Isabel Camacho 9A Ruta de la Independencia

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Isabel Camacho 9A
Ruta de la Independencia
Hay algo terriblemente fascinante al saber que uno está parado en un lugar donde sucedió algo grande. Cuando entré a la casa de la Corregidora en Querétaro, logré imaginar
perfectamente las tertulias de Doña Josefa, que eventualmente llevaron al movimiento de
independencia, como se platica de los sueños que uno sabe que no va a alcanzar; imagino a Doña Josefa murmurando algo a la oreja de Allende, mientras que el corregidor los
observa a ambos con recelo. Se han de haber sentido los grandes conspiradores, planeando una guerra que eventualmente sería una realidad (aunque ellos no lo supieran
entonces). Imagino que hablaban de qué era, como criollos, su derecho (no su obligación)
a gobernar la Nueva España: Arias ha de haber tenido la duda en su mirada, como un
niño que planea hacer una travesura y sabe que será castigado; en todos debió yacer la
duda en su mirada, como la tenemos todos siempre que planeamos hacer algo que realmente tiene un significado. Eso hoy ya no importa; Arias seguirá siendo recordado como
el hombre que actuó para salvar su propio pellejo.
Al llegar a la casa de Hidalgo el día siguiente me estremecí. Es impresionante
pensar lo terriblemente encerrado que se ha de haber sentido este hombre en un lugar
como ese, donde lo más impresionante que ocurriría en varias horas sería ver pasar las
ráfaga de viento y polvo. El aburrimiento es, en muchos casos, la receta para el desastre.
Siento que es importante resaltar que Miguel Hidalgo no era un hombre heroico, honesto
y de principios que podría haberse sentido conforme con vivir en una pacífica casa amarilla en Dolores, donde la parte más emocionante de su día fuera contar las horas como un
rosario en las manos. Hidalgo era un hombre carismático, que cuestionaba las cosas, al
que le gustaba jugar cartas y hablar de política. No puedo imaginar la tragedia que ha de
haber sido para él, un hombre que quería cambiar las injusticias de la vida, estar solo en
un lugar tan poco emocionante; ser párroco de Dolores no es el más emocionante trabajo
del que he oído hablar, y se ha de haber estado picando los ojos, dispuesto a cualquier
cosa por escapar de la monotonía. Cuando un hombre siente que es su destino agitar el
orden del mundo que conoce, lo hará, no importa si vive en una gran ciudad, o en un
pueblucho perdido en medio del Bajío polvoriento.
Isabel Camacho 9A
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Al bajar del autobús a Dolores, nos golpeó una ráfaga de calor. El aire estaba estancado y no había una sola nube que nos sirviera de escudo del sol implacable. Era un
lugar pacífico, apenas había un alma cruzando la plaza central, y el punto de mayor emisión era un puesto de helados (que probablemente no existía hace dos siglos). La iglesia
era pequeña, bonita, pero no gran cosa. Me gusta pensar que fue en un lugar como estos
donde ocurrió el evento más conocido de la historia mexicana: las cosas increíbles ocurren en los lugares más inesperados. Pensé en cómo se ha de haber sentido Hidalgo
mientras la multitud coreaba: "¡Muerte a este mal gobierno afrancesado! ¡Viva Fernando
VII! ¿Sabía él entonces que estaba cambiando la historia? Nadie sabe si lo que hacemos
cambiará la vida de muchos, o será simplemente una historia escrita en el viento que
pronto se olvidará.
Después de pasear por Dolores, subimos a nuestro autobús (donde el bochorno no
era por el clima, sino el que se siente cuando hay una multitud de cuerpos juntos compartiendo su calor). Eventualmente, llegamos a Atotonilco, donde Hidalgo tomó el emblemático estandarte de la Virgen de Guadalupe, que aparecería en libros de historia por el resto
de los tiempos. Al entrar, me fascinaron los murales. Era la vida de Jesucristo desde que
fue bautizado hasta su crucifixión. Los romanos eran españoles, vestían armaduras y llevaban los escudos de Castilla y Aragón, mientras crucificaban a Jesús. Me hizo entender,
más que cualquier otra cosa que el odio hacia los españoles no era una cosa nueva, que
se había transmitido en la sangre de generación en generación. Subimos a nuestro autobús y proseguimos en el camino que Hidalgo había recorrido con miles de hombres a pie
bajo un sol infernal.
En la Alhóndiga podría presumir que todos sentimos un escalofrío. Es un edificio
terriblemente grande, y esto no sería de gran importancia de no ser porque puedo imaginarlo completamente lleno de cadáveres. Es diferente leer en un libro "fue una terrible
matanza en la que murieron miles de personas"; al estar ahí, se logra ver de forma muy
clara que fue una carnicería. Murieron cientos de personas, con padres, madres, hermanas e hijos que lloraron por ellos. Parecía que entre esas blancas paredes había fantasmas, que se lamentaban por unas muertes sangrientas e injustas. Imagino a un campesino sediento de sangre matando a un gachupín, atravesándolo una y otra vez, como si
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quisiera asegurarse de que no volvería de la tierra de los muertos para vengarse. El piso
ha de haber estado chorreando de sangre, sangre de españoles, criollos, mestizos e indígenas, mezclándose en la muerte como nunca se había podido mezclar en la vida. Todos
sangramos de la misma forma al ser atravesados por una espada, sin importar si nos dedicamos a reinar o a labrar la tierra. Los hombres de Hidalgo robaron todo, porque no tenían nada que perder. Probablemente desvestían a los cadáveres y se ponían su ropa,
que aún ensangrentada, era fina. Pienso que algo así ha de haber perseguido a Hidalgo
por el resto de sus vidas, porque estas tragedias no se cuentan y se olvidan; permanecen
vivas y nos persiguen en los lugares más recónditos de la mente para espantarnos cuando dormimos. Más allá de lo que pasó, es importante saber dónde pasó, porque el lugar
en el que ocurren las cosas afectan mucho la forma en la que éstas ocurren.
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