EN BUSCA DE UNA ÉTICA COMÚN Dentro de la carpeta o sección «En busca de una ética común», publicamos un texto ofrecido por Jorge Fazzari. De una manera bien entendible por todos, muestra sucintamente cómo no es posible negar la existencia de algo que solemos llamar «naturaleza humana». Una de la nociones básicas sin las cuales no cabe hablar de ética ni de derecho (bien, mal, justicia, etc.) Existe algo llamado “naturaleza humana” Jorge Fazzari Si negamos que exista algo llamado “naturaleza humana”, realidad que es común a todos los seres humanos por el sólo hecho de serlo, generamos graves problemas. En primer lugar, si negamos que exista una naturaleza humana, estamos aboliendo los derechos humanos; pues estos derechos son propios de cada ser humano, no por ser tal o cual persona particular, sino por ser humano. Y aquí conviene clarificar qué es persona, y qué es naturaleza. Una de las manera más fáciles de explicar estas nociones es indicando que la noción de persona responde a la pregunta ¿quién es él?, mientras que la noción de naturaleza responde a la pregunta ¿qué es él? Así podemos preguntar: “¿Quién es él?”, y responder: “Él es Pedro”; y “¿Quién es aquel?” y responder: “Aquel es Juan”. Pero si ahora preguntamos: “¿Qué es él?” responderemos “Él es un ser humano”; y a la pregunta: “¿Qué es aquel?”, también diremos: “Aquel es un ser humano”. Pedro y Juan son dos personas distintas, pero coinciden en tener una naturaleza humana, por pertenecer a la misma especie humana. Pedro y Juan son lo mismo (seres humanos); pero no son el mismo (son dos personas distintas). La vida cotidiana y el sentido común hacen tan evidente la existencia de esta naturaleza humana, que parecería que no es necesario abundar en esto... pero lo es. Por ejemplo: si no fuéramos “lo mismo”, a pesar de ser distintas personas, entonces no podrían existir medicamentos comunes a todos: habría que hacer medicamentos personalizados para cada sujeto. Y esto evidentemente no es así: con la amenaza de la gripe A se han vacunado millones de personas con la misma vacuna. Tampoco serían válidos los parámetros comunes de los diagnósticos; sin embargo, cuando una persona se hace un análisis de sangre, allí vienen indicados los valores normales de colesterol, glucemia, etc. Y tampoco reaccionaríamos de modo semejante ante los mismos elementos; sin embargo las personas que fuman en exceso tienen problemas semejantes; los que beben alcohol en exceso, también; y los no caen en excesos y hacen deporte de modo regular, tienen características semejantes. Y se podrían multiplicar los ejemplos... Cuando se quiere negar la existencia de esta naturaleza humana diciendo que el hombre es un ser cultural, se cae en una visión unilateral. El hombre es un animal racional, y por ser racional es cultural. Pero el hombre no es un “puro espíritu”: nuestra dimensión animal es obvia (respiramos, comemos, copulamos, nacemos, morimos...). Y hoy la genética nos hace saber que la mayor parte de nuestra dotación genética es común con otros primates. Ir contra las leyes de la naturaleza, no es inteligente; y no conduce a la felicidad. La ecología nos ha sensibilizado en relación a la existencia de leyes de la naturaleza, que están más allá del arbitrio humano. Sabemos que no hay que destruir las selvas y los bosques; que no debemos contaminar los ríos y los mares, ni la tierra o el aire; que debemos utilizar los recursos naturales de un modo sustentable; etc. Y esto es así, no porque sea el capricho de un dictador de turno, sino porque es así la naturaleza misma de las cosas. También hay una naturaleza humana que necesita guardar sus equilibrios, si quiere subsistir y mantenerse sana y fuerte. Si yo atento contra esos equilibrios, el primer perjudicado soy yo mismo: puedo comer 24 huevos fritos; lo que no puedo hacer, es comerlos impunemente, porque por algún lado voy a reventar. La Organización Mundial de la Salud, en su definición de “salud”, establece que ésta es el estado de completo bienestar físico, psíquico y social. Con lo cual, vemos que los equilibrios a cuidar y fortalecer no sólo son de orden físico, sino también de orden psíquico y social. Todos queremos ser felices, pero hay que ser lúcidos en la búsqueda de la felicidad, pues si no lo somos, no llegaremos a esa meta. E ir contra las leyes de la naturaleza no parece un modo inteligente de buscar la felicidad. Y que aquello que va contra las leyes de la naturaleza lo decida una mayoría, no transforma la decisión en buena: “Había un pequeño país, que tenía un sólo gran río como única fuente de agua potable. Se hizo un plebiscito, y la mayoría opinó que echar al río todos los residuos del país no traería ninguna consecuencia negativa. Pero igual se murieron todos.” Negar la existencia de una naturaleza humana, abre la puerta a todos los totalitarismos. La afirmación de la existencia de una naturaleza humana nos resguarda de los autoritarismos; y no reconocer la existencia de una naturaleza humana –que pone límites al poder humano– abre la puerta a todos los totalitarismos. Si lo que decide una mayoría eventual en una democracia, no tiene por qué regirse por la naturaleza de las cosas, entonces esa mayoría eventual puede decidir cualquier cosa. No olvidemos que Hitler llegó al poder por medio de elecciones democráticas, no por un golpe de estado... y sabemos de sobra las aberraciones que trajo consigo el nazismo. Así como no es inteligente que un ser humano individual actúe como si las leyes de la naturaleza no existieran, pues lo único que logrará con eso es lesionarse; lo mismo vale para el conjunto de la sociedad: si no reconocemos las leyes de la naturaleza, y no actuamos dentro de ellas, lo único que lograremos es perjudicarnos. La libertad humana es limitada, como todo lo humano. Hoy nos encontramos con tres discursos diferentes sobre la libertad y el deseo humanos. Algunos creen que la libertad y el deseo humanos son absolutos. En el otro extremo, hay algunos que creen que el deseo y la libertad son tendencias fundamentalmente negativas, de las cuales hay que sospechar y, eventualmente, hay que reprimir. Y en el medio estamos quienes pensamos que la libertad es un elemento eminente de la dignidad humana, y que el deseo tiende fundamentalmente hacia algo bueno: la felicidad; pero también pensamos que el deseo y la libertad no son absolutos (nada humano lo es; somos limitados por definición: lo “humano infinito” no existe), y que deben tener, al menos, en cuenta a las leyes de la naturaleza, si no queremos autodestruirnos con nuestras propias decisiones. Por eso, pensamos que hay que ser autocríticos con nuestras propias tendencias, para orientarlas sabiamente, de modo que nos terminen conduciendo a la verdadera plenitud que buscamos. Sin límites, no se puede jugar. Que la naturaleza nos imponga algunos límites, no significa que no seamos libres. Más aún: la naturaleza es la base sobre la cual nuestra libertad puede existir, afianzarse y crecer. Los límites de la cancha de fútbol no impiden el juego; más aún, sin esos límites no podemos jugar. Necesitamos el campo demarcado, reglas de juego, etc. para poder jugar. Y luego, dentro de ese marco, podemos hacer todas las jugadas, gambetas y paredes que se nos ocurran. Si en el ajedrez no tenemos un tablero delimitado con casillas bien definidas, y piezas claramente distintas –y cada una con un movimiento determinado e invariable– no podemos jugar. Y esto límites –aparentemente tan rígidos– en realidad no lo son, y permiten una creatividad prácticamente ilimitada. Querer jugar sin límites, o con límites difusos o cambiantes, es el modo de jugar de los niños más pequeños: es el modo más precario de jugar. Distinguir y discriminar no es lo mismo. La discriminación es una diferenciación que se hace de un modo injusto, sobre una base falsa. La distinción es una diferenciación que se hace sobre una base real. Por ejemplo: si dos personas se presentan como aspirantes a un puesto de trabajo, y una de ellas tiene capacitación para ese trabajo, experiencia, etc. y la otra no; pero es elegida esta última porque es “amiga de”... entonces, esto es discriminación. Pero si es elegida la primera persona, eso es distinguir entre una persona capacitada para el trabajo, y otra persona que no lo está. El primer caso es injusto, pues se elige a una persona que no está capacitada, por una cuestión de favoritismos; y el segundo caso no es injusto, pues la diferenciación se hace sobre una base real: esta persona está realmente capacitada para el trabajo. Cuando se quiere hacer una diferenciación entre un matrimonio heterosexual y una pareja homosexual, esta diferenciación no es injusta, pues hay diferencias reales: en el primer caso, tenemos una mujer y un varón que están realmente capacitados para unirse sexualmente de un modo natural: sus mismos órganos sexuales muestran esa compatibilidad natural. Y en el acto sexual, los fluidos que espontáneamente se producen en una y en otro, también capacitan -de modo espontáneo y natural- para la unión y para la procreación. Y nada de esto sucede entre dos personas del mismo sexo. Por tanto, distinguir entre estos dos casos no es discriminar. Si yo distingo entre una manzana y una naranja, no discrimino, pues son dos cosas realmente distintas. Y si no distingo entre una manzana y una naranja, tengo un problema de captación. Si por temor a discriminar, no sabemos distinguir, caemos en ese cambalache, que ya había previsto el profeta de Buenos Aires: “Hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor, ignorante, sabio o chorro, generoso o estafador... ¡Todo es igual! ¡Nada es mejor! Lo mismo un burro que un gran profesor... Y este sabio profeta –como los profetas bíblicos– también sabía ver las consecuencias futuras: ¡Dale, nomás...! ¡Dale, que va...! ¡Que allá en el Horno nos vamo’a encontrar...! Prof. Lic. Jorge Fazzari (Para más datos sobre el autor: www.los12sentimientos.com)