entrenarnos para poner en común nuestra vida. Por otra parte, corremos el peligro de confundir comunión de bienes con limosna. Esto nos haría mentalidad nueva perder la identidad, porque en lugar de ser miembros de una familia donde se comparte todo, nos convertiríamos en socios de un club donde cada uno paga una cuota por los servicios prestados. Al respecto, nuestro autor escribe: Debemos velar para que no se cometan injusticias de ningún tipo en la comunidad eclesial. Una cosa son las aportaciones libres de los creyentes –y esto es una forma de la comunión de bienes–, y otra las limosnas que la comunidad cristiana da a los más necesitados, víctimas de la injusticia de este mundo. Pero la mayor injusticia sería la desigualdad entre los mismos creyentes: Debe desterrarse la división de clases sociales y la prepotencia de unos hacia los otros, empezando por nosotros, los bautizados, tal como nos recomienda el testimonio de la primera comunidad cristiana: «No había entre ellos ningún necesitado, porque todos los que poseían campos o casas los vendían, traían el importe de las ventas, y lo ponían a los pies de los apóstoles, y se repartía a cada uno según su necesidad» (Hch 4,34-35). Ciertamente, esta «utopía» de la comunidad cristiana, que debe coincidir con la aspiración común de todos los hombres de buena voluntad, ha sido vivida por muchos creyentes a lo largo del tiempo y se mantiene viva hoy y siempre; a todos ellos les ha apetecido imitar el testimonio de aquella primera comunidad post-pascual: «La multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma. Nadie consideraba sus bienes como propios, sino que todo lo tenían ellos en común» (Hch 4,32). La injusticia Josevi Forner Seminario del Pueblo de Dios C. Calàbria, 12 - 08015 Barcelona Tel. 93 301 14 16 [email protected] www.spdd.org Ilustración: María Cardoso La injusticia, 2012 [email protected] Dep. Legal: B-42123-1983 Pensamientos 102 - enero de 2012 La injusticia Cuando actuamos movidos por nuestros intereses egoís­tas, hacemos daño a la humanidad, especialmente a quienes no tienen recursos para sobrevivir. Es necesario estar atentos para que en la comunidad eclesial no se co­ me­tan injusticias de ninguna clase. Jesús ha muerto por todos nosotros a fin de que vivamos unidos y gocemos de la santidad y de la paz del Se­ñor resucitado. Hay que evitar la división de clases sociales y prepotencia de unos con los otros. Por eso, quien quiere encontrarse realmente a sí mismo y convertirse en una persona justa y feliz, no puede conformarse con no hacer daño a nadie; es necesario que se pregunte si su manera de ser, pensar y actuar busca el aprecio y el bien común. Conviene imitar a san Pablo, que escribe con elegancia: «Lo mismo que yo, que me esfuerzo por agradar a todos en todo, sin procurar mi propio interés, sino el de todos, para que se salven» (1Co 10,33). No podemos ignorar que todos tenemos alguna responsabilidad en las desigualdades e injusticias sociales que atenazan nuestro mundo. Porque, como Francesc C. dice, cuando actuamos movidos por nuestros in­tereses egoístas, dañamos a la humanidad, y los más pobres e indefensos son las principales víctimas de nuestro desamor. Ante esta realidad, los cristianos fundador del Seminario del Pueblo de Dios debemos ofrecer una alternativa de vida fundamentada en el amor y la comunión de bienes. El Señor, que nos ha escogido y nos reúne formando GLOSA familia eclesial, nos pide que compartamos nuestros bienes como hermanos: El ser humano está hecho para amar y ser amado, porque el amor es la «Cada cual dé según el dictamen de su corazón, no de mala gana ni forzado, raíz más profunda de su identidad y de su vocación como persona. Por eso, pues Dios ama al que da con alegría. Y poderoso es Dios para colmaros de las acciones y los comportamientos que vivimos en el amor re­per­cu­ten en toda gracia a fin de que teniendo, siempre y en todo, lo necesario, tengáis bien de todos. En cambio, lo que hacemos o dejamos de hacer, alejados aún sobrante pa­ra toda obra buena» (2Co 9,7-8). del amor, se vuelve en contra de uno mismo y de los demás, y se convierte En la medida que compartimos entre nosotros con generosidad, con­ en una injusticia, porque no responde a la verdad impresa por Dios en fiando en la providencia divina, hacemos posible una comunidad fraterna nuestro corazón. donde cada uno tiene lo necesario para vivir bien y hacer vivir bien a los Dios, que todo lo ha creado por amor y para el amor, quiere que admi- demás con sencillez y sobriedad. De esta manera la familia de los seguidores nistremos nuestra vida y los bienes de la naturaleza con aquella actitud que de Jesús vive y da testimonio de la justicia social en medio de un mundo brota de un corazón que ama: «No descuidéis la beneficencia y la comunión lleno de injusticias. El Señor, en efecto, interpela a la comunidad cristiana de bienes; ésos son los sacrificios que agradan a Dios» (Hb 13,16). Pero si para que sea luz en medio de la oscuridad. Es Él quien trabaja, a través de vivimos en la autocomplacencia y usamos las relaciones humanas o las no­sotros, para que en la sociedad no falte «la sal» de la hermandad. propiedades personales con individualismo insolidario, atentamos contra la dignidad de las personas y destruimos la fraternidad. Sin embargo, para hacer realidad esa utopía, los cristianos debemos vivir desprendidos de los propios bienes –materiales y espirituales– y debemos