El realismo estético - Universidad Nacional de Colombia

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Capítulo ii
El realismo estético
escuela tan importante como la del contrapunto y la fuga en la
El realismo estético
evolución de la música moderna o como las figuras gorgianas
ii
La revolución en la poesía. Las severas restricciones que los dramaturgos franceses se impusieron respecto a la unidad de acción,
lugar y tiempo, al estilo, a la construcción de los versos y las
frases, a la elección de las palabras y los pensamientos, fue una
en la oratoria griega. Atarse así puede parecer absurdo; no hay,
sin embargo, otro medio para salir de la naturalización que limitarse primero del modo más estricto (quizá más arbitrario).
Se aprende así paulatinamente a marchar con gracia incluso por
angostas pasarelas que salvan vertiginosos precipicios, y se lleva
uno como botín la máxima flexibilidad de movimiento [...] Lessing desacreditó en Alemania la forma francesa, es decir, la única
forma artística moderna, y remitió a Shakespeare, y así se perdió
la continuidad de ese desaherrojamiento y se dio un salto atrás
al naturalismo, es decir, a los inicios del arte. De ello trató de salvarse Goethe, que siempre se sabía volver a atar nuevamente de
diversas maneras; pero ni siquiera el más dotado llega más que
a una constante experimentación, una vez que se ha roto el hilo
de la evolución. Schiller debe la relativa seguridad de su forma
al modelo involuntariamente venerado, aunque repudiado, de
la tragedia francesa, y se mantuvo bastante independiente de
Lessing (cuyas tentativas dramáticas, como es sabido, rechazaba). Después de Voltaire, a los franceses mismos les faltaron de
pronto los grandes talentos que hubieran continuado la evolución de la tragedia, de la coerción a esa apariencia de libertad;
más tarde también dieron, siguiendo el modelo alemán, el salto
a una especie de rousseauniano estado natural del arte1.
Con la agudeza y concisión que le son características, Nietzsche esboza un amplio período de la evolución del pensamiento estético
moderno. Llama la atención encontrar a un alemán del siglo xix
tomando partido decididamente por el clasicismo francés. Y a mi
juicio, Nietzsche acierta en la valoración de su substancia. Más allá
de la esterilidad dogmática y academicista en que degeneraron, los
elementos formales por él mencionados –unidad de acción, lugar
y tiempo, estilo, construcción de los versos y las frases, elección
1 Friedrich Nietzsche, Humano, demasiado humano (1876-1878), Akal Ediciones, Madrid, 1996, p. 145 s. Traducción de Alfredo Brotons.
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de las palabras y los pensamientos– coadyuvaron en su momento
a la aclimatación de una disciplina, en principio exigida para la
creación artística, pero que, dadas las características del momento,
formaba parte de todo un proyecto socio-cultural: el arte es aquí
exploración del complejo mundo pasional, y de él se esperan orientaciones para el obrar.
Las tentativas de justificación de este conjunto de limitaciones
formales impuestas a la expresión fueron diversas. Inicialmente,
las normas se identifican con un buen gusto, en el que la aceptación
de aquellas es indicio de pertenencia a un grupo social, garantizándose de esta manera la distinción social de quien las suscribe.
Paulatinamente empieza a aducirse una supuesta continuidad de
este canon estético con otro, subyacente a aquellas producciones
que desde la antigüedad resistieron el paso del tiempo, elevándose
como modelos perennes; de ahí las continuas referencias a las Poéticas de Aristóteles y Horacio. Todo esto dio lugar a la justificación
“racional” de los juicios de gusto: el concepto de perfección a partir
del cual podría juzgarse una creación artística se constituyó como
sistema de las limitaciones formales prescritas, que ofrecía un
sentido menos arbitrario que el de la mera distinción social para la
actividad judicativa.
•
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La mirada distanciada de Nietzsche nos propone una evaluación
global de este proceso: la justificación de la estricta limitación que
imponen las prescripciones formales radica, en última instancia,
en que sin ellas no hay salida del estado de naturaleza. No se trata de que la forma niegue el contenido natural; tan sólo impide
su flujo inmediato, desorbitado y caótico, y lo obliga a recorrer
por cauces que, en la medida en que se imponen, hacen posible
la comunicación del contenido. De esta manera, y a pesar de los
esfuerzos y pretensiones de los autores y críticos del clasicismo
francés, es posible que las formas concretas por ellos elegidas carezcan de una fundamentación racional apodíctica e inapelable,
y que en ese sentido sean, como afirma Nietzsche, arbitrarias: la
diversidad cultural tan atendida en nuestros días así lo confirma.
Pero a lo que Nietzsche apunta es a la necesidad de forma, que
para el caso concreto de la Europa moderna, fue suplida por el
clasicismo francés. Según él, el genio de autores como Goethe o
Schiller consiste precisamente en su voluntad de forma, es decir,
Acaso no resulte tan afortunado el voluntarismo que se transluce
en la declaración nietzscheana. Su lamento parecería traducirse en
fórmulas tales como “si Lessing no hubiera existido”, o “si hubiera
sido más perspicaz...”, o “si los franceses post-volterianos no se
hubiesen dejado contagiar del virus –romántico– alemán...”, etc.
Tampoco es seguro que su valoración haga justicia cabal a los esfuerzos de Lessing por dotar a la nación alemana de una poética, y
que eran ajenos a la negación de la necesidad de la sujeción formal.
Así mismo, aunque su aversión por el romanticismo es clara –”salto atrás al naturalismo, es decir, a los inicios del arte”, retroceso “a
una especie de rousseauniano estado natural del arte”–, es poco
lo que Nietzsche nos dice acerca de la necesidad –es decir, de las
causas– de dicha transformación, que no necesariamente ha de
ser calificada como retroceso. Pero todas estas últimas objeciones
sobrepasan ya los límites temáticos del presente trabajo.
Anteriormente he afirmado que, en las primeras fases del proceso
moderno de civilización, la experiencia estética de lo bello –y principalmente la artística– cumple con una función pedagógica; se
trata de un dispositivo complementario de los mecanismos de mo2 Al respecto véase el ensayo de Norbert Elias, “Estilo kitsch y época
kitsch” en la compilación de ensayos del mismo autor, La civilización de los
padres y otros ensayos, Editorial Norma y Universidad Nacional de Colombia,
Bogotá, ps. 59-77.
El realismo estético
Y si de su sujeción –no importa que involuntaria– a las formas se
deriva la relativa seguridad de la producción schilleriana, ello es
porque en las formas el artista encuentra cauces establecidos por
los que ha de transcurrir su ímpetu creativo, y que además hacen
las veces de vínculo asegurado con su público. Nietzsche también
percibe acertadamente los efectos de la disolución del canon clasicista: en adelante, “ni siquiera el más dotado llega más que a una
constante experimentación”. Se trata, pues, de una creciente inseguridad formal que desde entonces y hasta nuestros días afectará a
la producción artística2.
ii
en su saberse “volver a atar nuevamente de diversas maneras”,
en un momento en que el llamado clasicismo, incluso en Francia,
empezaba a hacer crisis.
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nopolio de la violencia física, y que apunta a una transformación
de la personalidad de las clases altas de la sociedad. El examen de
esta vinculación entre la experiencia de lo bello y su utilidad moral
es el tema del presente capítulo.
Pero antes de abordar con algún detalle este tema, quisiera explicar
la noción de realismo estético que sirve de título al presente capítulo.
El sentido en que aquí se utiliza esta expresión proviene de Kant,
quien cuando la introduce no se refiere explícitamente al clasicismo
francés, ni a sus vinculaciones con su momento histórico. No obstante, es indudable que el objeto mencionado es aquél, y en cuanto
a éstas, su explicitación es parte del contenido de este capítulo. El
contexto en el que Kant introduce la noción de realismo estético es
interesante, y por ello me permito reseñarlo brevemente.
En el parágrafo 56 de la CJ menciona Kant dos “lugares comunes”
que en su concepto constituyen la antinomia del gusto. Como es de
esperar, ambos tienen tanto su verdad como su limitación. La solución de la antinomia consiste en explicitar esa verdad y en superar
esa limitación, que a menudo se reduce a un equívoco. Despejado
el equívoco se disipa la apariencia de contradicción.
•
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Acerca del primer lugar común –”cada cual tiene su propio gusto”–, dice Kant que es usado por quienes carecen de gusto, con
el propósito de protegerse así de eventuales censuras contra los
juicios que emiten (cfr. CJ, § 56, b 232). En la base de tal afirmación
está el supuesto de que el fundamento de determinación del juicio
de gusto es meramente subjetivo (placer o dolor), y por lo tanto el
juicio no tiene derecho, pero tampoco aspira, al necesario asentimiento de otros. Este primer lugar común supone ya la afirmación
del carácter puramente estético (placer y dolor) del juicio de gusto,
y como veremos supone ya la negación de lo que Kant va a denominar realismo estético.
En cuanto al segundo lugar común, una versión un tanto modificada, pero de todas maneras fiel al pensamiento de Kant, es la
siguiente: sobre el gusto no se puede disputar, aunque sí discutir. La
diferencia entre estas dos actividades es crucial, y Kant la explica
en los siguientes términos:
conceptos, como fundamentos demostrativos, con lo que asume
El realismo estético
conceptos objetivos como fundamento del juicio. Pero donde esto
ii
Discutir (Streiten) y disputar (Disputieren) son por cierto lo mismo
en la medida en que mediante la recíproca oposición de los juicios, buscan producir la unanimidad de los mismos. Pero difieren en que el último espera realizarla a partir de determinados
se tenga por irrealizable, del mismo modo se estimará el disputar como irrealizable (CJ, § 56, b 233).
Con respecto al primer lugar común, que da cabida a la tesis de
la antinomia –”el juicio de gusto no se funda en conceptos; de
lo contrario se podría disputar sobre ello (decidir mediante demostración)” (CJ, § 56, b 233)– la solución de la antinomia ha de
preservar su énfasis estético, superando no obstante el relativismo
individualista que le es inherente, y que contradice la pretensión
de universalidad consubstancial al juicio de gusto.
El segundo lugar común da cabida a la antítesis: “El juicio de gusto
se funda en conceptos; de lo contrario, y dejando de lado su diversidad, no se podría discutir sobre ellos (tener la aspiración a la
concordancia necesaria de otros con este juicio)” (CJ, § 56, b 233).
La antítesis pone de presente la limitación de la tesis, pero aunque
acepta la imposibilidad de disputar, no es satisfactoria por cuanto
no esclarece plenamente en qué se funda la posibilidad de discutir:
afirmar a secas que “en conceptos”, podría conducir a la negación
de la verdad que, no obstante su limitación, porta la tesis, a saber
su afirmación del carácter estético del juicio.
No es mi objetivo en este momento examinar detenidamente la
solución de la antinomia. Por ello me contento con decir que Kant
se propone encontrarla afirmando que la noción de concepto se usa
de manera diferente en la tesis y en la antítesis. Si se especifica
que aquélla se refiere a conceptos determinados, y ésta a conceptos
indeterminados, la contradicción se mostrará como aparente.
Sí me interesa en cambio volver a la noción de disputar, cuyo
abandono está supuesto tanto en la tesis como en la antítesis, lo
que significa que ya ninguna de las dos posiciones por ellas representadas considera factible juzgar en materia de belleza según
conceptos objetivos, es decir, determinados. Por el contrario, el disputar
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•
es consustancial a una de las variantes –la realista– del racionalismo
estético, concepto éste que introduce Kant en el parágrafo 58 de la
CJ. Para una cabal comprensión de la noción de racionalismo estético
es preciso atender a su significación polisémica en el empleo que
Kant hace de ella. Así, pues, el racionalismo estético puede ser realista
o idealista. Para Kant, su propia doctrina estética es racionalista-idealista y, según ella, en los eventuales conflictos entre juicios de gusto
no se tratará de disputar a partir de conceptos determinados, sino de
discutir a partir de conceptos indeterminados.
Además, en el interior de la vertiente realista del racionalismo estético, distingue Kant dos posibilidades de fundación del principio
del gusto: una empírica, según la cual los fundamentos de determinación del juicio de gusto son dados a posteriori a través de los
sentidos, y otra racionalista, que considera posible juzgar a partir
de un fundamento a priori. Para evitar confusiones, en adelante
emplearé el concepto de racionalismo en tanto que perteneciente
al realismo. Para la primera acepción reservaré el calificativo de
idealismo a secas.
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Kant se refiere al empirismo y al racionalismo in abstracto como variantes del realismo estético. Aunque no es difícil encontrar que el
desarrollo de la reflexión estética francesa del siglo xvii podría
ejemplificar in concreto tales categorías. Así, el momento empirista
del clasicismo francés estaría representado por los consensos iniciales de las elites, que les permitían distinguirse socialmente de
otros grupos subalternos. Pero la incorporación de nuevos sectores
sociales y la diversificación de las elites que esto supone, pondrá
de presente la limitación de los consensos empíricos, que con la
mayor “naturalidad” prescindían de todo gusto que se ubicara por
fuera del consenso, y que despectivamente era calificado como del
peuple. La cuestión del gusto requerirá entonces de la elaboración
de un canon racional, que pretende dotar al connaisseur de fundamentos judicativos que van más allá del simple capricho, e incluso
del consenso empírico. En un proceso de maduración argumentativa, lo que nació como consenso empírico más o menos arbitrario
de una determinada elite, aspira ahora a una fundamentación de
jure más allá del mero factum.
El realismo estético
ii
A esta búsqueda se añade como refuerzo un motivo adicional que
ya he mencionado anteriormente: se trata de la existencia de determinadas obras que supuestamente han merecido el aplauso de
todos los tiempos. Para estos críticos, eso significa que tales obras
realizan las exigencias de un canon objetivamente válido, que trasciende los gustos particulares de las diversas épocas históricas, y
que es susceptible de ser explicitado conceptualmente.
La racionalización del canon estético, y por ende su objetivación,
sólo resultaba posible mediante la asociación del gusto con elementos que sobrepasaran el disfrute empírico de la sociabilidad
entre pares. Según Kant, la única posibilidad de conferir validez
objetiva a juicios que expresan un sentimiento tan arbitrario como
el placer, radica en vincularlos con elementos extra-estéticos, en
este caso morales. Así:
De acuerdo al primero [es decir al empirismo - l.p.], el objeto de
nuestra complacencia no sería distinto de lo agradable; según el
segundo [es decir el racionalismo - l.p.], si el juicio reposara en
determinados conceptos, no sería distinto de lo bueno (CJ, § 58,
b 247).
Bueno significa aquí un genérico bueno para algo, y los críticos franceses no habrían dudado en incluir aquí su concepción de moralidad, por ellos llamada utilidad. Mediante su asociación subordinada a la utilidad, el principio del juicio de gusto supera entonces la
relatividad de una justificación empirista que aduce tan sólo el bon
ton de la pertenencia a una elite social, o el mero deleite individual.
En el momento en que el gusto se vincula con los principios funcionales y objetivos de la utilidad moral, gana criterios de objetividad, y de ahí la denominación kantiana de realismo estético. Y aunque el siglo xvii alcanza a entrever eventuales discordancias entre
el gusto y las reglas, es decir, entre el placer y la utilidad moral, el
conflicto no alcanza todavía las dimensiones que Kant reconoce
ya con toda claridad: desde su punto de vista, ya distanciado de
los planteamientos del siglo xvii, en la vinculación racionalistarealista del juicio de gusto con lo bueno,
toda belleza sería expulsada del mundo, y en su lugar sólo quedaría un nombre particular, tal vez para una cierta mezcla de
los dos tipos de complacencia antes mencionados [es decir, la
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•
complacencia de lo agradable y la de lo bueno - l.p.] (CJ, § 58,
b 243).
La urgencia kantiana de una fundamentación del principio del
juicio de gusto puro es todavía ajena a esta primera fase –realista– de la modernidad estética. Ésta no conoce aún una necesidad
tal, y toda exigencia de placer desvinculado de la utilidad moral es
identificada con el mero placer de lo agradable. De esta manera, la
relatividad del placer agradable –a menudo calificado de mal gusto
propio de la plebe– sólo puede transformarse en la objetividad del
placer de lo bello –el buen gusto del conocedor– mediante su fusión
con lo útil, cuya definición no se supone empírica y caprichosa,
sino racional y objetiva. La obra de arte –normalmente reducida
al poema en la reflexión de los críticos de la época– consiste en el
adecuado manejo de la norma estilístico-racional y el aprovechamiento de sus posibilidades estético-placenteras. Aderezada con
la liviandad gozosa que le es propia, la producción artística tiene
como función primordial la de ofrecer pautas de comportamiento
para una determinada elite social. En palabras de Boileau, “que
vuestra Musa, fértil en sabias lecciones, una por doquier lo sólido
y lo útil a lo placentero”3.
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No obstante la crítica kantiana al racionalismo estético –que destruye
la belleza al subordinar el placer a la utilidad–, éste tiene su verdad
y ella ha de ser preservada: no todo el contenido del racionalismo
puede ser excluido de la fundamentación del juicio de gusto, so
pena de que éste quede reducido, como ocurre en la tesis de la
antinomia, a mero juicio sobre lo agradable. De ahí que la diferenciación kantiana dentro del racionalismo en realismo e idealismo,
conserve para el idealismo su adscripción racionalista, a la vez que
lo diferencie del realismo que exhibe las limitaciones propias de la
primera fase de la modernidad estética. En efecto, caracterizando
con palabras de Kant el canon neoclásico, éste considera que el juicio de gusto “concierne teórica, y por tanto también lógicamente
(aunque sólo en un enjuiciamiento confuso), a la perfección del
objeto”. Pero para que la noción de perfección del objeto, que sirve
3 Nicolás Boileau, Art poétique (1674), Canto iv, versos 135-145. En adelante cito
como Arte poética, indicando a continuación el canto y los versos correspondientes.
El realismo estético
ii
como referencia objetiva a partir de la cual se decide en la divergencia de juicios, tenga sentido, es preciso fundar dicha perfección
no en el placer que produzca el objeto (que será individual, o, a lo
sumo, grupal), sino en su conformidad a fin, es decir, en su utilidad moral. El racionalismo realista debe concebir en el objeto bello
un fin real o intencional, expresable en conceptos objetivos –no
importa si “claros” o “confusos”– que posibiliten la justificación
demostrativa del juicio y fuercen también demostrativamente a su
reconocimiento universal –disputar–.
Por su parte, la tesis de la antinomia sintetiza un complejo proceso social que dio al traste con la estética realista. Tal vez Kant
no pensaba en ello cuando afirmaba, con mucho acierto pero casi
casualmente, que el lugar común que la origina –”cada cual tiene
su propio gusto”– era el recurso defensivo empleado por quienes
“carecen de gusto”. Pero éstos no son otros que los excluidos del
realismo estético –sea empirista o racionalista–. El que a pesar de su
unilateralidad la tesis sea tenida en cuenta como significativa para
la configuración de la antinomia, no significa otra cosa que la
emergencia social de nuevos grupos que, intimidados o no, ponen en cuestión el consenso estético-moral de la elite. No sólo no
comparten sus gustos, sino que los dispositivos de control moral
en ellos contenidos también muestran su limitación, en tanto que
relativamente eficaces sólo para un grupo social reducido.
Desde una perspectiva histórico-social, la tesis de la antinomia
también expresa una nueva necesidad social: su reivindicación de
la complacencia como el elemento constitutivo del gusto es una
reacción contra la insatisfacción que genera una vida civilizada que
exige la inhibición de los apetitos. Pero la antítesis advierte contra
la reducción de la complacencia a la esfera puramente individual,
que se origina precisamente como consecuencia de la desaparición
de la objetividad que el realismo estético pretendía ofrecer para el
juicio de gusto.
Con la anterior exposición confío en haber aclarado la elección del
título que encabeza este capítulo. En lo que sigue me propongo desarrollar con algún detalle el concepto de realismo estético. Aunque,
como ya lo he dicho, la formulación de la antinomia kantiana del
gusto lo supone como momento ya superado, su cabal comprensión
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•
redunda en la de la antinomia y, en general, en la de la doctrina
estética kantiana.
1. El público de la poesía: la cour et la ville
Nicolás Boileau (1636-1711), el más reconocido crítico francés del
siglo xvii, hace suyo a Horacio para imputar a la poesía los méritos de la vida urbana y civilizada:
Antes de que la razón, explicándose por la voz, hubiese instruido a los humanos, y les hubiese enseñado las leyes, todos los
hombres seguían a la naturaleza grosera, y dispersos por los
bosques corrían hacia la pastura. La fuerza ocupaba el lugar del
derecho y la equidad. El homicidio se ejercía con impunidad.
Pero, finalmente, la armoniosa dirección de la palabra suavizó
la rudeza de estas costumbres salvajes, reunió a los humanos
esparcidos por los bosques, encerró las ciudades con muros y
murallas, asustó a la insolencia con la vista del suplicio, y puso
a la débil inocencia bajo el amparo de las leyes. Este orden fue,
se dice, el fruto de los primeros versos (Arte poética,
iv, 135-145. El
resaltado es mío).
Si las rigurosas prescripciones de la etiqueta cortesana estipulaban el comportamiento deseado para nobles guerreros en proceso
de civilización, las también rigurosas prescripciones de la poética
complementaban el complejo dispositivo que acabaría por transformar la personalidad ruda de guerrero en la de un elegante, y para
la posteridad tal vez amanerado, cortesano. El caso paradigmático
es, como ya se ha dicho, el de la corte de Luis xiv en Versalles.
•
90
Pero la cabal comprensión de esa función pedagógica requiere de
un examen de las características del público específico sobre el que
aquella recae:
Estudiad la corte (cour) y conoced la ciudad (ville); la una y la
otra son siempre fértiles en modelos. Si Molière hubiese ilustrado así sus escritos, tal vez hubiese obtenido el premio de su arte.
Si menos amigo del pueblo (peuple), en sus doctas pinturas no
hubiese hecho gesticular tan a menudo a sus figuras (Arte poética, iii, 394).
Independientemente de si su juicio sobre Molière es acertado
o no –Voltaire se preguntaba quién podría obtener el premio si
El realismo estético
ii
Molière no lo hubiera merecido–, los versos de Boileau establecen
inequívocamente cuáles son las capas sociales destinatarias de la
producción poética: no se trata ya tan sólo de la cour, a la que por
lo demás no pertenece Boileau, sino también de la ville. También es
claro cuáles grupos sociales quedan excluidos como destinatarios
de la poesía: el peuple, supuestamente atendido por Molière, para
detrimento de su calidad artística4. También resulta ilustrativa
su recomendación en el sentido de que la producción poética ha
de ajustarse a las necesidades de esta elite social: en una relación
de retroalimentación, el poeta debe extraer sus modelos de ella,
evitando temas y estilos (por ejemplo, la excesiva gesticulación)
exitosos sólo dentro de las capas populares.
Erich Auerbach ha estudiado el proceso de configuración de la cour
et la ville como grupo unitario, que culmina hacia mediados del
siglo xvii5. Inicialmente los dos sectores se encuentran bastante
diferenciados. La cour se compone principalmente de los nobles
agrupados en torno del rey, y en ella se da una estricta jerarquía
que va desde los príncipes de la casa real hasta los gentilhombres.
Después de un largo proceso de centralización monárquica, para
la época que nos ocupa este estamento ya ha sido privado de todo
poder político, no obstante que conserva su primacía social. Esta
nobleza, apartada en el tiempo de la formación cortesana medieval
pero también del humanismo renacentista, recae ocasionalmente
en aventuras guerreristas (recuérdese la muy decisiva revuelta de
La Fronda) pues se debate en el tedio y la ociosidad6. Condenada
a la impotencia política y a la improductividad económica, su su4 “La literatura clásica es ante todo la de un grupo social relativamente restringido: la corte y la ciudad, decía Boileau [...] El público al que se dirigían
los clásicos franceses no pasaba de algunos miles de personas reunidas alrededor de París y de Versalles. El restringido auditorio de los escritores
clásicos, compuesto en su mayoría por nobles y burgueses, es un auditorio
de connaisseurs”. Henry Peyre, ¿Qué es el clasicismo? [1933], ps. 43 y 44. Este
autor atribuye a Voltaire el cálculo del número de entendidos o de gentes de
gusto que formaban la buena sociedad en dos o tres mil personas (art. Gusto,
en el Diccionario filosófico de Voltaire).
5 Erich Auerbach, Das französische Publikum des 17. Jahrhunderts. En lo que sigue me atengo básicamente a los resultados de este estudio.
6 Para un análisis detallado véase el estudio citado de Wolf Lepenies,
particularmente el capítulo iii, “Ordnungsüberschuß, Langeweile und die
Entstehung resignativen Verhaltens”.
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•
pervivencia depende exclusivamente del favor del rey, quien cultiva cuidadosamente tal situación de dependencia, pues le resulta
funcional para el balance de poderes con las capas burguesas, que
apuntala el dominio de la institución monárquica.
Por lo que a la ville se refiere, ya de la declaración de Boileau puede
inferirse que ella no es identificable con las clases populares –le
peuple–. Es cierto que todavía durante buena parte del siglo xvii
éstas asistían al teatro, formando parte del parterre, imprimiéndole
su colorido particular: público impaciente, ruidoso, violento, que
ocupa el lugar más barato del teatro, que es también el que ofrece mejores condiciones acústicas, y que gusta de entremezclarse
abruptamente con la representación que transcurre en el escenario. Pero durante el transcurso del siglo, distintas medidas, incluso
de orden policivo, van reduciendo la importancia del peuple (escribientes, pajes, lacayos, soldados). Y sin que llegue a ser excluido
por completo del público teatral, su presencia es neutralizada.
Cada vez más, el tono del parterre viene dado por un público proveniente de familias pudientes y con cierta tradición, comerciantes
acomodados que satisfacen las demandas de lujo de la alta sociedad, e incluso por aquella parte de la nobleza que, distanciándose
de Versalles, asiste a las funciones inaugurales del teatro parisino.
Pertenece también a este público la gran burguesía, que por su
nacimiento no es apta para frecuentar la corte.
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A este grupo pertenece así mismo la mayoría de quienes conforman
el núcleo intelectual de la época, y particularmente los connaisseurs
de los asuntos poéticos. Muy pocos de ellos provienen de la vieja
aristocracia feudal, y en cambio muchos sí de la robe. Su tendencia
al ascenso social, y con ello sus posibilidades de influir sobre y
de ser influidos por la nobleza, es particularmente marcada. Sus
oficios (burocracia estatal, consejeros, abogados, financistas, notarios, administradores) también están muy ligados a la institución
real de venta de cargos, y en el curso de pocas generaciones se
alejan del comercio y de las actividades económicamente productivas. Todo ello se aviene bien con el ideal del otium cum dignitate,
y permite el acercamiento de este grupo a la ociosidad económica
de la nobleza.
El realismo estético
ii
La institución social que tiende el puente entre estos dos sectores
y que hace posible su configuración como una unidad que no obstante conserva sus diferencias –la cour et la ville– es el salón. Sin
el influjo de la ville, la nobleza tendió al manierismo y fue ajena
a todo sentido de medida, naturalidad y sobriedad. Aunque antipopular, esta nobleza todavía proclive a la aventura guerrera,
compartía gustos teatrales con el pueblo: los cambios violentos de
escenas, las aventuras, y una cierta disposición a dejarse envolver
por ilusiones fantásticas. Molière es víctima de la incomprensión
de este grupo, que no obstante, y bajo el influjo del teatro y de los
críticos clásicos, habría de aprender a reformar su gusto. Por su
parte, el burgués tuvo que efectuar el aprendizaje del desclasamiento propio del ascenso social. Ante todo, tuvo que huir de la
vida productiva, y hubo de borrar, a menudo durante el transcurso de generaciones, todos los rasgos que la actividad productiva
imprimía en su personalidad7: “Rien du poète, tout de l´honnête
homme”, es el elogio del duque de Saint-Simon para Racine. El lugar de tales aprendizajes y entrecruzamientos fue el salón, institución femenina por excelencia:
Y así se originó por primera vez, en casa de Madame de Rambouillet, la atmósfera de educación (Bildung), asemejamiento, calidez social, suavidad del trato, cultivo de las relaciones, acomodamiento de la vida íntima al buen tono social, ocultamiento de
todo lo de alguna manera insondable, la atmósfera que incluso
hoy los extranjeros sienten como específicamente social-francesa” (Auerbach, op. cit., p. 31 s.).
Vistos con nuestra mirada contemporánea, el salón y su ideal de
honnêteté pueden aparecer como socialmente excluyentes, y en
efecto lo eran. No cualquier hombre podía pertenecer a un salón.
En tanto que ideal de la cour et la ville, la honnêteté presupone un
efectivo desentendimiento de las actividades económicas, y el desprendimiento de la seriedad propia de todo oficio. Ello sólo resulta
7 Buenos ejemplos de las dificultades burguesas para comprender y asimilar este je ne sais quoi propio de la honnêteté, que no se funda en la abundancia económica ni en los méritos profesionales, son la comedia de Molière
Le bourgeois gentilhomme, y la sátira iii de Boileau titulada Le repas ridicule.
Rápidamente el burgués aprende a silenciar sus raíces profesionales, pero su
comportamiento forzado y artificial, carente de la liviandad propia del bon
ton, sigue delatando, al menos en las primeras generaciones, dicho origen.
93
•
posible para una aristocracia (la cour) enteramente dependiente en
su sobrevivencia del favor real, sin funciones distintas a las decorativas, o para una burguesía (la ville), que puede sobrevivir al
margen de sus actividades productivas y profesionales originales,
mediante la compra de puestos y privilegios.
Pero aunque excluyente, la honnêteté no es un ideal estamental: en
el salón no valen el nacimiento o la sangre –valores caros para la
tradicional noblesse d´epée–, ni los méritos individuales –valores
burgueses–. Lo que importa es el cuidado interno y externo de la
persona que pertenece al círculo, y que se traduce en una sociabilidad refinada que no tiene en cuenta membresía estamental o
profesional, ni confesión religiosa.
Ahora bien, la exigencia de prescindir de estos factores estrictamente individuales en el trato social, no implica su anulación
sino, precisamente, su reconocimiento consciente por parte del
honnêt homme. Esta es tal vez la mayor dificultad con que se topa el
burgués8: a la honnêteté pertenece el se connaître. Las características
estamentales dificultan el trato interestamental, y por ello la atmósfera propia del salón proscribe su expresión, aunque sin anularlas
•
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8 En su afán de ascenso social, Monsieur Jourdain, el protagonista del
Bourgeois gentilhomme de Molière, llega a autoengañarse acerca de sus orígenes sociales. Su mujer, una burguesa sin aspiraciones a la honnêteté, se
comporta y se reconoce como tal. Por ello interpela a su marido: “Y vuestro
padre, ¿no era comerciante como el mío?” (Acto iii, Escena xii). Pero éste
no puede prescindir de las maneras propias de su origen en el trato social,
es decir no puede acceder a la honnêteté, precisamente porque quiere negar y
olvidar dicho origen: “Hay idiotas que quieren decirme que él [su padre] fue
comerciante” (Acto iv, Escena v). También resultan significativos los personajes de los maestros de música, danza, esgrima y filosofía que el señor
Jourdain contrata, no por amor a dichas actividades, sino en un intento por
hacerse a aquello que es supuestamente apreciado por les gens de qualité. Los
maestros perciben claramente que el arribismo social de su discípulo y patrón impide su relación genuina con respecto a las artes que ellos enseñan:
“Desearía para él –dice el maestro de danza– que se conociera mejor (qu´il se
connût mieux) de lo que lo hace con las cosas que le damos” (Acto i, Escena
i). Pero que tampoco los maestros poseen la honnêteté, es algo que Molière
representa jocosamente en la gresca que ellos tienen entre sí, motivada por
la cuestión acerca de cuál de las profesiones (música, danza, armas o filosofía) resulta más importante para el estilo de vida pretendido por el señor
Jourdain.
El realismo estético
Este reducido grupo social, reunido en torno al ideal de la honnêteté, es denominado como la cour et la ville. Este es el público destinatario de la producción poética:
ii
de hecho y, sobre todo, sin eximir a su portador de la necesidad de
su reconocimiento. Lo contrario conduce al se meconnaître, es decir
al ridículo de pretender ser quien no se es9.
La cour et la ville son una unidad que se configura en el transcurso del siglo, y que podemos caracterizar ya como público en
sentido moderno. Por cierto que ambas partes de esta unidad están claramente separadas en relación con su rango formal; pero
existen cruces permanentes, y, ante todo, cada una ha perdido
para sí el fundamento de su especificidad. La nobleza como tal
ha llegado a perder toda función, y sólo se conserva aún como
entorno del rey. La burguesía, en la medida en que pertenece a
la ville, está ciertamente enajenada de su función original como
clase activamente productiva. La cour et la ville se funden en una
cerrada capa social, en virtud de su inutilidad parasitaria y de su
ideal de formación (Auerbach, p. 45).
Una mínima determinación de las características sociales del público receptor forma parte del contenido mismo de esta específica
teoría estética. A partir de este conocimiento podemos explicar no
sólo el contenido y los alcances de las prescripciones estéticas, sino
también ciertos “vacíos” de la teoría. El caso más notorio es el desarrollo, bastante incipiente, de las reflexiones acerca de categorías
estéticas centrales como gusto o genio.
En efecto, los aportes más originales de la reflexión estética del siglo xviii, Kant incluido, se centran precisamente en estos dos problemas, que escasamente ocuparon al siglo precedente. De manera
9 Desde este punto de vista, podemos considerar que el ideal del honnêt homme, es el antecedente histórico más próximo de la moderna categoría de ciudadano. Aquel no es todavía el hombre genérico, portador por nacimiento de determinados derechos y dignidades. Pero el salón fue tal vez el primer laboratorio
moderno en el que se configuró un tipo de relación social, no fundada en las
determinaciones estamentales o profesionales de sus miembros, pero que no
era posible sin el reconocimiento de aquellas por parte de éstos. Por lo demás,
tal como lo observa Auerbach, la calificación de honnêt homme se aplicaba también a gentes de la antigüedad o de culturas distintas como la hindú.
95
•
inversa, el siglo xvii centra su atención en problemas alrededor
de lo bello, frente a los cuales el siglo siguiente habría de ocuparse
apenas tangencialmente, y ello para abrir campo a la categoría de
lo sublime. Por lo que al gusto y al genio se refiere, hacia finales
del siglo xviii, un crítico francés, La Harpe, constata con cierto
asombro:
Pero lo que podrá sorprender es que estas dos palabras, el genio,
el gusto, tomadas abstractamente, no se encuentran nunca ni en
los versos de Boileau, ni en la prosa de Racine, ni en las disertaciones de Corneille, ni en las piezas de Molière. Esta manera de
hablar... es de nuestro siglo10.
Incluso en los artículos que la Enciclopedia dedica al gusto, puede
percibirse una cierta inseguridad en el uso del concepto de gusto: éste no se desprende aún de sus connotaciones fisiológicas, y
sólo metafóricamente se aplica al terreno de la crítica artística.
Con todo, su contenido central es relativamente claro: ¿qué fundamentos pueden aducirse en pro de una validez no meramente
individual de sus juicios?
•
96
El problema también se plantea para el siglo xvii, si bien no de manera tan aguda. Si este siglo puede darse por satisfecho remitiendo
la solución del problema a las características, más o menos objetivas,
que ha de exhibir lo bello, es precisamente porque cuenta con un público relativamente homogéneo en su gusto, que conoce y acepta un
canon, y que en consecuencia se considera competente para juzgar
y dirimir eventuales disputas: son los connaisseurs, es decir, la cour
et la ville. Es cierto que no siempre puede afirmarse que las disputas
hayan quedado efectivamente zanjadas11. Pero más importante que
ello, es el hecho de que existe la confianza en que son zanjables, y
10 Citado por Knabe, op. cit., “art. Gusto”, p. 239.
11 Caso paradigmático es la querella desatada por el juicio de la Academia
Francesa sobre El Cid de Corneille. De los múltiples panfletos y textos que la
constituyen, resalto dos: el anónimo “Discours à Cliton sur les observations du
Cid”, atribuido sin certeza al propio Corneille (en adelante citaré como Anon.,
Discurso a Cliton) y “Les sentiments de l’Académie Françoise sur la tragi-comedie du Cid” de Chapelain, en Armand Gasté, La Querelle du Cid. Pièces et pamphlets. Digno de atención es el hecho de que, aunque en ocasiones la disputa
tiende a recaer sobre la justeza misma de las reglas, la tendencia más general se
refiere a si su aplicación fue justa o no, lo que presupone su aceptación.
El realismo estético
ii
ello mediante el recurso a un sistema de principios, cuya aceptación
ninguno de los miembros del círculo pondría en cuestión. El adecuado cumplimiento de la prescripción de Boileau –”No ofrezcáis
al lector sino lo que pueda agradarle” (Arte poética, I, 104)–, remite de
inmediato no sólo a este conjunto de normas, sino a un grupo de
espectadores bastante homogéneo en cuanto a su aceptación de las
mismas: para el tipo de receptor en el que piensa Boileau, sólo lo que
concuerda con las reglas puede resultar agradable.
Cuando se plantea el problema específico del gusto, el siglo xvii se
satisface con asociaciones vagas entre conceptos no racionales (bon
sens, sentiment naturel, sentir) y la raison. El problema que ocupará
al siglo xviii está ya ciertamente esbozado: cómo hacer justicia al
elemento de espontaneidad sensible presente en un juicio, al mismo
tiempo que dar cuenta del fundamento que éste ha de tener para
ser intersubjetivamente vinculante. Pero si las soluciones nos resultan insatisfactorias, ello se debe más que a incapacidad, al hecho
de que el problema no era percibido con las urgencias posteriores.
En el prefacio a la edición de sus obras de 1701 –y es significativo
que no sea dentro del texto mismo de su Arte poética– Boileau parece
verse forzado a emplear el concepto de gusto en su acepción especializada de crítica de arte:
Por mucho que una obra sea aprobada por un pequeño número
de connaisseurs, si no posee una cierta aprobación y una cierta
sal apta para estimular el gusto general de los hombres, nunca
pasará por buena obra, y será necesario que, finalmente, los
connaisseurs mismos concedan que se equivocaron al darle su
aprobación. Si se me pregunta en qué consisten esa aprobación y
esa sal, respondería que es un je ne sais quoi que mejor se puede
sentir, que expresar12.
97
Según esta declaración, excepcional en Boileau, no sólo los connaisseurs pueden equivocarse en su aplicación de las reglas, sino que
éstas parecen ser insuficientes para garantizar la calidad de una
obra13; se requiere, además, que ésta posea un je ne sais quoi, que
12 Nicolás Boileau, “Préface des Oeuvres diverses” (edición de 1701) en Satires, Épîtres, Art poétique, p. 49. En adelante citado como Préface.
13 Más tajante, pero siempre de acuerdo con el espíritu de Boileau, es
Chapelain: “una pieza de teatro es buena cuando produce una satisfacción
•
es objeto de sentimiento más que de comprensión racional. Pero
ciertamente que la declaración es extrema: el desacuerdo se da
en casos excepcionales. Y de todas formas, de manera inmediata,
Boileau vuelve sobre sus pasos:
Sin embargo, en mi concepto éste [el je ne sais quoi - l.p.] consiste
principalmente en no presentar nunca al lector más que pensamientos verdaderos y expresiones justas (Boileau, Préface).
El pensamiento verdadero y la expresión justa aluden a una interpenetración entre el contenido y la forma poética, en la que esta
última ejerce las funciones directrices. Un contenido que violente
lo que la forma es capaz de recibir, no es verdadero. La grandeza del poeta reside entonces en vivificar la forma, en descubrir y
aprovechar sus posibilidades expresivas, de modo que sepa evitar
la repetición rutinaria al mismo tiempo que prevenir, tal como es
el caso en la honnêteté, todo desbordamiento inesperado. También
por ello, y sin negar la capacidad no tanto creadora cuanto innovadora del artista, Boileau y su siglo preferirían hablar de talentos
más que de genios:
¿Qué es un pensamiento nuevo, brillante, extraordinario? A
diferencia de lo que están persuadidos los ignorantes, no es en
absoluto un pensamiento que nadie haya tenido nunca, ni haya
debido tener. Por el contrario, es un pensamiento que cualquiera
ha debido tener, y que alguno se atreve a expresarlo como el
primero. Una buena expresión sólo es buena expresión cuando
dice una cosa que todos pensaban, pero aquel la dice de una
manera viva, fina y nueva (Boileau, Préface).
•
98
Son pues los ignorantes, es decir los que están por fuera del círculo
de los connaisseurs y que no pertenecen a la cour et la ville, quienes
confunden la calidad artística con lo inesperado, cuya expresión
conllevaría la ruptura de la forma estilística aceptada; su destinarazonable. Pero, así como en la música y en la pintura no estimamos que
todos los conciertos ni todos los cuadros sean buenos, así plazcan al vulgo,
si no se observan bien los preceptos de estas artes, y si los expertos que son
en ello los verdaderos jueces no confirman mediante su aprobación la de la
multitud; así, no diremos apoyados en la fe del pueblo, que una obra poética
sea buena porque le satisfizo, si los doctos no están también satisfechos con
ella” (Chapelain, p. 360).
El realismo estético
ii
tario previsible es le peuple. Por su parte, el público conocedor sabrá
apreciar el aprovechamiento de las posibilidades que ofrecen las
formas estilísticas. Éstas poseen una relativa flexibilidad, de la que
el buen artista sabe sacar partido; además, como la forma no es sometida a contenidos inéditos, es decir excesivamente individuales,
su flexibilidad basta para que, sin romperse, pueda conferir a la
expresión un aire de vivacidad, fineza y novedad.
2. La poética moderna y la Poética aristotélica: el contenido
moral de la tragedia
Anteriormente he afirmado que la supuesta existencia de obras que
resisten el paso del tiempo mereciendo un aplauso unánime por
parte de distintas épocas históricas, se convierte en un poderoso
aliciente que invita a superar una justificación meramente elitista
de los criterios del gusto. No se trata tan sólo de que su aceptación
se constituya en signo de distinción social o de pertenencia a una elite (la cour et la ville), sino de que la creencia en un consenso transhistórico tan amplio autoriza a pensar en la existencia de un canon
básico que lo funda y que es susceptible de ser explicitado14. Los
tratados poéticos de la antigüedad formarían parte de esta empresa, que debe ser completada por los tratados modernos. Más que
como confrontación, la recepción de los antiguos se entiende entonces como continuación de una búsqueda común, no exenta de las
correcciones que imponen los nuevos tiempos, pero no obstante
concordante en los principios fundamentales. Pierre Corneille, por
cierto que el más heterodoxo de los clásicos franceses, plantea en
los siguientes términos su relación con Aristóteles:
14 Véase, por ejemplo, la siguiente declaración de un autor perteneciente ya
al siglo xviii. En ella se alude a los efectos civilizadores del realismo estético,
y que se extienden a diversas épocas históricas: “Láncese una mirada sobre
la historia de las naciones: siempre se verá que la humanidad y las virtudes
civiles, de las que aquella es su madre, siguen a las bellas artes. Por ello Atenas
fue la escuela de la delicadeza, y Roma, a pesar de su ferocidad originaria, se
atemperó [...] No es posible que los ojos más groseros, viendo cada día las obras
maestras de la escultura y de la pintura, teniendo delante de sí edificios soberbios y regulares; que los genios menos dispuestos a la virtud y a las gracias,
a fuerza de leer obras noblemente pensadas y delicadamente expresadas, no
adquieran un cierto hábito del orden, de la nobleza, de la delicadeza”. Charles
Batteux, Principes de la Littérature (1774), p. 142 s.
99
•
Existen muchos visos de que lo que ha dicho este filósofo acerca
de los diversos grados de perfección de la tragedia tenía completa justeza para su tiempo y en presencia de sus compatriotas;
en absoluto deseo dudar de ello. Pero así mismo no puedo impedirme decir que el gusto de nuestra época no es de manera
alguna el de la suya, en lo que se refiere a la preferencia de una
especie sobre otra; o al menos que en este último punto, lo que
agradaba a sus atenienses no agrada igualmente a nuestros
franceses. Y no encuentro otra manera para hacer llevaderas mis
dudas, permaneciendo al mismo tiempo en la veneración que
debemos a todo lo que él ha escrito acerca de la poética (Corneille, DTr, p. 46).
Las reflexiones de Corneille merecen suficientemente nuestra atención: se trata de uno de los más brillantes dramaturgos pertenecientes a lo que Kant llamaba realismo estético. Una vez consolidada
su fama como poeta, se enfrenta como teórico con el legado aristotélico. Confiado en una comunidad fundamental con el Estagirita,
hace gala de gran agudeza al señalar y “corregir” aspectos neurálgicos de la Poética. Una vez más, el punto que aquí nos concierne es
el de la dimensión pedagógica y moral de la poesía dramática.
Las relaciones entre las exigencias formales y el placer que debe
producir la obra no estuvieron exentas de tensión. Así por ejemplo,
y a propósito de la polémica que desató el estreno de su Cid (finales
de 1636 o comienzos de 1637), el autor anónimo –sin certeza a veces
identificado con el propio Corneille– del Discours à Cliton sur les
Observations du Cid justifica la heterodoxia formal de la pieza en los
siguientes términos, bien diferentes por cierto de los últimos que
citábamos de Boileau:
•
100
Entre nosotros no se estima a un hombre como sabio por escribir
muchas cosas, sino por decir nuevas. Por otra parte, la novedad
que podría ser viciosa resulta de tal manera agradable en nuestra
poesía, que nos resultaría fastidioso tener que aprobar siempre
las obras de la antigüedad por buenas que ellas sean. No es pues
esto una falta de nuestra nación, sino una señal de preeminencia
y una prerrogativa de los espíritus bellos; pues es una acción
más vigorosa del entendimiento producir algo a partir de sí, que
admirar o imitar acciones de otros. Cuando a nuestros puertos
llega una gran flota, no se tiene curiosidad de saber cuánto traen
taleros cargan con ellos (Anon., Discurso a Cliton, p. 260).
La autonomía poética, es decir la libertad frente a las reglas que
provienen de la antigüedad, es cuestión de libertad de espíritu
y de dignidad nacional. Pero al mismo tiempo, la reivindicación
de la especificidad nacional es garantía de acceder a un público,
también específico, y en esa medida de producir placer en él. La
respuesta de la Academia redactada por Chapelain en 1638 no se
hace esperar:
El realismo estético
las gentes honestas (les honnêstes gens) hacen los libros, y los cos-
ii
los buques, sino qué traen de raro y de precioso. En una palabra,
No se trata aquí de satisfacer a los libertinos y viciosos que no
hacen más que reír ante adulterios e incestos, y a quienes no
inquieta ver violar las leyes de la Naturaleza siempre y cuando
se diviertan. No se trata de agradar a quienes miran todas las
cosas con un ojo ignorante o bárbaro” (Chapelain, p. 360).
Hecha esta precisión restrictiva acerca de los destinatarios del
teatro, podría parecer que existe una contradicción entre quienes
consideran que el verdadero fin de la poesía dramática es deleitar,
y quienes, avaros con respecto al tiempo de los hombres, sostienen
que lo útil es su verdadero fin. Pero la contradicción es, a los ojos
de la Academia, tan sólo aparente: los partidarios del placer son
demasiado razonables como para autorizar un placer que
no fuera conforme a la razón. Es necesario creer, si no quiere
hacérseles injusticia, que ellos han querido hablar del placer que
no es el enemigo sino el instrumento de la virtud, que purga al
hombre, sin disgusto e insensiblemente, de sus hábitos viciosos,
que es útil porque es honesto (honnêste), y que nunca puede dejar de lamentar, ni en el espíritu cuando se la ataca, ni en el alma
cuando se la corrompe (Chapelain, p. 359).
La concordancia entre exigencias tan diversas es provisionalmente
asegurada. En 1660, cuando Corneille publica sus discursos teóricos, su punto de vista es el de la Academia. Ahora califica como
inútil, por obvia, la discusión acerca de la utilidad de la poesía.
Según él, Aristóteles ha afirmado que el fin último del drama es
agradar, pero ello no de cualquier forma, sino según las reglas. La
limitación es importante, pues las reglas se justifican precisamente
como vehículo y garantía de la utilidad moral: “es imposible agra-
101
•
dar según las reglas, sin que se encuentre allí mucho de utilidad”
(Corneille, PDr, p. 8)15.
No obstante, y esto me parece importante, con suma agudeza Corneille reconoce no sólo que el texto aristotélico es ambiguo en su
tratamiento de las reglas, sino que nunca menciona explícitamente
la utilidad moral, y en cambio sí es muy explícito al afirmar que el
fin del poema es el placer (al respecto, véase mi interpretación de
la Poética aristotélica en el anexo a esta investigación). La supuesta
ambigüedad aristotélica es subsanada entonces mediante el recurso a Horacio:
Pero no es menos verdad que Horacio nos enseña que no lograríamos agradar a todo el mundo, si allí no entremezclamos
lo útil, y que las gentes graves y serias, los ancianos, los amantes
de la virtud, se aburrirían con ello, si no encontraran allí nada
de provecho. [...] Así, y aunque lo útil no entra [en el poema
dramático - l.p.] sino bajo la forma de lo deleitoso, no deja por
ello de serle necesario” (Corneille, PDr, p. 8).
•
102
Superado así este primer y tan importante “vacío” aristotélico,
Corneille examina las diversas formas posibles de presencia de lo
útil en el poema. La más obvia es la introducción de sentencias e
instrucciones morales a lo largo de la obra. Aunque este recurso es
legítimo y Corneille confiesa usarlo en ocasiones, se requieren precauciones para que su introducción resulte adecuada: raramente
han de figurar en los discursos generales; si no se aplican a casos
concretos, se tornan en lugares comunes que aburren haciendo
languidecer la acción. Así mismo puede resultar poco verosímil
ponerlos en boca de, o esperar que sean atendidos por, personajes
apasionados como suelen ser los de las piezas teatrales. Su empleo
debe ser entonces juicioso, atendiendo a que los personajes que los
15 Con todo, este autor, que acepta la función moral de las reglas, no deja
de percibir las limitaciones estrictamente dramáticas que conllevan. Así, en
las Advertencias al lector que preceden a los discursos mencionados, afirma
con respecto a la regla que prescribe la unidad de tiempo: “Creo que siempre
debemos hacer todo lo posible en su favor, hasta forzar un poco los acontecimientos que tratamos para acomodarlos a ella; pero si no puedo lograrlo,
incluso la olvidaría sin escrúpulo, y no querría perder un buen tema por no
poderlo reducir a ella” (Corneille, PDr, p. 4).
Una segunda forma de presencia de la utilidad en el poema dramático
El realismo estético
se encuentra en la pintura ingenua de los vicios y de las virtudes,
ii
introduzcan no estén alterados por la pasión o por el calor de la
acción.
que nunca deja de tener su efecto cuando está bien realizada,
y sus trazos son tan reconocibles que no puede confundírselos
el uno en el otro, ni tomar el vicio por la virtud. Entonces ésta,
aunque sea infeliz, se hace amar siempre; y aquél, aunque resulte triunfante, siempre se hace odiar. A menudo los antiguos
se satisficieron mucho con la pintura, sin ponerse en el trabajo
de hacer recompensar las buenas acciones y castigar las malas
(Corneille, PDr, p. 10).
La finalidad moral de la obra dramática exige tan sólo la pintura
objetiva de la virtud y del vicio. En principio, e independientemente de los desenlaces de la trama, la sola exactitud de la descripción
tendría que bastar para que la virtud resulte amable, y odioso el
vicio, sin que para ello sea necesario que los buenos triunfen y los
malos pierdan. Los antiguos tendían a reducirse a esta pintura,
y por ello, en rigor, no ha de reprochárseles. Pero Corneille es
plenamente consciente de los gustos –necesidades– de su época:
por exigencia de su público, el poeta dramático moderno ha dado
en culminar sus obras “con el castigo de las malas acciones y la
recompensa de las buenas, lo cual no es un precepto del arte sino
un uso que hemos adoptado” (Corneille, PDr, p. 11).
La anterior práctica de los modernos nos ilustra acerca del sui géneris carácter platónico de este público específico: los efectos pedagógicos y morales –o inmorales, en el caso de Platón– del teatro
presuponen la estrecha cercanía entre el mundo del escenario y
el mundo real. La escrupulosidad exigida en el seguimiento de
las pautas establecidas para la creación artística –por lo demás no
siempre suficientemente atendidas por poetas como el propio Corneille– sólo puede explicarse en virtud de la función educativa y
de civilización que se le atribuye, y que el arte comparte con la
etiqueta. En efecto, bajo el influjo de la etiqueta, la vida en la corte
es una puesta en escena, como puesta en escena son los sucesos actuados en el teatro. Los límites que separan al escenario de la realidad
103
•
eran tan tenues como pueden serlo para un niño de nuestros días:
si algo ocurre en el escenario, ello significa que lo mismo también
puede llegar a ocurrir en la realidad, ese theatrum mundi16. De esta
manera, lo que se prescribe para y proscribe del teatro –y de las
bellas artes en general–, también se prescribe para y proscribe de
la realidad:
No podríamos ver a un honnête homme en nuestro teatro sin desearle prosperidad y sin enfadarnos por sus infortunios. Por eso,
cuando éste acaba hundido, salimos con pena y nos embarga una
especie de indignación contra el actor y los actores. Pero cuando
los sucesos satisfacen nuestros deseos y la virtud es coronada,
salimos plenos de alegría, y sentimos satisfacción total con la
obra y con quienes la han representado. El resultado feliz de la
virtud a pesar de los contratiempos y de los peligros nos impulsa a abrazarlo; y el resultado funesto del crimen o de la injusticia
es capaz de aumentar nuestro horror natural ante éstos, por el
temor de una infelicidad semejante (Corneille, PDr, p. 11)17.
La última forma de presencia de la utilidad moral es específica de
la tragedia. Se trata de “la purgación de las pasiones por medio de
la piedad y del temor” (Corneille, PDr, p. 12). También aquí Corneille, con acierto, reconoce el laconismo del texto aristotélico; éste
resulta suficientemente explícito en cuanto a que la tragedia debe
•
104
16 Al respecto véase Richard Sennet, El declive del hombre público (1974), en
particular la parte segunda, “El mundo público del Ancien Régime”. Sennet
aborda en esta sección la persistencia, no obstante sus modificaciones, del canon clasicista durante el siglo xviii. Por su parte, en la primera mitad del siglo xvii, Chapelain advertía: “Los malos ejemplos son contagiosos, incluso en
los teatros. Las representaciones fingidas no causan sino crímenes demasiado
verdaderos, y existe un gran peligro en divertir al pueblo mediante placeres
que pueden producir algún día dolores públicos. Nos es preciso abstenernos
de acostumbrar sus ojos y sus oídos a acciones que debe ignorar, y de enseñarle
ora la crueldad, ora la perfidia, si no le enseñamos al mismo tiempo el castigo
correspondiente, y si a la salida de estos espectáculos no se lleva al menos un
poco de miedo entre mucho de satisfacción” (Chapelain, p. 360 s.).
17 El mismo sentido tienen las siguientes observaciones de Corneille:
“Una precaución que debemos tomar es la de preservar a nuestros héroes del
crimen tanto como sea posible, e incluso eximirlos de empapar sus manos en
sangre, a no ser que sea en un justo combate” (DTr, p. 51). “Nuestra máxima
de hacer amar a nuestros principales actores no era de uso en los antiguos”
(DTr, p. 52).
La piedad por una desdicha en la que vemos caer a nuestros
El realismo estético
semejantes nos conduce al temor de algo similar para nosotros;
ii
excitar la piedad y el temor en el espectador, pero no es claro en
su significado cuando afirma que por este medio “purga pasiones
semejantes”. Pero no obstante el reconocimiento de esta vaguedad,
la exégesis corneilliana no se hace esperar:
este temor, al deseo de evitarlo; y este deseo, a purgar, moderar,
rectificar, e incluso a arrancar en nosotros la pasión que, a nuestros ojos, precipita en esa desdicha a las personas que compadecemos, por la sencilla razón, pero natural e indudable, de que
para evitar el efecto es necesario suprimir la causa (Corneille,
DTr, p. 33).
Como acertadamente anota Erwin Rottermund en un comentario
a este pasaje, la representación del mundo pasional se vuelve central para la concepción moderna de la tragedia, pues la pasión es el
motor de la acción trágica:
El afecto conduce a la catástrofe; la actio fatal no viene “desde
afuera”, sino del alma agitada. Mediante el intento de mostrar,
dada su condición diferente, la afectividad potencialmente igual
de la persona dramática y el espectador, se refuerza una vez más
la significación de las pasiones representadas, y se especifican
los afectos centrales de la tragedia: ambición, amor, odio, venganza
(Rottermund, p. 247).
Si nos remitimos a la caracterización aristotélica de las acciones
mencionada en mi anexo, resulta evidente que para Corneille, la
“acción trágica” por excelencia sería la imitación de lo que, en la
Ética nicomáquea se califica como acciones voluntarias con ignorancia.
La acción que desencadena el tránsito de la dicha a la desdicha
tiene su origen en un carácter vicioso, es decir, en un modo de
ser inadecuado con respecto a la pasión. Pero así mismo, podemos
afirmar que según esta concepción, los personajes tienden a obrar
con ignorancia, es decir, desconociendo aquello que no obstante
están obligados a conocer. El tema (mythos) de la tragedia se convierte entonces en una exploración del tortuoso mundo pasional y
de sus consecuencias, y todo ello con miras a la ilustración y aleccionamiento del espectador, es decir, a posibilitar en él un modo de
ser adecuado con respecto a la pasión (virtud).
105
•
Por su parte, numerosas veces insiste Boileau en el precepto horaciano de la imitación de la naturaleza: “Que la naturaleza sea pues
vuestro único estudio” (Arte poética, iii, 360). Sin embargo, por
naturaleza se entiende principalmente la naturaleza humana, en
su complejidad pasional. Frente al resto de hombres, el poeta se
distingue por su capacidad de penetración en las profundidades
del corazón humano: generosidad, ambición, amor, celos, odio,
venganza:
La naturaleza, fecunda en extraños retratos, está marcada en
cada alma con diferentes trazos. Un gesto la descubre, una
nimiedad la hace aparecer: pero no todo espíritu tiene los ojos
para conocerla (Boileau, Arte poética, iii, 369).
•
106
El drama francés del siglo xvii no conoce límites para explorar
y representar los más altos grados de la pasión, salvo los que se
derivan de las exigencias retórico-estilísticas. Pero justamente con
éstas garantiza el cumplimiento de sus propósitos didácticos: la
frialdad formal característica de esta dramaturgia representa la
distancia racional a partir de la cual es posible conocer y manejar
las pasiones, sin ser arrastrado por ellas. Todo esto se aparta en
mucho de lo que, a mi juicio, podemos inferir con legitimidad del
texto aristotélico sobre la tragedia: en él no encontramos ninguna
referencia acerca de que su tema central hayan de ser las pasiones,
y la negación del carácter (ethos) como núcleo del mythos apunta
más bien en la dirección contraria. Esto no quiere decir que la concepción aristotélica de la tragedia excluya la exploración de las pasiones; sólo que ésta sería posible si se adecúa como medio para
un fin (ergon) que no es ni el conocimiento, ni el manejo adecuado
de las pasiones. De éstas, las únicas mencionadas son fobos y eleos,
mas no como efectos que se producen en el espectador a partir de
la imitación de acciones realizadas voluntariamente, sino de aquellas
producidas por una equivocación que no compromete el valor moral del agente. Finalmente, fobos y eleos son pasiones a purgar, muy
posiblemente mediante su incremento artificial. Para Aristóteles
no se trata pues de un interés pedagógico que busca moderar en
un justo medio el influjo pasional sobre el carácter, sino de la eliminación profiláctica, así sea temporal, de afectos perturbadores.
Pero en la diversidad de poetas y críticos franceses existe un acuerdo en sentido contrario:
un hecho paradójico (visto desde la posición de Schadewalt): se
fundamenta una interpretación no aristotélica de la catarsis, que
desconoce la esencia de fobos y eleos como `afectos elementales´ a
expulsar, precisamente con la ayuda de la doctrina peripatética
del justo medio (Rottermund, p. 247).
El realismo estético
la reducción de su exceso a un justo medio; así, se deriva de allí
ii
No puede tratarse de una liquidación total de los afectos, sino de
En este contexto no ha de sorprender entonces el fino desconcierto
que experimenta Corneille frente al tipo ideal –Edipo– de tragedia
aristotélica. El personaje ha de situarse en el medio de la excesiva
virtud y del excesivo vicio, y
por una falta, o debilidad humana, cae en una desdicha que
no merece. Aristóteles ofrece como ejemplos de ello a Edipo y
Tiestes, con lo que verdaderamente no comprendo en absoluto
su pensamiento. Me parece que el primero no comete ninguna
falta, aun cuando mate a su padre, porque no lo conoce, y no
hace más que disputar el camino como hombre sensible a un
desconocido que lo ataca con ventaja. Sin embargo, como el
significado de la palabra griega hamartia puede extenderse a un
simple error de desconocimiento, tal como era el suyo, admitámoslo con este filósofo, aunque yo no pueda ver qué pasión es
la que nos ofrece para purgar, ni de qué podamos corregirnos
según su ejemplo (Corneille, DTr, p. 35).
Si el ergon trágico fuera la pedagogía moral, entonces la consecuencia lógica que extrae Corneille es que Aristóteles, acaso influido
por el limitado repertorio teatral de su tiempo que sustenta su doctrina, impone unas limitaciones innecesarias y hasta contraproducentes para el logro de tal fin18. Para Corneille, el temor en la versión
aristotélica resulta a tal punto condicionado por la piedad, que su
fuerza persuasiva puede llegar a anularse, y se pregunta entonces
si la purgación no es más que una estratagema de Aristóteles para
defender la tragedia de los ataques platónicos19. Según Corneille,
18 “Si la purgación de las pasiones se hace en la tragedia, sostengo que ella
debe hacerse de la manera como la explico; pero dudo si alguna vez ella lo ha
hecho, e incluso en aquellas que tienen las condiciones que pide Aristóteles”
(Corneille, DTr, p. 35 s.).
19 “Como él [Aristóteles - l.p.] escribía para contradecirlo [a Platón - l.p.],
mostrando que no es adecuado expulsarlos [a los poetas - l.p.] de los estados
107
•
la doctrina aristotélica sólo sería rescatable si se la entiende de tal
manera que baste con uno de los dos sentimientos para que pueda
darse la purgación, aunque teniendo en cuenta “que la piedad no
puede ocurrir sin el temor, y que el temor puede llegar sin la piedad” (Corneille, DTr, p. 38). Así mismo, no es necesario que estos
sentimientos se den siempre a propósito del mismo personaje: la
piedad puede ser suscitada por un inocente, y el temor por un
personaje distinto a éste20. Resulta claro que estas modificaciones
van encaminadas a salvaguardar el efecto del temor, y con él el
carácter moral de la tragedia.
Sin embargo, las anteriores modificaciones de la doctrina aristotélica obligan consecuentemente a otras. Por mi parte, he afirmado
que la exclusión aristotélica de personajes muy virtuosos o muy
viciosos que caen de la dicha en la desdicha, o de viciosos que
pasan de la desdicha a la dicha resulta de su inadecuación para los
fines no morales de la tragedia. Ellos desvían la atención del espectador hacia el campo de las acciones voluntarias, pero el yerro
trágico es ajeno a ellas. Pero si, como lo afirma Corneille, el fin de
la tragedia es la utilidad moral, entonces tales exclusiones pierden
su sentido, y si se las acepta, sería preciso rechazar muchas piezas
del teatro moderno, que no obstante resultaron exitosas.
•
108
bien civilizados (policés), quiso encontrar esta utilidad en estas agitaciones
del alma, con el fin de hacerlos recomendables por la misma razón en que el
otro se apoya para desterrarlos. Le faltaba aquel fruto que puede nacer de las
impresiones que constituyen la fuerza del ejemplo: el castigo de las malas
acciones, y la recompensa de las buenas, no eran costumbre de su siglo,
mientras que nosotros sí lo hemos hecho en el nuestro. Y no pudiendo encontrar una utilidad sólida, exceptuando la de las sentencias y los discursos
didácticos, de los que la tragedia puede prescindir según su opinión, la ha
substituido por otra que tal vez no es más que imaginaria. Temo realmente
que en este punto, el razonamiento de Aristóteles no sea más que una bella
idea, sin que jamás tenga su efecto en la verdad” (Corneille, DTr, p. 36).
20 Y sobre esta nueva base se da el intento corneilliano de interpretación
de Edipo: su desdicha suscita nuestra piedad pero no nuestro temor: ningún
espectador teme dar muerte a su padre o desposar a su madre. El temor, y
por ende la pasión a purgar, sería con respecto a la curiosidad por conocer el
futuro, que nos lleva a consultar predicciones y a tomar decisiones equivocadas con base en ellas. Pero entonces quienes hacen nacer nuestro temor
son Layo y Yocasta, quienes cuarenta años antes de la acción representada,
consultaron el oráculo.
El realismo estético
ii
La lectura corneilliana justifica la recomendación de Aristóteles
que dice que el virtuoso –o el inocente– no ha de caer en la desdicha, pues ello desviaría la piedad del espectador por la víctima
hacia su indignación por el victimario. Y si el muy vicioso tampoco ha de caer en ella, es porque no se puede sentir piedad por algo
que merece, ni temor por algo que un espectador no tan pérfido
nunca llegará a realizar.
Pero cuando estas dos razones desaparecen, de modo que un
hombre de bien que sufre excite más piedad por él que indignación contra quien lo hace sufrir, o que el castigo de un gran crimen pueda corregir en nosotros alguna imperfección que tenga
relación con él, me parece que no es problemático exponer en
la escena a hombres muy virtuosos o muy malos en la desgracia. He aquí dos o tres maneras que tal vez Aristóteles no supo
prever, porque no se veían ejemplos de ello en los teatros de su
tiempo (Corneille, DTr, p. 40).
Quiero reseñar un último “ajuste” corneilliano a la Poética de Aristóteles. Con respecto a los acontecimientos que deben considerarse
temibles y dignos de compasión, Aristóteles dice, escuetamente,
que deben preferirse los que ocurren entre amigos o familiares,
más que los que se dan entre enemigos o desconocidos21. A mi
juicio, la razón principal de ello reside en que tal cercanía incide
poderosamente en la felicidad o infelicidad de los agentes trágicos
y en los efectos simpatéticos sobre el espectador: no es lo mismo si
el yerro trágico ocasiona la perdición del ser querido, o de un desconocido. Pero esta explicación no hubiera satisfecho a Corneille,
para quien los lazos de sangre o la ligazón amorosa entre perseguido y perseguidor se muestran como un recurso adecuado, sólo
si potencian el conflicto moral:
Las oposiciones entre los sentimientos de la naturaleza y los arrebatos de la pasión o la severidad del deber forman poderosas
21 “Necesariamente se darán tales acciones entre amigos, o entre enemigos,
o entre quienes no son ni lo uno ni lo otro. Pues bien, si un enemigo ataca a su
enemigo, nada inspira compasión, ni cuando lo hace, ni cuando está a punto de
hacerlo, a no ser por el lance mismo; tampoco, si no son amigos ni enemigos.
Pero cuando el lance se produce entre personas amigas, por ejemplo si el hermano mata al hermano, o va a matarlo, o le hace otra cosa semejante, o el hijo
al padre, o la madre al hijo, o el hijo a la madre, éstas son situaciones que deben
buscarse” (Aristóteles, Poética, 1453b15-24).
109
•
agitaciones, que son recibidas por el espectador con placer (Corneille, DTr, p. 41)22.
En el contexto de las acciones entre amigos o familiares, Aristóteles
(Poética, 1453b26-1454a9) presenta cuatro tipos posibles de acción
trágica: que los personajes estén a punto de ejecutar la acción a
sabiendas, y no la ejecuten (Hemón frente a Creonte en Antígona);
esta situación es rechazada por Aristóteles pues es repulsiva y no
trágica, y falta lo patético. No es excelente, pero sí mejor, el segundo
tipo en el que los personajes obran con pleno conocimiento (Medea
dando muerte a sus hijos). Mejor aún cuando el personaje ejecuta
la acción sin conocer al otro, y después de ejecutada lo reconoce
(Edipo): no hay repugnancia y la agnición es aterradora. Excelente
cuando, estando a punto de hacer algo irreparable por ignorancia,
se produce la agnición antes de hacerlo, y no se lo hace (Ifigenia).
•
110
Desde la interpretación que he propuesto, fácilmente pueden reconocerse las razones que llevan a sustentar la tercera posibilidad:
es el caso típico de una acción realizada por ignorancia y que acarrea funestas consecuencias para la felicidad del agente. Pero las
mismas razones valen para el cuarto tipo: aunque en este caso la
acción no se realiza, el agente está a punto de realizarla, también
por ignorancia; y aunque los efectos catastróficos no lleguen a concretarse, el espectador los vive como inminentes, y esto basta para
la producción del temor y la compasión. Que el cuarto tipo sea
superior al tercero es algo que puede explicarse en términos estéticos, sin recurrir a consideraciones morales: la realización de la
acción que daña involuntariamente al amigo fácilmente puede dar
lugar a sentimientos perturbadores de repugnancia, no obstante
que no se condene al agente. Por el contrario, la no realización de
la acción, siempre y cuando se llegue a suscitar la compasión y el
temor, eliminaría la interferencia neutralizadora que representaría
un eventual sentimiento de repugnancia.
22 Naturalmente que esto puede ocurrir en muchas tragedias antiguas. Tal
es el caso paradigmático de la Antígona de Sófocles, en donde se escenifica el
conflicto entre el derecho natural-fraterno que esgrime Antígona para enterrar a Polinices, y la ley de la ciudad que lo prohíbe (Creonte). No creo que
Aristóteles destierre de la tragedia este tipo de conflictos, pero en todo caso
no son ellos el núcleo central de la acción trágica.
El realismo estético
ii
Los clásicos franceses aceptan el cuarto tipo, sin simpatizar con el
tercero. Ello quiere decir que, a pesar de su acuerdo nominal, sus
motivos para aceptar el último tipo son distintos a los de Aristóteles. Para ellos, la agnición sería en este caso el reconocimiento
oportuno del personaje que iba a ser afectado por la pasión del
agente, reconocimiento que conduce a este último a abstenerse de
realizar la acción perversa.
En cuanto al tercer tipo de acciones, es preciso decir que no se
presta en absoluto para la redefinición corneilliana. Por ello nuestro autor opta por dejarlo de lado, aduciendo la poca verosimilitud
que representa, en los tiempos modernos, el que un padre no reconozca que a quien va a causar un mal es precisamente su hijo. Así
mismo, la compasión que pueda despertar la suerte del inocente
cuya identidad es desconocida por el agente, queda sepultada bajo
el impacto de su catástrofe. El contenido central de la acción trágica se oculta entonces ante los ojos del espectador:
Pero cuando se obra con el rostro descubierto, y se sabe a quien
se desea [dañar - l.p.], el combate de las pasiones contra la naturaleza, o del deber contra el amor, ocupa la mejor parte del poema; y de ahí nacen las emociones grandes y fuertes que renuevan
todos los momentos y redoblan la conmiseración. [...] Sé que la
agnición es un gran ornamento en las tragedias: Aristóteles lo
dice; pero es cierto que ella tiene sus incomodidades (Corneille,
DTr, p. 45).
Resulta significativo, y también muy consecuente, el reconocimiento que hace Corneille del primer tipo de acciones, explícitamente
rechazado por Aristóteles. Con éste, Corneille acepta la inconveniencia dramática del abstenerse de realizar la acción que dañará
al conocido, si ello responde a un simple cambio de voluntad injustificado. Pero ve otras posibilidades muy fructíferas para el drama:
cuando a pesar de todo su esfuerzo por realizar la acción, fuerzas
superiores no sólo impiden al agente llevarla a cabo, sino que lo someten al dominio de aquellos a quienes deseaba perjudicar. En ese
caso, del que los ejemplos teatrales de su tiempo privaban a Aristóteles, se pueden ofrecer desenlaces morales que no eran la moda
entre los antiguos: que los buenos se salven por la perdición de los
malos. Desde este punto de vista, el tipo de acción rechazado por
Aristóteles resulta superior al por él mismo considerado excelente,
111
•
en el que la agnición impide finalmente la realización de la acción
fatal. Para la visión moral de Corneille, el tipo de acción preferido
por Aristóteles sólo da lugar a la piedad por el que está a punto de
ser dañado. Por el contrario, el tipo de acción por éste rechazado, si
es convenientemente manejado, da lugar a una clara enseñanza: el
vicioso a sabiendas no sólo fracasa al no poder realizar su acción,
sino que sucumbe frente al inocente.
3. La verosimilitud
Esclarecido el carácter moral del ergon de la tragedia moderna,
quiero examinar algunos de sus aspectos técnicos, en la medida
en que apuntalan a este tipo preciso de finalidad23. Según Bray, la
regla central de los modernos es la verosimilitud, que se aplica a
tres objetos: a la fábula (mythos), a la representación (regla de las
unidades), y a las costumbres de los personajes (teoría del decoro).
En términos generales, lo que está en juego con la verosimilitud es
el problema de las relaciones entre la ficción artística y lo que su
receptor concibe, o debe concebir, como real.
La verosimilitud de la fábula
El primer asunto a examinar es pues el de la verosimilitud de la
fábula. Aristóteles parece haber distinguido aquí tres tipos de hechos: los reales, o que han sucedido, y que en tanto tales son objeto
de la historia más que de la poesía. Los posibles, es decir los que
podrían ocurrir, y que son objeto de la poesía en tanto que sean al
mismo tiempo verosímiles. Y, finalmente, los hechos verosímiles,
que son aquellos que el público cree que pueden ocurrir, y que no
incluyen necesariamente a todos los posibles, ni a todos los reales,
y que son el objeto de la poesía.
•
112
Con Aristóteles, los clásicos franceses comparten la idea de que la
imitación artística no puede ser una copia de modelos, tal y como
éstos existen en la realidad histórica. Pero los motivos difieren
en uno y otro caso. Mientras que Aristóteles deslinda poesía de
historia en cuanto que ésta es el reino de una casualidad que, de
23 No es mi propósito realizar una exposición detallada del contenido y de
muchas de las discusiones a que fueron sometidos estos principios. Para estos
efectos, véase René Bray, La formation de la doctrine classique en France, Librairie
Nizet, París, 1926.
El realismo estético
ii
ser reproducida, arruinaría los efectos de la mimesis poética, los
franceses alteran los modelos externos –sean estos tomados de la
realidad, o incluso de las creaciones poéticas antiguas– en la medida en que éstos contengan rasgos de comportamiento bárbaros.
Lo real contiene, al fin y al cabo, mucho de “vergonzoso”, y en ese
sentido es un objeto más adecuado para la historia. La verdad que
el arte ha de reproducir se designa entonces, para diferenciarla de
la verdad histórica, como verosimilitud24 .
Según Bray (p. 195), ha sido el italiano renacentista Castelvetro
quien divide, influyendo con ello decisivamente sobre los franceses, las posibles relaciones entre lo posible y lo verosímil en los
siguientes términos: lo posible verosímil, lo posible inverosímil,
lo imposible verosímil y lo imposible inverosímil. Materia de
creación poética son tan sólo lo posible verosímil y lo imposible
verosímil. Sólo Corneille se apartará de este punto de vista general
al reivindicar para la creación poética el aserto aristotélico 25 según
el cual lo que ha sucedido (historia) es posible, así resulte, al menos
en principio, inverosímil. Pese a su desplazamiento desde la irreverencia juvenil, en él subsiste siempre la tensión entre la función
moral de la regla y su eventual inconveniencia dramática: nada ha
24 “Pero sostenemos que no todas las verdades son buenas para el teatro, y que algunas de ellas son como esos crímenes enormes, en los que los
jueces hacen quemar los procesos junto con los criminales. Hay verdades
monstruosas que es preciso suprimir por el bien de la sociedad, o que si no
se las puede esconder, es necesario contentarse con resaltarlas como cosas
extrañas. Es principalmente en esas ocasiones que el poeta tiene derecho
de preferir la verosimilitud a la verdad, y de trabajar mejor sobre un tema
ficticio y razonable que sobre uno verdadero pero no conforme a la razón.
Y si está obligado a tratar un material histórico de esta naturaleza, entonces
debe reducirlo a los términos del decoro (bien-seance), sin tener respeto por
la verdad, y debe más bien cambiarlo por completo que dejarle algo que sea
incompatible con las reglas de su arte; el cual, proponiéndose la idea universal de las cosas, las limpia de los defectos y de las irregularidades particulares que la historia, por la severidad de sus leyes, está obligada a soportar”
(Chapelain, p. 365 s.). Más adelante afirma el mismo autor: “No es que la
utilidad no pueda producirse mediante costumbres que sean malas; pero
para producirla mediante malas costumbres, es necesario que finalmente
ellas sean castigadas y no recompensadas” (Chapelain, p. 372).
25 “Lo que no ha sucedido, no creemos sin más que sea posible; pero lo sucedido, está claro que es posible, pues no habría sucedido si fuera imposible”
(Aristóteles, Poética, 1451b15).
113
•
de ser imposible para el teatro, y éste debe adaptarse a los temas
y no a la inversa. Pero la tendencia dramatúrgica preponderante
rechaza una historia que, aunque verdadera, sea inverosímil.
La libertad con respecto a la historia es entonces más bien una restricción. La creación dramática moderna se orienta hacia lo posible
verosímil, es decir, hacia aquellos hechos cuya ejecución no tropieza con ningún obstáculo (lo posible), y que además resulta aceptable como tal para el público (lo verosímil). A su turno, dentro de
lo verosímil se distingue entre lo ordinario y lo extraordinario26.
Una vez más, Corneille, aunque con limitaciones bien definidas, se
aparta de la tendencia general no sólo en cuanto que ésta proscribe
la verdad en pro de lo verosímil, sino también porque proscribe lo
verosímil extraordinario y acepta sólo lo verosímil ordinario. En
palabras de D´Aubignac:
Lo verdadero no es el tema del teatro, porque existen muchas cosas verdaderas que no deben ser vistas allí... Lo posible tampoco
será el tema, pues hay muchas cosas que se pueden hacer, y que
no obstante serían ridículas y poco creíbles si fuesen representadas... Sólo pues lo verosímil puede fundar, sostener y terminar
un poema dramático: no se trata de que las cosas verdaderas y
posibles sean proscritas del teatro, sino de que sólo se admiten
allí en tanto que tengan verosimilitud27.
•
114
26 “Lo verosímil ordinario es una acción que sucede más a menudo, o al
menos tan a menudo como su contraria; el extraordinario es una acción que
sucede, en verdad, menos a menudo que su contraria, pero que no permite
una posibilidad tan demasiado fácil como para llegar hasta el milagro, o
hasta esos acontecimientos singulares que sirven de materia a las tragedias
sangrientas. Estos tienen su apoyo en la historia o en la opinión común, y
sólo pueden servir de ejemplo para los episodios de la pieza de la que hacen
parte, puesto que no son creíbles a menos que tengan este apoyo” (Corneille,
DTr, p. 59 s.).
27 D’Aubignac, La practique du théâtre [1657], citado por Bray, p. 200. También dice el mismo autor: “Ya hemos dejado, como dice Séneca, el tiempo de
la credulidad, y las fábulas ya no están de moda; es necesario ofrecer alimentos más sólidos a los espíritus, y si la antigüedad soportaba esas invenciones quiméricas, nuestro siglo quiere ser engañado más agradablemente y
mediante acontecimientos que ameriten más creencia”. Por su parte, Boileau
ordena: “Nunca ofrezcáis al espectador nada increíble. Lo verdadero a veces
puede no ser verosímil” (Arte poética, iii, 47-48).
El realismo estético
ii
La restricción que impone la modernidad a la noción de verosimilitud se explica en función de la tarea pedagógica y moral atribuida
al arte. Con Aristóteles, la modernidad comparte la preocupación
por ganar la atención del espectador: es importante que éste pueda
aceptar, simpatéticamente, la ficción que se le presenta. Pero la modernidad, y no Aristóteles, justifica la exigencia de la verosimilitud
en tanto que instrumento retórico idóneo para la consecución de
la utilidad moral:
En cuanto a la razón que hace que lo verosímil más que lo verdadero
sea asignado como parte de la poesía épica y dramática, es que
este arte, teniendo por fin el placer útil, conduce a los hombres
más fácilmente a él mediante lo verosímil que no encuentra
resistencia en ellos, que mediante lo verdadero. Éste podría ser
tan extraño y tan increíble, que ellos se rehusarían a dejarse
persuadir y a seguir su guía sólo a partir de su fe (Chapelain, p.
364 s.).
La verosimilitud de la representación: las tres unidades
De la verosimilitud de la fábula pasemos a la verosimilitud de la
representación, es decir al principio de las unidades de acción,
tiempo y lugar que debe guardarse en el escenario. En el anexo
he mencionado el hecho de que Aristóteles sólo se refiere a la unidad de acción, y que su fugaz mención a lo que posteriormente
se interpretaría como unidad de tiempo28 debe interpretarse en
relación con aquella: a diferencia de la épica, la representación de
la acción trágica ha de concentrarse en lo que es necesario (nudo)
para comprender el desenlace. En cuanto a la llamada unidad de
lugar, no se encuentra ninguna mención en el Estagirita.
Por lo que a los modernos se refiere, hemos visto que el interés
moral del drama consiste en explicitar la relación causal entre actus
interior y actus exterior, es decir, entre afecto y acción, suscitando con ello la noción de responsabilidad moral en el espectador.
Pero esto supone un escenario adecuado para el transcurso de las
acciones. En principio, dicho escenario no puede ser la realidad:
ésta es demasiado compleja, en ella se confunden infinitos nexos
causales, de tal modo que para la explicación cabal de un acon28 “Pues la tragedia se esfuerza lo más posible por atenerse a una revolución del sol o excederla poco”. Aristóteles, Poética, 1449b13.
115
•
tecimiento dado tendríamos que acudir a una infinidad de eventos antecedentes o incluso concomitantes con respecto al que se
quiere esclarecer, y de los que no puede afirmarse que dependan
de la voluntad del agente. Así se explica la desconfianza frente a
la imitación de lo verdadero, y también frente a la introducción
de la extraordinario. Por tal motivo, los entrecruzamientos espacio-temporales de diversas tramas, o los entrecruzamientos de
personajes de diversa procedencia social tan característicos del
teatro shakesperiano son censurados como inverosímiles o como
propios de un gusto bárbaro. Puesto que la experiencia artística ha
de tener efectos sobre el comportamiento, en el arte el espectador
ha de corregir su concepción de realidad, reemplazándola por
otra, acaso simple pero en todo caso racional, y despojada de todo
rasgo de arbitrariedad. Tal es, a mi juicio, la función esencial que
desempeña el principio de las tres unidades dentro de la estética
llamada por Kant racionalista-realista.
•
116
A juzgar por la dureza de la batalla del teatro clásico con el llamado teatro irregular, hemos de suponer que la experiencia de lo
real –por supuesto que en las capas populares, pero también en
capas nobles en proceso de civilización– todavía admitía mucho
de imprevisible, acercándose a eso que varios siglos después Alejo
Carpentier, acaso para regocijo de los europeos racionalizados,
diera en llamar lo real maravilloso, y que según él era característico
de nuestra América. Lo verosímil simplifica la realidad: la representación de una acción, que sucede en un lugar, y cuya representación teatral no excede en mucho la duración previsible de la
acción por fuera del teatro, no sólo resulta fácilmente comprensible
para el espectador en virtud de su simplicidad, sino que induce
en él una noción igualmente simple de la realidad, en donde las
acciones son resultado de la voluntad del agente que maneja sus
pasiones, y en donde no hay lugar a irrupciones extraordinarias
que pudieran eximirlo de su responsabilidad.
En su defensa de El Cid corneilliano, el heterodoxo autor anónimo
del Discurso a Cliton no alude a la justificación moral del principio
de las unidades. El centro de su ataque es la esterilidad dramática
del mismo. Desde su punto de vista, la representación ha de ser
una sombra de la historia, es decir, de la realidad, pero nadie exigiría que la sombra sea igual al cuerpo, sino tan sólo que le sea
El realismo estético
ii
proporcionada. Según el Anónimo, es posible, aunque no necesario, que el principio de las unidades represente justamente dicha
proporción para los argumentos poéticos simples; pero el poema
simple, aunque legítimo, reduce el ámbito de realidad representado. No así con los poemas complejos, igualmente legítimos y normalmente más interesantes:
En la naturaleza nada impide que dos cosas de la misma esencia no puedan estar juntas, y que no puedan configurar juntas
un cuerpo más grande, y ocupar un lugar más grande, que lo
que harían cada una aparte. De la misma manera, no es ningún
absurdo que dos o más temas simples de tragedia o de comedia
puedan estar juntos, y puedan configurar ambos un poema compuesto, que exigirá un tiempo más largo y un lugar más grande
para su representación, que los que serían necesarios para representar a cada uno por separado (Anon., Discurso a Cliton, p.
254).
El apologista del Corneille temprano no llega a la afirmación weberiana de la irracionalidad de la realidad, pero sí es plenamente
consciente de su complejidad, y afirma que ésta no es un obstáculo
para su imitación dramática, siempre y cuando se libere de la tiranía esterilizante del principio de las unidades:
Por la unidad de acción, sólo acomodan al teatro un tipo de historias, en lugar de acomodar todo tipo de historias al teatro. Por
el lapso de veinticuatro horas restringen, en lugar de extenderla,
la potencia de la imaginación y de la memoria, haciendo de los
espectadores pequeños espíritus. Mediante la escena que asignan a un solo lugar, suprimen todos los casos fortuitos que están en la naturaleza y que imponen a las cosas la necesidad de
encontrarse aquí o allá, con lo que destruyen la verosimilitud,
regla fundamental de la poesía. He ahí una larga secuencia de
acciones, que sucede en diversos países, en un largo período de
tiempo. ¿Por qué, puesto que así y naturalmente suceden, no
habrían de ser representadas de la misma manera? (Anon, Discurso a Cliton, p. 256).
La anterior declaración de guerra al principio de las unidades es
ciertamente rica en contenidos. Yo me atrevería a calificarla de futurista, si bien a sus contemporáneos debió de parecerles peligrosamente retardataria. En efecto, la concepción aquí expuesta de una
117
•
realidad altamente compleja amenaza con arruinar el sentido, simple pero racional, de realidad que la verosimilitud busca implantar. Pero probablemente el autor atisba un público distinto: no el
de los pequeños espíritus fabricados por el principio de las unidades,
ni tampoco uno que sucumbiría a la ilusión teatral confundiéndola con la realidad. El público aquí aludido no pide identificación
entre escenario y realidad, y por ello no puede confundirlas. De él
se espera una recepción en la que entra en juego su capacidad de
abstracción, es decir, su memoria e imaginación. Por este motivo, la
reducción por principio del poema a argumentos simples –tal es el
efecto del acatamiento dogmático del principio de las unidades– y
la necesaria exclusión de la complejidad histórica como tema poético sólo pueden redundar en el empobrecimiento espiritual:
En primer lugar, les digo que quieren pasar por pequeños espíritus privando a su entendimiento de la facultad de operar de
muchas maneras, que son posibles y normales en los buenos
cerebros. Pues suplir el tiempo, suponer las acciones e imaginarse los lugares al ver representar una pieza de teatro, son operaciones del espíritu que en verdad sólo pueden ser bien hechas
por los hábiles, pero que los más toscos pueden hacer de alguna
manera, y en la medida en que posean un sentido común más o
menos sutil (Anon., Discurso a Cliton, p. 267).
•
118
Si El Cid corneilliano merece defensa, es porque presupone un espectador cuyo entendimiento es capaz de conjugar varias cosas en
varios tiempos y lugares, como sombra de cosas que se encuentran
en la naturaleza. El poeta permite que el espíritu del espectador
se las figure con todas sus dimensiones, porque sabe ofrecer las
claves que hacen de esta multiplicidad un conjunto coherente y
proporcionado. En El Cid, Corneille no imitó modelos preestablecidos sino que inventó. Con ello buscaba agradar, pero así mismo
ponía en peligro la ecuación difícilmente lograda entre el placer y
la utilidad moral. Así alcanza a entenderlo su defensor cuando rechaza la pertinencia del prólogo como parte necesaria del poema
dramático:
La razón de esto es que no se asiste a nuestros espectáculos para
escuchar amonestaciones y enseñanzas. Los oyentes no desean
ser estimados tan toscos como para que tengan necesidad de
que se les explique en un prólogo lo que se debe representar en
toda una acción, ni tan libertinos como para que siempre y por
actores, y no mediante una lección estudiada y un coro añadido
El realismo estético
a su pieza (Anon., Discurso a Cliton, p. 261).
ii
doquier se deba gritar contra sus vicios y sus malas costumbres,
destinando nuestras sillas públicas para tal función. Si el poeta
quiere ofrecer alguna instrucción moral, ha de hacerlo sutilmente y como de pasada, mediante el juego y la recitación de sus
Que el defensor se anticipaba, y que los tiempos no estaban todavía
maduros para el deslinde entre utilidad y placer en la obra de arte,
es algo que la evolución del propio Corneille parece demostrar.
No obstante, aún en la época madura de sus Discursos, la tensión
entre las exigencias dramáticas (placer) y las limitaciones formales
(utilidad moral) permaneció irresuelta.
En lo que a la dimensión moral de la existencia se refiere, debemos
a Erich Auerbach una interesante constatación: el mundo de las
elites sociales del siglo xvii experimenta un intenso proceso de
descristianización. No se trata de una oposición frontal con el cristianismo; por el contrario, se lo acata, e incluso Corneille explora
con relativo éxito las posibilidades morales de una tragedia cristiana en su Polyeucte. Pero la tendencia general rechaza estos experimentos29 : el cristianismo va dejando de ser la substancia vital y es
relegado a ser un sector más o menos yuxtapuesto a los sectores
restantes. De ahí esa particular urgencia de encontrar nuevos puntos de referencia para la acción: a su manera, las artes en general, y
el teatro en particular, estaban encargados de proporcionarlos. De
ahí la rigidez de sus prescripciones formales:
El drama serio medieval no tenía que preocuparse por él [es
decir por el principio de la unidad de acción - l.p.], pues estaba
supuesto. En la historia universal y sagrada, desde Adán, pasando
29 Boileau, por ejemplo, los condena reiteradamente: “Se dice que una tosca compañía de peregrinos montó en París públicamente la primera pieza. Y
estúpidamente activa en su simplicidad, representó, por piedad, a los santos,
a la Virgen y a Dios. El saber, disipando finalmente la ignorancia, hizo ver la
devota imprudencia de este proyecto. Se expulsó a estos doctores que predicaban sin misión” (Arte poética, iii, 84). “Los misterios terribles de la fe de un
cristiano no son susceptibles de ornatos alegres: por todas partes, el Evangelio no ofrece al espíritu sino penitencia por hacer y tormentos merecidos.
Y la mezcla culpable de vuestras ficciones confiere incluso a sus verdades el
aire de la fábula” (Arte poética, iii, 200).
119
•
por Jesús, hasta el Juicio Final, la unidad de cada época estaba
realizada. Cada uno de los espectadores era permanentemente
consciente de ella, y mediante la disposición del escenario le era
recordada permanentemente. Todo lugar, toda época, todo objeto,
toda altura del estilo se acomodaban en ese marco, todo estaba
contenido en él. Sólo cuando éste se perdió, cuando ya no hubo
más ni pueblo cristiano ni imagen del mundo cristiana, hubo
que preocuparse por la unidad. De allí que el teatro medieval, así
como el arte medieval en general, poseyera una libertad mucho
mayor en el tratamiento de cualquier suceso. Para este teatro, y
dentro de su marco, no existía ninguna limitación fundamental;
no sólo tiempo y espacio podían cambiar a voluntad, no sólo
las acciones diversamente configuradas tenían sitio unas junto
a otras gracias a la referencia general común, sino que tampoco
existía ningún miedo ante lo cotidiano, lo bajo y cómico dentro
de lo serio y lo trágico; todo tenía su referencia al todo y en él su
puesto necesario (Auerbach, op. cit., p. 26).
La verosimilitud de los personajes: el decoro
Debo recordar una vez más que no es propósito de este trabajo el
ofrecer una exposición detallada de los contenidos y discusiones a
que fueron sometidos estos conceptos. Me limito en consecuencia
a abordar aquellos aspectos que resultan más pertinentes para el
tema central de este capítulo, que es la finalidad moral de la obra
de arte.
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En lo que se refiere al principio del decoro, su exigencia más general, y también la más conocida, es que prohíbe mezclar la tragedia
con la comedia. Ya Aristóteles había establecido la diferencia entre
los dos géneros en los siguientes términos: la tragedia tiende a
imitar a los hombres mejores de lo que son, y la comedia peores
que los hombres reales (cfr. Aristóteles, Poética, 1448a17). Los poetas más graves “imitaban las acciones nobles y las de los hombres
de tal calidad, y los más vulgares, las de los hombres inferiores,
empezando por componer invectivas, del mismo modo que los
otros componían himnos y encomios” (Poética, 1448b25). Ahora
bien, la imitación de los hombres inferiores, o si se quiere de lo feo
de los hombres, que hace la comedia, no es imitación de lo que de
vicio puedan tener lo inferior o lo feo; de lo que se trata es de que
El realismo estético
Por su parte, y en concordancia con su propósito pedagógico, la
modernidad estética enfatiza en el refinamiento que debe exhibir
incluso la comedia:
ii
la fealdad, adecuadamente tratada, es risible, y ése es el fin de la
comedia (cfr. Aristóteles, Poética, 1449a32).
El empleo de lo cómico no es ir a deleitar en la calle al populacho con palabras sucias y bajas. Es necesario que los autores
bromeen noblemente; que su nudo bien formado se desate fácilmente; que la acción, caminando por donde la razón la guía,
no se pierda nunca en una escena vacía; que su estilo humilde y
dulce se realce a propósito; que sus discursos, por todas partes
fértiles en buenas palabras, estén llenos de pasiones finamente
manejadas, y las escenas siempre unidas una a otra. Absteneos
de agradar a costa del buen sentido [...] Me gusta en el teatro
un autor agradable que, sin desacreditarse ante los ojos de los
espectadores, agrada por la sola razón y nunca la ofende. Pero
para un falso gracioso con groseros equívocos y que para divertirme no tiene más que la suciedad, que se vaya si quiere, montado en su tablado de saltimbanquis, divirtiendo al Pont-Neuf
con sus bagatelas desabridas, a representar sus mascaradas a los
lacayos reunidos (Boileau, Arte poética, iii, 403).
Nótese que aunque la comedia imita lo trivial, lo cómico, lo no serio, incluso lo vulgar, la imitación misma no ha de ser vulgar, pues
ello equivaldría a proponer la canonización de lo vulgar como
deber ser. Adicionalmente, Boileau exige que incluso la comedia
tenga un propósito, es decir que no sólo divierta, sino que también instruya. Finalmente, el criterio del “decoro” que garantiza
el “buen gusto”, es característica de una elite social, la cual, por
poseerlo, se distingue del populacho de lacayos que se reunía en
el Pont-Neuf de París.
Pero la regla del decoro prescribe también que una comedia, así
sea refinada y de buen gusto, no debe mezclarse con elementos
propios de la tragedia: “Lo cómico, enemigo de suspiros y de
llantos, no admite en sus versos trágicos dolores” (Boileau, Arte
poética, iii, 401). Y no se trata tan sólo de que la seriedad trágica
sea un obstáculo para la comicidad de la comedia, sino de que ésta
terminaría por arruinar la tragedia, volviéndola ridícula.
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Ahora bien, tras la distinción entre tragedia y comedia no se juega tan sólo la distinción social entre el noble y el burgués. Existe
un aspecto adicional sobre el cual Erich Auerbach ha llamado la
atención:
En el teatro trágico, cada gesto corporal tiene que permanecer
alejado de la caducidad y mortalidad de las creaturas. Tan sólo
en el teatro cómico, en tanto que cómico, y dentro de límites decentes, ello puede ser tolerado. La muerte de Fedra (Racine) en
escena abierta, en la que ella se presenta moribunda con el fin de
confirmar la muerte, es algo que ya se sitúa en los límites de lo
que por entonces resultaba tolerable. Pero bajo ninguna circunstancia es permitido que un héroe quebrantado corporalmente
aparezca en la escena trágica. No es permitido nadie que sea viejo, enfermo, decrépito, deformado. En esta escena no existen ni
Lear ni Edipo, a no ser que se sometan a las transformaciones requeridas por los preceptos del decoro. Y en esto consiste una de
las diferencias decisivas con el teatro antiguo, que por lo demás
en muchos otros aspectos valió como modelo. La separación de
estilos se llevó mucho más lejos que en los antiguos (Auerbach,
op. cit., p. 28).
Muchos testimonios confirmarían esta separación, este alejamiento de la figura seria y trágica con respecto a la decadencia, a la
descomposición y, en últimas, a la muerte. Y muy significativo es
que podamos encontrar testimonios de esa separación no sólo en
el teatro, sino en la vida real misma. En sus Memorias, el duque
de Saint-Simon nos ofrece una conmovedora anécdota. Se trata de
la reacción de Felipe v, rey de España y nieto de Luis xiv, ante la
muerte de su esposa la reina María Luisa. Cuenta Saint-Simon:
El rey de España estaba sumamente apenado, pero un poco a
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la manera regia. Le obligaron a ir de caza y a tirar para tomar
el aire. En uno de esos paseos se encontró muy cerca del convoy que trasladaba los restos de la reina a El Escorial; lo miró,
lo siguió con la vista y continuó de caza. ¿Acaso estos príncipes
están hechos como los demás seres humanos? (Saint-Simon, Memorias, p. 294).
La descripción de Saint-Simon es en extremo instructiva: no se
trata de que el rey sea indiferente ante la muerte de su esposa; por
el contrario, se nos dice que estaba sumamente apenado, pero a la
El realismo estético
ii
manera regia. Y es esta “manera regia” la que diferencia al rey del
resto de seres humanos que se comportarían como en la comedia:
darían gritos, mirarían y tocarían el cadáver, etc. Pero el rey se
comporta como en la tragedia: conserva su distancia, mira de lejos
a la muerte que tanto lo apena, y continúa realizando las actividades que le son propias. Ni en el teatro, ni en la vida real, la tragedia
se mezcla con la comedia.
Y es que en la comicidad de la comedia lo que se encuentra expresado es el elemento inestable y siempre cambiante de la vida. Bajtín
ha mostrado esto de manera muy convincente en su interpretación
de Rabelais30. La ironía, la burla, el lenguaje procaz y escatológico, el carnaval y la plaza pública disuelven las fronteras y las
formas, ponen en cuestión las divisiones, anulan, así sea por un
momento, los parámetros. Y este anular implícito en lo cómico
equivale a una muerte que, en el caso de Rabelais, es también un
nacimiento. La burla en la cultura popular de la alta Edad Media y
del Renacimiento, está inscrita en una cosmovisión. Dentro de ella,
el insulto escatológico es ambivalente: destruye, como cuando se le
dice a alguien “¡usted es una mierda!”. Pero en Rabelais, es decir
en la cosmovisión popular de la alta Edad Media, la mierda no sólo
significa muerte, sino que también es abono fecundo.
En la cultura moderna, al menos dentro de las clases altas, este tipo
de cosmovisión no existe más: lo cómico pierde su ambivalencia, y
deja de significar tanto destrucción como regeneración. Y ello vale
tanto para la comedia refinada del siglo xvii, como para la mordaz
ironía romántica del siglo xix. Al evitar que la comedia se mezcle
con la tragedia, se busca preservar lo serio del contacto con lo cómico, es decir, que lo serio y lo estable no se vean amenazados por
el contacto con lo que se descompone y llega a la muerte. Y es que,
como un par de siglos más adelante afirmaría Tolstoi, la muerte,
aunque inevitable, no parece tener ya sentido. Tal vez por ello esa
presurosa rapidez del anuncio: “¡el rey ha muerto, viva el rey!”.
Llegados al final de este capítulo, he de recordar su función dentro
de la presente investigación. En sus orígenes, la modernidad supo
30 Mijaíl Bajtín, La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento (1965),
Barral Editores, Barcelona, 1974. Traducción de Julio Forcat y César Conroy.
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reconocer, con Platón, el decisivo influjo de la mimesis artística sobre el mundo emotivo y pasional. Pero a diferencia de Platón, estimó
que dicho influjo podía ser convenientemente dirigido y aprovechado en pro de la formación de la personalidad de las elites sociales.
La concepción de lo bello se encuentra entonces fundida con las
prescripciones éticas de la etiqueta. Su asimilación es testimonio de
pertenencia a le monde, es decir, de distinción social.
La diversificación y ensanchamiento de las elites sociales (la cour et
la ville), obligan a una empresa de reformulación de los cánones estéticos, de modo que sin perder su carácter de distinción social para
quienes se ajusten a ellos, ofrezcan no obstante una justificación más
objetiva y menos caprichosa. En otras palabras, del carácter meramente empírico de un consenso restringido a determinados grupos
sociales, se pasa a intentar su justificación racional. Tal empresa
obliga a la vinculación –y subordinación– de la dimensión estética
del gusto a los motivos racionales de la utilidad moral.
•
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Para la racionalización de la experiencia de lo bello, el realismo
estético de la modernidad recurrió a la Poética de Aristóteles, previamente reelaborada en su recepción renacentista. El clasicismo
francés pretendió encontrar en ella las prescripciones objetivas,
avaladas por el tiempo, que garantizaban la utilidad moral de la
producción poética. Me he detenido en la producción teórica de
Corneille, por considerarlo un caso paradigmático y muy ilustrativo. Ya desde su juventud, experimentó la tensión entre las
exigencias estéticas y la utilidad moral que se suponían aunadas
en el producto bello. Sus contradictores (Chapelain) veían en la
heterodoxia formal de su Cid un peligro para la utilidad moral.
Sus defensores (el autor anónimo del Discurso a Cliton) reivindican
su valor dramático, incluso a costa de la fidelidad formal, porque
suponen un público consumidor ya civilizado, y con necesidades
distintas a la de su educación moral.
El Corneille maduro, que intenta sistematizar los principios teóricos de su producción artística, resulta más clásicamente ortodoxo.
Pero por ello mismo, su recepción y confrontación con la Poética de
Aristóteles resultan de sumo interés. El énfasis de sus críticas recae
no sobre la supuesta intención moral que animaría al Estagirita, y
que Corneille comparte. Se trata más bien de que las prescripciones
Bajo el supuesto de que la civilización, al menos de las clases
altas, se ha cumplido, y con la emergencia de las capas medias
urbanas hasta entonces reducidas a la “inexistencia” del peuple,
la tarea pedagógica asignada al arte exhibe sus limitaciones: el
desarrollo de una reflexión moral especializada indica la necesidad social de mecanismos de autocontrol más exigentes, de más
amplia cobertura y más profundos alcances que los obtenidos por
una “educación estética” como la proclamada por el clasicismo
francés. Pero así mismo, y de manera simultánea, los desarrollos
sociales, y particularmente los urbanos, crean nuevas necesidades
que impulsan el desplazamiento de la producción artística hacia
un nuevo campo prioritario: evitar el taedium vitae. Se tratará entonces de conjurar el aburrimiento y la melancolía que invaden al
hombre citadino y relativamente civilizado en aquellos momentos
que escapan a su actividad profesional y a sus ritmos cotidianos
altamente racionalizados. En concordancia con estas nuevas necesidades, la reflexión estética desplaza sus acentos, y problemas
que anteriormente merecieron una atención insuficiente, emergen
ahora a un primer plano. El tema del próximo capítulo es pues
el de estos desplazamientos en la reflexión estética, vistos bajo el
prisma de sus agentes británicos.
El realismo estético
Pero más allá de la plausibilidad de la hermenéutica moderna de
la Poética aristotélica, es importante resaltar que el recurso a ella
permitió la configuración del canon llamado por Kant realismo
estético. Aunque éste no sea un tema central de la CJ, su superación
es presupuesto de los análisis allí expuestos. En esa medida, me
pareció pertinente detenerme en él.
ii
formales aristotélicas resultan limitadas para el cumplimiento del
fin moral de la poesía. Las críticas son agudas, sólo que no llegan
a poner en cuestión la interpretación de la Poética, según la cual el
ergon trágico era la utilidad moral.
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