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Domingo XXIII del Tiempo Ordinario
1. “Entonces le presentaron a un sordomudo y le pidieron que le impusiera las manos.” (Mc 7,32).
Las manos de Jesús siguen actuando. Son manos inquietas. Nunca están ociosas. Son las manos del
Dios que se hizo hombre para trabajar y transformar el mundo con sus manos humanas; manos que
curan, consuelan, transmiten el calor y la vida de Dios.
El hombre -dice la Biblia- ha surgido de las manos del Dios alfarero que lo modeló del barro de la
tierra. Somos fruto de la obra artesanal de las manos de Dios y de su aliento de vida. Dice, en efecto, el Génesis: “Entonces el Señor Dios modeló al hombre con arcilla del suelo y sopló en su nariz
un aliento de vida. Así el hombre se convirtió en un ser viviente.” (Gn 2,7).
2. La Biblia describe también la actitud religiosa fundamental del hombre como una mirada dirigida
precisamente a las manos bondadosas y hábiles de Dios. Así reza el Salmista: “Como los ojos de los
servidores están fijos en las manos de su señor, y los ojos de la servidora en las manos de su dueña:
así miran nuestros ojos al Señor, nuestro Dios, hasta que se apiade de nosotros.” (Salmo 123,2).
¡Cuántas veces nosotros mismos hemos dirigido nuestra mirada de fe a las manos de Dios, suplicándole que actúe, que intervenga con el poder de su brazo!
Comprendemos entonces con profunda simpatía a aquellos hombres que presentaron a Jesús al sordomudo “pidiéndole que le impusiera las manos”. San Marcos ya nos ha narrado una escena semejante: unas personas piadosas abren un boquete en el techo por el que descuelgan la camilla con un
paralítico. “Al ver la fe de esos hombres, Jesús dijo al paralítico: «Hijo, tus pecados te son perdonados»” (Mc 2,5).
Esta tarde quisiéramos tener esta misma osadía, para así acercarnos a Jesús, para ponernos al alcance de sus manos. Es más, quisiéramos acercar a las manos bondadosas de Cristo nuestras parroquias, colegios, comunidades e instituciones católicas; pero también cada rincón del Decanato Godoy Cruz. Quisiéramos que las manos de Cristo, marcadas por las cicatrices de la cruz y portadoras
del Espíritu de la resurrección, alcanzaran especialmente a quienes llevan algún dolor de la vida, a
los pobres, a los ancianos y enfermos. Pienso especialmente en nuestros niños y jóvenes, especialmente quienes están en particulares situaciones de riesgo: que Cristo imponga sus manos sobre
ellos, los cuide, defienda y acompañe siempre.
3. Esta vez, el relato evangélico nos habla de un hombre que tiene afectadas dos funciones básicas
de la condición humana: la audición y la palabra.
No olvidemos que estamos leyendo la Biblia. Para las Escrituras sagradas, el oído y la lengua, la
escucha y el habla, son mucho más que meras funciones naturales. El oído ha sido formado para
escuchar al Dios que habla. La lengua para responderle en la oración confiada, para cantar las maravillas del Señor, para anunciar a otros qué bueno es el Dios de la vida.
La figura de este hombre que no puede escuchar ni hablar adquiere una fuerza simbólica muy grande. El hombre, creado para escuchar y comunicarse con Dios, sin embargo, está siempre amenazado
por el mutismo y el silencio. La imposibilidad de comunicarse es una manifestación muy elocuente
de la malicia del pecado que sumerge al hombre en su propio egoísmo.
El relato nos ofrece además otro dato significativo: este sordomudo proviene de las regiones paganas que rodean a Israel; es decir, no forma parte del pueblo elegido de Dios. Estaría entonces doblemente incapacitado para recibir la salvación: por su incapacidad física y por su origen pagano.
Sin embargo, Jesús, como reescribiendo la página del Génesis que narra la creación del hombre,
recrea con sus manos a este ser humano incomunicado. El relato es conmovedor: “Jesús lo separó
de la multitud y, llevándolo aparte, le puso los dedos en las orejas y con su saliva le tocó la lengua.
Después, levantando los ojos al cielo, suspiró y dijo: «Efatá», que significa: «Ábrete». Y enseguida
se abrieron sus oídos, se le soltó la lengua y comenzó a hablar normalmente.” (Mc 7,33-35).
4. Hoy existen muchos medios de comunicación masiva. Las tecnologías de la comunicación están
cambiando realmente la faz del mundo. Todo parece al alcance de la mano. Podemos, no obstante,
preguntarnos: ¿Estamos realmente más comunicados, entendiendo por comunicación, sobre todo, la
apertura del espíritu, del uno hacia el otro? Hay personas que tienen intacta su capacidad de oír y de
hablar, que poseen incluso los últimos medios de comunicación, sin embargo, viven en la soledad
de la incomunicación más grande. Por el contrario, conocemos hermanos y hermanas nuestros que,
no obstante, tener disminuidas estas capacidades, poseen una vitalidad desbordante para acoger,
escuchar y comunicarse.
Lograr una comunicación auténtica entre personas o grupos de personas, sobre todo si entre ellas
pesa alguna forma de resentimiento o de distancia interior, es siempre un acontecimiento hondamente espiritual. Supone poner en movimiento aquel principio interior, invisible pero realísimo que
designamos con la bellísima palabra: “alma”. En cada palabra o gesto, ofrecer el alma a quien nos
escucha.
Queridos hermanos y hermanas: ¡Jesús sigue actuando entre nosotros! Para él, nadie está irremediablemente perdido o encerrado en su soledad. Sus manos siguen activas, ahora con la potencia de la
resurrección y del Espíritu. Y siguen activas para tocar nuestros oídos y soltar nuestra lengua. Él
nos libera para encontrarnos unos a otros como hermanos que se escuchan, se acompañan e intercambian razones para vivir y esperar. Él tiene en sus manos el don de su Espíritu que viene en ayuda de nuestro espíritu, para darnos la libertad de abrirnos unos a otros. Él mueve nuestra alma.
5. El relato del evangelio concluye con esta significativa frase: “Jesús les mandó insistentemente
que no dijeran nada a nadie, pero cuanto más insistía, ellos más lo proclamaban y, en el colmo de la
admiración, decían: «Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos».” (Mc
7,36-37).
Que Jesús nos abra los oídos y suelte nuestra lengua. Que nos convierta en misioneros incansables
de su Buena Noticia. ¡El Evangelio no se puede callar! El que ha sido liberado no puede sino cantar
y contar lo que le ha pasado. Con la Iglesia recemos: “Abre, Señor, nuestro corazón para que comprendamos tus palabras; abre nuestros labios y proclamaremos tu alabanza” (Ant. de Laudes del
Domingo XXIII).
El Jubileo que estamos celebrando como Iglesia Diocesana quiere ser, ante todo, una fuerte experiencia del poder liberador de las manos de Jesús. Un Jubileo para cantar las maravillas del Señor.
Por eso, un Jubileo “misionero”.
Enseguida vamos a hacer el “envío misionero”, un gesto común de todas las parroquias del Decanato Godoy Cruz que se sienten interpeladas a la misión. ¿Será algo más que un bonito gesto al concluir nuestra Misa? ¿Cómo será retomado en nuestras comunidades cristianas?
¡Ojalá no ahoguemos el fuego que enciende Jesús en nuestro corazón con la multiplicación estéril
de reuniones, fixtures incomprensibles y montaña de papeles!
La misión cristiana nace de un corazón sorprendido y admirado: «Todo lo ha hecho bien: hace oír a
los sordos y hablar a los mudos». Ni siquiera Jesús pudo acallar el clamor de aquellos que lo habían
visto, oído y palpado en toda la fuerza de su humanidad redentora.
La aspiración más honda de nuestra Iglesia diocesana en este año jubilar y misionero es ser encendida por el fuego del amor de Dios, ser alcanzada por las manos liberadoras de Jesús, ser sacudida
por la fuerza del Espíritu Santo.
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