Los préstamos del español a las lenguas indígenas de Norteamérica

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Francisco A. Marcos-Marín (San Antonio)
Los préstamos del español a las lenguas indígenas
de Norteamérica
La sensibilidad de los seres humanos ante los fenómenos de contacto entre grupos
culturales diversos varió mucho en los años finales del XIX. Desde la visita del
presidente Nixon a China (1972) y el fin de la guerra de Vietnam para los Estados
Unidos (1973) hasta la caída del muro de Berlín (1989) y la disolución de la URSS
(1991) se fue conformando un intento de ver al otro como un complemento y no
como un oponente. Todavía no es ésta la percepción de millones de hombres, quizás
de la mayoría, y el 11 de septiembre de 2001 ha contribuido desgraciadamente a
ello; pero sí de los que trazan las líneas de pensamiento y acción social, la percepción culta, en la que se basan las líneas directivas. En el escaparate de la sensibilidad
global que constituyen las series televisivas de difusión mundial, hay una en la que
esta situación es nítida, Battlestar Galactica. En la primera versión de la serie,
emitida en 1977, con la casi obligada excepción del coronel negro Tigh, el segundo
de a bordo de la estrella de combate, los humanos (bastante uniformes y anglos)
están por un lado y los demás, como enemigos, en el otro. Incluso los nemos, que
viajan en el convoy como supuestos aliados, acaban convirtiéndose en enemigos
peligrosos. En la rediseñada en 2003 (emitida en 2004) las tripulaciones de Galáctica
y Pegasus son mucho más variadas racialmente. El nuevo actor que representa el
papel del almirante Adama es un hispano muy significado, Edward James Olmos, en
vez del anglo Lorne Greene, el pater familias de Bonanza. Un aeropuerto norteamericano de 2010 se parece más a un bar de Star Wars (1977) que a cualquier
aeropuerto del año 1977.
El lingüista se compenetra con esos cambios, aunque le preocupa que los
contactos entre lenguas se perciban de un modo en el que se pierdan criterios evaluadores histórico-culturales. Se tiende a ignorar las características de la época en la
que se produjeron los fenómenos de adaptación, integración, aculturación o simple
contacto y se simplifican notablemente las duras condiciones en las que se realizan
todavía hoy (Kroeber 1941, Voegelin/Harris 1945 y 1947, Hoijer 1948 y 1953,
Greenberg 1948, Silva-Fuenzalida, 1949, Sapir 1950). Por ello son más necesarios
los esfuerzos para recordar que la historia no ha sido nunca como los siglos
posteriores hubieran deseado y que hay que ser realistas y aceptar los hechos como
fueron, tratando de encontrar cada vez más y mejores claves.
El contacto entre los españoles, pronto novohispanos, y los indígenas en los
territorios del norte de la Nueva España y adyacentes, es decir, lo que hoy constituye
el suroeste de los Estados Unidos, con parte del sureste (la Florida y sur de Georgia),
ha sido muy poco conocido, sobre todo en comparación con lo que se sabe de los
grandes virreinatos (Thomas 1941, Raup/Pounds 1953, Sturtevant 1962). Las expe-
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diciones fueron muchas menos (Hudson/Tresser 1994, Marcos-Marín 2009b), los
escritos, más escasos, han permanecido más tiempo inéditos o siguen estándolo y el
material, más tardío, ha llamado menos la atención hasta que, recientemente, se ha
empezado a estudiar el siglo XVIII como una de las claves del mundo contemporáneo, como parte de la modernidad. La elección del término novohispano para
los hablantes es deliberada, en vez de «español» o «castellano», porque los préstamos en la zona de estudio se producen normalmente por el contacto con hablantes
de la Nueva España. El proceso es distinto del que se da en la zona más poblada del
virreinato, donde el contacto se dio inicialmente con españoles, es decir, castellanos.
Este término político incluye a todos los dependientes de la Corona de Castilla,
única encargada del descubrimiento y conquista. La Corona de Aragón, como tal, no
participó de las tareas americanas hasta el siglo XVIII, como consecuencia del
cambio de las estructuras administrativas introducido por la Casa de Borbón y la
tendencia centralizadora establecida por ella. Antes hubo en América aragoneses y
otros ciudadanos de ese reino, como catalanes y valencianos, pero dentro de la
administración castellana.
Además de las investigaciones de tipo «tradicional» o «filológico» (MarcosMarín 2008b y 2008c), el estudio del contacto entre las lenguas se beneficia de la
capacidad moderna de acceder computacionalmente a la información, que puede
estar muy dispersa. Por ella se ponen en relación datos muy pequeños, hasta conseguir un corpus aceptable, que va ofreciendo los medios de entender qué ocurrió en
el cambio de mentalidades que se produjo tras la conquista de América por los
castellanos. Para ello se pueden utilizar dos fuentes de información. Una, la menos
tradicionalmente lingüística, es la que se observa en las pinturas rupestres históricas
de los indios del Suroeste (Turpin 1989, Marcos-Marín 2010). Otra, estrictamente
lingüística, es la que se refleja en las alteraciones del español y de las lenguas
amerindias. Esas alteraciones no sólo afectan al léxico, también a la semántica, lo
que hace su estudio más difícil. Es difícil ser competente en una o varias lenguas
amerindias (Boas 1920, Mithun 1990) y ello obliga a depender de fuentes secundarias. Mientras que las alteraciones del español (y otras lenguas europeas) por los
préstamos de las lenguas indígenas de América, los llamados indigenismos, han sido
muy estudiadas (Enguita 2004, Marcos-Marín, 2008a y 2009a), no sucede lo mismo
a la inversa. Sin embargo, para el conjunto de la acción del español sobre las lenguas
de América está probado (Morínigo 1931), que las consecuencias de estos análisis
son siempre productivas.
El concepto de préstamo lingüístico (Weinreich 1953, Gómez Capuz 1998) expresa una idea en cierto modo contradictoria. Einar Haugen (1950) explicaba que,
como no se podía hablar de «robo» ni de «regalo», puesto que la lengua originaria
no pierde el término «prestado», ni usar el término de la Antropología «difusión»,
porque en Lingüística se destina a la difusión de los sistemas y no de sus elementos,
el término préstamo ofrece la ventaja de usarse sin ambigüedad en este ámbito del
conocimiento. Se trata de una percepción como meta, como incorporación: a
diferencia de las palabras extranjeras, que entran en una lengua sin alterarse, los
préstamos se adecuan a la estructura formal de la lengua que los recibe.
El préstamo interlingüístico requiere algún grado de bilingüismo. Lo señalaron
Hermann Paul en 1886 y Einar Haugen en 1950. Ese bilingüismo no tiene por qué
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darse entre la lengua prestataria y la receptora, sino que los préstamos pueden
tomarse de una lengua intermedia. Así actuó el azteca, en palabras como jabón, cruz,
pañuelo, comadre, medio (moneda), silla, Castilla, que tiene una gran evolución
semántica, pues pasa a adquirir los sentidos de ‘castellano’ (en el sentido clásico de
ladino, ‘latinado’, ‘hablante de castellano’ y también en el de ‘forastero’) y otros
muy distintos, como los de ‘gallo’, ‘gallina’ o ‘pan’ (Nordell 1984). No siempre es
fácil reconstruir el proceso completo.
El análisis de los préstamos del español a las lenguas amerindias no sólo servirá
para ver las consecuencias del bilingüismo entre el español y ellas. Permitirá
también ver el de estas lenguas entre sí, tras el contacto entre al menos una de ellas y
el español. En este caso, el estudio de esta faceta del léxico no presenta los riesgos
que se aprecian en otros, como en el establecimiento de relaciones genéticas, tal cual
Lyle Campbell (1996) lo puso de manifiesto para el coahuilteco. El proceso tiene
gran interés diacrónico, porque puede permitir fijar determinadas etapas de contacto
y establecer cronologías relativas. Esta fijación es posible, sobre todo, cuando se
interrelacionan lenguas que se conocen bien, como las uto-aztecas, especialmente el
nahuatl (Boas 1930), llamado ya mexicano en los escritos de los novohispanos del
siglo XVI, o el caddo y el algonquino (Gursky 1965). También hay que tener en
cuenta que el español puede servir de paso para préstamos entre otras lenguas,
europeas o no, como es el caso de los anglicismos de la lengua de Taos Pueblo
(Trager 1944), que llegan a ella a través del español de Nuevo México, donde se
instalaron en primer lugar.
En 1952 Lawrence B. Kiddle publicó un breve estudio de conjunto sobre los
préstamos del español a las lenguas amerindias, que se ha visto muy superado por la
bibliografía posterior. Sigue teniendo valor su planteamiento semántico y, de hecho,
buena parte del análisis se dedica, más que a los préstamos léxicos, a los préstamos
semánticos o calcos, o sea, a los casos en los que un vocablo de la lengua amerindia
incrementa sus acepciones mediante la incorporación de un valor semántico del
término equivalente en español. Las consecuencias de este método son muy interesantes, ya que permite saber qué áreas de interferencia semántica (y no sólo
léxica) existen entre las lenguas en contacto. Por ejemplo (Kiddle 1952, 179, siguiendo a Spencer 1947 y Spicer 1943), en yaqui anasúale, lit. ‘lo creo’, significa
‘credo’, en keresano Ȃoša·þ, el vocablo tradicional para designar el ‘sol’, pasó a
significar también ‘Espíritu Santo’. Para el yaqui véase ahora Carroll G. Barber
(1973). La polisíntesis del keresano Ȃoša.þȂamumΩȂoþáȂny, cuyo significado propio es ‘las cosas que ama el sol’, pasó a tomar también la acepción de ‘misal’,
‘devocionario’. Dado el carácter polisintético, extremamente aglutinativo en lo morfológico, de estas lenguas, pueden encontrarse compuestos de préstamo y palabra
propia como calco, también citados por Kiddle: el yaqui líosnóoka ‘rezar’, compuesto del préstamo líos ‘Dios’ (< esp. [djós]) + la palabra propia nóoka ‘hablar’. En
keresano mi.sakéȂ o mi sakay, nuevas palabras para ‘iglesia’, se forman combinando
mis (< esp. misa) + las propias kéȂ ‘habitación’ o kay ‘interior’ (sustantivo).
En estudios mucho más detallados, como el de Casagrande sobre el comanche
(1954a, 1954b, 1955), los ejemplos se amplían para referirse a otros campos semánticos o mayores complejidades morfológicas y léxico-históricas. Dos de ellos (cf.
Casagrande 1955, 9) son representativos. El primero se refiere al nombre del cerdo:
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la palabra po?ro? (del esp. puerco) convive con ho’kI (ing. hog) , el compuesto
*muvipo?ro? (nariz + po?ro?) o el polisintético metafórico munua? ‘el que mueve
la nariz’. El segundo también se refiere a un animal doméstico de nueva introducción, la mula: mu·raȂ (esp. mula) alterna con to?moci? (< to?mocI ‘pezuña de
punta afilada’) o con mï·wΩrïȂpÏ, que un informante de Casagrande interpretó como
«cuando llegas al punto en el que no se puede hacer más con algo», para referirse a
la esterilidad de la acémila.
La disposición a reformar las estructuras léxicas de una lengua es muy diferente
entre ellas. Ornstein 1976 señala el caso del tarahumara, o rarámuri, lengua utoazteca hablada por unas 50000 personas en el estado de Chihuahua, en el norte de
México. Después de 400 años de contacto con el español, los préstamos de éste al
rarámuri son muy escasos. Como esta lengua se sale del marco geográfico de este
trabajo, no es necesario detenerse en explicarlo; pero conviene señalarlo. La lengua
pima, una variante del o’odham, lengua uto-azteca del sur de Arizona (Herzog
1941), en cambio, se caracteriza precisamente por haber alterado mucho su estructura léxica por los préstamos del español. Los estudios sobre estos préstamos abarcan lenguas como el apache chiricagua (Hoijer 1939), acoma (Miller 1959 y 1960),
tewa (Kroskrity 1978), mono (Kroskrity/Reinhardt 1984), hopi (Dockstader 1955),
koasati (Kaufman 1994), timucua (Granberry 1993).
Se producen interferencias de las lenguas europeas en las amerindias en los
nombres propios y apellidos. Los estudios de Casagrande proporcionan abundantes
ejemplos comanches. El primer censo comanche oficial se tomó en 1890 (Buntin
1931, 100). Cada indio pudo decidir qué nombre quería y se le animaba a que lo
mantuviese. En 1902 (Casagrande 1955, 13) la Office of Indian Affairs publicó una
circular en la que establecía los cuatro principios sistematizadores de la onomástica
amerindia en la documentación, para facilitar la distribución de tierras y otros actos
administrativos: 1) El nombre del padre pasaba a ser el apellido familiar. 2) La
forma india original del nombre, si no era larga y complicada, era preferible a su
traducción. 3) Los nombres complicados se podían abreviar a juicio de una persona
familiarizada con la lengua, siempre que se preservara la identidad. 4) Si era
necesaria la traducción, o si se había generalizado para la designación de la familia,
esa traducción debía escribirse como una sola palabra.
La práctica de registrar sólo el nombre de las mujeres casadas proporciona
algunos ejemplos interesantes del funcionamiento del sistema: Clou Pakahwy,
pa?kahwi? ‘uno que dispara una flecha’, era el nombre de casada de una mujer de
52 años cuyo nombre de soltera se registró como Towakah Permamsu, formado por
tu·wiká·Ȃ ‘cuervo’ y pïhïmahmsuȂ ‘uno que rechaza un fardo de pieles’, que era el
nombre de su padre. Lo interesante es que Clou no es más que una mala
pronunciación comanche de la traducción al inglés del nombre propio de la mujer,
tu·wiká·Ȃ, ‘crow’. La traducción, sin embargo, se evitó en general, porque los
nombres indios hacían referencia con frecuencia a prácticas que no eran bien vistas
en el lenguaje políticamente correcto de los anglos de la época, como (Casagrande
1955, 15-16) Geanell Yokesuite, < yoksuwaitï ‘uno que trata de tener sexo’,
Strudwick Tahsequaw,< tasikwana? ‘pequeña vagina’ Rachel Noyobad,< noyowahtl
‘sin testículos’ (una hija nacida cuando se esperaba un varón), Kenneth Milton
Sapkat, < sapkatl ‘tiene barriga’, Peggy Ann Keithtahroco, < kïhtaruhkuȂ ‘una de
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carne apretada’, Randlett Pahkekumah, pΩhkikïmaȂ ‘borde de una piel seca vieja’. El
peso del puritanismo moral impone a veces adaptaciones «meliorativas» de los
nombres. Connywerdy, que derivaba originalmente de kaȂnawïΩȂ ‘uno de pene
delgado’ se cambió a kahnΩwïȂrïȂ ‘alto y delgado’. El nombre de Ahah, una mujer
de 70 años, que derivaba de la palabra infantil para designar las heces o algo
asqueroso, [ȂaháȂ], se transformó en una palabra sin significado, ȂeȂhá·wïȂ. Se trata
en todos estos casos de un fenómeno de aculturación, la aceptación de las normas
lingüísticas anglosajonas y su interferencia en los esquemas onomásticos. El
fenómeno es bien conocido en todas las culturas.
En la lista de antropónimos comanches estudiada por Casagrande aparecen 243
personas con apellidos que se refieren a antepasados mexicanos (la mayoría) o
anglos. Se trata de descendientes de cautivas, con estatuto legal como comanches:
Cerday, Carpio, Farralla, Gonzales, Luna, Martinez, Madrano, Portillo, Rivaz,
Robbles, Senoya, Terasaz (adaptación a la pronunciación comanche de Teresa, /tirásas/), Trevino (Treviño), Viadurri, Vidana y Villavana. Además, hay apellidos comanches que proceden de préstamos del español, como Komahcheet, kuhmahcí·tO,
de comanchito, Kopaddy, kupáre?, de compadre, y Tahuano, tïhá·no?, de tejano.
Los nombres propios o nombres de bautismo son muchos más, como sucede en
general en todo el nuevo sistema onomástico amerindio, que fue profundamente
alterado por el cristianismo y que, además, modernamente, se sujeta a las modas de
la globalización, en las que, en diversos períodos, tienen lugar relevante los compuestos: Juana María o Anne Lee. Es irresistible la necesidad de hacer una
referencia al fenómeno inverso y sus, a veces, desastrosas o ridículas consecuencias
lingüísticas, la afición de los anglos y los europeos a poner nombre supuestamente
indígenas a sus hijos: Winona [winóna] es realmente un nombre lakota (síux) ‘hija
primera’; pero Chenoa no significa ‘paloma blanca’, ni Aiyana ‘florecer’ o
‘floración eterna’ en cheroqui, del mismo modo que Kaya no significa ‘hermanita’
en hopi, ni Nadie significa ‘sabio/a’ en algonquino. Como es esperable en un país
civilmente tan organizado como los Estados Unidos, puede pedirse ayuda para poner
auténticos nombres indios a los recién nacidos por medio de una organización ad
hoc, también por internet: http://www.native-languages.org/baby.htm.
La repercusión del español, como después la del inglés, en la antroponimia
indígena ha sido muy marcada y puede estudiarse bastante bien. La repercusión
toponímica, en cambio, es más difícil de establecer, porque muchos de los topónimos se registran por escrito a partir del nombre oficial y es preciso hacer un
largo trabajo de campo para estudiar la toponimia local, en la que pueden darse más
fácilmente estos fenómenos de contacto de lenguas. Se conoce mucho mejor la
influencia de las lenguas indígenas en las europeas; pero también hay una muy
fuerte presencia de topónimos españoles en los Estados Unidos, que han pasado
necesariamente a las lenguas amerindias. Metodológicamente, conviene diferenciar
los casos de amplia difusión como los nombres de referencia histórica, Kastila/
Castilla, de los estados norteamericanos de origen español, California, Colorado,
Nevada, Montana, Florida, los nombres de ciudades, San Francisco, Los Ángeles,
San Diego, Las Cruces, San Antonio, de regiones, La Mesilla, de ríos, Grande,
Brazos, Nueces, Colorado, y otros accidentes geográficos mayores, que forman
parte del léxico general de todas las lenguas habladas en los Estados Unidos, para
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centrarse en aspectos que afecten a una lengua o un grupo de ellas (Kuehne 1940,
Booker et al. 1992, Beck 1997, Rudes 2004) .
Préstamos y calcos, en suma, afectan a todos los aspectos del léxico y la
semántica de estas lenguas. En los dos campos esperables, la nueva espiritualidad
(cruz, misa), los animales (mula, gallina) y edificios y objetos desconocidos (iglesia,
libro), su presencia es abrumadora; pero son abundantes en otras muchas esferas de
la comunicación, como la cortesía (fórmulas de saludo y despedida), pesas y
medidas, los oficios, la vida cotidiana (enfermedades, juegos), los nombres propios.
Pueden incluir varias categorías morfológicas. Este proceso se ve favorecido por el
tipo aglutinante de las lenguas receptoras, que permite pasar de verbos o preposiciones a afijos verbales. Se puede disponer, gracias a la electrónica, de un amplio
inventario de formas en diversas lenguas, lo que permitirá reorganizar el conocimiento de los modos de contacto asociados a estas estructuras léxico-semánticas.
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