Ser belgas - Nabarralde

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Ser belgas
Joan B. Culla I Clarà
“El nacionalismo flamenco renuncia a la independencia”, anunciaba llamativamente en portada
EL PAÍS el pasado día 6. Y aunque en el desarrollo de la noticia se subrayase que “la
comparación con España no sirve aquí”, las dos páginas enteras consagradas al cambio
programático del principal partido nacionalista flamenco, la N-VA (Nieuw-Vlaamse Alliantie o
Nueva Alianza Flamenca), así como el editorial del lunes 10 glosando el mismo hecho (“Adiós
al separatismo”) inducían a pensar que sí, que algún nexo debe de existir —en el terreno de la
realidad, o en el de los deseos— entre el último giro de la política belga y el actual escenario
político español.
No obstante lo cual, es bien cierto que la problemática territorial belga y la española son muy
distintas. En Le plat pays que cantaba Jacques Brel, flamencos y valones se reparten la
geografía por mitades, y la demografía en una proporción de 6 a 4 a favor de los primeros. Es
decir, que no existe un grupo nacional dominante acampado sobre un Estado belga que ese
grupo considere su patrimonio. Por otra parte, y a lo largo del último medio siglo, la Bélgica
unitaria experimentó una serie de cambios constitucionales que la han convertido desde 1993
en un complejo Estado federal, donde las competencias del poder central no paran de
menguar. Y, ahora, la N-VA propone arrebatarle también las relaciones exteriores, la caja única
de la seguridad social... ¡y hasta la figura del primer ministro!
Que, con tal programa, se renuncie al independentismo en favor de un Estado flamenco
vagamente confederado supone un giro táctico o formal, sí, pero en ningún caso un cambio
estratégico.
Ahora bien, si ni el mapa ni el ordenamiento jurídico de Bélgica y España son comparables,
donde la distancia resulta sideral es en el terreno de las culturas y los comportamientos
políticos. Para empezar, el nombre oficial del pequeño país, que exhiben todas sus
representaciones en el extranjero, es Royaume de Belgique/Koninkrijk België. Y su rey —que lo
es de los belgas, no de Bélgica— respeta escrupulosamente el trilingüismo oficial del Estado;
quiere decirse que, en los discursos y mensajes institucionales, dosifica más o menos por
mitades las lenguas francesa y neerlandesa, y pronuncia unas frases en alemán por respeto a
los 75.000 belgas que, en los llamados Cantones del Este, tienen ese idioma como propio.
Permítaseme explicar, entre paréntesis, que hace dos o tres años, durante un encuentro en
Barcelona, se le sugirió al heredero de la Corona española esa conducta como ejemplo a imitar
y como formidable ejercicio de pedagogía de la pluralidad lingüística de España. Su respuesta
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fue que los miembros de la Familia Real ya usaban el catalán en Cataluña, pero que hacerlo en
actos de Estado en Madrid “no se entendería”. Y lo malo es que tenía razón.
En Bélgica, la política lleva medio siglo dominada por los pleitos identitarios y los litigios
simbólicos; el régimen lingüístico de algunas pequeñas comunas de la periferia de Bruselas,
por ejemplo, bloqueó durante meses la formación del Gobierno federal. Sin embargo, ninguno
de los dos bandos quiso descalificar al otro acusándole de nacionalismo decimonónico,
supremacista, excluyente o racista, ni menos aún trató de identificarlo con el totalitarismo
hitleriano. Y ello a pesar de que tanto flamencos como valones tienen, en relación con el
nazismo, un pasado sombrío.
Dado que, desde hace muchos decenios, todos los Gabinetes belgas son coaliciones cada vez
más multipartitas y laboriosas de urdir, a ninguno de sus integrantes le pasa siquiera por la
imaginación promover políticas recentralizadoras ni leyes para belguizar a ninguna de las
comunidades que forman el reino. Todos saben que su misión consiste en gestionar la
complejidad de sentimientos de pertenencia, no en tratar de suprimirla por la imposición, ni de
diluirla mediante la argucia, ni de envenenarla con provocaciones. Vamos, que no hay en
aquellas latitudes ministros como Wert, como Montoro o como García-Margallo.
Por más que el nombre del país —Bélgica— proviene de los belgae, un pueblo galo ya citado
por Estrabón y, sobre todo, por Julio César en La guerra de las Galias, ni al actual primer
ministro Elio di Rupo (un político valón de ascendencia italiana) ni a ninguno de sus
predecesores o sucesores se le ha ocurrido, se le ocurre ni se le ocurrirá jamás decir, para
desdeñar las demandas del nacionalismo flamenco, que Bélgica es la nación más antigua de
Europa. O sea, que tampoco circulan por allí émulos de Aznar ni de Rajoy. Con la misma
rotundidad puede afirmarse que los jueces y los tribunales belgas no suelen interferir en el
ejercicio de las competencias educativas de las tres comunidades lingüísticas, la flamenca, la
francesa y la germanófona, ni dictan a estas en qué idioma debe impartirse una u otra
asignatura. Pese a lo cual los derechos humanos de los ciudadanos belgas parecen, en
general, salvaguardados.
No, España no es Bélgica. Pero, si la cultura política española se pareciese a la belga, habría
en Cataluña bien pocos independentistas.
EL PAIS
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