El Vigilante

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El vigilante
El vigilante
Parecía humo y sin embargo el vigilante lo atrapó sin
problemas. Rápido, con un movimiento imperceptible, lo
introdujo en el interior de una bolsa de plástico transparente.
- ¡Ya está! – exclamó en voz baja.
Al fin estaba encerrada otra vez.
Sonriente, satisfecho por haber cumplido con su trabajo,
introdujo la bolsa en el maletero del coche negro que había
utilizado para perseguir la mancha blanquecina que ahora se
agitaba intranquila en el interior de aquella peculiar jaula.
Arrancó el vehículo y se marchó.
Para el humo la huida es una constante ya que escapar
forma parte de su naturaleza. Su trabajo no era fácil por esta
sencilla razón. El vigilante se veía obligado a comprobar al
menos un par de veces al día el contenido del almacén. Su jefe
no toleraba el más mínimo error y esto convertía su quehacer
en un acto absolutamente desesperante y minucioso.
Durante la revisión de aquella tarde un recipiente había
quedado vacío y no le quedó más remedio que ponerse
rápidamente manos a la obra. Tras varias horas de búsqueda
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El vigilante
tenía por fin la mercancía a buen recaudo, de este modo
evitaba tanto las explicaciones a su jefe como al creador de
aquella especie de escapista incorpóreo.
Detuvo el coche delante de un edificio pequeño. Era una
construcción de cuatro pisos, un edificio de estructura
rectangular con dos hileras de ventanas en los pisos
superiores. En la planta baja una enorme puerta metálica
resultaba ser la única forma de acceso al interior. En la parte
posterior cuatro pequeñas aberturas, en las cuales terminaban
sendas cintas transportadoras. A través de ellas se realizaba la
entrega puntual de la mercancía los primeros lunes de cada
mes.
El vigilante levantó un pequeño mando señalando con él la
puerta metálica, pulso un botón y ésta se abrió permitiendo al
vehículo introducir con un dulce ronroneo su oscura
carrocería en el interior del edificio. Con un par de maniobras
dejó el coche emplazado en el espacio dibujado en el suelo
para indicar el lugar de aparcamiento. Abrió el maletero y
cogió con prudencia la bolsa de plástico. En el interior el
humo giró sobre sí mismo contento por salir del maletero para
detenerse, hasta casi desaparecer, al ver que estaba otra vez en
el almacén.
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El vigilante
Para nada había servido su intento de huida.
Con paso rápido el vigilante se dirigió hacia una vieja
puerta de madera situada justo delante del vehículo. Sobre ella
estaba plantada una cámara de vídeo. Ésta era una de las
muchas que el propietario de la empresa había puesto en toda
la instalación para poder vigilar tranquilamente desde su casa
todo lo que pasaba dentro. El vigilante se detuvo y la miró
durante un momento, no le gustaban aquellos artilugios pues
él creía que con su dedicación siempre había sido suficiente.
Comenzaba a pensar que aquellos ojos de cristal le
estaban vigilando también a él.
Abrió la puerta y se iluminó, de forma automática, la sala
ubicada tras ella. En su interior cientos de estanterías, pegadas
unas a otras, llegaban por su altura a tocar el techo. En cada
una de sus baldas, ordenados por tamaños e introducidos en
cajas, miles de libros con las hojas en blanco. El contenido de
la bolsa de plástico se agitó durante un momento, inquieto,
pues sabía que aquel lugar era sin duda su destino.
Hojas en blanco esperando las letras.
Atravesó la sala de los libros para llegar así hasta una nueva
puerta. Ésta, situada al final de un pasillo y de un aspecto
imponente, impedía el paso a la sala contigua. Allí dentro se
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El vigilante
guardaba algo mucho más importante que los libros y por esta
razón el acero más noble sustituía a la débil madera.
Sacó una tarjeta del bolsillo y, tras pasarla por un lector
situado a su derecha, la puerta se abrió dejando escapar un
silbido. La luz se encendió también automáticamente
iluminándose ante sus ojos infinitas urnas de cristal, todas ellas
ocupadas por humo de los más diversos colores y formas.
Tras cruzar el umbral miró a la bolsa y, con un gesto
cariñoso, golpeó ligeramente su contenido para dirigirse a él a
continuación.
- Espero que no lo vuelvas a intentar. Si te perdemos… si
te pierdes, me meterías en un buen problema – susurró al
tiempo que ocultaba sus labios de la mirada de las cámaras.
El humo pareció contestarle oscilando tímidamente en el
interior de la jaula de plástico. Avanzaron a continuación entre
las urnas de cristal. A su paso, en el interior de los recipientes,
múltiples siluetas se mostraban intranquilas al comprobar que
su colega no había logrado escapar.
El vigilante se detuvo delante de una columna de urnas de
pequeño tamaño. "Poesías de amor y otras aventuras" se podía leer
sobre ellas. Accionó una palanca y un recipiente vacío se situó
ante él. Tras abrirlo introdujo la bolsa y, con mucho cuidado,
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El vigilante
liberó en su interior el humo que tanto le había costado
encontrar. La urna se cerró llevando en su interior al último
rebelde del día.
Fin del trayecto, fin de su huida.
Se guardó la bolsa que había servido de jaula en uno de
los bolsillos del pantalón y abandonó la sala. Cruzó, sin
detenerse, el enorme almacén de libros vacíos y regresó a su
coche. Pulsó el botón del mando abriéndose así la puerta
metálica. Rápidamente el vehículo abandonó el edificio.
Sólo quedaron allí las cámaras, vigilando.
Vigilantes sin vida para un almacén de nuevo repleto de
ideas.
En la calle un coche negro, recién aparcado junto a una farola, se
confunde en la oscuridad de la noche. En una papelera cercana una bolsa
de plástico con un pequeño orificio en una de sus esquinas está esperando
ser recogida.
Sentado en una silla, en la cocina de un piso cualquiera, un hombre
observa un libro cerrado bajo la luz de una bombilla que parpadea.
Libro sin letras.
Junto a su mano derecha las llaves con las que por vez primera ha
abierto otro tipo de puerta sin saber aún porqué lo ha hecho.
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El vigilante
Sobre su mano izquierda, oscilante, una curiosa sensación de
hormigueo le indica quizá el comienzo de una revolución.
Pues ahora, ante los ojos del vigilante, están dando las gracias dos
libres poemas.
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