Enrique Florescano, Etnia, Estado y Nación. Ensayo sobre - e

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DEBATE
Liberalismo e identidades indígenas en el Estado mexicano
ENRIQUE FLORESCANO, ETNIA, ESTADO Y NACIÓN.
ENSAYO SOBRE LAS IDENTIDADES COLECTIVAS EN MÉXICO*
Femando Escalante Gonzalbo
El Colegio de México
En la última página del libro de Enrique
Florescano se reproduce una fotografía
del libro México bárbaro de John Kenneth Tumer. Los cuerpos descarnados de
seis indígenas cuelgan de las ramas de un
árbol, fomiando un cuadro espantoso, sobrecogedor. Por cierto, no se trata de una
mera ilustración, ni es accidental el lugar
que ocupa: la última línea del texto se refiere explícitamente a dicha fotografía que
muestra, según dice Florescano, «la propuesta que había impuesto la élite porfirista para enfrentar los graves problemas
sociales de la nación» (p. 511). Es decir,
la imagen forma parte de la argumentación. Es un recurso retórico, por decirlo
así, que sirve para acentuar emocionalmente sus razones. Con ella se busca y
sin duda se consigue conmover a cualquiera; por otra parte, tiene el efecto de
situar la violencia en el centro, como motivo dominante del libro. No está mal, salvo porque favorece una mirada sentimental que, tratándose de estos temas, puede
resultar peligrosa.
Aclaremos un punto antes de seguir. Se
trata de una obra inonumental, de erudición propiamente espectacular; más que
* México, Aguilar, 1998, 512 pp.
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un libro es el resumen de una generosa
biblioteca. Se antoja, de hecho, como la
primera entrega de una historia general
del problema indígena en México: le falta
el siglo veinte, que tiene lo suyo. Sin embargo, aparte de ser un libro de historia es
también un alegato político cuya argumentación —coherente aunque dispersa—
aparece sobre todo en los adjetivos, en la
disposición retórica de los materiales.
Habrá a quien eso le disguste, para mí
es una virtud que incluso hace especialmente recomendable la lectura. Pero sí
creo que conviene distinguir las dos cosas. Y lo digo porque, en lo que sigue, me
quiero ocupar sobre todo del discurso político, dejando de lado la posible discusión de detalles historiográíícos.
Puesto en una nuez, el argumento es el
siguiente. La historia, prácticamente toda,
de México ha transcurrido en contra de
los indígenas; las clases dirigentes del
XIX, en particular, «hicieron suyo el modelo europeo de nación» y llegaron «al
extremo de aniquilar a los pueblos que
opusieron resistencia» a dicha idea (p.
18). Hasta ahí suena más o menos convincente, aunque haya alguna exageración; es una nueva visión de los vencidos
que, por razones de óptica, aprecia sólo
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de manera superficial y partidista las intenciones de los vencedores.
Por desgracia, al polemizar con la historia que fue, o más bien al lamentarse de
ella, incurre en un anacronismo que no es
trivial. Se queja de que no haya habido
una «política de integración nacional» que
reconociese especialmente a los indígenas
y respetara sus tradiciones (p. 19). Esto
es, juzga a los liberales decimonónicos a
partir de los supuestos del lenguaje multiculturalista que corresponde a nuestra
sensibilidad moral. Con ello pasa por alto
la posibilidad, entre otras cosas, de hacer
una crítica, que sería más consistente y
aleccionadora, del intento de creación de
un Estado; porque se trataba de eso.
Aparte de documentar que el intento fue
sangriento y de inclinación occidental, no
se dice mucho más.
Para aclarar, lo pongo de otro modo.
Es posible que en el propio universo moral e ideológico del XIX, con sus limitaciones políticas, materiales, culturales,
desde el punto de vista liberal, hubiese
habido alternativas. Es posible que el propósito de construir un Estado —un propósito inevitable absolutamente— hubiese
tenido mejor éxito llevado a la práctica de
otra manera. Una crítica hecha en esos
términos sería mucho más útil, más significativa: a partir de lo que pudieron haber
hecho aquellos políticos, habida cuenta de
sus circunstancias, y no a partir de ideas
que no podían siquiera imaginar y les hubieran parecido insensatas.
Desde luego, en el texto no hay una
defensa filosófica del multiculturalismo,
ni habna por qué pedírsela, pero tampoco
se busca apoyar con alguna información,
del tipo que fuese, la idea de que la preservación de la identidad y las tradiciones
indígenas pudiera haber sido en general
algo bueno o deseable. Es una petición
de principio. La consecuencia de ello es
que su alegato parece derivar de una acti186
tud moral muy semejante a la que censura, simétrica aunque inversa a ella. En su
reprobación de las élites decimonónicas
hay la misma conciencia de superioridad,
la misma autocomplacencia «civilizada»
para condenar la crueldad ignorante de los
«bárbaros» (que son, en este caso, los liberales).
El problema fundamental es, en todo
caso, que la retórica del multiculturalismo
referida a los indígenas mexicanos acusa
notorias inconsistencias y difícilmente puede organizar una interpretación histórica
sensata, congruente, en la que apoyarse.
No es posible hacer unareivindicacióndirecta del pasado prehispánico, porque sería
repugnante para nuestra sensibilidad, tampoco una condena inequívoca del régimen
colonial, puesto que entre otras cosas se
trata de defender la segregación jurídica,
menos aún adoptar una postura clara frente
al liberalismo decimonónico. Toda la historia, pero toda, ha sido un error.
Las vacilaciones, los matices y peros
que se aprecian en el texto de Florescano
son testimonio de esa dificultad. Sería importante, por cierto, comenzar a contarnos
una historia así, con una surtida gama de
grises, antes que en blanco y negro. Desafortunadamente sigue siendo, en este
caso, una historia partidista; lo bueno en
un libro como éste, es que las contradicciones de la retórica común aparecen de
manera transparente, con toda naturalidad.
El juicio que se trasluce sobre las formas antiguas del orden indígena es dudoso. Su carácter autocrático, jerárquico,
cerrado, es incontestable, pero la imagen
se matiza con la insistente mención de
sus «valores colectivos», o bien con expresiones de este estilo: «se desarrollaron organizaciones sociales que delimitaron el poder de los gobernantes», «los
gobernantes dieron una respuesta privilegiada a las demandas sociales» (p. 171),
«el gobierno ejercido por varios tlatoque
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representaba una suerte de equilibrio del
podeD> (p. 172).
No llama la atención tanto la ambigüedad de las frases, cuanto que hacen hincapié en aquellos aspectos que presuntamente acercarían aquel orden al nuestro,
los que lo harían más occidental. Y ésa no
es una inclinación personal de Enrique
Florescano: es uno de las paradojas más
obvias de la corriente ideológica entera.
Con respecto a la Colonia, el problema es parecido. De entrada, no hay ninguna concesión, no se descubren siquiera esos sutiles mecanismo de «delimitación del poder»; el rey y sus viireyes ejercían «un poder omnímodo y despótico»
(p. 373). La afirmación es de una notoria
inexactitud; es curioso que ésta podría
usarse con mucha mayor propiedad y sin
exageración para describir a los gobiernos
indígenas, con los que nunca se emplean
dichos términos.
El matiz se introduce más adelante,
cuando se compara al orden colonial con
el del XIX y resulta que «las Leyes de Indias protegían a las repúblicas campesinas» y garantizaban su derecho a la tierra
(p. 486). Habría, pues, alguna razón para
defender y hasta preferir el despotismo
porque, después de todo, ofrecía la segregación toral que hoy parece deseable a
nuestro multiculturalismo criollo.
Con relación al liberalismo, el forcejeo
ideológico es más instructivo. Según parece, las cosas comienzan bien en el siglo
XIX: «el proyecto histórico que surge de la
independencia tiene un contenido profundamente indígena y popular» (p. 332);
confonne pasa el tiempo, todo empeora.
En el plano económico, por una parte. «El
indígena —se dice— era entregado sin
protección a las inmisericordes fuerzas del
mercado» (p. 22), eso por obra de la legislación liberal, por la que «los campesinos quedaron sin protección jurídica»
(p. 486) o, más precisamente, fueron desRIFP/12(1998)
pojados de «personalidad jurídica para defender sus tierras» (p. 487). La generalización resulta equívoca, pero no es lo más
grave.
En muchos casos, lo sabe bien Florescano, persistió la propiedad colectiva, incluso bajo las nuevas formas que ofrecía
el orden liberal, como el condueñazgo.
Pero habría que decir también que de otra
manera, con una legislación tradicional,
corporativa y fuerista, quedarían literalmente «sin protección jurídica» los indígenas que aspirasen a poseer su tierra en
un régimen de propiedad privada. Por lo
demás, las fuerzas del mercado son igualmente inmisericordes con ladinos, mestizos, criollos y europeos. Con todo lo cual
quiero sólo sugerir algo muy sencillo: una
argumentación multiculturalista, compasiva y antiliberal, como la que podría derivarse del texto de Florescano, para ser
consecuente tendría que pedir una política
misericordiosa para todos, tendría que
afirmar la superioridad moral (sí no otra
cosa) de la propiedad colectiva. Es decir,
sería básicamente anticapitalista.
Mucho más llamativa, más inspirada y
sentimental, es la exposición de los problemas propiamente políticos, que concluye
con la fotografía que mencionaba antes.
Lo resumo en dos frases: «El peso del
aparato represivo del Estado se volcó contra los pueblos indios» (p. 491), cosa que
es cierta, pero no muy extraña ni sorprendente. Lo extraño sí es el modo de explicarlo (incluso los adjetivos): hubo una
«política implacable», hecha a base de
«artificios inhumanos» que tenían el propósito de «negar los valores indígenas»
(p. 493), y eso porque había, así lo pone el
libro, una oposición «entre el Estado y los
diversos grupos étnicos, a quienes el primero declaró la guerra cuando éstos no se
avinieron a sus leyes y mandatos» (p.
488). Ahora bien, se suponía que ésa era la
función, más aún, la virtud característica
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del Estado, que debía y podía imponer sus
«leyes y mandatos». Si eso parece condenable, entonces lo es el Estado como institución.
Aquí es donde el sesgo (inevitable) que
impone la visión de los vencidos nos deja
más despagados. Es cierto que toda sociedad campesina, y la mexicana como las
demás, se ha resistido siempre a la lógica
de la forma estatal, queda aclarar cuál
puede ser la alternativa. Pienso otra vez
en la posibilidad de una «crítica interna»
o situada, empática, del propósito de crear
un Estado. Es cierto también que los políticos mexicanos del siglo pasado quisieron «implantar los principios políticos del
liberalismo europeo, aun cuando esos valores chocaran con las tradiciones que nutrían a la mayoría de los pobladores» (p.
493), pero sucede que los principios de liberalismo «chocaron con las tradiciones»
siempre, en todas partes. No es otra cosa
el liberalismo sino la lucha contra las tradiciones: comunitarias, gremiales, religiosas, jerárquicas.
A partir de esa idea surgen al menos
dos líneas de argumentación que convendría seguir. Una histórica, acaso la diferencia entre el caso mexicano y otros, los
europeos, estriba en que allí el liberalismo
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llegó una vez constituido el Estado, como
un intento de modificarlo; aquí se quiso
imponer al mismo tiempo que se creaba
el Estado. Otra ideológica, los defectos
más graves, las inconsecuencias del sedicente liberalismo multiculturalista son
inerradicables porque las posiciones de la
idea liberal y del multiculturalismo respecto a la tradición son diametralmente
opuestas. La cultura es tradición, el liberalismo es sobre todo antitradicional.
Sé que nada de esto hay en el libro de
Florescano, pero me parece que brinda
una ocasión magnífica para hablar de ello.
La aprovecho finalinente, para plantear el
problema en términos racionales. El supuesto axiomático, ineludible, del multiculturalismo es la afirmación de la relativa
igualdad de las culturas, es decir, es un relativismo que convierte a la cultura en un
absoluto. Me explico con un ejemplo. Si
se diera el caso de que fuesen incompatibles el desarrollo económico, el derecho a
la salud o la libertad personal y el respeto
a las «identidades culturales», ¿qué debería prevalecer? Los partidarios del relativismo cultural y los derechos colectivos lo
ven muy claro: la identidad cultural es un
valor incondicionado; un liberal, según
creo, tendría muy serias dudas al respecto.
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