EL CAMPO R ELIGIOSO, LA DIVERSIDAD REGIONAL Y LA IDENTIDAD NACIONAL EN MÉXICO RELACIONES 100, OTOÑO 2004, VOL. XXV Guillermo de la Peña* CIESAS-OCCIDENTE La historia de la formación y transformación del campo religioso en México tiene como un hilo conductor central el esfuerzo sostenido de la Iglesia católica por constituirse en fuerza hegemónica. Su estudio implica centrar la atención en: (a) la diferenciación de los actores religiosos dentro del proceso general de división del trabajo; (b) la competencia por la hegemonía entre diferentes actores y discursos religiosos; (c) los diferentes capitales y alianzas que se utilizan en la competencia. Los procesos de diferenciación, de competencia y la diversidad de los recursos de las instituciones y actores tienen una realidad regional diversa. En la actualidad la propia afiliación al catolicismo ha dejado de tener un significado unívoco: bajo el nombre de “católicos” ahora se agrupan los ortodoxos, los populares o “consuetudinarios”, los fundamentalistas, los progresistas, los radicales, los carismáticos y, en tiempos recientes, se han sumado las variedades New Age. Entre los cristianos no católicos, existe asimismo una división tajante entre los “protestantes históricos” y las múltiples iglesias pentecostales y sectas polimorfas. Existe un número importante de gente que en la actualidad se considera abiertamente atea o agnóstica, entre quienes se encuentran funcionarios gubernamentales y miembros de la clase media profesional. Este ensayo analiza el desarrollo de esta diversidad religiosa y regional en relación con los procesos de sincretismo, secularización y el surgimiento de una ciudadanía con identidades nacionales todavía relacionadas a la adherencia a una particular bandera religiosa o ideológica. (Campo religioso, catolicismo social, secularización, regiones de refugio, identidad) * [email protected] Este artículo tiene una larga historia, y también una larga lista de agradecimientos. Mis estudiantes del DEA en el Institut des Hautes Etudes de l´Amerique Latine en París discutieron conmigo muchas de las ideas aquí contenidas, durante el semestre de otoño de 1998. Luego, un primer esbozo fue presentado en el seminario “Regionalismo e identidad nacional en Brasil y México” (Brown University, septiembre de 1999), donde recibí comentarios de Tom Skidmore, Stanley Brandes, Anani Dzidzienyo, Liza Bakewell, Lynn Stephen, Matt Gutmann y Randy Matory. Todavía una versión posterior fue leída y pertinentemente comentada, en Guadalajara, por Cristina Gutiérrez Zúñiga, Renée de la Torre y Pastora Rodríguez Aviñoá; y esta última me ayudó a vertirla al castellano. También agradezco las críticas de los árbitros anónimos que dictaminaron este artículo para Relaciones. 2 3 GUILLERMO DE LA PEÑA ... la religión católica... [es] el único lazo común que liga a todos los mexicanos Lucas Alamán ... la tolerancia hace posible la existencia de las diferencias; las diferencias vuelven necesario el ejercicio de la tolerancia Michael Walzer TENSIONES Y CAMBIOS EN EL CAMPO RELIGIOSO n la década de 1970, mientras hacía trabajo de campo en los Altos de Morelos, me llamó la atención la intensidad y la variedad de la vida religiosa local (véase de la Peña 1980). Ahí, al igual que en muchas otras partes de América Latina, la manifestación religiosa más visible era el culto a los santos patronos, epónimos y emblemáticos de los pueblos y los barrios. En San Juan Tlayacapan (el pueblo más grande de la comarca), por ejemplo, prácticamente cada semana ocurrían celebraciones a los santos, casi siempre con elaborados festivales públicos (que incluían música, baile y comidas), organizados y pagados por los vecinos. A primera vista, estas fiestas demostraban unidad, pero de hecho también revelaban oscuras tensiones ideológicas y fracturas sociales. Aunque los sacerdotes locales participaban en las celebraciones (oficiando la misa y bendiciendo las imágenes), el control de las fiestas estaba en manos de las cofradías y los mayordomos, que rechazaban cualquier interferencia directa de la Iglesia.1 Esta actitud creaba resentimientos entre los clérigos y sus seguidores más cercanos, quienes acusaban a los mayordomos de difundir creencias paganas y fomentar la ebriedad. El obispo de Cuernavaca, cuya jurisdicción incluía los Altos de Morelos, E Hasta mediados del siglo XIX existía una clara distinción entre la cofradía –un grupo corporado, poseedor de bienes, que se encargaba colectivamente del culto a un santo– y la mayordomía –una distinción individual de duración limitada, que implicaba que el incumbente se encargaba personalmente de una celebración–; pero con la legislación liberal las cofradías dejaron de poseer bienes y muchas veces adquirieron un papel subsidiario de las mayordomías en la organización de las fiestas. 1 2 4 EL CAMPO RELIGIOSO, LA DIVERSIDAD REGIONAL expresaba abiertamente, en los mismos años setenta, su malestar ante la religión popular tradicional, a la que consideraba dispendiosa y heterodoxa, e incluso dio instrucciones a los sacerdotes para que desmantelaran las celebraciones de los santos patronos, o al menos las simplificaran, con el fin de centrar el culto público en la figura de Cristo. Así, en algunos lugares, la gente se dividió entre los seguidores del clero y los defensores de los mayordomos. Un ejemplo de esta oposición fue lo ocurrido por esa época en Atlatlahuacan, donde un sacerdote excesivamente ortodoxo fue acusado de “ser protestante” y expulsado por una masa enfurecida.2 Estas rivalidades –entre “ortodoxia” y “heterodoxia”, la Iglesia oficial y las cofradías/mayordomías– no eran las únicas en la región. En la mayoría de los pueblos era posible encontrar un puñado de familias, identificadas como protestantes o evangélicas, que jamás visitaban las iglesias o capillas ni colaboraban en las fiestas y eran, por ende, consideradas egoístas y desagradables. A su vez, estos disidentes no ocultaban su desprecio por las “supersticiones” de los mayordomos y la “codicia manipuladora” del clero católico. Por añadidura, los sacerdotes mostraban ciertos desacuerdos entre ellos, por ejemplo en lo tocante a la simpatía del obispo de Cuernavaca por la Teología de la Liberación y el radicalismo político. Dentro y fuera de la diócesis, los conservadores católicos temían las inclinaciones “peligrosamente progresistas” del obispo.3 Además, él y varios clérigos de Cuernavaca eran tildados de agitadores por ciertos funcionarios del gobierno, debido a sus lazos con sindicatos independientes y grupos izquierdistas. Por último pero no menos importante, la notoriedad del obispo no era bien vista por muchos miembros de la clase gobernante priísta que hacían manifestación pública de anticlericalismo como símbolo de su lealtad a un Estado jacobino. Véase de la Peña 1980, capítulos 7 y 8. Ejemplos similares de violencia aparecen en Aguirre Beltrán 1986, 194; Boege 1988, 250 y ss; Bartolomé y Barabás 1990, 62. 3 La Teología de la Liberación tuvo un punto de arranque en el Sínodo Latinoamericano celebrado en Medellín, Colombia, en 1967, donde se proclamó la “opción preferencial” de la Iglesia por los pobres. Sergio Méndez Arceo, obispo de Cuernavaca de 1956 a 1985, albergó en su diócesis experimentos tan radicales como el Centro de Información y Documentación (CIDOC) de Iván Ilich, que buscaba cambiar la mentalidad conservadora y neocolonialista del clero europeo y norteamericano que hacía labor misional en América Latina, y el “monasterio psicoanalítico” de Gregorio Lemercier. 2 2 5 GUILLERMO DE LA PEÑA En años posteriores, encontré tensiones análogas durante mi trabajo de campo en otras partes de México, en especial en el sur de Jalisco y en la zona metropolitana de Guadalajara. No era de extrañarse. En el ambiente finisecular, se volvía palpable que la diversidad religiosa se había convertido en una característica importante de la sociedad mexicana. Según el Censo Nacional, el porcentaje de la población que se declaraba católica pasaba de 95% en 1960; en 1990 cayó a 89%, y bajó otros tres puntos en 2000. En 1960, 600 000 personas se definían como miembros de denominaciones religiosas no católicas; en 1990, el número se había elevado a tres millones y medio, y en 2000 rebasó los cinco millones. Ahora bien, la propia afiliación al catolicismo dejó de tener un significado unívoco: bajo el nombre de “católicos” ahora se agrupan los ortodoxos, los populares, los fundamentalistas, los progresistas, los radicales, los carismáticos y, en tiempos recientes, se han sumado las variedades New Age. Entre los cristianos no católicos, existe asimismo una división tajante entre los “protestantes históricos” y las múltiples iglesias pentecostales y sectas polimórficas. Hay, desde luego, un número importante de gente que en la actualidad se considera abiertamente atea o agnóstica, entre quienes se encuentran funcionarios gubernamentales y miembros de la clase media profesional. Sin embargo, el Estado mexicano jacobino tuvo una transformación asombrosa cuando, en 1992, el Congreso enmendó la Constitución de modo que las iglesias pudieran gozar de estatus legal y fuera lícito enseñar religión en las escuelas. Pero la desconfianza y los sentimientos anticlericales perduran, en particular cuando ciertos grupos religiosos y sus pastores adoptan posiciones críticas contra el gobierno o apoyan posiciones partidistas, o cuando ciertos grupos emplean en sus discursos etiquetas religiosas o aluden a disputas históricas entre la Iglesia católica y el Estado. En cualquier caso, el examen del cambiante campo religioso es un paso necesario en el análisis de las transformaciones sociales, políticas y culturales en la sociedad mexicana contemporánea.4 4 Lo dicho sobre México puede aplicarse, mutatis mutandis, a América Latina en general. La mayor tolerancia religiosa por parte del poder público es al menos en parte atribuible a las presiones de las iglesias no católicas. Véanse Houtart 1996; Suárez 2000. 2 6 EL CAMPO RELIGIOSO, LA DIVERSIDAD REGIONAL El concepto de campo religioso, derivado de los escritos de Pierre Bourdieu (1971), es a mi juicio una herramienta útil para indagar en la naturaleza y la dinámica de los fenómenos religiosos, sin aislarlos de su contexto societal. Implica centrar la atención en; (a) la diferenciación de los actores religiosos dentro del proceso general de división del trabajo; (b) la competencia por la hegemonía entre diferentes actores y discursos religiosos; (c) los diferentes capitales y alianzas que se utilizan en la competencia. El concepto de campo religioso permite aceptar la definición que propone Geertz (1973) de la religión como un sistema cultural de símbolos y significados relacionados con el destino humano y el orden general del universo, y al mismo tiempo tomar en cuenta la crítica que Talal Asad (1993) hace a Geertz. Asad aduce que el proceso de producción y reproducción de significados y prácticas ha de ser incluido en el análisis, y por tanto el sistema cultural tiene que verse en relación con la distribución del poder en una sociedad determinada (cfr. Roseberry 1989).5 En el campo religioso, la naturaleza misma de la competencia por la hegemonía está en disputa: siempre hay una pugna por definir las reglas del juego y la legitimidad de los contendientes. Lo que está en cuestión es precisamente qué es sagrado, quiénes son sus administradores legítimos, quiénes son en cambio meros charlatanes (véase Bourdieu 1987). Los actores más poderosos suelen imponer sus propias definiciones; pero la diversidad no necesariamente desaparece: otros contendientes pueden apropiarse e incluso subvertir definiciones hegemónicas para sus propios fines. No obstante, para entender la diversidad y la competencia religiosa en México conviene examinar sus manifestaciones concretas en diferentes zonas del país. En todas partes ocurren tensiones, pero varían reNo es competencia de este artículo el entrar a una discusión sobre la definición más adecuada de religión. Recordemos simplemente que existe un consenso básico entre los antropólogos sobre la diferencia básica entre la magia, que es de naturaleza instrumental, y la religión, que se refiere al sentido último de la vida (lo cual no impide que en la práctica ciertos ritos incluyan tanto elementos mágicos como religiosos). Pero existe asimismo un desacuerdo entre quienes ven la religión como necesariamente vinculada a la pertenencia a un grupo, y quienes destacan el elemento de adhesión individual a una visión del mundo. Cfr. Tambiah 1990. 5 2 7 GUILLERMO DE LA PEÑA gionalmente en calidad y cantidad. La relación entre clero y religión popular, por ejemplo, parece ser menos hostil en el occidente y el centro de México que en las áreas indígenas marginales del norte y el sur –las que el antropólogo Aguirre Beltrán denominó “regiones de refugio”– donde los rituales y creencias religiosas tienen una fuerte connotación etnicista e incluso autonomista. La influencia del protestantismo es notoriamente más fuerte en estados del sureste, como Chiapas y Tabasco, y del norte, como Nuevo León y Coahuila. En concomitancia, florecen nuevos movimientos religiosos, tanto católicos (Comunidades Eclesiales de Base, Renovación Carismática) como no católicos (pentecostalismo, espiritualismo, New Age) en el occidente de México, en las áreas fronterizas y en las metrópolis. Este componente espacial de la diversidad es también importante para el análisis del proceso de secularización. El campo religioso contemporáneo de México es, en muchos aspectos, resultado de este proceso, definido como la separación de la religión de la política y la sociedad civil. Si la secularización y la creciente individualización que conlleva han significado una dificultad creciente para que la Iglesia católica reproduzca su hegemonía (Blancarte 1992), no se han traducido empero en el desplazamiento de la religión ni en la implantación triunfante de una visión racionalista del universo, al menos no para la mayoría de la población. Más bien, han llevado a una recomposición compleja y dinámica de las religiosidades, adaptaciones no predecibles de creencias, prácticas y contextos institucionales (cfr. Hervieu-Léger 1986, 1996; de la Torre 1998 y 2002), que manifiestan drásticas variaciones regionales. Tal recomposición se percibe a menudo como el desencadenamiento de tendencias centrífugas malignas en un país que no ha logrado todavía una coherencia sustantiva.6 ¿Cuáles son las implicaciones de estas religiosidades –persistentes, pero ahora múltiples– para el tema de la unidad nacional y la identidad nacional? ¿Estamos ante el surgimiento de una nueva matriz nacional pluralista y secular? Rodolfo Casillas (1996) ha escrito un análisis crítico de los prejuicios hacia la diversidad religiosa en México. Véase asimismo Martínez Assad (1997). 6 2 8 EL CAMPO RELIGIOSO, LA DIVERSIDAD REGIONAL ORTODOXIA, SINCRETISMO Y LAS SECUELAS DE LA “CONQUISTA ESPIRITUAL” La formación del campo religioso en México tuvo como punto de partida el ímpetu evangelizador de los misioneros del siglo XVI, que emplearon la persuasión y la fuerza para extender el catolicismo sobre las nuevas posesiones de la Corona española. Los misioneros no vacilaron en adaptar sus enseñanzas y prácticas a las viejas creencias y usos de la población indígena (Foster 1960, 164-166). Gracias a ello, y también a la resistencia de los nativos al adoctrinamiento total, la religión católica entre los grupos indígenas a menudo se ha caracterizado como “sincrética”. Pero, como han señalado varios autores, “sincretismo” es un término con varios significados diferentes (Vogt 1992; Marzal 1993). Para Manuel Gamio ([1916] 1960, 89-90), el fundador de la antropología moderna en México, significaba que el catolicismo era una simple cobertura: la religión indígena continuaba siendo “pagana”. Esta posición fue seriamente criticada por Robert Ricard en su obra innovadora La conquista espiritual de México ([1933] 1947), donde defiende el éxito de la empresa misionera; en su opinión, la existencia de formas religiosas particularistas (que pueden hallarse en cualquier país) no prueba la persistencia del “paganismo” (y además, los ejemplos de “paganismo” que ofrecía Gamio eran de origen europeo). Esta polémica no ha terminado (véase Báez-Jorge 1998, para una recapitulación crítica; también Aguirre Beltrán 1986, 198-201). En la actualidad se dispone de una buena cantidad de evidencia histórica que muestra que, en el transcurso del periodo colonial, los indios llevaban a cabo ceremonias clandestinas en cuevas y barrancas escondidas en montañas sagradas, donde se habían refugiado las antiguas deidades (véanse, por ejemplo, para el caso de Chiapas, a García de León 1985, I; Aramoni 1992; Viqueira 1996). Para el siglo XX, Robert Redfield y Alfonso Villa Rojas (1934), Guillermo Bonfil (1968), Evon Z. Vogt (1969, 1992), Jacques Galinier (1990), Barbara Tedlock (1982), Johannes Neurath (1998) y Báez-Jorge (2000), entre otros, han documentado la vigencia de creencias y mitos, y la realización de rituales y sortilegios, que en modo alguno parecen cristianos. Esto parece entrar en contradicción con la tesis de Pedro Carrasco sobre la religión popular tarasca, que él definió como “fundamentalmente cristiana” (Carrasco 1952). A su vez, 2 9 GUILLERMO DE LA PEÑA Eugenio Maurer, sacerdote jesuita y antropólogo, escribió una famosa y polémica tesis de doctorado para la Ecole Practique des Hautes Etudes en Sciences Sociales de París, en la que sostenía que la religión tzeltal, cuya práctica observó en Guaquitepec, Chiapas, representaba una “síntesis” del cristianismo con elementos prehispánicos compatibles, de modo tal que los tzeltales podían considerarse católicos ortodoxos (Maurer 1983, 1993). Empero se pueden citar una serie de estudios locales en los que una posición o la contraria se argumentan y defienden alternativamente. Como ha señalado Marzal (op. cit.), el sincretismo implica un proceso creativo de adaptación y reinterpretación, en el que los actores pueden seguir diferentes caminos desde diferentes puntos de partida. Mi hipótesis de trabajo es que la lógica de estas diferencias se puede entender mejor en términos de sus contextos regionales. Carrasco (op. cit.) hace una importante distinción entre religión privada y pública: si bien la última suele regirse por las reglas cristianas oficiales, la primera a menudo se aparta de ellas. Un punto de vista similar manifestaba Gibson (1964, cap. V) en su estudio del impacto de la colonización sobre la cultura india en el centro de México. Las variaciones privadas podían ser infinitas, aun cuando la Inquisición se mantuviera vigilante en la persecución del “pensamiento erróneo”, como lo han demostrado por ejemplo los estudios de Carlo Ginzburg (1986) sobre la religiosidad europea medieval (para el caso de México véase Ruiz de Alarcón ([1629] 1953); también García Ayluardo y Ramos, coords., 1997). Pero si observamos la religión pública, hallaremos claramente las fiestas de los santos como “una forma ritual básica” (Geertz 1973, 147) que defiende y reproduce un conjunto de creencias y prácticas cristianas. Estas creencias y prácticas, sin embargo, se relacionan frecuentemente con elementos prehispánicos selectos. Por ejemplo, el fascinante análisis de las toponimias de la región de Zongolica (en el estado de Veracruz) que hace Aguirre Beltrán (1986) revela la imbricación del culto a los santos con la presencia activa de múltiples deidades y seres preternaturales, asociados tanto a lugares y accidentes geográficos como a las actividades cotidianas. El éxito y la persistencia de las fiestas, por otra parte, están en buena medida arraigados en su superposición con un antiguo calendario agrícola y en su capacidad de señalar cambios de estación, momentos del cultivo y patrones de cooperación con la familia y 3 0 EL CAMPO RELIGIOSO, LA DIVERSIDAD REGIONAL los vecinos (véanse, entre una numerosa bibliografía, Carrasco 1961; López Austin 1963; Reyna 1967; de la Peña 1980). Además, la abundante literatura sobre las comunidades mesoamericanas ha mostrado las cruciales funciones políticas y económicas de las festividades de los santos, en cuanto éstas favorecen la consolidación de una jerarquía civil y religiosa que estructura el gobierno local y distribuye riqueza y prestigio. En palabras de Eric Wolf, “el sistema político-religioso en conjunto tiende a definir los límites de la comunidad y actúa como punto de convergencia y símbolo de la unidad colectiva” (1955, 457). Por añadidura, las fiestas se hallan vinculadas a la matriz general del culto a los santos: una cosmología jerárquica de intermediación, en la que los santos interceden en nombre de los seres humanos ante Dios y su hijo Jesús. La cosmología presta significado a una serie de creencias e instituciones religiosas, tales como el compadrazgo-padrinazgo, que representa una de las formas más importantes de alianza social en la cultura mexicana y latinoamericana.7 La importancia del santo en cuanto símbolo corporativo clave8 se remonta por lo menos a principios del siglo XVII (Brading 1997a, 32-34), pero el desarrollo del culto variaba de un lugar de la Colonia a otro. Existen muy pocos estudios etnohistóricos que documenten estas variaciones, pero parecen ser consistentes con las estrategias diferenciales y los impactos de la colonización. En los valles centrales y occidentales del virreinato, la presencia de prósperas empresas españolas (haciendas, plantaciones, ingenios y minas) y la participación de la población El compadre es escogido por un individuo para que sea el padrino de bautismo de su hijo. El padrino escoge el nombre del ahijado, conforme a un santo de su devoción; el lazo social queda sancionado de este modo por el santo. Además, el padrino se convierte en el guía espiritual de su ahijado para la vida de gracia (Gudeman 1975). 8 Véase Ortner (1973) para una discusión de los “símbolos clave”, que esta autora a su vez subdivide en “símbolos aglutinadores” (que expresan un conglomerado de ideas y sentimientos) y “símbolos explicativos” (que aportan categorías que sirven para explicar el mundo). En el contexto mexicano los santos conjugan propiedades aglutinadoras y explicativas: aluden a espacios sociales de la comunidad y la familia así como al tiempo cosmológico y generacional, y a la vez procuran motivaciones para la solidaridad y explicaciones de la felicidad y la aflicción (de la Peña 1997, 176-177; cfr. Gudeman 1976). Véase también la discusión de Turner sobre los “símbolos dominantes” (1967, capítulo 1). 7 3 1 GUILLERMO DE LA PEÑA indígena en el ámbito comercial acrecentaba la influencia de las ciudades y estimulaba el proceso de mestizaje (biológico y cultural) en los asentamientos rurales y urbanos (Aguirre Beltrán 1958). Al hacer hincapié en la ortodoxia religiosa, el creciente sector mestizo podía sostener su afinidad con la población española dominante –peninsulares y criollos– y su distancia de los indios subordinados. En cambio, en las áreas periféricas, el mestizaje era infrecuente: la población indígena había sido confinada a territorios de misión o desplazados de las mejores tierras hacia las sierras abruptas, a la selva y al desierto, esto es, a las “regiones de refugio” (Aguirre Beltrán 1967).9 Estos indios periféricos permanecieron menos “aculturados” y mantuvieron una poderosa identidad étnica. Si en el transcurso del siglo XIX los mestizos se convirtieron en la mayoría de la población mexicana y aportaron el paradigma oficial de la identidad nacional, las regiones de refugio se mantuvieron en buena medida al margen del proceso de uniformización.10 Dado que la influencia oficial de la Iglesia católica en dichas regiones había disminuido mucho desde el siglo XVIII –cuando los Borbones retiraron a las órdenes religiosas de los territorios de misión–, los indios pudieron desarrollar más libremente lo que algunos autores han denominado “religión consuetudinaria” (veánse, por ejemplo, Viqueira 1997; Ruz 1997). Según estos autores, esa religión consuetudinaria no es “pagana”, como decía Gamio; pero tampoco cristiana, y menos católica: depende de chamanes o especialistas en rituales locales que abiertamente incorporan prácticas y sostienen creencias ajenas a las enseñanzas y rituales de la Iglesia. Durante la segunda mitad del siglo XX, los misioneros regresaron a las regiones de refugio, pero la religión consuetudinaria se ha neEl modelo de la región de refugio ha sido muy debatido y criticado, sobre todo por la insistencia de Aguirre Beltrán en la interdependencia funcional entre subordinación política y económica, de una parte, y la cultura y la identidad indígenas, por otra (i.e. la “modernización” acarrearía la transformación total de los indios en mestizos). De todos modos, la noción resulta útil en referencia a la heterogenidad histórico-espacial de la población indígena. 10 Esto no significa necesariamente que la “identidad indígena” haya desaparecido fuera de las regiones de refugio. Pero el cambio cultural (e.g. en lo tocante a la lengua y al vestido) ha ocurrido más rápido, y los límites entre indios y mestizos no siempre son obvios. Cfr. Friedlander 1975; de la Peña 1993. 9 3 2 EL CAMPO RELIGIOSO, LA DIVERSIDAD REGIONAL gado de tajo a cambiar. Curiosamente, existe ahora de parte de numerosos clérigos una actitud de respeto hacia la religión india como expresión válida de resistencia al dominio y la opresión (veánse de Velasco 1987; Marzal, ed., 1994).11 Y, sin embargo... también en la religión consuetudinaria el culto a los santos patronos continúa siendo la forma ritual básica y el meollo de la vida comunal y familiar. ¿Existe una relación entre esta forma ritual y la identidad nacional de los mexicanos? Aguirre Beltrán (1967, 175, 271) sostenía que la relación era negativa: dado el fuerte contenido comunal de las celebraciones de los santos, éstas conducen a un “etnocentrismo de la comunidad”, a un parroquialismo extremo e imbuido de hostilidad hacia las localidades vecinas. Sin embargo, las comunidades se hallan simbólicamente entretejidas mediante su participación en peregrinaciones a los santuarios, en general dedicados a Jesucristo y a la virgen María. Estos santuarios proliferaron en la Colonia, a menudo en lugares donde anteriormente se habían alzado los lugares de culto prehispánicos (Calvo 1997; Victoria 1997). Al final del siglo XX, existían 168 santuarios activos en México, según el recuento de Félix Báez-Jorge (1996, 95-104). Las peregrinaciones crean y fomentan los sentimientos de identidad regional y cooperación interregional, dado que los peregrinos –tanto indios como mestizos– son alojados y alimentados en los pueblos del camino, donde incluso operan mayordomías especiales con este propósito; en ese contexto, además, se facilitan los matrimonios intercomunitarios (Giménez 1978; Garma y Shadow, eds., 1994; Velasco Toro, ed., 1997). A menudo coinciden las festividades principales de los santuarios con famosas ferias comerciales –las ferias más grandes del país, como las de Tepalcingo, San Juan de los Lagos, Aguascalientes o Ciudad Guzmán, de hecho, están relacionadas con una imagen sacra–, lo que da pie a una asistencia masiva y refuerza la superposición de la devoción y la vida secular. Un santuario particular, el dedicado a Nuestra Señora de Guadalupe en la colina del Tepeyac, se ha convertido en el centro simbólico de la El Segundo Concilio Vaticano y las Conferencias Episcolales Latinoamericanas impulsaron el desarrollo de la “evangelización inculturada”. Esto significa reconocer que el mensaje de Cristo se halla siempre mediado culturalmente y por tanto la Iglesia tiene que adoptar expresiones culturales locales en sus empresas evangelizadoras. 11 3 3 GUILLERMO DE LA PEÑA nación. El lugar, Tepeyac, marca el antiguo emplazamiento del culto a Tonantzin, la diosa madre del panteón azteca. Según la leyenda, la imagen de Guadalupe fue entregada milagrosamente al indio Juan Diego en 1531, poco después de la conquista española, por la misma Madre de Dios. La imagen fue interpretada como la representación de una doncella indígena o mestiza –la Virgen Morena– y se convirtió en un instrumento poderoso de la evangelización y una metáfora en favor de la miscegenación biológica y cultural.12 Pero, desde el punto de vista de la población indígena conquistada, representaba sobre todo “el consuelo de los pobres, el escudo de los débiles, y el refugio de los afligidos” (Paz 1959, 77). En el siglo XVIII, Guadalupe fue apropiada por criollos y mestizos como el emblema de una emergente nacionalidad mexicana (Brading 1985). Cuando estalló la guerra de independencia en 1810, Hidalgo adoptó la imagen de Guadalupe como su bandera. Cien años después, Zapata desplegó asimismo el pendón de la virgen de Guadalupe para convocar a los campesinos revolucionarios en contra de la dictadura de Porfirio Díaz y de la opresión de los indios a manos de los terratenientes. Conviene destacar que, desde el punto de vista tanto de la religiosidad popular como de la doctrina católica, el culto de Guadalupe pertenece al mismo sistema simbólico que el culto de los santos patronos: todos los santos son miembros de la corte celestial, presidida por Jesús y su Madre María. De este modo, los mexicanos pueden sentir que se hallan insertos espiritualmente en una red de imágenes sagradas que cubre y protege todo el territorio nacional. Prácticamente en todas las sedes parroquiales hay altares o nichos dedicados a la virgen de Guadalupe y cada ciudad importante tiene un santuario subsidiario de la Basílica del Tepeyac. Eric Wolf ([1958] 1965, 150) señalaba que “[la imagen de Guadalupe] adorna las fachadas y los interiores de las casas, las iglesias y los altares domésticos, las plazas de toros y los antros de juego, los taxis y los autobuses, los restaurantes y las casas de mala nota”. La principal peregrinación al Tepeyac, el 12 de diciembre, es organizada Sobre los orígenes del mito de Guadalupe, véanse Lafaye 1974; O’Gorman 1986; Brading 1997, 34-37. Brading (2001) es también el autor de un exhaustivo e inspirado estudio histórico acerca de la evolución del culto guadalupano y las elaboraciones teológicas en su torno. 12 3 4 EL CAMPO RELIGIOSO, LA DIVERSIDAD REGIONAL por varios centenares de cofradías y mayordomías distribuídas a lo largo y ancho del país. Reúne varios millones de personas cada año. El mismo día se instalan altares en calles y plazas públicas de numerosos pueblos y ciudades. Hay, además, peregrinaciones menores al Tepeyac el día 12 de cada mes. Por su culminación y síntesis en la devoción a Guadalupe, el culto popular de los santos ha dado al catolicismo un papel privilegiado en la construcción de la imaginación nacional de México y en el desarrollo de un sentimiento nacionalista, aun en las regiones de refugio. Si esto es así, resulta pues paradójico que la Iglesia haya mostrado tal animosidad contra la religión popular, una animosidad que disminuyó sólo parcialmente cuando el Concilio Vaticano Segundo recomendó respetar las expresiones religiosas vernáculas. Para entender esta paradoja uno debe examinar las tensiones históricas generadas por las políticas de secularización emprendidas por el Estado mexicano. IGLESIA Y ESTADO: LA POLÍTICA DE SECULARIZACIÓN (1810-1900)13 Al consumarse la independencia nacional en 1821, el catolicismo era reconocido por tirios y troyanos como un factor unificador –el mayor de todos– en un país desgarrado por fuerzas centrífugas. La Constitución Federal de 1824, si bien muy influida por las ideas de la Ilustración, declaraba de manera explícita que México era un país católico.14 Manifestaba asimismo que esta exclusividad religiosa no podía cambiarse legalmente. No obstante, el nuevo Estado carecía de un modelo claro para las relaciones con la Iglesia. Por una parte, el modelo colonial temprano, establecido por la monarquía de los Austrias –mediante el cual la Corona Esta sección no tiene ninguna pretensión de originalidad. Simplemente, quiere proporcionar un mínimo contexto histórico a las tensiones actuales en el campo religioso. Para una discusión amplia e inteligente de la historiografía sobre la Iglesia católica en México, véase Ceballos 2000. 14 Un número sorprendentemente alto de clérigos (unos 130) había tomado una parte activa y prominente en la insurgencia contra España (Bravo Ugarte 1966, 81-100), y otros muchos participaron en la vida política del país recién creado, tanto en el bando liberal como en el conservador (Connaughton 1992). 13 3 5 GUILLERMO DE LA PEÑA había ejercido un patronazgo real pero compartía poder y riqueza con la Iglesia–, no era aceptable para el nuevo Estado, debido a que implicaba una jurisdicción dividida. Por otra, el modelo impuesto por los Borbones –mediante el cual la Iglesia quedó política y económicamente subordinada a la administración real– resultaba inconveniente para la institución eclesiástica, y había creado un descontento excesivo. Numerosos políticos y clérigos defendían una política de separación institucional, regulada por un Concordato entre el gobierno mexicano y la Santa Sede, que delinease un espacio específico para el desarrollo de la acción espiritual de la Iglesia. Sin embargo, como ha mostrado Manuel Ceballos (1996), esta política moderada fue impedida de hecho por posiciones intransigentes de parte de radicales jacobinos y fundamentalistas católicos. Cuando por fin las Leyes de Reforma y la Constitución liberal de 1857 lograron la separación de la Iglesia y el Estado, el paquete incluía la desamortización, nacionalización y venta pública de las propiedades de la Iglesia, así como la prohibición total a ésta de participar en la esfera pública, además de medidas secularizadoras como la creación de un Registro Civil, la nacionalización de los cementerios, la abolición de las cofradías como sujetos jurídicos, la proclamación legal de la libertad religiosa y la exclusión de la enseñanza religiosa de las escuelas públicas.15 Todas estas reformas enfrentaron a una Iglesia mexicana sumamente débil (Vázquez 1976, 53). Había una gran escasez de clero diocesano, porque numerosos obispos y sacerdotes de origen español habían regresado a su país, y porque el Vaticano no nombró ningún obispo nuevo hasta 1831 (y no fueron nombrados muchos en las tres décadas siguientes). Las órdenes religiosas ya habían sido diezmadas por los Borbones, que incluso expulsaron a la más importante (los jesuitas). Entre la abundante literatura sobre las relaciones tormentosas entre Estado e Iglesia durante las primeras cinco décadas de vida independiente, deben citarse las síntesis de Cumberland 1968, 175-186 y Vázquez 1976, 20-2, 26-7, 49-53. El asunto de la libertad religiosa fue rechazado de forma vehemente en una carta pública que dirigieron más de 200 escritores, académicos, políticos, empresarios y profesionales distinguidos, al gobierno, en la que manifestaban que el tema debía decidirse en referéndum público (estaban seguros que el gobierno lo perdería). El arzobispo de México escribió asimismo al presidente de la República, pero no tuvo respuesta. Véanse los textos de los dos documentos en García Cantú (ed.) 1965, 430-45. 15 3 6 EL CAMPO RELIGIOSO, LA DIVERSIDAD REGIONAL Una mayoría de los pueblos y ciudades pequeñas carecían de párroco –sólo contaban con vicarios muy ocupados, que hacían visitas anuales–; como se señaló antes, esto facilitaba la creciente autonomía de las cofradías y el desarrollo libre de la religión popular. Tras las Leyes de Reforma, los edificios religiosos pasaron a ser propiedad de la nación y, de esta suerte, disminuyó el control del clero sobre los espacios religiosos. En las ciudades, las instituciones de educación superior dejaron de estar en manos eclesiásticas y se convirtieron muchas veces en semilleros del liberalismo radical.16 En las zonas septentrionales del país, los espacios que los antiguos indios nómadas de frontera –perseguidos y masacrados– dejaron vacantes habían albergado colonos mestizos y criollos, en cuyos poblados la presencia clerical muchas veces nunca existió. Sin embargo, no había duda alguna de que México continuaba siendo un país católico; ni la Iglesia consideraba que el gobierno mexicano fuera necesariamente su enemigo (sólo se detestaba a la “facción jacobina”). El episcopado había desplegado su patriotismo durante la invasión estadounidenses en 1847; por ejemplo, el arzobispo de México, en una carta pública, exhortó a los fieles a defender a la patria del “pérfido enemigo” (Meyer 1992). El hecho de que los intrusos del norte fueran “herejes” se usó de manera efectiva en el fomento de los sentimientos nacionalistas. A este respecto, la historia del Batallón de San Patricio, formado por soldados irlandeses que cambiaron de bando gracias a su afinidad con los católicos mexicanos, recibió una vasta publicidad (Hogan 1997). Posteriormente, los católicos se dividieron en el asunto de la intervención francesa (1862-1867), aceptada por el Partido Conservador con el fin de proteger al emperador Maximiliano. Empero, éste no abolió las Leyes de Reforma y tuvo relaciones difíciles con la Iglesia (Díaz 1976, 142-144). Algunos obispos incluso apoyaron a Juárez en su lucha contra el Segundo Imperio, a pesar de que era un notorio jacobino y masón.17 16 Andrés Molina Enríquez ([1909] 1978) argüía que el creciente sector mestizo abanderó las ideas jacobinas para combatir los resabios coloniales del México decimonónico, y aprovechó la expansión de la educación laica para difundir esas ideas y emanciparse tanto de la Iglesia como de la conservadora elite criolla. 17 Las actitudes intransigentes de los católicos fueron reforzadas por el papa Pío IX, cuyo Syllabus de errores doctrinales, publicado en 1862, incluía todas las medidas dictadas por la Leyes de Reforma. 3 7 GUILLERMO DE LA PEÑA Después de la restauración de la República Federal en 1867, el clero y los católicos en general fueron acusados de colaboracionismo con los franceses. El triunfante Partido Liberal procedió a implantar una aplicación tajante de las leyes anticlericales; en concomitancia, fomentó la entrada de misioneros protestantes al país. No obstante, la nueva clase gobernante reconocía –muy a su pesar– el carácter fundamental de la religión popular en la cultura mexicana y la solidaridad nacional. El presidente Juárez jamás se atrevió a suprimir el día de asueto oficial del 12 de diciembre. Uno de los principales dirigentes liberales, Ignacio Manuel Altamirano, llegó a decir que el país se derrumbaría sin el culto a la virgen del Tepeyac (citado por Meyer, op. cit., 705). Con el fin de reemplazar al panteón católico, el régimen creó un panteón civil, formado por héroes patrióticos que, siguiendo el modelo de la revolución francesa, simbolizara una identidad nacional republicana (Brading 1992). Desde entonces, las estatuas de Hidalgo, Juárez y otros grandes hombres oficiales pueden verse en las plazas públicas. El régimen trató además de sustituir los nombres de los santos en localidades y calles con nombres de héroes republicanos, sin mucho éxito, pues la gente continuó usando la toponimia anterior. Durante la dictadura de Díaz (1876-1910) un incipiente pluralismo ideológico autorizó las actividades de las viejas logias masónicas, de los protestantes recién llegados y de algunas sectas dedicadas al espiritismo, el espiritualismo y el misticismo oriental, con el fin de que sirvieran de contrapeso a la cultura católica hegemónica.18 Sin embargo, en este periodo el gobierno también desplegó una considerable tolerancia hacia La masonería llegó a México a finales de la Colonia. Tras la Independencia, los diferentes grupos masónicos funcionaron como clubes políticos y se volvieron más poderosos que los partidos, pero entonces el papa Pío IX prohibió a los fieles pertenecer a la asociación y la mayoría de los católicos la abandonaron. Posteriormente, Porfirio Díaz usó a los masones como una suerte de red de información internacional (Racine 1997). Las doctrinas espiritistas de Allan Kardec fueron difundidas entre las elites en los años 1880; nunca se volvieron tan importantes como en Brasil, pero un ilustre converso fue el futuro presidente Madero. Surgieron asimismo variedades populares de espiritualismo, promovidas por profetas entre pequeños grupos de seguidores en las ciudades (Escalante 1997). 18 3 8 EL CAMPO RELIGIOSO, LA DIVERSIDAD REGIONAL la Iglesia católica, permitiendo el retorno de las órdenes religiosas y el florecimiento de los seminarios, en el contexto de los esfuerzos del Vaticano por lanzar un proceso de institucionalización renovada dentro de una sociedad cada vez más secularizada (el mismo Vaticano, para fines prácticos, había sido privado de su poder político formal en Italia). Para la Iglesia, la institucionalización significaba recuperar el control sobre la religión popular, sobre todo en el campo. Con este propósito, en 18611862, el papa Pío IX había creado nuevas diócesis en suelo mexicano y asimismo multiplicado y renovado los seminarios clericales, política que fue continuada por su sucesor, León XIII. En 1881, el 350 aniversario de la revelación de Nuestra Señora de Guadalupe fue celebrado pública y profusamente bajo la batuta del episcopado. El papa León XIII escribió una carta entusiasta sobre el trato privilegiado otorgado a México por la Madre de Dios.19 Diez años más tarde, el mismo papa publicó Rerum Novarum, la encíclica pionera del pensamiento social y político católico moderno, que introdujo una nueva definición (y un nuevo programa) para la Iglesia: ésta sería un fermento dentro de la sociedad moderna, infundiendo el espíritu de Cristo en todos los ámbitos de la actividad mundana, sobre todo en las relaciones económicas y laborales, en las que la industrialización capitalista había generado agudos conflictos y abierto el camino al ateísmo y al socialismo. En este proceso de transformación desde adentro, las organizaciones laicas tendrían un papel relevante, pero bajo la batuta de la Iglesia.20 Utilizó la misma cita bíblica que aparecía en los escritos del jesuita Francisco de Florencia en el siglo XVII, uno de los propagandistas más entusiastas del culto: Non fecit taliter omni nationi (Brading 2001). 20 En México, los escritores y políticos católicos se habían reunido en 1868 bajo la égida de una asociación denominada la Sociedad Católica. Mantenía una línea antiliberal en su periódico La Voz de México, que se prolongó hasta 1894. A partir de los años 1880, otras publicaciones como el diario El Tiempo adoptaron un tono más conciliador, gracias a la influencia de obispos más pragmáticos y políticos más flexibles durante el régimen de Díaz (sobre todo Justo Sierra) (Ceballos 1992). Uno de los temas más polémicos continuó siendo la exclusión de la religión de las escuelas gubernamentales: para el gobierno, el laicismo escolar garantizaba la igualdad republicana; para los católicos, violaba el derecho de los padres a educar a sus hijos en el credo religioso. 19 3 9 GUILLERMO DE LA PEÑA Más que una estrategia defensiva, la Iglesia necesitaba ahora diseñar nuevos modos de fermento en todos los ámbitos de la sociedad, como lo muestra el minucioso estudio de Jesús Tapia sobre la diócesis de Zamora, Michoacán. La ciudad de Zamora concentraba a una elite que presumía de sus antecesores españoles y era propietaria de empresas comerciales y vastas extensiones agrícolas (haciendas y ranchos) en los fértiles valles circundantes, donde indios y mestizos de los pueblos cercanos trabajaban como peones y medieros. Existía la tradición de que las familias acaudaladas enviaran a sus hijos a estudiar al seminario local, donde algunos se quedaban y se hacían sacerdotes. De este modo, la Iglesia y la elite estaban imbricadas en una red densa de relaciones económicas y de parentesco. Cuando se implantaron las Leyes de Reforma, numerosos terratenientes compraron tierras eclesiásticas, pero aceptaron servir como “guardianes –prestanombres– de buena fe” y pagar renta a los antiguos propietarios. Por ello, la Iglesia no detuvo sus actividades de prestamista, que beneficiaban sobre todo a los mismos terratenientes. No obstante, después de la publicación de la encíclica Rerum Novarum, la diócesis organizó colectas de caridad para los campesinos y los trabajadores, estableció círculos de estudio para difundir la doctrina social de la Iglesia, fundó escuelas parroquiales para los pobres, y exhortó a los ricos a pagar salarios justos a los trabajadores y dar buenos precios a los productores campesinos (Tapia 1986). Zamora era una de las diócesis creadas (en 1862) por Pío IX. La capacidad y los vínculos sociales de su clero dirigente, así como sus actividades entre los pobres, reforzaron la influencia hegemónica de la Iglesia no sólo entre los miembros de los sectores de la elite sino también entre los campesinos indígenas de la Sierra Tarasca. Un renacimiento católico similar puede observarse en otras diócesis del centro-occidente (Morelia, Zacatecas, Guadalajara y Colima), así como en el Bajío (diócesis de Querétaro, Guanajuato y León) y en el centro-oriente (Puebla y Tulancingo). En Oaxaca, el dinámico arzobispo se hizo amigo e incluso consejero del círculo de Porfirio Díaz y la Iglesia también floreció allí (Esparza 1991); pero en otros estados del sur-sureste –en particular, Tabasco, Guerrero, Campeche y Chiapas–, donde se situaban muchas regiones de refugio, los obispos y el puñado de sacerdotes a su servicio continuaban encontrando dificultades para llegar a los indios y a los mestizos. 4 0 EL CAMPO RELIGIOSO, LA DIVERSIDAD REGIONAL LA IGLESIA, LA REVOLUCIÓN Y EL MODUS VIVENDI Durante el Primer Concilio Católico Nacional de 1903 la Iglesia lanzó su nueva imagen de defensora de la justicia social y la libertad. Le siguieron a éste numerosas asambleas y dietas en los que se discutieron asuntos sociales por parte de un grupo emergente de intelectuales (clérigos y laicos), así como por otros participantes invitados: empresarios agrícolas e industriales, y trabajadores, estos últimos representados por asociaciones como los Operarios Guadalupanos (Ceballos 1992, 213-214). En los Congresos Agrícolas de Tulancingo fueron denunciados vivamente la pobreza de los trabajadores rurales y los abusos de los hacendados (García Ugarte 1992, 84-85). Al estallar la revolución en 1910, muchos católicos apoyaron a Madero, que defendía un programa de liberalismo moderado. Una vez que Madero fue presidente electo en 1911, se permitió a los grupos católicos fundar una Federación Nacional de Trabajadores –la primera organización laboral en México– y el Partido Católico Nacional, que ganó dos gubernaturas (Jalisco y Zacatecas) y numerosos asientos en el Congreso. De este modo, los seguidores de León XIII alimentaban muchas esperanzas: constituirían una fuerza protagónica en la reorganización de la República y conseguirían la abrogación de la legislación anticlerical (Ceballos 1992, 215). En enero de 1913, Zamora fue la sede de la Dieta de la Confederación de Círculos Obreros Católicos, que contó con la presencia de siete obispos y 109 delegados, y representó un intento extraordinario por diseñar una sociedad “restaurada”, caracterizada por una democracia “saludable”, basada en la solidaridad interclasista bajo la guía espiritual de la Iglesia. Entre sus numerosos e importantes documentos destacaba un programa detallado de reformas legales avanzadas para la protección de los trabajadores y sus familias (Tapia 1986, 154-72).21 Sin embargo, Madero fue derrocado y asesinado por un golpe militar un mes después de la Dieta, y un sector del Partido Católico Nacional optó por apoyar a Huerta, el usurpador, por “razones tácticas”. Posteriormente, durante la segunda y más Sobre el tema del catolicismo social y sus repercusiones empieza a existir una importante literatura (véanse, p.ej. Ceballos 1991; Romero de Solís 1994; Blancarte, comp., 1996). 21 4 1 GUILLERMO DE LA PEÑA sangrienta etapa de la revolución (1914-1917), a los católicos se les tildó de traidores y antirrevolucionarios. La nueva Constitución de 1917 fue aún más jacobina que su antecesora de 1857: la Iglesia perdió su personalidad legal; la religión no sólo fue desterrada de las escuelas públicas sino de las escuelas en general; se prohibieron todas las manifestaciones públicas de culto religioso; los sacerdotes no podían expresar opiniones políticas y estaban obligados a registrarse con las autoridades, y cada estado decidiría cuántos podían practicar su profesión. Estas leyes comenzaron a regir durante la presidencia de Obregón (1920-1924) y luego cobraron un gran rigor con Calles (1924-1928). Incapaz de negociar, el episcopado decretó el cierre de las iglesias y la suspensión del culto, medidas que detonaron un alzamiento rural armado, probablemente el más grande en la historia de México, conocido como la Guerra Cristera (La Cristiada, la llamó Jean Meyer, para destacar su carácter épico), que duró de 1926 a 1929. Si bien el levantamiento afectó a todo el país, sus focos principales radicaron en los terrritorios diocesanos donde las nuevas ideas sociales de León XIII se habían implantado, en particular en el occidente y el Bajío.22 En su estudio clásico de esta revuelta, Jean Meyer (1973-1974) mostró que el levantamiento no fue algo simplemente instigado por el clero (de hecho, la mayor parte de los obispos estuvieron en contra), sino que fue resultado sobre todo de la frustración popular: los campesinos sentían que el tejido simbólico que daba significado a su vida cotidiana estaba siendo destruido por un gobierno espurio. Según el testimonio de muchos cristeros sobrevivientes, entrevistados por Meyer en los sesenta, su lucha no sólo fue por defender la religión sino también por defender a México de sus enemigos (uno de ellos se mostró sorprendido de que los soldados federales con quienes combatían hablaran español: pensaba que serían extranjeros y hablarían inglés). Con todo, es significativo que tal defensa no tuvo fuerte eco en los pueblos indígenas donde la práctica del catolicismo popular (o “religión consuetudinaria”) no En Jalisco, por ejemplo, había ocurrido una confrontación entre el gobierno revolucionario y las asociaciones católicas (en particular las de trabajadores y estudiantes) desde 1914 y continuaron a lo largo de los años 1920 (Tamayo y Ruano 1991). Confrontaciones similares también tuvieron lugar en Zamora y su área circundante (Tapia 1986, cap. 4). 22 4 2 EL CAMPO RELIGIOSO, LA DIVERSIDAD REGIONAL requería de la presencia frecuente del clero. En 1929, el episcopado firmó un acuerdo con el gobierno que se conoció como Los arreglos, mediante los cuales, aun si las leyes no cambiaron, la Iglesia podía continuar haciendo su trabajo, siempre y cuando lo hiciera de manera discreta. En los años treinta, la coexistencia pacífica resultó, por así decirlo, difícil. El presidente Cárdenas (1934-1940) no tomó directamente ninguna medida represiva en contra de la Iglesia, pero durante su administración el país padeció una agitación continua y una retórica antirreligiosa e izquierdista. Por añadidura, las escuelas públicas se vieron obligadas a confesar su fe socialista. A veces, el celo de los maestros y los líderes agrarios los llevó a acosar a los sacerdotes y a las monjas, y a organizar festivales antirreligiosos (Bantjes 1994; Becker 1996; Tapía 1986, 209-226). Sin embargo, a partir de 1940, en el contexto del apoyo de México a las fuerzas aliadas durante la Segunda Guerra Mundial, el presidente Ávila Camacho lanzó una política de unificación y reconciliación nacional y se declaró públicamente católico (pero sin revocar las leyes anticlericales). Desde entonces, hasta 1992, duró una curiosa situación –denominada modus vivendi– en la que las escuelas religiosas volvieron a abrir sus puertas sin confesarse católicas, se restablecieron las escuelas parroquiales sin tener existencia legal, y los clérigos prosiguieron su labor casi como si nada hubiera pasado pero fingiendo que eran laicos. Durante ese largo periodo, una poderosa organización laica, Acción Católica, se convirtió en la vocera de los intereses de la Iglesia y funcionó como una red nacional de asociaciones locales bajo la guía del episcopado. Había dos partidos políticos considerados católicos: la Unión Nacional Sinarquista (UNS) y el Partido Acción Nacional (PAN), pero de hecho el episcopado se esforzó por no verse relacionado públicamente con ellos. En la UNS sus militantes no ocultaban sus simpatías cristeras y a menudo fue blanco de la represión (Meyer 1978).23 En cuanto al PAN, nunca se presentó como católico sino como un partido laico, plural y deLa Unión Nacional Sinarquista tuvo su origen en asociaciones secretas que en los años 1930 defendían una visión radical de una sociedad oficialmente católica –casi teocrática– e incluso la continuación de la Cristiada. Empero, sacerdotes y obispos conciliadores persuadieron a sus líderes: primero, de salir a la luz como partido político y, luego, de abandonar sus posiciones más radicales. De nuevo, la UNS contaba con su mayor número de seguidores en las regiones del centro-occidente y el Bajío (Serrano 1992). Des23 4 3 GUILLERMO DE LA PEÑA mocrático (aunque en la práctica una parte de sus miembros se traslapaba con los de Acción Católica). Hasta finales de los años 1980, el PAN tuvo un poder político muy limitado vis à vis el monolítico partido gobernante (el PRI) (véase Loaeza 1999). De hecho, la Acción Católica se convirtió en una fuerza importante, no gracias a sus maniobras políticas sino a que logró crear un espacio civil en el contexto de un régimen autoritario. El caso de la parroquia de Santa Teresita en Guadalajara, que estudié en los años 1980 junto con mi colega Renée de la Torre, es un buen ejemplo de las actividades católicas en la época del modus vivendi (véase de la Peña y de la Torre 1990 y 1992). La parroquia fue creada en 1930, en un nuevo barrio con una mayoría de migrantes rurales de bajos ingresos. El párroco, el padre Romo, cuyo hermano había muerto durante la Cristiada, se dedicó a organizar a los vecinos con el fin de crear una estructura apropiada de servicios públicos, debido a que el gobierno municipal no lo hacía. De este modo, los comités barriales de Acción Católica funcionaron como una suerte de municipalidad alterna que pavimentaba calles, construía letrinas y perforaba pozos, además de erigir un enorme edificio para la parroquia. Gradualmente, Acción Católica también negoció la normalización de los servicios urbanos con las autoridades, pero el padre Romo no aceptó escuelas públicas en su parroquia: él creó sus propias escuelas primarias, con maestros que él entrenaba personalmente. La escuela no estaba reconocida oficialmente por la Secretaría de Educación Pública pero presumía que sus alumnos lograban el mejor desempeño académico. La parroquia sostenía asimismo una clínica y una agencia de empleo. Todos estos beneficios se podían obtener gracias a la red diocesana de la Acción Católica, que canalizaba la ayuda de parroquias más ricas. Además, la parroquia de Santa Teresita era un centro activo de actividades culturales y recreativas, que giraban en torno a las festividades de los santos (al menos una por mes), la más importante de las cuales era –por supuesto– el día en honor de la virgen de Guadalupe. En lugar de cofradías y mayordomías independientes o semiautónomas, las fuerzas motoras detrás de todas las expresiones de devoción eran las ramas de Acción Católica, que corresponpués de su prohibición por el gobierno en 1955, resurgió en los años 1980 como Partido Demócrata Mexicano (PDM). Véase Alonso (ed.) 1989. 4 4 EL CAMPO RELIGIOSO, LA DIVERSIDAD REGIONAL dían a divisiones de género y generacionales. Así, la religión popular, mantenida bajo estricto control, se volvió una expresión de la relevancia oficial de la Iglesia. La Acción Católica no podía desarrollar por doquier un sistema tan efectivo de organización vecinal guiada, ni siquiera en ciertos lugares del centro-occidente de México donde los sacerdotes gozaban de un gran ascendiente. Durante mi trabajo de campo en Ciudad Guzmán (en el sur de Jalisco) me di cuenta de que la fiesta de San José implicaba la convergencia de cuatro fuerzas autónomas: grupos parroquiales, cofradías de los barrios indígenas, asociaciones de clase alta y media, y las dependencias municipales. Durante una semana de celebraciones, cada una de estas fuerzas contaba con su propio espacio, que era respetado por los otros (de la Peña 1991). En su detallada y fascinante narrativa del ciclo ritual de Tzintzuntzan (en la zona lacustre de Michoacán), Stanley Brandes (1988) muestra que la organización de las fiestas es resultado de la cooperación de la parroquia con las autoridades civiles, las mayordomías y los grupos celebrantes de campesinos. Brandes destaca que los bailes y jolgorios populares con frecuencia incluyen metáforas del orden social, representado mediante la inversión (mimo erótico y trasvestismo, en modo semejante al de la tradición del carnaval). Esto desagrada a los sacerdotes; pero no lo pueden evitar. En otras partes del país –sobre todo, en el sur–, donde la jerarquía civil-religiosa de la administración local perdura en muchos pueblos, ni siquiera siempre es posible la cooperación pacífica. Las cofradías locales se muestran muy celosas de sus fiestas autónomas –que son también símbolos de su identidad étnica distintiva– y, por tanto, rechazan cualquier interferencia de la Iglesia o de las autoridades políticas externas (Chance 1990). A partir de 1960, el impacto de la industria, las comunicaciones, la agricultura comercial y la migración masiva (del campo a la ciudad, y de la ciudad y el campo hacia los Estados Unidos) modificaron de manera drástica el tejido social tanto de los pueblos como de los viejos barrios urbanos. No obstante, persiste el culto de los santos: los migrantes se esfuerzan por viajar largas distancias para asistir a la fiesta del santo patrono. Incluso ha surgido un santo patrono de los migrantes indocumentados: Santo Toribio Romo, uno de los sacerdotes mártires de la época cristera, canonizado recientemente por el papa Paulo VI. Esta es 4 5 GUILLERMO DE LA PEÑA la razón por la cual, entre los mexicanos radicados en Estados Unidos, una de las señales conscientes de la identidad y el orgullo nacional estriba en “ser católico”, como se muestra en el estudio de Pablo Vila sobre El Paso, Texas (Vila 1996; véase también Valenzuela 1998, 215-222).24 Pero también es verdad que el cambio societal ha implicado un aumento en el número de mexicanos no católicos. Tal vez ésta sea una de las razones por las que el régimen priísta revocó finalmente la legislación anticlerical en 1992. Pero antes de abordar la discusión de estos cambios, conviene examinar otra fuente importante de tensión del campo religioso de México. “LA AMENAZA EVANGÉLICA” Una vez proclamado en la Constitución de 1857 el principio de la libertad religiosa, varias sociedades de misiones enviadas de Estados Unidos por iglesias protestantes históricas (por ejemplo, la luterana, la presbiteriana, la metodista y la bautista) emprendieron campañas de proselitismo en México, sobre todo en las áreas urbanas del norte y el centro, a menudo con la ayuda de autoridades liberales que las veían con simpatía. Jean-Pierre Bastian (1989) ha documentado la presencia de doce sociedades de este tipo entre 1876 y 1911. Había asimismo algunos grupos devotos, organizados de modo informal en torno al liderazgo de predicadores que defendían el arrepentimiento individual y la conversión a Dios. Las sociedades fundaron templos y también hospitales, escuelas e instituciones de caridad, tratando de infiltrar los nichos sociales que aún no estaban copados por la Iglesia católica, tales como las nuevas clases medias ilustradas, los trabajadores industriales y también algunas regiones indígenas aisladas. Según Bastian (op. cit.), hicieron una aportación significativa a la moderna mentalidad crítica que permeó la Revolución mexicana, aunque los líderes revolucionarios no eran en su mayoría protestantes sino liberales radicales y anarquistas (y hubo también un puñado de espiritistas, como Madero). En 1924, el El tema de la religiosidad de los migrantes, que ya preocupaba a Gamio, apenas empieza a ser estudiado. 24 4 6 EL CAMPO RELIGIOSO, LA DIVERSIDAD REGIONAL nombre de Aarón Sáenz, miembro de la Iglesia presbiteriana, fue mencionado como sucesor del presidente Obregón, pero perdió la candidatura ante Calles.25 No obstante, su hermano Moisés Sáenz, originalmente entrenado como pastor y maestro y, posteriormente, en la Universidad de Columbia, como antropólogo y filósofo, se convirtió en una figura destacada en la Secretaría de Educación. Desde ahí, invitó a México a William Cameron Townsend y lo apoyó en la fundación del Instituto Lingüístico de Verano (ILV). Como es sabido, este Instituto se dedica a traducir la Biblia a las lenguas indígenas. Muchos de sus miembros son a la vez lingüistas y pastores de distintas denominaciones, cuya presencia en las áreas rurales ha favorecido la propagación del protestantismo. Durante la presidencia de Cárdenas, el gobierno federal firmó un tratado –que duró hasta 1980– mediante el cual el ILV era autorizado a trabajar en México, ostensiblemente con el fin de escribir gramáticas y vocabularios así como para elaborar textos en lenguas indígenas (Heath 1972, 154-156; de la Peña 1996, 64-70). Empero, la presencia privilegiada de facto del ILV no cambió el hecho de que todas las denominaciones religiosas estaban sujetas al mismo tipo de restricciones legales que la Iglesia católica. Al principio, el ILV colaboró con los protestantes históricos, pero en las regiones indígenas la presencia de iglesias sin una denominación muy precisa, o bien clasificadas como “pentecostales” (o incluso como “paraprotestantes”) fue cada vez más importante. Fundadas por misioneros independientes (tanto estadounidenses como mexicanos), estas iglesias se hallaban a veces afiliadas a confederaciones cristianas organizadas sin gran cohesión, muchas de las cuales dependían de autoridades radicadas en los Estados Unidos. Marijose Amerlinck (1970) estudió una “Colonia Evangélica” en Ixmiquilpan, que ilustra algunas características de tales congregaciones. Ixmiquilpan es una pequeña ciudad provinciana, situada en medio del semidesértico Valle del Mezquital (una región de refugio en el estado de Hidalgo), poblado por indios otoEs virtualmente imposible encontrar presidentes protestantes en la historia de América Latina. Algunas excepciones (nada edificantes) son el general Ernesto Geisel de Brasil (que descendía de una familia de migrantes alemanes a Río Grande del Sur) (Anani Dzidzienyo: comunicación personal) y el general Efraín Ríos Montt, un cristiano “renacido”, en Guatemala. 25 4 7 GUILLERMO DE LA PEÑA míes pauperizados. Desde los años 1930, la ciudad ha recibido migrantes indios en búsqueda de trabajo; durante los mismos años, un pastor evangélico que provenía de San Luis Potosí (el estado septentrional vecino) fue apoyado por el ejército federal mexicano para que edificara una capilla en un terreno urbano desocupado. Por medio de sus contactos con grupos evangélicos y pentecostales emergentes en otras partes de México, el pastor de Ixmiquilpan recibió la visita de un miembro del ILV, que difundía textos bíblicos en otomí y atraía a numerosos migrantes indígenas a orar en la capilla. El pastor también aprendió la lengua e invitó a los migrantes a construir sus casas en terrenos cercanos. Comenzó una cooperativa de construcción, que también daba trabajo a sus miembros en otras partes de Ixmiquilpan. La buena fama de la colonia recién creada atrajo a más gente de los pueblos, cuyo pasaporte para encontrar vivienda y empleo en la ciudad era la conversión religiosa. (Previamente, el pastor había tratado de hacer proselitismo en los pueblos, pero había sido violentamente rechazado, y existía el siniestro antecedente de que dos de sus colegas fueron asesinados). En 1970, la Colonia Evangélica alojaba a 83 familias y presentaba un aspecto más próspero que la mayoría de los barrios migrantes. Había dejado de crecer porque la mejoría en las comunicaciones permitía a la gente quedarse en sus pueblos aunque trabajaran en la ciudad. Pero los predicadores ya no eran perseguidos o rechazados en los asentamientos rurales, gracias a la buena imagen de los conversos, por no ser bebedores ni fumadores y sí muy trabajadores. En Ixmiquilpan, como en otras partes, a ciertas gentes les agradan las nuevas iglesias por la importancia que otorgan al “orden” y la “racionalidad”. En el Morelos rural observé que numerosos conversos desempeñaban ocupaciones no agrícolas y se hallaban interesados en ahorrar dinero, ampliar sus negocios y educar a sus hijos; para todo ello, desde su punto de vista, el protestantismo les daba mayores incentivos que el catolicismo. En Guadalajara, también me topé con que los mormones gozaban de un cierto grado de éxito entre los pequeños empresarios socialmente ascendentes, pues proyectaban una imagen de razón, disciplina y limpieza (de la Peña 1990, 87-89). En la Sierra de Puebla, los indios totonacos conversos al evangelismo se han vuelto empresarios relativamente prósperos en el campo de la producción de café y la ga4 8 EL CAMPO RELIGIOSO, LA DIVERSIDAD REGIONAL nadería (Garma 1987). En la Sierra Juárez de Oaxaca, ciertos catequistas católicos se hicieron evangélicos porque estaban cansados del comportamiento “irracional” y “desordenado” de parte de muchos de sus compañeros de feligresía (Marroquín 1992). Pero este tipo de incentivos a menudo se refuerzan mediante la fuerte atracción emocional de una institución que ofrece “seguridad total”, en este mundo y el próximo, a personas que pueden sentirse desplazadas o que atraviesan por situaciones anómalas, como los migrantes. En Guadalajara, la Iglesia más grande no católica es la Iglesia de la Luz del Mundo, que fue fundada por un pastor mexicano en la década de 1930 y, en la actualidad, cuenta con varios cientos de miles de seguidores (de la Peña y de la Torre 1990; de la Torre 1993). Al igual que en el caso de la colonia de Ixmiquilpan, el fundador recibió ayuda del ejército (anteriormente había sido soldado) y del gobierno para desarrollar un barrio en las márgenes de la ciudad. Pero este pastor era además un poderoso líder carismático que ejercía un severo control sobre sus seguidores. Sus conversos eran en su mayoría recién llegados que encontraban muy difícil hallar un nicho urbano satisfactorio; cuando narran la historia de su conversión (en rituales públicos y entrevistas privadas) subrayan el contraste entre su pasado de pobreza, alcoholismo y dolor, y su exitoso presente de felicidad espiritual y modesta prosperidad económica. Huelga señalar que numerosos cristianos no católicos son todavía víctimas de intolerancia violenta, en particular en las comunidades indígenas y campesinas del sureste, la región de México con una proporción más elevada de conversos evangélicos. Son acusados de romper la armonía de la comunidad debido a su rechazo a participar en el culto a los santos. Son también acusados de ser antipatriotas, dependientes de la voluntad del Tío Sam. En 1980, el ILV fue blanco de ataques de una gran variedad de grupos –organizaciones indígenas, maestros, funcionarios del gobierno y muchos antropólogos y miembros de la comunidad académica– debido a sus supuestos vínculos con la CIA y los intereses del imperialismo. Después de estos ataques, el gobierno canceló su convenio con la institución.26 Algunas iglesias, en contrapartida, han diseñado Para una evaluación crítica de la campaña en contra el Instituto Linguístico de Verano, véanse Casillas 1996 y Garma 1988. 26 4 9 GUILLERMO DE LA PEÑA la estrategia explícita de fomentar su imagen patriótica; por ejemplo, la Iglesia de la Luz del Mundo organiza festivales cívicos frecuentes a los que son invitados funcionarios del gobierno y oficiales del ejército como huéspedes de honor. Se presentan asimismo como seguidores de Juárez, y como enemigos de Maximiliano y “sus descendientes clericales” (de la Torre 1993, 137-53). A su vez, la Iglesia católica, aunque ahora acepta el pluralismo religioso –a partir del II Concilio Vaticano–, todavía muestra una actitud ambigua hacia “las sectas” y muchos sacerdotes repiten eslóganes acerca del peligro que representan para la unidad (véase, por ejemplo, Amatulli 1983). ¿Cuál es la relación entre el protestantismo (y el evangelismo y el pentecostalismo) y la religión popular? Algunos pastores protestantes, al parecer, han fomentado los aspectos “heterodoxos” de la última como una herramienta para contrarrestar la influencia de la Iglesia (véase Redfield y Villa Rojas 1934, 105). En la frontera sur, los pastores presbiterianos que trabajaron con los indios mam en las primeras décadas del siglo XX promovieron las ceremonias ancestrales al mismo tiempo que alentaban ideologías individualistas (Hernández Castillo 1995, 412). No obstante, los líderes campesinos convertidos al protestantismo, como Rubén Jaramillo en Morelos (Macín 1970) o Manuel (el personaje descrito por Susana Glantz [1979]) en Sinaloa, se oponían no sólo al culto de los santos sino también a las creencias tradicionales en general, a causa de sus connotaciones “mágicas” y “conformistas”. Según Bastian (1990), conviene no confundir las enseñanzas y prácticas de las iglesias históricas con las de los pentecostales: aduce que estos últimos carecen del verdadero espíritu del Evangelio puesto que imitan los rituales ostentosos así como el caciquismo y corporativismo de la sociedad rural tradicional y de la Iglesia católica. Desde este punto de vista, las comunidades indígenas divididas, como San Juan Chamula en Los Altos de Chiapas, donde los protestantes han sido expulsados por negarse a obedecer a las autoridades tradicionales y a participar en las fiestas, muestran que el protestantismo histórico representa una amenaza efectiva al legado corporativo católico. Sin embargo, las autoridades chamulas –un grupo caciquil apoyado por el PRI– no pelearon sólo con los protestantes sino también con la diócesis católica de San Cristobal de las Casas; su motivación era más política que religiosa (Castellanos 1988), y su justifica5 0 EL CAMPO RELIGIOSO, LA DIVERSIDAD REGIONAL ción ideológica más afín a la “religión consuetudinaria” descrita por Viqueira (1997) que a la Iglesia romana (cfr. Garma 1992). Mucha gente expulsada de San Juan Chamula y otras comunidades no era protestante (aunque muchos pasaron por un proceso de conversión a resultas de la expulsión). Por otra parte, no todos los pentecostales actúan del mismo modo: un buen número promueven valores individualistas “modernos” (Garma 1992); en cambio, algunas iglesias históricas adoptan estrategias “tradicionalistas” (o “pentecostalizadas”); por ejemplo, los mam presbiterianos se volvieron en años recientes defensores de la organización y cultura comunales (Hernández Castillo 1995, 413-4). Las respuestas de las autoridades tradicionales ante la disidencia religiosa tampoco son homogéneas: en contraste con los chamulas o los huicholes, que los expulsan, la comunidad de San Pedro Chenalhó, en Chiapas, ha aceptado que los evangélicos asuman cargos comunitarios que no impliquen obligaciones rituales (Ebert 2000; cfr. de la Peña 2002). En cualquier caso, se requieren más estudios comparativos de denominaciones evangélicas para entender si las estrategias y el uso de recursos por parte de actores religiosos diversos corresponden o no a relaciones sistemáticas entre los campos religioso y político. Conviene en este punto hacer referencia a dos denominaciones religiosas que no son, desde el punto de vista formal, protestantes ni evangélicas, ni siquiera estrictamente cristianas, pero que suelen ser consideradas como tales, en parte gracias a que sus campañas de proselitismo no hacen la distinción muy obvia: los mormones y los testigos de Jehová. Su historia en México tiene muchas similitudes con las de otras iglesias evangélicas (llegaron a fines del siglo XIX y trabajaron en las periferias urbanas y en las áreas rurales marginales); su éxito y crecimiento espectaculares en los últimos años es comparable al florecimiento de las nuevas iglesias pentecostales (Fortuny 1996). Económicamente los mormones parecen muy exitosos; inducen a sus miembros al esfuerzo y al éxito, y sus congregaciones reciben una gran ayuda de los grupos de Estados Unidos que envían dinero y misioneros jóvenes y entusiastas. Los testigos de Jehová gozan asimismo ayuda internacional y se apoyan en el trabajo voluntario de sus conversos, pero no muestran una ideología tan arraigada de progreso económico individual. Curiosamente no sólo los protestantes históricos sino también todos los grupos evangélicos re5 1 GUILLERMO DE LA PEÑA chazan el que se les agrupe con estos dos fuertes rivales en el cambiante campo religioso; por ejemplo, ninguno de ellos ha sido admitido en las confederaciones evangélicas creadas para negociar con la burocracia estatal, a raíz de que la legislación de 1992 sobre las asociaciones religiosas permitió a las iglesias y a las sectas tener existencia legal (Garma 1999). DEL II CONCILIO VATICANO Y LA TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN AL SURGIMIENTO DE LA CIUDADANÍA A principios del siglo XX la Iglesia católica podía utilizar a su favor un discurso de justicia y cambio social (sin lucha de clases). La Revolución de 1910 no sólo interrumpió –y reprimió– este discurso sino que enarboló banderas similares. En 1923, el episcopado creó el Secretariado Social Mexicano para recuperar el viejo ímpetu, si bien sus actividades públicas eran muy limitadas. Posteriormente, en 1931, la celebración del 40 aniversario de la encíclica Rerum Novarum y la publicación de una nueva encíclica social del papa Pío XI, Quadragessimo Anno, coincidió con el cuarto centenario del culto a la virgen de Guadalupe, y la Iglesia volvió a salir a la luz pública, al menos por un tiempo. Al final del periodo de Cárdenas (1939), la Asociación de Obreros Guadalupanos –ya sin reconocimiento oficial– promovió la coronación de la imagen de la Virgen Morena como Emperatriz de las Américas, y en adelante volvieron a surgir las organizaciones católicas laicas: la Acción Católica era la más importante, pero en la década de 1950 el Movimiento para un Mundo Mejor y el Movimiento Familiar Cristiano revivieron el interés en favor de la reforma social. El Secretariado Social recobró fuerzas y promovió a la Juventud Obrera Católica (JOC) y al Frente Auténtico del Trabajo (FAT); este último se enfrentó a los sindicatos oficiales dominados por el PRI.27 El II Concilio Vaticano (1962-1966) generó un cataclismo entre los católicos tradicionalistas, debido a su reconocimiento explícito de la libertad de conciencia, el pluralismo religioso y la autonomía de institucio27 Esta crónica se basa en Muro (1994, cap. II); cfr. Romero de Solís (1994, cap. 8). Las JOC se originaron en Francia, en colaboración estrecha con el movimiento de los sacerdo- tes-obreros. 5 2 EL CAMPO RELIGIOSO, LA DIVERSIDAD REGIONAL nes seculares. También reforzó el compromiso de la Iglesia con la justicia social y la transformación del mundo, pero no como poder político sino por medio del testimonio público del mensaje cristiano. La “Iglesia” ya no era concebida como la autoridad del Vaticano y el episcopado –ni siquiera como el fermento de la sociedad– sino como el “Pueblo de Dios”. Se efectuó una reforma radical en la liturgia católica: el latín cedió el lugar a las lenguas habladas por la gente, la pompa y el lujo dieron paso a la sencillez, y el culto a los santos a los rituales centrados en la Palabra de Dios. Todo esto dio un ímpetu renovado al papel de las organizaciones y al liderazgo laicos dentro de la Iglesia. A su vez, los grupos de la Acción Católica se volvieron más autónomos y abiertos. En América Latina, los años 1960 fueron la década en la que Cuba emergió como ejemplo de un tipo diferente de sociedad, aun para los católicos. Dos encíclicas papales introdujeron un tipo de lenguaje que The Wall Street Journal llamaría “marxismo recalentado”: Mater et Magistra (1961) y Populorum Progressio (1967). La Conferencia de Obispos reunida en Medellín en 1968 declaró que en su labor pastoral la Iglesia tendría una opción preferencial por los pobres. En México, al igual que en otros países latinoamericanos, se había iniciado un nuevo tipo de movimiento misionero: muchos sacerdotes y miembros de órdenes religiosas y congregaciones se mudaron a pueblos y a barrios populares, junto con estudiantes universitarios, con el fin de compartir la vida de los desposeídos y explotados. Esta experiencia llevó a la formación de grupos de vecinos que oraban y leían la Biblia; por añadidura, comenzaron a discutir problemas sociales y políticos, siguiendo los métodos iniciados por la JOC y el FAT. En los setenta, estos grupos recibieron el nombre de Comunidades Eclesiales de Base (CEB). Influidas por la reevaluación crítica de la Teología de la Liberación, y por las ideas y experiencias de la renovación católica brasileña (cuya figura más célebre era el obispo Helder Cámara), las CEB mexicanas se consolidaron como un movimiento social efectivo de amplias repercusiones nacionales, y desarrollaron vínculos con todo tipo de organizaciones populares nacionales e internacionales (por ejemplo, con los grupos cristianos radicales de Centroamérica). Inicialmente, el catolicismo radical y la religión popular tuvieron serios enfrentamientos. Era entendible: el culto tradicional de los santos, criticado por las CEB, representaba una mentalidad fatalista y una suerte 5 3 GUILLERMO DE LA PEÑA de clientelismo religioso que reforzaba las políticas autoritarias. No obstante, los pensadores principales de la Teología de la Liberación también reconocían la importancia de los símbolos religiosos populares en el proceso de creación de identidades contrahegemónicas (Concha Malo et al. 1986, 233-292; del Valle 1996). Empero, las CEB no estaban particularmente interesadas en explorar el potencial simbólico de las devociones locales, sino sobre todo en comprometer a la gente en los procesos de transformación social, inspirados en principios universales de justicia y equidad. En este sentido, no contaban con un discurso nacionalista: su meta era crear identidades de clase. En la parroquia tapatía de Santa Cecilia (un barrio popular de Guadalajara), donde el párroco fomentaba durante los setenta un poderoso movimiento de base con ayuda de jesuitas, religiosas del Sagrado Corazón y estudiantes universitarios, se estableció un nuevo tipo de festividad religiosa popular. La fiesta tenía lugar cada domingo después de la misa; incluía obras de teatro en las que los villanos eran patrones abusivos y políticos corruptos; también se contaba con grupos musicales que cantaban canciones revolucionarias latinoamericanas. Las vidas de los santos se presentaban como ejemplos de compromiso con la justicia y resistencia a la opresión. Las CEB de Santa Cecilia y de otras partes de la ciudad crearon asimismo una vasta red que era utilizada para movilizar a los vecinos en sus demandas de servicios públicos (de la Peña y de la Torre 1990). En catástrofes públicas como el sismo de 1985, que provocó cuantiosos daños en la ciudad de México y en Ciudad Guzmán, o las explosiones del drenaje en Guadalajara en 1992, las CEB resultaron muy efectivas en transmitir información y organizar la ayuda comunitaria (de la Peña y de la Torre 1993). Como sostiene David Lehmann (1996) a propósito de Brasil, las CEB han de entenderse como un factor clave dentro de un movimiento popular antiautoritario más amplio (basismo, le llama Lehmann), que a su vez contribuyó a impulsar un proceso de transición democrática en varios países de América Latina. En México, las CEB han estado presentes en importantes movilizaciones sociales, como la dirigida por la Coalición de Obreros, Campesinos y Estudiantes del Istmo (COCEI) en el Istmo de Tepehuantepec (Oaxaca), o las protestas cívicas en Ciudad Juárez, Chihuahua. En ambos casos estas movilizaciones no se hallaban direc5 4 EL CAMPO RELIGIOSO, LA DIVERSIDAD REGIONAL tamente relacionadas con políticas partidistas, pero tuvieron como una de sus consecuencias el fortalecimiento e incluso los triunfos de los partidos de oposición (el PSUM, luego PRD, en el Istmo; el PAN, en Ciudad Juárez) (Muro 1994). También resulta significativo que otras áreas donde floreció el catolicismo popular se convirtieran en escenarios de la alternancia política (Jalisco, Querétaro, y el Distrito Federal). A finales de los años ochenta y a lo largo de los noventa, las CEB perdieron impulso inicial, en parte debido a la desconfianza del papa Juan Pablo II por la Teología de la Liberación, y en parte porque numerosos obispos trataron de recuperar el control de sus parroquias fomentando un tipo de organización más piadosa y obediente, como el Movimiento de Renovación Carismática.28 Con todo, la decadencia del catolicismo radical también debe entenderse en un contexto más amplio, que incluye el colapso del socialismo en la Unión Soviética, el menguante prestigio de los gobiernos de izquierda en América Latina, y la apertura política del sistema mexicano, que incluyó una gran variedad de cambios: la derogación de las leyes anticlericales, la institución de defensores públicos de derechos humanos, la reforma de la legislación y las reglas del juego electorales (Loaeza 1996). Los espacios para la participación y la expresión públicas, que en buena medida habían sido abiertos, laboriosamente, por los grupos religiosos, en la actualidad son el ámbito natural de una sociedad civil pluralista y de partidos políticos activos, al menos en muchas partes de México. La historia de la nueva apertura religiosa comenzó con la visita del papa Juan Pablo al país, en 1979. La vieja ala jacobina del PRI estaba enteramente en contra de ella, pero el presidente López Portillo dio su autorización, como un gesto de buena voluntad hacia el episcopado y tal vez como una manera de fortalecer el catolicismo conservador contra la insurgencia de la Teología de la Liberación y la proliferación conflictiva del pentecostalismo. Para asombro del gobierno, la visita se convirtió en el acto de masas más importante en la historia reciente (véase Bénard 1992). Visitas posteriores del pontífice han demostrado que es más popular que la Copa Mundial de Futbol o Pink Floyd: en 1998 nuevamente Los “carismáticos” se reúnen bajo la guía de un sacerdote a orar y recibir (de manera individual) los dones del Espíritu Santo. 28 5 5 GUILLERMO DE LA PEÑA atrajo muchedumbres enormes a sus reuniones en la ciudad de México, en el estadio Azteca y en el autódromo (al menos tres millones de personas asistieron a este último). Mediante negociaciones muy acertadas, el delegado apostólico del Vaticano y varios obispos prominentes obtuvieron del presidente Salinas una iniciativa de reforma constitucional, aprobada luego por el Congreso de la Unión, para que la Iglesia pudiera ser reconocida como una institución legal con derechos de propiedad y libertad de acción, que los sacerdotes y miembros de las órdenes religiosas recuperaran sus derechos ciudadanos, y que las instituciones religiosas pudieran abrir escuelas. Para Salinas, esta medida fue una forma eficaz de mejorar la imagen del gobierno de México como respetuoso de los derechos humanos, y así legitimarse ante la comunidad internacional y consolidar las negociaciones por el Tratado de Libre Comercio de América del Norte. Ante estos cambios legales, la propia Iglesia se hallaba dividida: las CEB y los sacerdotes y obispos más afines a las posiciones radicales del Concilio Vaticano II y la Conferencia de Medellín consideraban que comprometerían a la Iglesia en exceso. Pero, al final, las ventajas de la nueva legislación fueron generalmente aceptadas. No obstante, el estallido del movimiento del Frente Zapatista de Liberación Nacional en Chiapas demostró que existen en el interior de la Iglesia divisiones reales. El obispo de San Cristóbal y sus clérigos y catequistas han sido acusados de instigar a los zapatistas. Su respuesta es que nunca defendieron la violencia sino que favorecieron el surgimiento de una conciencia crítica en un contexto de terrible injusticia, opresión y pobreza.29 ALGUNAS CONCLUSIONES La historia de la formación y transformación del campo religioso en México tiene como un hilo conductor el esfuerzo sostenido de la Iglesia caVéase el número especial de Proceso dedicado a la Iglesia en Chiapas, a propósito de la jubilación del obispo: “Adiós a Samuel Ruiz: La diócesis indómita” (27 de octubre de 1999), que contiene una visión del prelado llena de simpatía (aunque matizada). Una visión negativa aparece en Loaeza 1996, 123-8. 29 5 6 EL CAMPO RELIGIOSO, LA DIVERSIDAD REGIONAL tólica por constituirse en fuerza hegemónica. En el inicio del periodo colonial, sus antagonistas principales eran las “religiones paganas” practicadas por la población recién conquistada o, si se quiere, el conjunto de creencias y prácticas que los clérigos europeos calificaban como “religiones paganas” (cfr. Bernand y Gruzinski 1992). Estos antagonistas fueron gradualmente desplazados para dar lugar tanto a un catolicismo popular relativamente ortodoxo como a formas de “religión consuetudinaria” donde persistían o se reinventaban elementos no cristianos. El primero coincidía con las zonas de colonización más densa y exitosa, y evangelización más intensiva, donde las parroquias lograron un mayor control sobre las cofradías y la población recibió un mayor influjo doctrinario, gracias a instituciones como los Colegios De Propaganda Fide en el siglo XVIII (Brading 1997b). Estas zonas –los valles del altiplano central, el centro-occidente, el Bajío– eran también crisoles de mestizaje. Por su parte, la “religión consuetudinaria” florecía en las regiones de refugio: las fronteras, las serranías abruptas o desiertos a donde una parte de la población indígena fue desplazada, que acusaban menor influencia clerical, sobre todo después de que las órdenes religiosas dejaron las misiones por decreto real. Habría que añadir como antagonistas a las religiones africanas de la población traída como esclava, que fueron perseguidas por la Inquisición como instancias de culto al demonio, pero –según Aguirre Beltrán (1963)– perdieron importancia al fundirse la población africana y mulata con la población mestiza en general.30 En la pugna hegemónica de la Iglesia católica le eran crucialmente favorables tanto la riqueza que fue acumulando (por mercedes reales, donativos, limosnas, y por sus actividades financieras) como la influencia política alcanzada (por su presencia ubicua, por su papel en la regulación de las costumbres y la educación, y por su participación en las instituciones coercitivas). Por ello, las políticas expropiatorias y secularizantes de los liberales, y la decisión tajante de éstos y los gobiernos revolucionarios de no compartir el poder, llevaron a crisis violentas y a la búsqueda eclesiástica de nuevas estrategias. A finales del siglo XIX, no 30 No obstante, el trabajo de Aguirre Beltrán necesita ser completado y comparado con etnohistorias y etnografías detalladas (que aún no existen) de ciertas regiones donde la cultura africana pudiera haber persistido. Cfr. Martínez Montiel 1993. 5 7 GUILLERMO DE LA PEÑA sólo las regiones de refugio limitaban la hegemonía religiosa del catolicismo oficial, sino también los ámbitos urbanos del centro y el norte donde medraban ideologías anticlericales y defensoras del laicismo, y donde comenzaba a penetrar el protestantismo. Con todo, la Iglesia católica pudo renovar su fuerza en el centro, el centro-occidente y el Bajío, así como en ciertos estados del norte: en la segunda mitad del siglo XIX, se fundaron seminarios y se erigieron nuevas diócesis y parroquias, y durante el Porfiriato florecieron las asociaciones católicas laicas y las labores sociales inspiradas por la encíclica Rerum Novarum. Más tarde, en esas mismas regiones estalló la rebelión cristera y, en la época del modus vivendi, volvió a cobrar ímpetu la vida parroquial –encarnada en la Acción Católica–; pero, al mismo tiempo, las asociaciones de laicos sufrieron una diversificación; por ejemplo, después de 1970, surgieron las Comunidades Eclesiales de Base, generalmente en ámbitos donde se vinculaban a movimientos populares de izquierda, y el Movimiento de Renovación Carismática, generalmente en ámbitos más conservadores. Entre tanto, las iglesias protestantes o evangélicas, protegidas por los gobiernos revolucionarios, dejaron de ser una minoría aislada y débil para convertirse en una fuerza considerable, sobre todo en las regiones de refugio del sureste y en las zonas urbanas o rurales que reciben migraciones caudalosas. Pero eso no quiere decir que la “religión consuetudinaria” o la multiforme religión popular pierdan presencia, ni ahí ni en otros lugares de México. En términos del modelo del campo religioso, encontramos que la Iglesia católica fue perdiendo, a lo largo de la historia, los “capitales” que determinaban la legitimización de su control sobre la definición de “lo sagrado”. En el periodo de consolidación colonial, “lo sagrado” coincidía oficialmente con las prácticas de culto público y privado que contaban con aprobación eclesiástica, y con las matrices de creencias, normas morales y experiencias vitales que eran igualmente propuestos y sancionados por las autoridades de la Iglesia, protegidas por su alianza estratégica con la Corona y sus representantes. Además, la participación en tales prácticas y matrices se imponía como necesaria para pertenecer a la sociedad colonial. La vida religiosa de los actores sociales en el virreinato –españoles, criollos, indígenas, mestizos...– debía ajustarse formalmente a las reglas que definían su necesaria subordinación a los 5 8 EL CAMPO RELIGIOSO, LA DIVERSIDAD REGIONAL dictados de la Iglesia, aunque de hecho florecieran interpretaciones y prácticas alternativas, que sin embargo no podían defenderse abiertamente. Pero en el siglo XIX, al cambiar la posición social y las alianzas de los actores, no sólo pudieron fortalecerse las interpretaciones rivales, sino que incluso la relevancia de “lo sagrado” pudo cuestionarse: ciertamente después de 1857, la membresía en la sociedad nacional se definía en términos “profanos”. O, quizás mejor dicho, se intentaba, y se sigue intentando, por parte del Estado mexicano, definir una nueva sacralidad cívica (valga el oxímoron): un culto a la nación, manifestado en ceremonias en honor de los héroes y los símbolos patrios. Por ello, una estrategia desplegada por la Iglesia católica ha sido la reelaboración y difusión del significado nacionalista de los símbolos católicos: la virgen de Guadalupe es el ejemplo por excelencia. Igualmente, las distintas versiones del catolicismo social fueron valiosas para confirmar el compromiso de la Iglesia y sus feligreses con el pueblo mexicano. Otra estrategia, sobre todo en la primera mitad del siglo XX, fue presentar a los misioneros protestantes o evangélicos como antimexicanos y propagadores de la cultura utilitarista estadounidense, y a los anticlericales mexicanos como aliados de estas fuerzas extranjerizantes (véase Mondragón 1994). A su vez, los protestantes han logrado la aprobación y protección del Estado laico al presentarse como estrictamente respetuosos de la separación entre la religión y la esfera pública, y también como patriotas y aliados del gobierno en las tareas modernizadoras. Entre tanto, los grupos que han seguido profesando una religiosidad popular o “consuetudinaria” mantienen la simbiosis entre la organización y la pertenencia comunitaria y la religiosidad popular; pero, como está dicho, sin una dependencia estricta de las autoridades católicas. Ya no hay un administrador único de “lo sagrado”. Actualmente, en el contexto de una sociedad diversificada, ninguna Iglesia ni movimiento religioso encuentra cortapisas formales, mientras no violen los derechos humanos o las leyes de convivencia, y mientras se respete la autonomía de la esfera pública. En el verano de 1999, Vicente Fox, el aspirante del PAN a la presidencia, portó un estandarte de la virgen de Guadalupe en un mitin político. Esto provocó una acre protesta de los otros partidos políticos. Fox fue acusado de violar la ley manipulando símbolos religiosos con fines po5 9 GUILLERMO DE LA PEÑA líticos. Su rival más importante, el aspirante del partido oficial, Francisco Labastida, fue más específico: la virgen de Guadalupe tiene que pertenecer a todos los mexicanos, no a un solo partido político. Ese mismo año se gestó otro escándalo, cuando el ex abad de la Basílica de Guadalupe declaró que no había evidencia histórica que validara la existencia de Juan Diego: fue airadamente censurado por numerosos clérigos, pero también por periodistas laicos y por la opinión pública. Estas dos anécdotas muestran la persistencia de sentimientos muy arraigados en lo tocante a la imagen de Guadalupe. No obstante, ni el gobierno ni la jerarquía católica adoptaron en ese momento una posición oficial sobre el asunto, excepto para decir que las creencias religiosas eran asuntos privados y que tanto la intolerancia religiosa como el jacobinismo eran cosa del pasado. Aun si esto distaba de ser toda la verdad, de hecho la discusión implicó que las opiniones sobre la virgen de Guadalupe ya no eran monopolio exclusivo de la Iglesia. Dos años después, Juan Pablo II, en una nueva visita multitudinaria a México, canonizó a Juan Diego. Fox, ya presidente, asistió devotamente a la ceremonia. En una sociedad secularizada moderna, la unidad religiosa es prácticamente imposible y además, para muchos, indeseable. Pero las ideas y los sentimientos religiosos continúan siendo importantes en la inducción de compromisos emocionales no sólo para un grupo o comunidad determinados sino también para un modelo de sociedad. La amarga disputa entre la Iglesia y el Estado (que en su jacobinismo creó también una suerte de religión fundamentalista) sobre el control de los símbolos y los sentimientos nacionalistas duró 150 años, pero toca a su fin. Es posible afirmar que las iglesias –tanto la católica como las evangélicas– contribuyeron al reblandecimiento de la disputa, en cuanto que en el contexto de una sociedad rápidamente cambiante abrieron espacios de participación y densificación de la sociedad civil. De manera similar, en las dos últimas décadas los movimientos New Age están subvirtiendo la noción de pureza religiosa o ideológica, al definirse explícitamente como una mezcla de ideas cristianas, orientales y científicas que son patrimonio común de la humanidad (véase Gutiérrez Zúñiga 1996). Aunque los viejos corporativismos sobreviven (en la esfera religiosa y en otras ámbitos), la modernidad y la globalización imponen una nueva creatividad de los actores sociales en la forja de las creencias, ideologías 6 0 EL CAMPO RELIGIOSO, LA DIVERSIDAD REGIONAL e identidades (de la Torre 2002). La cuestión ahora es si los espacios públicos se continuarán expandiendo, de modo que la (elusiva) identidad nacional del México globalizado, que ya es oficialmente multicultural, pueda resultar de la solidaridad, la tolerancia y los proyectos ciudadanos compartidos, y no de la adherencia a una particular bandera religiosa o ideológica. REFERENCIAS AGUIRRE BELTRÁN, Gonzalo, El proceso de aculturación, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1958. –––, Medicina y magia. El proceso de aculturación en la estructura colonial, México, Instituto Nacional Indigenista, 1963. –––, Regiones de refugio. El desarrollo de la comunidad y el proceso dominical en Mestizo-América, México, Instituto Indigenista Interamericano, 1967. –––, Zongolica: encuentro de dioses y santos patronos, Xalapa, Universidad Veracruzana, 1986. ALONSO, Jorge (ed.), El PDM, movimiento regional, Guadalajara, Universidad de Guadalajara, 1989. 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FECHA DE ACEPTACIÓN DEL ARTÍCULO: 13 DE SEPTIEMBRE DE 2004 FECHA DE RECEPCIÓN DE LA VERSIÓN FINAL: 7 DE OCTUBRE DE 2004 ◆ ◆ 7 1 ◆