La creación liederística de Schubert y Schumann

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NOTAS AL PROGRAMA
Desde los orígenes de la historia, el hombre ha sentido el imperioso deseo de cantar al
Amor y a Dios, dos grandes leitmotiv de nuestra humanidad, conquistada por el lenguaje,
donde la música aporta una significación tan amplia que, como expresara Vicente Aleixandre,
excede incluso el vasto imaginario de la creación poética; por ello, la casi totalidad de este
programa enaltece el lado más sensible y polisémico del arte, al sumar -a través del sonido y
de la palabra, desde los lieder románticos a las obras vocales sacras-, un amplio abanico de
propuestas y tendencias que abarcan los movimientos estéticos más relevantes de los siglos
XIX y XX, sin dejar al margen dos notables hitos de la producción pianística, representada en las
figuras de Felix Mendelssohn y Claude Debussy.
La creación liederística de Schubert y Schumann
Indiscutiblemente, Franz Schubert (1797-1828), con un corpus de más de 600 obras, se
convirtió en un icono de la producción liederística de su época, manufactura en la que, junto a
las pequeñas formas de cámara, destilaría un talento y una belleza expresiva dudosamente
conquistada en las grandes formas instrumentales. Con un lenguaje anclado en los modelos
clásicos vieneses, exhibirá no sólo un gusto refinado a la hora de abordar las líneas melódicas en estrecho diálogo con lo literario-, sino también una originalidad creativa que tratará de
buscar, de manera casi obsesiva, una perfección estilística, tanto en los recursos técnicos como
expresivos.
El cuarteto para voces mixtas Die Geselligkeit (Lebenslust) D. 609 se originó como
consecuencia de la estrecha relación de amistad que mantuviera con el poeta Johann Karl
Unger, quien, a comienzos de 1818, utilizaría sus contactos con la familia Esterházy para
ayudar económicamente al compositor, pues, gracias a esta intercesión, Schubert pudo pasar
dos veranos en el Landschloss de Zseliz, ofreciendo clases de música a las dos hijas del conde
Esterházy.
La música de este lied bien puede recordarnos, tanto por su tonalidad -fa mayor- como
por la viveza de su ritmo ternario, a los tradicionales valses o ländler, destilando, desde su
entrada a contratiempo, un aire desenfadado y sencillo, donde se exalta la virtud de la
convivencia en pareja en contraposición a la triste elección de una vida solitaria. Hay, sin
embargo, un breve cambio de color, en la palabra “öde” (estéril), donde el acogedor
acompañamiento de semicorcheas cambia de figuración al tiempo que se produce una octava
entre las dos manos, permitiendo que la música se eleve y caiga como “un viento helado en la
llanura abandonada”; dichos recursos, junto al fugaz tratamiento canónico de las voces en “In
traulichen Kreise, beim herzlichen Kuss” -que establece un breve contrapunto frente al grueso
homofónico de la pieza-, se colocan a los pies de un texto que podría quedar condensado en
esta máxima: “Vivir juntos es una delicia para el alma y una vocación humana”.
An die Sonne D. 439, escrita para coro mixto y piano, data del año 1816; según el
análisis que realiza Graham Johnson, era más frecuente que Schubert compusiera obras para
voces masculinas que combinadas con las voces de mujer, recordemos que no era habitual en
la Viena decimonónica que hombres y mujeres se mostraran juntos en lugares públicos y la
música de salón romántica acontecía principalmente en los ambientes domésticos, tal es el
caso de las ilustres schubertiadas, por donde desfilarían las colecciones de lieder -tanto para
solista como para coro-, las pequeñas piezas para piano y un sinfín de creaciones poéticas del
círculo de amigos del compositor: desde poetas como Johann Mayrhofer, pintores como
Leopold Kupelwieser y Moritz von Schwind o intérpretes de la talla de Anna Fröhlich y Michael
Vogl, quien estrenó, como cantante de la ópera de la corte, la mayor parte de los lieder del
creador austriaco. Años más tarde, los cuartetos vocales de Schumann y Brahms serán un
referente en este ámbito burgués, más, por el momento, la única música que podría haber
llamado su atención eran los cuartetos para voces mixtas y piano escritos por Joseph Haydn en
1799, donde la inspiración musical, el halo metafísico y la precisión técnica serán emulados
magistralmente, esta vez con las palabras de un gran devoto contemporáneo de Haydn, el
poeta Johann Peter Uz.
Aunque se suceden fragmentos del más puro estilo contrapuntístico con otros de
factura homofónica -incluyendo el canto inicial al rey sol, que “alumbra nuestras vidas
oscuras” en la brillante tonalidad de Fa mayor, con un ágil diseño de figuras punteadas-,
pronto dará paso a un dibujo mucho más lírico e intimista, en perfecta comunión con esa
naturaleza virgen, “plena de guirnaldas y flores”, que siente, en su propia espesura, la voz del
poeta redimida por el perdón divino que le hará mortal; aunque “la vida se marchite como la
hierba, como la languidez de las hojas” habrá un motivo para la esperanza que Schubert nos
ofrece repitiendo, victoriosa, la estrofa inicial, en “esplendorosa majestad”.
En noviembre de 1822, Schubert fue comisionado por la baronesa Geymüller para
componer una canción a cuatro voces con acompañamiento instrumental titulada Des Tages
Weihe (Schicksalslenker) D. 763; el texto pertenecía a un poeta anónimo y en él se celebraba
la recuperación de un distinguido caballero que respondía al nombre de Ritter -aunque
algunos estudios posteriores sugieren que el músico podría haberse inspirado en la propia
enfermedad que acabaría con su vida seis años después, de tal suerte que “la amarga copa de
los dolores” se transforma en una cruel profecía-. Después de un breve preludio ejecutado por
el piano, el bajo entona los primeros versos del poema, que serán reiterados por el conjunto
vocal antes de que la soprano haga su aparición en escena como solista “y el dolor se olvida, a
través de la niebla brilla un resplandor inconmensurable”, cediendo su turno al tenor para
alcanzar el clÍmax con todo el conjunto al final de la estrofa; ya sotto voce escuchamos
nuevamente el comienzo del lied, como un piadoso agradecimiento por la intervención divina
que habría protagonizado tan magnánima curación. No será hasta el año 1842 cuando
aparezca publicada esta pieza bajo el título de Des Tages Weihe, con un nuevo texto –de
carácter algo más comercial- adaptado por Anton Diabelli, aunque el título más exacto parece
ser Schicksalslenker, blicke nieder, tal como juzgará en un volumen publicado de la Neue
Schubert-Ausgabe.
Der Tanz D. 826 es también un claro ejemplo de música incidental a cuatro voces con
acompañamiento pianístico, escrita en 1825 para Irene von Kiesewetter, hija del
vicepresidente de la Filarmónica de Viena; siguiendo los apuntes de James Leonard, podría
haber dos historias asociadas sobre la gestación de esta brevísima pieza (La Danza); por un
lado, se sugiere que Kiesewetter habría podido ser la intérprete de la misma -como una
avezada pianista de catorce años de edad-, por otro, la destinataria misma del poema, citada
como esa “juventud que danza y galopa entre carruseles”. En todo caso, se trata de un nueva
pieza desenfadada y juguetona, donde las voces entonan un total de ocho versos de manera
estrictamente homofónica, con un ágil ritmo de subdivisión ternaria y en la alegre tonalidad de
do mayor, para deleite de los intérpretes y de esos amigos cercanos que solían participar en las
famosas veladas musicales que tenía por costumbre organizar el autor, dentro del restringido
ámbito doméstico de la música de salón decimonónica.
Uno de los máximos seguidores del pensamiento musical schubertiano, y no solo en el
ámbito liederístico, fue precisamente Robert Schumann (1810-1856), quien llegaría a
considerar las grandes creaciones del compositor vienés como un punto de referencia
indiscutible en el repertorio sinfónico posterior a Beethoven. Será en el año 1840 cuando
Schumann inaugure un cambio en su producción, virando de una música casi exclusivamente
instrumental hacia la preeminencia de la voz a través de la canción alemana, tanto para solista
como para conjunto vocal con acompañamiento pianístico. En una carta fechada en junio de
1939, dirigida a Hirschbach, llegó a afirmar: “toda mi vida he considerado la música vocal como
algo inferior a la música instrumental, pero ¡no le digas esto a nadie!”, lo cierto es que, ya
fuese por un deseo artístico inconsciente que lo penetraba o por los cambios que
experimentara en su vida personal al contraer matrimonio con la pianista y pedagoga Clara
Wieck, ese año se convertiría en un hito en su creación liederística, llegando a componer más
de ciento veinticinco canciones, -más de la mitad de la totalidad de obras de su catálogo
perteneciente a este género, incluyendo los más reconocidos: la colección Myrten, Op.25, los
Liederkreis de Heine, Op. 24, los Liederkreis von Eichendorff, Op.39 o los Dichterliebe, Op.48 -.
Tal como menciona Leo Plantinga, Schumann consideraba que los lieder debían
perseguir: “la recreación de los efectos más delicados del poema a través de una sutil
realización musical”, llegando a elogiar al compositor danés Hartmann por su intento de
reflejar en la música “el sentido del texto, palabra a palabra”; por otra parte, fue uno de los
primeros en postular que aunque Schubert había logrado emplear una figuración única y
continuada desde el comienzo de un lied hasta el final, los creadores más jóvenes debían estar
atentos contra este amaneramiento, de lo cual se deduce que el acompañamiento pianístico
debería ser más intenso y flexible, participando de los cambios mínimos que se manifestaran
en el sentido y la expresión del texto, de tal suerte que “la voz del cantante dejaría de ser
autosuficiente en sí misma, permitiendo que las degradaciones más sutiles del poema
estuvieran perfectamente representadas, cuidando de que la melodía no sufriera en este
proceso” y con un tratamiento armónico perfectamente enriquecido que nutriese a la simple
canción de cuño popular con una arquitectura artística sin precedentes. Así, en 1843 rubrica
estas palabras: “el lied se ha convertido, sin duda, en el único género musical en el que se
puede apreciar un progreso real y significativo desde Beethoven”.
Compuesta, precisamente, en 1840 para un conjunto de voces mixtas y publicada un
año después Zigeunerleben Op.29, número 3, retrata, con breves pinceladas, la vida de la raza
gitana, en estrecho vínculo con esa exaltada y sensual naturaleza propia del Romanticismo, a
través de la lírica del poeta y dramaturgo Emanuel Geibel, donde hace referencia a España país exótico por excelencia en aquel tiempo-, a Egipto y su río Nilo, ilustrando –desde los más
variados recursos musicales- el parpadeo de las llamas, el misterioso bosque de ramas
susurrantes o las danzas de las niñas de ojos negros que, entre proverbios mágicos, atraen el
canto de la guitarra para despertar al sueño en plena madrugada. Bien podría interpretarse
que Schumann se hubiera identificado con una personalidad bohemia, en perpetuo
movimiento, algo fugitivo, o bien como símbolo de lo apasionado, vehemente y progresista
que representa su propio personaje de Florestán, contrapunto de ese Eusebius entusiasta pero
sosegado, que “deshoja la flor de su juventud de cuando en cuando”.
Zuverzicht Op.141, número 3, escrita en 1849 para doble coro a cappella, en la
tonalidad de sol mayor, pertenece a la colección de cuatro Doppelchörige Gesänge, con un
texto de Joseph Christian Freihern von Zedlitz; precisamente sus destinatarios serían los
miembros de una gran sociedad coral, no es, por lo tanto, casualidad que tan solo un año antes
hubiera fundado la Sociedad para el canto coral, precursora de la Academia de la Música. Su
texto constituye, una vez más, un canto a la esperanza desde ese amor infinito, a un tiempo
divino y humano, que todo lo puede.
En torno a lo sagrado: de Saint-Saëns a Villette
No fue Camille Saint-Saëns (1835-1921) el único compositor -recordemos a Mozart o
Gounod-, que sintiera la tentación de poner música al texto del Ave verum corpus, un breve
himno eucarístico que solía cantarse en la celebración de la Misa, durante el momento de la
consagración, para recordar esa transubstanciación de un Cristo redentor que, a través de su
propio e ineludible sufrimiento, concede la gracia eterna. El máximo exponente del Ars Gallica,
dentro del más litigado conservadurismo –calificado despectivamente por Debussy como “el
hombre que mejor conoce la música del mundo entero, al que ahoga su propia erudición”musicalizó dos Ave verum, uno en la tonalidad de mi bemol mayor (publicado en 1865), para
voces mixtas a cappella, donde refleja esa recogida emoción del hombre creyente, cuya fe
trasciende los límites de la muerte, para, emulando la divinidad, aguantar todos los dolores
que le sean dados –tratamiento homofónico de las voces, siguiendo la más austera tradición
coral- y alcanzar una vida eterna llena de esperanza, con la aseveración del “Amen” como un
guiño a la polifonía del Humanismo, donde acepta el destino en perfecta armonía. El segundo
Ave verum data de 1878, escrito en re mayor, para cuatro voces femeninas con
acompañamiento de órgano, comienza con una entrada al más puro estilo canónico entre alto
y soprano para concluir en una fabulosa constelación sonora, clamando “miserere nobis” a
“Jesu, fili Mariae”.
Gabriel Fauré (1845-1924) compuso un vasto repertorio de obras de carácter religioso,
desde su notorio Réquiem Op.48 –con participación orquestal- la Messe basse y los Ofertorios
Op.65, para solistas, coro y órgano hasta esta breve canción titulada Cantique de Jean Racine,
Op.11, con acompañamiento de órgano o piano, que escribió a sus diecinueve años de edad,
entre 1864 y 1865, y que sería merecedora del primer premio en la École Niedermeyer, donde
concluyera sus estudios de graduación, como discípulo de Camille Saint - Saëns, ligado a la
actividad de los Conciertos Colonne; dicha pieza sería estrenada al año siguiente con
acompañamiento de cuerdas y órgano y ya, en 1906, en una nueva versión orquestal.
Basada en una adaptación de los textos del poeta y dramaturgo francés del siglo XVII,
Jean Racine, derrocha, como en el Sanctus o el Libera me del Réquiem, un misticismo personal,
alejado de los sobresaltos y el apasionamiento de la estética romántica, con un intimismo
melódico y una búsqueda, casi permanente, de sonoridades veladas, producto quizá no sólo
de su cargo como organista sino también de su participación en el movimiento de
recuperación del canto gregoriano. Puntualiza el musicólogo italiano Guido Salvetti que “Fauré
llevó una vida reservada y no formó parte de los grupos artísticos de vanguardia, este
alejamiento es evidente por la ausencia total de intenciones programáticas, de búsquedas
lingüísticas o de actividades revolucionarias de cualquier tipo. Vivía en él, en su modesta figura
humana, un tipo de músico artesano, que los jóvenes de la posguerra considerarán como la
salvación del detestado Romanticismo de la centuria anterior”.
Con su Salve Regina, estrenada en 1941 -como su Exultate Deo-, ambos para coro a
cappella, flanqueados por los Quatre Motets pour un temps de Penitence (1838-39) y Figure
humaine (1943), Francis Poulenc (1899-1963) rubrica, una vez más, su pertenencia al Grupo de
los Seis, quienes a duras penas sobrevivieron a la música de los compositores más
modernistas, como Debussy, Ravel o Satie o al poderoso academicismo tan criticado de SaintSaëns o D´Indy. Despliega una calma sostenida, tal como indica Meurig Bowen en sus
comentarios discográficos, sin desviarse de la sencilla textura a cuatro partes homofónicas, lo
cual le permite jugar con las modulaciones armónicas como colores que van tiñendo la
atmósfera de una nueva luz a cada instante, variando las voces de registro sin una continuidad
melódica definida, donde quizá llame poderosamente la atención los últimos dieciséis
compases, entonando las palabras “Dulcis Virgo Maria” -jusqu´à la fin très doux et très clair
dans le style d´une complainte-sans ralentir-, una expresión de dolor que bien podría recordar
la del propio Fauré, que tras la pérdida de su amigo y compositor Pierre-Octave Ferroud, en
1936, decide visitar la Ermita de la Virgen Negra de Rocamadour, experimentando un
auténtico y revelador despertar religioso que daría voz en ese mismo año a su obra a capella
Letanies à la Virgen Noire, donde muestra su adopción de la fe católica. También en la última
escena de su ópera Dialogues des Carmélites (1957) introduce un Salve Regina, entonado por
un coro de monjas, con una elocuente y más que justificada carga dramática, ya que esperan la
ejecución pública para convertirse en mártires de su propia ideología.
Tal como se puede leer en la breve biografía de Pierre Villette (1926-1998) y siguiendo
un texto que apareció publicado en el año 2000 en un boletín informativo del Conservatorio
Nacional de la Región de Besançon, del cual fuera director durante casi una década: “la música
de este autor francés se muestra ajena a cualquier moda, su sólida formación como
compositor hunde sus raíces en la más rigurosa tradición sonora -desde el canto gregoriano
hasta las enseñanzas recibidas de la mano de Paul Dukas, Maurice Duruflé o Marcel Dupré-,
hay un exquisito tratamiento de la armonía y de las texturas, con un despliegue melódico
claramente tonal o modal que no se ensombrece por los sutiles cromatismos y la gran
profundidad que emana de su proceso creativo”; bien es cierto que, aunque abarcó los más
variados géneros compositivos -hasta un total de ochenta Opus-, realmente destacará en su
producción camerística y coral, específicamente en lo que se refiere a sus obras sacras corales,
dentro de la más austera tradición católica, con la cual, por cierto, se habría familiarizado
tanto por el desempeño de la práctica organística en diversas instituciones eclesiásticas, como
por haber crecido en el seno de una familia de músicos, donde su padre tocaba, aunque no de
forma exclusiva, dicho instrumento.
Tanto Ave Verum (1944) como O quam amabilis (1992) son dos motetes corales a
capella que no difieren demasiado en cuanto a estilo y expresión, a pesar de ocupar los Opus 3
y 71 respectivamente, mediando entre sus fechas de registro casi medio siglo. Bien es cierto,
tal como señala acertadamente Rovi Blair Sanderson en sus comentarios discográficos, que, a
pesar de la admiración que Villette sintiera por Oliver Messiaen y por quien fuera su
compañero de estudios, Pierre Boulez, sus trayectorias siguieron derroteros completamente
antagónicos, pues alejado de toda vanguardia, se refugió en un misticismo cercano al Grupo
francés de los Seis, concretamente influido por las obras religiosas de Poulenc o Duruflé, con
un lenguaje cuasi impresionista, que no alcanzó el éxito esperado en su momento,
precisamente, por constituir un baluarte de la música que sería rechazada en toda Europa a
mediados del siglo XX por los sectores más experimentales. No obstante, en la actualidad, las
creaciones intimistas de compositores afines, como John Tavener o Arvo Pärt, han permitido
que la producción coral de Villette goce una gran popularidad en Inglaterra e incluso en el
lejano Oriente, perfilando, con sus etéreas sonoridades, llenas de pureza y lirismo, la aureola
de un hombre que se reencuentra con su parte más trascendental, al margen de este mundo
que proclama insistentemente las estrecheces de lo humano.
De acompañante a solista: el piano en Mendelssohn y Debussy
Felix Mendelssohn (1809-1847) ha sido largamente cuestionado como prototipo de
compositor romántico, siendo admirado por sus contemporáneos -como el propio Schumann,
que llegaría a idolatrarle- y duramente censurado por los sectores más progresistas de
generaciones posteriores, rebajándole a epígono de la era clásica, recordemos la ira que llegó
a sentir Wagner o el sarcasmo con el que Debussy se preguntaba qué podía hallar de
extraordinario el genial Robert Schumann en “ese elegante notario”; sea como fuere, lo cierto
es que este creador judío, representante del Biedermeier decimonónico, no deja indiferente a
quien escucha su obra, una vasta producción de la cual su repertorio pianístico quizá sea una
de las parcelas menos conocidas. El Rondó Capriccioso, Op.14, escrito en 1824 o 1827, según
las fuentes documentales que consultemos- es una de las piezas para tecla más característica
de su temperamento, junto a otros Capricci Op.5, Op.33 y Op.118, los numerosos cuadernos
de Romanzas sin palabras, las fantasías y variaciones o las sonatas para piano.
Secuenciada en dos partes sin solución de continuidad, Andante en mi mayor y Presto
en mi menor, exhibe las dos polaridades de la condición artística que definiera a algunos
creadores del primer Romanticismo; como si se tratara de la doble máscara de Eusebius y
Florestán, en la primera sección de esta breve pieza, Mendelssohn nos sumerge en una
atmósfera llena de lirismo y elegancia -con importantes contrastes dinámicos-, frente a una
segunda parte extraordinariamente virtuosística, de gran dificultad técnica y expresiva, que le
concede, en palabras de Di Benedetto “una mágica ligereza de toque, evocadora de escenarios
fabulosos, un Elfenmusik o Música de Elfos que también estará presente en la famosa Obertura
Op.21 El sueño de una noche de verano (1826) -con la que comparte tonalidad y carácter- o en
el scherzo del Octeto para cuerda Op.20 (1825)”. Por este motivo, Rondó Capriccioso se erige
como una pieza obligada en el repertorio de concursos y certámenes pianísticos, ya que
permite valorar la pericia de los ejecutantes en una amplia gama de vertientes interpretativas.
L´Isle Joyeuse se inspira en una obra pictórica de Watteau titulada L´Embarquement
pour Cythère, en la que puede apreciarse a un grupo de personajes llegando o saliendo de la
mítica isla mediterránea de Citera, cuna de Venus, la diosa del amor. La otra isla a la que se
refiere la música -de ahí que la palabra “isla” aparezca en el título en inglés y no en francés- es
la Isla de Jersey, en Inglaterra, donde Claude Debussy (1862-1918) pasaría el verano de 1904,
en compañía de Emma Barda con quien vivirá su propio idilio amoroso.
Comienza la obra con la expresión Quasi una cadenza, declarando su carácter libre, en
un estilo semi improvisatorio, con delicados trinos que van serpenteando una línea melódica
cromática descendente; en Modéré et très souple, la mano derecha perfila una melodía de
ritmos punteados, frente a las incisivas armonías de cuartas en el acompañamiento
-emulando las sonoridades del Medievo, fuente permanente de inspiración para los creadores
impresionistas- al tiempo que ondulantes arabescos danzan sobre la mano izquierda, antes de
volver al aire misterioso de la escala de tonos enteros en Retenu, -tan del gusto de la estética
debussiana- que será sorprendida por los melódicos intervalos de tercera, agilidades que
visten las olas en pleno viaje. Los continuos trinos, junto a los sutiles cambios de dinámica,
ofrecen un chispeante juego de luces, fugaz momento que tanto cautivó a los pintores de la
estética modernista, esa cambiante luz que nunca puede retratarse porque ya no está, es otra.
Y quizá entonces se inicie, como indica Christine Stevenson, el auténtico viaje,
Ondoyant et expressif, donde podemos llegar a sentir el delicado fluir de la marea bajo ese
barco que se abre camino en plena travesía, acariciado por un sol que rubatea el tempo,
amansando la frenética pulsación de los viajeros; en A tempo, el centro tonal se irá alejando
del brillante mi mayor para alcanzar el de do mayor, donde introducirá el motivo de la danza
en la mano izquierda frente a los juguetones tresillos que ya nos resultan familiares; se
suceden fragmentos de todos los diseños anteriores, empujándose unos a otros, acortándose
la longitud de las frases para alcanzar un Poco a poco animé et molto crescendo, en una
carrera desenfrenada sin solución de continuidad.
Como en la lejanía del paisaje, acontece un pp súbito, donde introduce un empleo más
percusivo del instrumento, al tiempo que la melodía danza en tresillos que lo sobrevuelan,
aumentando progresivamente la tensión del pasaje. En Un peu ceder, la melodía de Ondoyant
está brillantemente esculpida, como si fuera un bajorrelieve que quedará fundido en ese très
animé jusqu'à la fin con un salvaje trémolo final y en fortísimo, los saltos de la mano derecha
desafiando a su contrincante para aterrizar sobre la grave y sólida tierra que los aguarda.
Paloma Benito Fernández
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