"solidaridad" y la idea europea de la libertad

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LA REVOLUCIÓN DE LA LIBERTAD
1. EL DERRIBO DEL MURO: ACCIONES Y RAZONES
En su libro Las raíces comunes de Europa, Bronislaw Geremek profundiza en los mecanismos que durante la historia han ido amalgamando a los diversos pueblos del continente en una única Europa. Reclama la conexión entre el
Este y Oeste de Europa y rechaza la falsa división que algunos siguen defendiendo. O como resumía en un discurso
reciente “la expansión hacia el Este de la Unión Europea se puede considerar como un proceso de unificación de
Europa: unida, Europa puede convertirse en un socio importante en la interdependencia política y económica global”.
A partir de su papel fundador en el movimiento Solidaridad hasta su trabajo como Ministro de Asuntos Exteriores
de Polonia (1997-2000), Bronislaw Geremek ha desarrollado y sigue desarrollando su lucha por la libertad con la convicción de que las palabras y el ejemplo son más fuertes que la espada.
En 1980, desde el Astillero Lenin en Polonia, el movimiento Solidaridad, que cofundó Bronislaw Geremek, alzó la voz
reclamando la libertad y la justicia para los polacos y demás europeos sometidos al totalitarismo soviético. El éxito de la
huelga iniciada por los trabajadores del Astillero Lenin creó un espacio de libertad donde los polacos pudieron reconocer
y aceptar la verdad de su situación: estaban aislados del mundo. Gracias a los acontecimientos de 1980, los polacos comprendieron que las promesas de los comunistas no valían nada; pudieron apreciar hasta qué punto el “interés nacional”,
que el régimen decía proteger, estaba exclusivamente integrado por los intereses de los comunistas.
Desde su escaño en el Parlamento Europeo, Bronislaw Geremek trabaja para la unidad de Europa porque sabe de
primera mano que el aislamiento, la división, la anti-globalización, conducen al empobrecimiento. Su libro La pobreza:
una historia examina la inquietud que ésta siempre ha provocado en la parte más aventajada de cualquier sociedad.
Bronislaw Geremek encuentra en quienes se incomodan ante la brecha entre ricos y pobres la semilla de las utopías
socialistas que prometieron paliar estas diferencias, pero cuyo resultado fue la esclavitud de los desafortunados, en la
sumisión de nuevo a la pobreza. Una de las características principales de la esclavitud es el aislamiento del esclavo del
resto de la sociedad. Y en el aislamiento nace la pobreza.
Resistiendo pacíficamente, pero sin tregua, Bronislaw Geremek y otras gentes como él derribaron el Muro de Berlín
desde dentro. Sin su apoyo y su rebeldía contra los dictámenes del politburó, el gran acontecimiento del 9 de noviembre de 1989, la liberación de la Europa atrapada y esclavizada bajo el régimen comunista y la subsiguiente reunificación no hubiera sido posible. Y conviene recordar que los mártires armados, tipo Che Guevara o Yasir Arafat –tan celebrados por la izquierda y que venden tantas camisetas con sus efigies– han fracasado siempre en sus intentos de unir
a sus pueblos con el resto del mundo y mejorar su suerte.
Ana Palacio
La conferencia de Bronislaw Geremek fue pronunciada el día 14-01-2005.
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EL SINDICATO POLACO “SOLIDARIDAD”
Y LA IDEA EUROPEA DE LA LIBERTAD
Bronislaw Geremek
Tras la ampliación histórica de la Unión Europea el 1 de mayo de 2004 y en el contexto actual
de las negociaciones sobre otras ampliaciones, Europa se enfrenta más que nunca al dilema
de su identidad. No se puede reducir dicho debate al problema de las fronteras geográficas europeas, ya que habría que hacer referencia a lo arbitrario. A finales del siglo XVIII, el Zar pidió a
Tatistchev, el geógrafo de la Corte, que definiera la frontera que dividía la parte europea de la parte
asiática en la Europa rusa. Se trataba de una cuestión práctica, puesto que la administración de
las dos zonas tenía que organizarse de forma diferente. Tatistchev situó la frontera en los Urales,
entre las dos zonas administrativas del imperio del Zar. De hecho, fijó la frontera del Este de
Europa en los Urales. ¿Quién podría ser hoy el Tatistchev encargado de definir las fronteras?
Los mapas geográficos que están sobre las mesas de las grandes conferencias internacionales y el papel decisivo de las consultas geográficas pertenecen a un pasado que nunca volverá (el
caso de los acuerdos de Dayton sólo es la excepción que confirma la regla). En Bruselas, la
Comisión Europea no dispone de “geógrafos oficiales”, por lo que yo sé, y con razón: en efecto,
parece que la axiología más que la geografía define Europa. En primer lugar, la axiología europea
parece influir sobre nuestra visión del futuro, pero no se puede disociar de la historia de la civilización europea que ha formado la base de nuestros valores comunes y de la memoria colectiva
europea. Cuando hablo de “memoria colectiva”, y estoy incidiendo en esta noción, lo que tengo
en mente se parece más a una tarea que hay que realizar que a una realidad psicológica existente. Para que el término “europeos” así como “ciudadano europeo” tenga sentido no sólo es necesario referirse a una realidad étnica o a un estatuto jurídico, sino también a una toma de conciencia de los procesos y de los acontecimientos que han formado Europa y el alma europea. Hay que
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LA REVOLUCIÓN DE LA LIBERTAD
1. EL DERRIBO DEL MURO: ACCIONES Y RAZONES
mencionar la Historia de Europa, su espíritu inventor, su idea del Estado de derecho y de la democracia, la forma de promocionar a las personas, su querencia por la libertad. La Historia de Europa
es por encima de todo la exaltación de la libertad. Es una larga historia que comienza con la liberación de los campesinos y el nacimiento de los pueblos en la Europa medieval y que continúa a
través de los altibajos de la era moderna. Y en esa historia, el año 1989, el que marcó el fin de
la partición de Europa, de la Guerra Fría y del Muro de Berlín, ocupa un puesto destacado. Polonia
fue el país que desencadenó ese formidable proceso hacia la libertad.
Durante la “Revolución de Terciopelo” de Praga, acaecida en otoño de 1989, se podían ver pancartas con un texto un tanto extraño, pero que tenía un significado muy alentador para los que participaron en estos acontecimientos: “Polonia, 10 años; Hungría, 10 meses; RDA (Alemania del
Este), 10 semanas; Checoslovaquia, 10 días”. Comprendo muy bien el orgullo que sentían mis
amigos de Praga al escribir este eslogan. No obstante, para mí, también quiere decir que la reconquista de la libertad en Europa Central y lo que consideramos como nuestro “regreso a Europa”
fue un camino muy largo.
Las etapas se sucedían al compás de la revuelta de Berlín de 1953, de las demostraciones de
cólera popular de Poznan en junio, de la revuelta de Budapest en octubre de 1956, de las esperanzas que suscitaron la “Primavera de Praga” de 1968 y las grandes huelgas obreras polacas de
1970, 1976 y 1980. Estos movimientos no deberían reducirse al fenómeno disidente que expresaba un rechazo desesperado al régimen comunista en el gigantesco imperio soviético, ya que
tanto en la insurrección de Budapest como en la efervescencia de Praga a favor del “socialismo
con rostro humano”, ya existían proyectos políticos. Pero nuestra voluntad de auto-organización de
la sociedad civil quedaba patente sobre todo en la serie de acontecimientos ocurridos en Polonia,
no tanto contra el régimen comunista sino sobre todo al margen de sus dirigentes y sus estructuras. Hace veinticinco años, la huelga de Gdansk en 1980 y el nacimiento del sindicato Solidaridad
supusieron la máxima expresión de la lucha pacífica por el sustento y por la libertad.
Una vez más, fueron los obreros los que se levantaron contra ese régimen que se identificaba con
la clase obrera y contra el partido único llamado obrero. Los astilleros Lenin de Gdansk junto con
otros astilleros de la costa báltica, se pusieron en huelga el 14 de agosto de 1980. Un joven obrero, Lech Wallesa, comprometido desde hacía unos años con las actividades de la oposición democrática clandestina, se convirtió en el líder de la huelga. Las razones más inmediatas fueron de orden
económico; sin embargo, el programa de 21 postulados reclamaba la creación de sindicatos libres,
la legalización del derecho de huelga, la libertad de expresión y la consecución de reformas económicas estructurales. El movimiento de solidaridad se extendió en un primer momento por la costa
báltica y a continuación por toda Polonia. Los campesinos llevaban víveres a los obreros encerrados
en el astillero de Gdansk , y la Intelligentsia de todo el país intentaba apoyarlos. Los obreros sin patria
de los que hablaba Marx, se convirtieron en los baluartes de la causa nacional y cantaban “Para que
Polonia pueda ser Polonia”. La palabra “Solidarność”, solidaridad, tenía un programa de gran calado
humano: contra la ideología oficial de la lucha de clases proponía la solidaridad de un pueblo sediento de libertad, la solidaridad de hombres y mujeres de diferentes condiciones sociales, la solidaridad
de quienes no llevaban armas ante las fuerzas policiales, el ejército, los barcos soviéticos que surcaban el Báltico y las fuerzas militares soviéticas que permanecían en suelo polaco.
No voy a hacer la historia de la epopeya polaca del mes de agosto de 1980. Las películas de
Andrzej Wajda, los libros, como el de Timothy Garton Ash sobre la “revolución polaca”, las colecciones de octavillas y de cánticos lo expresan mucho mejor que yo. Lo que quiero es rememorar
aquellos diez días que pasé en el astillero de Gdansk , mostrar el recuerdo inolvidable del deseo
de libertad y la felicidad que proporciona recuperar la libertad. Veinticinco años después encontré
el mismo clima moral, la misma espontaneidad, la misma determinación en los ucranianos reunidos en Plaza de la Independencia, el famoso maïdan de Kiev. Quizá se podría responder a la cuestión de las fronteras de Europa diciendo que ese deseo de libertad y la búsqueda de la dignidad
humana son los postes indicadores.
El 31 de agosto, los acuerdos de Gdansk, un contrato sin precedentes entre el poder autoritario comunista y la sociedad, permitieron crear un gran sindicato libre, formado por diez millones
de personas. A continuación, durante 500 días, Polonia fue el único país del bloque soviético
donde los campesinos tenían derecho a la propiedad privada, y donde la mayor fuerza moral era
la de la Iglesia, pero donde también había una sociedad civil organizada. El 13 de diciembre de
1981 el poder decretó el “estado de guerra” contra sus propios ciudadanos. Manos polacas llevaron a cabo el plan soviético de represión del movimiento de la libertad que se cobró decenas
de muertos, y decenas de miles de recluidos, prisioneros y perseguidos.
El movimiento polaco transmitía un mensaje contundente sobre la esencia del sistema comunista, pero también sobre la posibilidad de ofrecer resistencia. Los periodistas occidentales se
quedaron en Polonia desde la huelga de Gdansk , e informaron no sólo a la opinión pública de
sus países, sino también de forma indirecta y gracias a la radio “Europa libre”, a la opinión
pública polaca (“¿quién les ha dejado entrar?”, se preguntaban los dignatarios del régimen). La
declaración de la ley marcial en Polonia fue acogida por algunos dirigentes políticos europeos
como la solución inevitable, e incluso con cierto alivio, ya que evitaba en cierto sentido el riesgo de confrontación entre el Este y el Oeste. La reacción de un ministro de Asuntos Exteriores
–“no haremos nada, por supuesto”– expresaba la actitud de la mayor parte de las cancillerías
occidentales. Sin embargo, la opinión pública europea estaba conmocionada por el acontecimiento y se solidarizaba con el pueblo polaco: la insignia de “Solidarność” creaba un espacio
público europeo real. Y todo esto concernía también a esa “otra Europa”; la que va de los
Urales hasta el mar Báltico. Recientemente supimos lo que le ocurrió a un obrero rumano que
en 1981 escribió una carta al primer congreso nacional de Solidaridad. Iulius Filip pagó un precio muy alto por esa carta, ya que fue condenado a ocho años de prisión por “actividades antisocialistas”. El congreso de Gdansk lanzó un llamamiento a los trabajadores de Europa del Este
en el que reclamaba su derecho a la libertad. En aquella época se podía considerar que dicho
manifiesto era una bomba de relojería que traspasaba la línea roja de seguridad, pero un cuarto de siglo después puede considerarse como uno de los actos fundadores de la solidaridad
europea.
Y sobre la gran puerta del astillero en huelga, bajo el rótulo “Astillero Naval Lenin”, se encontraba el retrato de Juan Pablo II. El Papa polaco, que había llegado a Roma un año antes desde
su país natal, pronunció las siguientes palabras a sus compatriotas en una gran plaza de Varsovia:
“No tengáis miedo”.
Lo que mejor definía ese famoso “por supuesto” ministerial era la idea de sofocar la existencia legal de ese movimiento de masas que era Solidaridad, pero también su supervivencia en la
clandestinidad, la resistencia a la represión. Durante un corto periodo de tiempo, el poder militar
logró mejorar de forma pasajera la situación económica del país e instauró cierta calma social
momentánea que se sustentaba en un sentimiento de resignación e impotencia. Ese poder quería justificar su papel en el país arguyendo la ausencia de una alternativa política interna y el peligro de una intervención exterior, es decir, la repetición del escenario de Budapest y Praga. Pero la
situación real contradecía esos argumentos. La Unión Soviética, agotada militar y moralmente
debido a las derrotas en Afganistán, estaba inmersa, con la llegada de Gorbachov al poder en
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1985, en la consecución de reformas internas (perestroika) y medidas de liberalización política
(glasnost), y estaba menos preparada que nunca para intervenir.
Por otro lado, el trabajo de las estructuras clandestinas de Solidaridad y la creación de la
“segunda oleada” de divulgación de las ideas y de la información que se realizaba con la ayuda
de una auténtica red de imprentas clandestinas, convenció a la gente sobre la existencia de
una verdadera alternativa política. En 1976, cuando las manifestaciones que se produjeron en
Radom desembocaron en el incendio de la sede del comité local del partido comunista, Jacek
Kuroń, uno de los dirigentes históricos de la oposición polaca pronunció la celebre frase: “no
queméis sus comités, formad vuestros propios comités”. Y en los años ochenta ese deseo se
hizo realidad. Las encuestas realizadas por las instituciones del régimen mostraban la creciente desconfianza del pueblo en la economía estatalista: en 1988, el 73% de la población defendía no sólo la economía de mercado sino también el sector privado. Casi la mitad de los encuestados se pronunciaba a favor de la legalización de la oposición política. La ilegitimidad del poder
comunista era evidente, la alternativa política comenzaba a abrirse paso.
Detengámonos por unos instantes en nuestro relato para recordar una verdad extremadamente sencilla: en ocasiones, la Historia nos parece determinada porque conocemos el desarrollo de
los acontecimientos. Sabemos que el año 1989 borró del mapa europeo el poder comunista y resquebrajó el imperio soviético. Se puede pensar que se trataba simplemente de justicia, y que estaba escrito en la lógica de la Historia, pero hasta los más optimistas, los discípulos más fieles del
Maestro Pangloss, estarán de acuerdo en que no era tan predecible que fuera a ocurrir en 1989,
ya que podía haber ocurrido cinco, o quince, o treinta años después. La herencia de la revolución
bolchevique de 1917, que ya nadie reclama, hubiera podido esperar para celebrar su centenario
en 2017. Si nos ajustamos a la Historia probabilista, a la Historia que se basa en la expresión
“¿Y si...?”, podemos afirmar que si el ansia de libertad en 1989 no hubiera ido acompañada del
rechazo a la violencia, del rechazo a la confrontación o del choque entre el Este y el Oeste, esta
historia podría haberse escrito de otro modo. No fue la prudencia de las diplomacias, sino la prudencia de la autolimitación de los pueblos la que generó el milagro de 1989.
Volvamos a nuestro relato sin abandonar completamente las digresiones sobre la filosofía de
la Historia.
En 1988, tras una serie de huelgas, las autoridades comunistas de Polonia se dieron cuenta de
que no podían controlar la situación sin recurrir a métodos drásticos, es decir, a la violencia. El régimen se encontraba francamente debilitado y sus intentos de liberalización contribuyeron a ello. A
Tocqueville no le faltaba razón cuando afirmaba que los regímenes autoritarios sembraban el terreno para su propia destrucción cuando trataban de mejorarse. El régimen comunista polaco hubiera
podido retroceder, abandonar el proceso de liberalización política, apostar por el desarrollo de la economía de mercado sin democracia, ampliar la libertad económica y asfixiar la libertad política. El 13
de diciembre de 1981 los comunistas polacos tomaron partido y eligieron utilizar la violencia armada contra la sociedad y rechazar así cualquier tipo de diálogo político con Solidaridad: esa era la
única manera de mantenerse en el poder y proteger los intereses y los planes de la Unión Soviética.
Pero en 1989, su elección fue bien distinta: creían que sus intereses podían preservarse de otro
modo o bien consideraron que se trataba de meras concesiones pasajeras que no cambiarían la
naturaleza del sistema y que podrían anularse pasado un tiempo, como había ocurrido con la “nueva
política económica” de la Rusia soviética de 1921. Estoy dispuesto a aceptar que en 1989 los líderes comunistas polacos estaban sirviendo a su país y que tomaron esa decisión de forma consciente. Uno de ellos, a finales de 1989, me dijo que asistía al fin de su mundo: la Unión Soviética, que
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él consideraba como su segunda patria, estaba desapareciendo; el marxismo-leninismo, su religión,
se volvía anacrónico y anticuado; la clase obrera, de la que se consideraba representante, le daba
la espalda a él y a su partido y demostraba su apoyo a Solidaridad y a la Iglesia católica.
Me niego a aceptar que la declaración de la ley marcial en diciembre de 1981 salvaba a Polonia
de la intervención soviética y que se trataba de un mal menor: era el Mal. En 1989 participaron
en la creación de las condiciones necesarias para una transición pacífica hacia la democracia,
para una revolución negociada. Merecen al menos el beneficio de la duda.
A principios de los ochenta, en una encuesta realizada entre estudiantes polacos, sólo el 4%
de los estudiantes respondieron afirmativamente a la siguiente pregunta: “¿Te gustaría que la
forma de socialismo que existe en Polonia se extendiera al resto del mundo?” Los sociólogos que
han analizado la situación de Polonia en dicho periodo afirman que el conflicto social tomó la
forma de un conflicto de valores más que de un conflicto de intereses (en referencia a la tesis de
Edmund Wnuk-Lipinski). Solidaridad supo articular en este conflicto el programa de la independencia nacional, de la democracia y de la libertad oponiéndose de manera frontal al sistema comunista. Ante semejante situación de polarización de las posiciones, no iba a resultar nada fácil desarrollar un proceso político que permitiera evitar el enfrentamiento y que pudiera tratarse por la vía
de negociaciones sin que los adversarios se enfrentaran y adoptaran posiciones radicales.
Por un lado, el poder comunista trataba de evitar a cualquier precio el reconocimiento de
Solidaridad como socio, ya que significaba reconocer públicamente el fracaso de la operación militar del 13 de diciembre. De esta manera rechazaba cualquier idea de “pluralismo sindical”, es decir,
de una nueva legalización de Solidaridad, que incluía también cierto pluralismo político. En primer
lugar había que convencer a la Iglesia para que formara un sindicato cristiano y se comprometiera,
o bien que decidiera corresponsabilizarse de la situación política del país, ya fuera directamente o
valiéndose de una representación política laica. La Iglesia rechazó rotundamente estas proposiciones y reiteró que Solidaridad era el único socio válido para las negociaciones. El poder propuso
negociar el pacto social en una mesa redonda compuesta por las organizaciones no gubernamentales, de la que se excluía a Solidaridad. Finalmente, el poder no tuvo más remedio que aceptar
que había que negociar con la sociedad, pero a condición de nombrar representantes. Este programa era conocido como el “del combate y el entendimiento”. Combate contra toda oposición
democrática y cualquier tipo de pluralismo social o político, y entendimiento con los creadores del
régimen. No sólo era una manifestación de hostilidad hacia Solidaridad, que se identificaba con
esas posiciones, sino también la obcecación en la filosofía del monopolio del poder y de la monocracia del aparato comunista.
En otoño de 1988, un gran congreso de “militantes obreros” seguía excluyendo cualquier posibilidad de pluralismo, y el general W. Jaruzelski declaró su negativa a dialogar con “aquellos que
ponían en duda el orden legal y constitucional del país”. Fue el estado de la economía nacional lo
que obligó al poder a ofrecer finalmente las concesiones necesarias.
Por parte de Solidaridad aparecieron estrategias de diversa índole, desde programas radicales
para derrocar al régimen hasta argumentos que, bajo el nombre de “realismo político”, promovían
la colaboración con la corriente reformista del partido que ostentaba el poder. La autoridad inquebrantable de Lech Wallesa garantizaba la cohesión de su movimiento, la unidad de las estructuras
clandestinas y de las estructuras cuasi-legales, y sobre todo la representatividad de Solidaridad,
que era la única que podía hablar en nombre de la sociedad. La amnistía de 1986 y la consiguiente liberación de los presos políticos hizo posible la búsqueda de soluciones políticas. La vuelta al
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principio del pluralismo sindical, es decir, el regreso de Solidaridad a la legalidad era una condición
indispensable en cualquier negociación. Repetíamos incansablemente: “no hay libertad sin solidaridad”. En lo que respecta a este punto, la determinación era muy similar a la de los comunistas,
que pretendían aceptar una cierta pluralidad en la acción política, pero nunca jamás el pluralismo
de la actividad sindical. Solidaridad desarrolló a partir de 1987 un “pacto anti-crisis” cuyo objetivo
era acordar con la sociedad con el fin de llevar a cabo una política de reformas económicas, establecida conjuntamente por las autoridades del país y Solidaridad.
Podíamos considerar este pacto como un punto de partida de una transformación orgánica y
evolutiva en la que la esfera pública, controlada por el partido comunista, debería limitarse a realizar funciones militares e internacionales mientras que la libertad se convertía en el principio
máximo de la economía así como de la vida social. La clave de esta visión de futuro residió en
la sociedad civil. Era menos utópico de lo que parecía en un primer momento, puesto que lo que
no decía este programa era que la libertad es contagiosa y que ella misma crea sus propios
mecanismos de expansión. Se hacía necesaria una auto-limitación de las aspiraciones para evitar por encima de todo una confrontación violenta o la aparición del espectro del choque entre
dos grandes bloques. La necesidad de llevar a cabo cambios estructurales y económicos tanto
en la economía como en la política era cada vez más acusada, pero era necesario realizar un
pacto entre la sociedad y el “aparatchik” (aparato del Estado) para llevar a cabo la revolución de
una forma no revolucionaria, para que la democracia instaurada por métodos antidemocráticos
se tornara legítima y válida.
Retomando la interpretación que Sir Isaiah Berlin expone en The Hedgehog and the Fox (El erizo y
la zorra)1 basada en Arquíloco, añadiría que ellos eran como el zorro, que sabe muchas cosas, y
nosotros como el erizo, que sólo sabe una cosa, pero la más importante: una cosa llamada libertad.
El debate televisivo del 30 de noviembre de 1988 entre el jefe del sindicato oficial y miembro
del politburó y Lech Wallesa debía conseguir lo que la propaganda del régimen nunca había logrado
hasta el momento: destruir el mito de Wallesa y ridiculizar al líder de Solidaridad. Pero ocurrió todo
lo contrario: Wallesa, el vencedor indiscutible de la pugna, retornó a la escena pública polaca con
un apoyo del 64% mientras que a la pregunta de si se debía legalizar Solidaridad, un 73% respondió de forma afirmativa. La visita de Wallesa a París unos días después, a invitación de François
Mitterand, confirmó la leyenda europea del sindicalista polaco y le brindó la ocasión de presentar
su programa político.
El 6 de febrero de 1989, la “mesa redonda” reunió a 56 representantes del régimen, de la oposición democrática y de las dos centrales sindicales así como a algunos intelectuales independientes, y todos se pusieron a trabajar. En los preparativos, los representantes de la Iglesia también
jugaron un papel fundamental en calidad de observadores, mediadores o testigos. La mesa redonda reunió a dos bandos hostiles y recelosos, uno frente al otro. Sólo la Iglesia podía asegurar la
confianza mínima necesaria para que las negociaciones se llevaran a cabo, y lo que es más, que
éstas llegaran a buen puerto.
Los dos meses de negociaciones protagonizados por la mesa redonda hasta que se firmaron
los acuerdos el 5 de abril de 1989 supusieron una confrontación constante de dos puntos de vista
1
Berlin, Sir Isaiah (1953). The Hedgehog and the Fox, New York, Simon and Schuster.
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diferentes y en la mayoría de los casos, contradictorios. Era una situación nunca vista. Se
reunían cara a cara el antiguo régimen y las fuerzas del cambio, los representantes del régimen
autoritario y los de la sociedad civil, el poder que conocía su ilegitimidad y la oposición que se
sabía legítima.
Y eso no sucedía en las calles ni en las barricadas, sino alrededor de una mesa, durante unas
negociaciones en las que participaron los que acababan de derribar los muros de las cárceles y
sus carceleros. No resultaba nada fácil buscar un acuerdo en esas condiciones. Más bien parecía imposible. En ambos bandos existían enemigos acérrimos de cualquier acuerdo. Sin embargo,
a lo largo de las negociaciones, surgió el tema del interés del país y eso fue lo que permitió llegar
a un acuerdo.
Inicialmente, el problema principal era reconocer el principio del pluralismo sindical y permitir
la legalización de Solidaridad. Para sorpresa de todos, una vez que se adoptó la decisión, el problema dejó de ser tan grave. Fueron las cuestiones políticas las que se convirtieron en las protagonistas de los acuerdos de la mesa redonda. En las decisiones sobre las elecciones parlamentarias que tendrían lugar el 4 de junio, el poder comunista buscó, si no la supervivencia de su
monopolio de poder, al menos la garantía de preservar su dominio político. El pacto preveía que
sólo un 35% de los escaños de la Dieta serían elegidos en elecciones libres; el resto se reservaría al partido comunista y a sus partidos satélite. El Senado se constituía por elecciones libres,
pero se veía privado de competencias políticas. El escaso tiempo que duró la campaña electoral
debía favorecer a los comunistas, que disponían de estructuras de organización y de medios de
comunicación así como de recursos financieros ilimitados. Pero todos los cálculos del poder se
revelaron inútiles y sin fundamento alguno. La campaña electoral de Solidaridad se centraba en
Lech Wallesa, el indiscutible líder nacional, y estuvo organizada por comités cívicos que se crearon de forma espontánea en todas las ciudades e incluso en los pueblos. Al oponerse al poder, la
sociedad se constituía en una unidad que proponía la elección más sencilla: “ellos” o “nosotros”,
sin necesidad de que los partidos políticos actuaran como intermediarios.
El éxito del movimiento Solidaridad y el fracaso del poder comunista fueron aplastantes. Todo
el espacio que correspondía a los cargos elegidos en elecciones libres fue tomado por Solidaridad;
los comunistas no obtuvieron ningún escaño en el Senado, y en la Dieta su mayoría desapareció,
ya que los partidos satélite los abandonaron de inmediato. En el primer gobierno participaron
ministros comunistas al frente de la defensa nacional y del Ministerio del Interior –Polonia aún era
miembro del Pacto de Varsovia– pero el jefe del gobierno era Tadeusz Mazowiecki.
El régimen comunista se derrumbó sin un solo disparo, sin cristales rotos, sin actos violentos,
sin derramamiento de sangre. El “efecto dominó” se extendió a toda la región: en Budapest se
creó otra “mesa redonda” siguiendo el ejemplo polaco, la “revolución de terciopelo” cambió el régimen en Checoslovaquia, el Muro de Berlín se hizo añicos.
Durante cierto tiempo, el cadáver del comunismo siguió envenenando el clima político; se
cometieron toda clase de errores, apareció el desencantamiento social, la transformación económica fue traumática, pero el cambio era inevitable y definitivo.
La casualidad hizo que los acontecimientos de 1989, ese annus mirabilis, tuvieran lugar doscientos años después de la Revolución Francesa. Se produce de forma natural una identificación
entre los dos cambios de régimen. Pero surge una pregunta: ¿Hay razones para afirmar que lo que
ha ocurrido en Europa Central es realmente una revolución?
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