ROSA ANEIROS Me dice un compañero periodista que esto de la

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ENCUENTROS EN VERINES 2007
Casona de Verines. Pendueles (Asturias)
ROSA ANEIROS
Me dice un compañero periodista que esto de la recepción de las letras españolas
actuales en Europa es un tema muy raro para ser abordado por una escritora. Vale. Es
ciertamente un tema extraño para una escritora pero tal vez, al margen de las cifras
de edición, de las ventas, de la presencia de autores españoles en Europa –en la que
por cierto el Instituto Cervantes está haciendo un gran trabajo- o de las páginas de
prensa, tal vez ahí, digo, la creación tenga algo que decir por sí misma. Y ahí, en ese
minúsculo espacio que le entregamos, y cada vez más, a la creación en el
macrouniverso de la edición literaria, quizá tenga yo algo que contar. Es una historia
mínima, una de tantas que abre puertas y ventanas de par en par a la reflexión sobre
lo que creamos y como lo hacemos. Cómo construimos y como nos construyen a
partir de simples palabras. A partir de algo tan grande como son las palabras. Es un
edificio demasiado grande y son muchas las ventanas y las puertas que necesitamos
abrir para ser capaces de responder a preguntas que nos llevan a la esencia de nuestro
trabajo. Abramos algunas, entre todos, conseguiremos ventilar la casa y permitiremos
entrar el aire y la luz.
Abriré, en mi caso una ventana pequeñita situada en la cocina, justo al lado de la
mesa de mármol donde pelo y troceo las palabras antes de echarlas en la olla. Agosto
del año 2001. Museo de la Resistencia. Peniche (Portugal). Era una visita fortuita,
con miradas curiosas pero también relajadas. De repente, unas cartas. De repente
unas cartas que habían escapado a la censura y al olvido escritas por un tal Dinís
Miranda. De repente unas cartas que habían escapado a la censura y al olvido escritas
por un tal Dinís Miranda mientras permanecía preso en esa cárcel durante la
dictadura salazarista. De repente, el flechazo furibundo de una historia que se enreda
en los dientes hasta producir dentera y obligarme a escribir, ya allí, la primera frase
de una novela: Aquel día do verán de 1994 Dinís estaba sentado no alto dun cantil
de San Pedro de Moel como tantas outras tardes. Esa novela se acabó de escribir el
26 de abril de 2002, justo en el aniversario de la salida de los presos de la cárcel de
Peniche tras la revolución de los claveles de 1974. En el medio, una singladura
apasionante como creadora por la historia portuguesa del siglo XX a través de los
ojos de unos personajes fruto casi exclusivo de mi imaginación. Y me atreví. Lo hice.
El empujón de la historia era tal que me atrapó desde un principio y yo, que jamás
había escrito una novela, me vi tejiendo páginas y páginas en el Pinhal del Rei, en las
vidrieras de la Marinha Grande, en las guerras coloniales de Mozambique, en el
exilio brasileño, en la revolución de los claveles que convulsionó el país vecino y
provocó un terremoto mínimamente perceptible a este lado de la frontera. Lo hice.
No se por qué. Pero lo hice. En ningún momento se me pasó por la cabeza, lo
confieso, la reacción de los lectores, sumida en mi propia euforia creadora. Pero el
libro se publicó y de ahí a la oferta de traducción en Portugal hubo solamente un
paso. Ahí fue cuando me di cuenta realmente de la locura que acababa de cometer y
ahí nació por primera vez la inseguridad. ¿Qué pensarían los portugueses de mi
Resistencia? ¿Cómo reaccionarían ante el atrevimiento de una chica gallega que ni
siquiera había nacido cuando la revolución, de contar su propia historia? Ya lo se, la
historia era mía. Pero también es suya en la medida que me apropio de lugares,
sucesos e, incluso personajes como para hacerlos partícipes, escenarios y acciones de
mi propia novela. Y aquí la sorpresa. Aquí quería traerles.
Jamás aguardaría la reacción de muchos lectores portugueses, tal vez porque había
sido demasiado escéptica acerca de la grandeza de la literatura. Entonces comprendí
muchas cosas. Comprendí como un libro es capaz de devolver a personas parte de su
propia historia. Comprendí como puedes describir una tortura en una cárcel y
provocar lágrimas. Comprendí como la lejanía es la mejor cura para la cercanía.
Comprendí como yo tenía la distancia suficiente para contar algo que los escritores
portugueses de mi generación nunca habrían escrito por demasiadas losas históricas.
Comprendí como pequeños fragmentos de palabras pueden construir telares de
vivencias en los lectores. Y como éstos pueden hacerte volar. Como hay lectores que
me enviaron relatos con su experiencia en el mato africano durante la guerra colonial.
Como hay otros que estaban allí, en Peniche, cuando los presos salían de la cárcel y
eran capaces de hacer de Resistencia su propia memoria. Como incluso alguno me
envío cuadros realizados a partir de escenas que algún día no muy lejano sólo
habitaban en mi cabeza y ahora son propiedad inmaterial de la humanidad. Ahí
entendí la literatura y como la recepción, sea dentro o fuera de nuestras fronteras
depende exclusivamente de nuestra capacidad para crear, para generar espacios
compartidos en una geografía tan ajena y tan próxima como es la emoción. Que los
lugares, personajes o acciones que inventamos pertenecen al imaginario colectivo, a
las dificultades, a los sueños y las tragedias que nos unen a los seres humanos y no
quedan valladas por fronteras, las aduanas o los peajes innecesarios.
He abierto esa pequeña ventana de mi cocina, la estancia de la casa más cercana a la
faceta creadora. Vayamos al salón de te, o de café, y abramos las cristaleras, en
nuestro caso de la galería y dejemos entrar la luz. Les he hablado de la traducción de
una pequeña novela al portugués y de mi propia vivencia de un receptor con códigos,
historia y cultura que, a pesar de ser muy cercana, es diferente a la mía. Y de cómo la
literatura es capaz de salvar los escollos de la comprensión gracias a las dimensiones
humanas por las que se rige. Sin embargo, les he anunciado una intervención de
puertas y ventanas abiertas y debo empujar todavía algunas tablas de madera que
permitan entrar la lluvia y el sol, que nos mojen y nos quemen. Que nos dejen, en
definitiva, a la intemperie de la literatura. He vivido las últimas semanas con un pie
en el sol oblicuo de septiembre y otro mucho más allá, lejos, tan cerca, en la memoria
de la melancolía, el relato a veces estremecedor otras tierno de María Teresa León.
Por eso he conmemorado, a solas con mi propia melancolía, muchas lascas que dejan
huella en el corazón, entre ellas, las misiones pedagógicas y el II Congreso de
escritores antifascistas celebrado en España en 1937 en plena guerra civil. Los
recuerdos fluyen a veces con violencia y tejen un paño de afectos denso y eterno. En
estas memorias, como también en La arboleda perdida de Alberti, los nombres
propios se multiplican. Creadores franceses, argentinos, rusos, polacos, chilenos,
mejicanos entrelazan sus versos con los de los escritores españoles en una travesía
llena de decepciones y de lucha política e intelectual. Eran los propios escritores
quienes se abrazaban, quien se amaban y se odiaban, se traducían, se bebían y se
volcaban a las distintas lenguas para ofrecer a los lectores de sus correspondientes
países las jóvenes letras extranjeras. Traducían y se publicaban en revistas literarias,
en pequeñas y grandes editoriales, viajaban, se invitaban a conferencias, se abrían
mutuamente las fronteras para poder llegar a los receptores de la mano, empujados de
autores de referencia de cada país. Existen nostalgias de tiempos pasados que rozan
el absurdo, lo se. Pero también nos ofrecen la oportunidad de escoger que aspectos
hemos perdido en la debacle del tiempo imperfecto y que tal vez convenga recuperar.
¿Cómo llegamos actualmente nosotros a otros países? Nos refugiamos en las
editoriales, en los agentes literarios, en las subvenciones, en la publicidad, en las
instituciones y nos cruzamos de brazos a esperar una llamada de teléfono. De un
periodista, de un funcionario, de nuestro editor. Por que no hacerlo al revés? La
pregunta no es siempre que pueden hacer nuestras novelas por nosotros sino nosotros
por nuestra novelas. La mercantilización actual, la industria cultural le ha robado a la
literatura en gran parte su vivencia humana. El roce de los dedos. La emoción de un
verso en la boca de su creador. El brillo de las miradas. Las obras llegan cada vez
más a través de anuncios publicitarios y menos a través de los autores. Y, no nos
engañemos, ni la crítica literaria, ni los editores ni el merchandising pueden ocupar
nuestro papel. Su labor es distinta. Sin embargo, nosotros los autores, podemos
escribir desde la emoción, desde la subjetividad absoluta de la creación sin asumir
ningún otro rol y dar así entrada a autores de otros países con la libertad que nos
ofrece nuestra propia dimensión literaria. Nosotros no somos mercado. Nosotros
somos emoción, no deberíamos olvidarlo. Quizá podamos contribuir más a la
recepción de otras literaturas en España. Quizá podamos hacer algo más por que
nuestras novelas sean recibidas en el exterior, porque lleguen a manos de los lectores,
porque las reciban y las lean. Quizá debamos ser más puente y menos abismo.
Y, permítanme, la última ventana que quería abrir, la de la buhardilla, la más alta y
también la más diminuta sólo pretende ofrecernos la grandeza del horizonte que se
halla ante la casa que habitamos: ¿realmente podemos hablar de literatura sin hablar
de recepción?
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