narración de los hombres más feos del mundo. Y esto era así, porque el Señor
Luisao decía que esa historia sólo se podía contar una vez a una misma persona, sólo
una vez, de modo que era obligado que hubiera algún neófito no versado en la misma
para que el viejo se la relatase y el resto pudiéramos volver a escucharla. Era esta la
historia más famosa y apreciada, no sólo por ser la más difícil de escuchar, dada la
complicada logística de lograr oyentes nuevos, sino porque a diferencia de otras fábulas,
esta contaba con un plus, con algo muy especial que le otorgaba credibilidad, incluía al
final de la historia el visionado de un amarillento y cuarteado cartoncillo donde estaba
dibujado a tinta china uno de aquellos hombres, ¡uno de los hombres más feos del
mundo!
La historia de los lejanos hombres más feos del mundo comenzaba siempre
igual, el Señor Luisao empezaba a liar un cigarro con asombrosa facilidad a pesar del
párkinson, y mientras lo hacía le decía al chiquillo nuevo, trincado para la ocasión, que
fue su abuelo, un portugués, el que vio por vez primera a los hombres más feos del
mundo, y que fueron ellos porque no había ni ha habido mejores navegantes que los
portugueses, que a su lado los españoles éramos marineros de bañera, sin la menor idea
de hacer barcos ni de manejarlos. Luego tosía y razonaba que esa habilidad radicaba en
que las portuguesas eran muy feas y los hombres para no yacer con ellas se marchaban
lo más lejos posible y así algunos, los que se habían casado con las menos agraciadas,
se embarcaban hasta el final del mundo. Todos reíamos a grandes carcajadas, incluidas
las hacendosas mujeres, hasta que el viejo daba una calada y levantando la mano
señalaba que el abuelo de su abuelo se había desposado con la más fea de todo el pueblo
y claro, se embarcó a los dos días. Ahí las risas arreciaban.
El señor Luisao decía que su abuelo se llamaba Luisao y que el abuelo de su
abuelo también se llamaba Luisao y así hasta Adán, y era así porque el hijo del padre no
es sino el padre renacido pero sin recuerdos, en eso consiste la inmortalidad aseguraba,
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cualquier animal lo sabía y por ello cualquier padre se sacrificaría sin dudarlo por salvar
a su vástago puesto que significaba salvarse a él mismo. Así de simple era la
inmortalidad, sin ocultas fuentes en el Amazonas que la otorgaran, ni brebajes mágicos,
y según eso el Señor Luisao aseguraba que él no era sino el abuelo de su abuelo, y por
tanto se podría decir que él estuvo en aquellas lejanas tierras y vio con sus propios ojos
a los hombres más feos del mundo. Ni que decir tiene que tras tan impactante perorata
nuestras ingenuas mentes situaban a aquel decrépito anciano frente a aquella terrorífica
tribu de seres.
Con la primera calada de humo espeso el anciano portugués, ante el anhelante
silencio, señalaba que el abuelo de su abuelo se enroló de grumete en una nao o carraca
llamada la Santa Ana camino de las colonias del África Occidental. Después con sus
huesudas manos dibujaba en el aire el barco en cuestión, describiéndolo como carabelas
evolucionadas de mayor tamaño y resistencia que podía montar un aparejo redondo o
latino y mayor número de mástiles, de manera que eran muy útiles para grandes cargas
y travesías largas. Después sonreía malévolamente y decía que las carracas tenían mala
fama entre los castellanos por su mal comportamiento en los temporales, claro que los
españoles sólo sabían navegar en charcos y rara vez distinguían el palo trinquete del de
mesana.
La cosa es que el Señor Luisao o el abuelo del abuelo o quien fuera viajaba en la
Santa Ana, llamada popularmente La Negra por portar como mascarón de proa un
dragón tallado en madera oscura, era el encargado no sólo de limpiar la cubierta y la
base de las vergas sino de ayudar al cocinero. Decía el Señor Luisao que con mar gruesa
y viento fuerte la arboladura de la nao crujía con el lamento del animal que tiene alma, y
que el impulsivo capitán Gomes de Azurara, al que una bala había arrancado una oreja,
explicaba que aquel no era sino el crujir del ataúd que habría de acogerlos a todos. La
mayor parte del tiempo costeaban evitando las grandes tormentas y si atisbaban alguna
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buscaban refugio y echaban el ancla. Su destino era un fuerte costero en el territorio
Kongo situado en la desembocadura del enorme río que llevaría su nombre pero que en
aquel tiempo se llamaba Lualaba.
A estas alturas de la historia el grupo de chiquillos ya conformábamos una
pequeña tripulación situada sobre la cubierta de una carabela imaginaria. El uso
continuo de términos marineros nos embutía todavía más en la historia, y así, quien más
y quien menos se veía recogiendo el aparejo o desplegándolo para ceñir el viento, o
sujetando las jarcias tras una maniobra, u ordenando alzar los foques para alcanzar
mayor velocidad, nadie sabía qué era el palo bauprés pero eso daba igual, lo que no se
sabía se imaginaba.
Fue nada más embarcar que el pequeño grumete escuchó la historia de los
hombres más feos del mundo de boca de Nuño Tristao, marinero curtido al que había
caído simpático el muchacho por ser del mismo pueblo, y fue el tal Nuño el que mostró
al abuelo del abuelo del Señor Luisao la famosa estampita donde aparecía dibujado el
protagonista de la leyenda, por lo visto había sido él mismo quien la dibujó años atrás
en una expedición por el Lualaba. Al verla, el pequeño marinero quedó tan
impresionado que no creyó que el Creador hubiera dado vida a tales hombres y así se lo
hizo saber al veterano lobo de mar. Nuño no se enfadó por la reticencia, todo lo
contrario, soltó una gran carcajada mientras aseguraba que con todo el representado era
el más guapo de la tribu, que resultaba ser aquel el único pueblo del mundo donde las
mujeres eran más feas que los varones.
Aunque durante el resto del trayecto fue notable la insistencia del grumete por
volver a ver el dibujo, Nuño Tristao no quiso volver a mostrárselo insinuándole que
tendría oportunidad de verlos en persona puesto que habitaban las tierras que la
expedición pretendía convertir en plantación de azúcar. De manera que el pequeño
Luisao esperó ansioso hasta que tras días de trayecto, y después de sortear varios
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encuentros con los holandeses, atisbó por fin sobre un promontorio rocoso lo que
parecía un imponente fuerte armado de cañones, Sao Tomé.
Fue justo al fondear cuando el pequeño Luisao la vio, la cuerda de hombres
negros en el muelle, una hilera de salvajes tan negros como el tizón que escoltada por
hombres armados eran subidos a una enorme nao de tres palos. El muchacho se
encaramó en el palo trinquete para observar con más facilidad lo que parecían ser los
hombres del dibujo, sin embargo, una vez visionados con detenimiento aquellos seres,
aún cuando feos, no llegaban al extremo del representado en la ilustración. Fue Diego
Gomes, compadre de Nuño y único letrado de entre la marinería, el que le descubrió la
finalidad de aquel fortín de amplia ensenada, el comercio de esclavos. Y fue ese mismo
Diego Gomes el que le ofreció ver de cerca a los salvajes en los sótanos del fuerte si le
acompañaba, puesto que tenía que tratar allí la asignación de un guía para remontar el
Lualaba hasta la futura plantación.
Luisao los vio en el amplísimo sótano diáfano a modo de mazmorra sobre el que
descansaban el resto de dependencias del recinto, a través de las rejas trampilla pudo ver
cómo una infinidad de asustados seres se apiñaban, le impresionó que el blanco de
cientos de ojos se destacara con el resplandor de las antorchas, como luciérnagas
aterradas en noche de verano, describió. Nunca hasta ese momento el pequeño Luisao
había visto a un hombre negro.
Fue en el camino de regreso que Diego, al verle impresionado por lo visionado
en aquella enorme jaula, le sujetó del hombro y le dijo que debería sentir más pena por
los marineros blancos que por los salvajes, puesto que estos eran valiosos, que en las
Colonias un macho fuerte podía multiplicar por treinta su precio, por eso el patrón
tendría cuidado de no perder o estropear la mercancía, sin embargo, la tripulación no
tenía valor, sujeta a una durísima disciplina, peor alimentada, víctima de enfermedades
y del alcoholismo era prescindible. El pequeño Luisao no pudo entender aquello, no
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lograba comprender que los negreros corriesen peor suerte que los esclavos, y sugirió a
Diego le explicara el galimatías. Fácil muchacho, señaló el marinero, entre el valor de
una mercancía y la vida de un hombre, los patronos siempre eligen la mercancía, no es
el color es el valor, y añadió, lupus est homo homini. Luisao no entendió el latinajo pero
no quiso mostrar más ignorancia añadiendo preguntas.
Con todo el muchacho no tuvo tiempo de pensar en aquellas filosofías puesto
que descargada la carga pronto estuvo subido a una barcaza remontando el Lualaba, y
no tuvo de tiempo de pensar dado que toda su atención se centraba en el guía, Vassa.
Vassa era un ex esclavo fornido con el rostro y el cuerpo repleto de
descalcificaciones. Descalzo, vestido únicamente con una especie de toga rojiza, y
cubierto por collares de hueso y cuero, a los ojos del muchacho aquel ser era lo más
parecido a un diablo, cuando le miraba fijamente dilatando los globos oculares se le
helaba la sangre. Luisao sabía que aquel negro no era un hombre puesto que sabido era
que los salvajes no poseían alma y en palabras de Nuño no sólo se infringían heridas en
el cuerpo sino que eran caníbales. Aquello evitó que el grumete consiguiera conciliar el
sueño durante las dos primeras noches en aquella relativamente pequeña embarcación
de escaso calado bautizada como Carrapateira, razonaba el muchacho que al ser él el
más joven del grupo y su carne la más tierna sería el elegido por aquel antropófago.
Finalmente el sueño le venció, que no el temor.
Tras dos jornadas la barcaza abandonó el territorio Ndongo y tomando un
afluente se internó en el Quissana. Resultó que para asombro de Luisao tanto Diego
como el mismísimo Nuño gustaban de trabar conversación con Vassa, de manera que
Luisao que no se separaba de ellos, por si necesitara de su ayuda para librarse de las
fauces del salvaje, por fuerza tenía que escuchar las historias del guía.
Por lo visto era este territorio enemigo del reino de Umbundo, del que era
natural Vassa y donde estaba situado el fuerte. Gobernado por el rey N’gola era este
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reino costero amigo de los portugueses, que tenían en la hermana y consejera del rey, la
hábil Nzinga, la mejor aliada y organizadora de razias sobre los pueblos vecinos, con la
única finalidad de capturar esclavos con los que abarrotar las naos portuguesas. No eran
muy apreciados por tanto los paisanos de Vassa entre las tribus vecinas, y quizá por ello
a partir de este punto las visitas a tierra se redujeron y siempre había hombres armados
vigilando las orillas.
Durante el trayecto fue Luisao perdiendo el miedo al ex esclavo atreviéndose en
ocasiones a preguntarle, así supo que sus cicatrices correspondían a las marcas de su
clan, que había sido esclavo por fugarse con una mujer de casta superior, que por hablar
todos los dialectos se había librado de ser embarcado y que con su lanza podía atravesar
a un hombre de parte a parte. Aunque esto último impresionó al muchacho, no era esto
lo que Luisao quería de Vassa, él quería saber cuándo verían a los hombres más feos del
mundo. Vassa no pareció entender pero cuando a instancias del grumete Nuño le enseñó
aquel cuarteado cartoncillo con el dibujo, el guía asintió al instante y sonriendo dijo, sí,
los hombres más feos del mundo, y señalando hacia el este añadió, pronto.
Y así Luisao pasaba horas en la proa observando el infinito verdor de la selva en
busca de un indicio que le permitiera detectar a los hombres más feos del mundo, ni por
lo más sagrado pensaba perderse aquello, si Dios había creado a aquellos hombres él
quería verlos para poder contarlo cuando regresase a su Porto natal. A veces, entre el
follaje le parecía ver algo pero siempre resultaba ser un mono o un pájaro para carcajeo
de la comunidad de navegantes y del propio Vassa.
Resultó que un día recién amanecido la mano de Vassa rozó el hombro del
durmiente Luisao, éste dio un salto al ver los deslumbrantemente blancos dientes del
guía tan cerca de su cara, aún medio dormido pensó llegada su hora para ser devorado,
sin embargo, Vassa colocó su dedo sobre los labios y señalando la orilla dijo, los
hombres más feos del mundo.
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Luisao se precipitó a babor, allí estaban, en un claro de la selva, con el lento
navegar de la barcaza y la ausencia de ruido, aquellos hombres no parecían percatarse
de su presencia. El muchacho no pudo por menos que entreabrir su boca por el asombro
de estar viendo a... ¡los hombres más feos del mundo! Era cierto, ¡era cierto! Allí
estaban, frente a él, en aquella despejada zona boscosa, y eran... eran idénticos al dibujo,
¡idénticos! Y Luisao no pestañeó, se propuso no pestañear aun cuando el escozor fuera
insoportable, porque no quería perder aquella imagen, quería recordarla siempre, quería
poder decir, yo vi a los hombres más feos del mundo.
Y así resultó que cuando la malaria se llevó a Nuño, éste momentos antes de
expirar le hizo entrega al grumete de lo único que tenía, un amarillento y cuarteado
cartoncillo donde estaba dibujado a tinta china uno de aquellos hombres, uno de los
hombres más feos del mundo. Y sucedió que el joven Luisao regresó a Porto siendo un
hombre, y contó y enseñó el dibujo a su hijo, y éste hizo lo propio con el suyo, y así
sucesivamente hasta que llegó a manos del anciano Señor Luisao.
Cuando el Señor Luisao echaba para atrás la cabeza y sacaba la taleguilla de
tabaco es que la historia había terminado, sucedía que durante bastante rato nadie decía
palabra, no por nada sino porque uno tarda en regresar desde las selvas del Congo hasta
un pueblo ibérico. No es fácil para un crío estar sobre una barcaza llamada Carrapateira
rodeado de salvajes pintados y ¡zas! Aparecer rodeado de infantes junto a un viejo
marinero arrugado. Sin embargo, cuando la mente iba recomponiendo la realidad y
sacudiéndose los mosquitos y el escorbuto la cosa siempre terminaba igual, una voz
generalizada, un bramido infantil tan poderoso como el chillido de mil gaviotas
atronaba solicitando una cosa, el visionado inmediato de aquella estampita.
El Señor Luisao siempre sonreía y se hacía el desentendido, fingiendo estar sólo
pendiente de liar el enésimo cigarrillo, sin embargo cuando veía que la joven jauría
provocaba que las mujeres dejaran su labor y atendieran, entonces, y sólo entonces,
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apartaba el tabaco y sacaba del bolsillo de la desgastada chaqueta una porción de papel
amarillento no mayor que la palma de la mano de un adulto, y la mostraba. Los chillidos
cesaban al instante. El silencio lo era todo. Nadie pestañeaba. Dos docenas de ojos
observaban aquel amarillento y cuarteado cartoncillo donde estaba dibujado a tinta
china el hombre más feo del mundo. Yo como el resto no quería pestañear, seguro de
que me costaría volver a ver aquella imagen, quizá porque no conseguiríamos un nuevo
veraneante o quizá porque el Señor Luisao cualquier día se iba para el otro barrio.
Ahora, hoy, en días que siento el silencio abro el cajón y extraigo un plastificado
cartoncillo amarillento y cuarteado donde alguien dibujó a tinta china la imagen de un
ser. Aún no sé por qué el Señor Luisao decidió que lo tuviera yo, sólo sé que no tenía
hijos y que un día mi madre llegó con los ojos llorosos y un pedazo de grueso papel
para mí, quizá porque éramos vecinos, quizá porque mi padre le arreglaba las goteras y
mi madre le hacía tortillas. Nunca volví a ver al señor Luisao, ni a escuchar aquella
historia.
La cosa es que hoy observo sin pestañear la imagen del hombre más feo del
mundo pensando que pronto será de mi nieto. Y hoy, ahora, mientras la observo
recuerdo lo que sentí de pequeño al verla, tardé veinte años en volver a ver un ser como
el dibujado en la cuartilla, fue en un libro de ilustraciones animales, veinte años en
descubrir lo que los primeros exploradores portugueses habían denominado “los
hombres más feos del mundo”, veinte años en saber que aquel ser era un gorila.
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