Cuentos de Canterbury

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GEOFFREY CHAUCER
GERALDINE MCCAUGHREAN
CUENTOS DE
CANTERBURY
Ilustrado por
VICTOR G. AMBRUS
Introducción y notas
Pedro Guardia
Traducción
Pedro Guardia
Actividades
Agustín Sánchez Aguilar
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ÍNDICE
INTRODUCCIÓN
Chaucer y su época . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Los Cuentos de Canterbury . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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CUENTOS DE CANTERBURY
Prólogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Rivalidad caballeresca (Cuento del caballero) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Un tonel de risas (Cuento del molinero) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
La aterradora bestia con la cola de tea (Cuento del capellán de la monja) . .
Alboroto en el molino (Cuento del mayordomo) . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Una esposa entre un millón (Cuento del erudito de Oxford) . . . . . . . . . .
El mayor deseo de las mujeres (Cuento de la viuda de Bath) . . . . . . . . . .
Los asesinos de la Muerte (Cuento del bulero) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
«Sir Topacio»: una joya de poema (Cuento de Geoffrey Chaucer) . . . . . .
Amor entre las rocas (Cuento del terrateniente) . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
El cuervo de nieve (Cuento del magistrado) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
El oro de los ingenuos (Cuento del criado del canónigo) . . . . . . . . . . . . .
Irse al Diablo (Cuento del fraile mendicante) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
El viejo Enero y la joven Mayo (Cuento del mercader) . . . . . . . . . . . . . .
Epílogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Vocabulario . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Notas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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ACTIVIDADES
La historia marco . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Los cuentos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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INTRODUCCIÓN
CHAUCER Y SU ÉPOCA
GEOFFREY CHAUCER (1340?-1400)
Geoffrey Chaucer fue el mejor escritor que dio la Inglaterra medieval.
Muchos fueron sus méritos: trajo a su país las innovaciones de la literatura
renacentista italiana, demostró una maestría excepcional en la versificación
y el lenguaje y, sobre todo, supo reflejar con fidelidad el mundo que lo rodeaba. En un momento en que la literatura prefería dejar de lado la vida
cotidiana, Chaucer mantuvo siempre los ojos muy abiertos a la realidad de
su época, que abundó en conflictos bélicos y en cambios sociales, pues en
el siglo XIV Inglaterra y Francia entablaron la guerra más larga de la historia, la de los Cien Años (1340-1453), el sistema feudal empezó a tambalearse por el auge de la burguesía y una terrible peste negra redujo la población
europea a la mitad (1348).
Sabemos con certeza que Chaucer murió el 25 de octubre de 1400,
pues así se lee en su panteón, que se encuentra en «El rincón de los poetas» de la Abadía de Westminster, en Londres. Por el contrario, no hay seguridad sobre la fecha de su nacimiento, que debió de ocurrir en esa misma ciudad en algún punto entre 1340 y 1342. Chaucer era hijo de unos
importadores de vinos que proveían a la casa real y al ejército y desde su
niñez debió de hablar con soltura el francés, que era la lengua predominante en la literatura cortesana de Inglaterra. La noticia más antigua que
tenemos del autor data de 1359, fecha en la que Chaucer participó en la
cruenta guerra con Francia y fue hecho prisionero. Su rescate costó dieciséis libras, cantidad bastante módica, pues era menos de lo que se abonaba
por la liberación de un caballo de raza. Tras recobrar la libertad, el autor
ejerció como paje de Isabel, esposa del tercer hijo de Eduardo III, y debió
de estudiar en la Escuela de San Pablo, donde aprendería latín.
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El período 1360-65 es el menos conocido de la vida de Chaucer. Es
muy probable que asistiera al centro docente del Inner Temple de Londres, donde se impartían estudios de leyes y se formaban los miembros de
las embajadas. En algún momento de ese período tuvo una grave riña con
un fraile y fue multado por apalearlo; esto explica quizá la escasa simpatía
de Chaucer por ciertos miembros del clero, que se manifiesta con claridad
en los Cuentos de Canterbury.
A la altura de 1367, el autor ya había contraído matrimonio con su esposa Felipa, que le daría tres hijos. En ese año viajó a España, no sabemos
si por motivos políticos o para peregrinar a Santiago de Compostela, y recibió de Eduardo III una pensión vitalicia en pago de sus servicios. Dos
años más tarde, Chaucer combatió en Francia al servicio de su gran protector, Juan de Gante, duque de Lancaster y el noble más poderoso de Inglaterra. La esposa de Juan murió durante la campaña a consecuencia de la
peste, y Chaucer le dedicó una hermosa elegía titulada Libro de la Duquesa,
por la que fue recompensado con sendas pensiones de diez libras anuales:
una para él y otra para su esposa.
Entre 1370 y 1373, Chaucer realizó un viaje diplomático a Aquitania y
otro a Génova y Florencia en busca de acuerdos comerciales; en Italia, conoció las obras de Boccaccio (1313-1375) y Petrarca (1304-1374), que influirían decisivamente en su tarea literaria. Sus buenos servicios le reportaron nuevas recompensas: en 1374 el rey le concedió un cántaro de vino
diario; más adelante, se le adjudicó una casa en el barrio de Aldgate (Londres) y fue nombrado inspector de aduanas en el puerto de Londres. El
cargo le obligaba a realizar el trabajo personalmente y no por delegación,
pero, en la práctica, los frecuentes viajes diplomáticos con autorización real
le eximieron del estricto cumplimiento de esa tarea. En cualquier caso, su
trabajo de inspector le permitió conocer a gentes de todo pelaje que sin
duda le inspirarían más de un personaje literario.
En las últimas décadas del siglo, Inglaterra se vio asolada por las luchas
dinásticas, pero Chaucer supo sortear con habilidad la cambiante suerte de
quienes se disputaban el trono y encontrar la tranquilidad espiritual necesaria para componer su obra cumbre, los Cuentos de Canterbury. En 1389,
al regreso de su protector, Juan de Gante, se le asignó la responsabilidad de
Canterbury es la sede de la Iglesia de Inglaterra desde que en el año 597 el papa Gregorio envió a san
Agustín a evangelizar a los anglosajones. La catedral, cuya construcción comenzó en 1070, se convirtió en un venerado santuario tras el asesinato de Tomás Becket en 1170.
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mantener el palacio del rey y sus propiedades en North Petherton (Somersetshire), lo que le proporcionó a Chaucer un sueldo anual de treinta libras. En los años siguientes, le fueron concedidas otras varias pensiones
que le proporcionaron el desahogo económico necesario para dedicarse
hasta la muerte a su ocupación favorita: escribir.
Santo Tomás de Canterbury
La obra maestra de Chaucer presenta a una treintena de peregrinos que
viajan a la catedral de Canterbury. Aunque los personajes son ficticios, su
situación no lo es, pues las peregrinaciones eran parte fundamental de la
vida del cristiano durante la Edad Media, como todavía hoy lo son para
los hindúes y los musulmanes. En aquella época, los cristianos peregrinaban fundamentalmente a tres lugares: Roma, Jerusalén y Santiago de
Compostela. En el interior de Inglaterra, los grandes puntos de peregrina-
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ción eran Walshingham y, sobre todo, Canterbury, en cuya catedral reposaban los restos de Tomás Becket.
Tomás Becket había sido asesinado el 29 de diciembre de 1170 por los
esbirros de Enrique II. Tras ser nombrado arzobispo de Canterbury en
1162, Tomás aplicó con rigor la Reforma gregoriana, que otorgaba grandes
poderes a la Iglesia pero a la que el rey se oponía frontalmente. Por temor
a represalias, Tomás tuvo que exiliarse en Francia; mientras tanto, Enrique
II confiscó las propiedades de su arzobispado. Pero Tomás logró el respaldo del Papa, lo que asustó al rey, quien permitió al arzobispo que regresara
a Inglaterra y le devolvió todas las posesiones que le había confiscado. Tomás volvió a la isla entre las aclamaciones de sus feligreses, pero a las pocas
semanas cayó asesinado nada menos que en la catedral.
Tan solo tres años después, Tomás fue canonizado por el papa Alejandro III. Dos razones explican su meteórico ascenso a los altares: la popularidad de la víctima y la profanación de un lugar sagrado que había significado su asesinato. El escenario del crimen, la catedral, se convirtió de
inmediato en centro de peregrinación. El mismo rey contribuyó sin pretenderlo a incrementar la popularidad del santo. Enrique había prometido,
a modo de penitencia, peregrinar a Roma, Jerusalén o Santiago, dejando la
elección en manos del Papa. La respuesta pontificia fue contundente: debía peregrinar a Canterbury. Allí, pues, se personó el 12 de julio de 1174,
descalzo y vestido de penitente, después de haber mantenido un ayuno de
pan y agua durante varios días. Cuando entró en la catedral las campanas
estaban tocando a duelo. Enrique besó el lugar del crimen y fue flagelado
por todos los obispos presentes, pública penitencia que le valió la absolución. Después de Enrique II, todos los monarcas ingleses peregrinaron a
Canterbury; el mismo Enrique VIII, que más tarde expoliaría sus restos y
suprimiría el nombre de Tomás de los santorales, acompañó a la catedral al
emperador Carlos V.
El durísimo enfrentamiento que la reforma gregoriana provocó entre Enrique II y Tomás Becket tuvo
un lamentable desenlace el 29 de diciembre de 1170, cuando cuatro caballeros de la corte, alentados por
unas violentas palabras del monarca, se presentaron en Canterbury, exigieron a Becket que absolviera
a los obispos favorables a Enrique II y, ante la negativa del arzobispo, lo asesinaron con sus espadas.
Durante la Edad Media, Tomás Becket fue el santo más popular de Inglaterra: todas las clases sociales lo veneraban. Cuando la primavera volvía
transitables los caminos, una muchedumbre de caballeros y monjas, bule-
ros y frailes, cocineros y médicos, magistrados y molineros, miembros de
los gremios y terratenientes, estudiantes y labradores peregrinaban a Canterbury. No todos viajaban por el mismo motivo: unos lo hacían por devoción o para cumplir una promesa y otros tan sólo para divertirse, pero lo
cierto es que rendir homenaje a Tomás Becket en Canterbury acabó por
convertirse en una arraigada costumbre.
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Las peregrinaciones a Canterbury
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CUENTOS DE
CANTERBURY
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Una esposa entre un millón
ualterio era un joven fuerte, atractivo y gentil* que había heredado
de su padre el gobierno de una pequeña provincia en los confines de
Italia. Cuando Gualterio asumió el poder, todos los granjeros y campesinos de sus tierras se sintieron orgullosos de su nuevo gobernante. No sólo
acataban sus disposiciones con agrado y pagaban sin rechistar los impuestos, sino que anhelaban que Gualterio tuviera un hijo para asegurarse un
gobierno próspero en los tiempos futuros.
En la casa solariega* las generaciones se habían sucedido siempre con la
misma constancia con que el verano sigue a la primavera y el invierno al
otoño, pero Gualterio no parecía albergar propósito alguno de casarse ni
de tener hijos. El joven se pasaba los días cazando, sin preocuparse por su
futuro, así que los habitantes de la provincia empezaron a impacientarse.
Cierto día, un grupo de campesinos se armó de valor y pidió audiencia a
Gualterio.
—Nos inquieta veros soltero y sin descendencia —le dijeron.
—La verdad es que nunca había pensado en tomar esposa —respondió
Gualterio—, pero supongo que tenéis razón. No os preocupéis: pronto elegiré a una mujer que me convenga y me casaré con ella.
Los vasallos de Gualterio suspiraron aliviados, y los preparativos de la
boda se iniciaron casi al instante.
—¡En la fiesta habrá más de doscientos invitados! —anunciaban los
cocineros a los mercaderes a las puertas de la mansión.
—¡Ha comprado joyas dignas de una princesa! —explicaban los mercaderes a sus esposas.
—¡Ha encargado en Padua27 un vestido de novia hecho con la mejor
seda! —cotilleaban las mujeres.
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—Pero ¿quién es la novia? —se preguntaban todos.
En la fecha fijada para la boda, Gualterio salió de su mansión acompañado por un séquito de cincuenta criados vestidos con sus mejores galas, y
con la intención de ir en busca de su esposa. Al llegar al límite de sus posesiones, el joven detuvo su caballo ante una casucha destartalada y llena de
goteras. Y es que no era del todo cierto que Gualterio no hubiera pensado
nunca en casarse; una vez, mientras cabalgaba junto a aquella choza, se había dicho a sí mismo: «Si alguna vez me caso, me casaré con Griselda».
Además de la hermosura, Griselda poseía todas las cualidades que cualquier hombre puede desear. Trabajaba sin descanso —hilaba lana, lavaba y
tendía, cuidaba las escasas y esqueléticas ovejas de su padre—, nunca cotilleaba o se reía a tontas y a locas como las otras jovencitas, y jamás perdía
los nervios cuando algo no iba bien. A pesar de su juventud, la sabiduría y
la paz de espíritu parecían reinar en su alma. Y lo que era más importante:
Griselda jamás se quejaba, ni siquiera cuando su único y miserable vestido
quedaba desgarrado por los zarzales, ni siquiera cuando sus agotadas manos se amorataban a causa del frío, ni siquiera cuando pasaba dos o tres días
sin tener nada que llevarse a la boca.
Atraído por tantas virtudes, Gualterio bajó de su caballo ante la casa de
Griselda, se llevó a su padre aparte y le pidió permiso para casarse con su
hija. El pobre hombre se quedó mudo de asombro y, antes de que pudiese
darse cuenta, se halló sentado en la mesa de su húmeda cabaña, con su se-
ñor a un lado y su hija al otro. Griselda, que no lograba entender lo que
estaba sucediendo, permanecía sentada con las manos en el regazo, la cabeza agachada y el gesto tímido, sin atreverse a levantar los ojos.
—Griselda, he decidido casarme contigo —dijo Gualterio con el tono
gélido* del comerciante que planea un negocio—. Tu padre me ha concedido tu mano, pero quizá tú desees decir algo.
—Mi señor —susurró Griselda—, yo y todas las personas que viven en
esta región os pertenecemos en cuerpo y alma, así que tan sólo deseo lo
que vos deseéis.
—Bien —replicó Gualterio—. Sé que no es habitual que alguien de mi
condición se case con una persona tan pobre, mísera e insignificante como
tú, pero te aseguro que no ha sido una decisión precipitada.
—Señor, me concedéis un honor demasiado grande…
—No te preocupes por eso; sólo quiero que me prometas una cosa.
—Lo que vos deseéis.
—Quiero que me prometas que yo seré siempre quien tenga la última
palabra en todo. Cuando yo diga sí, tú jamás dirás no: no murmurarás nada,
y ni siquiera fruncirás el ceño. Odio a las mujeres quejicas. ¿De acuerdo?
—Mi amo —musitó Griselda—, ¿quién soy yo para llevaros la contraria en nada? Me honráis en exceso.
—Muy bien; entonces el asunto está zanjado. ¡Señoras!
Las damas de honor entraron en la choza con el vestido de novia, despojaron a Griselda de sus andrajos con un mohín* de asco y vistieron su
cuerpo de seda. Con la dorada cabellera peinada sobre los hombros y la
corona luciendo en su cabeza, Griselda cobró la apariencia de una reina.
Su aspecto cambió tanto que a sus vecinos les costó reconocerla.
—¿Acaso no es la mujer más afortunada de la cristiandad? —le dijeron
los campesinos a su anciano padre mientras veían alejarse la comitiva.
Pero el viejo meneó la cabeza, avanzó hacia su casa y respondió:
—Esto no puede acabar bien.
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—¡Menudo aguafiestas! —exclamó la dama del sombrero, encantada con
la buena fortuna de Griselda.
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El mayordomo la miró de reojo y sentenció:
—Seguro que el anciano tenía buenas razones para mostrarse tan pesimista.
—¡Por favor! —gritó la viuda—. ¡Ningún padre con una pizca de seso
en la cabeza se lamenta de su suerte cuando un noble y apuesto joven le
pide la mano de su hija!
—¡Silencio! —protestó Harry Bailey—. ¿Es que no podemos escuchar
una historia sin que alguien corra a meter su cuchara en ella?
Después, el posadero se dirigió al erudito para darle ánimos:
—¡Vamos, muchacho, tu historia va por buen camino!
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Griselda fue una novia radiante y digna del mejor cuento de hadas. Como
esposa de Gualterio mostró tanta gentileza y sensatez que se ganó el respeto de todos y les hizo olvidar que había crecido en la aspereza de un
monte. Sus virtudes suscitaron afecto y reverencia en gran parte de Italia, y
fueron muchas las gentes de lugares remotos que se acercaron a la provincia con la única intención de conocer a Griselda. Cuando Gualterio se ausentaba, ella ocupaba su lugar e impartía justicia con equidad* y acierto.
Admiradas por su valía, las gentes de la región comentaban que Griselda
había sido enviada por el Cielo para ser la compañera perfecta de Gualterio. Y no tan sólo era una esposa ejemplar: cuando Griselda tuvo una hija,
demostró que era también una madre perfecta.
Pero entonces comenzaron las pruebas.
Y es que, un buen día, a Gualterio le dio por preguntarse si Griselda sería en verdad tan perfecta como aparentaba. «Siempre está de acuerdo
conmigo», se decía, «pero, como siempre tengo razón, es natural que así
sea. ¿Qué pasaría si le exigiera algo que realmente…?».
Un día, mientras Griselda mecía a su niña y le cantaba una canción de
cuna, un criado de ruda apariencia entró en sus aposentos y le dijo:
—Vuestro esposo me envía para que me lleve a vuestra hija por la opinión desfavorable que ha despertado entre la gente.
—¿A qué te refieres? —preguntó Griselda, que conocía de sobras la estima que ella y su hija inspiraban en la región.
—Señora, la gente os tiene inquina* a vos y a la niña a
causa de vuestro humilde origen campesino.
La joven madre contempló a su bebé dormido en la cuna
con el corazón lleno de dolor, pero dijo con entereza:
—Como esposa, me debo a Gualterio, y él sabe mejor que yo lo que le
conviene al pueblo, así que haz lo que te haya ordenado.
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El criado se mordió los labios para disimular su emoción, pero se acercó a la cuna, agarró al bebé como si fuera a matarlo allí mismo y salió de la
mansión dando grandes zancadas.
A la mañana siguiente, Griselda saludó a Gualterio con su sonrisa habitual y emprendió sus labores cotidianas como si nada hubiera sucedido.
Jamás volvió a mencionar el nombre de su hija ni volvió a recordarla en
voz alta. Pero era evidente que no la había olvidado.
Cinco años después, Griselda dio a luz a un hermoso niño. Su nacimiento fue celebrado por todo lo alto, pues tanto Gualterio como su pueblo habían esperado durante largo tiempo la llegada de un varón que heredase las posesiones y el título nobiliario de la familia. Gualterio comprobó
con complacencia cómo su hijo empezaba a gatear, se ponía en pie, daba
sus primeros pasos y balbucía sus primeras palabras. Pero la crueldad volvió a adueñarse de su corazón, así que el criado regresó a los aposentos de
Griselda, cerró la puerta de un golpe y agarró al niño con sus manos rojas
y enormes.
—Señora —dijo—, vuestro esposo me envía para arrebataros al niño, a
causa de la tristeza que provoca entre las gentes del pueblo.
—¿Tristeza? —protestó Griselda, que sabía con qué ternura amaban
todos al pequeño.
—Los habitantes de la región saben que algún día vuestro hijo puede
convertirse en su señor y eso los apena profundamente, pues el muchacho
no es más que el nieto de un campesino. Así que, para contentar a sus vasallos, el señor Gualterio me ha ordenado que mate a vuestro hijo.
Griselda sintió que el mundo se derrumbaba a su alrededor.
—¿Cómo puede un niño tan pequeño ocasionar una tristeza tan grande? —replicó mientras acariciaba las mejillas de su hijo, que se había echado a llorar—. Está bien, si eso es lo que opina mi señor, debes obrar tal y
como él te ordena. ¿Quién soy yo para protestar?
Después de que el criado saliera de la habitación, Griselda no volvió a
pronunciar jamás el nombre de su hijo ni derramó por él una sola lágrima.
«¡Esto sí que es una buena esposa!», pensaba Gualterio con complacencia. «No puede imaginarse una mujer más bondadosa, obediente y leal que
Griselda: sé muy bien cuánto quería a sus hijos, pero ha permitido que se
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los arrebatara para no contradecirme». Sin embargo, Gualterio no se daba
aún por satisfecho: «Claro está», pensó, «que yo le he proporcionado a
Griselda una vida de lujo que jamás habría obtenido al lado de su padre.
Supongo que está dispuesta a resignarse a todo con tal de conservar sus
hermosos vestidos y su blanda cama. Me pregunto qué haría si…».
Gualterio no lograba desprenderse de aquella idea que lo había obsesionado día tras día durante tantos años. Cuando la tentación de llevarla a
cabo fue demasiado fuerte, declaró públicamente que iba a divorciarse de
su esposa. Después, le mostró a Griselda un documento falso que se había
hecho enviar desde Roma por un criado.
—Lo siento, Griselda —dijo—, pero los habitantes de las aldeas y pueblos de mi provincia no pueden soportar tu presencia por más tiempo. Te
llaman “la lavandera vestida de terciopelo” y “la fregona envuelta en seda”.
Esto no puede seguir así, de modo que he decidido romper nuestro matrimonio. Como ves, el Papa me ha enviado una bula* en la que me autoriza
a abandonar a mi primera esposa y a casarme con otra mujer.
Griselda juntó las manos ante el pecho e inclinó la cabeza con el rostro
pálido, pero dijo con entereza:
—Tienes razón, Gualterio. Debes contraer matrimonio con alguien joven y de noble linaje. Siento mucho haber trastornado a tu gente.
—¿Verdad que no puedo tener dos esposas? —fanfarroneó Gualterio—.
Pues será mejor que regreses a cuidar ovejas junto a tu padre y que me devuelvas todo lo que te regalé el día de la boda.
—Te puedo devolver el anillo y las joyas, mi señor —replicó Griselda
con toda la serenidad de que era capaz—, y dejar todos mis hermosos vestidos en tus cofres; pero tus damas de compañía quemaron mi andrajoso
vestido, así que déjame al menos el que llevo puesto.
Gualterio le dio la espalda a Griselda para sonreír: se sentía feliz por
haberse casado con aquella mujer incomparable. «¿Hasta dónde puedo llegar?», se preguntó a sí mismo con la misma excitación que sentía cuando
iba de caza. Un instante después agregó:
—A mi nueva mujer podría gustarle el vestido que llevas.
De modo que Griselda se desembarazó de las mangas de brocado* y del
vestido de terciopelo y lo dejó caer a sus pies.
—Puedes conservar la enagua* —replicó Gualterio, con un nudo en la
garganta.
Griselda se dispuso a iniciar en silencio el largo viaje de regreso a su casa; pero cuando atravesaba el umbral de la mansión, Gualterio la llamó por
última vez:
—¡Eh, Griselda!
—¿Sí, esposo mío?
—Necesito que alguien organice la boda, y tú sabes tratar a la servidumbre mejor que nadie. ¿Verdad que no te importará ayudarnos?
—Por supuesto que no, querido Gualterio.
Cuando vieron que Griselda regresaba medio desnuda y descalza a la
desolada choza de su padre, los campesinos y pastores se quejaron con
amargura:
—Dicen que el señor Gualterio asesinó a su hija —comentaba una labradora.
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—Y también a su hijo —respondía otra.
—Ya veis lo que piensa de nosotros, los trabajadores —se lamentaba un
joven herrero—. No servimos para acompañar a señores tan selectos. La
próxima vez Gualterio se casará con una princesa: esperad y ya lo veréis.
Sin embargo, los aldeanos no tardaron en olvidar el trato que Gualterio
había dispensado a Griselda, entusiasmados como estaban con los preparativos de la segunda boda de su señor. La muchacha se recluyó en la cabaña donde había nacido y volvió a trabajar con humildad y diligencia en las
tareas del campo. Como nunca se quejaba, muchos creyeron que Griselda
era feliz.
—¡A la fiesta acudirán trescientos invitados! —comentaban los cocineros a los mercaderes a las puertas de la mansión.
—¡Ha comprado joyas dignas de una reina!
—¡Ha encargado seda de Padua y los mejores encajes de Bretaña!28
—¡Ha ido a buscar a la novia a Brescia!29 ¡Sólo tiene quince años!
El día de la boda, Griselda tuvo más trabajo que nadie: barrió una a
una todas las habitaciones de la mansión, dio el toque final a las salsas, esparció pétalos de flores en los cuencos donde los invitados habían de lavarse las manos, abrillantó la copa en la que beberían los novios, saludó a los
invitados en la puerta y fue tan encantadora que todos se preguntaron
dónde había encontrado Gualterio a aquella joven fregona que, a pesar de
sus andrajos, derrochaba cortesía.
La suntuosa* comitiva que escoltaba a la futura esposa de Gualterio se
acercó a la mansión serpenteando por entre los viñedos. La novia viajaba
en un carruaje blanco recubierto de cortinas; a su alrededor cabalgaban a la
mujeriega* sus damas de compañía, comprobando con pena cómo los bordes de sus vestidos barrían el polvo y el barro del camino. Junto al carruaje
viajaba un muchacho de unos diez años; era el hermano de la novia, iba a
lomos de una jaca pequeña y moteada,* vestía un traje de color escarlata y
dejaba caer sobre sus hombros una larga cabellera de dorados rizos.
—¿Qué opinas de mi futura esposa, Griselda? —preguntó Gualterio.
—Es muy hermosa. Mi corazón late de modo muy extraño al verla.
—Supongo que me deseas la mayor felicidad —comentó el joven con
sarcasmo.
—Por supuesto, señor.
Gualterio tuvo que volverse de espaldas para disimular su alegría. «Qué
mujer tan excepcional», pensó, orgulloso; «una esposa entre un millón».
—Entonces —dijo—, tú que fuiste mi primera esposa nos otorgas tu
bendición, ¿no es así?
—Por supuesto, señor. Pero ¿quién soy yo para bendecirte?
Tras un breve silencio, Griselda añadió:
—Sin embargo, me gustaría decirte algo, si es que me das licencia para
hablar con libertad.
—Di lo que quieras, Griselda.
—No tengo duda alguna de que la educación de tu nueva esposa superará en mucho a la mía: ella es delicada y sensible, y no estará acostumbrada a las privaciones y al sufrimiento. Pero precisamente por eso tal vez le
resulte más difícil que a mí soportar la severidad de tus pruebas, así que te
suplico que seas con ella más amable que conmigo.
Sólo entonces Gualterio puso término a su inacabable tortura:
—¡Griselda, esposa mía! —exclamó—. Corre a ponerte el más hermoso
de tus vestidos y siéntate a mi lado a la cabecera de la mesa, que es el lugar
que debe ocupar una esposa. Todo esto no ha sido más que una prueba para comprobar si eras capaz de cumplir tu promesa de no contradecirme en
nada. Aunque quisiera, no podría casarme con esta mi nueva “esposa”, porque en realidad ¡es nuestra propia hija! ¡Y éste que ves aquí es nuestro hijo!
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Los niños contemplaron a aquella mujer de cabellos grises y mediana
edad que era su madre, y Griselda miró fijamente a los dos niños antes de
caer desmayada. Cuando volvió en sí se hallaba en los brazos de Gualterio,
quien le contó con detalle todo lo sucedido:
—Los envié a Bolonia y han sido educados por los mejores tutores de
Italia. Querida esposa, levántate. ¡Jamás tuve intención de sustituirte!
—¿De veras, querido Gualterio?
—¡De veras! ¿Por qué clase de marido me tomas? ¿Cómo podría abandonarte? ¡Nadie ha tenido jamás una esposa como tú!
La reconciliación de Griselda y Gualterio y su reencuentro con los hijos
se celebraron fastuosamente.* Todos los habitantes de la región fueron invitados a la fiesta: incluso el anciano padre de Griselda, quien nunca más
regresó a su humilde choza.
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—¡Espero que no! —resopló la viuda, algo más calmada—. Con una
mujer así yo no podría tener paciencia. Y no es que crea que una esposa no
deba tener obligaciones para con su marido. Muy al contrario: yo siempre
cumplí a gusto con las mías en mis cinco matrimonios. Regañaba a mis esposos cuando había que regañarles (un promedio de ocho días por semana) y los eduqué del mejor modo posible, siendo como soy una mujer apocada y débil. ¡Pobrecitos míos! Si hubieran vivido lo bastante, todos hubieran acabado por agradecerme lo que hice por ellos.
—Estoy convencido de que nuestro amigo el erudito está de acuerdo
con todo eso —comentó Harry en un desesperado intento de apaciguar los
ánimos.
Pero el erudito no respondió. En realidad, nuestras disquisiciones le
importaban muy poco: había abierto de nuevo su libro y otra vez estaba
enfrascado en su querida astronomía matemática.
—Por supuesto, eso jamás ocurriría hoy en día —comentó el erudito de
Oxford con gesto pensativo—. Ya no hay mujeres como las de antes…
En ese instante fue derribado del caballo. La viuda del sombrero le había propinado tal empujón que el erudito aterrizó de narices en el fango.
—¡A otro perro con ese hueso, pelagatos! —gritó mientras el confundido muchacho intentaba ponerse en pie—. ¡No estoy en absoluto de acuerdo! Desde luego que hoy en día las mujeres son diferentes: ¡tienen más
sentido común y no se dejan avasallar! «¡Nadie ha tenido jamás una esposa
como tú!». Pobrecita, jamás mujer alguna tuvo peor esposo. Pero ¿por qué
digo “pobrecita”? Tu Griselda es una deshonra para el sexo femenino. Toda
mujer debería saber cómo colocar a su esposo en el lugar que le corresponde. Claro que no se trata de una labor fácil, pues los maridos nunca están
donde deberían estar… Y qué decir de esos pobres niños que crecieron lejos de la ternura y el amor de su madre, abandonados a su suerte en un lugar extraño…
Harry Bailey levantó la mano:
—¡Señora, por favor, se trata tan solo de un cuento! —exclamó intentando serenar a la viuda, cuyo sombrero, con la agitación de la señora, se
mecía de proa a popa—. ¡Nada de eso ha sucedido en realidad!
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—¡Eres una mujer hecha a mi medida! —comentó el monje mientras se
acercaba a la viuda a medio galope.
—¡Yo no estoy hecha a medida de nadie, maldito mujeriego! Entérate
de que dediqué un gran esfuerzo a conquistar el corazón de mis cinco esposos, y eso es tarea suficiente para dejar molida a una mujer. Ahora, a
Dios gracias, soy libre y puedo pensar y decir lo que me venga en gana.
La viuda se aflojó la manta que rodeaba sus amplias caderas y apoyó sus
rollizas piernas en los estribos. Llevaba medias de lana rojiza confeccionadas con el tejido más sutil que había visto en mi vida y zapatos de cuero
flexible recién estrenados. Me dio la impresión de que ella sola tenía mucho más dinero que todos los demás juntos. El bulero sospechó lo mismo,
así que se le acercó con el notorio propósito de sacarle algo de dinero.
—¿Por qué no nos explicas un cuento, jovencito! —le gritó la viuda—.
¿O acaso eres una muchacha?
Después de muchos años de pegar sablazos,* el bulero se había endurecido hasta adquirir el temple de una coraza.
—Veo, señora, que tus cinco esposos te han dejado bien provista. Me
atrevo a opinar que te puedes permitir el lujo de echar un vistazo a los tesoros que llevo en esta bolsa…
—¿Bien provista? —la viuda estaba furiosa—. ¡Entérate de que me gané uno a uno todos los garbanzos, capón* melenudo!
Más tarde, el mercader me explicó que aquella mujer había amasado
una fortuna enorme comerciando con tejidos y que de sus telares salían los
mejores paños de Bath.
—Y por lo que se refiere a tus maravillosos tesoros —añadió la viuda
mientras la amplia sonrisa del bulero se iba quedando mustia—, he de decirte que ninguno de mis maridos los conservaba en una bolsa, como tú, y
que jamás pagué por echarles un vistazo. El único tesoro que una mujer
puede proporcionar a un hombre es amarle como un gato quiere a sus mininos, dándoles todo el cariño del mundo y lamiéndoles los mofletes con
la lengua. Y el único tesoro que un hombre puede otorgar a una mujer
es… Bueno, todos vosotros sabéis lo que es…
—¡Oh, seguro! —replicó el monje—. ¡Un mordisquito en los labios y
un buen pellizco en el trasero!
El hijo del caballero se quedó pálido de asombro:
—¡Por favor, señor, ésas no son palabras para la boca de un eclesiástico!
¡Está claro que la señora no quiso decir eso!
—Desde luego que no, pichoncito —terció la viuda—, pero ¿qué es entonces lo que quise decir?
—Los únicos tesoros que un hombre puede aportar a una dama —replicó solemnemente el escudero— son su amor y su adoración.
La viuda lo miró con unos ojos rebosantes de cariño, alargó la mano y
acarició la rizada cabellera del joven.
—Dios te bendiga, hijo mío. Apuesto a que no conoces aquella vieja
historia… ¡Oh, seguro que no la conoces! Te contaré qué es lo que más les
gusta a las mujeres de un hombre.
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VOCABULARIO
aguja: remate estrecho y alto de la torre de
una iglesia, que se levanta en figura piramidal.
ajado: marchito.
alborozado: alegre.
alcurnia: ascendencia nobiliaria.
alféizar: borde inferior de una ventana.
alguacil: el encargado de convocar a los
infractores de las normas religiosas ante
la corte eclesiástica.
alimaña: animal dañino.
aliso: árbol parecido al sauce.
amilanarse: acobardarse.
amolar: afilar.
amorrado: con la cabeza inclinada.
apostillar: comentar, añadir.
arriero: el que lleva a las bestias de carga
de un lado a otro.
ataviado: vestido, adornado.
atisbar: echar un vistazo.
ave del paraíso: pájaro de color rojizo, con
cabeza dorada, garganta azul y largas
plumas.
azabache: variedad de carbón duro, compacto y de hermoso color negro.
bífida: partida en dos.
bizarro: esforzado.
blandir: mover un arma u otra cosa con
movimiento vibratorio.
brocado: tela entretejida con oro y plata.
bruces (de): boca abajo.
bruñido: que ha sido pulimentado para sacarle brillo.
bula: privilegio o gracia que se concede a
alguna persona.
burda: grosera, vulgar.
calumnia: acusación falsa.
cáñamo: planta cuyos tallos se utilizan en
la confección de telas, cuerdas y otros
objetos.
caoba: madera preciosa muy resistente y
cara.
capón: castrado, persona u animal de sexo
masculino al que se le ha despojado de
los órganos genitales.
carcamal: persona vieja y achacosa.
carmesí: rojo subido.
caviloso: que está siempre abstraído, pensando en algo.
célibe: soltero.
chelín: moneda inglesa de plata; en el antiguo sistema monetario inglés, una libra
equivalía a veinte chelines.
cimitarra: espada de hoja curvada que usan
los turcos y persas.
comadreja: figuradamente, ‘vejestorio’.
convicto: reo al que se le ha probado un
delito.
corcel: caballo ligero que se empleaba en
torneos y batallas.
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rebufar: desprender aire con fuerza a través de un espacio reducido.
redención: liberación de alguien que sufre
una pena o castigo.
redoma: vasija de vidrio más ancha por
abajo que por arriba.
refectorio: sala de un convento o colegio
religioso destinada a comedor.
refriega: combate.
retozar: juguetear los jóvenes de distinto
sexo.
reyerta: enfrentamiento violento entre dos
o más personas.
rubicundo: término que se aplica a la persona de buen color y que parece gozar
de salud.
sablazo: metafóricamente, lo que hace
quien consigue que le presten un dinero
que no ha de devolver.
sablear: sacar dinero a alguien dándole sablazos.
saetera: ventanilla estrecha por donde se
disparan flechas o saetas.
salvaguarda: protección.
salva: saludo que se lleva a cabo disparando un arma de fuego.
salvia: planta silvestre de flores azules y
aromático olor.
sangrar: robar sacando una parte de un todo, como de un saco.
sarmentosa: que se parece a un sarmiento
(‘vástago de la vid, que tiene numerosos
nudos en su tronco’).
sarnoso: ‘que padece sarna (enfermedad
de la piel producida por un insecto y debida a la falta de higiene, que se manifiesta con picazón intensa y ronchas por
todo el cuerpo)’; metafóricamente, ‘muy
viejo’.
sarraceno: moro.
senil: viejo.
sobrevesta: especie de túnica que se usaba
sobre la armadura.
solariega: perteneciente desde antiguo a
una familia noble.
solícito: que se muestra atento y amable
con los otros.
soslayo (de): oblicuamente, de lado.
suntuoso: lujoso.
tea: antorcha.
toca: prenda de lienzo con que las monjas
se cubren la cabeza.
topacio: piedra preciosa de color amarillo
o azul.
traquetear: mover algo vigorosamente.
tratante: comerciante.
trifulca: pelea, disputa.
trinchante: tenedor grande que se emplea
para ayudar a cortar y servir la carne.
tuertos (deshacer): deshacer agravios.
vándalos: pueblo de la Germania antigua
que se distinguió por el furor y el afán
de destrucción con que conquistaba territorios.
vetusta: muy vieja.
vicario: en las órdenes religiosas, monje o
monja que sustituye a un superior en caso de ausencia.
viruta: lámina delgada que se saca al cepillar la madera o los metales.
yermo: terreno estéril y habitualmente deshabitado.
zafiro: piedra preciosa de color azul.
zanca: parte más larga de las patas de las
aves.
zarcillo: pequeño tallo en forma de rosca
que sirve a ciertas plantas para trepar.
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NOTAS
1 Aunque en la actualidad es un barrio
de Londres, en época de G. Chaucer,
Southwark era una población independiente situada en la orilla sur del Támesis. La posada del Tabardo era muy
famosa y constituía para muchos el
punto de partida en su peregrinación
hacia Canterbury.
2 Kent es un condado situado en el sur
de Inglaterra. En él se encuentran la
ciudad de Canterbury y las otras localidades que los peregrinos de Chaucer
atraviesan a lo largo de su viaje, como
el Centenario de Hoo, Broughton Blee
o Maidstone, que en la actualidad es la
capital del condado.
3 Geoffrey es el nombre de pila de Chaucer, quien participa como un personaje
más en los Cuentos de Canterbury.
4 El Támesis es el principal río de Inglaterra; atraviesa Londres y desemboca
en el mar del Norte.
5 Normandía es una región del noroeste
de Francia, en la costa del canal de la
Mancha.
6 Los buleros se dedicaban a vender indulgencias (‘perdón para los pecados
concedido con la autoridad del Papa’).
En la Edad Media gozaron de muy
mala fama, ya que muchos de ellos utilizaban su elocuencia para enriquecerse
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con la venta de objetos sagrados y el
tráfico y exhibición de reliquias falsas.
San Jorge fue príncipe de Capadocia en
el siglo II y, según una leyenda, liberó a
la princesa Cleodolinda matando al
dragón que estaba a punto de devorarla; de ahí que haya quedado como
ejemplo de la mayor valentía.
Tebas era una antigua ciudad de Grecia.
El duque lleva el nombre de un héroe
griego que fue rey de Atenas y que, según la mitología griega, venció a las
amazonas. Como otros poetas de su
tiempo, Chaucer alude con frecuencia a
lugares y personajes de la antigüedad
clásica, época que consideraban ejemplar por su cultura y por la grandeza
moral de quienes vivieron en ella. Sin
embargo, la indumentaria, las actitudes
y las situaciones descritas en «Rivalidad
caballeresca» son las propias de la nobleza del siglo XIV.
En la mitología griega, la diosa Venus
era la encarnación del amor, la primavera y la belleza.
Bath es una ciudad del sur de Inglaterra. En la Edad Media fue famosa por
la calidad de sus paños.
La ciudad de Oxford se encuentra a
unos 70 kms. al noroeste de Londres y
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ACTIVIDADES
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c) ¿Cómo se evidencia el pensamiento determinista de Chaucer en las últimas palabras que Palamón le dirige a Arcite? (p. 52) ¿En qué medida
son los dos primos culpables de su tragedia? En cualquier caso, ¿qué
moraleja extrae el caballero de su historia? (p. 31)
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LOS CUENTOS
En los Cuentos de Canterbury son varios los relatos que recurren a los
2.1 tópicos de la literatura caballeresca, un género que fue predilecto de
la nobleza en época de Chaucer y que se caracteriza por narrar la vida y hazañas de un caballero. El influjo de este tipo de relatos es evidente en «Rivalidad caballeresca», donde se nos explica la trágica historia de dos jóvenes
guerreros cuya firme amistad se tambalea.
a) ¿Cuándo empieza a resquebrajarse la buena relación de Palamón y Arcite? (p. 43) ¿Qué razón los obliga a separarse? (p. 45) ¿Cuándo se demuestran los dos primos su deslealtad mutua? (p. 48)
Como Palamón y Arcite no logran reconciliarse, el duque Teseo les propone que resuelvan sus diferencias en un torneo.
b) ¿Qué premio promete el duque a quien venza en la liza? (p. 50) ¿Quién
gana en ella? ¿Lo deja satisfecho su victoria? ¿Por qué? (pp. 52-53)
El carácter trágico de la historia de Palamón y Arcite se debe en buena
medida al papel decisivo que la fatalidad desempeña en el cuento, ya que los
dos jóvenes se ven abocados a un final desastroso por la fuerza de sus pasiones y por la lamentable intervención del azar. En realidad, su historia le sirve
a Chaucer para expresar una idea del filósofo cristiano Boecio (siglo VI): que
el individuo carece de verdadera libertad, pues todos sus actos han sido previstos por Dios.
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También «El mayor deseo de las mujeres» es un cuento protagonizado por un caballero. Su nombre es Sir Salvio, y debe resolver un difícil acertijo para librarse de la pena de muerte que se cierne sobre él.
d) ¿Por qué falta ha sido castigado Sir Salvio? (p. 106) ¿Qué enigma debe
resolver el caballero para salvar su vida? (p. 108) ¿Qué respuestas dan
al acertijo las mujeres que el joven encuentra a su paso? (pp. 108-109)
Sir Salvio da con la solución correcta al enigma gracias a una vieja lavandera a la que encuentra en la espesura de un bosque.
e) ¿Cuál es la respuesta del acertijo? (p. 111) ¿Qué pide por ella la lavandera? (p. 111) ¿Por qué Salvio se niega a satisfacer a la vieja? (p. 113)
El cuento de la viuda desemboca en un final feliz gracias a la irrupción
de un elemento maravilloso, lo que pone en evidencia que en su relato se
combina lo caballeresco con rasgos propios de los cuentos de hadas.
f) ¿Quién es en realidad la lavandera? (p. 116) ¿Qué decisión le obliga a
asumir a Sir Salvio? (p. 116) ¿Qué opción toma el caballero en la alternativa que se le ofrece y qué recompensa obtiene por ella? (p. 116)
Los tópicos de la literatura caballeresca reaparecen en el poema con el
que Chaucer decide deleitar a sus acompañantes: «Sir Topacio». Aunque el
personaje lo recita en serio y con cierta solemnidad, la composición es en realidad una parodia de las baladas épicas inglesas, en las que se narraban las
hazañas de un virtuoso caballero que marchaba a la aventura para honrar a
su amada y que topaba en su camino con asombrosos seres fantásticos a los
que debía enfrentarse.
g) ¿Qué dones posee Sir Topacio? ¿Con qué propósito emprende su aventura? ¿Qué seres maravillosos intervienen en su historia? (pp. 134-135)
h) ¿Qué rasgos de «Sir Topacio» ponen de relieve su intención paródica?
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